DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
—continuación.
DURANTE UN RATO me domino una furia total; fue como si le hubiera pegado en la cara cuando todavía vivía. Golpeé con fuerza la mesa, me levanté y le dije:
—Doctor Van Helsing, ¿está usted loco?
Alzó la cabeza y me miró, y de alguna manera la ternura de su gesto me calmó de inmediato.
—¡Ojalá lo estuviera! —dijo—. La locura es fácil de sobrellevar comparada con una verdad como esta. Oh, amigo mío, ¿por qué cree usted que he dado tantos rodeos, por qué he tardado tanto en decirle algo tan sencillo? ¿Acaso porque le odio y le he odiado toda mi vida? ¿Acaso porque quería hacerle daño? ¡Qué es lo que yo quería ahora, tan tarde? ¿Vengarme de cuando usted me salvó la vida y de una horrible muerte? ¡Ah, no!
—Perdóneme —dije. Él continuó.
—Amigo mío, fue porque yo quería ser delicado en la revelación de la verdad, pues yo sé que usted amaba a tan dulce mujer. Pero ni siquiera ahora espero que crea. Es tan duro aceptar de golpe cualquier verdad abstracta en la que no hemos creído nunca[1]; es más duro todavía aceptar una verdad concreta tan triste, y más como la de miss Lucy. Esta noche voy a probarlo. ¿Se atreve usted a venir conmigo?
Esto me desconcertó. A un hombre no le gusta probar una verdad tal; exceptuando a Byron y una categoría, los celos: «Y demostró la verdadera verdad que más aborrecía»[2].
Notó mi indecisión y dijo:
—La lógica es sencilla, no una lógica de loco esta vez, saltando de mata en mata en una ciénaga brumosa. Si no es verdad, entonces la prueba servirá de alivio; en el peor de los casos, no hará daño alguno. ¡Si es verdad! Ah, aquí está el horror, y sin embargo, el verdadero horror debería ayudar a mi causa, pues existe cierta necesidad de creer. Vamos, le digo lo que propongo: lo primero, ir a ver a ese niño al hospital. El doctor Vincent, del North Hospital[3], donde los periódicos dicen que está ese niño, es amigo mío, y creo que también de usted ya que asistió a las clases de Ámsterdam. Él permitirá que dos científicos vean su caso, si no lo permite a dos amigos. No le diremos nada. Sólo lo que queramos que él sepa. Y entonces…
—¿Y entonces? —Sacó una llave de su bolsillo y la mantuvo en alto—. Y entonces pasaremos la noche, usted y yo, en el cementerio donde está enterrada Lucy. Esta es la llave del panteón, la conseguí del sepulturero para dársela a Arthur.
Se me encogió el corazón, pues comprendí que teníamos ante nosotros alguna peligrosa empresa. Sin embargo, no podía hacer nada, así que me armé de valor lo mejor que pude y dije que deberíamos darnos prisa, pues la tarde, estaba ya pasando…
Encontramos al niño despierto. Había dormido y comido algo y en general iba bien. El doctor Vincent le quitó la venda del cuello y nos mostró los pinchazos. Su semejanza con los que había tenido Lucy era inequívoca. Eras pequeños y sus bordes parecían como más recientes, eso era todo. Preguntamos a Vincent a qué los atribuía y contestó que debía de tratarse de la mordedura de algún animal, quizá una rata; pero que por su parte se inclinaba a pensar que había sido un murciélago de los que tanto abundan en las colinas del norte de Londres.
—Entre tantos inofensivos que hay —dijo—, puede haber algunos ejemplares salvajes del Sur pertenecientes a alguna especie más maligna. Pudo haberlo traído algún marinero y ha conseguido huir; incluso del Zoo, un ejemplar joven ha podido escaparse o acaso procede de un vampiro. Esas cosas pasan, ya se sabe. Hace sólo diez días se escapó un lobo, que creo fue visto en esta dirección[4]. Y una semana después, los niños estaban jugando nada menos que a «Caperucita Roja» en el brezal y por todos los callejones, hasta que vino a asustarles la historia de esa hermosa señora, y desde entonces se ha convertido en su juego favorito. Incluso esta pobre criatura, cuando se despertó ayer, le dijo a la enfermera si podía irse. Cuando ella le preguntó que a dónde quería ir, le contestó que a jugar con la hermosa señora.
—Espero —dijo Van Helsing— que, cuando manden al niño a su casa, aconsejarán a sus padres que le vigilen de manera más estricta. Esas manías de escaparse son muy peligrosas; y si el niño pasara otra noche fuera de casa, sería probablemente fatal. Pero, en cualquier caso, supongo que no le dejarán que se vaya en unos cuantos días, ¿no es así?
—Ciertamente que no, al menos por una semana; por más tiempo si la herida no sana.
Nuestra visita al hospital no llevó más tiempo del que habíamos pensado[5], ya se había puesto el sol cuando salimos. Al ver Van Helsing lo oscuro que se había hecho, dijo:
—No hay prisa. Es más tarde de lo que creía. Venga, vamos a buscar un sitio donde podamos cenar y después seguiremos nuestro camino.
Cenamos en el Jack Straw’s Castle[6], junto con una pequeña multitud de ciclistas[7] y otras personas tremendamente ruidosas. Nos fuimos del local hacia las 10:00. Ya estaba muy oscuro, y las escasas farolas hacían mayor la oscuridad cuando salíamos de su círculo luminoso[8]. El profesor, sin duda, había estudiado el camino que debíamos seguir, pues marchaba sin ninguna duda; pero en cuanto a mí, yo estaba totalmente desorientado[9]. Conforme avanzábamos, encontramos menos y menos gente, hasta que por fin nos quedamos algo sorprendidos al toparnos con una patrulla de policía a caballo que hacía su habitual ronda por las afueras. Llegamos por fin a la tapia del cementerio, la cual saltamos. Con alguna pequeña dificultad —pues la oscuridad era grande, y todo el lugar desconocido para nosotros—, encontramos el panteón de los Westenra. El profesor sacó la llave, abrió la chirriante puerta para, educada pero inconscientemente, indicarme que le precediese. Había en la oferta una deliciosa ironía, con esa cortesía de que yo pasara primero en tal macabra ocasión[10]. Me siguió rápidamente y cerró la puerta con mucho cuidado, después de asegurarse de que la cerradura era de pestillo y no de muelle. En este último caso nos hubiéramos visto en un serio aprieto. Después se puso a buscar algo en su maletín y, sacando una caja de cerillas y un trozo de vela, procedió a encenderla. De día y adornado con flores frescas, el panteón ya parecía lo bastante lúgubre y horrible, pero ahora, días después y cuando las flores colgaban marchitas y muertas, con el blanco tornándose como oxidado y el verde en marrón; cuando la araña y el escarabajo habían recuperado sus acostumbrados dominios; cuando la piedra descolorida por el tiempo, la argamasa cubierta de polvo, y el hierro oxidado y húmedo, el latón deslucido y los sucios objetos plateados reflejando el débil resplandor de una vela, el efecto era más triste y sórdido de lo que cabría imaginar. Todo manifestaba, de modo irresistible, la idea de que la vida —la vida animal— no era lo único que podía desaparecer.
Van Helsing se puso a la tarea sistemáticamente. Manteniendo en alto su vela de modo que podía leer las placas de los ataúdes y que las blancas gotas del esperma[11] quedasen solidificadas al caer sobre el metal, se cercioró de cuál era el ataúd de Lucy. Otra búsqueda en su maleta y sacó un destornillador[12].
—¿Qué va usted a hacer? —le pregunté.
—Abrir el ataúd. Todavía tiene usted que convencerse.
Se puso de inmediato a sacar los tornillos y finalmente levantó la tapa, quedando al descubierto el revestimiento de plomo del interior. Esto casi no pude soportarlo. Me pareció una afrenta tan grande para la difunta como si la hubiesen despojado de sus ropas mientras dormía cuando estaba viva[13]. Llegué a sujetarle la mano para detenerle. Sólo dijo: «Ahora verá», y rebuscando de nuevo en su maletín sacó una sierra de calar. Golpeando el destornillador contra el plomo con un rápido movimiento hacia abajo, como una cuchillada —algo que me estremeció—, hizo un pequeño agujero, que sin embargo era lo bastante grande como para poder introducir el extremo de la sierra. Yo había esperado que se produjera una emanación de gas del cadáver, pues Lucy ya llevaba muerta una semana. Nosotros los médicos, que hemos tenido que estudiar nuestros peligros profesionales, estamos acostumbrados a cosas semejantes, y retrocedí hacia la puerta. Pero el profesor no se interrumpió ni un momento; serró como 2 pies a lo largo de uno de los costados del ataúd de plomo, siguió por la base y por fin por el otro lado. Cogiendo la plancha así cortada, la dobló hacia atrás hasta la base del ataúd y, poniendo la vela junto a la abertura, me indicó que mirase.
Me acerqué y miré. El ataúd estaba vacío.
Ciertamente fue una sorpresa para mí y me produjo una fuerte impresión, pero Van Helsing estaba imperturbable. Ahora se sentía más seguro que nunca del terreno que pisaba, y por ello más dispuesto aún a continuar con su tarea.
—¿Está usted satisfecho ahora, amigo John? —me preguntó.
Sentí que toda la terca capacidad de polémica propia de mi naturaleza se despertaba dentro de mí, y le contesté:
—Estoy satisfecho de que el cuerpo de Lucy no esté en ese ataúd, pero eso sólo prueba una cosa.
—¿Y qué es eso, amigo John?
—Que no está aquí.
—Eso es buena lógica —dijo—. Hasta aquí. Pero ¿cómo explica…, cómo puede explicar que no esté aquí?
—Quizá un ladrón de cadáveres —sugerí—. Alguno de los empleados de la funeraria puede haberlo robado.
Sentí que estaba hablando tontamente y, sin embargo, era la única causa real que podía sugerir. El profesor suspiró.
—¡Ah, bien! —dijo—. Debemos tener más pruebas. Venga conmigo.
Colocó la tapa del ataúd en su sitio, recogió todas sus cosas y las metió en su maletín; apagó la luz y salió. Cerró la puerta tras de nosotros y echó la llave. Me la entregó, diciendo: «¿Quiere guardarla? Será mejor que esté usted seguro». Me eché a reír, pero no fue una risa muy alegre, me veo obligado a confesar, al tiempo que me acercaba hacia él.
—Una llave no es nada —dije—, puede haber duplicados, y en todo caso no resulta difícil abrir una cerradura como esta.
No dijo nada, pero se guardó la llave en su bolsillo. Entonces me pidió que vigilase un lado del cementerio mientras él vigilaba el otro[14]. Me instalé detrás de un tejo y vi moverse su oscura figura hasta que las lápidas y los árboles le ocultaron de mi vista.
Fue una vigilancia solitaria. Justamente después de haberme instalado en mi lugar, oí sonar las doce en un reloj lejano, y en su momento la una y las dos. Tenía frío, y estaba furioso con el profesor por haberme metido en semejante aventura, y conmigo mismo por haber aceptado. Tenía demasiado frío y demasiado sueño como para ser un observador atento, pero no estaba tan adormilado como para traicionar la confianza que se había puesto en mí; de modo que todo ello hizo que pasara un rato espantoso y angustioso.
De improviso, al darme la vuelta creí ver algo que parecía blanco moviéndose entre los sombríos tejos por la parte del cementerio más alejada del panteón, y al mismo tiempo una masa oscura que se movía por donde estaba el profesor y que corrió hacia el otro lado. Entonces yo también me dirigí hacia allá, pero tuve que rodear lápidas y tumbas protegidas por pequeñas verjas, dando traspiés sobre las sepulturas. El cielo estaba cubierto de nubes, y en algún lugar lejano cantó un gallo madrugador. A no mucha distancia, más allá de una hilera de enebros desperdigados que flanqueaban el camino de la iglesia, una sombra blanca y borrosa se dirigía hacia el panteón, el cual estaba oculto por los árboles y no pude ver por dónde desapareció la sombra, y, acercándome, me encontré al profesor llevando en brazos a un niño pequeño. Al verme, me lo mostró y dijo:
—¿Está usted satisfecho ahora?
—No —dije de un modo que me pareció agresivo.
—¿Es que no ve al niño?
—Sí, es un niño, pero ¿quién lo trajo aquí? ¿Está herido? —pregunté.
—Lo veremos —dijo el profesor; y sin más nos encaminamos hacia la salida del cementerio, el profesor con el niño dormido en brazos.
Cuando no habíamos recorrido mucha distancia, nos internamos en un bosquecillo, encendimos una cerilla y miramos el cuello del niño. No tenía arañazo ni herida de ninguna especie.
—¿Tenía yo razón? —pregunté triunfalmente.
—Llegamos justo a tiempo —dijo el profesor agradecido.
Teníamos ahora que decidir qué íbamos a hacer con el niño y deliberamos sobre ello. Si lo llevábamos a una comisaría de policía, tendríamos que dar alguna explicación acerca de nuestros movimientos durante la noche; al menos tendríamos que decir algo acerca de cómo habíamos encontrado al niño. De modo que al final decidimos llevarlo al brezal y, cuando oyésemos que se acercaba un policía, dejar al niño donde no pudiese por menos de encontrarlo; después nos iríamos a casa tan rápidamente como pudiéramos. Todo salió bien. Ya en el límite con Hampstead Heath escuchamos los pesados pasos de un policía y, dejando al niño en el camino, esperamos y vigilamos hasta que el agente lo vio cuando iluminaba con su linterna de un lado a otro. Escuchamos su exclamación de asombro y nos alejamos silenciosamente. Tuvimos la suerte de encontrar un carruaje, cerca de «Los Españoles»[15], que nos llevó a la ciudad.
No puedo conciliar el sueño, así que escribo esto en mi diario. Pero debo intentar dormir unas pocas horas, pues Van Helsing vendrá a buscarme a mediodía[16]. Insiste en que debo acompañarle a otra expedición.
27 de septiembre.—Hasta las dos no encontramos una oportunidad apropiada para nuestro propósito. El funeral, que había comenzado a las 12:00, había terminado ya, y los últimos asistentes rezagados se habían marchado con lentitud cuando, mirando cuidadosamente desde detrás de un grupo de alisos, vimos al sacristán que cerraba la puerta tras de sí[17]. Supimos entonces que estábamos seguros hasta la mañana siguiente si así lo queríamos[18], pero el profesor me dijo que no necesitaríamos sino una hora a lo sumo. De nuevo sentí esa horrible sensación de la realidad de las cosas, cuando todo esfuerzo de la imaginación parece fuera de lugar; y comprendí con toda claridad los peligros en que incurríamos ante la ley al llevar a cabo nuestra sacrílega tarea. Además pensé que todo era inútil. Si había sido horrible abrir un ataúd y su cubierta de plomo, ver si una mujer muerta hacía casi una semana estaba realmente muerta, ahora me parecía el colmo de la locura abrir otra vez el sepulcro, cuando sabíamos, porque lo habíamos visto con nuestros propios ojos, que el ataúd estaba vacío. Me encogí de hombros, sin embargo, y permanecí en silencio, pues Van Helsing sabía cómo seguir con su propósito sin importarle nada quién le plantease objeciones. Cogió la llave, abrió el panteón y de nuevo me indicó ceremoniosamente que le precediera. El lugar no parecía tan espantoso como la pasada noche, pero, ¡oh!, qué indeciblemente desolador, iluminado por la luz del sol. Van Helsing se acercó al ataúd de Lucy, y yo le seguí. Se inclinó y otra vez echó hacia atrás el reborde de plomo, y entonces me sentí dominado por la sorpresa y el espanto.
Allí yacía Lucy, con exactamente el mismo aspecto que tenía la noche anterior a su funeral. Estaba, como si ello fuera posible, más radiantemente hermosa que nunca, y yo no podía creer que estuviera muerta. Sus labios estaban rojos, más rojos que antes, y en las mejillas, una delicada lozanía.
—¿Es esto un truco?[19] —le dije.
—¿Está convencido ahora? —dijo el profesor como respuesta, y extendió la mano mientras hablaba, y, de un modo que me hizo estremecer, separó los labios muertos y aparecieron los blancos dientes.
—Mire —siguió diciendo—, mire, están incluso más afilados que antes. —Y tocó uno de los colmillos y el diente de debajo de aquel—. Pueden morder niños pequeños. ¿Cree ahora, amigo John?
Una vez más, el hostil afán de polémica se despertó en mí. Yo no podía aceptar algo tan abrumador como sugería, y en un intento de discutir de un modo que en aquel mismo momento me avergonzó, dije:
—Puede que la hayan traído aquí después de anoche.
—¿Seguro? Vale, ¿quién?
—No lo sé. Alguien lo ha hecho.
—Y sin embargo lleva muerta una semana. La mayor parte de la gente no tiene este aspecto después de ese tiempo.
No tenía respuesta para esto y permanecí en silencio. Van Helsing no pareció notarlo; en todo caso, no mostró ni enfado ni triunfo. Observaba fijamente el rostro de la difunta; le abrió los párpados y miró los ojos, y abrió una vez más los labios y le examinó los dientes. Después se volvió hacia mí y me dijo:
—Aquí hay algo que es diferente de todo lo conocido: aquí hay una doble vida que no es común. Fue mordida por el vampiro cuando estaba en trance, sonámbula (oh, se sorprende, usted no sabe eso amigo John, pero lo sabrá después), y en trance pudo sacarle más sangre. En trance murió, y también en trance es una no muerta[20]. Esto es lo que la hace diferente de todos los demás. Por lo general, cuando el no muerto duerme en casa —y al hablar hizo un amplio movimiento de brazo para indicar lo que era «casa» para un vampiro—, su rostro muestra lo que son, pero este rostro, tan dulce siendo no muerta, volverá a la nada de los muertos corrientes[21]. No hay nada maligno en este rostro, véalo, y será duro tener que matarla mientras duerme.
Esto me heló la sangre en las venas y comencé a comprender que estaba aceptando las teorías de Van Helsing, pero si estaba realmente muerta, ¿por qué ese terror ante la idea de matarla? Van Helsing me miró y sin duda notó el cambio en mi cara, pues dijo casi alegremente:
—¡Ah! ¿Cree ahora?
Respondí:
—No me presione demasiado con todo al mismo tiempo. Estoy dispuesto a aceptarlo. ¿Cómo llevará a cabo este sangriento trabajo?
—Le cortaré la cabeza y le llenaré la boca con ajos, y le clavaré una estaca de madera en su cuerpo[22].
Me estremecí al pensar en la mutilación de una mujer a la que yo había amado. Y, sin embargo, este sentimiento no fue tan fuerte como había esperado. Yo estaba empezando, en efecto, a temblar ante la presencia de este ser, de este no muerto, como lo llamaba Van Helsing, y a detestarle. ¿Es posible que el amor sea todo subjetivo o todo objetivo?
Esperé durante un considerable espacio de tiempo a que Van Helsing empezase, mas parecía como sumido en sus propios pensamientos. De pronto, encajó de un golpe el cierre de su maletín y dijo:
—He estado pensando, me he decidido por lo que creo es lo mejor. Si simplemente siguiera mi inclinación, haría ahora, en este momento, lo que hay que hacer, pero hay otras cosas que tener en cuenta, cosas que son mil veces más difíciles y que no conocemos. Esto es sencillo. Ella no le ha quitado todavía la vida a nadie, pero eso es cuestión de tiempo, y actuar ahora sería evitarle ese peligro para siempre. Pero quizá necesitemos a Arthur, ¿y cómo podemos contarle todo esto? Si usted, que vio las heridas que Lucy tenía en el cuello y vio las heridas tan parecidas del niño del hospital; si usted, que vio anoche el ataúd vacío y ocupado hoy por una mujer que no ha cambiado sólo porque ahora está más sonrosada y más hermosa una semana después de haber muerto; si usted conoce esto y conoce la blanca figura que la pasada noche llevó al niño al cementerio, y sin embargo todavía no cree a sus propios sentidos, ¿cómo entonces puedo yo esperar que Arthur, que no sabe nada de estas cosas, crea en ellas? Él dudó de mí porque no le permití besarla cuando se estaba muriendo. Sé que me ha perdonado porque, llevado yo por alguna idea equivocada, hice cosas para impedir que pudiera decirle adiós como debería, y él puede pensar ahora que, por otra idea más equivocada todavía, esta mujer fue enterrada viva[23], y que por la más equivocada de todas las ideas, la hemos matado. Entonces, él podría argüir que fuimos nosotros, los equivocados, quienes la matamos por nuestras ideas; de modo que él será muy infeliz siempre y pensará en ocasiones que aquella que amaba fue enterrada viva y verá en sus sueños el horror de lo que ella debió de haber sufrido, y otras veces pensará que acaso tenemos razón y que su amada era, después de todo, una no muerta. ¡No! Se lo dije una vez y, desde entonces, he aprendido mucho. Ahora, puesto que sé que todo es verdad, sé cien mil veces mejor que él debe atravesar las aguas amargas para llegar a las dulces[24]. Pobre muchacho; va a pasar unos momentos en que el mismo cielo le parecerá negro; después podremos actuar de una vez por todas y darle la paz. Estoy decidido. Vamos. Vuelva esta noche a su manicomio y compruebe que todo va bien. En cuanto a mí, pasaré la noche aquí, en este cementerio, haciendo lo necesario. Mañana por la noche vendrá usted a encontrarse conmigo en el Berkeley Hotel a las 10:00 del reloj. Le diré a Arthur que venga él también, y asimismo a ese gallardo joven de América que dio su sangre[25]. Después tendremos trabajo. Voy con usted hasta Piccadilly para cenar, pues debo estar de vuelta aquí antes de la puesta del sol.
Así pues, cerramos el panteón y nos fuimos, saltamos el muro del cementerio, lo que no era demasiado trabajoso, y regresamos a Piccadilly.
NOTA DEJADA POR VAN HELSING EN SU MALETA, BERKELEY HOTEL, PARA JOHN SEWARD, M. D.
(No entregada)[26].
27 de septiembre
«Amigo John:
»Escribo esto en caso de que suceda algo. Voy yo solo a vigilar en ese cementerio. Quisiera que la no muerta, miss Lucy, no saliera esta noche, porque así mañana estará más ansiosa. Por lo tanto, pondré cosas que a ella no le gustarán —ajo y un crucifijo— y sellaré así la puerta del panteón. Ella es joven como no muerta, y tendrá cuidado[27]. Por otra parte, esto es sólo para impedir que salga al exterior, pero no para impedir que entre, porque entonces el no muerto se desespera y busca la línea de menor resistencia, cualquiera que sea. Estaré allí toda la noche, desde la puesta del sol hasta el amanecer, y si hay algo más que pueda aprender, lo aprenderé. Por miss Lucy o de ella no siento temor alguno; pero ese otro, responsable de que ella sea una no muerta, tiene ahora poder para encontrar su tumba y encontrar cobijo en ella[28]. Es astuto; lo sé por Mr. Jonathan y por la forma en que continuamente nos ha engañado cuando se jugaba con nosotros la vida de miss Lucy, y perdimos; y los no muertos son fuertes de muchas maneras. Su mano es siempre tan fuerte como la de veinte hombres; incluso la de los cuatro que dimos nuestro vigor a miss Lucy es también suya[29]. Además, puede llamar a su lobo, y yo no sé qué más[30]. Bueno, si se le ocurre venir aquí esta noche me encontrará, pero a nadie más[31], hasta que sea demasiado tarde. Pero podría ser que no intente dar este paso. No hay razón alguna para que lo dé[32]; su terreno de caza tiene más piezas que cobrar que el cementerio donde duerme la mujer no muerta, y donde un anciano vigila.
»Por lo tanto, le escribo esto por si acaso… Coja los papeles que le adjunto, los diarios de Harker[33] y lo demás, y léalos, y después busque a ese no muerto, córtele la cabeza y queme su corazón, o atraviésele con una estaca para que el mundo pueda descansar sin él[34].
»Si así fuera, adiós.
»Van Helsing.»
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD.
28 de septiembre.—Es maravilloso lo que una noche durmiendo bien puede hacer por uno. Ayer estaba casi deseoso de aceptar las monstruosas ideas de Van Helsing; pero ahora las veo, para empezar, como un auténtico ultraje al sentido común. No dudo de que él cree en todo eso. Me pregunto si su mente se habrá, de alguna manera, desquiciado. Sin duda ha de haber alguna explicación racional a todas esas cosas misteriosas. ¿Sería posible que el profesor hubiese inventado todo eso? Es tan anormalmente inteligente que aunque perdiera la razón podría llevar a cabo su propósito de modo asombroso. Odio pensar una cosa así, y sin duda sería una maravilla tan grande como la otra saber que Van Helsing está loco, pero, en cualquier caso, le observaré con todo cuidado[35]. Acaso pueda encontrar alguna luz en este misterio.
29 de septiembre, por la mañana.—Anoche, un poco antes de las 10:00, Arthur y Quincey vinieron a la habitación de Van Helsing, el cual nos dijo todo lo que quería que hiciésemos, pero dirigiéndose de manera especial a Arthur, como si todas nuestras voluntades se centrasen en la suya. Comenzó por decir que esperaba que todos fuéramos también con él, pues, dijo «Hay un grave deber que cumplir allí. ¿Se sorprendieron, sin duda, de mi carta?»[36]. Esta pregunta estaba dirigida directamente a lord Godalming.
—Yo sí. Me preocupó un tanto por un rato. Ha habido tantos problemas en mi casa últimamente que ya no podía soportar otro más. También sentí curiosidad por lo que usted quería decir. Quincey y yo hablamos sobre ello, pero cuanto más hablábamos más intrigados estábamos; incluso ahora puedo decir, por lo que a mí respecta, que estoy verdaderamente perdido y que no entiendo nada.
—Yo tampoco —dijo Quincey Morris lacónicamente.
—Oh —dijo el profesor—, entonces ustedes dos están más cerca del principio que el amigo John aquí presente, que tiene que retroceder un largo trecho antes de poder llegar al principio.
Era evidente que se había dado cuenta de que yo había vuelto a mi viejo esquema mental del escepticismo sin pronunciar una sola palabra. Después, dirigiéndose a los otros dos dijo con suma gravedad:
—Quiero su permiso para hacer esta noche lo que creo que es bueno. Es mucho pedir, lo sé; y cuando ustedes sepan lo que estoy proponiendo, entonces y sólo entonces sabrán lo mucho que es eso que pido. Por lo tanto, les ruego me prometan estando ustedes todavía como lo están en la oscuridad, que si después están irritados conmigo por algún tiempo, y no debo engañarme a mí mismo acerca de que tal posibilidad pueda ocurrir, ustedes no se culpen de nada a sí mismos.
—De cualquier modo, eso es franqueza —exclamó Quincey—. Yo respondo del profesor. No acabo de comprender cuál es su propósito, pero juro que es honrado y que eso, para mí, es suficiente.
—Gracias, señor —dijo Van Helsing orgullosamente—. Me he concedido el honor de considerarle a usted un amigo leal, y tal apoyo por su parte lo aprecio en lo que vale. —Le tendió la mano, que Quincey estrechó.
Entonces habló Arthur:
—Doctor Van Helsing, no me gusta nada «comprar algo a ciegas»[37], como dicen en Escocia, y si se trata de algo que puede comprometer mi honor de caballero o mi fe como cristiano, no puedo hacer tal promesa. Si usted me asegura que no pretende violar ninguna de ambas cosas, entonces le doy mi consentimiento de inmediato, aunque por mi vida que no comprendo cuál es su intención.
—Yo acepto esos límites suyos —dijo Van Helsing— y todo lo que pido de usted es que, si considera necesario condenar alguna de mis acciones, primero lo medite bien y quede satisfecho de que no estoy violando sus reservas.
—De acuerdo —dijo Arthur—, eso es justo. Y ahora que las pourparlers[38] han terminado, ¿puedo preguntar qué es lo que vamos a hacer?
—Quiero que vengan conmigo, y que vengan en secreto, al cementerio de Kingstead[39].
El semblante de Arthur se demudó al tiempo que decía, como atónito:
—¿Donde está enterrada la pobre Lucy? —El profesor asintió, inclinándose. Arthur continuó—:
—¿Y una vez allí?
—¡Entrar en el panteón!
Arthur se puso en pie:
—Profesor, ¿está usted hablando en serio o se trata de una broma monstruosa? Perdóneme; ya veo que lo dice en serio.
Volvió a sentarse, pero pude ver que lo hacía firme y orgullosamente, como alguien que mantiene su dignidad. Hubo un silencio, hasta que el propio Arthur volvió a preguntar:
—¿Y una vez en el panteón?
—Abrir el ataúd.
—¡Esto es demasiado! —dijo Arthur levantándose furiosamente de nuevo—. Yo estoy dispuesto a tener paciencia con todo lo que sea razonable; pero esta… esta profanación del panteón… de quien…
La indignación le impidió continuar. El profesor le miró con pena.
—Si yo pudiese evitarle un solo sufrimiento, mi pobre amigo —dijo—. Dios sabe que lo haría. Pero esta noche nuestros pies han de caminar sobre abrojos; si no, y para siempre, ¡los pies que usted ama caminarán sobre llamas de fuego!
Arthur levantó la mirada con el rostro contraído y pálido, y dijo:
—Tenga cuidado, señor, tenga cuidado.
—¿No sería bueno escuchar lo que tengo que decir? —dijo Van Helsing—. Así sabrá, al menos hasta dónde quiero llegar. ¿Puedo continuar?
—Eso es bastante justo —dijo entonces Morris.
Después de una pausa, Van Helsing continuó, evidentemente haciendo un esfuerzo:
—Miss Lucy está muerta, ¿no es así? ¡Sí! Entonces no puede hacérsele daño alguno. Pero si no está muerta…
Arthur se puso en pie de un salto.
—¡Buen Dios! —gritó—. ¿Qué quiere decir? ¿Ha habido algún error, ha sido enterrada viva? —gimió con una angustia que ni siquiera la esperanza podía suavizar.
—Yo no he dicho que estuviese viva, hijo mío, no pensaba eso. Sólo voy a decir que ella podría ser una no muerta.
—¡No muerta! ¡No viva! ¿Qué quiere decir? ¿Es todo esto una pesadilla, o qué es?
—Hay misterios que los hombres sólo pueden imaginar, que, siglo tras siglo, sólo pueden ser resueltos en parte. Créame, estamos ahora a punto de resolver uno de ellos. Pero todavía no lo he hecho. ¿Puedo cortar la cabeza de la difunta miss Lucy?
—¡Cielos y tierra, no! —gritó Arthur, en un arrebato de ira—. Por nada del mundo consentiré ninguna mutilación de su cuerpo muerto. Doctor Van Helsing, me está sometiendo a una prueba demasiado dura. ¿Qué le he hecho yo para que me torture de esta manera? ¿Qué hizo esa pobre y dulce joven para que usted quiera llevar tal deshonor a su tumba? ¿Está usted loco al hablar de esas cosas o el loco soy yo al escucharlas? No se atreva más a pensar en esa profanación; no daré mi consentimiento para nada de lo que usted haga. Tengo un deber que cumplir protegiendo su tumba de cualquier ultraje, y por Dios que lo haré.
Van Helsing se levantó del lugar en el que había estado sentado todo este tiempo y dijo grave y seriamente:
—Milord Godalming, yo también tengo un deber que cumplir, un deber para con otros, un deber para con usted; un deber para con los muertos y, ¡por Dios, los cumpliré! Todo lo que le pido ahora es que venga conmigo, que mire y escuche; y que si más adelante le hago a usted la misma petición y no está usted más dispuesto que yo todavía a hacer lo necesario, entonces… Entonces yo cumpliré con mi deber, el que me parezca oportuno. Y después, para acatar los deseos de milord, me pondré a su disposición para rendirle cuentas, cuando y donde usted quiera[40]. —Le falló algo la voz y continuó con un tono lleno de lástima—: Pero, se lo ruego, no siga irritado conmigo. Durante una larga vida de cosas, a menudo nada agradables de realizar y que en ocasiones me encogieron el corazón, nunca me había encontrado con una tarea tan dura como esta. Créame que si llegase el momento en que usted cambiara de actitud hacia mí, una mirada suya borraría esta hora tan amarga, porque yo haría todo lo que un hombre puede hacer para evitarle a usted el sufrimiento. Piense simplemente: «¿Por qué habría yo de cargar con tanto trabajo y tanto dolor?». He venido hasta aquí desde mi tierra para hacer todo el bien que pueda; al principio para complacer a un amigo, y después para ayudar a una dulce joven a la cual también yo llegué a amar. Por ella (me avergüenzo de decir todo esto, pero lo digo con cariño) le di lo mismo que usted le dio: la sangre de mis venas; yo, que no era, como usted, su enamorado, sino únicamente su médico y su amigo. Le di mis noches y mis días, antes de su muerte, después de su muerte; y si mi muerte puede servirle de algo incluso ahora, cuando ella es una muerta no muerta, se la daré sin problemas.
Dijo todo esto con un orgullo muy grave y dulce, que conmovió mucho a Arthur. Tomó este la mano del anciano y dijo, con la voz rota por la emoción:
—Oh, es difícil pensar en eso, y no puedo entenderlo, pero por lo menos iré con usted y esperaré.