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Capítulo 6

DIARIO DE MINA MURRAY.

13

24 de julio. Whitby[1].—Lucy vino a buscarme a la estación[2], más dulce y encantadora que nunca, y fuimos en coche hasta la casa de Crescent, donde tienen habitaciones[3]. Es un lugar adorable. El pequeño río, el Esk, se desliza a lo largo de un profundo valle, que se ensancha ya cerca del puerto. Lo atraviesa un gran viaducto, con altos pilares, a través de los cuales el panorama parece bastante más amplio de lo que es en realidad. El valle es de un hermoso color verde y tan elevado que cuando estás en la parte alta de uno de los lados puedes mirar directamente al otro, a menos de que te encuentres lo bastante cerca de la orilla para mirar hacia abajo. Las casas de la ciudad vieja —en la otra parte de donde nosotros estamos— tienen todas los tejados de color rojo, y parecen apiñadas unas con otras, como en los grabados que vemos de Nüremberg. En lo alto de la ciudad están las ruinas de la abadía de Whitby[4], que fue saqueada por los daneses y que es el escenario de una parte de Marmion, cuando emparedan a la joven en el muro[5]. Son unas nobles ruinas, enormes, llenas de belleza y de detalles románticos; una leyenda dice que puede verse a una dama de blanco en una de las ventanas[6]. Entre la abadía y la ciudad se alza otra iglesia, la parroquia[7], rodeada por un gran cementerio completamente lleno de lápidas. Este es para mí el lugar más hermoso de Whitby, pues está situado justo encima de la ciudad y con una gran vista de todo el puerto y de la bahía hasta donde el promontorio llamado Kettleness se adentra en el mar[8]. Desciende tan abruptamente hacia el puerto que se han desmoronado parte de las tumbas del borde, y algunas de ellas han quedado destrozadas. En cierto lugar, varias de las losas se han esparcido sobre el sendero de arena de abajo. El cementerio tiene paseos con bancos, y las gentes se sientan aquí durante el día para contemplar la hermosa vista y disfrutar de la brisa que corre. Yo vendré a sentarme y a trabajar aquí muy a menudo. De hecho, estoy ahora escribiendo, con mi cuaderno sobre las rodillas, y escuchando la conversación de tres viejos que están sentados junto a mí. No parecen tener nada que hacer en todo el día, excepto sentarse aquí y hablar.

El puerto está allí abajo; en la zona más alejada, un extenso muro de granito se adentra en el mar, trazando hacia el final una curva, en medio de la cual se yergue un faro[9]. Entre los malecones, una estrecha abertura permite el acceso al puerto, el cual se ensancha súbitamente.

Está precioso con la marea alta pero, con la baja, el agua disminuye hasta quedarse en prácticamente nada, en sólo la corriente del Esk, que discurre entre bancos de arena y rocas aquí y allá. Fuera del puerto, a este lado, se alza a lo largo de unos 850 metros un gran arrecife, cuyo agudo borde corre derecho por detrás del faro situado al sur. Al final del arrecife hay una boya con su campana, que suena cuando hace mal tiempo y lanza al viento su lúgubre sonido. Hay aquí una leyenda según la cual, cuando naufraga un barco, se oyen campanas en el mar[10]. He de preguntarle sobre esto al anciano que viene hacia acá…

Es un anciano curioso. Debe de ser muy viejo, pues todo su rostro es nudoso y arrugado, como la corteza de un árbol. Me dice que tiene casi cien años, y que fue marinero de la flota pesquera que faenaba en Groenlandia en la época de la batalla de Waterloo[11]. Me temo que es una persona muy escéptica, pues cuando le pregunté por lo de las campanas en el mar y por la Dama Blanca de la abadía, me dijo con mucha brusquedad:

—Yo no me preocuparía por eso, señorita. Son cosas pasadas. Ojo, no estoy diciendo que nunca existieran; lo que digo es que no ocurrían en mi época. Todo eso está muy bien para visitantes y excursionistas y gentes así, pero no para una linda joven como usted. Eso sólo lo creerían los turistas de York y de Leeds, que únicamente vienen a comer arenques ahumados y a tomar té y a comprar azabache barato. Aunque me pregunto quién se molestaría en contarles mentiras, ni siquiera los periódicos, que están llenos de tonterías[12].

Pensé que podía ser una persona apropiada para saber cosas interesantes, y le pregunté si le gustaría contarme algo sobre la captura de las ballenas en los viejos tiempos[13]. Apenas se había dispuesto a comenzar cuando sonaron las seis en el reloj; entonces se puso en pie trabajosamente y me dijo:

—Tengo que volver a casa ahora mismo, señorita. A mi nieta no le gusta que la hagan esperar cuando tiene listo el té, y me lleva mucho tiempo ir por entre las sepulturas debido a las muchas que hay, además, señorita, tengo mucha hambre, de acuerdo con el reloj.

Se alejó renqueando y pude ver cómo bajaba los escalones tan aprisa como le era posible. Los escalones constituyen una característica especial de este lugar[14]. Llevan desde la ciudad hasta la iglesia, y hay cientos de ellos[15], no sé cuántos, y describen una elegante curva; la pendiente es tan suave que un caballo podría fácilmente subirlos y bajarlos. Creo que originalmente llegaban hasta la abadía. Yo debo irme también a casa. Lucy salió de visitas con su madre, y como eran de puro compromiso, yo no fui con ellas[16]. A estas horas ya estarán en casa.

1 de agosto[17].—Llegué aquí con Lucy hace una hora, y hemos tenido una conversación muy interesante con mi anciano amigo y con los otros dos que siempre se reúnen con él. Para ellos es, sin duda, el «Señor Oráculo»[18]; creo que en su época debió de ser una persona muy dictatorial. No admite nada y contradice a todo el mundo. Si no puede rebatirles, les intimida, y considera el silencio de los otros como que están de acuerdo con él. Lucy estaba encantadora con su vestido de lino blanco; ha conseguido un color precioso en el tiempo que lleva aquí. Me he dado cuenta de que los ancianos no tardan en aparecer para sentarse cerca de ella cuando estamos en este lugar. Es tan cariñosa con las personas mayores que pienso que todos se enamoran de ella de inmediato. Ha sucumbido incluso mi anciano amigo y no la contradice, pero a mí, por el contrario, me da doble ración. Traje de nuevo a colación el tema de las leyendas, y él se embarcó sin pérdida de tiempo en una especie de sermón. Intentaré recordarlo para trascribirlo aquí:

—Todo eso son habladurías de necios, sandeces y estupideces; eso es lo que son, y nada más. Esas maldiciones y esos fantasmas, esas apariciones, y espíritus, y duendes, todo eso sólo sirve para asustar a los niños y a las mujeres pusilánimes. ¡No son sino burbujas de aire! Eso, y todos los fantasmas, las señales y los avisos son simplemente invenciones de curas, pedantes de mala leche y charlatanes de ferrocarril para asustar e impresionar a los chicos, y para que la gente haga cosas que de otro modo no querría hacer. Me pongo furioso cuando pienso en ellos, pues son ellos los que, no contentos con publicar mentiras en los papeles y predicarlas en los púlpitos, las inscriben en las tumbas. Mire a su alrededor, por donde quiera; todas esas lápidas que yerguen orgullosamente sus cabezas todo lo que pueden se inclinan hacia un lado, caen en tierra con el peso de las mentiras escritas en ellas, en todas ellas: «Aquí yace el cuerpo de», «Consagrado a la memoria de»; pero en casi la mitad no hay cuerpo alguno, y su recuerdo, consagrado o no, importa menos que un bledo. ¡Mentiras, todo mentiras y nada más que mentiras, de una clase o de otra! Dios mío, que gran alboroto se armará el Día del Juicio cuando aparezcan aquí con sus mortajas, empujándose unos a otros e intentando arrastrar consigo sus lápidas para demostrar qué buenos fueron, algunos temblando y vacilando, con sus manos tan consumidas y resbaladizas de haber estado en el fondo del mar que no podrían ni siquiera sujetar las lápidas.

Me di cuenta, notando el aire satisfecho del anciano y el modo en que miraba a su alrededor buscando la aprobación de sus camaradas, de que estaba «actuando», de modo que intervine con unas palabras para hacer que siguiera hablando:

—¡Oh, Mr. Swales[19], no puede usted estar diciendo eso en serio! Seguro que no todas esas lápidas están equivocadas.

—¡Todo palabrería! Puede que haya unas pocas que no estén equivocadas, excepto cuando dicen que la gente es mejor de lo que fue, pues hay quien piensa que un tarro de bálsamo es tan grande como el mar, si es suyo. Todo es mentira. Ahora mire; usted viene aquí y ve este jardín-patio.

Yo asentí, pues pensé que era mejor hacerlo así, aunque no comprendía por completo su dialecto. Creí entender que tenía algo que ver con la iglesia. Él continuó:

—¿Y usted supone que todas esas lápidas están sobre quienes están aquí enterrados cómoda y tranquilamente? —Yo asentí de nuevo—. Pues es aquí, precisamente, donde está la mentira. Hay docenas de estas tumbas que están tan vacías como la petaca del viejo Dun el viernes por la noche.

Le dio un codazo a uno de sus compañeros y todos se echaron a reír.

—¡Y Dios mío! ¿Cómo podría ser de otro modo? Mire aquella, la que está más allá de ese montículo; ¡léala!

Me acerqué hasta allá y leí: «Edward Spencelagh, patrón de barco, asesinado por piratas frente a la costa de Andres, abril, 1854, aet. 30»[20]. Cuando volví, Mr. Swales continuó:

—¿Quién le trajo a casa, me pregunto, para enterrarle aquí? ¡Asesinado frente a la costa de Andres! ¡Y usted suponía que aquí yacía su cuerpo! Vaya, yo podría mencionarle a una docena cuyos huesos están en los mares de Groenlandia, ahí arriba —señaló hacia el norte— o donde hayan podido llevarles las corrientes. Mire esas lápidas, usted puede hacerlo con sus jóvenes ojos; lea desde aquí las mentiras que dicen sus pequeñas letras. Ese Braithwaite Lowrrey: yo conocí a su padre, que naufragó en el Lively en las costas de Groenlandia, en los años veinte; o Andrew Woodhose, ahogado en los mismos mares en 1777; o John Paxton, ahogado frente al Cabo Farewell un año después; o el viejo John Rawlings, cuyo abuelo navegó conmigo, ahogado en el golfo de Finlandia[21] en los cincuenta. ¿Cree usted que todos estos hombres vendrán corriendo a Whitby cuando suene la trompeta? ¡Tengo mis dudas! Le digo que cuando lleguen aquí habrá tantos empujones y empellones que será como una de aquellas luchas sobre el hielo que había en los viejos tiempos, que duraban desde la mañana hasta la noche y luego intentábamos curar nuestras heridas a la luz de la aurora boreal.

Se trataba sin duda de alguna broma local, pues el anciano se echó a reír y sus amigos hicieron lo mismo con entusiasmo.

—Pero —dije yo— seguro que usted no está totalmente en lo cierto, pues ha partido de la suposición de que todas esas pobres gentes, o sus espíritus, tendrán que cargar con sus lápidas el Día del Juicio. ¿Cree usted que eso será realmente necesario?

—Bien, ¿para qué otra cosa pueden ser las lápidas? ¡Respóndame, señorita!

—Para satisfacción de sus familiares, supongo.

—¡Para satisfacción de sus familiares, supone usted! —dijo con profundo desprecio—. ¿Cómo satisfará a sus familiares saber que lo que se dice en esas lápidas no son sino mentiras, y que todo el mundo de por aquí sabe que son mentiras?

Señaló una lápida que había colocada a nuestros pies a modo de losa y sobre la cual descansaba el banco, cerca del borde del acantilado, y dijo: «Lea lo que pone en esa». Desde donde yo me sentaba, las letras se veían al revés, pero Lucy se encontraba en mejor posición que yo, e inclinándose hacia delante, leyó:

—Consagrada a la memoria de George Canon, que murió esperando la gloriosa resurrección el 29 de julio de 1873, al caer desde las rocas de Kettleness. Ha sido[22] erigida por su doliente madre para su amado hijo.

—Él era hijo único, y ella era viuda.

—¡Verdaderamente, Mr. Swales, no veo nada divertido en eso! —Ella hizo este comentario muy seriamente y con cierta severidad.

—¡No ve nada gracioso! ¡Ja, ja! Eso es porque usted no sabe que la doliente madre era una bruja que le odiaba porque él era un tullido; un lisiado, eso es lo que era, un cojo; y él la odiaba tanto que se suicidó para que ella no pudiera cobrar el seguro de vida que le había hecho. Se saltó la tapa de los sesos con un viejo mosquete que usaba para espantar a los cuervos. Esta vez no fue contra los cuervos, pues sirvió para atraerles, y a las moscas. Así se cayó por las rocas abajo. Y por lo que se refiere a una gloriosa resurrección, he oído a menudo decir que él esperaba ir al infierno, y que no quería pudrirse donde ella estuviera. Así pues, ¿no es esta lápida en realidad —y la golpeó con el bastón mientras hablaba— un montón de mentiras? ¡Pues no se va a reír el ángel Gabriel cuando llegue Geordie sin resuello, cargando con su lápida y pidiéndole que la acepte como prueba!

No supe qué decir, pero Lucy le dio un giro a la conversación al pronunciar estas palabras al tiempo que se ponía en pie:

—Oh, ¿por qué nos ha contado esto? Es mi lugar favorito y no puedo dejarlo; ahora resulta que he de seguir sentándome sobre la tumba de un suicida[23].

—Esto no le hará ningún daño, preciosa mía, y en cambio puede que el pobre Geordie se alegre al tener una chica bonita sentada en su regazo. Esto no le hará a usted daño alguno. Llevo más de veinte años[24] viniendo a sentarme aquí y no me ha pasado nada. ¡No se preocupe acerca de lo que haya o no haya ahí debajo! Ya le llegará el momento de asustarse cuando vea usted que cada cual sale corriendo con sus lápidas y todo esto se quede tan pelado como una rastrojera. Ahí suena el reloj, y debo marcharme. ¡A su servicio, señoras! —Y se fue cojeando.

Lucy y yo continuamos sentadas por algún tiempo, y era tan hermoso lo que teníamos ante nosotras que nos hizo cogernos de las manos; volvió a contarme todo lo referente a Arthur y a su próxima boda. Ello me hizo sentirme un tanto mal, pues yo llevo todo un mes sin saber nada de Jonathan[25].

El mismo día.—He venido hasta aquí sola, pues me siento muy triste. No he tenido cartas. Espero que no le pase nada a Jonathan[26]. El reloj acaba de dar las nueve[27]. Veo las luces esparcidas por toda la ciudad, a veces en hileras, las de las calles, y a veces solas; van derechas hacia el Esk y desaparecen en la curva del valle. A mi izquierda la vista se corta por la línea negra del tejado de la vieja casa que hay junto a la abadía. Ovejas y corderos balan a lo lejos, en los campos que hay detrás de mí, y se escucha el ruido que hacen los cascos de un burro en el pavimento de la calle de abajo. La banda está tocando en el muelle un tosco vals a buen ritmo, y algo más allá todavía, en una callejuela, suena la música del Ejército de Salvación[28]. Ninguna de las dos bandas oye a la otra, pero desde aquí arriba yo escucho y veo a ambas. ¡Me pregunto dónde estará Jonathan, y si piensa en mí! Ojalá estuviera aquí[29].

DIARIO DEL DOCTOR SEWARD.

5 de junio.—El caso de Renfield se hace más interesante conforme voy comprendiéndole mejor. Tiene ciertas características ampliamente desarrolladas: egoísmo, reserva y resolución. Quisiera poder saber cuál es el objeto de esta última. Parece tener un plan, pero no sé todavía en qué consiste. Lo que le redime es su amor por los animales, si bien, está claro, con curiosos altibajos, durante los cuales, imagino, es a veces anormalmente cruel. Sus criaturas favoritas son extrañas. Ahora mismo su afición consiste en coger moscas. Tiene tal cantidad, que he tenido que reconvenirle por ello. Para mi asombro, no montó en cólera, como yo esperaba, sino que consideró el tema con total seriedad. Tras pensar por un momento, dijo: «¿Me da usted tres días? Me desharé de ellas». Le dije, desde luego, que de acuerdo. Debo vigilarle[30].

18 de junio.—Ahora se dedica a las arañas, y tiene en una caja varios ejemplares enormes. Las alimenta con sus moscas, cuyo número ha disminuido sensiblemente, aunque ha utilizado la mitad de su propia comida para atraer más a su habitación.

1 de julio.—Sus arañas se están convirtiendo en una molestia tan grande como lo fueron sus moscas, y hoy le he dicho que debe deshacerse de ellas. Se puso tan triste que le dije que, en cualquier caso, tendría que eliminar algunas. Lo aceptó alegremente y le di el mismo tiempo que la vez anterior para llevar a cabo esa reducción. Sentí una gran repugnancia cuando, estando con él, una horrible moscarda, hinchada de carroña, entró zumbando en la habitación y él la cazó, la mantuvo de modo triunfante[31] entre sus dedos por unos momentos y, antes de que yo pudiera imaginar lo que iba a hacer, se la metió en la boca y se la tragó. Le reprendí por ello, pero replicó tranquilamente que era comida muy buena y muy sana; que era vida, vida vigorosa, y que le daba vida a él. Lo cual me sugirió una idea, o al menos un rudimento de idea. Debo vigilar cómo se deshace de sus arañas. Tiene, sin duda, algún profundo problema en su mente, pues lleva un cuadernito de notas en el que siempre está apuntando algo. Páginas enteras del mismo están repletas de grandes cantidades de números, por lo general simples cifras sumadas por grupos, y luego de nuevo las sumas totales también agrupadas, como si estuviera «cuadrando» una cuenta, como dicen los auditores contables[32].

8 de julio.—Hay un método en su locura[33], y en mi mente va perfilándose una idea rudimentaria. Pronto será una idea completa, y entonces, ¡oh, cerebración inconsciente![34], tendrás que ceder el paso[35] a tu hermana consciente. Estuve sin ver a mi amigo unos pocos días, con objeto de poder darme cuenta de si se había producido algún cambio. Todo seguía igual, excepto que ha dejado varios de sus animales favoritos y tiene uno nuevo. Se las ha ingeniado para atrapar un gorrión, al que ya ha domesticado en parte. No debe de ser difícil, pues ya han disminuido las arañas. Las que todavía siguen aquí, sin embargo, continúan bien alimentadas, pues aún les da de su propia comida.

19 de julio.—Estamos progresando. Mi amigo tiene ahora toda una colonia de gorriones, y sus moscas y arañas han desaparecido casi por completo. Cuando entré, corrió hacia mí para decirme que quería pedirme un gran favor, un favor muy, muy grande; mientras me hablaba, me hacía las mismas zalamerías que un perro. Le pregunté qué quería y me dijo con una especie de éxtasis en su voz y actitud:

—¡Un gatito! ¡Un lindo, preciosos y juguetón gatito, para divertirme con él, y enseñarle, y alimentarle, y alimentarle, y alimentarle![36].

Yo estaba de algún modo preparado para una petición semejante, pues me había dado cuenta de cómo sus animales favoritos iban aumentando en tamaño y voracidad, pero no me gustaba la idea de que su graciosa familia de gorriones domesticados desapareciese de la misma forma que las moscas y las arañas, por lo que le dije que lo pensaría y le pregunté si no prefería un gato adulto mejor que un gatito. Su anhelo le traicionó al responder:

—¡Oh, sí; me gustaría un gato! Le pedí un gatito sólo por si usted me negaba un gato grande. Nadie se negaría a darme un gatito, ¿verdad que no?

Negué con la cabeza y dije que de momento me temía que no sería posible, pero que ya veríamos. Su rostro se ensombreció, y pude notar en él una señal de peligro, pues de repente tenía una mirada torva y de soslayo en que podía verse el deseo de matar. Este hombre es un maniaco homicida en potencia[37]. Debo estar atento a su presente deseo y ver cómo va reaccionando; entonces sabré más cosas[38].

10:00 de la noche.—Le he visitado de nuevo y le encontré sentado en un rincón, meditabundo. Cuando entré, cayó de rodillas ante mí y me imploró que le permitiera tener un gato, que su salvación dependía de ello. Me mantuve firme, sin embargo, y le dije que no era posible; entonces, sin una palabra más, se sentó, mordiéndose los dedos, en el rincón en que estaba antes. Le veré por la mañana temprano.

20 de julio.—Visité a Renfield muy temprano, antes de que el celador[39] hiciera sus rondas[40]. Le encontré levantado y canturreando una tonada. Estaba desplegando en la ventana el azúcar que había guardado y comenzando de nuevo, claramente, su caza de moscas, con alegría y buen humor. Miré alrededor en busca de sus pájaros, pero no viendo ninguno, le pregunté qué había sido de ellos. Sin volverse hacia mí, contestó que todos habían volado. Quedaban algunas plumas por la habitación, y en la almohada se veía una gota de sangre. No le dije nada, pero fui al celador para decirle que me informe de cualquier cosa rara que ocurra durante el día.

11:00 de la mañana.—Acaba de venir el celador para decirme que Renfield ha estado muy mal y ha vomitado una gran cantidad de plumas. «Creo, doctor» me dijo «que se ha comido sus pájaros, ¡y que se los ha comido crudos!».

11:00 de la noche.—Esta noche he dado a Renfield un opiáceo lo bastante fuerte como para hacer que incluso él se duerma, y le he cogido su cuaderno de notas para verlo[41]. La idea que me ha estado rondando por la cabeza últimamente está ya completa, y la teoría está confirmada. Mi maniaco homicida lo es de un tipo muy especial. Tendré que inventar una nueva categoría para él y llamarle maniaco zoófago[42] (devorador de vida). Lo que desea es devorar tantas vidas como pueda, y ha decidido hacerlo de manera progresiva. Dio muchas moscas a una araña, y muchas arañas a un pájaro, y después quería un gato para que se comiese a muchos pájaros. ¿Cuáles habrían sido sus últimos pasos? Casi merecería la pena completar el experimento[43]. Podría hacerse si hubiese un motivo suficiente. A la gente le horrorizaba la vivisección y, sin embargo, ¡fijémonos hoy en sus resultados! ¿Por qué no hacer avanzar la ciencia en su aspecto más difícil y vital, el conocimiento del cerebro? Si yo conociese el secreto de una mente como esa, si yo tuviese la llave de las fantasías de incluso un solo lunático, podría hacer que mi especialidad científica se desarrollase hasta un punto en comparación con el cual la fisiología de Burdon-Sanderson[44] o los conocimientos de Ferrier[45] acerca del cerebro no serían nada. ¡Si hubiese un motivo suficiente! No debo pensar demasiado en esto o puedo caer en la tentación; un buen motivo podría inclinar la balanza a mi favor, pues ¿acaso no puedo yo tener también un cerebro excepcional, congénitamente?[46].

Qué bien razonaba este hombre; los lunáticos siempre lo hacen, dentro de su propio mundo[47]. Me pregunto en cuántas vidas valora a un ser humano, o si acaso sólo en una. Ha terminado de hacer sus cuentas de la manera más exacta, y hoy comenzó una nueva. ¿Cuántos de nosotros comenzamos una nueva cuenta cada día de nuestras vidas? Por lo que a mí se refiere, me parece que fue ayer cuando acabó mi vida al tiempo que mi nueva esperanza, y que verdaderamente he comenzado una cuenta nueva. Y así será hasta que el Gran Contable haga la suma de mi Libro Mayor y lo cierre con un balance de ganancias o de pérdidas. Oh, Lucy, Lucy, no puedo estar enojado contigo ni puedo estar enojado con mi amigo, cuya felicidad es la tuya; sólo puedo aguardar sin esperanza y trabajar. ¡Trabajar, trabajar!

Si pudiera tener un motivo sólido, como este pobre loco de aquí, un buen y desinteresado motivo para trabajar, eso sería, sin duda, la felicidad[48].

DIARIO DE MINA MURRAY.

26 de julio.—Estoy nerviosa, y me tranquiliza poder expresarme a mí misma aquí; es como susurrarse algo y al propio tiempo escucharlo. Y hay algo en los signos de la taquigrafía que hace que esta sea diferente de la escritura habitual[49]. Estoy triste por Lucy y por Jonathan. De Jonathan no sé nada desde hace algún tiempo y estaba muy preocupada, pero ayer el querido Mr. Hawkins, siempre tan amable, me envió una carta suya. Yo le escribí preguntándole si tenía noticias de él y me contestó que la carta incluida acababa de llegar. Es sólo una línea, fechada en el castillo de Drácula, y dice que regresa de inmediato a casa[50]. No es el estilo de Jonathan; no lo comprendo, me inquieta. Por otro lado, Lucy, aunque está muy bien[51], ha retomado su vieja costumbre de caminar dormida. Su madre me ha hablado acerca de esto y hemos decidido que yo cierre con llave la puerta de nuestra habitación por las noches. Mrs. Westenra tiene la idea de que los sonámbulos siempre van por los tejados de las casas y por los bordes de los acantilados, que de repente se despiertan y caen dando un grito desesperado que se oye por todas partes[52]. Pobrecita; está, naturalmente, preocupada por Lucy, y me dice que a su marido, el padre de Lucy, le pasaba lo mismo; que se levantaba en medio de la noche, se vestía y, si nadie se lo impedía, salía al exterior. Lucy va a casarse en otoño[53] y ya está pensando en los vestidos y en la decoración de su hogar. Yo simpatizo con ella, pues hago lo mismo, sólo que Jonathan y yo comenzaremos nuestra vida en común de manera muy sencilla y tendremos que arreglárnoslas como podamos. Mr. Holmwood —es el Honorable Arthur Holmwood, hijo único de lord Godalming[54]— vendrá aquí dentro de muy poco, tan pronto como pueda dejar la ciudad, pues su padre no se encuentra muy bien, y yo creo que la querida Lucy está contando los instantes que faltan para que venga. Quiere llevarle al banco del acantilado del cementerio de la iglesia y mostrarle las bellezas de Whitby. Yo me atrevería a decir que es esta espera lo que la inquieta; estará perfectamente bien cuando él llegue.

27 de julio.—No hay noticias de Jonathan. Estoy preocupadísima por él, si bien no sé por qué, pero deseo que escriba, aunque sea una sola línea. Lucy camina más que nunca, y yo me despierto cada noche a causa de sus movimientos por la habitación. Afortunadamente, el tiempo es tan caluroso que Lucy no puede resfriarse, pero, sin embargo, la ansiedad y el continuo despertarme comienzan a notarse en mí, que estoy nerviosa y desvelada. Gracias a Dios, Lucy sigue con buena salud. Mr. Holmwood ha sido llamado de improviso para que vaya a Ring[55] a ver a su padre, seriamente enfermo. Lucy se consume ante el aplazamiento de verle, pero no se le nota; está algo más gordita, y sus pómulos tienen un encantador tono rosado. Ha perdido el aspecto anémico que tenía[56]. Rezo para que siga así.

3 de agosto.—Ha pasado otra semana y nadie sabe nada de Jonathan, ni siquiera Mr. Hawkins, de quien tengo noticias. Oh, espero que no esté enfermo. Seguro que hubiera escrito. Releo su última carta, pero hay en ella algo que no me satisface. No parece suya, y, sin embargo, es su letra. En esto no cabe error[57]. Esta semana Lucy no ha andado mucho por ahí dormida, mas observo en ella una extraña concentración que no comprendo; hasta en sueños parece vigilarme. Intenta abrir la puerta y, encontrándola cerrada, anda por todo el dormitorio buscando la llave.

6 de agosto.—Tres días más y sin noticias. Esta incertidumbre se está haciendo horrible. Si al menos supiese dónde escribirle o dónde ir, me sentiría mejor[58]; pero nadie sabe nada de Jonathan desde aquella última carta. Sólo me queda pedirle a Dios que me dé paciencia. Lucy está más excitable que nunca, pero bien por lo demás[59]. Esta pasada noche fue espantosa, y los pescadores dicen que se acerca una tormenta. Tengo que aprender a ver las señales de los cambios de tiempo. El de hoy es un día gris, y el sol, mientras escribo, está oculto tras espesas nubes, allá, encima de Kettleness. Todo es gris[60], excepto la hierba, verde, que parece como si fuese esmeralda; rocas terrosas y grises; nubes grises, coloreadas en los bordes por el resplandor del sol, colgadas sobre el mar gris en el que se internan brazos de arena como dedos grises. El mar se agita sobre los bajíos y la arena con un rugido envuelto en la bruma que se desliza tierra adentro. El horizonte se pierde en una neblina gris. Todo es vastedad; las nubes se apelotonan como rocas gigantes, y hay un «murmullo»[61] en el mar que suena como un presagio fúnebre. En la playa pueden verse, acá y allá, oscuras figuras, algunas casi veladas por la bruma, que parecen «hombres como árboles que andan»[62]. Los barcos de pesca regresan apresuradamente a la costa, y se alzan y se hunden en el oleaje al acercarse al puerto, inclinándose hacia los imbornales[63]. Aquí viene el viejo Mr. Swales. Viene derecho hacia mí, y veo, por la forma en que se quita el sombrero, que quiere hablar… Estoy totalmente impresionada por el cambio experimentado por el pobre anciano. Una vez sentado junto a mí, pronunció con voz muy dulce: «Quiero decirle algo, señorita». Pude notar que estaba inquieto, así que tomé su pobre, vieja y arrugada mano con la mía y le pedí que hablase tranquilamente. Y dijo así, dejando su mano en la mía:

—Lamento, querida, haberla sorprendido con todas esas cosas absurdas que le estuve contando sobre los muertos y todo eso las pasadas semanas; pero yo no las creo, y quiero que recuerde esto cuando yo no esté. A nosotros, los viejos que hemos crecido siendo estúpidos y que tenemos ya un pie en la tumba, tampoco nos gusta pensar en eso, y no queremos tener miedo, y por eso yo no quiero morir si puedo evitarlo. Mi hora está cercana, pues soy viejo, y cien años es mucho esperar para cualquier hombre, y yo soy tan anciano que la Vieja está ya afilando su guadaña. Ya ve usted, no puedo hacer nada contra esto de quejarme: las mandíbulas están acostumbradas a moverse. Un día no lejano, el Ángel de la Muerte tocará su trompeta para mí. ¡Pero no se aflija ni se lamente, cariñito! —vio que yo estaba llorando—, si viniera esta misma noche, no me negaría a acudir a su llamada. Pues la vida no es otra cosa, después de todo, que esperar algo distinto de lo que hacemos, y la muerte es lo único de lo que realmente estamos seguros. Pero yo estoy contento, pues se me está acercando, querida, y acercando deprisa. Quizá llegue mientras estamos aquí mirando y haciéndonos preguntas. Quizá viene en este viento que llega del mar, que trae consigo desgracias y naufragios, dolorosas calamidades y corazones tristes.

Y de repente gritó así:

—¡Mire, mire! Hay algo en ese viento y en ese rumor que se oye que parece la muerte, y sabe y huele a ella. Está en el aire, siento cómo viene. ¡Señor, haz que responda con ánimo cuando llegue mi hora!

Alzó devotamente los brazos y se quitó el sombrero. Sus labios se movieron como si estuviera rezando. Después de unos pocos minutos de silencio, se puso en pie, me estrechó la mano, me bendijo, me dijo adiós y se marchó cojeando. Todo esto me ha emocionado y me ha afectado mucho.

Me alegré cuando se acercó el vigilante de la costa con su catalejo bajo el brazo. Se detuvo a hablar conmigo, como hace siempre, pero sin de dejar de observar un extraño barco.

—No puedo identificarlo —dijo—. Por su aspecto es ruso, pero da unos bandazos de lo más raro. No se decide; parece haber visto la tormenta que se avecina, pero no se decide a poner rumbo al norte, hacia el mar abierto, o a entrar aquí. ¡Mírelo otra vez! Navega de una manera sorprendente[64], pues no parece obedecer a la mano del piloto; cambia a cada ráfaga de viento. Sabremos más de este barco antes de mañana a estas horas.