cabecera

Capítulo 9

CARTA DE MINA MURRAY
A LUCY WESTENRA.

13

Budapest, 24 de agosto[1]

«Mi queridísima Lucy:

»Sé que estarás ansiosa por saber todo lo que ha pasado desde que nos separamos en la estación de Whitby. Bueno, querida mía, llegué bien a Hull[2], cogí el barco de Hamburgo[3], luego el tren hasta aquí[4]. Creo que no recuerdo nada del viaje, excepto que sabía que me iba acercando a Jonathan y que, como tendría que cuidarle, sería lo mejor dormir todo lo que pudiera… Encontré a mi amado, oh, tan delgado, tan pálido, con un aspecto tan débil. De sus queridos ojos había desaparecido su mirada resuelta, y esa serena dignidad que yo te decía había en su rostro se ha desvanecido. Es sólo una ruina de sí mismo y no recuerda nada de lo que le ha sucedido desde hace tiempo. Por lo menos es lo que quiere hacerme creer, yo nunca le preguntaré nada. Ha sufrido alguna terrible impresión, y temo que tratar de recordarla podría afectar a su pobre cerebro. La hermana Agatha, buena persona y excelente enfermera, me cuenta que en su delirio decía cosas horribles. Quise que me dijera de qué se trataba, pero lo que hizo fue santiguarse y afirmar que nunca me diría nada; que los delirios de los enfermos son secretos que pertenecen a Dios, y que si una enfermera llegara a escucharlos mientras cumple con su obligación, debe callárselos. Es un alma dulce y buena, y al día siguiente, cuando vio que yo estaba preocupada, volvió a hablar del tema, y después de decir que ella nunca podría revelar lo que le había oído a mi amado Jonathan, añadió: “Lo único que puedo decirle, querida mía, es que no se trata de algo malo que él haya hecho, y que usted, como su futura esposa, no tiene motivos para preocuparse. No se ha olvidado de usted ni de lo que a usted le debe. Su miedo tenía que ver con grandes y terribles cosas con las que ningún mortal puede enfrentarse”. Creo que esta alma de Dios pensaba que yo podría sentirme celosa de que mi pobre Jonathan se hubiese enamorado de otra mujer, ¡qué idea, que yo estuviese celosa de Jonathan! Y sin embargo, querida mía, déjame susurrarte al oído que me estremecí de alegría cuando supe que ninguna otra mujer era motivo de preocupación[5]. Estoy sentada ahora junto a su lecho, y puedo ver su rostro mientras duerme. ¡Se está despertando!… Una vez despierto me pidió su chaqueta, pues quería coger algo del bolsillo; se lo dije a la hermana Agatha, que trajo todas sus cosas[6]. Vi entre ellas su cuaderno de notas, e iba a pedirle que me dejara verlo —pues sabía que podría encontrar alguna explicación sobre su estado—, pero creo que debió de leer esta intención en mis ojos, ya que me pidió que me fuera hasta la ventana, pues quería estar solo por un momento. Después me llamó para que volviera, y una vez que estuve a su lado vi que tenía su mano sobre el cuaderno en cuestión, y me dijo muy gravemente: “Wilhelmina”; supe entonces que hablaba muy en serio, pues nunca me había llamado así desde que me pidió que me casara con él; “tú conoces, querida, mis ideas sobre la confianza entre marido y mujer: no debe haber secretos ni nada que ocultar[7]. Yo he sufrido una gran impresión, y cuando intento pensar en ello siento que me da vueltas la cabeza, y ya no sé si todo fue real o fue el sueño de un loco. Sabes que he tenido fiebre cerebral[8], y eso es estar loco. El secreto está aquí, y no quiero saberlo. Quiero empezar mi vida ahora, con nuestro matrimonio”. Así pues, querida mía, hemos decidido casarnos tan pronto hayamos cumplido con todas las formalidades. “¿Quieres, Wilhelmina, compartir mi ignorancia? Aquí está el cuaderno. Tómalo y guárdalo; léelo si quieres, pero nunca me lo digas, a menos que, claro está, algún solemne deber me obligue a volver a esas horas amargas, dormido o despierto, cuerdo o loco, descritas aquí.” Se dejó caer, agotado, y yo puse el cuaderno debajo de la almohada y le besé. Le pedí a la hermana Agatha que ruegue a su superior que autorice nuestra boda para esta tarde, y estoy esperando la respuesta…

»Ha venido para decirme que han avisado al capellán de la misión inglesa[9]. Vamos a casarnos[10] dentro de una hora, o tan pronto como se despierte Jonathan…

»Lucy, llegó el momento, y ya ha pasado. Me siento muy solemne, pero muy, muy feliz. Jonathan se despertó poco después de la hora prevista y todo estaba ya preparado; él se sentó en la cama, sostenido por las almohadas. Pronunció el “sí, quiero” con voz firme y fuerte. Yo casi no podía hablar; tenía el corazón tan alterado que incluso al decir esas palabras parecía que me ahogaba. Las queridas hermanas fueron muy amables. Quiera Dios que nunca, nunca, las olvide, ni tampoco las graves y dulces responsabilidades que acabo de contraer[11]. Tengo que hablarte de mi regalo de boda. Cuando el capellán y las hermanas me dejaron a solas con mi marido —oh, Lucy, es la primera vez que escribo estas palabras, “mi marido”[12]—, cogí el cuaderno de debajo de la almohada, lo envolví en un papel blanco, lo até con una cinta de color azul pálido que yo llevaba al cuello y lacré el nudo: como sello utilicé mi anillo de boda. Después lo besé, se lo mostré a mi marido y le dije que yo lo guardaría, y que eso sería un signo externo y visible para nosotros, durante toda la vida, de nuestra mutua confianza, y que yo nunca lo abriría a menos que fuese por su propio bien o por algún ineludible deber. Él tomó mi mano entre las suyas y, oh, Lucy, era la primera vez que cogía la mano de su esposa, y me dijo que esto era para él lo más querido del mundo y que, si fuera necesario, pasaría otra vez por todo lo que había pasado. El pobre debía de referirse a una parte de lo pasado, pero aún no puede calcular bien el tiempo, y no me extrañaría que al principio confunda no sólo el mes, sino también el año[13].

»Bien, querida mía, ¿qué hubiera podido decirle yo? Sólo que era la más feliz de las mujeres del mundo, y que no tenía nada que ofrecerle excepto a mí misma, mi vida y mi fe, y con ello mi amor y mi respeto todos los días de mi existencia. Y, querida mía, cuando me besó y me atrajo hacia sí con sus pobres y débiles manos, ello fue como un muy solemne pacto entre nosotros…

»Lucy querida, ¿sabes por qué te estoy diciendo todo esto? No sólo porque para mí es algo tan hermoso, sino también porque te he querido y te quiero mucho. Fue un privilegio para mí el haber sido tu amiga y guía cuando saliste de la escuela para prepararte para la vida de sociedad[14]. Quiero verte ahora con los ojos de una esposa muy feliz, aquí donde me ha traído mi obligación, para que en tu propia vida de casada tú también puedas ser tan feliz como yo lo soy. Querida mía, quiera Dios Todopoderoso que tu vida sea toda prometedora: un largo día de radiante sol, sin vientos borrascosos, sin olvido del deber, sin desconfianzas. No debo desearte que no sufras nada, pues eso es imposible; pero espero que tú seas siempre tan feliz como yo lo soy ahora. Adiós, querida mía. Llevaré esta carta al correo de inmediato, y, quizá, te escribiré pronto otra vez. Debo dejarlo aquí, pues Jonathan se está despertando. ¡Debo atender a mi marido!

»Queriéndote siempre,

»Mina Harker.»

CARTA DE LUCY WESTENRA
A MINA HARKER.

Whitby, 30 de agosto[15]

«Mi queridísima Mina:

»Océanos de amor y millones de besos, y que puedas estar pronto en tu casa con tu marido. Deseo que vuelvas sin tardar mucho para estar aquí con nosotros. Este aire tan saludable hará que Jonathan se reponga pronto, como me ha repuesto a mí. Tengo el apetito de un cormorán[16], estoy llena de vida y duermo bien. Te alegrará saber que ya no camino en sueños. Creo que no me he movido de la cama desde hace una semana, esto es, una vez acostada por la noche. Arthur dice que estoy engordando. A propósito, olvidaba decirte que Arthur está aquí. Paseamos, vamos en coche, cabalgamos, remamos[17], jugamos al tenis[18] y pescamos juntos, y le quiero más que nunca. Él me dice que me quiere más, pero lo dudo, pues al principio me dijo que no podría quererme más de lo que ya me quería entonces. Pero esto son tonterías. Aquí viene, llamándome. Así que nada más por el momento de la que siempre te quiere,

»Lucy.

»P. D. Mi madre te envía su cariño. Parece estar mejor, la pobre.

»P. P. D. Nos casaremos el 28 de septiembre»[19].

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD.

20 de agosto.—El caso de Renfield aumenta en interés. Se ha tranquilizado tanto que incluso tiene periodos de total falta de violencia. Estuvo continuamente violento durante la semana que siguió a su ataque[20]. Después, una noche se calmó en el momento en que salía la luna, sin dejar de murmurar para sí mismo: «Ahora puedo esperar; ahora puedo esperar». El celador vino a decírmelo; bajé corriendo de inmediato para echarle una ojeada. Llevaba todavía la camisa de fuerza[21] y seguía en la habitación acolchada, pero había desaparecido de su rostro el aspecto congestionado, y en sus ojos había algo de su anterior y suplicante mirada —me atrevería a decir «servil»—. Me satisfizo su aspecto y ordené que le soltasen. Los celadores dudaron, pero terminaron por cumplir mi deseo sin protestar. Era cosa curiosa que el paciente tuviese suficiente humor como para notar esa desconfianza, pues acercándose a mí me susurró, al tiempo que los miraba de reojo:

—¡Creen que yo le haría daño a usted! ¡Figúrese, yo haciéndole daño a usted! ¡Están locos!

En cierto modo fue un alivio para mí verme diferenciado de los demás en la mente de este pobre lunático, pero al propio tiempo no sé muy bien lo que ello significa. ¿Debo pensar que tengo algo en común con él, que estamos unidos en algo, por así decirlo, o que quiere conseguir de mí alguna cosa tan extraordinaria que le es necesaria mi tranquilidad? Tendré que averiguarlo más tarde[22]. Esta noche no dirá nada. Ni siquiera el ofrecimiento de un gatito o incluso de un gato adulto le tentaría[23]. Lo único que diría sería:

—No me interesan para nada los gatos. Ahora tengo otras cosas en que pensar y puedo esperar; puedo esperar.

Le dejé un rato después. El celador me dice que estuvo tranquilo hasta justo antes del amanecer, que entonces comenzó a inquietarse hasta que se puso violento y acabó cayendo en un paroxismo que le dejó exhausto y que le hizo caer en una especie de coma.

… Ha ocurrido lo mismo durante tres noches: violento todo el día; tranquilo desde la salida de la luna hasta la del sol. Quisiera encontrar alguna pista que me explicase el motivo de todo esto. Parece como si hubiera algo que va y viene y que ejerce su influencia sobre él. ¡Feliz idea! Esta noche jugaremos a cuerdos contra locos. Se escapó antes sin nuestra ayuda; esta noche se escapará con ella. Le daremos una oportunidad, y tendremos al personal alerta para seguirle en caso necesario…[24].

23 de agosto.—«Lo inesperado siempre sucede.» Qué bien conocía la vida Disraeli[25]. Cuando nuestro pájaro encontró abierta la jaula, no voló, de modo que nuestros sutiles preparativos no sirvieron para nada. En cualquier caso, hemos probado una cosa: que las ráfagas de tranquilidad duran un tiempo razonable. En el futuro podremos soltarle varias horas al día. He dado órdenes para que el celador de la noche se limite a encerrarle en la habitación acolchada, una vez que esté calmado, hasta una hora antes del amanecer. El cuerpo de este pobre diablo gozará de la libertad, aunque su mente no pueda apreciarlo[26]. ¡Cuidado! ¡Lo inesperado de nuevo! Me llaman, el paciente ha vuelto a escaparse.

Más tarde.—Otra aventura nocturna. Renfield esperó astutamente hasta que el celador entró en la habitación para hacer una inspección. Entonces se deslizó detrás de él y se lanzó hacia la salida. Ordené que le siguieran los vigilantes[27]. De nuevo fue hacia la casa deshabitada[28], y le encontramos en el mismo sitio, queriendo empujar la puerta de la vieja capilla. Se puso furioso al verme, y si no le hubieran sujetado a tiempo los vigilantes, hubiera intentado[29] matarme. Algo extraño sucedió mientras le sujetábamos. De improviso redobló sus esfuerzos, a lo que siguió una repentina calma. Miré instintivamente alrededor, pero no pude ver nada. Seguí la dirección de la mirada del paciente, pero tampoco logré distinguir nada a pesar de la ayuda de la luz de la luna, excepto un gran murciélago que aleteaba silenciosa y fantasmalmente hacia el oeste[30]. Por lo general los murciélagos revolotean y dan vueltas de acá para allá, pero este parecía ir derechamente hacia algún sitio, como si supiese adónde iba o tuviese un propósito definido. El paciente se iba sosegando por momentos, y al poco dijo:

—¡No necesitan atarme! ¡Iré tranquilamente!

Volvimos sin más problemas. Sentí que había algo ominoso en esta calma, y no olvidaré esta noche…

DIARIO DE LUCY WESTENRA.

24 de agosto, Hillingham[31].—Debo imitar a Mina y anotar las cosas. Así podremos tener largas conversaciones cuando nos veamos. Me pregunto cuándo será. Quisiera que estuviera conmigo otra vez, pues me siento muy desgraciada[32]. Creo que anoche soñé de nuevo como cuando estaba en Whitby. Quizá sea el cambio de aires, o el haber vuelto a casa. Todo es oscuro y horrible para mí, pues no puedo recordar nada; pero estoy dominada por un vago temor, y me siento muy débil y cansada. Cuando vino Arthur a almorzar pareció muy preocupado al verme, pero yo no tenía ánimo para intentar parecer alegre. Me pregunto si podría dormir esta noche en la habitación de mi madre. Buscaré una excusa y lo intentaré[33].

25 de agosto.—Otra mala noche. Mi madre no se mostró muy dispuesta a aceptar mi propuesta. Ella tampoco parece estar muy bien, y teme, sin duda, preocuparme. Intenté mantenerme despierta y lo conseguí por un rato; pero cuando sonaron las doce en el reloj me desperté como en un sopor, así que debí de haberme quedado traspuesta. Oí algo como arañazos o aleteos en la ventana, pero no hice caso, y como no recuerdo nada más, supongo que me dormí otra vez. Más malos sueños. Quisiera poder recordarlos. Esta mañana me siento debilísima. Tengo la cara horriblemente pálida, y me duele el cuello. Debo de tener algo en los pulmones, porque me parece que nunca tengo aire suficiente[34]. Intentaré estar animada cuando venga Arthur; de lo contrario se preocupará mucho si me ve así.

CARTA DE ARTHUR HOLMWOOD
AL DOCTOR SEWARD.

Albemarle Hotel[35],

31 de agosto

«Mi querido Jack:

»Quiero que me hagas un favor. Lucy está enferma; esto es, no tiene una enfermedad concreta, pero tiene un pésimo aspecto y está peor cada día. Le he preguntado si sabe por qué; no me he atrevido a preguntarle a su madre, pues sería fatal para la pobre señora, dado su presente estado de salud, preocuparla ahora con la de su hija. Mrs. Westenra me ha confesado que está sentenciada —una enfermedad cardiaca— aunque la pobre Lucy no lo sabe todavía[36]. Estoy seguro de que hay algo obsesionando la mente de mi querida Lucy. Casi me vuelvo loco cuando pienso en ella; verla, me angustia. Le he dicho que iba a pedirte que la vieras, y aunque al principio no le gustó la idea —y yo sé por qué, viejo compañero—, acabó por aceptar. Será una tarea penosa para ti, viejo amigo, pero es por su bien, y yo no debo dudar en pedírtelo ni tú en intervenir. Irás a almorzar a Hillingham[37] mañana a las dos, con objeto de no provocar ninguna sospecha en Mrs. Westenra y, después de comer, Lucy tendrá una oportunidad para estar a solas contigo. Yo llegaré a la hora del té y podremos salir juntos; estoy lleno de ansiedad y quiero hablar a solas contigo tan pronto como pueda y después de que tú la hayas visto. ¡No me falles!

»Arthur.»

TELEGRAMA DE ARTHUR HOLMWOOD
A SEWARD

1 de septiembre.—ME LLAMAN PARA QUE VAYA A VER A MI PADRE, QUE ESTÁ PEOR. ESCRIBO. ESCRÍBEME A RING CON DETALLES EN EL CORREO DE ESTA NOCHE. TELEGRAFÍAME SI ES NECESARIO.

CARTA DEL DOCTOR SEWARD
A ARTHUR HOLMWOOD.

2 de septiembre

«Mi querido y viejo compañero:

»Por lo que se refiere a la salud de miss Westenra, me apresuro a hacerte saber que en mi opinión no se trata de ningún trastorno funcional o de ninguna enfermedad que yo conozca. Al propio tiempo no estoy satisfecho, ni mucho menos, con su aspecto; está mucho más desmejorada que cuando la vi por última vez. Debes pensar, desde luego, que no he tenido ocasión de examinarla como hubiera querido[38]; nuestra misma amistad hace algo más difícil que ni siquiera la ciencia médica ni la costumbre puedan romper ciertas trabas. Será mejor que te cuente con exactitud lo que ha sucedido, dejando, hasta cierto punto, que saques tus propias conclusiones. Te diré, pues, lo que he hecho y lo que me propongo hacer.

«Encontré a miss Westenra, a lo que parecía, animada. Estaba presente su madre, y a los pocos segundos me di cuenta de que estaba haciendo todo lo posible para engañarla y evitar que se preocupara. No me cabe duda de que cree que, si no lo sabe, hay que ser prudente con ella delante[39]. Almorzamos solos y, como nos esforzamos en parecer contentos, conseguimos una especie de premio por nuestros esfuerzos, esto es, que reinase entre nosotros una especie de verdadera alegría. Después, Mrs. Westenra se fue a echar y Lucy se quedó a solas conmigo. Fuimos a su boudoir y hasta que llegamos allí continuó mostrándose alegre, con las criadas yendo y viniendo. Sin embargo, tan pronto como se cerró la puerta cayó la máscara de su rostro, se hundió en un sillón al tiempo que daba un fuerte suspiro y se cubrió los ojos con la mano. Cuando vi cómo perdía de tal manera el ánimo, aproveché su reacción para hacer una diagnosis. Me dijo con gran dulzura: “No puedo explicarle lo mucho que detesto hablar de mí misma”. Le recordé que la confianza puesta en un médico era algo sagrado, pero que tú estabas realmente preocupado por ella. Comprendió de inmediato lo que yo quería decir y solucionó la cuestión en pocas palabras: “Dígale a Arthur todo lo que usted quiera. ¡No estoy preocupada por mí, sino por él!”. Así pues, estoy totalmente libre.

»Pude ver con facilidad que estaba algo falta de sangre, pero no pude encontrar en ella los habituales indicios de anemia, mas por suerte pude analizar la calidad de su sangre, pues al abrir una ventana que estaba encajada cedió un cordón y se cortó ligeramente en la mano con el cristal roto. Fue cosa sin importancia, pero ello sirvió para darme una evidente oportunidad para recoger unas gotas de su sangre y analizarla. El análisis cualitativo nos da un resultado totalmente normal, e indica, así lo infiero, un vigoroso estado de salud[40]. Quedé muy satisfecho en otros aspectos físicos y no hay motivo alguno de preocupación; pero como ha de existir alguna causa, he llegado a la conclusión de que se trata de algo mental[41]. Se queja de ocasionales dificultades respiratorias; de dormir profunda y letárgicamente, con sueños que la asustan, pero acerca de los cuales no puede recordar nada. Dice que cuando era niña solía caminar dormida; que cuando estuvo en Whitby volvió a ese hábito, y que una vez salió dormida de la casa y fue hasta el acantilado oriental, donde la encontró miss Murray[42]; pero me asegura que no le ha vuelto a ocurrir. Tengo mis dudas, y por ello he hecho lo que me ha parecido mejor; he escrito a mi viejo amigo y maestro, el profesor Van Helsing, de Ámsterdam, que es quien más sabe en todo el mundo acerca de enfermedades oscuras. Le he pedido que venga, y como me has dicho que todo corre por tu cuenta, le he dicho quién eres y tus relaciones con miss Westenra. Esto lo hago, mi querido compañero, sólo obedeciendo a tus deseos, pues yo me siento orgulloso y feliz de hacer todo lo que pueda por ella[43]. Van Helsing hará por mí, lo sé, cualquier cosa por razones personales[44]. Así, no importa a qué conclusiones llegue; debemos acatar lo que nos diga. Parece un hombre arbitrario, pero lo cierto es que sabe de lo que está hablando mejor que nadie. Es filósofo y metafísico, y uno de los científicos más avanzados de nuestro tiempo; y tiene —así lo creo— una mente completamente abierta; esto, junto con unos nervios de acero, un temperamento tan frío como el hielo[45], una resolución indomable, autocontrol y tolerancia, elevado todo ello de simples virtudes a auténticas bendiciones, así como el corazón más bondadoso que palpita. Todo ello constituye su equipamiento para la noble tarea en que se ocupa por bien de la humanidad, tanto en la teoría como en la práctica, pues sus puntos de vista son tan amplios como su capacidad de compasión. Te digo todo esto para que sepas por qué tengo tanta confianza en él. Le he pedido que venga de inmediato. Mañana yo veré otra vez a miss Westenra. Nos encontraremos en las tiendas[46] para no alarmar a su madre con otra visita mía[47].

«Siempre tuyo,

»John Seward.»

CARTA DE ABRAHAM VAN HELSING, DOCTOR EN MEDICINA, DOCTOR EN FILOSOFÍA, DOCTOR EN LITERATURA, ETC., ETC.[48], AL DOCTOR SEWARD.

2 de septiembre

«Mi buen amigo:

»Apenas he recibido su carta y ya estoy preparado para salir hacia allá[49]. Por suerte puedo viajar de inmediato, sin perjuicio para ninguno de los que han confiado en mí. De lo contrario hubiera sido una mala cosa para quienes confían en mí, porque en cualquier caso hubiera acudido corriendo a mi amigo cuando me llama para ayudar a sus seres queridos[50]. Dígale usted a su amigo que cuando usted succionó tan rápidamente el veneno de mi herida gangrenada por aquel cuchillo que aquel otro amigo nuestro demasiado nervioso dejó caer[51], hizo usted más por este otro cuando necesita mi ayuda y usted me llama y es una gran suerte que yo pueda ir[52]. Tenga habitaciones preparadas para mí en el Great Eastern Hotel[53], para que yo pueda estar asequible con facilidad, y, por favor, disponga todo para que podamos ver a la joven dama mañana lo más tarde, pues es muy probable que yo tenga que regresar aquí por la noche. Pero si fuera necesario volvería a ir dentro de tres días, y estaría por más tiempo si fuera preciso. Adiós hasta entonces, amigo John.

»Van Helsing.»

CARTA DEL DOCTOR SEWARD
AL HONORABLE ARTHUR HOLMWOOD.

3 de septiembre

«Mi querido Art:

»Van Helsing vino y se fue. Vino conmigo a Hillingham, y nos encontramos con que, gracias a la discreción de Lucy, su madre no estaba comiendo en casa[54], de modo que estuvimos a solas con ella. Van Helsing llevó a cabo un examen muy detenido de la paciente. Él me informará y yo a ti, pues, desde luego, yo no estuve presente todo el tiempo. Temo que está muy preocupado, pero me dice que tiene que pensar. Cuando le hablé de nuestra amistad y de cómo confías en mí en este asunto, dijo: “Debe decirle todo lo que piensa. Si quiere, dígale también lo que opino yo, si es que puede imaginarlo. No, no estoy bromeando. Esto no es una broma, sino una cuestión de vida y muerte; quizá de algo más”. Esto ocurrió cuando volvimos a la ciudad y mientras él tomaba una taza de té antes de regresar a Ámsterdam. No quiso darme ninguna pista más. No debes enfadarte con él, Art, porque su misma reticencia significa que su cerebro está funcionando para el bien de ella. Hablará con claridad cuando llegue el momento, seguro. Así pues, le dije que iba a escribir una crónica de su visita, como si se tratase de un artículo especial y descriptivo para The Daily Telegraph[55]. Pareció no hacerme caso, pero señaló que las nieblas de Londres no eran tan malas como solían serlo cuando él estuvo estudiando aquí. Tendré su informe mañana, si es que puede terminarlo; en cualquier caso, me escribirá una carta.

»Bien, en cuanto a la visita, Lucy estaba más animada que el primer día que yo la vi, y, ciertamente, tenía mejor aspecto. Había perdido algo de la tremenda palidez que tanto te preocupó, y su respiración era normal. Estuvo muy cariñosa con el profesor (como lo está siempre) y trató que se sintiera a gusto, aunque me di cuenta de que la pobre estaba haciendo un gran esfuerzo. Creo que también lo notó Van Helsing, pues pude percibir bajo sus espesas cejas esa penetrante mirada que conozco tan bien de tiempo atrás. Después comenzó a hablar de toda clase de asuntos, excepto de nosotros mismos y de enfermedades, y con tan infinita cordialidad que pude observar que la pretendida animación de la pobre Lucy se convertía en real[56]. De pronto, sin transición aparente, llevó de modo deliberado la conversación hacia el tema de su visita, y dijo reposadamente:

—Mi querida y joven señorita, tengo este placer tan grande porque usted es muy amada. Esto es mucho, querida, incluso aunque estuviese aquí esa persona a la que no veo. Me dicen que estaba usted alicaída y terriblemente pálida. Yo les digo: “¡bah!”. —Chasqueó los dedos hacia mí y prosiguió—: Pero usted y yo les vamos a demostrar que se equivocan. ¿Cómo puede él —y me señaló con idéntico gesto y postura con que me señaló una vez en su clase, y también más adelante, en cierta particular ocasión que nunca deja de recordarme—[57] saber nada acerca de las jóvenes? Tiene a sus locos para entretenerse y devolverles la felicidad a ellos y a quienes los quieren. ¡Oh!, es mucho trabajo, pero hay compensaciones en eso de que podamos darles tal felicidad. ¡Pero las jóvenes! Él no tiene ni esposa ni hija, y las jóvenes no se confían sino a los viejos como yo, que hemos visto tantos sufrimientos y sus causas. Así que, querida mía, le enviaremos a que se vaya a fumar el cigarrillo al jardín mientras nosotros charlamos un poco.

«Acepté su sugerencia y después de no mucho tiempo me llamó por la ventana. Parecía serio, pero dijo:

—He llevado a cabo un examen cuidadoso, y no hay nada funcional. Estoy de acuerdo con usted en que ha perdido mucha sangre; la ha perdido, pero ya no la pierde. Mas su estado no es en modo alguno anémico. Le he pedido que venga su criada para poder hacerle un par de preguntas y así no dejar pasar nada por alto. Sé bien lo que me dirá. Y, sin embargo, hay una causa[58]; siempre hay una causa para todo. Debo volver a casa y pensar. Debe usted enviarme un telegrama todos los días, y si hay una causa, volveré. La enfermedad, pues no estar bien del todo es una enfermedad, me interesa, y también me interesa esta querida y dulce joven. Me encanta, y vengo aunque no sea por usted ni por su enfermedad, sino por ella misma.

»Como ya te mencioné, no dijo ni una palabra más, ni siquiera cuando nos quedamos solos. Y ahora, Art, ya sabes todo lo que yo sé. La observaré atentamente. Espero que tu pobre padre se esté recuperando. Debe de ser algo terrible para ti, mi querido y viejo amigo, verte así, en esta situación, entre dos personas tan amadas. Conozco tu idea del deber para con tu padre y tienes razón en estar junto a él, pero si fuese necesario te avisaré para que vengas de inmediato junto a Lucy; así pues, no te inquietes demasiado hasta recibir noticias mías.»

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD[59].

4 de septiembre.—El paciente zoófago sigue manteniendo vivo nuestro interés. Sólo ha tenido un ataque, ayer, a una hora no acostumbrada. Comenzó a mostrarse más inquieto justo antes de que sonasen las 12:00. El celador, que conocía los síntomas, pidió ayuda de inmediato. Por fortuna el personal acudió corriendo y llegó a tiempo, pues el ataque de las 12:00 fue tan violento que tuvieron que utilizar todas sus fuerzas para sujetarle. Sin embargo, al cabo de unos cinco minutos comenzó a tranquilizarse más y más, hasta que se hundió en una especie de melancolía, en cuyo estado ha permanecido hasta ahora. El celador me dice que los gritos que lanzaba durante el paroxismo eran realmente sobrecogedores; cuando llegué, encontré que mis hombres estaban ocupados en atender a otros pacientes, asustados por lo que ocurría. Sin duda que puedo comprenderlos muy bien, pues los gritos me inquietaban incluso a mí, a pesar de encontrarme a cierta distancia[60]. Ya ha pasado la hora de la cena en el sanatorio, pero mi paciente sigue sentado en un rincón rumiando algo con una expresión sombría, hosca y angustiada en su rostro, lo que parecen más bien indicios que manifestación de algo. No acabo de comprender de qué se trata.

Más tarde.—Otro cambio en mi paciente. Fui a verle a las cinco y le encontré, aparentemente, tan feliz y tranquilo como antes. Estaba cazando moscas y comiéndoselas, tomando nota de sus capturas mediante marcas que hacía con las uñas en el borde de la puerta, entre los huecos del acolchado. Al verme se acercó a mí y me pidió perdón por su mala conducta, rogándome, de manera muy sumisa y servil, que le permitiera volver a su habitación y disponer otra vez de su cuaderno de notas. Pensé que sería bueno complacerle, así que ha vuelto a su habitación, con la ventana abierta. Ha esparcido el azúcar de su té por el alféizar de la ventana y está consiguiendo una verdadera cosecha de moscas. Ahora no se las come, sino que las mete en una caja, como hacía antes, y ya anda por los rincones de la habitación en busca de una araña. Intenté hacerle hablar sobre lo ocurrido en los pasados días, pues cualquier indicio acerca de lo que piensa me sería de inmensa ayuda, pero no tuve éxito. Por un momento pareció muy triste, y dijo con una especie de voz lejana, como si hablase más bien consigo mismo que conmigo:

—¡Se acabó, se acabó! ¡Me ha abandonado! —De repente se volvió hacia mí de manera decidida y dijo—: Doctor, ¿sería usted bueno conmigo y me daría un poco más de azúcar? Creo que me iría bien.

—¿Y a las moscas? —dije.

—¡Sí! También a las moscas, y a mí me gustan las moscas; por lo tanto, me gusta.

Y hay gente tan ignorante que cree que los locos no razonan[61]. Hice que le dieran doble ración y me marché, dejándole, yo creo, como el hombre más feliz del mundo. Ojalá pudiera profundizar en su mente.

Medianoche.—Otro cambio en él. Había ido a ver a miss Westenra, a quien encontré mucho mejor, y acababa de volver; me había detenido ante nuestra entrada para mirar la puesta de sol[62] cuando, una vez más, le oí gritar. Como su habitación da a este lado de la casa, pude oírle mejor que por la mañana. Fue para mi algo tremendo pasar de la extraordinaria belleza neblinosa de una puesta de sol en Londres, con sus luces cárdenas y sus sombras como de tinta y todos esos maravillosos matices de que se revisten tanto las sucias nubes como las sucias aguas, a la torva severidad de mi propio edificio de fría piedra, con su carga de sufrimiento viviente y con mi propio y desolado corazón para soportarlo[63]. Llegué hasta mi paciente en el preciso momento en que el sol se ponía, y desde su ventana vi cómo el rojo disco se hundía. Conforme el sol iba desapareciendo, el enfermo iba perdiendo su frenesí, y cuando hubo desaparecido por completo, él se resbaló de las manos que le sujetaban y cayó al suelo como una masa inerte. Es maravillosa, sin embargo, la capacidad de recuperación intelectual que tienen los lunáticos, pues a los pocos minutos se puso en pie completamente calmado y miró en su torno. Indiqué a los celadores que no le sujetaran, pues estaba ansioso por ver qué iba a hacer. Se fue derecho hacia la ventana y barrió el azúcar de un manotazo; cogió después la caja con las moscas y la vació en el exterior, tirando a continuación la propia caja; por último, cerró la ventana y, atravesando la habitación, se sentó en su cama. Todo ello me sorprendió, y le pregunté;

—¿Ya no va usted a guardar moscas?

—No —dijo—, ¡Estoy harto de tales tonterías!

Ciertamente, este hombre constituye un caso extraordinariamente interesante. Quisiera captar algo de lo que hay en su mente o de la causa de sus repentinos arrebatos de ira. Cuidado; podría después de todo haber una clave si fuéramos capaces de averiguar el porqué de sus paroxismos de hoy al mediodía y al caer el sol. ¿Podría ser que hubiera una maligna influencia del sol que afecte a determinadas naturalezas en ciertos momentos, así como la luna afecta a otras personas en otros momentos?[64]. Veremos.

TELEGRAMA DE SEWARD, LONDRES,
A VAN HELSING, ÁMSTERDAM.

4 de septiembre—PACIENTE MEJOR TODAVÍA HOY.

TELEGRAMA DE SEWARD, LONDRES,
A VAN HELSING, ÁMSTERDAM.

5 de septiembre—PACIENTE MUY MEJORADA. BUEN APETITO; DUERME NORMALMENTE; BUEN ÁNIMO; RECUPERA COLOR.

TELEGRAMA DE SEWARD, LONDRES,
A VAN HELSING, ÁMSTERDAM.

6 de septiembre—TERRIBLE CAMBIO A PEOR. VENGA DE INMEDIATO; NO PIERDA UNA HORA. APLAZO TELEGRAMA A HOLMWOOD HASTA VERLE A USTED.