DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
—continuación.
EL FUNERAL SE DISPUSO para el día siguiente[1], con objeto de que Lucy y su madre pudieran ser enterradas al mismo tiempo. Yo me ocupé de todas las lúgubres formalidades, y el servicial director de la funeraria demostró que sus empleados compartían algo de su obsequiosa urbanidad. Incluso la mujer que prestó las últimas atenciones a las difuntas me hizo notar lo siguiente, en un tono entre confidencial y fraternalmente profesional, cuando salió de la cámara mortuoria:
—Es un cadáver muy hermoso, señor. Es un verdadero privilegio ocuparme de ella. ¡No es una exageración decir que hará honor a nuestro establecimiento![2].
Me di cuenta de que Van Helsing nunca andaba muy lejos. Esto era posible gracias al desorden que reinaba en la casa. No había parientes, y como Arthur tenía que volver al otro día para asistir al funeral de su padre[3], nos fue imposible avisar a ninguno de quienes habría que haberlo hecho. Dadas las circunstancias, Van Helsing y yo nos encargamos de examinar documentos, etc. Insistió en revisar personalmente los pertenecientes a Lucy. Le pregunté por qué, ya que siendo extranjero podía no estar totalmente familiarizado con los procedimientos legales ingleses y que acaso su ignorancia al respecto pudiera causar algún problema innecesario. Me respondió:
—Ya sé, ya sé. Usted olvida que yo soy abogado[4], además de doctor. Pero no, esto no es sólo por cuestiones legales. Usted lo sabía al querer evitar la posible investigación[5]. Yo tengo más que evitar. Puede haber aquí documentos más… como este.
Al tiempo que hablaba, sacó de su cartera la nota que había estado en el pecho de Lucv y que ella había roto durmiendo.
—Cuando encuentre algo del abogado que sea para la difunta Mrs. Westenra, guarde en un sobre cerrado todos esos papeles y escríbale esta noche. En cuanto a mí, yo vigilo en esta habitación y en la que fue de miss Lucy toda la noche y buscaré lo que pueda haber. No está bien que sus pensamientos más íntimos caigan en manos de extraños.
Me dediqué a la parte del trabajo que me correspondía, y a la media hora había encontrado el nombre y la dirección del abogado de Mrs. Westenra y le había escrito. Todos los documentos de la pobre señora estaban en orden; se daban instrucciones explícitas acerca del lugar del enterramiento. Apenas había cerrado el sobre con mi carta cuando, para mi sorpresa, entró Van Helsing en la habitación, diciendo:
—¿Puedo ayudarle, amigo John? No tengo nada que hacer y, si puedo, estoy a su servicio.
—¿Ha encontrado lo que buscaba? —le pregunté, a lo que me contestó:
—No buscaba nada en concreto. Sólo esperaba encontrar, y lo he encontrado, todo lo que había: únicamente algunas cartas y unas pocas notas, y un diario recién empezado[6]. Pero lo tengo todo aquí, y por el momento no diremos nada acerca de ello. Veré a ese pobre muchacho mañana por la tarde y, con su autorización, utilizaré alguno de estos papeles.
Una vez que terminamos nuestro trabajo, me dijo:
—Y ahora, amigo John, creo que podemos irnos a la cama. Queremos dormir, usted y yo, y descansar para recuperarnos. Mañana tendremos mucho que hacer, pero por esta noche no hacemos falta, ¡ay!
Antes de marcharnos fuimos a ver a la pobre Lucy. El director de la funeraria había hecho, sin duda, un buen trabajo, pues la habitación estaba convertida en una pequeña chapelle ardente[7]. Había una fantástica profusión de flores blancas y la muerte había sido transformada en algo tan mínimamente repulsivo como era posible. El extremo del sudario cubría el rostro; cuando el profesor se inclinó y lo retiró con delicadeza, tanto él como yo nos quedamos impresionados ante la belleza que teníamos delante de nosotros; los grandes cirios daban suficiente luz para apreciarla apropiadamente. Muerta, Lucy había recuperado toda su hermosura, y las horas que habían transcurrido, en vez de dejar la huella de «los destructores dedos de la descomposición»[8], no habían hecho sino restaurar la belleza de la vida, hasta el punto de que yo no podía creer que mis ojos estuviesen mirando un cadáver. El profesor tenía una expresión tremendamente seria. No la había amado como yo, no había razón para que brotasen lágrimas en sus ojos. Me dijo:
—Quédese aquí hasta que yo vuelva —y salió de la habitación. Volvió con un ramillete de ajo silvestre que había cogido de la caja depositada en el vestíbulo, que no había sido abierta, y colocó las flores entre las demás, sobre la cama y en torno a esta. Tomó después un pequeño crucifijo de oro que llevaba al cuello debajo de la camisa y lo puso sobre la boca de Lucy[9]. Colocó la sábana en su sitio y nos fuimos. Me estaba desvistiendo en mi habitación cuando, tras un golpecito de aviso en la puerta, entró y comenzó de inmediato a hablar:
—Quiero que mañana me traiga, antes de que llegue la noche, un juego de cuchillos post mórtem[10].
—¿Debemos practicar una autopsia? —pregunté.
—Sí y no. Quiero operar, pero no como usted piensa, permítame decírselo a usted ahora, pero ni una palabra a nadie. Quiero cortarle la cabeza y extraerle el corazón. ¡Ah! ¿Es usted un cirujano y se horroriza? Usted, a quien he visto sin que le temblara la mano o el corazón llevar a cabo operaciones a vida o muerte que hacían estremecerse a los demás. ¡Oh! Pero no debo olvidar, mi querido amigo John, que usted la amaba; y no lo he olvidado, pues soy yo el que llevará a cabo la operación y usted únicamente deberá ayudarme[11]. Quisiera hacerlo esta misma noche, pero no debo por Arthur; él se quedará libre mañana después del funeral de su padre, y querrá verla… Ver eso. Después, cuando ya esté en el ataúd para el entierro subsiguiente, vendremos usted y yo cuando todos duerman[12]. Desatornillaremos la tapa del ataúd y llevaremos a cabo nuestra operación; después volveremos a colocar todo en su sitio, para que nadie sepa nada, excepto únicamente nosotros.
—Pero ¿por qué hacer todo eso? La muchacha está muerta. ¿Por qué mutilar su pobre cuerpo sin necesidad? Y si no hay necesidad de un post mórtem y no hay nada que ganar con tal acción, ni ella, ni nosotros, ni la ciencia, ni el conocimiento humano… ¿por qué hacerlo? Sin necesidad alguna, es algo monstruoso.
Por toda respuesta, el profesor me puso una mano en el hombro y dijo, con infinita ternura:
—Amigo John, compadezco su pobre corazón sangrante, y le quiero más por lo mismo. Si pudiese, tomaría sobre mí la carga que a usted le aflige. Mas hay cosas que usted no sabe, pero que sabrá, y me bendecirá por ello, aunque no son cosas agradables. Mi querido John, usted es amigo mío desde hace muchos años, ¿y me ha visto hacer algo sin causa justificada? Puedo equivocarme, soy sólo un hombre, pero creo en todo lo que hago. ¿No fue por eso por lo que usted me llamó cuando surgió el gran problema? ¡Sí! ¿No se quedó usted asombrado, no, horrorizado, cuando no permití que Arthur besase a su enamorada, a pesar de que ella se estaba muriendo, y le aparté con todas mis fuerzas? ¡Sí! Y sin embargo, ¿no vio usted cómo ella me lo agradeció con sus hermosos ojos de moribunda y también con su voz, tan débil, y besó mi tosca y vieja mano y me bendijo? ¡Sí! ¿Y no escuchó usted el juramento que le hice, de tal modo que cerró sus ojos agradecida? ¡Sí! Bien, tengo buenas razones para hacer ahora todo lo que quiero hacer. Usted ha confiado en mí desde hace muchos años; usted ha creído en mí durante las últimas semanas, cuando ocurrieron cosas tan extrañas que bien podían haberle hecho dudar. Créame todavía un poco más, amigo John. Si no es así, entonces debo decirle lo que pienso; y eso quizá no le gustará. Y si trabajo (y trabajaré, con confianza o sin confianza, sin que mi amigo confíe en mí), lo haré con pesar y me sentiré, ¡oh!, tan solo cuando necesite toda la ayuda y el ánimo que pueda tener —calló por un momento y continuó solemnemente—: Amigo John, tenemos ante nosotros extraños y terribles días. No seamos dos, sino uno, y así trabajaremos para llegar a un buen final. ¿No tendrá usted fe en mí?
Tomé su mano y le prometí que la tendría. Dejé mi puerta abierta mientras se alejaba y vi cómo entraba en su habitación y cerraba su propia puerta. Mientras yo seguía inmóvil pude observar a una de las criadas que pasaba silenciosamente por el pasillo —iba de espaldas a mí, de modo que no me veía— y que entraba en la habitación en que yacía Lucy. Aquello me conmovió. La lealtad es cosa rara, y se lo agradecemos grandemente a quienes la muestran de manera espontánea hacia aquellos a los que amamos. Aquí estaba una pobre muchacha que, dejando a un lado los miedos que naturalmente sentiría ante la muerte, se disponía a velar, sola, junto al ataúd de su señora a la que amaba, para que aquellos pobres restos mortales no estuviesen solos hasta el momento en que yacieran para el eterno descanso…[13].
Debí de dormir mucho y profundamente, pues era ya pleno día cuando Van Helsing me despertó entrando en mi habitación. Se acercó hasta mi cama y dijo:
—No necesita preocuparse por el instrumental; no haremos nada.
—¿Porqué no? —pregunté. Su solemnidad de la noche anterior me había impresionado profundamente.
—Porque —dijo con mucha seriedad— es demasiado tarde… o demasiado pronto, ¡mire! —Me mostró el pequeño crucifijo de oro—. Esto fue robado durante la noche.
—¿Cómo robado? —pregunté lleno de asombro—. ¿Y ahora lo tiene usted?
—Porque lo recuperé de la indigna y despreciable mujer que lo había sustraído[14], de la mujer que robó a muertos y a vivos. Seguramente tendrá su castigo, pero no gracias a mí; ella no sabía lo que hacía, y al no saberlo, sólo cometió un robo. Ahora debemos esperar.
Se marchó sin decir nada más y me dejó con un nuevo misterio en que pensar, un nuevo enigma que resolver.
La mañana fue triste, pero a mediodía vino el abogado, Mr. Marquand, de Wholeman, Sons, Marquand and Lidderdale[15]. Estuvo muy cordial y muy agradecido por lo que habíamos hecho, y nos dispensó de todo lo concerniente a los detalles. Durante el almuerzo nos dijo que Mrs. Westenra llevaba algún tiempo temiendo morir repentinamente debido al estado de su corazón y que había puesto todos sus asuntos en perfecto orden; nos informó de que, con excepción de cierta propiedad vinculada al padre de Lucy[16] que ahora, a falta de un heredero directo, revertía en una lejana rama de la familia, absolutamente todo lo demás, posesiones inmuebles y personales, le correspondía por completo a Arthur Holmwood. Una vez dicho todo esto, continuó:
—Francamente, hicimos todo lo que pudimos para impedir tal disposición testamentaria y señalamos ciertas contingencias que podrían dejar a su hija sin un céntimo o no tan libre como debería serlo con respecto a una alianza matrimonial. Sin duda, insistimos tanto sobre este tema que casi tuvimos un conflicto con ella, pues nos preguntó si estábamos o no dispuestos a llevar a cabo sus deseos. Desde luego no teníamos otra alternativa sino aceptar. En principio teníamos razón y en el noventa y nuevo por ciento de los casos hubiéramos podido demostrar, gracias a la lógica de los acontecimientos, la exactitud de nuestro juicio[17]. Francamente, sin embargo, debo admitir que aquí cualquier otra disposición hubiera hecho imposible llevar a cabo su voluntad. Pues al haber muerto antes que su hija, esta habría entrado en posesión de todas las propiedades, y aunque hubiera sobrevivido a su madre sólo durante cinco minutos, de no haber testamento y, en un caso como este, un testamento era prácticamente imposible, sus bienes hubieran sido considerados a su muerte ab intestato[18], en cuyo caso, lord Godalming, a pesar de ser un amigo tan querido, no hubiera podido reclamar absolutamente nada, y los herederos, al ser lejanos, no habrían renunciado por razones sentimentales, y ello es más que probable, a sus justos derechos a favor de un completo extraño. Les aseguro, mis queridos señores, que estoy contento con el resultado.
Era una buena persona, pero el hecho de que se alegrara ante tan nimio detalle en el que él estaba oficialmente interesado en medio de una gran tragedia constituyó toda una lección sobre las limitaciones de la compasión. No estuvo mucho tiempo con nosotros, pero dijo que vendría más tarde para ver a lord Godalming[19]. Su visita, sin embargo, nos dio cierta tranquilidad, pues sirvió para asegurarnos de que no teníamos que temer ninguna crítica hostil por nuestras acciones. Se esperaba a Arthur para las cinco, y un poco antes de dicha hora fuimos a visitar la cámara mortuoria[20]. Y lo era, en verdad, pues ahora yacían en ella la madre y la hija. El director de la funeraria, fiel a su oficio, había hecho el mejor despliegue que supo de sus mercancías, y había un ambiente mortuorio tal que nos deprimió de inmediato. Van Helsing pidió que todo quedase como estaba antes, explicando que como lord Godalming[21] iba a llegar muy pronto, sería menos angustioso para él ver a solas todo lo que quedaba de su fiancée. El director pareció asombrarse de su estupidez y se afanó por dejar todo como lo habíamos visto la noche anterior, de modo que cuando Arthur llegó, pudimos evitarle sufrimientos tales.
¡Pobre muchacho! Parecía desesperadamente triste y deshecho. Incluso su fuerte masculinidad parecía haberse hundido en cierta forma ante la tensión provocada por emociones tan intensas. Yo sabía que había estado sincera y devotamente unido a su padre, y perderle en tales momentos constituyó para él un amargo golpe. Conmigo estuvo más afectuoso que nunca, y con Van Helsing amablemente cortés, pero no pude por menos de notar cierta frialdad hacia él. También se dio cuenta de ello el profesor, y me hizo señas para que me lo llevase al piso de arriba. Así lo hice y le dejé en la puerta de la cámara mortuoria, pues pensé que le gustaría estar a solas con Lucy, pero me cogió del brazo y me hizo entrar también, al tiempo que me decía con voz ronca:
—Tú también la amabas, viejo compañero; me contó todo, y no había otro amigo que llevase más dentro de su corazón que tú[22]. No sé cómo agradecerte todo lo que has hecho por ella. Todavía no puedo creer…[23].
Al llegar aquí se derrumbó de improviso; me rodeó los hombros con sus brazos y apoyó la cabeza en mi pecho, gritando:
—¡Oh, Jack, Jack! ¿Qué voy a hacer? Me parece haber perdido la vida entera de golpe, y no hay nada en el mundo por lo cual yo deba vivir.
Le consolé lo mejor que pude. En tales casos, los hombres no necesitan de muchas palabras. Un apretón de manos, sentir un brazo en nuestro hombro, un sollozo al unísono son manifestaciones de compasión que llegan al corazón. Permanecí inmóvil y silencioso hasta que cesaron sus sollozos, y entonces le dije suavemente:
—Vamos a verla.
Fuimos juntos hasta el lecho mortuorio y levantamos el lienzo que le cubría el rostro. ¡Dios! ¡Que hermosa estaba! Cada hora pasada parecía haber aumentado su belleza. Me sentí un tanto asustado y sorprendido; en cuanto a Arthur, se echó a temblar y, por último, le asaltó una duda febril. Por fin, después de un largo silencio, me dijo con débil susurro:
—Jack, ¿está realmente muerta?
Le aseguré tristemente que así era, y le sugerí —pues pensé que él no debía albergar una duda tan terrible por un momento más si yo podía evitarlo— que a menudo sucede que después de la muerte los rostros se dulcifican e incluso recobran la belleza que tuvieron en la juventud; y que esto ocurría especialmente cuando el fallecimiento había ocurrido tras un sufrimiento agudo o prolongado. Esto que le dije pareció disipar toda posible duda y, tras arrodillarse por un tiempo y contemplarla con amor largamente, se apartó. Le dije que debía decirle adiós, ya que había que preparar el ataúd; volvió, tomó su muerta mano entre las suyas, y la besó, asimismo se inclinó y depositó un beso en su frente. Se alejó, mirando hacia atrás amorosamente para verla mientras se iba.
Le dejé en el salón y le dije a Van Helsing que se había despedido de ella; el profesor se fue a la cocina y les dijo a los empleados de la funeraria que preparasen lo necesario y cerrasen el ataúd. Cuando salió, le conté lo de la pregunta de Arthur y me dijo:
—No me sorprende. Justamente ahora yo mismo dudé por un momento.
Cenamos todos juntos y pude ver que el pobre Art intentaba animarse por todos los medios posibles. Van Helsing había estado callado durante la cena, pero tras encender nuestros puros, dijo:
—Lord…
Pero Arthur le interrumpió:
—¡No, no, eso no, por Dios! Todavía no, por lo menos. Perdóneme, señor; no quiero ofenderle; sólo es que mi pérdida es muy reciente[24].
El profesor respondió con mucha dulzura:
—He utilizado esa palabra porque dudaba. No debo llamarle señor y le he tomado cariño, sí, mi querido muchacho, cariño, y prefiero llamarle Arthur[25].
Arthur extendió su mano y estrechó cálidamente su mano:
—Llámeme como quiera —dijo—, espero que siempre pueda tener el título de amigo. Y déjeme decirle que me faltan palabras para agradecerle su bondad para con mi pobre Lucy —calló por un momento y continuó—. Sé que ella comprendió su bondad mejor que yo; y si me he portado con dureza o le he faltado en algún momento cuando usted actuó, ya sabe a lo que me refiero —el profesor asintió con un movimiento de cabeza—, debe usted perdonarme.
El aludido respondió con amabilidad:
—Ya sé que le resultó difícil comprenderme por completo entonces, pues para aceptar una tal violencia hace falta comprender, y creo que usted no confía, o que no puede confiar, en mí ahora, pues todavía no comprende. Y puede haber más ocasiones en que yo quiera que usted confíe en mí, aunque no pueda ni acaso deba usted comprender todavía. Pero llegará un momento en que su confianza en mí será total y completa, y en que usted comprenderá con claridad meridiana. Entonces me bendecirá por todo lo que he hecho por su propio bien, y por el bien de otros, y por el bien de aquella a quien juré proteger.
—Y sin duda, sin duda, señor —dijo Arthur con calor—, confiaré en usted en todos los sentidos. Sé y creo que usted tiene un corazón muy noble y que usted es amigo de Jack y lo era de ella. Haré todo lo que usted quiera.
El profesor se aclaró la garganta un par de veces como si fuera a hablar, y por fin dijo:
—¿Puedo ahora preguntarle algo?
—Sin duda.
—¿Sabe usted que Mrs. Westenra le ha dejado a usted todos sus bienes?
—No, pobre y querida señora; nunca lo hubiera pensado[26].
—Y puesto que todo es suyo, usted tiene derecho a disponer de ellos como quiera. Deseo que me autorice a leer todos los papeles de miss Lucy. Créame que no se trata de una simple curiosidad. Tengo un motivo que ella, esté usted seguro, aprobaría. Los tengo todos aquí. Los cogí antes de saber que todo era de usted, con objeto de que no cayeran en manos extrañas y de que miradas ajenas pudieran, a través de esas palabras, penetrar en su alma. Los guardaré, si me lo permite, aunque usted no los haya visto todavía, pero estarán a salvo. No se perderá ni una palabra, y cuando llegue el momento se los devolveré. Es mucho lo que le pido, pero usted accederá por amor a Lucy, ¿no es cierto?
Arthur habló sinceramente como siempre lo había hecho:
—Doctor Van Helsing, puede usted hacer lo que desee. Sé que al decirle esto hago algo que mi amada hubiese aprobado[27]. No le molestaré con más preguntas hasta que llegue ese momento.
El viejo profesor se puso en pie y dijo solemnemente:
—Y hace bien. Habrá sufrimiento para todos nosotros, pero no todo será dolor, ni ese dolor será el último. Nosotros, y también usted, usted más que nadie, mi querido joven, tenemos que atravesar aguas amargas antes de llegar a las dulces, ¡pero tenemos que ser valientes y generosos y cumplir nuestro deber, y así todo irá bien!
Esa noche dormí en un sofá de la habitación de Arthur. Van Helsing no se acostó. Fue de un lado a otro como patrullando la casa y en ningún momento perdió de vista la cámara mortuoria donde Lucy yacía en su ataúd, cubierta con las flores de ajo silvestre que llenaban la noche con su denso perfume que dominaba al de los lirios y las rosas.
DIARIO DE MINA HARKER.
22 de septiembre[28].—En el tren de Exeter. Jonathan durmiendo. Parece que fue ayer cuantío hice la última anotación, y sin embargo, cuántas cosas desde entonces; en Whitby con toda la vida por delante, con Jonathan ausente y sin noticias suyas; y ahora casada con Jonathan. Jonathan abogado, asociado con otro, rico, dueño de su bufete; Mr. Hawkins muerto y enterrado, y Jonathan con otro ataque que podría dañarle. Quizás algún día me pregunte sobre esto. Voy a anotarlo todo. He perdido práctica con la taquigrafía —hay que ver lo que nos hace una prosperidad inesperada—, así que no estará demás refrescarla con el ejercicio, en todo caso…
La ceremonia fue muy sencilla y muy solemne. Sólo estuvimos nosotros y la servidumbre, un par de viejos amigos suyos de Exeter, su agente de Londres y un caballero en representación de Sir John Paxton, el presidente de la Incorporated Law Society. Jonathan y yo permanecimos cogidos de la mano, pensando en que nuestro mejor y más querido amigo nos había dejado…[29].
Volvimos en silencio[30] a la ciudad, tomando un autobús hasta Hyde Park Corner[31]. Jonathan pensó que me gustaría pasar un rato en el Row[32] y allí nos sentamos, pero había muy poca gente y constituía un triste y desolado espectáculo el contemplar tantas sillas vacías. Ello nos hizo pensar en la silla vacía de casa, de modo que nos levantamos y fuimos caminando Piccadilly abajo[33]. Jonathan me llevaba cogida del brazo, como hacía en los viejos tiempos, antes de que yo fuera a trabajar al colegio[34]. Esto me parecía muy indecoroso, pues no se puede pasar algunos años enseñando ettiquete y decoro a otras jóvenes sin que se afecte un tanto esa pedantería[35]; pero se trataba de Jonathan, y era mi marido, y no conocíamos a nadie de los que nos veían —y no nos preocupó si ello pudiera ocurrir— y continuamos paseando. Estaba mirando a una joven muy hermosa que llevaba una gran pamela y que estaba en una victoria[36] parada a la puerta de Giuliano’s[37] cuando sentí que Jonathan me apretaba tanto el brazo que me hizo daño, al tiempo que decía casi sin voz: «¡Dios mío!». Siempre estoy preocupada por Jonathan, pues temo que pueda sufrir una nueva crisis nerviosa, de modo que me volví hacia él rápidamente y le pregunté qué le ocurría.
Estaba muy pálido y sus ojos parecían querer salirse de sus órbitas, mirando entre aterrorizado y sorprendido a un hombre alto, delgado, de nariz corva, bigote negro y barba puntiaguda, quien estaba mirando a la hermosa joven[38] con tal intensidad que no se fijó en nosotros, por lo que pude observarle bien. Su rostro no era atractivo; era un rostro duro, y cruel, y sensual, y sus grandes dientes blancos, que parecían todavía más blancos debido a que sus labios eran muy rojos, eran agudos como los de un animal. Jonathan siguió mirándole hasta el punto en que temí que se diera cuenta. Tuve miedo de que se molestara, pues parecía muy feroz y desagradable. Le pregunté a Jonathan por qué estaba tan impresionado, y me contestó, pensando evidentemente que yo sabía tanto sobre este hombre como él mismo:
—¿No ves quién es?
—No, querido —dije—; no le conozco; ¿quién es?
Su respuesta me sorprendió y me hizo estremecer, pues parecía como si no supiese que estaba hablando conmigo, Mina:
—Es él mismo en persona[39].
El pobre estaba evidentemente aterrorizado por algo, muy aterrorizado; creo que si no me hubiese tenido a mí para apoyarse y ayudarle, se hubiera desplomado. Siguió mirando; un hombre salió de la tienda con un pequeño paquete y se lo dio a la dama, cuyo carruaje se puso en marcha. El tétrico personaje continuó con la mirada clavada en ella, y cuando la joven se alejó Piccadilly arriba, él tomó un coche de alquiler y la siguió. Jonathan continuó mirando cómo se alejaba y dijo para sus adentros:
—Creo que es el Conde, pero se ha rejuvenecido. ¡Dios mío, si así fuera! ¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡Si lo supiera, si lo supiera!
Se estaba angustiando de tal manera que temí que hacerle algunas preguntas sirviera para que continuase obsesionado por la cuestión, y permanecí en silencio. Le alejé de allí suavemente, y cogido de mi brazo se dejó llevar con facilidad. Caminamos algo más y entramos a sentarnos por un rato en Green Park[40]. Era un día caluroso para estar en otoño; el asiento, cómodo, y el lugar, a la sombra. Después de unos minutos de mirar al vacío, Jonathan cerró los ojos y se durmió tranquilamente con su cabeza apoyada en mi hombro. Pensé que esto era lo mejor para él y no le molesté. Unos veinte minutos después, se despertó, y me dijo muy alegremente:
—Vaya, Mina, ¿me he dormido? Oh, perdóname por haber sido tan desconsiderado. Vamos, tomaremos una taza de té en algún sitio.
Era evidente que había olvidado todo lo referente al misterioso desconocido, como durante su enfermedad había olvidado todo lo que este incidente le había hecho recordar. No me gustan nada estos lapsus de la memoria; pueden provocar o prolongar alguna lesión cerebral. No debo preguntarle nada por miedo a causarle más daño que beneficio; pero tengo que, de algún modo, averiguar qué es lo que le pasó durante su viaje al extranjero. Temo que ha llegado el momento de abrir ese paquete para saber lo que escribió. Oh, Jonathan, tú me perdonarás, lo sé, si hago mal, pero es por tu propio bien[41].
Más tarde.—Una triste vuelta a casa en todos los sentidos; la casa vacía, sin ese pobre amigo que tan bueno fue con nosotros; Jonathan todavía pálido y aturdido como consecuencia de una ligera recaída en su enfermedad; y ahora un telegrama de Van Helsing, quienquiera que sea:
LE APENARÁ SABER QUE MRS. WESTENRA MURIÓ HACE CINCO DÍAS, Y QUE LUCY FALLECIÓ ANTEAYER. AMBAS ENTERRADAS HOY[42].
¡Oh, cuánto dolor en unas pocas palabras! ¡Pobre Mrs. Westenra! ¡Pobre Lucy! ¡Idas, idas para nunca volver a nosotros! ¡Y pobre, pobre Arthur, haber perdido tal dulzura de su vida! Dios nos ayude a todos a sobrellevar nuestra aflicción.
DIARIO DEL DOCTOR SEWARD.
22 de septiembre.—Todo ha terminado. Arthur ha regresado a Ring y se ha llevado con él a Quincey Morris. ¡Qué buen muchacho es Quincey! Estoy seguro en lo más profundo de mi corazón de que ha sufrido tanto como cualquiera de nosotros con la muerte de Lucy, pero ha soportado todo con una moral de vikingo. Si América sigue dando hombres así, llegará a ser, sin duda, una potencia mundial[43]. Van Helsing está acostado, descansando antes de su viaje. Se va esta noche a Ámsterdam, pero dice que vuelve mañana también por la noche; que sólo quiere hacer unas gestiones que ha de realizar personalmente[44]. Me verá entonces, si puede; dice que tiene cosas que hacer en Londres que le llevarán algún tiempo. ¡Pobre viejo amigo! Temo que las tensiones de la pasada semana hayan acabado incluso con su fortaleza de hierro. Durante todo lo que duró el entierro, pude darme cuenta de que hacía terribles esfuerzos para dominarse. Cuando terminó, estuvimos junto a Arthur, el cual, pobre muchacho, nos contó el papel que tuvo en la transfusión de sangre que donó a Lucy; vi que el rostro de Van Helsing pasaba alternativamente del blanco al púrpura. Arthur estaba diciendo que había sentido en aquella ocasión como si él y Lucy estuviesen realmente casados ante los ojos de Dios. Ninguno de nosotros dijo una palabra acerca de las otras transfusiones ni nunca lo haremos. Arthur y Quincey se fueron juntos a la estación y Van Helsing y yo nos vinimos aquí. Tan pronto como nos quedamos solos en el carruaje, sufrió un ataque de histeria[45]. Me ha negado siempre desde entonces que se tratase de histeria, y he insistido en que había sido su sentido del humor manifestándose bajo condiciones muy terribles. Se rio hasta que se le saltaron las lágrimas y tuve que bajar las cortinillas para que nadie que nos viese nos juzgara equivocadamente[46]; después lloró hasta reír y rio y lloró al mismo tiempo igual que lo hace una mujer. Traté de mostrarme severo con él, como se hace con una mujer en semejantes circunstancias, pero no sirvió de nada. ¡Hombres y mujeres son tan diferentes en sus manifestaciones de fortaleza o de debilidad nerviosa! Entonces, cuando su rostro recuperó su gravedad y seriedad, le pregunté por el motivo de su risa, y en tal ocasión fue, en cierto modo, característicamente suya, pues fue lógica, enérgica y misteriosa. Dijo:
—Ah, usted no comprende, amigo John. No crea que no estoy triste, aunque me ría. Vea, he llorado incluso cuando me ahogaba la risa. Pero no piense que estoy totalmente apenado cuando lloro, pues la risa también me ataca entonces. Recuerde siempre que la risa que llama a su puerta y dice «¿Puedo entrar?», no es la verdadera risa. ¡No! Esta reina y viene cuando y como quiere. No pregunta a nadie, no elige un momento considerado apropiado o no. Dice: «Aquí estoy», Fíjese, por ejemplo, en el dolor de mi corazón por aquella dulce y joven muchacha; le di mi sangre, aunque soy viejo y sin fuerzas; le di mi tiempo, mis conocimientos, mi sueño; dejé a mis otros pacientes para que ella pudiera tenerlo todo. Y, sin embargo, puedo reír ante su propia tumba, reír cuando las paletadas de tierra del sepulturero caen sobre su ataúd y resuenan, «bum, bum», en mi corazón hasta que la sangre se retira de mis mejillas[47]. Mi corazón sangra por ese pobre muchacho, de la misma edad que mi hijo si yo hubiera tenido la dicha de que viviera, y con cabello y ojos idénticos[48]. Ahora sabe usted por qué le quiero tanto. Y, sin embargo, cuando él dice cosas que hacen que mi corazón de esposo palpite aceleradamente y hacen suspirar a mi corazón de padre como no lo hace ningún otro hombre, ni siquiera usted, amigo John, pues nosotros tenemos más experiencias que un padre y un hijo, incluso en un momento tal, Su Majestad la Risa viene hasta mí y ruge a mi oído «¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy!», hasta que mi sangre vuelve danzando y recubre mis mejillas con un poco del sol que trae consigo. Oh, amigo John, este es un mundo extraño, un mundo triste, un mundo lleno de miserias y de penas y de problemas; y, sin embargo, cuando Su Majestad la Risa viene, hace que todos bailemos al son que ella toca. Corazones sangrantes, secos huesos del cementerio y lágrimas que abrasan al caer; todo baila al son de la música que ella hace con sus labios sin sonrisa. Y créame, amigo John, que es bueno y amable por su parte que venga. Ah, nosotros los hombres y las mujeres somos como tensas cuerdas que tiran de nosotros en diferentes direcciones. Entonces llegan las lágrimas, y al igual que la lluvia, mojan las cuerdas y hacen que estas nos aprieten aún más, hasta que acaso la tensión llega a ser demasiado grande y nos rompemos. Pero Su Majestad la Risa llega como la luz del sol, y afloja de nuevo la tensión, y podemos así proseguir nuestra tarea, sea la que sea.
No quise herirle y fingí que entendía lo que quería decir, pero como seguía sin comprender los motivos de su risa, se lo pregunté. Al responderme, su semblante adquirió una expresión grave y dijo con un tono totalmente diferente:
—Oh, es por la lúgubre ironía que hay en todo ello: esta dama tan hermosa, adornada con flores, que parecía tan bella como cuando estaba con vida, hasta el punto de que todos nos hemos preguntado si estaba en verdad muerta, yace en esa bonita casa de mármol de ese solitario cementerio, donde descansan tantos de su familia, junto a su madre que la amaba y a quien ella amaba; y esa sagrada campana tañendo «¡tam, tam, tam!» de modo tan triste y lento; y esos santos varones, con blancas vestiduras como los ángeles, fingiendo leer en unos libros en cuyas páginas no han posado la mirada[49], y todos nosotros con la cabeza inclinada. Y todo eso, ¿para qué? Ella está muerta, ¿no es así?
—Bien, profesor, por mi vida —dije—. No puedo ver en todo esto nada que sea motivo de risa. Vaya; su explicación lo convierte en un rompecabezas más difícil todavía. Pero aunque la ceremonia del entierro hubiera sido algo cómico, ¿qué me dice usted del pobre Art y de su dolor? Porque su corazón estaba sencillamente destrozado.
—Su caso es igual. ¿No dijo que la transfusión de su sangre la había convertido verdaderamente en su esposa?
—Sí, y para él se trata de una idea tierna y consoladora.
—Sin duda. Pero hay una dificultad, amigo John. Si es así, ¿qué ocurre entonces con los otros? ¡Ja, ja! Entonces, esta doncella tan dulce sería poliándrica[50] y yo, con mi pobre esposa muerta para mí pero viva según la ley de la Iglesia, dicho sea sin bromear, yo incluso, que soy un marido fiel a la que ahora es mi no-esposa, soy bígamo[51].
—¡Tampoco le veo la gracia a eso! —dije, y no me sentí particularmente a gusto con él por lo que estaba diciendo.
Apoyó su mano en mi hombro y dijo:
—Amigo John, perdóneme si le hago daño. No he mostrado mis sentimientos a otras personas cuando podían herirles, sino sólo a usted, mi viejo amigo, en quien puedo confiar. Si usted hubiera podido ver el fondo de mi corazón cuando yo quería reír; si hubiera podido hacerlo cuando llegó la Risa; si pudiera hacerlo ahora cuando Su Majestad la Risa ha empaquetado su corona y todo lo que le pertenece —pues se va lejos, muy lejos de mí, y por un largo, muy largo tiempo— quizá me compadecería más que a nadie.
Me impresionó la ternura de su tono, y le pregunté por qué.
—¡Porque sé!
Y ahora todos estamos separados unos de otros; y por muchos y largos días la soledad se instalará sobre nuestros tejados con sus tenebrosas alas. Lucy yace en el panteón de los suyos, una señorial casa de la muerte en un cementerio solitario[52], lejos del populoso Londres; allí donde el aire es fresco y el sol se levanta sobre Hampstead Hill[53] y las flores silvestres brotan libremente.
Y así puedo terminar este diario; y sólo Dios sabe si empezaré otro. Si lo hiciera, o si reanudase este, será para ocuparme de personas distintas y de temas distintos, pues aquí, donde se cuenta la historia de mi vida, antes de volver a tomar el hilo de mi trabajo cotidiano, digo tristemente y sin esperanza,
FINIS
THE WESTMINSTER GAZETTE[54],
25 de septiembre.
MISTERIO EN HAMPSTEAD.
El vecindario de Hampstead está preocupado por una serie de sucesos que parecen seguir un desarrollo paralelo a los mencionados por los autores de artículos tales como «El horror de Kensington», «La mujer apuñalada» o «La mujer de negro»[55]. Durante los últimos dos o tres días han ocurrido dos o tres casos de niños extraviados o que han tardado en volver de jugar en el Heath. En todos estos casos los niños eran demasiado pequeños como para dar una apropiada explicación inteligible de dónde habían estado; sus excusas coinciden en decir que estuvieron con una «Hermosa Señora»[56]. Se habían perdido ya al anochecer, y en dos ocasiones los niños no fueron hallados hasta la mañana siguiente. Se supone generalmente en la vecindad que el primer niño perdido había dado como explicación que una «Hermosa Señora» le había pedido que le acompañara a dar un paseo; los demás se habían apropiado de la frase en cuestión y la utilizaban cuando se presentaba la ocasión. Es la explicación más natural, ya que hoy el juego favorito de los pequeños consiste en atraerse unos a otros con tretas. Un corresponsal nos escribe que ver a uno de los más pequeños fingiendo ser la «Hermosa Señora» es de lo más divertido. Añade que alguno de nuestros caricaturistas podría aprender una lección sobre la ironía de lo grotesco comparando la realidad con la pintura. Sólo de acuerdo con los principios generales de la naturaleza humana, la «Hermosa Señora» puede desempeñar un papel popular en esas representaciones al fresco. Nuestro comunicante dice ingenuamente que ni siquiera Ellen Terry[57] conseguiría ser tan irresistiblemente atractiva como alguno de estos pequeños de cara sucia pretenden —y hasta imaginan— ser.
Hay, sin embargo, un posible aspecto serio en este asunto, pues algunos de los niños, de hecho todos los que se habían perdido durante la noche, presentan un pequeño rasguño o herida en el cuello. Las heridas parecen como hechas por una rata o un perro pequeño, y si bien no revisten demasiada importancia por si mismas, muestran que cualquiera que sea el animal que las causa tiene un sistema o método propio. La policía del barrio ha recibido instrucciones para estar muy atenta a los niños extraviados, especialmente con los más pequeños, en Hampstead Heath y alrededores, y con cualquier perro que pueda andar vagando por allí.
THE WESTMINSTER GAZETTE,
25 de septiembre.
EXTRA ESPECIAL:
EL HORROR DE HAMPSTEAD[58].
OTRO NIÑO HERIDO.
LA «HERMOSA SEÑORA».
Nos acaba de llegar la noticia de que otro niño, desaparecido la noche pasada, fue encontrado a última hora de esta mañana bajo unos matorrales de aulagas en la parte de la Shooter’s Hill de Hampstead Heath[59], un lugar quizá menos frecuentado que otros de la zona[60]. Tenía la misma pequeña herida en el cuello que en otros casos semejantes. Estaba enormemente débil y muy demacrado. Ya una vez algo recuperado, contó la habitual historia de haber sido engañado por la «Hermosa Señora».