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Capítulo 17

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
continuación.

13

CUANDO LLEGAMOS al Berkeley Hotel, Van Helsing encontró un telegrama esperándole:

LLEGO EN TREN. JOHATHAN EN WHITBY. NOTICIAS IMPORTANTES.—MINA HARKER.

El profesor quedó encantado.

—¡Ah, esa maravillosa madam Mina —dijo—, perla entre las mujeres! Ella llega, pero yo no puedo quedarme. Debe ir a su casa, amigo John. Tiene que ir a buscarla a la estación. Telegrafíela en route para que pueda estar preparada.

Una vez enviado el cable, se sirvió una taza de té; mientras la tomaba me habló de un diario que Jonathan Harker había escrito cuando estaba en el extranjero, y me dio una copia mecanografiada del mismo, así como del diario de Mrs. Harker de cuando estaba en Whitby.

—Tómelos —me dijo— y estúdielos bien. Cuando yo vuelva ya conocerá usted todos los hechos y podremos entonces comenzar mejor nuestra inquisición. Guárdelos en un lugar seguro, pues hay mucha riqueza en ellos. Necesitará usted toda su fe, a pesar de haber tenido una experiencia tal como la de hoy. Lo que aquí se dice —apoyó su mano pesada y gravemente sobre el montón de papeles mientras hablaba— puede ser el comienzo del fin para usted, para mí, y para muchos otros; o puede ser el tañido fúnebre de los no muertos que caminan por este mundo. Lea todo, se lo ruego, con mente abierta, y si puede usted añadir cualquier cosa a la historia que aquí se cuenta, hágalo, pues es totalmente importante. Usted ha llevado un diario de todas estas cosas tan extrañas, ¿no es así? ¡Sí! Entonces trataremos juntos de todo ello cuando nos veamos.

Se preparó de inmediato para marchar y poco después iba en coche hacia Liverpool Street. Yo me dirigí hacia Paddington, adonde llegué quince minutos antes que el tren.

La multitud se disolvió después de apelotonarse según la costumbre habitual en los andenes de llegada, y yo comenzaba a sentirme inquieto por miedo a haber perdido a mi huésped cuando una joven de dulces facciones y aspecto elegante se me acercó y, después de una rápida mirada, me dijo:

—Doctor Seward, ¿no es así?

—¡Y usted es Mrs. Harker! —respondí de inmediato mientras ella me alargaba la mano.

—Le he conocido gracias a la descripción que me hizo la pobre y querida Lucy, pero… —se interrumpió bruscamente y un repentino rubor cubrió su rostro[1].

El que apareció en mis propias mejillas sirvió para que ambos nos tranquilizásemos, pues el mío fue una respuesta tácita al de ella. Cogí su equipaje, que incluía una máquina de escribir, y tomamos el metro hasta Fenchurch Street[2], después de haber enviado un telegrama a mi ama de llaves para que preparase de inmediato un salón y un dormitorio para Mrs. Harker.

Llegamos a su debido tiempo. Ella sabía, desde luego, que el sitio era un manicomio, pero pude apreciar que no podía reprimir un ligero estremecimiento cuando entramos[3].

Me preguntó si podía ir dentro de poco a mi estudio, pues tenía mucho que decirme. De modo que aquí estoy, acabando de grabar en mi fonógrafo lo referente al día de hoy mientras la espero. Hasta ahora no he tenido oportunidad de mirar los papeles que me dio Van Helsing, aunque los tengo abiertos ante mí. Debo hacer que ella se interese en algo, con objeto de poder tener ocasión de leerlos. Ella no sabe cuán precioso es el tiempo, o qué tarea tenemos entre manos. He de tener cuidado para no asustarla. ¡Aquí viene!

DIARIO DE MINA HARKER.

29 de septiembre.—Después de haberme aseado, bajé al estudio del doctor Seward. Me detuve un momento ante la puerta, pues me pareció que estaba hablando con alguien. Sin embargo, como me había presionado para que fuera rápida, llamé y, tras escuchar que decía «pase», entré.

Para mi gran sorpresa, no había nadie con él. Estaba totalmente solo, y en la mesa que tenía frente a él había lo que, de acuerdo con la descripción, supe de inmediato que era un fonógrafo. Yo nunca había visto ninguno, y me interesó mucho.

—Espero que no le haya hecho esperar —dije—, pero desde la puerta escuché que estaba hablando y pensé que había alguien con usted.

—Oh —replicó con una sonrisa— sólo estaba con mi diario.

—¿Su diario? —pregunté sorprendida.

—Sí —respondió—. Lo guardo aquí.

Al tiempo que así hablaba apoyó una mano en el fonógrafo. Me sentí totalmente interesada por el aparato y exclamé desconsideradamente:

—¡Pero esto deja atrás incluso a la taquigrafía! ¿Puedo oír algo de lo que dice?

—Ciertamente —contestó con presteza, poniéndose en pie para hacerlo funcionar. De improviso se calló y en su rostro apareció un gesto preocupado.

—Lo que pasa es que —comenzó a decir torpemente— sólo guardo ahí mi diario, que está dedicado enteramente, casi enteramente, a mis casos, y podría ser embarazoso, bueno, quiero decir…

Se calló y yo intenté sacarle de su turbación:

—Usted ayudó a cuidar a la querida Lucy al final. Permítame oír cómo murió; le estaré muy agradecida por todo lo que pueda saber de ella. Era muy querida para mí.

Para mi sorpresa, me contestó con el horror reflejado en su rostro:

—¿Hablarle de su muerte? ¡No, por nada de este mundo!

—¿Por qué no? —le pregunté, pues una grave y terrible sensación se estaba apoderando de mí. Se detuvo de nuevo y pude notar que estaba buscando una escusa. Por fin balbuceó:

—Vea, no sé cómo localizar una parte en concreto del diario. —Mientras hablaba se le ocurrió una idea, y dijo con una sencillez inconsciente, con un diferente tono de voz y con la ingenuidad de un niño—: Es la pura verdad, por mi honor. —No pude por menos de sonreír, ante lo cual hizo un gesto—. ¡Esta vez me he traicionado a mí mismo! —dijo—. Pero ¿sabe usted que he ido grabando mi diario durante meses y nunca se me ocurrió cómo iba a encontrar algo en particular?

Pero mi mente ya había decidido que el diario de un medico que había atendido a Lucy podía tener algo que añadir a lo que ya conocíamos acerca de aquel terrible Ser, y dije audazmente:

—Entonces, doctor Seward, será mejor que lo copie con mi máquina de escribir.

Se puso mortalmente pálido y dijo:

—¡No, no, no! ¡Por nada del mundo permitiría que usted conociese esa terrible historia!

¡Así pues era terrible; no me había fallado la intuición! Por un momento me quedé pensando, mientras miraba en torno de la habitación buscando inconscientemente algo que me fuera de ayuda, hasta que mis ojos se posaron en un gran montón de papeles mecanografiados que había sobre la mesa. Sus ojos se fijaron en los míos y sin pensarlo siguió la dirección de mi mirada. Al ver los papeles comprendió lo que pasaba por mi cabeza.

—Usted no me conoce —dije—. Cuando haya leído eso, mi propio diario y también el de mi marido, que he mecanografiado, me conocerá mejor. Yo no he vacilado en poner hasta lo más íntimo de mi corazón en esta causa; pero, desde luego, usted no me conoce —todavía— y no puedo esperar que confíe aún en mí.

Es sin duda un hombre de noble naturaleza; la pobre y querida Lucy tenía razón. Se puso en pie y abrió una gran gaveta donde había un buen número de cilindros de metal, huecos, recubiertos de cera oscura y colocados en orden, y dijo:

—Tiene usted toda la razón. No confiaba en usted porque no la conocía. Pero ahora la conozco, y permítame decirle que debía haberla conocido mucho antes. Ya sé que Lucy le habló a usted de mí; también me habló a mí de usted. ¿Puedo ofrecerle la única reparación que me es posible hacer? Coja esos cilindros y escúchelos; los seis primeros son personales, y no le horrorizarán: así me conocerá mejor. Para cuando usted haya terminado, estará dispuesta la cena. Mientras tanto, yo leeré algunos de esos documentos, y así estaré más preparado para comprender mejor ciertas cosas.

Llevó él mismo el fonógrafo hasta mi salón y lo dejó preparado para mí. Estoy segura de que ahora me enteraré de algo agradable, pues me contará el otro lado de una historia de amor verdadero de la que ya conozco la otra parte…

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD.

29 de septiembre.—Estaba tan absorto en ese maravilloso diario de Jonathan Harker y en el de su mujer, que el tiempo pasó sin darme cuenta. Mrs. Harker no bajó cuando la sirvienta vino a anunciar la cena, y le dije: «Estará posiblemente cansada; vamos a esperar una hora más para cenar», y seguí con mi tarea. Acababa de terminar el diario de Mrs. Harker cuando apareció esta. Tenía un aspecto dulcemente encantador, pero muy triste, y sus ojos enrojecidos por el llanto. Esto me conmovió. Últimamente he tenido motivos para llorar, ¡bien lo sabe Dios!, pero se me ha negado el consuelo que proporcionan las lágrimas; y ahora la vista de esos dulces ojos, brillantes por las lágrimas recientes, me llegó directamente al corazón. Y dije tan delicadamente como pude:

—Mucho me temo que la he afligido.

—Oh, no; afligido no —replicó—, pero me ha impresionado su dolor más de lo que puedo expresar. Esta es una máquina maravillosa, pero es verdaderamente cruel. Me ha hablado, con sus diferentes tonos, de la angustia de su corazón. Ha sido como un alma pidiendo a gritos la ayuda de Dios Todopoderoso. ¡Nadie debe oírla hablar otra vez![4]. Vea; he intentado ser de utilidad. He copiado las palabras con mi máquina de escribir, y nadie más necesita escuchar los latidos de su corazón como yo lo he hecho.

—Nadie necesita saberlo nunca, nunca lo sabrá —dije en voz baja.

Ella puso su mano en la mía y dijo muy seriamente:

—¡Ah, pero deben saberlo!

—¡Deben! Pero ¿por qué? —pregunté.

—Porque es una parte de la terrible historia, una parte de la muerte de la pobre y querida Lucy y de todo lo que la condujo a la misma; porque en la batalla que tenemos ante nosotros para librar a la tierra de este terrible monstruo, necesitamos todo el conocimiento y toda la ayuda que podamos conseguir. Yo creo que los cilindros que usted me dio tienen más de lo que usted quería que yo supiera; pero puedo ver que hay en su diario muchas luces para este oscuro misterio. ¿Me ayudará, verdad? Yo lo sé todo hasta cierto punto, y ya veo, a pesar de que su diario me lleva sólo hasta el 7 de septiembre[5], cómo estaba siendo acosada la pobre Lucy, y cómo su terrible destino se fue tejiendo. Jonathan y yo hemos estado trabajando día y noche desde que hablamos con el profesor Van Helsing. Se ha ido a Whitby en busca de más información y estará de vuelta mañana para ayudarnos. No necesitamos tener secretos entre nosotros; trabajando juntos y con absoluta confianza, podemos seguramente ser más fuertes que si alguno de nosotros permanece en la oscuridad.

Me miró de manera tan suplicante, y al mismo tiempo manifestaba tal coraje y resolución, que accedí de inmediato a sus deseos.

—Haga usted —le dije— lo que quiera en este asunto. ¡Dios me perdone si me equivoco! Hay todavía cosas terribles por saber, pero si ya ha ido usted tan lejos en el camino de la muerte de Lucy, no se contentará usted con permanecer en la oscuridad. No sólo eso; el final, el verdadero final, puede proporcionarle un destello de paz. Vamos, ya está la cena. Debemos mantenemos fuertes para lo que nos espera; tenemos una tarea cruel y espantosa. Después de cenar conocerá usted lo demás y contestaré a todas las preguntas que quiera hacerme, si es que hay algo que no comprende, aunque sea evidente para quienes estuvimos presentes.

DIARIO DE MINA HARKER.

29 de septiembre.—Después de la cena fui con el doctor Seward a su estudio. Trajo el fonógrafo de mi habitación y yo llevé mi máquina de escribir. Me acomodó en una confortable silla y puso el fonógrafo de tal maneta que podía tocarlo sin ponerme de pie, y me explicó cómo pararlo en caso de que yo quisiera hacer una pausa. Después, muy solícitamente, se sentó en una silla de espaldas a mí para que yo me sintiera lo más libre posible y comenzó a leer. Me coloqué la pinza metálica en los oídos[6] y escuché.

Cuando terminó la terrible historia de la muerte de Lucy y todo lo que ocurrió después, me apoyé en el respaldo de la silla sin fuerzas para más. Afortunadamente no me desmayo con facilidad. Cuando el doctor Seward me vio, se puso en pie de un salto lanzando al propio tiempo una exclamación de horror, y trayendo rápidamente una licorera del aparador, me dio un poco de coñac, que me reanimó algo en pocos minutos. Mi cabeza era un torbellino y, gracias a que entre toda esa serie de horrores se veía un puro rayo de luz que anunciaba que mi queridísima Lucy ya descansaba al menos en paz, no creo que hubiera podido resistir todo aquello sin hacer una escena. Es todo tan brutal, misterioso y extraño que si yo no hubiera sabido de la experiencia de Jonathan en Transilvania no podría haberlo creído. Aun así no sabía qué pensar; para escapar de tal problema, me ocupé de otra cosa. Quité la tapa de mi máquina de escribir y le dije al doctor Seward:

—Permítame escribir todo esto ahora. Debemos estar preparados cuando venga el doctor Van Helsing. Envié un telegrama a Jonathan para que venga aquí cuando llegue a Londres de Whitby. En este asunto las fechas lo son todo, y pienso que si podemos tener nuestro material preparado y cada diario ordenado cronológicamente, habremos adelantado mucho. Usted me dijo que también vienen lord Godalming y Mr. Morris. Debemos ser capaces de contarles todo cuando lleguen.

Puso el fonógrafo a una velocidad más lenta, y yo comencé a mecanografiar desde el comienzo del séptimo cilindro. Usando papel carbón[7] hice tres copias del diario, al igual que había hecho con lo demás. Ya era tarde cuando acabé, pero el doctor Seward siguió con su trabajo haciendo la ronda de los pacientes; cuando hubo terminado volvió, se sentó cerca de mí y se puso a leer, de modo que no me sentí tan sola mientras yo hacía mi tarea. Qué bueno y qué atento es; el mundo parece estar lleno de buenos hombres, aunque hay monstruos en él[8]. Antes de dejarle, recordé lo que Jonathan había escrito en su diario acerca del nerviosismo que el profesor había mostrado al leer un periódico de la tarde estando en la estación de Exeter; de modo que viendo que el doctor Seward guardaba sus periódicos, le cogí prestados los ejemplares de The Westminster Gazette y The Pall Mall Gazette y los llevé a mi habitación. Recordé lo mucho que el Daily Graph y The Whitby Gazette, de los que tenía recortes, nos habían ayudado a comprender los terribles sucesos de Whitby cuando desembarcó el Conde Drácula, de modo que miraré los periódicos de la tarde a partir de aquellas fechas y acaso encuentre alguna nueva luz. No tengo sueño, y el trabajo me ayudará a mantenerme tranquila[9].

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD.

30 de septiembre.—Mr. Harker llegó a las nueve en punto. Había recibido el telegrama de su mujer poco antes de comenzar su viaje. Es de una inteligencia poco común, a juzgar por su rostro[10], y está lleno de energía. Si su diario es cierto —y a juzgar por sus propias y maravillosas experiencias, debe de serlo—, es también un hombre de gran ánimo. Lo de volver por segunda vez al panteón constituye un notable ejemplo de intrepidez. Después de leer lo que ha escrito sobre ello estaba ya preparado para encontrarme con una buena muestra de masculinidad, pero no con el tranquilo caballero, con aspecto de hombre de negocios, que llegó hoy.

Más tarde.—Después del almuerzo, Harker y su mujer volvieron a su habitación, y al pasar por allí hace un rato oí el tecleo de la máquina de escribir. Están trabajando de firme. Mrs. Harker dice que están poniendo en su sitio y en orden cronológico hasta el más mínimo fragmento de información que tienen. Harker ha conseguido las cartas cruzadas entre el consignatario de los cajones en Whitby y los transportistas de Londres que se encargaron de los mismos. Ahora está leyendo lo que su mujer ha mecanografiado de mi diario. Me pregunto qué van a sacar en claro. Aquí viene…

¡Qué raro que nunca se me hubiera ocurrido que justamente la casa de al lado pudiera ser el escondite del Conde![11]. ¡Dios sabe que teníamos suficientes pistas gracias a la conducta del paciente Renfield! El paquete de cartas relativas a la compra de la casa estaba junto a la copia mecanografiada, ¡Oh, si las hubiésemos tenido antes, hubiéramos podido salvar a la pobre Lucy! Alto: ¡Este camino conduce a la locura![12]. Harker se ha ido, y está de nuevo cotejando sus materiales. Dice que para la hora de la cena podrá presentar un relato ordenado de los hechos. Cree que mientras tanto yo debería ver a Renfield[13], pues él ha sido hasta ahora una especie de indicador de las idas y venidas del Conde. Difícilmente veo que esto sea así, pero supongo que lo entenderé cuando tenga las fechas. ¡Qué gran cosa que Mrs. Harker mecanografiase mis cilindros! De otro modo nunca hubiera encontrado esas fechas…

Encontré a Renfield sentado plácidamente en su habitación con las manos entrecruzadas, sonriendo de modo beatífico. En aquel momento parecía tan normal como el que más. Me senté y estuve hablando con él de muchos temas diferentes, de todos los cuales trató de manera natural. De improviso y por su propia iniciativa, habló de marcharse a casa, tema nunca mencionado, por lo que yo sé, durante su estancia aquí. De hecho, habló con total seguridad de recibir el alta de inmediato. Creo que si yo no hubiese hablado con Harker y leído las cartas y las fechas de sus ataques, habría estado dispuesto a dejarle ir después de un breve periodo de observación. Ahora abrigo sombrías sospechas. Todos estos ataques de violencia estaban de algún modo ligados a la proximidad del Conde. ¿Qué significa entonces esta absoluta tranquilidad? ¿Puede ser que su instinto se sienta satisfecho ante el triunfo final del vampiro? Un momento: Renfield es zoófago, y en sus salvajes delirios en la puerta de la capilla de la casa abandonada siempre hablaba de «Maestro». Todo esto parece una confirmación de nuestra idea. Sin embargo, me fui poco después; mi amigo parece estar ahora un tanto demasiado cuerdo para que sea prudente ponerle a prueba con preguntas demasiado profundas. ¡Podría empezar a pensar, y entonces…! Así que me fui. Desconfío de esas actitudes tranquilas suyas; le he dicho al celador que le vigile atentamente, y que tenga preparada una camisa de fuerza por si acaso.

DIARIO DE JONATHAN HARKER.

29 de septiembre, en el tren de Londres.—Cuando recibí el cortés mensaje de Mr. Billintong[14] de que me daría toda la información que tenía en su poder, pensé que lo mejor sería ir a Whitby y hacer, allí donde todo había ocurrido, todas las averiguaciones necesarias[15]. Mi objetivo era ahora seguir la pista al horrible cargamento del Conde hasta su casa en Londres. Más tarde podríamos ocupamos del mismo. Billintong Junior, un buen chico, vino a buscarme a la estación y me llevó a casa de su padre, donde habían decidido que debía yo pasar la noche. Eran acogedores, con la genuina hospitalidad de Yorkshire: dar todo a su huésped y dejarle en libertad para hacer lo que quiera[16]. Sabía que yo tenía ocupaciones y que mi estancia era corta, y Mr. Billintong tenía ya preparados en su despacho todos los papeles relativos al envío de los cajones. Casi me desmayo al reconocer una de las cartas que había visto sobre la mesa del Conde antes de conocer sus diabólicos planes. Todo había sido cuidadosamente planeado, y sistemáticamente llevado a cabo con exactitud. Parecía haber previsto cualquier obstáculo que pudiera, por accidente, interponerse en el camino del logro de sus intenciones. Para usar un americanismo, «No había corrido ningún riesgo», y la absoluta precisión con que sus intenciones habían sido cumplidas, era, sencillamente, el resultado lógico de su previsión[17]. Vi la factura, y tomé nota de lo que decía: «50 cajones de tierra común, para ser utilizada con propósitos experimentales». También la copia de la carta a Carter, Paterson, y su respuesta; de ambas hice copias. Era toda la información que Mr. Billintong pudo proporcionarme, así que me fui al puerto y vi a los vigilantes de la costa, los oficiales de aduana y el capitán de puerto[18]. Todos tenían algo que decir de la extraña entrada del barco, que ya había llegado a formar parte de las tradiciones locales, pero nadie pudo añadir nada a la simple frase de «50 cajones de tierra común». Vi después al jefe de la estación, quien amablemente me puso en contacto con los hombres que realmente se habían hecho cargo de los cajones. El número de los mismos concordaba con la lista, y no tenían nada que añadir excepto que eran «enormes y mortalmente pesados», y que su transporte había sido un trabajo hecho en seco[19]. Uno de ellos añadió que era una lástima que no hubiese entonces ningún caballero «tal como usted mismo, señor» que mostrase algún aprecio por sus esfuerzos de forma líquida; otro puso de relieve que la sed de entonces fue tal que ni siquiera ahora, a pesar del tiempo transcurrido, se había calmado por completo. No hace falta decir que antes de marcharme tuve cuidado de aliviar, para siempre y adecuadamente, esta fuente de reproches.

30 de septiembre.—El jefe de estación fue lo bastante amable como para darme unas líneas para su viejo compañero, el ahora jefe de la estación de King’s Cross, de modo que, cuando llegué allí por la mañana, pude preguntarle por los cajones. Él también me puso de inmediato en contacto con los empleados apropiados, y vi qué cifra coincidía también con la factura original. Aquí las oportunidades de llegar a tener una sed anormal habían sido más limitadas: se hizo también, sin embargo, un noble uso de ello, y de nuevo me vi obligado a tratar del tema de una forma ex post facto.

De aquí me fui a la sede central de Carter, Paterson, donde me recibieron con la mayor cortesía. Consultaron la operación en el libro diario y el libro copiador e inmediatamente telefonearon a su oficina de King’s Cross pidiendo más detalles[20]. Por fortuna, los hombres que habían llevado a cabo el traslado[21] estaban esperando que les llamaran para otro y su jefe les envió de inmediato a mi presencia, y con uno de ellos también la hoja de ruta y todos los papeles relacionados con la entrega de los cajones en Carfax. Encontré de nuevo que todo coincidía de modo exacto; quienes hicieron el transporte pudieron complementar la escasez de las palabras escritas con algunos detalles. Los cuales, descubrí pronto, estaban relacionados únicamente con la polvorienta naturaleza de la tarea y con la consiguiente sed causada en los trabajadores. Con objeto de ofrecerme una oportunidad, por medio de la moneda del Reino, para aliviar, retroactivamente, este beneficioso mal, uno de los hombres comentó:

—Es la casa, jefe, más rara en la que nunca he entrado, ¡créame!, pero no la han tocado desde hace cien años. Había tanto polvo que se podría dormir sobre él sin hacerse daño en los huesos, y estaba todo tan abandonado que apestaba como la vieja Jerusalén. Pero la capilla vieja, ¡esa sí que se las traía, sí! Yo y mi colega no veíamos el momento de salir pitando de allí. ¡Dios, no me hubiera quedado ahí más de un maldito momento después de hacerse de noche por menos de 1 libra!

Habiendo estado en la casa, bien pude creer lo que me decía; pero si él hubiese sabido lo que yo sé, creo que hubiera subido su precio.

De una cosa me siento ahora satisfecho: de que todos los cajones que llegaron a Whitby desde Varna en el Demeter estaban depositados y a salvo en la vieja capilla de Carfax. Debe de haber 50 allí, a menos que desde entonces alguno haya sido trasladado, como temo después de leer el diario del doctor Seward.

Intentaré hablar con el carretero encargado del correo que se llevó los cajones de Carfax cuando Renfield les atacó. Siguiendo esta pista, quizá podremos saber mucho más.

Más tarde.—Mina y yo hemos trabajado todo el día, y hemos puesto en orden todos los papeles.

DIARIO DE MINA HARKER.

30 de septiembre[22].—Me siento tan feliz que difícilmente puedo contenerme. Se trata, supongo, de una reacción ante el terrible horror que he experimentado: que este horrible asunto y la reapertura de su vieja herida pudieran tener consecuencias perjudiciales para Jonathan. Le vi partir para Whitby con una expresión en mi rostro tan valiente como pude, pero me sentía enferma de temor. Sin embargo, el esfuerzo le hizo bien. Nunca estuvo tan decidido, tan animoso, tan lleno de energía volcánica como ahora. Es justo lo que el querido y buen profesor Van Helsing había dicho: es un auténtico valiente, y se crece ante dificultades que acabarían con una naturaleza más débil. Ha vuelto lleno de vida, de esperanza y de determinación; tenemos todo preparado para esta noche. Me siento totalmente excitada por la emoción. Supongo que uno debería sentir piedad por una cosa tan perseguida como el Conde. Eso es precisamente lo que es: esta cosa no es humana, ni siquiera animal. Leer lo que el doctor Seward ha escrito sobre la muerte de la pobre Lucy y lo que siguió basta para cegar las fuentes de la piedad en el corazón[23].

Más tarde.—Lord Godalming y Mr. Morris llegaron antes de lo que esperábamos. El doctor Seward se encontraba ausente ocupado en sus asuntos y se había llevado a Jonathan con él, de modo que tuve que verles yo. Fue un encuentro penoso para mí, pues me hizo recordar todas las esperanzas que la pobre y querida Lucy tenía sólo hace unos pocos meses. Desde luego habían oído a Lucy hablar de mí, y al parecer también el doctor Van Helsing ha estado «cantando mis alabanzas», como expresó Mr. Morris. Pobres muchachos, ninguno de ellos sabe que lo sé todo sobre las proposiciones que habían hecho a Lucy. No sabían muy bien qué decir o hacer, ya que ignoraban hasta dónde llegaba lo que yo sabía, así que tuvieron que limitarse a temas intrascendentes. Sin embargo, reflexioné sobre esto y llegué a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era ponerlos al corriente de todo hasta la fecha. Yo sabía, gracias al diario del doctor Seward, que habían estado presentes en la muerte de Lucy —su muerte verdadera— y que no debía temer la traición de secreto alguno antes de hablar de ese momento. Así pues, les dije, tan bien como pude, que había leído todos los papeles y diarios, y que mi marido y yo, después de haberlos mecanografiado[24], acabábamos de ponerlos en orden. Di a cada uno una copia para que la leyeran en la biblioteca. Cuando lord Godalming cogió la suya y la hojeó —es un buen montón de papel—, dijo:

—¿Lo ha escrito usted, Mrs. Harker?

Asentí, y continuó así:

—No acabo de ver el propósito de todo esto, pero ustedes son tan buenos y amables, y han trabajado tan seriamente y con tanta energía, que todo lo que puedo hacer no es sino aceptar sus ideas ciegamente y tratar de ayudarles. Ya he recibido una lección al aceptar hechos que deberían hacer hundirse a un hombre hasta la última hora de su vida. Al menos, sé que usted quería a mi pobre Lucy…

Al llegar aquí se volvió de espaldas y se cubrió el rostro con las manos. Pude notar en su voz que estaba llorando. Mr. Morris, con delicadeza instintiva, simplemente puso por un momento la mano en su hombro y salió silenciosamente de la habitación. Supongo que hay algo en la naturaleza de las mujeres que hace que un hombre pueda derrumbarse ante ellas y expresar sus sentimientos de ternura o emoción sin pensar que ello menoscaba su virilidad; así, cuando lord Godalming se encontró a solas conmigo, se sentó en el sofá y se hundió completa y abiertamente. Me senté junto a él y le cogí una mano. Espero que no pensara que soy una atrevida, y que si se acuerda alguna vez de esto no tenga tal impresión[25]. Pero le juzgo equivocadamente; sé que nunca lo haría; es un auténtico caballero. Como pude ver que tenía el corazón destrozado, le dije:

—Yo amaba a la querida Lucy, y sé lo que era para usted y lo que usted era para ella. Éramos como hermanas, y ahora que ella se ha ido, ¿no me dejará usted ser como una hermana suya en su aflicción? Sé los sufrimientos por los que ha pasado, aunque no puedo medir la profundidad de su dolor. Si la comprensión y la piedad pueden ayudarle en ese dolor, ¿me permitirá serle de alguna pequeña ayuda… por Lucy?

En un instante, el pobre y querido muchacho estaba abrumado por la pena. Me pareció que todo lo que había estado últimamente en silencio encontraba de pronto una válvula de escape[26]. Se puso completamente histérico, y levantando las manos abiertas, las juntó retorciéndoselas en una perfecta muestra agónica de dolor. Se levantó y volvió a sentarse, y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Sentí una infinita piedad por él, y abrí mis brazos sin pensarlo. Con un sollozo apoyó la cabeza en mi hombro y lloró como un niño desconsolado, al tiempo que le sacudía la emoción.

Las mujeres tenemos algo de madres que nos hace elevarnos por encima de las cuestiones triviales cuando se invoca el espíritu maternal; yo sentí la cabeza de este hombre grande y afligido apoyada en mí, como si fuese la del niño que algún día puede descansar en mi pecho, y le acaricié el pelo como si fuese mi propio hijo. Nunca se me ocurrió pensar entonces qué extraño era todo aquello.

Al cabo de un rato cesaron sus sollozos y se levantó pidiendo excusas, aunque sin ocultar su emoción. Me dijo que durante los días y noches pasados —abrumadores días y noches sin dormir— había sido incapaz de hablar con nadie como un hombre debe hablar en sus momentos de dolor. No existía ninguna mujer que pudiera mostrarle su comprensión, con la cual, debido a las circunstancias que rodeaban su sufrimiento, pudiera él hablar libremente.

—Yo sé cuánto he padecido —dijo, secándose los ojos—, pero todavía no sé, ni siquiera ahora, y nadie sino yo podrá nunca saberlo, hasta dónde ha llegado hoy su dulce simpatía para conmigo[27]. Lo sabré mejor con el paso del tiempo; y créame que, si bien no soy un ingrato ahora, mi gratitud aumentará con mi comprensión de la misma. ¿Me permitirá ser como un hermano, verdad, el resto de nuestras vidas, por amor a nuestra querida Lucy?

—Por amor a nuestra querida Lucy —dije mientras nos cogíamos de las manos.

—Sí, y por usted misma —añadió él—, pues si la estima y la gratitud de un hombre merecen siempre ser conseguidas, usted ha conseguido hoy las mías. Si alguna vez en el futuro llega un momento en que usted necesita la ayuda de un hombre, créame, no la pedirá en vano. Quiera Dios que no llegue nunca un momento así a nublar la felicidad de su vida; pero si llegase, prométame que me lo hará saber.

Hablaba con tanta seriedad y su dolor era tan vivo que sentí que ello le consolaría, así que le dije:

—Lo prometo[28].

Cuando iba por el corredor vi a Mr. Morris mirando por una ventana. Se volvió al oír mis pasos.

—¿Cómo está Alt? —dijo. Notando entonces mis ojos enrojecidos, continuó—: Ah, ya veo que le ha estado consolando. ¡Pobre muchacho!, lo necesita. Nadie sino una mujer puede ayudar a un hombre con el corazón destrozado, y él no tiene a nadie que le consuele.

Sobrellevaba su propio problema con tal ánimo que mi corazón sufría por él. Vi el manuscrito[29] en su mano, y supe que cuando lo leyese comprendería lo mucho que yo sabía, así que le dije:

—Quisiera poder consolar a todos los que sufren. ¿Me permitirá ser su amiga y vendrá a mí para que le consuele si lo necesita? Sabrá después por que digo esto.

Comprendió que yo hablaba muy seriamente e, inclinándose, tomó mi mano y, llevándosela a los labios, la beso. Me pareció un pobre consuelo para un alma tan valiente y sin egoísmo, y llevada de un impulso me incliné y le besé. Asomaron las lágrimas en sus ojos y por un momento se le hizo un nudo en la garganta; dijo, por fin, sosegadamente:

—¡Jovencita, no lamentará usted este gesto de auténtica bondad mientras viva! —Después se fue al estudio de su amigo.

«¡Jovencita!» ¡Exactamente lo mismo que le había dicho a Lucy y, oh, también él ha demostrado ser un amigo!