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Capítulo 12

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD.

13

18 de septiembre.—Salí de inmediato para Hillingham y llegue temprano. Dejé mi coche[1] a la entrada y subí solo por la avenida. Llamé suavemente e hice sonar la campanilla con tanta discreción como pude, pues temía molestar a Lucy o a su madre, esperando que acudiese una criada. Al cabo de un rato y al no tener respuesta, llamé a la puerta de nuevo y volví a tocar la campanilla, y nada. Maldije la pereza de las sirvientas por estar todavía en la cama a tales horas —eran las diez— y llamé otra vez, pero con más impaciencia y siempre sin respuesta. Hasta ese momento había echado la culpa sólo a las sirvientas, pero ahora comenzó a invadirme un miedo terrible. ¿Era esta desolación un eslabón más en la cadena del destino que parecía ahogarnos más todavía? ¿Había llegado demasiado tarde a una casa de muerte? Sabía que minutos, segundos incluso, de retraso podían significar horas de peligro para Lucy si es que había sufrido otra de sus terribles recaídas, y di la vuelta a la casa para ver si tenía la suerte de encontrar una entrada por algún sitio.

No me fue posible. Todas las ventanas y puertas estaban cerradas y aseguradas con llave o pestillo, y volví contrariado al porche. Entonces pude oír los cascos de un caballo que cabalgaba con paso rápido. Se hizo el silencio ante la puerta del jardín y a los pocos segundos me encontré con Van Helsing que venía corriendo avenida arriba[2]. Al verme, me dijo, jadeando:

—Entonces es usted, y recién llegado[3]. ¿Cómo está ella? ¿Es demasiado tarde? ¿No recibió usted mi telegrama?

Respondí tan rápida y coherentemente como pude que su telegrama no me había llegado hasta esta misma mañana temprano, y que no había perdido ni un minuto en venir aquí, y que no podía hacer que me oyese nadie de la casa. Él se detuvo, se quitó el sombrero y dijo solemnemente:

—Entonces temo que hemos llegado demasiado tarde. ¡Que sea lo que Dios quiera![4] —Con su habitual capacidad para reaccionar, continuó del siguiente modo—: Si no hay nada abierto por donde podamos entrar, lo abriremos. Ahora el tiempo lo es todo para nosotros.

Fuimos a la parte trasera de la casa, donde había una ventana de la cocina. El profesor sacó de su maletín una pequeña sierra de cirujano, me la dio[5] y señaló las barras de hierro que protegían la ventana. Las ataqué de inmediato, y bien pronto tenía cortadas tres de ellas[6]. Después, con un largo y delgado cuchillo, empujamos el pestillo y pudimos abrir la ventana. Ayudé al profesor a entrar y después le seguí. No había nadie en la cocina ni en las habitaciones de la servidumbre, que estaban al lado. Miramos en todos los cuartos conforme íbamos avanzando, y en el comedor, débilmente iluminado por los rayos de luz que se filtraban por los postigos de la ventana, encontramos a cuatro sirvientas yaciendo en el suelo. No había motivo para pensar que estaban muertas, pues su respiración entrecortada y fuerte[7] y el acre olor a láudano que había en la habitación no dejaban lugar a dudas acerca de su situación. Van Helsing y yo nos miramos y conforme salíamos, dijo «Podemos atenderlas más tarde». Subimos a la habitación de Lucy. Durante un instante nos detuvimos a escuchar ante la puerta, pero no oímos nada. Pálidos y con manos temblorosas, abrimos con suavidad y entramos en la habitación.

¿Cómo describir lo que allí vimos? Sobre la cama yacían dos mujeres, Lucy y su madre, la cual estaba hacia el centro del lecho cubierta con una sábana blanca cuyo borde había levantado la corriente de aire que entraba por la ventana rota, dejando al descubierto un rostro contraído y blanco, con una expresión de terror en él. A su lado estaba Lucy, con el rostro también blanco, pero más contraído todavía. Sobre el pecho de su madre estaban ahora las flores que Lucy había llevado en torno a su cuello, el cual, desnudo, mostraba las dos diminutas heridas que habíamos visto antes, pero horriblemente blancas y magulladas. Sin decir una palabra, el profesor[8] se inclinó sobre la cama, su cabeza casi tocaba el lecho de la pobre Lucy; hizo un rápido movimiento como quien escucha algo, e incorporándose de un saltó me gritó:

—¡Todavía no es demasiado tarde! ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Tráigame el coñac!

Volé escaleras abajo y volví con lo solicitado, habiéndolo olido y probado, no fuera a estar mezclado con algo como la licorera de jerez que había encontrado sobre la mesa. Las criadas seguían respirando, pero más desasosegadas, por lo que imaginé que el efecto del narcótico estaba pasando. No me quede para asegurarme de ello, sino que volví con Van Helsing. Como hiciera en la anterior ocasión, frotó con el coñac los labios, las encías, las muñecas y las palmas de las manos de Lucy. Me dijo:

—Hago esto, lo único posible en este momento. Vaya a despertar a esas criadas. Deles golpecitos en la cara con una toalla mojada, y hágalo con fuerza. Que haya calor y fuego en la chimenea y agua para un baño caliente. Esta pobre está tan helada como la que tiene al lado. Necesitará que la calentemos antes de poder hacer cualquier otra cosa[9].

Salí de inmediato y no tuve mucha dificultad en despertar a tres de las mujeres. La cuarta era una chica muy joven y parecía evidente que la droga la había afectado más fuertemente, así que la deposité en el sofá y la dejé dormir. Las otras estaban primero como aturdidas, pero conforme iban recordando lo sucedido se pusieron a gritar y a sollozar histéricamente. Me mostré duro con ellas, sin embargo, y no las dejé hablar. Les dije que la pérdida de una vida ya era suficiente tragedia, y que si se retrasaban sacrificarían a miss Lucy. Y así, sollozando y llorando, se pusieron a trabajar, medio vestidas como estaban, y prepararon el fuego y el agua[10]. Por suerte, la cocina y los calentadores estaban todavía funcionando, y no faltaba el agua caliente. Preparamos una bañera, cogimos a Lucy tal como estaba y la metimos en ella. Mientras estábamos ocupados frotando los miembros de Lucy, llamaron a la puerta del vestíbulo. Una de las criadas, poniéndose algo por encima, corrió a abrir. Cuando volvió nos susurró que era un caballero con un mensaje de Mr. Holmwood. Le ordené que simplemente le dijera que esperase, ya que no podía ver a nadie en este momento. Se fue para dar el recado y, absorto en nuestra tarea, me olvidé por completo del tema.

Nunca había visto antes trabajar con tan gran ardor al profesor. Yo sabía —y él también lo sabía— que se trataba de una lucha a brazo partido con la muerte, y durante una pausa que hicimos así se lo dije. Me respondió de un modo que no comprendí, pero con la expresión más severa que su rostro podía manifestar:

—Si eso fuera todo dejaría en este momento lo que estamos haciendo y permitiría que se fuera en paz, pues no vislumbro luz alguna en su horizonte.

Continuó su trabajo con renovado y más fuerte vigor, si cabe.

En cierto momento notamos ambos que el calor estaba comenzando a surtir algún efecto. El corazón de Lucy latió de forma algo más audible en el estetoscopio, y sus pulmones tenían un movimiento ya perceptible. El rostro de Van Helsing casi resplandecía, y mientras la sacábamos del baño y la enrollábamos en una sábana caliente para secarla, me dijo:

—¡La primera victoria es nuestra! ¡Jaque al rey![11].

Llevamos a Lucy a otra habitación, que ya estaba preparada: la depositamos en la cama y la obligamos a tragar unas gotas de coñac. Vi que Van Helsing le ponía un delicado pañuelo de seda en torno al cuello. Seguía inconsciente, y estaba tan mal como antes, si no peor.

Van Helsing llamó a una de las mujeres para decirle que se quedase con Lucy y no la perdiese de vista hasta que volviésemos, y seguidamente me hizo señas para que saliéramos de la habitación.

—Debemos tratar sobre lo que hay que hacer —me dijo mientras bajábamos la escalera. Ya en el vestíbulo abrió la puerta del comedor y, una vez dentro, la cerró tras de sí con todo cuidado. Las ventanas estaban abiertas, pero las persianas estaban ya echadas, con ese respeto por la etiqueta de la muerte que la mujer británica de las clases bajas siempre observa rígidamente. Por lo tanto, la habitación estaba en penumbra. Sin embargo, había luz suficiente para nuestro propósito. La severa expresión de Van Helsing estaba algo distendida gracias a un gesto de perplejidad. Estaba claro que algo atormentaba su mente, y tras un instante de espera por mi parte, habló así:

—¿Qué vamos a hacer ahora? ¿A quién le pediremos ayuda? Debemos hacer otra transfusión de sangre, y pronto, o la vida de la pobre joven no durará ni una hora. Usted ya está exhausto; yo también estoy exhausto. No me atrevo a confiar en esas mujeres, aunque tuvieran la valentía de someterse a la transfusión[12]. ¿Qué podemos hacer para que alguien abra sus venas por ella?

—¿Qué pasa conmigo, en todo caso?

La voz venía desde el sofá que había al otro lado de la habitación, y su sonido me llenó el corazón de alivio y alegría, pues era la de Quincey Morris. Van Helsing se sobresaltó irritado al escuchar el primer sonido, pero su gesto se suavizó y en sus ojos apareció una mirada de contento al oírme exclamar «¡Quincey Morris!», al tiempo que me precipitaba hacia él con las manos extendidas.

—¿Qué te ha traído aquí? —le pregunté al estrecharnos las manos.

—Supongo que Art es el motivo.

Me dio un telegrama:

NO SÉ NADA DE SEWARD DESDE HACE TRES DÍAS, Y ESTOY TERRIBLEMENTE INQUIETO. NO PUEDO IRME. PADRE TODAVÍA IGUAL. DIME CÓMO ESTÁ LUCY. NO TE RETRASES.—HOLMWWOOD.

—Creo que he llegado en el momento oportuno. Ya sabes que no tienes más que decirme qué he de hacer.

Van Helsing dio unos pasos, tomó su mano, le miró fijamente a los ojos y le dijo:

—La sangre de un hombre valiente es lo mejor del mundo cuando una mujer está en peligro[13]. Usted es un hombre, no me equivoco. Bien, es posible que el demonio esté trabajando contra nosotros con todo su poder, pero Dios nos envía hombres cuando los necesitamos.

Una vez más llevamos a cabo aquella horrible operación[14]. No tengo ánimo para explicar los detalles. Lucy había sufrido una terrible impresión y estaba más afectada que antes, pues a pesar de recibir gran cantidad de sangre en sus venas, su cuerpo no respondía al tratamiento tan bien como en otras ocasiones. Era algo espantoso ver y oír cómo luchaba por volver a la vida. Sin embargo, mejoró el funcionamiento del corazón y de los pulmones y Van Helsing le puso una inyección subcutánea de morfina, como anteriormente, con buenos resultados. Su desmayo se convirtió en un sueño ligero y tranquilo. El profesor se quedó de guardia cuando bajé con Quincey Morris para que una de las sirvientas fuera a pagar a los cocheros, que seguían esperando. Dejé a Quincey echado después de haberse tomado un vaso de vino y le dije a la cocinera que preparase un buen desayuno. Se me ocurrió entonces una idea y volví a la habitación donde ahora estaba Lucy. Cuando entré silenciosamente, Van Helsing tenía un par de hojas de un librito de notas en la mano. Evidentemente había leído lo que decían y estaba pensando sobre ello, sentado y con la otra mano en la frente. Había en su rostro un gesto de torva satisfacción, como de alguien que ha resuelto una duda[15]. Me alargó el papel, limitándose a decir:

—Cayó del pecho de Lucy cuando la llevábamos al baño.

Una vez que lo hube leído, me quedé mirando al profesor, y tras un breve silencio, le pregunté:

—En el nombre de Dios, ¿qué quiere decir todo esto? ¿Estaba, o está loca, o qué clase de horrible peligro es este?

Mi desconcierto era tan grande que no acerté a decir nada más. Van Helsing extendió su mano y cogió el papel, diciendo:

—No se preocupe ahora por esto. Olvídelo por el momento. Usted sabrá y comprenderá a su debido tiempo, pero ello será más adelante. Y ahora, ¿qué es lo quería usted decirme?

Esto me devolvió a la realidad y volví a mi ser:

—Vine a hablarle del certificado de defunción. Si no actuamos apropiada y prudentemente, puede haber una investigación y habrá que mostrar ese papel. Abrigo la esperanza de que no sea necesaria una investigación. Pues, si la hubiese, sin duda acabaría con la pobre Lucy, ya que no lo ha hecho ya otra cosa. Yo sé, y usted lo sabe también, y lo sabe el otro doctor que la atendió, que Mrs. Westenra estaba enferma del corazón, y podemos certificar que esa fue la causa de su muerte. Hagamos el certificado de inmediato y yo mismo lo llevaré al Registro e iré a la funeraria[16].

—¡Bien, oh mi amigo John! ¡Bien pensado! En verdad, si miss Lucy se siente triste a causa de los enemigos que la persiguen, es al menos feliz con los amigos que la quieren. Uno, dos, tres han abierto sus venas para ella, además de un anciano. ¡Ah, sí; lo sé, amigo John; no estoy ciego! ¡Y le aprecio más por ello! Ahora váyase.

En el vestíbulo estaba Quincey Morris, con un telegrama para Arthur en que le decía que Mrs. Westenra había fallecido; que Lucy había estado enferma, pero que estaba ya mejorando; y que Van Helsing y yo estábamos con ella. Le dije dónde iba yo y me urgió a que me fuera, pero cuando ya salía, me dijo:

—Jack, cuando vuelvas, ¿puedo hablar un par de palabras contigo, a solas?

Asentí con un movimiento de cabeza y me fui. No tuve ningún problema en el Registro, y acordé con la funeraria local que fueran por la tarde a tomar medidas para el ataúd y hacer los preparativos necesarios.

Cuando volví, Quincey me estaba esperando. Le dije que le vería en cuanto supiese cómo estaba Lucy y subí a su habitación. Dormía todavía, y aparentemente el profesor no se había movido del sillón que había colocado a su lado. Al ver que se llevaba un dedo a los labios deduje que esperaba que se despertara dentro de no mucho tiempo, y que él no quería anticiparse a la naturaleza. Bajé, pues, en busca de Quincey y le llevé a la habitación en que se servía el desayuno, donde las persianas no estaban bajadas y ello la hacía un poco más alegre, o, por mejor decir, un poco menos triste que las otras. Una vez solos, me dijo:

—Jack Seward, yo no quiero meterme donde no me llaman, pero este no es un caso corriente. Tú sabes que yo amaba a esta joven y que quería casarme con ella, pero aunque todo eso es ya cosa pasada, no puedo evitar estar preocupado. ¿Qué le pasa? El holandés (que es un buen tipo, lo veo) dijo, cuando entrasteis en la habitación, que teníais que hacer otra transfusión de sangre y que ambos, tú y él, estabais agotados. Bueno, ya sé que vosotros los médicos habláis in camera[17] y que nadie debe saber lo que tratáis en privado. Pero este no es un caso corriente, repito, sea lo que sea, y también yo he participado en él. ¿No es así?

—Así es.

—Y creo que también Art estuvo metido en esto. Cuando le vi hace cuatro días en su casa tenía un aspecto decaído. No había visto algo parecido y tan rápido desde que estuve en las Pampas[18]; yo tenía una yegua a la que quería mucho y que murió en una noche[19]. La atacó uno de esos enormes murciélagos a los que llaman vampiros[20], y entre lo que chupó y la vena que dejo abierta, perdió tanta sangre que no podía tenerse en pie, y tuve que meterle una bala mientras estaba tumbada en tierra[21]. Jack, si tú me lo puedes decir sin quebrantar ningún secreto profesional, Arthur fue el primero, ¿no es así?

Conforme hablaba, el pobre muchacho parecía terriblemente preocupado. Estaba atormentado por la incertidumbre que rodeaba a la mujer que amaba, y su total ignorancia del terrible misterio que parecía envolverla intensificaba su dolor. Su corazón sangraba, y tuvo que apelar a toda su hombría —y era mucha la que tenia— para no hundirse. Hice una breve pausa antes de responderle, pues pensé que no debía descubrir nada de lo que el profesor quería mantener en secreto; pero él ya sabia mucho y adivinaba tanto que no había razón para no contestarle, de modo que le respondí con sus mismas palabras: «Así es».

—Y ¿desde cuándo viene ocurriendo esto?

—Desde hace unos diez días.

—¡Diez, días! Entonces supongo, Jack Seward, que esa pobre y linda criatura a quien todos queremos ha recibido en sus venas en ese tiempo la sangre de cuatro hombres vigorosos, hombres vivos; su cuerpo ya no debería poder contener tanta sangre —y acercándose más a mí me dijo, furioso y medio susurrando—: Así pues, ¿quién se la quita?[22].

Moví la cabeza y dije:

—Ahí está la cuestión. A Van Helsing le tiene sencillamente desesperado, y yo no sé qué pensar. Ha habido una serie de pequeños detalles que han echado abajo todos nuestros cálculos acerca de cómo proteger adecuadamente a Lucy. Pero esto no se repetirá. Aquí permaneceremos hasta que todo se resuelva… bien o mal.

Quincey me tendió la mano:

—Contad conmigo —dijo—. Tú y el holandés me diréis qué tengo que hacer y lo haré.

Cuando se despertó, avanzada ya la tarde, el primer movimiento de Lucy fue llevarse la mano al pecho y, para mi sorpresa, sacó el papel que Van Helsing me había dado para que leyera. El cuidadoso profesor lo había vuelto a poner donde lo había encontrado con el objeto de que Lucy, al despertarse, no se alarmara. Sus ojos se alegraron al vernos a Van Helsing y a mí. Después miró en torno a sí y, al reconocer dónde se encontraba, se estremeció; lanzó un fuerte grito y se llevó a la pálida cara sus pobres y delgadas manos. Ambos entendimos lo que ello quería decir, que había comprendido que su madre había muerto; intentamos consolarla como pudimos. Nuestra comprensión, sin duda, la tranquilizó hasta cierto punto, pero estaba muy desanimada en todos los sentidos y lloró silenciosa y débilmente por largo tiempo. Le dijimos que uno de nosotros, o todos, estaríamos con ella continuamente, y eso pareció tranquilizarla. Cerca del anochecer cayó en una especie de sopor. Entonces ocurrió algo muy extraño. Todavía dormida, cogió el papel que tenía en el pecho y lo rasgó por la mitad. Van Helsing se levantó y recogió los pedazos. Ella continuó como si tuviese algo entre las manos; finalmente las levantó y las abrió como para tirar los trozos de papel. Van Helsing pareció sorprenderse, frunció las cejas como si estuviese pensando algo, pero no dijo nada.

19 de septiembre[23].—Por fin descansó la pasada noche, aunque a ratos; siempre con miedo de quedarse dormida, y algo más débil cuando se despertó. El profesor y yo nos turnamos para vigilar, y no la dejamos desatendida ni un solo momento. Quincey Morris no había dicho nada acerca de sus intenciones, pero supe que se pasó toda la noche patrullando sin cesar en torno a la casa[24].

Cuando se hizo de día, su penetrante claridad mostró los estragos ocurridos en la energía de la pobre Lucy. Apenas podía mover la cabeza, y el poco alimento que había tomado no parecía haberle servido de nada. Durmió intermitentemente, y tanto Van Helsing como yo notamos la diferencia que producía en ella dormir y estar despierta. Mientras dormía parecía más fuerte, aunque también más macilenta, y su respiración era más sosegada; su boca abierta permitía ver las pálidas encías, que dejaban los dientes más al descubierto de lo normal, los cuales parecían más largos y agudos de lo habitual[25]; despierta, la dulzura de sus ojos modificaba sin duda su expresión, pues ahora parecía ella misma, aunque moribunda[26]. Por la tarde pidió ver a Arthur, así que le telegrafiamos. Quincey fue a buscarle a la estación.

Cuando llegó eran cerca de las 6:00 de la tarde y el sol se ponía, grande y caliente, y su roja luz entraba por la ventana y daba más color a las pálidas mejillas de Lucy. Al verla, Arthur se puso a temblar de emoción, y ninguno de nosotros pudo pronunciar palabra. En las últimas horas, sus periodos de sueño o de estado comatoso se habían hecho más frecuentes, de modo que los momentos en que era posible conversar habían disminuido. La presencia de Arthur, sin embargo, pareció actuar como un estimulante; Lucy se recobró un poco y habló con más ánimo que antes. Arthur también se sobrepuso y conversó tan alegremente como pudo, de modo que todo salió lo mejor posible.

Es casi la 1:00 de la madrugada, y Arthur y Van Helsing están con ella. Yo los relevaré dentro de un cuarto de hora: ahora estoy grabando esto en el fonógrafo de Lucy. Intentarán descansar hasta las seis. Tengo miedo de que mañana acabe nuestra vigilancia, pues la impresión ha sido demasiado fuerte; la pobre no puede recuperarse. Dios nos ayude a todos.

CARTA DE MINA HARKER
A LUCY WESTENRA.
(Sin abrir por ella.)

17 de septiembre

«Mi queridísima Lucy:

»Me parece que han pasados siglos sin saber nada de ti, o sin duda desde que yo te escribí. Me perdonarás, lo sé, todas las faltas cuando hayas leído mi provisión de noticias. Bien, he traído de regreso a mi marido perfectamente; cuando llegamos a Exeter nos estaba esperando un coche, y en él, aunque había sufrido un ataque de gota, Mr. Hawkins. Nos llevó a su casa, donde había preparado habitaciones para nosotros, bonitas y confortables, y cenamos juntos. Después de la cena, Mr. Hawkins nos dijo:

»“Queridos, quiero brindar por vuestra salud y prosperidad; y ojalá que todas las bendiciones recaigan sobre vosotros. Os conozco desde que erais niños, y con cariño y orgullo os he visto crecer. Ahora quiero que aquí, conmigo, este sea vuestro hogar. No tengo ni polluelos ni niños; todos se han ido, y en mi testamento os he dejado todo a vosotros”. Yo lloré, querida Lucy, mientras Jonathan y aquel anciano se palmeaban la espalda. Tuvimos una velada muy, muy feliz.

»Y aquí estamos, instalados en esta hermosa y vieja casa[27], y tanto desde mi dormitorio como desde el salón puedo ver los grandes olmos de la cercana catedral[28], con sus grandes ramas oscuras destacando contra las viejas piedras amarillas; y puedo oír a los grajos parlotear y chismorrear en lo alto todo el día, como hacen ellos y las personas. Estoy atareada, no hace falta que te lo diga, ordenando cosas y arreglando la casa. Jonathan y Mr. Hawkins están ocupados todo el día, y ahora que Jonathan es su socio[29], Mr. Hawkins quiere que sepa todo lo que se refiere a los clientes.

»¿Cómo va tu querida madre? Me gustaría ir a la ciudad un día o dos para ir a veros, pero no me atrevo a hacerlo aún, con tanta responsabilidad sobre mis espaldas; y Jonathan necesita todavía que le cuiden. Está empezando a poner algo de carne sobre sus huesos, pero está terriblemente débil a causa de su larga enfermedad, incluso ahora tiene repentinos sobresaltos mientras duerme y se despierta temblando, hasta que yo puedo devolverle a su habitual placidez. Sin embargo, gracias a Dios, esto ocurre con menos frecuencia conforme pasan los días, y confío en que desaparecerá con el tiempo. Y ahora que te he contado mis novedades, permíteme que te pregunte por las tuyas. ¿Cuándo te vas a casar[30], y dónde, y quién va a celebrar la ceremonia, y cómo vas a ir vestida, será una boda pública o íntima? Cuéntame todo sobre ello, querida, pues no hay nada que no te interese a ti que no me importe a mí. Jonathan me pide que te envíe su “respetuoso acatamiento”, pero no me parece que esto sea suficiente de parte del socio más joven de la importante firma Hawkins and Harker; por eso, porque tú me quieres y él me quiere y yo os quiero en todos los modos y tiempos del verbo, te envío a cambio, sencillamente, su “amor”. Adiós, mi queridísima Lucy, con todas mis bendiciones para ti.

»Tuya.

»Mina Harker.»

INFORME DE PATRICK HENNESSEY,
M.D., M.R.C.S., L.K.Q.C.P.I.[31], ETC., ETC., A JOHN SEWARD, M.D.

20 de septiembre

«Mi Estimado Señor:

»De acuerdo con sus deseos, incluyo el informe acerca de las condiciones en que se encuentra todo lo que dejó a mi cargo… Con referencia a su paciente Renfield, hay más que decir. Ha sufrido otra crisis que podría haber tenido un final horrible, pero que afortunadamente terminó sin consecuencias que lamentar. Esta tarde llegó a la casa deshabitada cuyo terreno linda con el nuestro —casa a la cual, como usted recordará, se escapó en dos ocasiones[32]— una carreta con dos hombres. Se pararon en nuestra puerta de entrada para preguntar al portero, ya que eran forasteros[33], por la dirección que buscaban. Yo mismo me encontraba mirando por la ventana del despacho, fumando después de haber cenado, y vi que uno de esos hombres se acercaba a nuestra casa. Al pasar junto a la ventana de la habitación de Renfield, el paciente comenzó a insultarle desde dentro con todo el vocabulario que podía echar por su boca. El hombre, que parecía un tipo bastante razonable, se contentó con gritarle “cállese esa sucia boca, desgraciado”, a lo cual nuestro paciente le acusó de haberle robado y de querer matarle, y que se lo impediría aunque le ahorcaran por ello. Abrí la ventana y le hice una seña al hombre para que no hiciera caso. Se tranquilizó después de mirar a su alrededor y de haberse dado cuenta del lugar en que había ido a parar, y me dijo: “Dios le bendiga, señor: no me importa lo que me digan en una maldita casa de locos. Me da pena que usted y el director tengan que vivir en la misma casa con una bestia salvaje como esa”. Después preguntó de manera bastante educada por la dirección que buscaba, y yo le expliqué donde estaba la puerta de la casa deshabitada; se marchó seguido de las amenazas, maldiciones e injurias de nuestro paciente. Bajé para ver si podía averiguar la causa de su ira, ya que habitualmente es un hombre que se comporta bien y, excepto por sus arrebatos, nunca había sucedido nada semejante. Para mi asombro, le encontré absolutamente tranquilo y afable. Intenté hacer que hablara sobre el incidente ocurrido, pero tranquilamente me preguntó que a qué me refería, lo que me llevó a pensar que había olvidado por completo el asunto. Lamento decir que esto no era sino otra muestra de su astucia, pues al cabo de media hora le oí de nuevo. Esta vez se había escapado por la ventana y corría paseo abajo. Llamé a los celadores para que me siguieran y salí tras él, temiendo que hiciera cualquier desaguisado. Mi temor quedó confirmado cuando vi la misma carreta que había pasado antes calle abajo cargada de grandes cajas de madera. Los hombres iban enjugándose el sudor de sus frentes y tenían el rostro enrojecido, como si hubieran hecho un gran esfuerzo[34]. Antes de que pudiera dar alcance a nuestro paciente, este se precipitó hacia ellos y, sacando a uno de la carreta, comenzó a golpearle la cabeza contra el suelo. Si no le hubiera sujetado en ese momento, creo que le hubiera matado allí mismo. Su compañero se bajó de un salto y le golpeó en la cabeza con el mango de su pesado látigo. Fue un golpe terrible, mas no pareció afectarle, ya que le agarró y forcejeó con nosotros tres, zarandeándonos como si fuéramos gatitos. Usted ya sabe que no soy un peso ligero, y los otros dos eran corpulentos. Al principio la lucha fue silenciosa, pero cuando comenzamos a dominarle y los celadores le estaban poniendo la camisa de fuerza, comenzó a gritar: “¡Se lo impediré! ¡No me robarán! ¡No van a matarme poco a poco! ¡Lucharé por mi Señor y Maestro!”, y toda clase de extravagantes desvaríos. Con considerable dificultad, pudieron llevarle a la casa y encerrarle en la habitación acolchada. Uno de los celadores. Hardy, tenía un dedo roto. Por fortuna pude atenderle bien y va mejorando[35].

»Al principio, los dos carreteros daban voces amenazadoras, anunciando que nos denunciarían por daños y prometiendo hacer caer sobre nosotros todo el peso de la ley. Sin embargo, sus amenazas estaban entremezcladas con una especie de apología indirecta por la derrota de dos hombres ante un pobre loco. Dijeron que si no hubiera sido por estar agotados por transportar y cargar las pesadas cajas hubieran dado pronta cuenta de él. Dieron otra razón para explicar su derrota: el extraordinario estado de sequedad a que se habían visto reducidos por la naturaleza polvorienta de su tarea y la censurable distancia existente entre el escenario de su trabajo y un lugar de público esparcimiento[36]. Comprendí de inmediato lo que querían decir, y después de un buen vaso de grog, o mejor dicho, de varios de lo mismo, y con un soberano cada uno en la mano[37], quitaron importancia a la agresión y juraron que les gustaría encontrarse cualquier día a un loco peor por el placer de volver a ver a «un tipo tan simpático» como quien esto escribe. Apunté sus nombres y direcciones por si se daba el caso de que fueran necesarios[38]. Son las siguientes: Jack Smollet, de Duddings Rents, King George’s Road, Great Walworth[39], y Thomas Snelling, de Peter Parley’s Row, Guide Court, Bethnal Green[40]. Ambos trabajan para la compañía de mudanzas y transportes Harris and Sons, de Orange Master’s Yard, Soho[41].

»Le informaré de cualquier asunto de interés que ocurra aquí, y le telegrafiaré inmediatamente si hay algo de importancia.

»Considéreme, mi estimado Señor, fielmente suyo.

»Patrick Hennessey[42]

CARTA DE MINA HARKER
A LUCY WESTENRA.
(Sin abrir por ella.)

18 de septiembre

«Mi queridísima Lucy:

»Qué lamentable desgracia se ha abatido sobre nosotros. Mr. Hawkins ha muerto repentinamente[43]. Alguien podría pensar que no es tan lamentable para nosotros, pero ambos habíamos llegado a quererle tanto que realmente parece como si hubiésemos perdido un padre. No he conocido ni padre ni madre, de modo que la muerte del querido anciano es un verdadero golpe para mí. Jonathan está muy afligido. No es sólo que se sienta triste, profundamente triste por el querido y buen hombre que le protegió durante toda su vida y ahora, al final, le ha tratado como si fuera su propio hijo y le ha dejado una fortuna que para personas de nuestro modesto origen está más allá de lo que podría soñar la avaricia, pero Jonathan piensa de otra manera. Dice que la gran responsabilidad que esto significa para él le pone nervioso. Comienza a dudar de sí mismo. Yo intento animarle, y el que yo crea en él le ayuda a creer en sí mismo. Pero ocurre que es por esto por lo que le afecta más la fuerte impresión que ha experimentado. Oh, es demasiado para una naturaleza tan dulce, sencilla, noble y fuerte como la suya; una naturaleza que le permitió, gracias a la ayuda de nuestro querido y buen amigo, ascender de oficinista a jefe en unos pocos años[44], pero que ha quedado tan afectada que la esencia misma de su fuerza ha desaparecido[45]. Perdóname, querida, si te molesto con mis problemas en medio de tu felicidad; pero, Lucy querida, necesito decírselo a alguien, pues el esfuerzo de mantenerme ante Jonathan valiente y animosa me agota, y no tengo aquí a nadie para poder explayarme[46]. Temo ir a Londres, cosa que debemos hacer pasado mañana[47], pues el pobre Mr. Hawkins dejó estipulado en su testamento que quería ser enterrado junto a su padre. Como no hay parientes, Jonathan tendrá que ser quien presida el duelo. Intentaré escaparme para ir a verte, queridísima, aunque sólo sea por unos minutos. Perdóname por haberte importunado.

»Con todas las bendiciones,

»Te quiere,

»Mina Harker.»

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD.

20 de septiembre.—Sólo la determinación y la costumbre me permiten hacer anotaciones esta noche. Me siento tan desgraciado, tan bajo de espíritu, tan asqueado del mundo y de todo, incluyendo la misma vida, que no me importaría escuchar en este momento el batir de las alas del ángel de la muerte. Y últimamente ha agitado sus sombrías alas con algún propósito: la madre de Lucy y el padre de Arthur[48], y ahora… Seguiré con mi tarea.

Relevé a su tiempo a Van Helsing en la vigilancia de Lucy. Quisimos que Arthur se fuera a descansar, pero al principio se negó. Sólo aceptó cuando le dije que necesitaríamos su ayuda durante el día, y que no podíamos agotarnos todos por falta de descanso a fin de que Lucy no resultase perjudicada. Van Helsing estuvo muy amable con él.

—Vamos, hijo mío —le dijo—. Venga conmigo. Está enfermo y débil, ha sufrido mucho y ha tenido mucho dolor mental, además de la pérdida de fuerzas que ya sabemos. No debe estar solo, pues estar solo significa estar lleno de temores y miedos. Vamos al salón, donde hay un buen fuego y dos sofás. Usted se echará en uno y yo en el otro, y nuestro afecto nos servirá de consuelo a ambos, aunque no hablemos, e incluso aunque nos durmamos.

Arthur se fue con él, no sin echar una anhelante mirada a Lucy, cuya cabeza descansaba sobre la almohada con el rostro casi más blanco que la propia tela[49]. Lucy yacía completamente inmóvil, y mirando alrededor observé que todo estaba en orden. Pude ver que el profesor había venido a esta habitación con el mismo propósito con que había ido a la otra, el de utilizar el ajo; todas las junturas de la ventana apestaban, y en torno a la garganta de Lucy, sobre el pañuelo de seda que Van Helsing le había obligado a ponerse, había una guirnalda de tan olorosas flores. Lucy respiraba de una forma algo estertorosa, y su rostro tenía peor aspecto que nunca, pues la boca abierta dejaba ver las encías sin color. Los dientes, a la débil e incierta luz, parecían más largos y afilados que por la mañana. En particular, debido a algún efecto óptico producido por esa misma luz, los caninos se veían más largos y agudos que los demás. Me senté junto a ella, y de pronto se removió inquieta. En ese mismo instante se escuchó una especie de sordo ruido de alas o de golpes en la ventana. Me acerqué silenciosamente y miré por un ángulo de la persiana. Había luna llena[50], y pude ver que el ruido lo hacía un gran murciélago que volaba dando vueltas, atraído sin duda por la luz aunque esta fuese tan débil, y a cada giro sus alas chocaban con la ventana. Cuando volví a sentarme junto a Lucy, noté que se había movido ligeramente y que se había quitado las flores de ajo que llevaba en la garganta. Volví a colocárselas como pude y me senté a observarla.

Se despertó al poco y le di de comer como había prescrito Van Helsing. Tomó algo, y además sin ganas. No parecía sostener ahora la lucha inconsciente por vivir que hasta entonces había caracterizado su enfermedad. Me sorprendió como cosa curiosa que en el momento mismo de despertarse apretara las flotes de ajo contra su pecho. Era ciertamente raro que cada vez que caía en estado letárgico, con la respiración estertorosa, apartase tales flores lejos de sí[51] y que, al despertarse, las apretara contra su pecho. No había posibilidad de equivocarse, pues en las largas horas que siguieron se despertó y volvió a dormirse muchas veces, repitiendo siempre las mismas acciones.

A las 6:00 de la mañana vino Van Helsing a relevarme[52]. Arthur estaba medio adormilado y, piadosamente, le dejó que siguiera así. Cuando vio el rostro de Lucy, pude oír el silbido de su respiración, y me dijo con penetrante susurro:

—¡Suba la persiana! ¡Quiero luz!

Se inclinó, y casi tocando con su rostro el de Lucy, la examinó cuidadosamente. Quitó las flores y levantó el pañuelo de seda de la garganta. Al hacerlo se echó hacia atrás, y pude oír su exclamación medio sofocada: «Mein Gott!». Me incliné yo también para mirar de cerca y sentí que me recorría un extraño escalofrío.

Las heridas de la garganta habían desaparecido por completo.

Durante cinco minutos completos Van Helsing permaneció mirándola con su expresión más grave. Después se volvió hacia mí y dijo con calma:

—Se está muriendo. No tardará mucho. Pero tenga en cuenta esto: será muy diferente si muere consciente o si muere mientras está dormida[53]. Despierte a ese pobre muchacho y déjele que venga a verla por última vez; él confía en nosotros y se lo hemos prometido.

Fui al comedor y le desperté. Estuvo como aturdido por un momento, pero cuando vio la luz del sol que se filtraba por los bordes de las persianas, creyó que era tarde y manifestó su temor. Le aseguré que Lucy estaba todavía dormida, pero le dije también tan delicadamente como pude que tanto Van Helsing como yo mismo temíamos que el final estaba cerca. Se cubrió el rostro con las manos y fue resbalando del sofá hasta quedar de rodillas junto a él; allí permaneció, quizá por un minuto, con la cara oculta, rezando, mientras sus hombros se estremecían por el dolor. Le cogí por la mano e hice que se levantara.

—Vamos —le dije— mi querido y viejo amigo; reúne toda tu entereza; será lo mejor y lo más fácil para ella.

Cuando entramos en la habitación de Lucy, pude ver que Van Helsing, con su habitual previsión, había puesto todo en orden y hecho que todo pareciera lo más agradable posible. Había incluso cepillado el cabello de Lucy, de tal manera que se extendía por la almohada con sus habituales y luminosos rizos[54]. Abrió los ojos y, viéndole, susurró blandamente:

—¡Arthur! ¡Oh, amor mío, me siento tan feliz de que hayas venido! ¡Bésame!

Se inclinó para besarla, pero Van Helsing le empujó hacia atrás.

—¡No! —susurró—. ¡Todavía no! Cójale la mano, eso la confortará más.

Arthur cogió su mano y se arrodilló junto a Lucy, que parecía más hermosa que nunca, con sus delicados rasgos igualando la angelical belleza de sus ojos, que después, poco a poco, se fueron cerrando hasta quedar sumida en un profundo sueño. Durante un breve espacio de tiempo, su pecho subió y bajó suavemente, y su respiración pareció la de un niño cansado.

Y entonces, de modo insensible, se produjo el extraño cambio que yo había observado durante la noche. Su respiración se hizo estertorosa, abrió la boca, y las descoloridas encías, al descubierto, dieron a los dientes un aspecto más alargado y afilado que nunca. De una forma soñolienta, vaga e inconsciente, abrió los ojos, que ahora eran más apagados y más duros a la vez, y dijo con una voz baja y voluptuosa que yo no había escuchado nunca en sus labios:

—¡Arthur! ¡Oh, amor mío, me siento tan feliz de que hayas venido! ¡Bésame!

Arthur se inclinó anhelante para besarla, pero en ese mismo instante Van Helsing, quien al igual que yo había quedado sobrecogido por la voz de Lucy, se abalanzó sobre él y, agarrándole del cuello[55], le echó hacia atrás con una furia o vigor que yo nunca hubiera podido imaginar que tuviera, y le arrojó materialmente al otro extremo de la habitación[56].

—¡No, por su vida! —dijo—. ¡No, por su alma y por la de ella!

Y se interpuso entre ellos como un león acorralado. Arthur se quedó tan estupefacto que por un momento no supo qué hacer ni qué decir, y antes de dejarse llevar por un impulso violento, se dio cuenta del lugar y de la ocasión y permaneció en silencio, esperando.

Yo tenía mis ojos fijos en Lucy, al igual que Van Helsing, y pudimos ver que un espasmo de rabia se deslizaba por su rostro como una sombra; los afilados dientes rechinaron. Entonces se cerraron sus ojos y respiró pesadamente.

Muy poco después los abrió con toda delicadeza, y alargando su pobre mano, pálida y delgada, tomó la de Van Helsing, grande y oscura, la acercó hacia sí y la besó.

—Mi verdadero amigo —dijo, con voz débil, pero con patetismo indecible—. ¡Mi verdadero amigo y de él! ¡Oh, protéjale y deme a mí la paz![57].

—¡Lo juro! —dijo solemnemente Van Helsing arrodillándose junto a ella y levantando una mano como quien presta juramento formal. Después se volvió hacia Arthur y le dijo—: Vamos, hijo mío, tome su mano entre las suyas y bésela en la frente, y sólo una vez.

Se encontraron sus ojos, no sus labios, y así se despidieron.

Los ojos de Lucy se cerraron, y Van Helsing, que había estado observando todo atentamente, cogió a Arthur por el brazo y se lo llevó.

Y entonces la respiración de Lucy se hizo de nuevo estertorosa y todo cesó de inmediato.

—Se acabó —dijo Van Helsing—. ¡Está muerta!

Cogí a Arthur por el brazo y le conduje hasta el salón, donde se sentó y se cubrió la cara con las manos, sollozando de tal modo que al verlo casi me derrumbé.

Volví a la otra habitación y encontré a Van Helsing mirando a la pobre Lucy, con su rostro más grave que nunca. En el cuerpo de Lucy se había producido algún cambio. La muerte le había devuelto parte de su belleza, pues su frente y mejillas habían recuperado algo de sus contornos, incluso los labios habían perdido su mortal palidez. Era como si la sangre, innecesaria ya para que el corazón latiese, hubiera acudido a suavizar la dureza de la muerte.

«Creíamos que se moría mientras dormía,

y que dormía cuando murió»[58].

Me acerqué a Van Helsing y dije:

—Ah, pobre joven, por fin ha encontrado la paz. ¡Es el fin!

Se volvió hacia mí y dijo con grave solemnidad:

—No es así, ¡ay!, no es así. ¡Esto es sólo el comienzo!

Le pregunté qué quería decir; se limitó a mover la cabeza, y me respondió así:

—No podemos hacer nada todavía. Esperar y ver.