DIARIO DE JONATHAN HARKER
—continuación.
5 de mayo.—Debí de dormirme, pues, si hubiese estado completamente despierto, sin duda me habría dado cuenta de que nos acercábamos a tan notable lugar. En las tinieblas, el patio parecía de considerables dimensiones, y como tenía varios accesos oscuros que salían de él bajo grandes arcos semicirculares, quizá parecía más grande de lo que en realidad era. Todavía no he tenido la oportunidad para verlo de día.
Cuando la calesa se detuvo, el cochero echó pie a tierra y me ofreció su mano para ayudarme a bajar. No pude por menos, otra vez, de notar su prodigiosa fuerza. Su mano parecía verdaderamente como una tenaza de acero que hubiera podido aplastar la mía si él se lo hubiera propuesto. Después cogió mis trastos[2] y los depositó en tierra junto a mí, mientras yo permanecía cerca de un gran portón, viejo y tachonado con grandes clavos de hierro, instalado entre enormes sillares. Pude notar, incluso en la oscuridad, que las piedras estaban todas talladas, pero muy desgastadas por la acción del tiempo y de los elementos. Mientras yo permanecía allí, el cochero subió de nuevo a su asiento y sacudió las riendas; los caballos emprendieron la marcha y el carruaje desapareció por una de las oscuras aberturas.
Permanecí en silencio donde estaba, pues no sabía qué hacer. No había señales de campanillas ni llamadores; no parecía posible que mi voz atravesara los torvos muros ni los opacos ventanales. Esperé un tiempo que me pareció eterno y sentí que me asaltaban dudas y temores. ¿A qué clase de sitio había llegado y entre qué clase de gente había caído? ¿En qué aventura me había embarcado?[3]. ¿Era éste un suceso normal en la vida de un pasante de abogado, enviado a tratar sobre la adquisición de una propiedad en Londres por parte de un extranjero? ¡Pasante de abogado![4]. A Mina no le gustaba. Abogado, pues justo antes de salir de Londres supe que había tenido éxito en mi examen: ¡ahora soy un abogado hecho y derecho! Empecé a frotarme los ojos y a pellizcarme para comprobar que estaba despierto. Todo me parecía como una horrible pesadilla, de la cual despertaría pronto para encontrarme en mi casa, con la luz del amanecer queriendo entrar por las ventanas, como sucedía por las mañanas después de un día de trabajo. Pero mi cuerpo respondió a la prueba de los pellizcos, y mis ojos no me engañaban. Yo estaba sin duda despierto, y en medio de los Cárpatos[5]. Lo único que podía hacer era tener paciencia y esperar la venida del nuevo día.
En el preciso momento en que llegué a esta conclusión, oí unos sonoros pasos que se acercaban por el otro lado de la gran puerta y vi, a través de las hendiduras, el brillo de una luz aproximándose.[6] Después fue el ruido de cadenas y el rechinar de grandes cerrojos al ser descorridos. Giró una llave con el fuerte chirrido de la falta de uso, y la gran puerta se abrió. Al otro lado apareció un anciano alto, perfectamente afeitado, excepción hecha de un blanco bigote, vestido de negro de pies a cabeza y sin un solo detalle de color[7]. Llevaba en la mano una antigua lámpara de plata, cuya llama ardía sin tubo ni globo protector de ninguna clase y que proyectaba largas y temblorosas sombras al oscilar con la corriente que dejaba pasar la puerta abierta[8]. El anciano extendió hacia mí su mano derecha con un gesto de cortesía y dijo en un excelente inglés, si bien con extraña entonación:
—¡Bienvenido a mi casa! ¡Entre libremente y por su propia voluntad![9].
No hizo intención alguna de acercarse a mí, sino que permaneció donde estaba, al igual que una estatua, y como si su gesto de bienvenida le hubiese convertido en piedra. Sin embargo, en el instante mismo en que traspasé el umbral, se adelantó con una especie de impulso y, alargando su mano, tomó la mía con tal vigor que me hizo vacilar; vigor que no disminuyó por el hecho de que parecía tan fría como el hielo, más semejante a la de un muerto que a la de un ser vivo. Dijo de nuevo:
—¡Bienvenido a mi casa! ¡Entre libremente! ¡Váyase sin novedad y deje aquí algo de la felicidad que trae!
La fuerza de su apretón de manos se parecía tanto a la que había notado en el cochero, cuyo rostro yo no había visto, que por un momento dudé de si no era la misma persona a quien estaba hablando ahora; para asegurarme, dije con tono interrogante:
—¿El Conde Drácula?
Se inclinó ceremoniosamente mientras respondía:
—Soy Drácula, y le doy la bienvenida a mi casa, Mr. Harker[10]. Entre; el aire de la noche es frío, y seguramente usted necesita comer algo y descansar[11]. —Mientras hablaba, puso la lámpara en un soporte de la pared y, dando unos pasos, cogió mi equipaje antes de que yo pudiera anticiparme. Protesté, pero insistió—: De ningún modo, señor; es usted mi invitado. Es tarde, y mis criados ya no están disponibles. Permítame que sea yo mismo quien se ocupe de su comodidad.
Insistió en llevar mis maletas a lo largo del corredor y después por una gran escalera de caracol y por otro largo pasillo, sobre cuyas losas de piedra resonaban fuertemente nuestros pasos. Por último, abrió una pesada puerta y me alegré de ver una habitación bien iluminada, con una mesa dispuesta para la cena y una enorme chimenea en la que ardía un gran fuego de leños chisporroteantes.
El Conde se detuvo, dejó en el suelo las maletas, cerró la puerta y, cruzando la habitación, abrió otra puerta que conducía a un pequeño cuarto octogonal, iluminado por una sola lámpara y, a lo que parecía, sin ninguna clase de ventana[12]. Cruzándolo, abrió una puerta más y me indicó que pasara. Fue una visión acogedora, pues se trataba de un gran dormitorio iluminado y calentado por los troncos de otra enorme chimenea, que exhalaban hacia arriba un cavernoso rugido. El Conde dejó mi equipaje y se retiró, diciendo antes de cerrar:
—Después de su viaje necesitará refrescarse y arreglarse. Confío en que encontrará todo lo que necesite[13]. Cuando haya terminado, venga a la otra habitación; allí encontrará preparada su cena.
La luz, el calor y el cortés recibimiento del Conde habían disipado todas mis dudas y temores. Una vez recuperado mi estado normal, descubrí que estaba muerto de hambre, así que me arreglé rápidamente y me dirigí a la otra habitación.
Encontré la cena ya servida[14]. Mi anfitrión, de pie junto a la gran chimenea y apoyado en ella, me señaló la mesa con un elegante gesto de su mano y dijo:
—Se lo ruego, siéntese y sírvase lo que guste. Confío en que me disculpe si no me uno a usted, pero ya comí y nunca ceno[15].
Le entregué la carta sellada que me había confiado Mr. Hawkins[16]. La abrió y la leyó atentamente; después, con una encantadora sonrisa, me la devolvió para que yo también la leyera. Al menos un pasaje me hizo sentirme halagado[17]:
«Lamento mucho que un ataque de gota[18], de la que sufro constantemente, me prohíba por completo cualquier viaje por algún tiempo, pero tengo la satisfacción de decir que le envío un sustituto en el cual tengo depositada toda mi confianza más absoluta. Se trata de un joven lleno de energía y talento a su propia manera, y de total lealtad. Es discreto, reservado, y se ha hecho hombre trabajando. Estará a su disposición en todo lo que usted necesite durante su estancia ahí y cumplirá sus instrucciones en todo».
El Conde se acercó a la mesa y destapó una fuente, y yo casi me lancé de inmediato sobre un excelente pollo asado[19]. En esto, junto con algo de queso, una ensalada y una botella de viejo Tokay[20] de la que tomé dos vasos, consistió mi cena. Mientras yo comía, el Conde me hizo muchas preguntas acerca de mi viaje, y poco a poco le conté todas las incidencias del mismo[21].
Cuando acabé la narración, ya había terminado de cenar, y a ruego de mi anfitrión acerqué una silla al fuego y comencé a fumar un cigarro puro que me había ofrecido, al tiempo que se excusaba diciendo que él no fumaba. Pude entonces observarle y descubrí que tenía una fisonomía[22] muy acusada. Su rostro era notoriamente aguileño y alto el puente de su nariz, la cual era delgada y con las aletas arqueadas de modo peculiar; la frente la tenía asimismo alta, y abombada, y escaso cabello en torno a las sienes, pero muy abundante por lo demás. Las cejas, muy pobladas y casi juntas[23], eran tan selváticas que sus pelos parecían curvarse debido a su profusión. La boca, hasta donde pude verla bajo el espeso bigote, tenía un aspecto firme y más bien cruel, con dientes extrañamente blancos y afilados que le asomaban por entre los labios, cuyo notable color rojo era una muestra de asombrosa vitalidad en un hombre de su edad[24]. En cuanto a lo demás, sus orejas eran muy blancas y terminaban de forma muy puntiaguda, la barbilla, ancha y fuerte, y las mejillas firmes, aunque delgadas. La impresión general que daba era de extraordinaria palidez[25].
Hasta ahora sólo había visto sus manos por el dorso, mientras las tenía apoyadas sobre las rodillas, junto a la chimenea, y me habían parecido más bien blancas y delicadas, pero ahora, teniéndolas tan cerca, me di cuenta de que eran toscas, anchas y con dedos rechonchos. Y algo muy extraño: tenía vello en el centro de las palmas. Las uñas eran largas y finas, y terminadas en afilada punta[26]. Cuando el Conde se inclinó hacia mí y me tocó con sus manos, no pude por menos de reprimir un estremecimiento[27]. Pudo deberse a que su aliento era fétido, pero sentí una horrible náusea que no pude evitar[28]. El Conde, evidentemente dándose cuenta de ello, se echó hacia atrás, sonrió con una especie de mueca, con lo que mostró más de lo que yo había visto hasta entonces de sus protuberantes dientes, y volvió a sentarse en su lugar, junto a la chimenea. Ambos permanecimos en silencio por un tiempo y, cuando miré hacia la ventana, vi las primeras y tenues luces del amanecer. Parecía haber un extraño silencio por doquier, pero poniendo atención pude escuchar, viniendo de las profundidades del valle, el aullido de muchos lobos. Los ojos del Conde resplandecieron, y dijo:
—Escúchelos: los hijos de la noche. ¡Qué concierto hacen! —y notando, supongo, algún gesto extraño en mi rostro, añadió—: Ah, señor mío, ustedes, los habitantes de las ciudades, no pueden comprender lo que siente el cazador. —Se puso en pie—: Pero usted estará cansado. Su dormitorio está ya preparado, y mañana puede descansar tanto como quiera. Estaré ausente hasta la tarde; así pues, duerma bien y tenga buenos sueños.
Y con una cortés reverencia, me abrió la puerta de la habitación octogonal y entré en mi dormitorio…
Me siento en un mar de confusiones. Dudo; temo; pienso en extrañas cosas que no me atrevo a confesarme a mí mismo. ¡Que Dios me proteja, aunque sólo sea por los seres a quienes quiero!
7 de mayo[29].—Amanece de nuevo, pero he descansado y disfrutado las últimas veinticuatro horas. Dormí hasta tarde y me desperté por mí mismo. Una vez vestido, me dirigí a la habitación donde había cenado la noche anterior y me encontré con un desayuno frío, con el café mantenido caliente gracias al recipiente colocado junto al fuego de la chimenea. Sobre la mesa había una tarjeta en que podía leerse lo siguiente:
«He de ausentarme por un rato. No me espere.-D.». Así pues, me senté a disfrutar de una buena comida. Cuando acabé, busqué una campanilla para avisar a los criados de que ya había terminado, pero no encontré ninguna. En esta casa hay, sin duda, algunas deficiencias, teniendo en cuenta las extraordinarias evidencias de riqueza que me rodean. La vajilla es de oro, y tan bellamente trabajada que debe de tener un enorme valor. Las cortinas y el tapizado de sillones y sofás, así como los cortinajes de mi cama, todo ello con los más costosos y hermosos tejidos, debieron de tener un valor fabuloso cuando fueron hechos, pues a pesar de tener varios siglos se conservan en excelente estado. He visto algo parecido en Hampton Court, pero ya raído, deshilachado y comido por las polillas[30]. En cambio no hay ni un solo espejo en ninguna de las habitaciones. No lo hay ni siquiera en la mesita de tocador, y he tenido que sacar de mi maleta el espejo que uso para afeitarme o peinarme. No he visto criado alguno ni escuchado nada en los aledaños del castillo, excepto el aullido de los lobos. Cuando hube acabado lo que no sé si llamar desayuno o cena, pues eran entre las 5:00 y las 6:00[31], miré a mi alrededor buscando algo para leer, ya que no quería andar por el castillo sin pedirle permiso al Conde. No había absolutamente nada en la habitación, ni libro ni periódico, ni siquiera recado de escribir, así que abrí otra puerta y me encontré con una especie de biblioteca. Quise abrir la puerta que se encontraba justo enfrente, pero estaba cerrada con llave.
En la biblioteca, para mi gran delicia, había un gran número de libros ingleses[32] que ocupaban estantes enteros, así como volúmenes encuadernados de revistas y periódicos. En el centro de la estancia, una mesa estaba también cubierta con publicaciones inglesas, pero ninguna de fecha reciente. Los libros eran de las más diversas materias —historia, geografía, política, economía política, botánica[33], geología[34], leyes— y todos relativos a Inglaterra y a la vida, costumbres y actitudes inglesas. Había incluso obras de referencia, tales como el London Directory[35] los libros Red y Blue[36], el Whitaker Almanack[37], los escalafones del Ejército y de la Marina[38] y algo que me alegró el corazón: el Directorio Legal[39].
Mientras estaba mirando los libros, se abrió la puerta y entró el Conde. Me saludó cordialmente y manifestó su deseo de que yo hubiera descansado bien. Después continuó:
—Me satisface que haya sabido cómo llegar hasta aquí, pues estoy seguro de que hay muchas cosas que le interesarán. Estos amigos —y pasó la mano por varios de los libros— han sido buenos compañeros míos, y durante varios años, desde que tuve la idea de ir a Londres, me han proporcionado muchas, muchas horas placenteras. Gracias a ellos he llegado a conocer vuestra gran Inglaterra, y conocerla es amarla. Deseo caminar por las populosas calles de vuestro inmenso Londres, sumergirme en el torbellino y el torrente de su humanidad, compartir su vida, sus cambios, su muerte y todo aquello que hace que sea lo que es[40]. Mas, por desgracia, hasta ahora sólo conozco su lengua a través de los libros. Con usted, amigo mío, veo que podré hablarla.
—¡Pero Conde —dije—, usted conoce y habla el inglés perfectamente!
Hizo una cortés reverencia.
—Le agradezco, amigo mío, su halagadora opinión, pero temo que aún me queda algo de camino por recorrer. Cierto, conozco la gramática y las palabras, pero no sé cómo hablar[41].
—Usted habla, sin duda, de manera excelente —dije.
—No es así —respondió—. Sé bien que si yo fuera a Londres y hablara, todos me identificarían como extranjero. No me basta. Soy un noble; un boyardo[42]; aquí las gentes me conocen y soy el señor. Pero un extranjero en tierra extranjera[43] no es nadie; no le conocen, y no conocerle significa no respetarle. Me conformo con ser como los demás, de modo que nadie se pare al verme ni deje de hablar al escuchar mis palabras para exclamar «¡Ah, ah! ¡Un extranjero!». He sido señor durante tanto tiempo que quisiera seguir siéndolo, o al menos que nadie pueda serlo de mí. Usted ha venido aquí no sólo como agente de mi amigo Peter Hawkins, de Exeter, para informarme de todo lo relativo a mi nueva propiedad londinense. Espero que permanezca conmigo descansando por algún tiempo, de manera que gracias a nuestras conversaciones pueda aprender la entonación inglesa y me diga cuándo cometo un error, por pequeño que sea. Lamento haber estado ausente hoy por tanto tiempo, pero usted sabrá perdonar, lo sé, a quien, como yo, tiene entre manos muchos asuntos importantes.
Naturalmente, le dije todo lo que pude acerca de mi buena voluntad, y le pregunté si yo podía entrar en esta habitación en cualquier momento. Respondió:
—Sí, claro está. Usted puede ir a cualquier parte del castillo que desee, excepto cuando encuentre una puerta cerrada con llave, la cual, sin duda, no querrá trasponer. Hay razones para que todas las cosas sean como son, y si lo viese como yo lo veo y supiese lo que yo sé, quizá lo entendería mejor. —Tras decirle que estaba seguro de ello, prosiguió así—: Estamos en Transilvania, y Transilvania no es Inglaterra. Nuestras costumbres no son las de ustedes, y hay muchas cosas que le parecerán extrañas. Pero por lo que usted me ha contado de las experiencias que ha tenido hasta ahora, ya sabe usted algo de las raras cosas que pueden suceder aquí.
Esto condujo a una larga conversación, y como era evidente que el Conde quería hablar, aunque sólo fuera por el gusto de hacerlo, le hice muchas preguntas acerca de lo que me había ocurrido o de otras cosas de que tenía noticia. Unas veces se escabullía del tema y otras cambiaba de conversación, pretendiendo que no me entendía, mas por lo general contestó de la manera más franca. En cierto momento[44], conforme pasaba el tiempo y yo iba cogiendo cada vez más confianza, pregunté por algunas de las extrañas cosas que habían ocurrido la noche pasada, como, por ejemplo, por qué el cochero se dirigía hacia los lugares en que habíamos visto las llamas azules. ¿Era realmente cierto que indicaban dónde había oro oculto? Me explicó que se creía comúnmente que en una cierta noche del año —la pasada, en efecto— cuando se supone que todos los malos espíritus campan libremente, es posible ver una llama azul en cualquier sitio donde haya sido escondido un tesoro[45]. Y continuó:
—No caben grandes dudas acerca de que en el territorio por donde usted vino anoche haya algún tesoro escondido, pues fue durante siglos campo de batalla entre válacos, sajones y turcos[46]. En realidad no hay un palmo de tierra en toda esta región que no haya sido regado con la sangre de los hombres, patriotas o invasores. En el pasado hubo épocas turbulentas en que austriacos y húngaros llegaban en hordas y los patriotas salían a su encuentro (hombres y mujeres, ancianos y niños también) y les esperaban entre las escarpadas rocas de los desfiladeros para sembrar la destrucción entre aquellos con sus avalanchas de piedra[47]. Si el invasor triunfaba, encontraba poca cosa, pues todo había sido escondido bajo la tierra acogedora.
—Pero ¿cómo —dije— permanece todo eso sin ser descubierto, cuando hay una indicación tan segura si la gente se toma la molestia de mirar?
El Conde sonrió y, al replegarse sus labios sobre las encías, quedaron al descubierto de extraña manera los colmillos, largos y afilados. Contestó:
—¡Porque el campesino es en el fondo cobarde y estúpido! Esas llamas aparecen sólo una noche, y esa noche nadie de esta tierra se atrevería a salir de su casa, si lo puede evitar[48]. Y, mi querido amigo, aunque saliera, no sabría qué hacer. Ni siquiera ese campesino del que usted me dijo que marcó el sitio de la llama sabría dónde buscar a la luz del día sus propias señales[49]. Me atrevería a jurar que usted mismo no sería capaz de volver a encontrar esos sitios.
—Tiene usted razón —dije—. Un muerto sabría buscarlos tanto como yo[50].
Después de esto hablamos de otras cosas, y el Conde dijo por fin:
—Bien, cuénteme de Londres y de la casa que usted me ha buscado.
Tras disculparme por este descuido mío, fui a la habitación para sacar los oportunos papeles de mi maleta. Mientras los estaba ordenando, escuché un sonido como de porcelana y plata en la estancia contigua, y al pasar por ella vi que habían despejado la mesa y encendido una lámpara, pues la oscuridad era ya evidente. También estaban encendidas las lámparas del estudio o biblioteca, y me encontré al Conde recostado en el sofá y leyendo nada menos que la Bradshaw Guide de Inglaterra[51]. Al llegar yo quitó libros y papeles de la mesa y ambos nos hundimos en toda clase de planos, escrituras y números acerca de la situación de la casa y de sus alrededores. Estaba claro que había estudiado previamente todo lo que pudo conseguir sobre la cuestión de la vecindad, pues, en última instancia, era evidente que él sabía mucho más que yo acerca del asunto[52]. Cuando así se lo dije, me contestó:
—Bien, pero amigo mío, ¿no es necesario que yo lo sepa? Cuando me vaya allí estaré solo, y mi amigo Harker Jonathan… no, perdóneme, he caído en la costumbre de mi país de poner primero el apellido[53]… mi amigo Jonathan Harker no estará a mi lado para corregirme y ayudarme. Estará en Exeter, a kilómetros de distancia, trabajando probablemente en papeles legales con mi otro amigo, Mr. Hawkins. Así pues…[54].
Nos enfrascamos en la cuestión de la compra de la propiedad de Purfleet[55]. Cuando le hube explicado la cuestión, obtenido la firma en los documentos necesarios y escrito una carta para llevarla al correo junto con dichos documentos a Mr. Hawkins, comenzó a preguntarme cómo había encontrado un lugar tan apropiado. Le leí las notas que había tomado en su momento y que reproduzco aquí:
«En Purfleet, en un camino secundario, encontré una casa que parece reunir los requisitos necesarios, y con un cartel muy deteriorado anunciando que estaba en venta. Está rodeada por un alto muro de antigua estructura, construido con grandes piedras, y que no ha sido reparado desde hace muchos años. Las puertas, cerradas, son de maciza madera de roble y de hierro, completamente oxidado.
»La finca se llama Carfax, sin duda corrupción del antiguo Quatre Face[56], ya que el edificio tiene cuatro fachadas, de acuerdo con los puntos cardinales de la brújula. La propiedad tiene algo más de ocho hectáreas, y está rodeada completamente por el sólido muro de piedra antes mencionado. Hay muchos árboles, lo que hace que la finca parezca un tanto sombría en ciertos lugares; también hay un profundo y oscuro estanque o pequeño lago, sin duda alimentado por algunos nacederos, pues el agua es clara y se desliza formando un arroyo de buen tamaño[57]. La mansión es muy grande, y yo diría que de la época medieval, pues una parte de ella está edificada con sillares enormemente gruesos, con sólo unas pocas ventanas, altas y enrejadas. Parece parte del torreón de un castillo, y próxima a una vieja capilla o iglesia. Aquí no pude entrar, pues no tenía la llave de la puerta que conducía a ella desde la casa, pero tomé vistas desde diferentes puntos con mi kodak[58]. La casa ha sido reformada, pero de un modo muy desordenado, y sólo puedo conjeturar la extensión de terreno que ocupa, que debe de ser mucha. Hay escasos edificios cerca, uno de los cuales, muy grande y recientemente reformado, ha sido convertido en un manicomio privado[59]. Sin embargo, no es visible desde la finca[60]».
Cuando hube acabado, dijo el Conde:
—Me alegro de que sea vieja y grande. Yo pertenezco a una antigua familia, y vivir en una casa nueva acabaría conmigo. Una casa no se hace habitable en un día, y, después de todo, qué pocos días hacen falta para sumar un siglo. Me alegra también que haya una vieja capilla. A nosotros, los nobles transilvanos, no nos gusta pensar que nuestros huesos puedan acabar entre los muertos del vulgo. No busco diversión ni regocijo, ni tampoco la brillante voluptuosidad del sol ni las aguas destelleantes que tanto gustan a la juventud y a las gentes alegres. Ya no soy joven, y mi corazón, fatigado tras años de llorar por los muertos, no palpita con alegría. Más aún, los muros de mi castillo están rotos, las sombras son muchas, y el frío viento sopla por entre las melladas almenas y desencajados ventanales. Amo la sombra, y la oscuridad, y estar a solas con mis pensamientos siempre que puedo.
Había algo en sus palabras y en su mirada que no parecía coincidir, o quizá era que sus facciones hacían que su sonrisa pareciese maligna y saturnina[61]. De improviso, con una excusa, me dejó solo, pidiéndome que pusiera todos mis papeles en orden. No había pasado mucho tiempo fuera cuando yo comencé a mirar algunos de los libros que tenía a mi alrededor. Uno era un atlas de Inglaterra, que encontré, naturalmente, abierto por Inglaterra, como si hubiese sido muy consultado. Noté que en algunos sitios había unas pequeñas marcas circulares y, examinándolas, vi que una de ellas estaba cerca de Londres, hacia el este, claramente donde se encontraba su nueva propiedad[62]; las otras dos correspondían a Exeter y a Whitby, en la costa de Yorkshire[63].
Casi una hora después volvió el Conde.
—¡Ajá! —dijo—. ¿Todavía con sus libros? ¡Bien! Pero no debe trabajar siempre. Venga, he sido informado de que su cena está ya dispuesta.
Me cogió del brazo y fuimos a la habitación contigua, donde encontré una excelente cena ya servida en la mesa. El Conde se excusó de nuevo, pues había comido ya mientras estaba fuera pero, al igual que hizo la noche anterior, se sentó y habló mientras yo cenaba. Cuando acabé me puse a fumar, al igual que la noche pasada, y el Conde permaneció conmigo, charlando y haciéndome preguntas sobre todos los temas imaginables hora tras hora. Me di cuenta de que se estaba haciendo muy tarde, pero no dije nada, ya que me sentía en la obligación de complacer en todo lo posible a mi anfitrión. Yo no tenía sueño, pues lo mucho que había dormido ayer me había descansado, pero no pude por menos de notar ese escalofrío que nos invade al comienzo del amanecer, que es, a su manera, como el cambio de la marea. Dicen que la gente que está a punto de morir fallece por lo general al amanecer o cuando cambia la marea; todo el que exhausto y, por así decirlo, atado a su puesto haya sentido este cambio en la atmósfera, podrá entender bien lo que digo.
De pronto escuchamos el canto de un gallo que, con sobrenatural estridencia, atravesaba el diáfano aire de la mañana; el Conde Drácula, poniéndose en pie, dijo:
—¡Vaya, he aquí el amanecer de nuevo! Qué descuidado soy, teniéndole en vela tanto tiempo. Usted debe hacer que su conversación sobre mi querido y nuevo país, Inglaterra[64], sea menos interesante de lo que es para que yo no pueda olvidar cómo vuela el tiempo. —Y con una cortés inclinación, me dejó solo.
Me fui al dormitorio y descorrí las cortinas, pero había poco que notar; mi ventana daba al patio, y todo lo que pude ver no fue sino el gris pálido de un cielo que se iba aclarando. Así que volví a echar las cortinas y me puse a escribir lo ocurrido en este día.
8 de mayo[65].—Al comenzar este diario pensé que estaba siendo demasiado prolijo, pero ahora me alegro de haber sido tan detallista desde el principio, pues[66] hay algo tan extraño en este lugar y en todo lo que lo rodea que no puedo por menos de sentirme inquieto. Quisiera estar a salvo fuera de aquí, o no haber venido nunca. Puede ser que esta sorprendente vida nocturna me esté afectando, pero ¡ojalá fuera esto todo! Si hubiese alguien con quien hablar podría soportarlo, pero no hay nadie. ¡Sólo tengo al Conde Drácula para hablar, y él…! Me temo que yo soy el único ser viviente de este lugar. Voy a ser prosaico hasta que puedan serlo los hechos; ello me ayudará a resistir y evitará que mi imaginación se desboque. Si esto ocurre, estoy perdido. Permítaseme decir de inmediato cuál es mi situación, o parece ser.
Después de haberme acostado y descansado apenas unas pocas horas, sentí que no podía dormir más y me levanté. Había colgado el espejo para asearme junto a la ventana, y acababa de empezar a afeitarme. De repente sentí una mano en mi hombro y escuché la voz del Conde que me decía: «Buenos días»[67]. Me sobresalté, pues me sorprendió no haberle visto, ya que el espejo reflejaba toda la habitación que tenía a mis espaldas. Al sobresaltarme, me corté ligeramente, pero no me di cuenta de ello en ese momento. Una vez que hube respondido al saludo del Conde, volví a mirar el espejo para comprobar que me había equivocado. Esta vez no había error posible, pues el Conde estaba cerca de mí y podía verle por encima de mi hombro. ¡Pero no se reflejaba en el espejo! Podía ver toda la habitación, pero no había en ella señal de ser humano alguno, excepto yo mismo[68]. Era algo sobrecogedor, y ocurriendo como colofón de tantas cosas extrañas, tuvo como resultado esa vaga sensación de inquietud que siempre experimentaba cuando el Conde estaba cerca de mí; en ese mismo instante vi que la herida había sangrado un poco, y que la sangre se deslizaba por mi barbilla. Dejé la navaja dándome al propio tiempo media vuelta para buscar un poco de esparadrapo[69]. Cuando el Conde vio mi rostro, sus ojos brillaron con una especia de furia demoniaca y, de improviso, me agarró por el cuello. Me eché hacia atrás y su mano rozó el rosario del que pendía el crucifijo que yo llevaba. Esto produjo en él un cambio instantáneo, pues su furia desapareció con tanta rapidez que yo casi no podía creer lo que había sucedido.
—Tenga cuidado —dijo—, tenga cuidado de no cortarse. En este país eso es más peligroso de lo que usted piensa. —Después, cogiendo el espejo, añadió—: Y éste es el miserable objeto que ha causado tal desgracia. Repugnante baratija propia de la vanidad del hombre. ¡Fuera con él! —Y, abriendo el pesado ventanal con un tirón de su terrible mano, arrojó el espejo, que fue a romperse allá abajo, sobre las losas del patio, en mil pedazos. Después se retiró sin decir una sola palabra más. Esto es muy molesto, porque ahora no sé cómo me voy a afeitar, a menos que utilice la tapa de mi reloj o el fondo de la bacinilla, que, afortunadamente, es de metal.
Cuando fui al comedor, el desayuno estaba ya preparado, pero no pude encontrar al Conde en parte alguna. Así que desayuné yo solo. Es raro que hasta ahora no haya visto al Conde comer ni beber. ¡Debe de ser un hombre muy peculiar! Acabado mi desayuno, hice una pequeña exploración por el castillo. Salí por la escalera y me encontré una habitación orientada hacia mediodía. La vista era magnífica, y desde donde yo estaba podía contemplarla perfectamente. El castillo está situado al borde de un terrible precipicio[70]. ¡Una piedra que cayese desde la ventana recorrería más de trescientos metros sin tocar nada! Hasta donde alcanza la vista, se distingue un mar de verdes copas de árboles, y de vez en cuando una profunda cortadura, que indica la existencia de un barranco. Aquí y allá, unas hebras de plata señalan serpenteantes ríos que corren entre los bosques por escondidas gargantas.
Pero no estoy de ánimo para describir bellezas, pues cuando hube visto el panorama me dedique a explorar más por el castillo: puertas, puertas, puertas por doquier, todas cerradas con llave y cerrojo. No hay salida posible, salvo por las ventanas de los muros del castillo.
¡El castillo es una auténtica prisión, y yo soy un prisionero!