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Capítulo 10

CARTA DEL DOCTOR SEWARD
AL HONORABLE ARTHUR HOLMWOOD.

13

6 de septiembre

«Mi querido Art:

»Hoy mis noticias no son demasiado buenas. Esta mañana Lucy ha empeorado un poco. Sin embargo, hay algo positivo que ha surgido de ello: Mrs. Westenra estaba, naturalmente, preocupada por Lucy. Y ha acudido a mí para consultarme profesionalmente acerca de ella[1]. Aproveché la oportunidad y le dije que mi antiguo profesor, Van Helsing, el gran especialista, iba a venir, y que yo haría que, junto conmigo, la atendiera; de modo que ahora podemos entrar y salir sin alarmarla inútilmente, ya que una impresión fuerte podría significar su muerte repentina, la cual, en la condición de Lucy, acaso resultara desastrosa para ella. Todos estamos rodeados de dificultades, mi pobre y viejo compañero, pero, si Dios quiere, podremos vencerlas. Te escribiré si es necesario; así que si no tienes noticias mías, ten por seguro que, simplemente, estoy a la espera de alguna novedad. Con prisa, siempre tuyo,

»John Seward.»

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD.

7 de septiembre.—Lo primero que me dijo Van Helsing cuando nos encontramos en Liverpool Street[2] fue;

—¿Ha dicho usted algo a nuestro joven amigo, el enamorado de ella?

—No —le dije—. He esperado hasta verle a usted[3], como le dije en mi telegrama. Sólo le he escrito una carta para decirle que usted venía, ya que miss Westenra no se encontraba muy bien, y que le diría lo que fuera si llegaba el caso.

—¡Bien, amigo mío! —dijo—. ¡Muy bien! Mejor que no sepa nada todavía; quizá nunca lo sepa. Así lo pido. Pero si es necesario, lo sabrá todo. Y, mi querido amigo John, permítame advertirle de algo. Usted trata con locos. Todos los hombres están locos, de una u otra forma, y si usted trata a sus locos de manera discreta, lo mismo debe hacer con los locos de Dios, el resto de la gente. Usted no dice a sus locos qué hace ni por qué lo hace; usted no les dice lo que piensa. Así que debe guardar lo que sabe en su sitio, allí donde pueda descansar, donde pueda unirse con otros congéneres y crecer. Usted y yo guardaremos todavía lo que sabemos aquí y aquí. —Me tocó el corazón y la frente, y luego se tocó a sí mismo de igual modo—. De momento guardo para mí ciertos pensamientos. Ya se los revelaré más adelante.

—¿Por qué no ahora? —le pregunté—. Pueden ser de utilidad; podemos llegar a tomar alguna decisión.

Se detuvo, me miró, y dijo:

—Amigo John, cuando el trigo[4] está crecido, incluso antes de haber madurado, mientras la leche de su madre la tierra está en él y el sol todavía no ha comenzado a pintarlo con su oro, el campesino coge la espiga y la frota con sus toscas manos, sopla la verde granza y te dice: «¡Mira! Es un buen trigo; la cosecha será buena cuando llegue el momento».

No entendí la moraleja y así se lo dije. Como respuesta, me cogió una oreja y me dio un tirón juguetonamente, como solía hacer en sus clases[5], y dijo:

—El buen campesino dijo eso porque lo sabía entonces, pero no lo había sabido antes. Pero no encontrará usted al buen campesino cavando y sacando el maíz allí sembrado para ver si ha crecido, eso es para los niños que juegan a ser campesinos y no para quienes trabajan la tierra para vivir. ¿Lo ve ahora, amigo John? Yo he sembrado mi trigo, la Naturaleza ha hecho su trabajo haciéndolo brotar; si brota por completo, hay alguna esperanza de futuro, y yo espero hasta que la espiga empieza a hincharse. —Se calló de improviso, pues evidentemente se dio cuenta de que yo había comprendido. Continuó, y muy seriamente—: Usted fue siempre un estudiante aplicado, y en sus estanterías había más libros que en las de los demás. Usted era entonces sólo un estudiante; ahora es un maestro, y espero que no haya perdido sus viejos hábitos. Recuerde, amigo mío, que el conocimiento es más fuerte que la memoria, y que no debemos confiar en el más débil. Incluso aunque usted haya abandonado la buena práctica, déjeme decirle que este caso de nuestra querida señorita puede, y fíjese que digo puede, ser de tal interés para nosotros y para otros que deje a oscuras a todos los demás, como dicen ustedes[6]. Por lo tanto, tome buena nota. Nada es demasiado pequeño. Le aconsejo que anote todo, incluso sus dudas y conjeturas. En el futuro puede ser de interés para usted saber qué de cierto hay en sus conjeturas[7]. ¡Aprendemos de los fracasos, no de los éxitos!

Cuando le describí los síntomas de Lucy —los mismos de antes pero infinitamente más agudizados— pareció muy serio, pero no dijo nada. Cogió un maletín en que había muchos instrumentos y medicinas, «la horrible parafernalia de nuestro benéfico trabajo», como llamó en cierta ocasión —en una de sus conferencias— al equipo de un profesor dedicado al arte de curar[8]. Tras ser anunciados, Mrs. Westenra salió a recibirnos. Estaba alarmada, pero no tanto como yo esperaba. La Naturaleza, por uno de esos caprichos benévolos que tiene, ha dispuesto que incluso la muerte tenga algún antídoto contra sus propios terrores. Aquí, ante un caso en que una fuerte impresión pueda llegar a ser fatal, las cosas están ordenadas de tal modo que, por una u otra razón, no son personales, ni siquiera el terrible cambio experimentado por su hija, a la que ella está tan unida. Es algo parecido a como la Madre Naturaleza forma alrededor de un cuerpo extraño una capa de tejido insensible para proteger del mal a aquello que, de no ser así, podría dañarlo por medio del contacto. Si esto es un egoísmo impuesto, entonces deberíamos pensarlo mejor antes de condenar a alguien precisamente por su egoísmo, pues sus causas pueden tener raíces más profundas de lo que podemos suponer[9].

Utilicé mis conocimientos de esta fase de la patología espiritual[10] y establecí una regla, según la cual la madre de Lucy no debía estar presente durante mis visitas ni pensar en la enfermedad de su hija más de lo absolutamente necesario. Lo aceptó con toda facilidad, tanta facilidad que vi en ello de nuevo la mano de la Naturaleza luchando por la vida. Van Helsing y yo fuimos conducidos a la habitación de Lucy. Si ayer me quedé impresionado cuando la vi, hoy me he horrorizado. Estaba cadavérica, blanca como la tiza; el color rojo parecía haber desaparecido incluso de sus labios y encías, y los huesos de la cara sobresalían de manera prominente; era penoso ver o escuchar su respiración. El rostro de Van Helsing se petrificó como si fuera de mármol, y sus cejas se fruncieron de tal manera que casi llegaron a juntarse en el entrecejo. Lucy yacía inmóvil, sin fuerzas aparentes para hablar, y por algún tiempo permanecimos en silencio. Por fin, Van Helsing me hizo una seña y salimos silenciosamente de la habitación. En el instante mismo en que cerramos la puerta, avanzó rápidamente hacia la estancia inmediata, que estaba abierta. Me empujó para que entrara aprisa con él y cerró la puerta.

—Dios mío —dijo—, esto es horrible[11]. No hay tiempo que perder. Morirá por falta de sangre para mantener el funcionamiento del corazón como debe ser[12]. Hay que hacer una transfusión de sangre de inmediato[13]. ¿Usted o yo?

—Yo soy más joven y fuerte, profesor. Debo ser yo.

—Entonces prepárese en el acto. Traeré mi maletín. Estoy dispuesto.

Bajé las escaleras con él y llamaron a la puerta de la casa mientras lo hacíamos. Cuando llegamos al vestíbulo, la criada acababa de abrir y Arthur entraba apresuradamente. Se precipitó hacia mí, susurrando anhelante:

—Jack, estaba muy preocupado. He leído entre líneas lo que decías en tu carta y ha sido una agonía. Papá está mejor, así que he venido corriendo para ver por mí mismo lo que pasa. ¿No es este caballero el doctor Van Helsing? Le agradezco tanto, señor, que haya venido.

Cuando el profesor le miró por primera vez, se notaba en sus ojos que le había irritado la interrupción; pero ahora, al ver su fornido aspecto y apreciar la fuerte y joven virilidad que parecía emanar de mi amigo, brilló su mirada. Sin hacer una pausa le dijo gravemente, al tiempo que estrechaba su mano:

—Señor, ha llegado usted a tiempo. Usted es el enamorado de la querida señorita. Está mal; muy, muy mal. No, hijo mío; no se ponga así —pues de pronto había empalidecido y se había derrumbado en una silla casi a punto de desmayarse[14]—. Usted está aquí para ayudarla. Usted puede hacer por ella más que nadie entre los vivos, y su ánimo es su mejor ayuda.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Arthur con voz ronca—. Dígamelo y lo haré. Mi vida es suya, y daría por ella hasta la última gota de sangre de mi cuerpo.

El profesor tiene un gran sentido del humor y, conociéndole como le conozco desde hace tanto tiempo, capté algo de ese humor en su respuesta:

—Mi joven señor, no pido tanto; ¡no hasta la última!

—¿Qué puedo hacer?[15].

Había fuego en sus ojos; las aletas de la nariz, distendidas, temblaban de decisión. Van Helsing le dio una palmada en el hombro y dijo:

—¡Vamos! Usted es un hombre, y un hombre es lo que queremos. Usted es mejor que yo, mejor que mi amigo John.

Arthur le miró desconcertado, y el profesor prosiguió, explicando afablemente:

—La joven señorita está mal, muy mal. Necesita sangre, y sangre debe tener o morirá[16]. Mi amigo John y yo hemos deliberado, y vamos a hacer lo que llamamos una transfusión de sangre: pasarla desde las venas llenas de uno a las venas vacías de quien la necesita[17]. John iba a ser el donante, ya que es más joven y fuerte que yo. —En ese momento Arthur me cogió la mano y me la apretó en silencio—. Pero ahora está usted aquí y usted es mejor que nosotros dos, el viejo o el joven, que trabajamos en el mundo del pensamiento. ¡Nuestros nervios no están tan sosegados y nuestra sangre no es tan brillante como la de usted![18]. Arthur, dirigiéndose hacia él, le dijo:

—¡Si usted supiera cuán contento moriría por ella, comprendería…! —Se calló con una especie de ahogo en su voz.

—¡Buen muchacho! —dijo Van Helsing—. Dentro de no mucho se alegrará de haber hecho todo por su amor. Ahora venga y guarde silencio[19]. Puede besarla antes de que empecemos, pero después tiene que irse, y debe hacerlo cuando yo se lo indique. ¡No diga nada a madam; ya sabe cómo está! No debe sufrir sobresalto alguno, y cualquier cosa que supiera sobre esto lo sería. ¡Venga!

Subimos todos a la habitación de Lucy. Arthur, cumpliendo órdenes, se quedó fuera.

Lucy movió la cabeza para mirarnos, pero no dijo nada. No estaba dormida, sino, sencillamente, demasiado débil para hacer el esfuerzo necesario. Nos habló con los ojos; eso fue todo. Van Helsing sacó de su maleta algunos instrumentos y los depositó en una mesita que quedaba fuera del alcance de la vista. Después preparó un narcótico[20] y, acercándose al lecho, dijo alegremente:

—Ahora, joven señorita, he aquí su medicina. Bébasela toda, como una niña buena. Mire, yo la incorporaré para que usted pueda tomarla con facilidad. Así.

Ella hizo el esfuerzo con éxito. Me sorprendió el mucho tiempo que tardó en hacerle efecto la medicación. De hecho, ello era un indicador de su debilidad. El tiempo parecía no transcurrir hasta que el sueño comenzó a revolotear en sus párpados. Por último, el narcótico comenzó a manifestar su poder y ella cayó en un profundo sueño. Cuando el profesor quedó satisfecho llamó a Arthur a la habitación, y tras hacerle quitarle la chaqueta, añadió:

—Puede usted darle un besito mientras yo traigo la mesa. ¡Ayúdeme, amigo John!

Así que ninguno de los dos miramos. Van Helsing me dijo:

—Él es joven y fuerte, y tiene una sangre tan pura que no necesitamos desfribinarla[21].

Con rapidez, pero también con total método, Van Helsing llevó a cabo la operación. Conforme transcurría la transfusión algo parecido a la vida iba volviendo a las mejillas de la pobre Lucy, mientras que tras la progresiva palidez de Arthur, la alegría de su rostro resplandecía esplendorosa[22]. Poco después comencé a inquietarme, pues la pérdida de sangre, pese a lo fuerte que él era, estaba afectando a Arthur de modo visible[23]. Ello me hizo pensar a qué terrible esfuerzo debía de haber estado sometido el organismo de Lucy, ya que lo que había debilitado a Arthur sólo la restablecía parcialmente. Pero el rostro del profesor era impasible, y seguía de pie, reloj en mano, con los ojos fijos ora en la paciente ora en Arthur. Yo podía escuchar los latidos de mi propio corazón. De improviso, Van Helsing me dijo en voz baja:

—No se mueva un instante. Ya basta. Usted atiéndale a él; yo cuidaré de ella.

Cuando todo hubo terminado, pude ver cuán debilitado estaba Arthur[24]. Le cubrí la herida y le cogí del brazo para llevármelo de allí; en ese momento Van Helsing habló sin darse la vuelta; parecía tener ojos en la nuca:

—Creo que el valiente enamorado se ha ganado otro beso, que debe darle ahora mismo[25].

Y como ya había terminado la intervención, arregló la almohada bajo la cabeza de la paciente. Al hacerlo, la estrecha cinta de terciopelo negro que Lucy parecía llevar siempre sujeta con un antiguo broche de diamantes que su amante le había regalado[26] se movió un poco hacia arriba, dejando ver una marca de color rojo en el cuello. Arthur no se percató de ello, pero yo pude escuchar una profunda aspiración siseante que Van Helsing hizo al respirar, y que es una de las formas que tiene de manifestar su emoción[27]. No dijo nada en aquel mismo momento pero, volviéndose hacia mí, pronunció estas palabras:

—Ahora llévese abajo a nuestro valiente y joven amigo, dele vino de Oporto y déjele que se acueste un rato. Después tiene que irse a su casa y descansar, dormir mucho y comer mucho, con objeto de que pueda recuperarse de lo mucho que ha dado a su amada. No debe seguir aquí[28]. ¡Un momento! Puedo imaginar que está usted deseoso de conocer el resultado. Váyase sabiendo que la operación ha sido un éxito en todos los sentidos. En esta ocasión usted le ha salvado la vida, y puede irse a su casa y descansar tranquilo sabiendo que se ha hecho todo lo que podía hacerse. Se lo diré a ella cuando se recupere[29]; no le amará a usted menos, de ninguna manera, por lo que usted ha hecho. Adiós.

Volví a la habitación apenas se hubo marchado Arthur. Lucy dormía apaciblemente, pero su respiración era más fuerte; podía ver cómo se movía la colcha de la cama cuando ella aspiraba el aire. Junto al lecho estaba Van Helsing, sentado, y mirándola atentamente. La cinta de terciopelo cubría de nuevo la marca roja. Susurrando, le pregunté al profesor:

—¿Qué piensa usted de esa marca?

—¿Qué piensa usted?

—Todavía no la he visto —contesté, y me puse inmediatamente a soltar la cinta. Justo sobre la yugular externa[30] había dos perforaciones no muy grandes, pero de un aspecto nada bueno. No había indicios de enfermedad, pero los bordes eran blancos y parecían algo así como desgastados, como triturados[31]. Tuve la repentina idea de que esta herida, o lo que fuese, pudiera ser producto de la pérdida manifiesta de sangre, pero la deseché en el acto, pues no podía ser así. Toda la cama estaría teñida de rojo con la sangre que la joven tendría que haber perdido para llegar a esa palidez que tenía antes de la transfusión.

—¿Bien? —dijo Van Helsing.

—Bien —dije yo—, no sé qué pensar.

El profesor se puso en pie.

—Tengo que volver a Ámsterdam esta noche —dijo[32]—. Hay libros y cosas que necesito. Usted debe quedarse aquí toda la noche y no perderla de vista.

—¿Debo traer una enfermera? —pregunté.

—Nosotros somos los mejores enfermeros, usted y yo. Vigile toda la noche; haga que coma bien y que nada la moleste. No debe usted dormir en toda la noche. Más adelante podremos dormir, usted y yo. Volveré lo antes posible. Y entonces podremos comenzar.

—¿Podremos comenzar? —dije—, ¿Qué diablos quiere decir?

—¡Ya lo veremos! —me contestó, y salió precipitadamente de la habitación. Volvió un momento después, asomó la cabeza por la puerta y dijo, con un dedo levantado en ademán de advertencia—: Recuerde, está bajo su cuidado. ¡Si la deja y sucede algo, no volverá usted a dormir fácilmente!

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD
continuación.

8 de septiembre.—Estuve sentado toda la noche junto a Lucy. El narcótico hizo su efecto hasta cerca del anochecer, y se despertó de modo natural; parecía una persona distinta a como lo había sido antes de la transfusión. Tenía incluso buen ánimo y estaba llena de una vitalidad feliz, pero pude notar huellas de la absoluta postración por la que había pasado. Cuando le dije a Mrs. Westenra que el doctor Van Helsing había ordenado que yo me quedase con ella en todo momento, casi se burló de tal idea, destacando la renovada energía y el excelente ánimo de su hija. Me mostré firme, sin embargo, e hice los preparativos necesarios para mi larga vigilia. Una vez que su criada la hubo preparado para la noche, entré yo en la habitación, habiendo ya cenado, y me senté junto al lecho. Lucy no hizo objeción alguna. Por el contrario, me miraba con agradecimiento cada vez que nuestros ojos se encontraban. Después de un largo rato pareció que la invadía el sueño, pero se despejó haciendo un esfuerzo. Esto ocurrió en varias ocasiones, cada vez con mayor esfuerzo y más a menudo conforme pasaba el tiempo. Era evidente que no quería dormirse, así que abordé el tema de inmediato:

—¿No quiere dormirse?

—No; tengo miedo.

—¡Miedo de dormir! ¿Por qué? Es la bendición que todos anhelamos.

—¡Ah, no si usted fuese como yo, si dormir fuese para usted un presagio de horror!

—¡Un presagio de horror! ¿Qué diablos quiere decir?

—No lo sé, oh, no lo sé. Y eso es lo más terrible. Toda esta debilidad me viene cuando duermo; tiemblo de sólo pensar en ello[33].

—Pero, mi querida joven, esta noche puede dormir. Estoy aquí velando, y puedo prometerle que no pasará nada.

—¡Ah, puedo confiar en usted!

Aproveché la oportunidad y le dije:

—Le prometo a usted que la despertaré inmediatamente si noto algún indicio de malos sueños.

—¿Lo hará? ¡Oh! ¿Lo hará realmente? ¡Qué bueno es usted conmigo! ¡Entonces dormiré! —y, casi al mismo tiempo que pronunciaba esta última palabra, lanzó un profundo suspiro de alivio y se echó hacia atrás, dormida.

La estuve velando toda la noche. No se removió en todo el tiempo, sino que durmió de un tirón con un sueño profundo, tranquilo, vivificante, reparador. Tenía los labios ligeramente entreabiertos, y su pecho subía y bajaba con la regularidad de un péndulo[34]. Había una sonrisa en su rostro, y era evidente que ningún mal sueño había aparecido para turbar la paz de su espíritu.

Por la mañana temprano entró la criada, a cuyo cuidado dejé a Lucy; yo volví a mi casa, pues estaba preocupado por muchas cosas. Envié a Van Helsing y a Arthur un breve telegrama, contándoles los excelentes resultados de la transfusión. Me llevó todo el día ocuparme de los múltiples atrasos en mi trabajo; ya era de noche cuando pude preguntar por mi paciente zoófago. El informe fue bueno: había estado completamente tranquilo todo el día y la noche de ayer. Llegó un telegrama de Van Helsing desde Ámsterdam mientras yo estaba cenando, sugiriéndome que yo debería pasar esta noche en Hillingham, ya que podía ser conveniente estar cerca, y diciéndome que él salía en el correo nocturno y que me vería por la mañana temprano[35].

9 de septiembre.—Estaba muy cansado y agotado cuando llegué a Hillingham. Llevaba dos noches casi sin pegar ojo y mi cabeza empezaba a sentir el torpor que anuncia el agotamiento cerebral. Lucy estaba levantada y animosa. Cuando nos estrechamos las manos, me miró severamente a la cara y dijo:

—Nada de velar esta noche. Está usted agotado. Yo estoy otra vez muy bien. Sí, sin duda lo estoy, y si hay que velar, seré yo quien le vele a usted.

No quise discutir esta cuestión y me fui a cenar. Lucy me acompañó y, animado por su encantadora presencia, comí muy bien y me tomé un par de vasos de un oporto más que excelente. Después Lucy me llevó arriba y me enseñó una habitación al lado de la suya, donde ardía un acogedor fuego.

—Ahora —me dijo— debe quedarse aquí. Dejaré su puerta abierta, y también la mía. Usted puede echarse en el sofá, pues ya sé que nada hará que ustedes los médicos se vayan a la cama mientras haya un paciente en el horizonte. Le llamaré si necesito algo, y así podrá usted venir de inmediato.

No pude hacer otra cosa que asentir, pues estaba tan cansado como un perro, y no hubiera podido quedarme en vela aunque lo hubiese intentado. Así que después de que Lucy hubiera vuelto a prometerme que me llamaría en caso necesario, me tumbé en el sofá y me olvidé de todo.

DIARIO DE LUCY WESTENRA.

9 de septiembre.—Esta noche me siento muy feliz. He estado tan miserablemente débil que poder pensar y moverme es como sentir la caricia del sol después de un largo periodo de viento del este y con un cielo de color acero[36]. Por alguna razón siento a Arthur muy, muy cerca de mí. Siento como si notara su cálida presencia en torno a mí. Supongo que la enfermedad y la debilidad son egoístas y hacen que volvamos nuestra mirada y nuestras simpatías hacía nosotros mismos, mientras que la salud y la fuerza obedecen a las riendas del Amor, el cual puede pensar y sentir donde desee. Yo sé dónde están mis pensamientos. ¡Si Arthur lo supiera! Querido mío, querido mío, te deben de silbar los oídos mientras duermes, como los míos estando despierta. ¡Oh, el bendito descanso de esta noche pasada! Cómo he dormido, con el querido y buen doctor Seward velándome. Y hoy ya no tendré miedo de dormir, puesto que está cerca y puede acudir en cuanto le llame. ¡Gracias a todos por ser tan buenos conmigo! ¡Gracias a Dios! Buenas noches, Arthur[37].

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD.

10 de septiembre.—Sentí la mano del profesor en mi cabeza[38] y me desperté por completo en un segundo. Esta es una de las cosas que se aprenden en un manicomio, al menos.

—Y ¿cómo está nuestra paciente?

—Bien, cuando la dejé, o mejor dicho, cuando ella me dejó —contesté.

—Venga, vamos a verla —dijo. Y fuimos juntos a su habitación.

La persiana estaba bajada y me acerqué para subirla con suavidad, mientras que Van Helsing se aproximaba hacia la cama con sus pasos silenciosos, como de gato. Mientras subía la persiana y la luz de la mañana inundaba la habitación, escuché el silbido del profesor al aspirar el aire y, conociendo su rareza[39], un miedo mortal me encogió el corazón. Al acercarme, él se echó para atrás, y su exclamación de horror, Gott in Himmel![40], surgió innecesariamente acompañada por la consternación de su cara. Alzó la mano y señaló hacia la cama; su rostro impenetrable estaba ahora contraído y ceniciento. Sentí que me empezaban a temblar las rodillas.

Allí, en la cama, al parecer desmayada, yacía la pobre Lucy, más espantosamente blanca y macilenta que nunca. Incluso los labios eran blancos, y las encías parecían haberse hundido hacia atrás, dejando los dientes al descubierto, como vemos a veces en el cadáver de alguien que ha muerto tras prolongada enfermedad[41]. Llevado por la ira, Van Helsing levantó un pie en el aire con la intención de dar una patada en el suelo. Pero el instinto y largos años de costumbre se lo impidieron, y bajó la pierna con suavidad.

—¡Rápido! —dijo—. Traiga el coñac[42].

Volé al comedor y volví con la botella. Humedeció los pobres y blancos labios y entre los dos frotamos las palmas de sus manos, las muñecas y el corazón. La auscultó y, tras unos momentos de agónica incertidumbre, dijo:

—No es demasiado tarde. Late, aunque débilmente. Todo nuestro trabajo es en vano; tenemos que comenzar de nuevo. Hoy no está aquí el joven Arthur; he de recurrir a usted, amigo John.

Mientras hablaba, buscaba algo en su maletín e iba sacando instrumentos para la transfusión; yo me había quitado la chaqueta y remangado la camisa[43]. No había posibilidad de narcótico alguno en esta ocasión, ni siquiera necesidad[44], y sin perder un instante comenzamos la transfusión. Después de un tiempo —que no pareció corto, pues la extracción de la propia sangre, con independencia de lo voluntariamente que sea dada, es una terrible sensación—, Van Helsing levantó un dedo admonitorio y dijo:

—No se mueva, pues temo que se despierte al recuperar su vigor y eso podría ser peligroso, oh, tan peligroso. Pero debo tomar precauciones. Le pondré una inyección hipodérmica de morfina[45].

Procedió entonces, delicada y diestramente, a llevar a cabo lo dicho. Su efecto en Lucy no fue malo, pues el desmayo pareció diluirse sutilmente en el sueño narcótico. Con un sentimiento de orgullo personal pude notar que retornaba un débil matiz sonrosado a las pálidas mejillas y a los labios de Lucy. Nadie sabe, hasta que lo experimenta, lo que significa sentir que su propia sangre, dadora de vida, circula por las venas de la mujer amada.

El profesor me miró críticamente.

—Con esto bastará —dijo.

—¿Ya? A Art le sacó usted mucha más —le reproché. A lo cual, sonriendo con una especie de tristeza, replicó:

—Es su enamorado, su fiancé. Usted tiene trabajo que hacer, mucho trabajo, con ella y con otros; esto será suficiente[46].

Una vez terminada la transfusión, examinó a Lucy mientras yo me apretaba con los dedos mi pinchazo. Me tumbé para esperar a que Van Helsing pudiera atenderme, pues me sentía débil y un poco mareado. Luego me envió abajo para que me dieran un vaso de vino, y cuando estaba saliendo de la habitación me medio susurró:

—Cuidado, no hay que decir nada de esto. Si nuestro joven enamorado volviese inesperadamente, como antes, ni una palabra. Se asustaría de inmediato y al propio tiempo se sentiría celoso[47]. No debe saberlo nadie. Así que…

Cuando regresé, me miró atentamente y dijo:

—No está usted tan mal. Vaya a la habitación, échese en el sofá y descanse un rato; después desayune fuerte y vuelva.

Obedecí sus órdenes, pues sabía cuán justas y prudentes eran. Yo había cumplido con mi parte y ahora mi próxima tarea era recuperar fuerzas. Me sentía muy débil, y con la debilidad había perdido algo del asombro ante lo que había ocurrido. Caí dormido en el sofá preguntándome una y otra vez, sin embargo, cómo Lucy había podido sufrir tal retroceso y perder tanta sangre sin que hubiera indicios de ello por parte alguna. Creo que debí de continuar haciéndome preguntas en sueños, pues tanto dormido como despierto mis pensamientos siempre volvían a los pequeños orificios de su cuello, pese a ser tan pequeños, y al aspecto desigual y como desgastado de los mismos, pese a ser tan diminutos.

Lucy durmió hasta bien entrado el día, y cuando se despertó se encontraba bastante bien y con fuerzas, si bien no como el anterior. Una vez que la hubo visto, Van Helsing salió para dar un paseo dejándome a mí al frente de la situación, con órdenes estrictas para que no se quedase sola ni un momento. Pude escuchar su voz en el vestíbulo preguntando cómo llegar a la oficina de telégrafos más cercana.

Lucy charló conmigo animadamente, y pareció no saber nada de lo que había ocurrido. Intenté mantenerla entretenida e interesada. Cuando subió su madre a verla no advirtió en ella cambio alguno, pero me dijo, agradecida:

—Le debemos tanto, doctor Seward, por todo lo que ha hecho, pero ahora usted debe, realmente, tener cuidado y no trabajar demasiado. También está usted pálido. Necesita una esposa que le atienda y le cuide un poco. ¡Eso es lo que usted necesita!

Lucy se ruborizó, si bien fue sólo un momento, pues sus pobres y agotadas venas no podían resistir por mucho tiempo un repentino flujo de sangre hacia la cabeza. La reacción se manifestó con una palidez excesiva, mientras Lucy me miraba con ojos implorantes. Sonreí y asentí, y puse un dedo sobre mis labios; con un suspiro, se hundió entre las almohadas.

Van Helsing volvió al cabo de un par de horas, y me dijo:

—Ahora váyase a casa. Coma mucho y beba lo suficiente. Recupere sus fuerzas. Estaré aquí toda la noche y velaré yo mismo a la joven señorita. Debemos observar el caso usted y yo, y debemos impedir que nadie más sepa nada. Tengo graves razones. No, no me pregunte cuáles; piense lo que quiera. No tema pensar incluso lo más improbable. Buenas noches.

En el vestíbulo se me acercaron dos de las criadas para preguntarme si ambas o una de ellas podrían quedarse con miss Lucy. Me imploraron para que las autorizara, y cuando les dije que era deseo del doctor Van Helsing que sólo él o yo lo hiciéramos, me pidieron lastimeramente que intercediese ante «el caballero extranjero». Me conmovió mucho su buena voluntad. Quizá debido al estado de debilidad en que me encuentro o quizá por la situación de Lucy, lo cierto es que su devoción era manifiesta; una y otra vez he visto muchos ejemplos semejantes de la bondad de una mujer. Regresé aquí a tiempo de una cena tardía; hice mi ronda de inspección —todo bien— y escribí esto mientras me llegaba el sueño. Ya viene.

11 de septiembre[48].—Esta tarde fui a Hillingham. Encontré a Van Helsing con excelente ánimo y a Lucy mucho mejor. Poco después de mi llegada trajeron al profesor un voluminoso paquete procedente del extranjero. Lo abrió con mucha grandiosidad[49] —afectada, desde luego— y sacó de él un gran ramo de flores blancas.

—Son para usted, miss Lucy —dijo.

—¿Para mí? ¡Oh, doctor Van Helsing!

—Sí, querida mía, pero no para jugar con ellas. Son medicinas. —Lucy torció el gesto—. No, no son para tomarlas en cocimiento[50] o de forma nauseabunda, así que no necesita arrugar esa nariz tan encantadora o tendré que decirle a mi amigo Arthur qué penas tendrá que soportar viendo a la belleza que él ama de tal manera con ese rostro tan distorsionado. Ajá, mi linda señorita, así vuelve a su ser esa nariz tan bonita. Esto es medicinal, pero usted no sabe cómo actúa. Lo pongo en su ventana, hago una bonita guirnalda y la pongo alrededor de su cuello para que duerma usted bien. ¡Oh, sí! Estas, como la flor del loto, hacen olvidar las preocupaciones. Huelen como las aguas del Leteo y como las de esa fuente de la juventud que los conquistadores buscaban en las Floridas y que encontraron demasiado tarde.

Mientras tanto, Lucy había estado examinando las flores y oliéndolas. De repente las arrojó al suelo, diciendo entre divertida y enfadada:

—Oh, profesor, creo que está usted gastándome una broma. ¡Estas flores no son sino de ajo común![51].

Para mi sorpresa, Van Helsing se puso en pie y dijo con toda seriedad, con su mandíbula de hierro apretada y sus pobladas cejas casi juntas:

—¡No juegue conmigo! ¡Yo nunca gasto bromas! Hay un propósito serio en todo lo que hago, y le advierto que no me contraríe. Tenga cuidado, por el bien de otros ya que no por el suyo propio. —Pero viendo asustada a la pobre Lucy, como no podía ser menos, prosiguió ya más amablemente—: Oh, joven señorita, querida mía, no tenga miedo de mí. Sólo lo hago por su bien; pero estas flores tan vulgares tienen muchas virtudes benéficas para usted. Vea, yo mismo las pongo en su habitación. Yo mismo hago la guirnalda que usted se va a poner. ¡Pero silencio! No diga nada a nadie por mucho que le hagan preguntas indiscretas. Debemos obedecer, y el silencio es parte de la obediencia. Y la obediencia la llevará a usted, fuerte y sana, a los amantes brazos que la esperan. Ahora quédese quieta por un rato. Venga conmigo, amigo John, y me ayudará a adornar la habitación con mis ajos, que han hecho todo el camino desde Haarlem, donde mi amigo Vanderpool cultiva hierbas en sus invernaderos todo el año[52]. Tuve que telegrafiarle ayer; de otro modo no hubieran estado aquí hoy.

Fuimos a la habitación llevando con nosotros los ajos. Las cosas que hizo el profesor fueron verdaderamente extrañas, y no se encontrarían en ninguna farmacopea conocida por mí. Primero cerró las ventanas y las aseguró con los pestillos; después, cogiendo un manojo de flores, frotó con ellas los marcos de las ventanas, como para asegurarse de que si un soplo de aire pudiera filtrarse por ellos, lo haría cargado de olor a ajo. Luego frotó igualmente todo el quicio de la puerta, abajo, arriba, a cada lado; e hizo lo mismo con la chimenea. Todo me pareció grotesco, y le dije:

—Bien, profesor; ya sé que usted siempre tiene una razón para hacer lo que hace, pero esto, ciertamente, me intriga. Es bueno que no haya aquí ningún escéptico, pues diría que usted está haciendo algún hechizo para ahuyentar un espíritu maligno.

—¡Quizá eso es lo que estoy haciendo! —respondió tranquilamente mientras comenzaba a hacer la guirnalda que Lucy habría de ponerse alrededor del cuello. Después esperamos hasta que Lucy se preparó para pasar la noche, y cuando ya estaba en la cama, el propio Van Helsing le puso la guirnalda de ajo al cuello; estas fueron las últimas palabras que le dijo:

—Tenga cuidado de no desordenarla, y no abra esta noche ni la ventana ni la puerta aunque se sienta sofocada.

—Lo prometo —dijo Lucy— y les agradezco mil veces a los dos su amabilidad para conmigo. ¡Oh! ¿Qué he hecho yo para ser bendecida con tales amigos?

Cuando dejamos la casa en mi calesín[53], que estaba esperando, Van Helsing me dijo:

—Esta noche puedo dormir tranquilo, y eso es lo que quiero, dormir; dos noches de viaje, mucha lectura de día entre una u otra, y mucha inquietud al día siguiente, y una noche en vela, sin pegar un ojo[54]. Mañana por la mañana, temprano, llámeme y vendremos juntos a ver a nuestra linda señorita, ya mucho más fortalecida gracias al hechizo que hice, ¡ja, ja!

Parecía tan seguro que yo, recordando mi propia seguridad de dos noches atrás, de tan funesto resultado, sentí miedo y un vago terror. Debió de ser mi debilidad lo que me hizo dudar de decirle nada a mi amigo, pero esa sensación fue ahora más acusada, como de lágrimas no derramadas.