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Capítulo 16

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
continuación.

13

ERAN EXACTAMENTE LAS DOCE menos cuarto cuando entramos en el cementerio por la parte baja del muro. La noche era oscura, iluminada de vez en cuando por la luz de la luna[1], que aparecía entre los desgarrones de las densas nubes que se deslizaban rápidamente por el cielo. Nos manteníamos todos juntos, con Van Helsing precediéndonos a muy poca distancia y dirigiendo la marcha. Ya cerca del panteón me fijé bien en Arthur, pues temí que la proximidad a un lugar lleno de recuerdos tan penosos podía alterarle, mas parecía estar bien. Pensé que el mismo misterio de lo que íbamos a hacer estaba contrapesando su dolor. El profesor abrió la puerta, y notando nuestra natural indecisión, debida a diferentes razones, solucionó el conflicto entrando el primero[2]. Le seguimos los demás y él cerró la puerta. Encendió entonces una «linterna oscura»[3] y señaló el ataúd. Arthur dio un indeciso paso hacia delante; Van Helsing me dijo:

—Usted estuvo aquí conmigo ayer. ¿Estaba el cuerpo de miss Lucy en ese ataúd?

—Lo estaba.

El profesor se dirigió a los demás, diciendo:

—Ya lo han oído y, sin embargo, hay alguien que no me cree. Cogió su destornillador y otra vez sacó la cubierta de plomo del ataúd. Arthur miró, muy pálido, pero en silencio; cuando la cubierta fue retirada, dio un paso hacia delante. Evidentemente no sabía que era un ataúd de plomo, o, en todo caso, no lo había pensado. Cuando vio la hendidura en el plomo, la sangre se le subió al rostro de inmediato por un momento, pero con la misma rapidez se retiró dejándole con una palidez cadavérica; seguía en silencio. Van Helsing echó hacia atrás el reborde de plomo y todos miramos, retrocediendo con horror al mismo tiempo.

¡El ataúd estaba vacío!

Durante varios minutos nadie dijo ni una palabra. El silencio fue roto por Quincey Morris:

—Profesor, yo respondí por usted, su palabra es todo lo que yo quiero. Yo no preguntaría normalmente una cosa tal; yo no le deshonraría a usted con duda ninguna[4]; pero este es un misterio que va más allá de todo honor o deshonor. ¿Es esto obra suya?

—Le juro a usted por todo lo que yo considero sagrado que no la he sacado de ahí ni la he tocado. Lo que ha sucedido es esto: hace dos noches mi amigo Seward y yo vinimos aquí con un buen propósito, créame. Yo abrí ese ataúd, que estaba entonces sellado, y lo encontramos, como ahora, vacío. Entonces esperamos y vimos entre los árboles algo blanco que venía hacia aquí. Al día siguiente vinimos a plena luz del día, y ahí yacía ella. ¿No es así, amigo John?

—Sí.

—Esa noche llegamos justo a tiempo. Otro niño pequeño había desaparecido y lo encontramos, gracias a Dios, sin daño alguno entre las tumbas[5]. Ayer vine aquí antes de la puesta de sol, pues con la puesta de sol los no muertos pueden moverse[6]. Esperé aquí toda la noche hasta el amanecer, pero no vi nada. Lo más probable es que eso fuera porque yo había puesto ajo en los goznes de esas puertas, que los no muertos no pueden soportar, y otras cosas de las que ellos huyen. Anoche no hubo éxodo, así que esta noche, antes de la puesta de sol, quité mi ajo y las otras cosas. Y por eso hemos encontrado vacío este ataúd. Pero soporten esto conmigo. Hasta ahora hay mucho que es extraño. Esperen junto conmigo afuera, sin ser vistos ni oídos, y habrá cosas mucho más extrañas todavía. Así pues —al decir esto tapó su linterna—, ahora afuera.

Abrió la puerta y salimos en fila, el último él, y cerró tras de sí.

¡Oh! ¡Pero qué fresco y puro parecía el aire de la noche después del terror de aquella cripta! ¡Qué dulce era ver correr las nubes y los pasajeros destellos de la luz de la luna entre esas nubes que se deslizaban, cruzaban y pasaban como las alegrías y las penas de la vida del hombre![7]; ¡Qué dulce era respirar el aire fresco, que no estaba contaminado por la muerte ni la podredumbre!; ¡Qué humanizador ver el rojo destello del cielo más allá de la colina, y escuchar a lo lejos el sordo rumor que indica la vida de una gran ciudad![8]. Cada uno, a su manera, estaba serio y abrumado. Arthur callaba; pude notar que intentaba comprender el propósito y el profundo significado del misterio. Yo mismo estaba tolerablemente paciente y medio inclinado de nuevo a dar de lado las dudas y aceptar las conclusiones de Van Helsing. Quincey Morris estaba flemático a la manera del hombre que acepta todas las cosas, y que las acepta con un espíritu de fría valentía, arriesgando todo cuanto tiene. No pudiendo fumar[9], se cortó un buen trozo de tabaco y comenzó a masticarlo. En cuanto a Van Helsing, estaba dedicado a una tarea muy concreta. Primero sacó de su maletín una masa de algo que parecía una delgada oblea como de galleta[10] que estaba cuidadosamente enrollada en una servilleta blanca; después cogió un par de puñados de una sustancia blancuzca, que parecía como masilla o pasta. Desmenuzó la oblea en pequeños fragmentos y los amasó cuidadosamente entre sus manos con la pasta. Después hizo unas finas tiras con la mezcla y comenzó a rellenar con ella las hendiduras que había entre la puerta del panteón y su marco. Me quedé un tanto sorprendido y, aprovechando que estaba junto a él, le pregunté qué estaba haciendo. Arthur y Quincey se acercaron más, pues también sentían curiosidad. Respondió así:

—Estoy sellando la tumba, para que la no muerta no pueda entrar.

—¿Y eso que usted ha puesto ahí va a impedirlo? —preguntó Quincey—, ¡Gran Dios! ¿Se trata de un juego?

—Lo es.

—¿Qué es eso que está poniendo? —Esta vez la pregunta la hizo Arthur. Van Helsing se quitó el sombrero respetuosamente al tiempo que respondía:

—La Hostia[11]. La traje de Ámsterdam[12]. Tengo una indulgencia[13].

Fue una respuesta que aterró incluso al más escéptico de nosotros, y cada uno sintió que, ante tan serio propósito como el del profesor, propósito para el que podía utilizar la cosa más sagrada que él podía imaginar, era imposible desconfiar. En respetuoso silencio, ocupamos los lugares asignados alrededor del panteón, pero ocultos de la vista de quien pudiera acercarse. Tuve lástima de los demás, en especial de Arthur. Yo mismo, que ya me había acostumbrado gracias a mis visitas anteriores a esta horrible vigilancia, sin embargo, yo, que apenas hacía una hora repudiaba las pruebas, sentí que se me encogía el corazón. Nunca las tumbas parecieron tan espantosamente blancas; nunca el ciprés, el tejo o el enebro me habían parecido la encarnación de la tenebrosa melancolía; nunca los árboles ni la hierba se habían agitado ni susurrado tan ominosamente; nunca las ramas habían crujido de modo tan misterioso, y nunca el lejano ladrido de los perros había enviado a través de la noche un presagio tan funesto.

Hubo un largo rato de silencio, un gran e incómodo vacío, y después un agudo siseo del profesor. Señaló con la mano, y a lo lejos, por la avenida de tejos, vimos avanzar una figura blanca, una confusa figura blanca, que llevaba algo oscuro contra su pecho. La figura se detuvo, y en ese preciso momento un rayo de luna atravesó las masas de nubes que pasaban rápidamente e iluminó con su sobrecogedora claridad a una mujer de cabellos oscuros, vestida con los ropajes del sepulcro[14]. No pudimos verle el rostro, pues estaba inclinada sobre lo que resultó ser un niño rubio. Hubo una pausa y un agudo y breve grito, como los que da un bebé cuando duerme o un perro cuando está tumbado ante la chimenea y sueña[15]. Apenas habíamos comenzado a dirigirnos hacia ella cuando nos hizo volver atrás la mano del profesor, vista por todos nosotros mientras él permanecía detrás de un tejo; fue entonces cuando la figura blanca se puso otra vez en movimiento. Estaba ahora lo bastante cerca de nosotros como para verla claramente, y la seguía, brillando, la luz de la luna. Se me heló el corazón y pude escuchar la respiración entrecortada de Arthur al reconocer los rasgos de Lucy Westenra. Lucy Westenra, pero qué cambiada. Su dulzura se había convertido en una diamantina, despiadada crueldad, y su pureza, en voluptuosa impudicia. Van Helsing avanzó, y obedeciendo a su gesto, nosotros también; los cuatro nos pusimos en fila ante la puerta del panteón. Van Helsing levantó su linterna y retiró la tapa de la misma; la intensa luz que cayó sobre el rostro de Lucy nos permitió ver que tenía los labios rojos de sangre fresca, y que un hilillo había resbalado por su barbilla y manchado la pureza de su blanco sudario[16].

Nos estremecimos horrorizados. A la trémula luz pude ver que incluso sus nervios de acero le habían fallado esta vez a Van Helsing. Arthur estaba junto a mí, y si no le hubiera cogido por el brazo y sujetado, hubiera caído a tierra. Cuando Lucy nos vio —llamo Lucy a esa cosa que teníamos delante de nosotros porque tenía su aspecto— se echó hacia atrás con un furioso gruñido, como un gato cuando es cogido por sorpresa; después sus ojos nos miraron a los cuatro. Los ojos de Lucy en forma y color, pero los ojos de Lucy sucios y como rebosantes de un fuego infernal, en lugar de las pupilas puras y dulces que conocíamos. En ese momento fue cuando lo que quedaba de mi amor se transformó en odio y repugnancia; de haber tenido que matarla lo podría haber hecho con placer salvaje. Al mirarnos, sus ojos brillaban con una luz impía, y en su rostro apareció una sonrisa voluptuosa. ¡Oh, Dios, cómo me estremeció esta visión! Con un movimiento despreocupado arrojó a tierra, insensible como un demonio, al niño que hasta entonces había llevado apretado fuertemente contra su pecho, gruñendo como un perro gruñe por un hueso. El niño lanzó un agudo grito y quedó tendido en tierra, sollozando. Había tal frialdad de sentimientos en aquella acción que hizo que Arthur lanzara un gemido; cuando Lucy avanzó hacia él con los brazos abiertos y una sonrisa salaz, se echó hacia atrás y ocultó su rostro entre las manos.

Ella siguió avanzando, sin embargo y, lánguida y voluptuosa, dijo:

—Ven a mí. Arthur. Deja a esos otros y ven a mí. Mis brazos están hambrientos de ti. Ven y podremos descansar juntos. ¡Ven, marido mío, ven!

Había algo diabólicamente dulce en su tono, algo como el tintineo del cristal cuando es tocado por algún objeto[17], que resonó en los cerebros de quienes, incluso como nosotros, escuchábamos las palabras dirigidas a otro. En cuanto a Arthur, parecía como embrujado: apartando las manos de su rostro, extendió sus brazos abiertos. Lucy se precipitó hacia ellos cuando en ese preciso momento Van Helsing se lanzó hacia delante e interpuso entre ambos su pequeño crucifijo de oro[18]. Ella retrocedió y, con su rostro repentinamente distorsionado, llena de ira, cruzó rápidamente por delante de él como para meterse en el panteón.

Sin embargo, cuando estuvo a un par de pies de distancia, se detuvo como obligada por alguna fuerza irresistible. Se dio la vuelta y apareció su cara a la clara luz de la luna y de la linterna, que ahora no oscilaba debido a los nervios de acero de Van Helsing. Yo nunca había visto tan frustrada maldad en un rostro; y nunca, espero, volverán a verla ojos mortales. Su hermoso color era ahora lívido: los ojos parecían echar chispas de fuego infernal; las cejas fruncidas como si los pliegues de la carne fueran los retorcimientos de las serpientes de Medusa[19], y la hermosa boca manchada de sangre abierta hasta deformarse como en las apasionadas máscaras de griegos y japoneses. Si alguna vez un rostro representó la muerte —si las miradas pudieran matar—, lo vimos en aquel momento.

Y así, por un completo medio minuto que pareció una eternidad, permaneció entre el crucifijo y el sello sagrado que le impedía entrar en el panteón. Van Helsing rompió el silencio preguntando a Arthur:

—¡Respóndame, oh, amigo mío! ¿Puedo continuar mi tarea?

Arthur cayó de rodillas y respondió:

—Haga lo que quiera, amigo; haga lo que quiera. ¡No puede seguir existiendo un horror como este! —y, abatido, dejó escapar un gemido.

Quincey y yo nos acercamos a él al mismo tiempo y le cogimos por los brazos. Pudimos escuchar el clic de la linterna al dejarla Van Helsing en el suelo y cerrarse; acercándose al panteón, comenzó a quitar de las hendiduras algunas tiras del sagrado símbolo que había colocado antes. Todos miramos con horrorizado asombro y vimos, cuando él se echó hacia atrás, a la mujer que, en aquel momento, con un cuerpo tan real como los nuestros, pasó por el intersticio por el cual difícilmente hubiera podido introducirse la hoja de un cuchillo. Todos sentimos alivio cuando el profesor, tranquilamente, volvió a cubrir con las tiras de masilla los bordes de la puerta.

Una vez hecho esto, cogió al niño del suelo y dijo:

—Vamos amigo mío; no podemos hacer nada más hasta mañana[20]. Hay un funeral a mediodía, así que debemos estar todos aquí no mucho después. Los amigos del muerto se habrán ido hacia las dos, y cuando el sacristán cierre las puertas, nos quedaremos. Después hay más cosas que hacer, pero no como la de esta noche. En cuanto al pequeño, no tiene mucho daño y para mañana por la noche estará bien. Le dejaremos donde pueda encontrarle la policía como la otra noche, y después, a casa. —Y acercándose más a Arthur, le dijo—: Mi amigo Arthur, ha pasado usted por una amarga prueba, pero después, cuando mire usted hacia atrás, verá que fue necesario. Usted está ahora en las aguas amargas, hijo mío. Pero mañana a esta misma hora verá usted, si Dios quiere, que las ha pasado ya y que ha bebido de las dulces; así pues, no se aflija demasiado. Hasta entonces no le pediré que me perdone.

Arthur y Quincey volvieron a casa conmigo, e intentamos animarnos durante el camino. Habíamos dejado al niño a salvo y estábamos cansados; así que dormimos más o menos tranquilos.

29 de septiembre, noche.—Poco antes de las doce, los tres —Arthur, Quincey Morris y yo mismo— fuimos a buscar al profesor. Fue sorprendente que, sin habernos puesto de acuerdo, aparecimos vestidos de negro. Desde luego, Arthur iba de negro porque estaba de luto riguroso, pero los demás lo hicimos de modo instintivo. Llegamos al cementerio a la 1:30, y estuvimos paseando, manteniéndonos fuera de la vista de los posibles vigilantes, de modo que cuando los sepultureros hubieron terminado su tarea, y el sacristán, creyendo que todos se habían ido ya, cerró las puertas, todo el lugar quedó a nuestra disposición. Van Helsing, en vez de su pequeño maletín negro, traía con él uno alargado, de piel, y parecido a una bolsa para los mazos de criquet[21], que claramente pesaba lo suyo.

Una vez que nos quedamos solos y escuchamos los últimos pasos que se perdían calle arriba, permanecimos en silencio y, como obedeciendo órdenes, seguimos al profesor hacia el panteón. Abrió la puerta y entramos, cerrándola tras de nosotros. Sacó de su maletín la linterna, que encendió, y también dos velas de cera que, una vez prendidas, fijó, derritiendo el final de las mismas, en los otros ataúdes, con objeto de que pudieran dar la luz suficiente para actuar. Cuando una vez más levantó la cubierta de plomo del ataúd de Lucy, todos miramos, Arthur temblando como un álamo, y vimos que allí yacía el cuerpo en toda su belleza mortal. Pero mi corazón no sentía amor, sino repugnancia por la horrible cosa que había tomado la forma de Lucy sin su alma. Pude ver incluso endurecerse el rostro de Arthur mientras miraba. De pronto, le dijo a Van Helsing:

—¿Es realmente el cuerpo de Lucy o sólo un demonio que ha tomado su forma?

—Es su cuerpo, y sin embargo, no lo es. Pero espere un poco y la verá como fue y como es.

Parecía como una pesadilla verla tendida así: los puntiagudos dientes; la voluptuosa boca teñida de sangre —cuya vista hacía estremecer—; su total aspecto carnal y sin alma, que parecía como una burla demoniaca de la dulce pureza de Lucy. Van Helsing, con su habitual forma de proceder, comenzó a sacar de su maletín diferentes objetos y a prepararlos para utilizarlos. Sacó primero un soldador y plomo para soldar; después una pequeña lámpara de aceite que produjo, cuando la encendió en un rincón del panteón, un gas que ardió violentamente con llama azul; después sus cuchillos de cirugía, que dejó a mano; por último, una estaca de madera, redondeada, de entre 2,5 y 3 pulgadas, y un grosor de unos 3 pies de largo. Uno de sus extremos había sido endurecido chamuscándolo y acababa en una afilada punta. Junto con la estaca apareció un pesado martillo, como el que se usa en las carboneras de las casas para romper los pedazos grandes de carbón. A mí, los preparativos de los médicos para cualquier clase de operación[22] me resultan estimulantes y tonificantes, pero el efecto que produjeron estos en Arthur y en Quincey fue de consternación. Ambos, sin embargo, mantuvieron su ánimo y permanecieron en silencio y tranquilos.

Cuando todo estuvo preparado. Van Helsing dijo:

—Antes de hacer nada, permítanme que les diga esto, que procede del saber y de la experiencia de los antiguos y de todos aquellos que han estudiado los poderes de los no muertos. Cuando se convierten en eso, junto con el cambio cae sobre ellos la maldición de la inmortalidad; no pueden morir, pero deben seguir siglo tras siglo sumando nuevas víctimas y multiplicando los males del mundo, pues todos los que mueren presa de los no muertos se transforman ellos mismos en no muertos y atacan a sus congéneres humanos. Y así el círculo se ensancha continuamente como las ondas que hace una piedra arrojada al agua[23]. Amigo Arthur, si usted hubiese recibido aquel beso que usted sabe antes de morir la pobre Lucy, o de nuevo, anoche cuando usted abrió sus brazos para acogerla, usted, con el tiempo, una vez muerto se hubiera convertido en un nosferatu, como dicen en la Europa oriental, y aumentaría continuamente el número de esos no muertos para horror nuestro[24]. La carrera de esta desgraciada y querida lady acaba de comenzar. Esos niños a los que chupa la sangre no son todavía lo peor; pero si ella vive no muerta, más y más niños perderán su sangre[25], y con el poder que tiene sobre ellos vendrán hasta ella, y así les sacará la sangre con su malvada boca. Pero si muere de verdad, entonces todo cesa; las pequeñas heridas de sus cuellos desaparecen y vuelven a sus juegos sin saber nunca lo que les ha pasado[26]. Pero lo mejor de todo es que cuando a esta ahora no muerta se la haga descansar como verdadera muerta, entonces el espíritu de la pobre lady, a quien amamos, será otra vez libre[27]. En lugar de cometer iniquidades de noche y de envilecerse más asimilándolas durante el día, ocupará su sitio entre los otros ángeles. Así pues, amigo mío, será una mano bendita para ella la que aseste el golpe que la haga libre. Yo estoy dispuesto, pero ¿no hay ninguno entre nosotros con más derecho a hacerlo? ¿No será una alegría pensar después, en el silencio de la noche, cuando no llega el sueño: «Fue mi mano la que la envió a las estrellas; fue la mano de quien más la quería, la mano que entre todas ella hubiera escogido si hubiese podido escoger»? Dígame si hay alguien así entre nosotros.

Todos miramos a Arthur. Él comprendió también, como los demás, la infinita bondad con que se sugería que debía ser su mano la que nos devolviese a Lucy como un santo recuerdo y no como una impía memoria; dio un paso al frente y dijo valientemente, aunque su mano temblaba y su rostro estaba blanco como la nieve:

—Mi fiel amigo, desde el fondo de mi roto corazón le doy las gracias. ¡Dígame qué tengo que hacer y no vacilaré!

Van Helsing le puso una mano en el hombro y dijo:

—¡Bravo, muchacho! ¡Un instante de coraje y todo habrá terminado! Hay que atravesarla con esta estaca. Será una prueba espantosa, no se engañe, pero durará muy poco, y entonces su alegría será mayor de lo que fue su dolor; saldrá usted de este tenebroso lugar como caminando por el aire. Pero no debe desfallecer una vez que haya comenzado. Piense únicamente en que nosotros, sus verdaderos amigos, estamos con usted y que rezaremos por usted todo el tiempo.

—Vamos —dijo Arthur con voz ronca—. Dígame qué tengo que hacer.

—Coja esta estaca con la mano izquierda; coloque la punta sobre el corazón, y el mazo en la mano derecha. Entonces comenzaremos la oración por los difuntos, yo la leeré, tengo aquí el libro, y los demás me seguirán; descargue el golpe en nombre de Dios para que todo vaya bien con la difunta que amamos y para que muera la no muerta.

Arthur cogió la estaca y el mazo y, una vez que se decidió mentalmente, sus manos no temblaron ni se estremecieron. Van Helsing abrió su misal y comenzó a leer; Quincey y yo le seguimos como pudimos. Arthur colocó el extremo de la estaca sobre el corazón y al mirar pudo ver la pequeña señal que hacía en la blanca carne. Entonces golpeó con toda su fuerza.

La Cosa se retorció en el ataúd, y de sus abiertos y rojos labios brotó un espantoso chillido que helaba la sangre en las venas. El cuerpo se estremeció y tembló y se retorció en salvajes contorsiones; los blancos y afilados dientes daban dentelladas hasta causarse heridas en los labios y la boca se cubrió con una espuma rojiza. Pero Arthur no vaciló en ningún momento. Parecía una imagen de Thor[28], con su firme brazo que subía y bajaba clavando más y más profundamente la misericordiosa estaca, al tiempo que la sangre del corazón atravesado brotaba y salpicaba todo a su alrededor. Su rostro estaba sereno y parecía reflejar el elevado y gran deber que estaba cumpliendo; verle así nos dio ánimo, hasta el punto de que nuestras voces resonaron en el pequeño panteón.

Entonces disminuyeron los estremecimientos y temblores del cuerpo, y los dientes dejaron de morder y el rostro de gesticular. Por último, quedó inmóvil. La terrible tarea había terminado.

El mazo cayó de la mano de Arthur. Este se tambaleó y hubiera caído al suelo si no le hubiéramos sujetado. Grandes gotas de sudor perlaban su frente, y su respiración era entrecortada. Había sido, sin duda, una terrible prueba para él, a la que jamás se hubiera sometido de mediar sólo consideraciones humanas. Durante unos pocos minutos estuvimos tan pendientes de él que no miramos hacia el ataúd. Pero, cuando lo hicimos, brotó un murmullo de asombro de cada uno de nosotros. Mirábamos con tal fijeza que Arthur, que se había sentado en el suelo, se levantó y se acercó también a mirar, y entonces una gozosa y extraña luz iluminó su rostro, disipando por completo el horrorizado aspecto que tenía.

Allí, en el ataúd, ya no yacía la repugnante Cosa que tanto habíamos temido y odiado hasta el punto de haber considerado la tarea de destruirla como un privilegio otorgado al mejor cualificado para ello, sino Lucy tal como la habíamos visto en vida con su rostro de inigualable dulzura y pureza. Cierto que mostraba, como cuando vivía, las huellas de la angustia y del dolor y del agotamiento; pero eran cosas amadas por nosotros, ya que indicaban la verdad que conocíamos. Todos y cada uno sentimos que la santa serenidad que iluminaba como la luz del sol el rostro y el cuerpo consumidos era sólo una muestra y un símbolo terrenales de la serenidad que iba a reinar para siempre[29].

Van Helsing se acercó, puso su mano en el hombro de Arthur y le dijo:

—Y ahora, Arthur, amigo mío, querido muchacho, ¿no he sido perdonado?

La reacción a tan terrible tensión apareció cuando él tomó la mano del anciano con la suya, y, acercándola a sus labios, la besó y dijo:

—¡Perdonado! Dios le bendiga a usted, que ha devuelto a mi amada su alma, y a mí, la paz.

Puso sus manos en los hombros del profesor y apoyando la cabeza en su pecho lloró silenciosamente durante un tiempo, con nosotros inmóviles. Cuando hubo levantado la cabeza, Van Helsing le dijo:

—Y ahora, hijo mío, puede usted besarla. Bese sus muertos labios si lo desea, como ella lo habría hecho con usted si hubiera podido elegir. Pues ella ya no es un demonio de sonrisa espantosa, ya no es una Cosa inmunda para toda la Eternidad[30]. ¡Ya no es la no muerta del demonio! ¡Es la verdadera muerta de Dios, cuyo espíritu está con Él!

Arthur se inclinó y la besó; después hicimos que él y Quincey salieran del panteón, y el profesor y yo serramos la parte superior de la estaca dejando el extremo de la misma clavado en el cuerpo. A renglón seguido, cortamos la cabeza y llenamos la boca con ajos. Soldamos el ataúd de plomo, atornillamos la tapa de la caja y, reuniendo nuestras cosas, nos fuimos[31]. Cuando el profesor hubo cerrado la puerta, le dio la llave a Arthur[32].

Afuera el aire era suave, brillaba el sol y los pájaros cantaban; parecía como si toda la naturaleza tuviese ahora, armónicamente, un tono distinto. Había por todas partes alegría y contento y paz, pues nosotros estábamos tranquilos en un cierto sentido, aunque la nuestra era una alegría matizada.

Antes de marcharnos, Van Helsing dijo:

—Ahora, amigos míos, hemos dado un paso adelante en nuestra tarea, el más angustioso para nosotros. Pero queda una tarea mayor: encontrar al autor de este sufrimiento nuestro y destruirlo. Tengo pistas que podemos seguir, pero es un trabajo largo y dificultoso, y hay peligro en ello, y dolor. ¿No me ayudarán todos ustedes? Hemos aprendido a creer todos nosotros, ¿no es así? Y si es así, ¿no vemos cuál es nuestro deber? ¡Sí! ¿Y no hemos prometido llegar hasta el amargo final?

Uno tras otro tomamos sus manos e hicimos la promesa. Mientras ya nos íbamos, el profesor dijo:

—De aquí a dos noches se reunirán ustedes conmigo y cenaremos juntos a las 7 en punto con el amigo John. Invitaré a otros dos, dos que ustedes no conocen todavía. Estaré preparado para explicarles toda nuestra tarea y revelarles nuestros planes. Amigo John, usted venga conmigo, pues tengo mucho que consultarle y usted puede ayudarme. Esta noche salgo para Ámsterdam, pero volveré mañana por la noche y entonces comienza nuestra gran búsqueda. Pero primero tendré mucho que decirles para que ustedes puedan saber qué hay que hacer y qué hay que temer. Entonces nuestras promesas deberán ser renovadas, pues tenemos ante nosotros una tarea terrible, y una vez que nuestros pies estén en la reja del arado, no debemos retroceder[33].