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Capítulo 7

Recorte del The Dailygraph, 8 de Agosto[1].
(Pegado en el diario de Mina Murray.)

DE UN CORRESPONSAL.

13

Whitby

UNA DE LAS MÁS GRANDES y repentinas tormentas que se recuerdan acaba de estallar aquí, con consecuencias tan extrañas como únicas. El tiempo había sido un tanto sofocante, pero no más de lo habitual en el mes de agosto. El sábado, a la caída de la tarde, hizo tan bueno como nunca[2], y la mayor de quienes estaban de vacaciones dedicaron el día de ayer[3] a visitar los bosques de Mulgrave[4], Robin Hood’s Bay[5], Rig Mill, Runswick[6], Staithes[7], y a hacer excursiones varias por los alrededores de Whitby. Los vapores[8] Emma y Scarborough fueron y vinieron por la costa, y hubo una extraordinaria afluencia de viajeros, tanto hacia Whitby como de Whitby. El día fue excepcionalmente bueno hasta la tarde, cuando algunos de los charlatanes que frecuentan el acantilado oriental del cementerio y desde cuya elevada altura pueden alcanzar con la vista todo el panorama marítimo hacia el norte y hacia el este, hicieron notar la repentina aparición de cierto tipo de nubarrones, los mares’-tails[9] hacia el noroeste. El viento soplaba del sudoeste con una fuerza suave que en el lenguaje barométrico es calificada como «Núm. 2: ligera brisa». El vigilante de la costa informó de inmediato, y uno de los ancianos pescadores que durante más de medio siglo había estado observando las señales de los cambios atmosféricos desde el acantilado oriental anunció, de modo enfático, la llegada de una repentina e inminente tormenta. La cercana puesta del sol era tan hermosa, tan grandiosa con sus masas de nubes espléndidamente coloridas, que se congregó una verdadera multitud en el camino que discurre a lo largo del acantilado, en el viejo cementerio, para disfrutar de tal belleza. Antes de que el sol se hundiera tras la masa negra de Kettleness, audazmente erguida en el cielo hacia occidente, su descenso estuvo marcado por una miríada de nubes con todos los colores del crepúsculo: rojo fuego, púrpura, rosa, verde, violeta, y las muchas tonalidades del oro; con masas aquí y allá no grandes, pero aparentemente de una negrura absoluta, con toda clase de formas o bien perfiladas como siluetas colosales. El espectáculo no fue desaprovechado por los pintores, y sin duda algunos de los bocetos de Preludio de la gran tormenta hermosearán el próximo mes de mayo las paredes de la R.A. y del R.I.[10]. Más de un patrón decidió en aquellos momentos que su cobble o su mule, como llaman a sus diferentes tipos de barcos[11], permaneciera en el puerto hasta que hubiera pasado la tormenta. Durante la tarde, el viento cesó por completo, y a medianoche había una calma chicha, un calor bochornoso y esa tensión generalizada que, ante la proximidad de los truenos, afecta a las personas de naturaleza sensible. En el mar se veían escasas luces, pues incluso los vapores de cabotaje que usualmente «acarician» la costa tan de cerca se mantenían mar adentro, y sólo había unos pocos barcos pesqueros. El único velero visible era una goleta extranjera con todas sus velas desplegadas, que parecía dirigirse hacia el oeste. La temeridad o la ignorancia de sus oficiales sirvió, mientras dicho barco estuvo a la vista, de prolífico tema de conversación, y se hicieron intentos de enviarle señales de que arriase las velas, pues corría peligro. Antes de que cayese la noche, pudo verse la goleta con las velas agitándose inútilmente, mientras la nave se balanceaba con suavidad en el ondulante oleaje del mar, «tan inmóviles como un barco pintado en un océano pintado»[12].

Poco antes de las diez[13], la calma de la atmósfera llegó a ser muy opresiva, y el silencio tan profundo que podía oírse con toda claridad el balido de una oveja en el campo o el ladrido de un perro en la ciudad, y la banda del muelle con su alegre música francesa era como algo discordante ante la gran armonía del silencio de la naturaleza[14]. Poco después de medianoche llegó del mar un extraño sonido, y el aire comenzó a traer un raro y retumbante ruido, débil y profundo.

Entonces, sin avisar, estalló la tempestad. Con una rapidez que en aquel momento pareció increíble e incluso, después, imposible de comprender, en un instante se convulsionó todo el aspecto de la naturaleza. Las olas se levantaron con creciente furia, arrollándose unas a otras, hasta que en escasos minutos el mar, antes como de cristal, pareció un rugiente y voraz monstruo. Olas de blanca cresta rompían violentamente sobre la arena y subían hasta los escalonados acantilados; otras rompían en los muelles, y con su espuma bañaban los cristales de las linternas de los faros que se alzan al final de cada uno de dichos muelles del puerto de Whitby. El viento rugía atronador, y soplaba con fuerza tal que hasta los hombres más fornidos se mantenían en pie con dificultad o tenían que asirse con fuerte abrazo a los pasamanos de hierro. Se consideró necesario despejar muelles enteros del gentío de curiosos, pues de lo contrario el número de víctimas de esa noche se hubiera multiplicado de modo notable. Para aumentar las dificultades y peligros del momento, llegaron del mar masas de niebla[15] que se desplazaban de modo fantasmal; nubes blancas y húmedas, tan húmedas y tan frías que no se necesitaba esforzar mucho la imaginación para creer que los espíritus de los desaparecidos en el mar estaban tocando a sus hermanos los vivos con las viscosas manos de la muerte, y muchos se estremecieron con el paso de los remolinos de la bruma marina[16]. De vez en cuando se abría algún claro, y podía verse el mar a cierta distancia a la luz de los relámpagos, ahora muy abundantes y rápidos, seguidos por tal estruendo de truenos que parecía como si todo el cielo se estremeciese bajo los efectos de las pisadas de la tormenta. Algunas de las escenas así vistas eran de inconmensurable grandiosidad y de fascinante interés: el mar, tan alto como las montañas, lanzaba hacia el cielo, con cada ola, enormes masas de espuma blanca, espuma que la tempestad parecía arrebatar para hacerla girar en el espacio; aquí y allá, un pesquero, con las velas hechas jirones, llegaba a toda máquina en busca de refugio perseguido por el oleaje; de vez en cuando se veían las blancas alas de una gaviota zarandeada por la tormenta. En lo más alto del acantilado oriental, el nuevo faro estaba dispuesto para entrar en funcionamiento, pero no había sido probado todavía. Los oficiales encargados del mismo lo pusieron en marcha, y en los breves momentos en que la bruma parecía menos espesa, barrían con él la superficie del mar. En un par de ocasiones, ello resultó muy satisfactorio, como cuando algún pesquero con la borda[17] ya bajo el agua se precipitó hacia el puerto, capaz, gracias a la guía proporcionada por la luz, de evitar así el peligro de estrellarse contra la escollera. Cada vez que una de estas embarcaciones conseguía refugiarse en el puerto, la multitud agolpada en la orilla lanzaba un grito de júbilo, grito que por un momento parecía dominar el ventarrón para ser inmediatamente acallado por su furia. No pasó mucho tiempo antes de que la luz del faro descubriese a cierta distancia una goleta con todas sus velas desplegadas, aparentemente la misma que había sido avistada por la tarde. Ahora el viento había rolado hacia el oeste[18], y quienes miraban desde el acantilado se estremecieron al comprender el terrible peligro en que se encontraba la goleta en cuestión. Entre la nave y el puerto se extendía un gran escollo plano, en el cual, de cuando en cuando, se han accidentado buenos barcos, y ahora, con el viento soplando en este cuadrante, sería totalmente imposible acertar con la bocana del puerto. Estaba próxima la hora de la marea alta[19], pero las olas eran tan grandes que casi podían verse los bajíos de la orilla, y la goleta, con todas las velas desplegadas, avanzaba a tal velocidad que, en palabras de un viejo lobo de mar, «tiene que entrar en alguna parte, aunque sea en el infierno». Sobrevino entonces otro banco de niebla venido del mar, mayor que todos los anteriores; una masa de oscura humedad que parecía envolver todo como un velo gris y que no permitió a la gente otra cosa que escuchar, pues el rugido de la tempestad, el estampido de los truenos y el retumbar de las enormes olas se oían todavía más fuertes en medio de una humedad de la que ya todos hacían caso omiso. Los rayos luminosos del faro quedaron fijos en la bocana del puerto, por encima del espigón oriental, allí donde se esperaba que ocurriese la tragedia, punto que la gente miraba con la respiración contenida. De pronto el viento roló hacia el nordeste[20], y lo que quedaba de la niebla se dispersó con el ventarrón; y entonces, mirabile dictu[21] entre los espigones, saltando de ola en ola, como en una carrera vertiginosa, la extraña goleta, con todo el velamen desplegado y sin percance, llegó hasta el abrigo del puerto. La luz del faro siguió iluminándola, y todos los que estaban mirando se estremecieron, pues pudieron ver un cadáver atado al timón, con la cabeza caída, la cual se balanceaba horriblemente a cada bandazo del barco. No se veía a nadie más en la cubierta. Un tremendo pavor invadió a todos al comprender que la goleta, como por milagro, había llegado a puerto ¡dirigida únicamente por la mano de un hombre muerto! Sin embargo, todo ocurrió en menos tiempo del que hace falta para escribir estas palabras. La nave no se detuvo, sino que siguió hacia el interior del puerto y encalló en ese cúmulo de arena y grava amasada por muchas mareas y muchas tormentas que se encuentra en el ángulo sudeste del muelle que sobresale bajo el acantilado oriental, conocido localmente como Tate Hill Pier[22].

Se produjo, claro está, una gran sacudida cuando el barco encalló en la arena. Se tensaron todas las vergas, cordajes y estayes, y parte de la arboladura[23] se vino abajo. Pero lo más extraño de todo fue que en el instante mismo en que el barco tocó tierra, un perro gigantesco[24] emergió en la cubierta como disparado por el choque, corrió hacia la proa, saltó a la arena y fue derechamente hacia el escarpado acantilado, allí donde el cementerio de la iglesia se asoma al camino que lleva al muelle oriental de forma tan empinada que algunas de las lápidas —«piedras atravesadas», como las llaman en el lenguaje vernáculo de Whitby— se asoman al vacío donde el terreno ha cedido, y desapareció en la oscuridad, que parecía haberse espesado más allá de la luz proyectada por el faro.

En aquel preciso momento no había nadie en Tate Hill Pier, pues los habitantes de las casas próximas estaban ya en la cama o fuera, oteando desde más arriba. El vigilante de la costa de servicio en la parte oriental del puerto, que acudió de inmediato al muelle pequeño, fue el primero en subir a bordo. Quienes manejaban el faro, después de escudriñar la bocana del puerto sin ver nada, iluminaron el barco siniestrado. El vigilante corrió a la popa y cuando llegó junto al timón se inclinó para examinarlo, retrocediendo de inmediato, como si hubiera experimentado una repentina impresión. Esto pareció causar una curiosidad general, y un no pequeño número de personas echó a correr. Hay un buen trecho entre el acantilado occidental, por el puente levadizo, hasta Tate Hill Pier, pero este corresponsal es un corredor bastante bueno y llegué a la cabeza de todos. Sin embargo, una vez allí me encontré con que ya había mucha gente a la que el vigilante y la policía impedían subir a bordo. Gracias a la amabilidad del patrón de la barca, se me permitió —como corresponsal de ustedes— subir a cubierta y formar parte del pequeño grupo que vio al marinero muerto todavía atado al timón.

No puede sorprender que se asombrara el vigilante, o incluso se aterrorizara, pues escenas así no se ven a menudo. El hombre, sencillamente, tenía las manos atadas, juntas, a una cabilla del timón. Entre la mano que estaba debajo y el timón mismo había un crucifijo; su rosario rodeaba las dos muñecas y el timón, y todo ello aparecía sujeto fuertemente con cuerdas. Es posible que el desgraciado hubiese estado sentado en algún momento, pero las sacudidas y los bandazos habían movido el timón haciéndolo girar, y las cuerdas habían penetrado en la carne hasta el hueso. Se tomó cuidadosa nota de todo, y un médico, el cirujano J. M. Caffyn, del número 33 de East Elliot Place[25], que llegó inmediatamente después de mí, declaró, tras el oportuno examen, que el hombre debía de llevar muerto dos días[26]. En sus bolsillos se encontró una botella cuidadosamente encorchada, vacía excepto por un rollito de papel que resultó ser un añadido al diario de a bordo. El vigilante dijo que el muerto debió de atarse las manos por sí mismo, apretando los nudos con los dientes. El que un vigilante fuera el primero en subir a bordo puede evitar algunas complicaciones posteriores con el Tribunal del Almirantazgo, pues los vigilantes costeros no pueden reclamar nada de aquello a lo que tienen derecho, como sí lo tiene el primer civil que pone los pies en un barco abandonado. Sin embargo, ya están en marcha los leguleyos, y un joven estudiante de Leyes afirma a voz en grito que los derechos del propietario se han perdido, pues esa propiedad estaba ejercida en contravención de los estatutos de los bienes de manos muertas, ya que el timón, símbolo si no prueba de la posesión delegada, lo sujetaba una mano muerta[27]. No es necesario decir que el timonel fallecido ha sido respetuosamente retirado del lugar en que cumplió su honrosa vigilancia y su guardia hasta la muerte —una tenacidad tan noble como la del joven Casabianca[28]— y trasladado al depósito hasta que se lleve a cabo la oportuna investigación.

Ya ha pasado la repentina tormenta y va amainando su violencia; la multitud se va dispersando hacia sus casas y el cielo está comenzando a teñirse de rojo sobre los bosques de Yorkshire[29]. Enviaré, a tiempo para el próximo número, más detalles de esta nave abandonada que encontró de modo tan milagroso su rumbo a puerto en medio de la tormenta.

Whitby

9 de agosto.—Las secuelas de la extraña llegada anoche[30] del barco abandonado en medio de la tormenta son casi más sorprendentes que el hecho mismo. Resulta que la goleta es rusa, de Varna[31], llamada Demeter[32], casi por completo con lastre de arena de plata[33] y sólo una pequeña carga: cierto número de grandes cajas de madera llenas de tierra. Este cargamento estaba consignado a un abogado de Whitby, Mr. S. F. Billington, del número 7 de The Crescent, que esta mañana subió a bordo y tomó posesión de lo enviado a su nombre[34]. El cónsul ruso, también actuando en nombre de los propietarios[35], se hizo cargo del barco y pagó todos los derechos portuarios, etc. Hoy no se ha hablado aquí de otra cosa que de una rara coincidencia; los oficiales de la Cámara de Comercio se han preocupado de que todo se haya hecho en exacto cumplimiento de las regulaciones existentes[36]. Como el asunto será una cuestión de «nueve días de maravilla»[37], están claramente decididos a que no haya motivo de pleitos posteriores. Mucho interés ha despertado el perro que saltó a tierra cuando encalló el barco, y más de uno de los miembros de la Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Animales[38], que es muy fuerte en Whitby, se ha ofrecido a hacerse cargo del animal. Sin embargo, y para general desencanto, el tal perro no ha sido hallado; parece como si hubiese desaparecido por completo de la ciudad. Pudiera ser que, asustado, se abriese camino por entre los pantanos, donde permanece escondido y aterrorizado. Hay quienes consideran con horror tal posibilidad, por si más adelante se convirtiese en un peligro, pues, sin duda, es una verdadera fiera. Esta mañana temprano apareció un gran perro muerto, un mastín mestizo perteneciente a un mercader de carbón próximo a Tate Hill Pier; estaba en la calle situada enfrente del patio de su dueño. Había estado luchando con un rival sin duda salvaje, pues tenía la garganta destrozada y el vientre abierto, como rajado por una garra brutal[39].

Más tarde.—Gracias a la amabilidad del inspector de la Cámara de Comercio[40], se me ha permitido ver el diario de a bordo del Demeter[41] que estaba en orden hasta hace tres días, pero que no tenía nada de especial interés excepto lo referente a los hombres desaparecidos. Sin embargo, lo más significativo tiene que ver con el papel encontrado en la botella, que hoy fue exhibido en la encuesta judicial, narración tan extraña como nunca había leído antes. Como no hay motivo para ocultar nada, me permito utilizar una copia[42] simplemente omitiendo los detalles técnicos marinos y del sobrecargo. Pareciera como si se hubiese apoderado del capitán una especie de manía antes de adentrarse en las azules aguas, manía que se habría desarrollado a lo largo del viaje. Desde luego, mi afirmación debe tomarse cum grano[43], ya que escribo al dictado de un funcionario del consulado ruso, que se ha prestado amablemente a servirme de traductor, pues no dispongo de mucho tiempo.

DIARIO DE NAVEGACIÓN DEL DEMETER.
De Varna a Whitby.

Escrito el 18 de julio; han sucedido cosas tan extrañas que anotaré todo con exactitud desde ahora hasta que desembarquemos.

El 6 de julio acabamos de cargar arena de plata y cajas con tierra[44]. Zarpamos a mediodía. Viento fresco del este. Tripulación, cinco marineros…, dos oficiales, el cocinero y yo mismo (capitán).

El 11 de julio, al amanecer, entramos en el Bósforo[45]. Subieron a bordo los oficiales de aduanas turcos. Backsheesh[46]. Todo en orden. Zarpamos a las 4:00 de la tarde.

El 12 de julio pasamos los Dardanelos[47]. Más oficiales de aduanas y buque insignia de la flotilla de vigilancia. Backsheesh otra vez. Inspección meticulosa de los oficiales, pero rápida. Quieren que nos vayamos pronto. Llegamos de noche al Archipiélago.

El 13 de julio pasamos el cabo Matapán. La tripulación, insatisfecha por algo. Parecen asustados, pero no dicen nada.

El 14 de julio, algo preocupado por la tripulación. Todos son hombres decididos, que ya han navegado antes conmigo. El oficial no ha podido averiguar qué ocurre; sólo le dijeron que había algo, y se santiguaron. Hoy el oficial perdió la paciencia con uno de ellos y le golpeó. Esperaba una violenta pelea, pero no pasó nada.

El 16 de julio el oficial informó por la mañana de que uno de los tripulantes, Petrofsky, había desaparecido. Nadie sabía nada de él. Anoche a las ocho entró de guardia a babor[48]; fue relevado por Abramoff[49], pero no fue a dormir. Los hombres, más inquietos que nunca. Todos dijeron que esperaban algo parecido, pero sólo añadían que había algo a bordo. El oficial está perdiendo la calma con ellos; temor de que haya problemas.

Ayer, 17 de julio, uno de los marineros, Olgaren, vino a mi cabina, y me confesó, asustado, que creía que había un hombre extraño a bordo. Me dijo que durante su turno de guardia se había cobijado junto a la cámara del puente, porque estaba diluviando, cuando vio a un hombre alto y delgado, y que no se parecía a ningún miembro de la tripulación, salir por la escalerilla de la cámara, dirigirse hacia la proa y desaparecer. Le siguió llevado por la curiosidad, pero al llegar allí no vio a nadie, y las escotillas estaban todas cerradas. Era presa de un pánico supersticioso, y temo que este pánico pueda contagiarse a los demás. Para evitarlo, inspeccionaré hoy cuidadosamente todo el barco, de proa a popa.

Hoy mismo, más tarde, me reuní con toda la tripulación para decirles que, como era evidente que ellos creían que había alguien a bordo, le buscaríamos por todos los rincones[50]. El primer oficial, furioso; dijo que esto era una locura, y que ceder a ideas tan absurdas desmoralizaría a los hombres; dijo que él se encargaría de mantenerlos tranquilos con una cabilla en la mano. Le dejé tomar el timón mientras los demás comenzaban una búsqueda exhaustiva todos juntos y con linternas; no dejamos un solo rincón sin inspeccionar. Como sólo llevábamos las grandes cajas de madera, no había lugar para que nadie pudiera esconderse. Los hombres se quedaron mucho más tranquilos cuando acabó la inspección y volvieron alegremente a su trabajo. El primer oficial tenía el ceño fruncido, pero no dijo nada.

22 de julio.—Mal tiempo los últimos tres días, y todos ocupados con el velamen; no queda ni un momento para asustarse. Parecen haber olvidado sus miedos. El oficial, contento de nuevo, y todo otra vez en buenos términos. Elogios a los tripulantes por su trabajo con este mal tiempo. Pasamos Gibraltar y el estrecho. Todo bien.

24 de julio.—Parece que pesa una maldición sobre este barco. Ya con un hombre de menos y entrando en el golfo de Vizcaya con tiempo borrascoso ante nosotros[51], y anoche otro hombre perdido: desaparecido. Al igual que el primero, terminó su turno de guardia y no se le volvió a ver. Todos aterrorizados; me han hecho llegar una petición firmada para que las guardias se hagan por parejas, pues tienen miedo a hacerlas solos. El oficial, furioso[52]. Temo que pueda haber problemas si él o los otros cometen algún acto de violencia.

28 de julio.—Cuatro días infernales perdidos en una especie de maelstrom y con viento tempestuoso. Nadie ha dormido. Todos agotados. Resulta difícil montar un turno de guardia, ya que no hay nadie en condiciones. El segundo oficial se ha ofrecido voluntario para llevar el timón y vigilar, permitiendo así que los demás puedan dormir unas horas. El viento se está calmando; el mar todavía horrible, pero se nota menos, pues el barco parece más estable.

29 de julio.—Otra tragedia. Esta noche hubo turno de guardia de un solo hombre, pues la tripulación está demasiado cansada para que sean dos. Cuando al que le correspondía el turno de la mañana llegó a cubierta, no encontró a nadie excepto al timonel. Avisó a gritos y todo el mundo se presentó en el puente. La búsqueda resultó infructuosa. Ahora estamos sin segundo oficial y con una tripulación aterrorizada. El primer oficial y yo hemos decidido llevar armas desde ahora y estar atentos a cualquier señal de alarma.

30 de julio.—Última noche. Alegría por estar ya cerca de Inglaterra; buen tiempo, todo el velamen desplegado. Me retiré exhausto; dormí profundamente; despertado por el oficial, que me dice que han desaparecido el que estaba de guardia y el timonel. Para manejar el barco sólo quedamos yo mismo, el primer oficial y dos marineros.

1 de agosto.—Dos días de niebla y ni una vela a la vista. Esperaba que una vez en el canal de la Mancha pudiéramos hacer señales de socorro o llegar a algún sitio. Sin brazos para manejar el velamen, tenemos que dejarnos llevar por el viento. No me atrevo a arriar las velas, pues no podríamos volver a izarlas. Es como si nos arrastrara una terrible fatalidad. El oficial está ahora más desmoralizado que todos los otros. Su naturaleza, más fuerte que la de los demás, parece haberse vuelto interiormente contra él. Los hombres están más allá del miedo, trabajando impasible y pacientemente, resignados a lo peor. Son rusos; el oficial es rumano.

2 de agosto, medianoche.—Despertado a los pocos momentos de haberme dormido por un grito que parecía venir de mi portilla. No pude ver nada a causa de la niebla. Me precipité a cubierta y corrí hacia el oficial. Me dice que oyó el grito y que también se echó a correr, pero que no había rastro ninguno del centinela de turno. Otro más que ha desaparecido. ¡Señor, ayúdanos! El oficial dice que debemos de haber pasado el estrecho de Dover, pues en cierto momento en que levantó la niebla pudo ver el cabo de North Foreland[53], exactamente cuando oyó gritar al marinero que estaba de guardia. Si es así, nos encontramos ahora en el mar del Norte, y sólo Dios puede guiarnos en esta niebla, que parece desplazarse con nosotros, al tiempo que Dios parece habernos abandonado.

3 de agosto.—A medianoche fui a relevar al marinero que estaba al timón, pero no había nadie cuando llegué. El viento era estable, y como lo teníamos de popa, el barco no daba guiñadas. No me atreví a dejar solo el timón y llamé a gritos al oficial. Apareció precipitadamente sobre cubierta a los pocos segundos y en paños menores; tenía los ojos casi fuera de las órbitas y con grandes ojeras; temí que hubiera perdido el juicio. Se me acercó y me susurró roncamente, con los labios pegados a mi oído como si temiese que pudiera escucharle el mismo viento: «Eso está aquí, ahora lo sé, ahora. Lo vi durante mi turno, con forma de hombre alto y delgado, y horriblemente pálido. Estaba en la proa, mirando por la borda. Me acerqué a él por detrás y le clavé mi cuchillo, pero el cuchillo le atravesó como si atravesara el aire». Mientras pronunciaba estas palabras, cogió su cuchillo y apuñaló salvajemente el vacío[54]. Siguió diciendo: «Pero está aquí, y lo encontraré. Está en la bodega, quizá en una de esas cajas. Las abriré una por una y veré lo que hay dentro. Usted quédese al timón». Y con una mirada de advertencia y un dedo en los labios, se fue abajo. Comenzaba a levantarse un viento que agitaba el mar, y yo no podía abandonar el timón. Le vi de nuevo subir a cubierta con una caja de herramientas y una linterna y descender por la escotilla de la proa. Está loco, completamente loco, y es inútil que intente detenerle. No puede dañar esas grandes cajas; están facturadas como «arcilla», y empujarlas de un lado a otro es lo único que puede hacer. Así pues, aquí me quedo, atendiendo al timón y escribiendo estas notas. Lo único que puedo hacer es confiar en Dios y esperar a que abra la niebla. Entonces, si no puedo dirigirme a algún puerto con este viento que sopla, arriaré el velamen, me quedaré al pairo y haré señales pidiendo ayuda…

Ya casi ha terminado todo. Justo cuando comenzaba a esperar que el oficial apareciese más tranquilo —pues le oí dar golpes a algo en la bodega, y el trabajo es bueno para él—, salió por la escotilla un repentino y sobrecogedor grito que me heló la sangre en las venas, y apareció en cubierta, como una bala, un hombre con aspecto de loco furioso, con los ojos desorbitados y el rostro convulsionado por el miedo. «¡Sálveme, sálveme!», gritó, tras de lo cual miró alrededor el manto de niebla que nos envolvía. Su horror se transformó en desesperación, y dijo con voz firme: «Capitán, es mejor que usted venga también, antes de que sea demasiado tarde. Él está aquí. Ahora conozco el secreto. ¡El mar me salvará de Él, y eso es todo!»[55]. Antes de que yo pudiera decir una sola palabra o acercarme a él para sujetarle, saltó por la borda y se arrojó al mar. Supongo que ahora yo también conozco el secreto. Era este loco el que se iba deshaciendo de los tripulantes uno por uno, y ahora les ha seguido él mismo. ¡Que Dios me ayude! ¿Cómo voy a explicar estos horrores cuando llegue a puerto? ¡Cuando llegue a puerto! ¿Ocurrirá eso alguna vez?

4 de agosto.—Todavía la niebla, que la salida del sol no puede disipar. Sé que es la salida del sol porque soy un hombre de mar, no por otra cosa. No me he atrevido a bajar, no me he atrevido a dejar el timón; aquí he estado toda la noche, y en la oscuridad de la noche lo he visto. ¡A eso! Que Dios me perdone, pero el oficial tenía motivos para tirarse por la borda. Es mejor morir como un hombre a morir como un marino en las azules aguas; nadie puede objetar nada. Mas yo soy el capitán, y no puedo abandonar mi barco. Pero sabré confundir a este demonio o monstruo; ataré mis manos al timón cuando me empiecen a faltar las fuerzas, y con mis manos, lo que Él o Eso no se atreverá a tocar; y así, sople bueno o mal viento, salvaré mi alma y mi honor de capitán. Me siento cada vez más débil y está llegando la noche. Si consigue otra vez mirarme a la cara, quizá yo no tenga tiempo de hacer nada… Si naufragamos, acaso encuentren esta botella, y quienes la encuentren comprendan; si no…, bien, entonces todos sabrán que yo he sido fiel a mi deber. Dios, la Virgen bendita y los santos ayuden a una pobre alma ignorante que quiere cumplir con su deber…[56].

Desde luego, el caso queda sin cerrar. No hay pruebas que puedan aducirse; y en cuanto a si ese hombre cometió o no los asesinatos, no hay ahora nadie que pueda decir nada. Casi todo el mundo piensa aquí que el capitán es realmente un héroe y que se le debe hacer un funeral público. Ya se ha acordado que su cuerpo sea llevado y escoltado por un convoy de barcos hasta el río Esk, y de ahí a Tate Hill Pier para subirlo hasta la abadía; será enterrado en el cementerio del acantilado[57]. Los propietarios de más de cien embarcaciones han dado ya sus nombres para acompañarle hasta su tumba.

Hasta ahora no se sabe nada del gran perro, lo que ha causado gran pesar, pues creo que, teniendo en cuenta la opinión popular, sería adoptado por la ciudad. Mañana[58] asistiré al funeral, y así habrá terminado otro de «los misterios del mar».

DIARIO DE MINA MURRAY.

8 de agosto.—Lucy estuvo muy inquieta toda la noche[59], y yo tampoco podía dormir. La tormenta fue tremenda, y cuando retumbaban las chimeneas de la casa, me hacían estremecer. La llegada de un fuerte golpe de viento parecía como un cañonazo lejano. Por extraño que pueda parecer, Lucy no se despertó, pero se levantó por dos veces y se vistió. Por fortuna, yo me di cuenta en cada ocasión y me las arreglé para desvestirla sin despertarla y volverla a meter en la cama. Este sonambulismo suyo es muy sorprendente, pues en cuanto se obstaculizan sus deseos de forma física, sus propósitos, si los tiene, desaparecen, y reanuda por sí misma y casi idénticamente la rutina de su vida.

Nos levantamos temprano y nos fuimos al puerto a ver qué había ocurrido durante la noche. Había muy poca gente, y aunque brillaba el sol y el aire era limpio y fresco, las grandes y tenebrosas olas, que parecían oscuras por estar coronadas por una espuma de nieve, se abrían paso por la estrecha bocana del puerto como un matón entre la muchedumbre. En cierto modo me alegré de que Jonathan no estuviese en el mar esta noche pasada, sino en tierra. Pero, oh, ¿está en tierra o está en el mar? ¿Dónde está y cómo? Empiezo a sentirme terriblemente inquieta por él. ¡Si supiese qué hacer y pudiese hacer algo![60].

10 de agosto.—El funeral de hoy por el pobre capitán fue de lo más emotivo[61]. Parecía que todos los barcos del puerto se hubieran reunido allí, y el ataúd fue llevado por varios capitanes desde Tate Hill Pier hasta el cementerio de la iglesia. Lucy vino conmigo y fuimos temprano a nuestro viejo banco, mientras que el cortejo de barcos subía por el río hasta el viaducto y volvía a bajar. Teníamos una vista espléndida, y vimos casi toda la procesión. El pobre hombre ha sido enterrado muy cerca de nuestro banco, de modo que nos pusimos de pie encima del mismo y pudimos verlo todo. A la pobre Lucy se la notaba muy trastornada. Estuvo inquieta y nerviosa todo el tiempo, y no puedo dejar de pensar que sus sueños nocturnos están empezando a afectarle. Tiene una actitud rara, pues no quiere admitir que haya una causa para su nerviosismo, o si la hay, ella misma no sabe cuál es. Existe también un motivo adicional, y es que el pobre Mr. Swales, tan anciano, fue encontrado muerto aquí, en nuestro banco, esta mañana, con el cuello roto[62]. Como ha dicho el médico, era evidente que se había caído hacia atrás al recibir algún susto, pues su rostro tenía tal aspecto de miedo y de horror que los hombres que le encontraron dijeron que les produjo escalofríos. ¡Pobre y querido anciano! ¡Quizás había visto a la Muerte con sus propios ojos! Lucy es tan sensible que todo le afecta mucho más intensamente que a otras personas. Justamente ahora estaba muy alterada por un detalle al que yo no había prestado mucha atención, aunque a mí me gustan mucho los animales. Uno de los hombres que sube hasta aquí a menudo para mirar los barcos venía acompañado por su perro. El animal siempre está con él. Ambos son seres tranquilos[63], y yo nunca vi irritado al hombre ni oí ladrar al perro. Este, durante el servicio religioso no vino con su amo hasta el banco donde estábamos nosotras, sino que se quedó a pocos metros, ladrando y aullando. Su amo le habló, primero cariñosamente, después con aspereza, y por fin furioso, pero el perro ni se acercó ni dejó de armar escándalo. Estaba poseído por una especie de rabia, con los ojos enloquecidos y toda la pelambrera erizada como la cola de un gato cuando está en pie de guerra[64]. Por último, también se encolerizó el hombre; saltó de su asiento y le dio una patada al perro, cogiéndolo después por el pescuezo, y medio lo arrastró y medio lo arrojó sobre la lápida en que se apoya el banco. En el instante mismo de tocar dicha lápida, el pobre animalito se quedó inmóvil y se puso a temblar. No intentó huir, sino que se acurrucó, estremeciéndose y encogiéndose; se encontraba en un estado tan lastimoso de terror que intenté, aunque sin lograrlo, tranquilizarlo. También Lucy estaba rebosando compasión, y aunque no hizo ademán de tocar al perro, lo miraba con angustia. Me da mucho miedo que sea de una naturaleza tan supersensible que no pueda ir por el mundo sin sufrir. Estoy segura de que esta noche soñará con lo ocurrido. Tal acumulación de sucesos —el barco llevado a puerto por un hombre muerto; su postura, atado al timón con un crucifijo y un rosario; el emotivo funeral; el perro, primero furioso y después aterrorizado—; todo será materia para sus sueños.

Creo que lo mejor para ella será que se vaya a la cama agotada físicamente, así que me la llevaré a dar un largo paseo por los acantilados hasta Robin Hood’s Bay. Así no sentirá muchos deseos de caminar dormida.