DIARIO DE JONATHAN HARKER
—continuación.
CUANDO DESCUBRÍ que estaba prisionero, me invadió una especie de loco frenesí. Subí y bajé corriendo precipitadamente la escalera, intentando abrir todas las puertas y mirando por todas las ventanas que pude encontrar pero, al poco, el convencimiento de mi impotencia se sobrepuso a cualquier otro sentimiento. Cuando ahora, después de haber pasado unas pocas horas, miro hacia atrás, pienso que me volví loco, pues actué igual que una rata caída en una trampa. Sin embargo, cuando me convencí de que no tenía escapatoria, me senté tranquilamente, tan tranquilo como no lo había estado nunca, y comencé a reflexionar sobre qué podía hacer. Sigo pensando, y todavía no he llegado a una conclusión definitiva. De una sola cosa estoy seguro: que no sirve de nada decirle al Conde lo que pienso. Sabe perfectamente que estoy prisionero, y como ello es obra suya y tiene sin duda sus razones, lo único que conseguiría sería engañarme si le hablara de todo esto. Creo que mi único plan ha de ser guardarme para mí lo que sé y mis temores, así como mantener los ojos abiertos. Estoy —lo sé— o siendo engañado como un niño por mi propio miedo o es que me encuentro en una situación muy peligrosa; si se trata de esto último, necesito y necesitaré de todos mis recursos para salir adelante. Apenas había llegado a esta conclusión cuando oí que la gran puerta de abajo se cerraba, con lo que supe que el Conde había vuelto[1]. No se presentó de inmediato en la biblioteca, y yo me fui sigilosamente a mi dormitorio, donde me lo encontré haciendo la cama. Esto era una cosa rara, pero me confirmó lo que yo venía pensando todo el tiempo, esto es, que no había criados en la casa. Cuando le vi después a través de las hendiduras de los goznes de la puerta poniendo la mesa en el comedor, quedé convencido de ello, pues si es él mismo el que hace todas estas tareas domésticas, ello es prueba segura de que no hay nadie más que las haga[2]. Lo cual me hizo estremecer, pues si no hay nadie más en el castillo tuvo que ser el propio Conde quien conducía el carruaje que me trajo aquí. Es un terrible pensamiento, mas si es así, ¿qué significa que pudiese controlar a los lobos, como en efecto lo hizo, simplemente levantando su mano sin decir palabra? ¿Por qué toda aquella gente de Bistritz y del coche temía tanto por mí? ¿Qué querían decir al darme el crucifijo[3], el ajo[4], las rosas silvestres[5], el mostellar[6]? ¡Bendita sea esa buena mujer que me colgó el crucifijo al cuello, pues cuando lo toco me proporciona consuelo y fortaleza! Es extraño que un objeto que he sido enseñado a mirar con rechazo y como algo idolátrico sirva de ayuda en momentos de soledad y de tribulación. ¿Es que hay algo en la esencia del propio objeto o acaso se trata de un medio, una ayuda tangible para transmitir sentimientos de compasión y de consuelo? Algún día, si ello es factible, debo estudiar esta cuestión e intentar llegar a alguna conclusión[7]. Mientras tanto, tengo que averiguar todo lo que pueda sobre el Conde Drácula, pues ello puede ayudarme a comprender todo lo demás. Quizá esta noche hable de sí mismo, si llevo la conversación a ese terreno. He de ser muy cuidadoso, sin embargo, para no despertar sus sospechas.
Medianoche.—He tenido una larga conversación con el Conde[8]. Le he hecho unas cuantas preguntas acerca de la historia de Transilvania, tema sobre el que disertó maravillosamente. Al hablar de hechos y de personas, y en especial de batallas, lo hacía como si hubiera estado presente en todo ello. Lo justificó después diciendo que para un boyardo el orgullo de su estirpe y apellido es su propio orgullo, que su gloria es la suya, que su destino es el suyo. Cada vez que mencionaba a su estirpe, decía «nosotros», y hablaba casi siempre en plural, como un rey. Me hubiera gustado anotar con exactitud todo lo que dijo, que para mí era por completo fascinante. Parecía ser la historia total del país. Se fue excitando conforme hablaba y se paseaba por toda la habitación tirándose de su gran bigote blanco y cogiendo cualquier objeto al alcance de sus manos, como si quisiera aplastarlo con su gran fuerza. Dijo algo que debo transcribir tan escrupulosamente como pueda, pues cuenta, a su modo, la historia de su pueblo:
—Nosotros los székelys[9] tenemos derecho a estar orgullosos, pues por nuestras venas corre la sangre de pueblos muy valientes que lucharon como lucha el león, por el dominio. Aquí, en este remolino de razas europeas, la tribu de los ugros[10] trajo desde Islandia el espíritu guerrero que Thor[11] y Odín les infundieron, y que con sus berserkers desplegaron con tan feroz violencia en las costas de Europa, sí, y también de Asia y de África, hasta el punto de que las gentes creyeron que se trataba de los mismísimos hombres lobo[12]. Cuando llegaron aquí se encontraron con los hunos, cuya furia guerrera había asolado la tierra como un fuego viviente, hasta el punto de que sus víctimas pensaron que por sus venas corría la sangre de aquellas antiguas brujas que, expulsadas de Escitia[13], se habían apareado con los demonios del desierto. ¡Necios, necios! ¿Qué demonio o qué bruja fue nunca tan grande como Atila, cuya sangre corre por estas venas?[14] —y levantó sus brazos—. ¿Puede sorprender que fuéramos una raza conquistadora; que fuéramos orgullosos; que cuando los magiares[15], los lombardos[16], los ávaros[17], los búlgaros[18] o los turcos[19] atravesaran a miles nuestras fronteras, los rechazáramos? ¿Es extraño que cuando Arpad y sus legiones invadieron la patria húngara nos encontraran aquí al llegar a la frontera, que la Honfoglalas[20] culminó aquí? ¿Y que cuando la oleada húngara se dirigió hacia el este, los székelys fueran considerados como parientes por los victoriosos magiares y confiada a nosotros, durante siglos, la vigilancia de la frontera con Turquía? Sí, y todavía más que eso, más que la vigilancia continua de la frontera, pues como dicen los turcos, «el agua duerme, y el enemigo no duerme»[21]. ¿Quién con mayor satisfacción que nosotros entre las cuatro naciones[22] recibió «la espada sangrienta» o ante su llamada a la lucha acudió con mayor presteza junto al estandarte del rey?[23]. ¿Cuándo fue redimida esa gran vergüenza de mi nación, la vergüenza de Kosovo[24], cuando las banderas de los válacos y de los magiares cayeron abatidas bajo la Media Luna? ¿Quién fue, sino alguien de mi propia estirpe, quien como voivoda[25] atravesó el Danubio y derrotó a los turcos en su propio territorio?[26]. ¡Fue un Drácula, en efecto![27]. ¡Vergüenza que fuese su propio e indigno hermano[28] quien, cuando aquel hubo caído, vendiera su pueblo a los turcos, arrastrándole al deshonor de la esclavitud! No fue este Drácula, sin duda, quien inspiró a ese otro de su raza[29] que más adelante en el tiempo llevaba una y otra vez a los suyos al otro lado del gran río, a Turquía, y que cuando era rechazado y obligado a retirarse volvía otra vez, y otra, y otra, aun cuando hubiese tenido que regresar solo del sangriento campo de batalla en que sus tropas estaban siendo masacradas, pues sabía que únicamente él podría triunfar. Dijeron que no se preocupaba sino de sí mismo[30]. ¡Bah! ¿Para qué sirven los campesinos sin un caudillo? ¿Cómo acaba la guerra sin un cerebro y un corazón para conducirla? De nuevo, después de la batalla de Mohacs[31], nos liberamos del yugo húngaro[32], batalla en la que nosotros, los de la sangre de Drácula, estábamos entre sus caudillos, pues nuestro espíritu no soporta la falta de libertad. Ah, joven señor, los székelys (y los Drácula como la sangre de su corazón, su cerebro y su espada) pueden enorgullecerse de haberse multiplicado como los hongos, hasta un punto tal que nunca alcanzarán ni los Habsburgo[33] ni los Romanof[34]. Los días de guerra han pasado[35]. La sangre es demasiado preciosa en estos tiempos de paz deshonrosa, y las glorias de las grandes estirpes son como una leyenda que se cuenta[36].
Ya era cerca del amanecer, y nos fuimos a acostar. (Nota—Este diario se parece terriblemente al comienzo de las Noches árabes[37], pues todo tiene que interrumpirse con el canto del gallo, o como con el fantasma del padre de Hamlet)[38].
12 de mayo.—Permítaseme comenzar con los hechos —escuetos, desnudos hechos— verificados con libros y cifras y sobre los cuales no puede caber duda alguna. No debo confundirlos con las experiencias que se apoyan en mi propia observación o en el recuerdo que tengo de ellas. La noche pasada, cuando el Conde vino de su habitación, comenzó a hacerme preguntas sobre cuestiones legales y sobre cómo llevar a cabo cierto tipo de asuntos[39]. Yo había pasado el día hojeando libros y, con el único propósito de tener mi pensamiento ocupado, repasé algunos temas que ya había examinado en la Lincoln’s Inn[40]. Había cierto método en las preguntas del Conde, de modo que intentaré ponerlas aquí en orden; puede que ello me sea de utilidad en el futuro[41].
Primero me preguntó si en Inglaterra una persona puede tener dos abogados o más. Le dije que puede tener una docena, si así lo desea, pero que no sería inteligente tener más de uno ocupado en el mismo asunto, pues solamente uno puede actuar en un momento dado, y que sustituirle iría, sin duda, contra sus intereses. Pareció comprenderlo perfectamente y preguntó a continuación si habría alguna dificultad práctica en tener una persona para ocuparse, digamos, de los temas bancarios y otra de los fletes, en caso de que se necesitase ayuda en un lugar alejado de donde residiera el encargado de los asuntos financieros. Le rogué que se explicara mejor, con objeto de no correr el riesgo de equivocarme, y dijo:
—Se lo aclararé. Su amigo y mío, Mr. Peter Hawkins, a la sombra de la hermosa catedral de Exeter, que está muy lejos de Londres, compra en mi nombre y por intermedio de los buenos oficios de usted, mi casa en Londres[42]. ¡Bien! Pero permítame que le diga con franqueza, con objeto de que no piense usted que resulta extraño que haya buscado los servicios de alguien tan alejado de Londres en lugar de un residente en esa ciudad, que mi motivo no era otro que no se atendiese a ningún interés personal y sí únicamente a mis deseos[43], y el residente en Londres acaso pudiera tener intereses particulares o algún amigo a quien favorecer; por eso busqué tan lejos un agente que trabajase solamente para mí. Ahora bien, supongamos que yo tengo muchos negocios; que deseo hacer envíos a, digamos, Newcastle[44], o Durham[45], o Harwich[46], o Dover[47]: ¿no podría suceder que fuera mejor remitir esos envíos a alguien que esté en esos puertos?
Respondí que ciertamente eso sería lo más sencillo, pero que los abogados procuradores teníamos un sistema de agencias que trabajan entre sí, de tal manera que las tareas pueden llevarse a cabo en cualquier localidad de acuerdo con las instrucciones de uno de nosotros, de modo que el cliente, poniendo sus asuntos en manos de cualquiera, puede ver realizados sus deseos sin problema alguno.
—Pero —dijo— yo tendría la libertad de dar las instrucciones por mí mismo, ¿no es así?
—Desde luego —repliqué—, y así lo hacen a menudo los hombres de negocios que no quieren que nada de lo que se refiere a sus asuntos sea conocido por nadie.
—¡Bien! —dijo, y pasó a hacer preguntas acerca de cómo hacer envíos y las formalidades necesarias al respecto, así como sobre toda clase de problemas que pudieran presentarse y prevenirse.
Le expliqué lo mejor que pude todo lo que quería saber, y en verdad que pensé que hubiese podido ser un maravilloso abogado procurador, pues no había nada que no hubiera pensado o previsto[48], teniendo en cuenta que era una persona que nunca había estado en Inglaterra y que, obviamente, tampoco había tenido mucho que ver con los negocios. Su conocimiento y perspicacia eran asombrosos[49]. Una vez que le hube satisfecho sobre las cuestiones de que me había hablado, verificando todo lo que pude en los libros disponibles, se puso repentinamente en pie y dijo:
—¿Ha vuelto usted a escribir desde su primera carta a nuestro amigo Mr. Peter Hawkins, o a alguna otra persona?
Le contesté, no sin alguna amargura en el corazón, que no, y que hasta el momento no había encontrado la oportunidad para escribir a nadie.
—Entonces hágalo y escriba ahora, mi joven amigo —dijo, dejando caer una pesada mano sobre mi hombro—. Escriba a nuestro amigo y a cualquier otra persona, y dígales, si ello le place, que usted permanecerá conmigo todavía un mes más.
—¿Desea usted que me quede tanto tiempo? —le pregunté, pues no me gustó tal perspectiva.
—Lo deseo vivamente; de ningún modo admitiré una negativa. Cuando su patrón, su jefe o como quiera llamarle, se comprometió a enviarme a alguien en su nombre, quedó entendido que sólo se tendrían en consideración mis necesidades. Yo no he escatimado en nada, ¿no es así?
¿Qué otra cosa podía hacer yo sino asentir? Se trataba de los intereses de Mr. Hawkins, no de los míos; yo tenía que pensar en él, no en mí mismo; y además, mientras el Conde Drácula hablaba, había algo en sus ojos y en su actitud que me hizo recordar que yo era un prisionero y que, aunque quisiera, no tenía otra elección. El Conde vio su victoria en mi inclinación de cabeza y su poder en mi rostro turbado, pues comenzó de inmediato a utilizar ambas cosas, pero a su propia manera, delicada e irresistible:
—Le ruego, mi joven y buen amigo, que en sus cartas no trate de nada que no sean asuntos profesionales. Sin duda les gustará a sus amigos saber que usted se encuentra bien y que está deseando volver con ellos, ¿no es así?
Conforme hablaba, me entregó tres hojas y tres sobres. Eran del más fino papel de correspondencia para el extranjero, y al mirar lo que me daba y mirarle después a él y ver su plácida sonrisa, con los afilados colmillos sobresaliendo de las rojas encías, comprendí tan claramente como si lo hubiera dicho con palabras que debía ser cuidadoso con lo que iba a escribir, pues podría leerlo. Así pues, he decidido no escribir desde ahora nada sino notas formales, pero hacerlo en secreto y ampliamente a Mr. Hawkins y también a Mina, ya que a ella podía hacerlo en taquigrafía[50], lo que sin duda dejaría perplejo al Conde, si lo veía. Cuando hube terminado mis dos cartas, quedé en silencio; mientras, el Conde redactaba varias notas y consultaba algunos libros que tenía sobre la mesa. Cogió mis dos misivas, las unió con las suyas y las dejó todas junto al recado de escribir, tras de lo cual, en el mismo instante en que se cerró la puerta tras él, me incliné para mirar las cartas, que estaban todas boca abajo sobre la mesa. No sentí reparo alguno en hacerlo, pues dadas las circunstancias pensé que debía protegerme a mí mismo de todos los modos posibles.
Una de las cartas estaba dirigida a Samuel F. Billington, en el número 7 de The Crescent, Whitby[51]; otra a Herr Leutner, Varna[52]; la tercera a Coutts and Company, Londres[53]; la cuarta a Herren Klopstock y Billreuth, banqueros, Budapest[54]. La segunda y la última no estaban cerradas. Me encontraba a punto de leerlas cuando vi que se movía el picaporte de la puerta. Me hundí en mi asiento, teniendo el tiempo justo para colocar las cartas en su sitio en el orden en que habían estado, y reanudé la lectura de mi libro antes de que el Conde, con otra carta más en la mano, entrase en la habitación. Cogió las que estaban sobre la mesa, les puso los sellos con todo cuidado y, dirigiéndose a mí, me dijo:
—Confío en que me perdone, pero esta noche tengo mucho trabajo que hacer en privado. Espero que encuentre todo a su gusto. —Ya en la puerta se volvió, y después de una brevísima pausa, añadió—: Déjeme aconsejarle, mi joven y querido amigo…; no, déjeme advertirle con toda seriedad que si usted deja estas habitaciones no debe, bajo ningún pretexto, dormir en otra parte del castillo. Es viejo, tiene muchos recuerdos y malos sueños para quienes duermen de manera imprudente. ¡Queda avisado! Si el sueño le vence ahora o en otro momento, o le parece que le va a vencer, corra a su dormitorio o a estas habitaciones y así descansará sin peligro. Pero si no es prudente por lo que a esto respecta, entonces…
Terminó de hablar de forma estremecedora, pues hizo con las manos un gesto como de lavárselas. Comprendí perfectamente; mi única duda era si algún sueño podía ser más espantoso que la antinatural y horrible red de tinieblas y misterio que parecía cerrarse en torno a mí.
Más tarde.—Confirmo las últimas palabras escritas, pero esta vez ya no hay duda. No temeré dormir en cualquier sitio donde él no esté. He colocado el crucifijo sobre la cabecera de la cama. Imagino que mi descanso estará así más libre de pesadillas, y ahí se quedará[55].
Cuando se marchó, me fui a mi dormitorio. Al poco, no oyendo nada, salí y subí la escalera de piedra hasta donde se puede mirar hacia el sur. Había como una sensación de libertad en aquel vasto panorama, inaccesible, sin embargo, para mí, comparado con la oscura estrechez del patio. Mirando desde allí sentí que, sin duda, estaba en una prisión, y sentí la necesidad de respirar aire fresco, aunque fuera el de la noche. Estoy empezando a notar los efectos de esta existencia nocturna. Está destrozando mis nervios. Me asusto de mi propia sombra y me asaltan horribles imágenes. ¡Bien sabe Dios que hay motivos para toda clase de terribles temores en este lugar maldito! Estuve contemplando el hermoso panorama, bañado por la suave luz amarilla de la luna[56] de tal manera que parecía casi de día. Bajo esa delicada claridad, parecía como si se disolviesen los lejanos montes, y las sombras de valles y barrancos adquirían una negrura aterciopelada[57]. Era como si me saludara la pura belleza; había paz y sosiego en cada bocanada de aire que respiraba. Al reclinarme en la ventana vi algo que se movía a la altura del piso de abajo, un poco hacia mi izquierda, allí donde yo creía, por la orientación de las habitaciones, que se abrían las ventanas del Conde. La mía era alta y profunda, con parteluz de piedra[58] que, aunque erosionado por los elementos, estaba todavía entero, pero era evidente que hacía mucho tiempo que había desaparecido el bastidor[59] del ventanal. Me protegí tras el antepecho y miré atentamente.
Lo que vi fue la cabeza del Conde saliendo por la ventana. No le vi el rostro, pero le reconocí por su cuello y movimientos de espalda y brazos. No podían engañarme, en cualquier caso, sus manos, que yo había tenido muchas ocasiones para estudiar. Al comienzo me interesó e incluso me entretuvo un tanto lo que veía, ya que es asombroso lo poco que se necesita para interesar y entretener a un prisionero. Pero mis sentimientos se transformaron en repulsión y terror cuando vi que todo su cuerpo emergía lentamente por la ventana y comenzaba a deslizarse por el muro del castillo, que se erguía sobre el espantoso abismo, cabeza abajo, con la capa desplegada en torno suyo como si de grandes alas se tratase[60]. Al principio no podía dar crédito a mis ojos. Pensé que se trataba de una engañosa confusión debida a la luz de la luna, de un fantástico efecto en las sombras, pero seguí mirando y, sin duda, no podía tratarse de una ilusión. Vi cómo se aferraba con los dedos de las manos y de los pies a los bordes de los sillares, casi sin mortero por el paso de los años, utilizando así todos los salientes e irregularidades para desplazarse hacia abajo con considerable rapidez, igual que una lagartija se mueve por las paredes[61].
¿Qué clase de hombre es este, qué clase de criatura con aspecto humano? Siento que me invade el terror que me inspira este horrible lugar, tengo miedo —un miedo espantoso— y no tengo escapatoria; estoy rodeado de terrores en los que no me atrevo a pensar…
15 de mayo.—De nuevo he visto al Conde salir como si fuese una lagartija. Fue bajando de lado unos treinta metros, casi siempre hacia la izquierda. Desapareció en algún agujero o ventana. Cuando perdí de vista su cabeza, me incliné para intentar ver más, pero sin éxito, pues la distancia era demasiado grande como para poder tener un apropiado ángulo de visión. Sabía que había salido del castillo, y pensé en aprovechar la oportunidad para explorar más de lo que hasta entonces me había atrevido. Volví a mi habitación y, tras coger una lámpara, intenté abrir las diferentes puertas. Todas estaban cerradas con llave, como suponía, y las cerraduras eran relativamente nuevas, pero bajé por la escalera de piedra hasta el vestíbulo por donde había entrado la primera vez. Pude descorrer los cerrojos con relativa facilidad y soltar las pesadas cadenas, ¡pero la puerta estaba cerrada con llave y esta había desaparecido! Dicha llave debía de estar en la habitación del Conde; he de observar si deja su puerta abierta para cogerla y escapar. Realicé un exhaustivo examen de las diversas escaleras y corredores, probando las puertas que daban a unas y otros. Cerca del vestíbulo había un par de pequeñas habitaciones abiertas, pero en su interior no había nada que ver, excepto viejos muebles, polvorientos y apolillados. Sin embargo, encontré por último en lo alto de una escalera una puerta que, si bien parecía cerrada, cedió algo al empujarla. Hice más fuerza y descubrí que no estaba realmente cerrada, sino que la resistencia se debía a que las bisagras se habían aflojado un tanto, con lo que la pesada puerta descansaba en el suelo. Tenía ante mí una oportunidad que acaso no volvería a tener, de modo que me esforcé y, con muchas dificultades, pude dejarla entreabierta y entrar. Me encontraba ahora en un ala del castillo más a la derecha que las habitaciones que conocía, y un piso por debajo. Desde las ventanas pude ver que la serie de habitaciones se extiende por la parte meridional del castillo, y que las ventanas de la última estancia dan al oeste y al sur. Por ambos lados hay un gran precipicio. El castillo fue construido sobre uno de los cuatro lados de un enorme peñón, de modo que por los otros tres era totalmente inexpugnable; a los ventanales de la fortaleza no podían llegar los proyectiles de la honda, el arco o la culebrina[62] y, como consecuencia, quedaban aseguradas así la luz y la comodidad, imposibles en una posición que tuviera que ser defendida. Hacia el oeste se abría un gran valle, y más allá, alzándose a lo lejos, grandes barreras de melladas montañas e innumerables picos[63], uno tras otro, pura roca salpicada de mostellares y espinos, cuyas raíces se aferran a las grietas, hendiduras y anfractuosidades de la piedra[64]. Esta era, sin duda, la parte del castillo habitada en el pasado, pues el mobiliario tenía un aspecto más confortable que todo lo que había visto hasta el momento. Las ventanas carecían de cortinajes, y la amarilla luz de la luna que entraba a raudales por los paneles con forma de rombos permitía incuso distinguir los colores, y disimulaba la cantidad de polvo que había por todas partes y, en alguna medida, los estragos causados por el tiempo y la polilla. Mi lámpara no parecía servir de mucho bajo la brillante luz de la luna, pero me alegré de tenerla conmigo, ya que en aquel lugar la soledad era tan terrible que me encogía el corazón y me hacía temblar. Sin embargo, esto era mejor que vivir aislado en las habitaciones que había llegado a odiar por la presencia del Conde, y, después de intentar controlar mis nervios, noté que me invadía una dulce tranquilidad. Aquí estoy, sentado ante una mesita de roble, donde acaso una hermosa dama se sentaba también, en tiempos pasados, para escribir, tras mucho pensar y ruborizarse, su carta de amor con faltas de ortografía; aquí estoy, escribiendo taquigráficamente en mi diario todo lo que ha ocurrido desde que lo cerré la última vez. Ya estamos en el siglo XIX bien avanzado y, sin embargo, a menos que me engañen mis sentidos, los siglos pasados tenían, y tienen, unos poderes propios que la simple «modernidad» no puede destruir.
Más tarde, mañana del 16 de mayo.—Que Dios me conserve en mi sano juicio, pues a esto me veo reducido. La seguridad y la certeza de la seguridad pertenecen al pasado. Mientras viva aquí sólo puedo desear una sola cosa: no volverme loco, si es que no lo estoy ya. Si no estoy loco, es entonces enloquecedor pensar que, de todas las cosas espantosas que me acechan en este odioso lugar, es el Conde el que menos me horroriza; que sólo a él puedo acudir en busca de seguridad, aunque únicamente sea mientras pueda serle de utilidad para sus propósitos. ¡Gran Dios! ¡Dios misericordioso! Haz que conserve la calma, pues fuera de ella se encuentra sin duda la locura[65]. Empiezo a ver claras ciertas cosas que me habían confundido[66]. Hasta ahora no sabía exactamente lo que Shakespeare quería decir cuando puso en boca de Hamlet las siguientes palabras:
«¡Mis tablillas, pronto, mis tablillas!
Es el momento de escribirlo», etc.
Pues ahora que me siento como si se me hubiese trastornado la mente o como si hubiese sufrido la conmoción que acabará por desquiciarla, vuelvo a mi diario en busca de sosiego[67]. La costumbre de anotarlo todo cuidadosamente me ayudará a serenarme.
La misteriosa advertencia del Conde me asustó en su momento; ahora me atemoriza más cuando pienso en ella, pues en el futuro el Conde tendrá un terrible poder sobre mí.
¡Tendré miedo de dudar de lo que quiera decirme!
Cuando terminé de escribir en mi diario[68] y de, providencialmente, haberlo guardado en mi bolsillo junto con la pluma, sentí deseos de dormir. Vino a mi mente la advertencia del Conde, pero me complacía desobedecerla. El sueño me iba invadiendo, y con él la obstinación que lo acompaña. La delicada luz de la luna me tranquilizaba, y el inmenso panorama del exterior me producía una sensación de libertad que me tonificaba. Decidí no volver esta noche a las tenebrosas habitaciones y dormir aquí, donde un día las damas de antaño se habían sentado, habían cantado y habían vivido sus dulces vidas mientras sus gentiles pechos languidecían por la ausencia de sus hombres, perdidos en medio de crueles guerras. Moví un gran diván de su sitio y lo coloqué cerca del rincón, de modo que tumbado en él tenía ante mis ojos la hermosa vista que se abría hacia oriente y el mediodía, y sin preocuparme ni pensar en el polvo, me preparé para dormir.
Supongo que, en efecto, debí de quedarme dormido; así lo espero, pero me temo que todo lo que siguió fue sobrecogedoramente real, tan real que ahora, sentado aquí, a plena luz del sol de la mañana, no puedo creer, en modo alguno, que todo fuese un sueño.
No estaba solo. La estancia era la misma; no había cambiado en nada desde que yo entré en ella; podía ver en el suelo, a la brillante luz de la luna, las huellas de mis pisadas en el polvo acumulado. Frente a mí, iluminadas por el brillante resplandor de la luna, había tres jóvenes damas, según sus vestidos y ademanes[69]. En aquel momento, cuando las vi, pensé que estaba soñando, pues a pesar de que la luz de la luna estaba tras ellas, no se proyectaban sus sombras en el suelo. Se acercaron y me miraron durante algún tiempo; después cuchichearon entre ellas. Dos eran morenas y de larga nariz aquilina, como el Conde, y tenían ojos oscuros y penetrantes, que parecían casi de color rojo en contraste con el suave amarillo de la luna. La otra era rubia, tan rubia como es posible serlo, con espesas y ondulantes masas de cabello dorado y ojos como pálidos zafiros. Su rostro me pareció conocido, como si lo hubiera visto en alguna pesadilla, mas en aquel momento no pude recordar cómo o dónde[70]. Las tres lucían blancos y relucientes dientes, que brillaban como perlas junto al rubí de sus voluptuosos labios. Había algo en ellas que me inquietó, algo que me hacía desearlas y al propio tiempo me inspiraba un temor mortal. Sentí que mi corazón se inflamaba con un perverso y ardiente deseo: que me besaran con sus rojos labios. No debería anotar esto, pues un día puede verlo Mina con sus propios ojos y sentirse herida; pero es la verdad[71]. Cuchichearon y se echaron a reír con una risa argentina y musical, pero tan cruel que no parecía brotar de unos delicados labios humanos. Era como la insoportable y tintineante dulzura de unas copas con agua cuando las hace vibrar una mano hábil[72]. La joven rubia movió la cabeza con coquetería y las otras dos la incitaron. Una de ellas dijo: «¡Adelante! Tú eres la primera y nosotras te seguiremos; tú tienes derecho a comenzar»[73]. La otra añadió: «Es joven y fuerte; hay besos para todas nosotras»[74]. Yo permanecí tumbado, mirando con los ojos entreabiertos, en una agonía de deliciosa anticipación. La joven rubia se acercó para inclinarse sobre mí hasta el punto de que pude sentir su aliento. El cual, en cierto sentido, era dulce, dulce como la miel, y producía en mis nervios el mismo cosquilleo que el escuchar su voz, pero había un algo acre bajo su dulzura, acre y ofensivo, como se percibe en el olor de la sangre[75].
Tuve miedo de abrir los párpados, pero me atreví a mirar y pude ver perfectamente por entre las pestañas. La joven rubia estaba de rodillas, inclinada sobre mí, mostrando, sencillamente, una satisfacción maligna[76]. Se trataba de una voluptuosidad deliberada, que era al mismo tiempo excitante y repulsiva, y al arquear el cuello se relamió los labios como un animal, de forma que a la luz de la luna pude ver la reluciente humedad en sus labios escarlatas y en su roja lengua, que lamía los blancos y afilados dientes. Su cabeza fue bajando hasta que sus labios llegaron por debajo de mi boca y de mi barbilla y parecieron a punto de cerrarse sobre mi garganta. Entonces se detuvo, y pude escuchar el chasquido que producía su lengua al lamerse los dientes y los labios, y sentí su cálido aliento en mi cuello. La piel de mi garganta comenzó a hormiguear como ocurre cuando se acerca más y más la mano que va a hacernos cosquillas. Podía sentir la caricia suave y trémula de sus labios en la piel hipersensible de mi cuello, y el duro contacto de dos dientes afilados que se detuvieron allí. Cerré los ojos en lánguido éxtasis y esperé; esperé con el corazón palpitando fuertemente.
Pero en aquel momento otra sensación me estremeció como un relámpago. Tuve conciencia de la presencia del Conde y de la furia tempestuosa que le dominaba. Abrí mis ojos de forma involuntaria y vi su poderosa mano asiendo por el delgado cuello a la mujer rubia y, con la fuerza de un gigante, echarla hacia atrás, con sus azules ojos transformados por la furia, sus blancos dientes castañeteando de rabia y sus pálidas mejillas encendidas por la ira. ¡El Conde! Nunca hubiera imaginado tanta ira y furor ni siquiera en los demonios del abismo infernal. Sus ojos, literalmente, llameaban. El rojo fulgor que despedían era terrible, como si las llamas del infierno ardiesen detrás de ellos. Su rostro estaba mortalmente pálido, y sus arrugas tan tensas como alambres. Sus espesas cejas, que se juntaban por encima de la nariz, parecían ahora una barra de metal al rojo vivo. Arrojó a la mujer lejos de él con un brutal movimiento de su brazo para después dirigirse hacia las otras como si fuese a echarlas violentamente hacia atrás; era el mismo gesto imperioso que yo había visto utilizar con los lobos. Con una voz que a pesar de ser baja y casi susurrante pareció cortar el aire y después resonar en toda la estancia, dijo:
—¿Cómo os atrevéis ninguna de vosotras a tocarle? ¿Cómo osáis mirarle cuando lo he prohibido? ¡Atrás, he dicho! ¡Este hombre me pertenece! ¡Cuidado con meteros con él, porque os las veréis conmigo!
La joven rubia, con una risa de obscena coquetería, le contestó así:
—¡Tú nunca has amado; tú nunca amas!
Se le unieron las otras mujeres, y sus risas sin alegría, ásperas y sin alma, resonaron de tal modo en la estancia que casi me hicieron perder el sentido; parecían como las de unos demonios. Entonces, el Conde, tras mirarme atentamente a la cara, se volvió hacia ellas y dijo con suave susurro:
—Sí; yo también puedo amar. Vosotras mismas pudisteis comprobarlo en el pasado. ¿No es así? Bien, ahora os prometo que cuando haya acabado con él podréis besarle cuanto gustéis[77]. ¡Ahora, fuera! ¡Fuera! Tengo que despertarle, pues hay trabajo que hacer[78].
—¿No vamos a tener nada esta noche? —dijo una de ellas con una risa sofocada, al tiempo que señalaba la bolsa que el Conde había arrojado al suelo[79] y que se rebullía como si en su interior hubiese algo vivo. Por toda respuesta, Drácula movió afirmativamente la cabeza. Una de las mujeres se abalanzó sobre la bolsa y la abrió. Si mis oídos no me engañaron, pude escuchar una respiración entrecortada y un gemido como de niño medio asfixiado. Las mujeres le rodearon, mientras que yo me quedé paralizado de horror. Cuando volví a mirar, habían desaparecido, y con ellas la espantosa bolsa. No había puerta alguna cerca y no podían haber pasado junto a mí sin que yo no me hubiese dado cuenta. Parecía como si, sencillamente, se hubiesen desvanecido en los rayos de la luna y salido por la ventana, ya que por un momento pude ver en el exterior sus tenues y borrosas formas antes de desaparecer por completo.
Entonces el horror se apoderó de mí y caí en la inconsciencia[80].