18

Zoe abrió los ojos ante un amplio espacio blanco. Sintió la seda y la miel del calor en las venas. Un olor a desinfectante. Una habitación bien iluminada. El amplio espacio blanco era unas sábanas de algodón y la funda de una almohada.

Una enfermera la miraba. Las dos parpadearon. La enfermera se alejó rápidamente y regresó al cabo de unos segundos con otra mujer, esta con bata blanca de médico.

La mujer se inclinó sobre ella.

—¿Zoe? —dijo.

—Sí.

—¿Sabes qué ha ocurrido? —hablaba con marcado acento francés.

—Un alud.

—Sí.

—¿Y mi marido?

La doctora se sentó en la cama y le cogió la mano.

—Aún no lo hemos encontrado. Solo te hemos sacado a ti justo a tiempo. Lo siento muchísimo.

Zoe ladeó la cabeza y abrió la boca en un mudo lamento, dejando que unas lágrimas saladas y amargas corrieran por su cara. La doctora esperó pacientemente a que remitieran los sollozos y las convulsiones. Pero no remitieron. Dirigió unas palabras a la enfermera en francés, y la enfermera sacó una jeringuilla que entregó a la doctora.

—No —dijo Zoe—, no. No quiero volver a dormirme. Eso no.

La doctora movió la cabeza en un gesto de asentimiento. Dejó la jeringuilla en una bandeja.

—Como prefieras. Pero si más tarde lo quieres, dímelo.

Zoe recorrió la habitación con la mirada. Tanto la doctora como la enfermera permanecían atentas a ella, como si aguardasen a que dijera algo.

—Quizá no lo veas así —dijo la doctora—, pero has tenido mucha suerte. Mucha suerte. Has estado a las puertas de la muerte. ¿Sabes que estás embarazada?

Zoe asintió con la cabeza.

—Parece que el bebé está bien —informó la doctora—. Lo seguiremos de cerca.

Zoe tuvo la sensación de que se ahogaba. Profundos sollozos intentaban abrirse paso desde su interior, pero ella los contuvo.

—¿Cómo te encuentras? Físicamente, quiero decir.

Zoe meneó la cabeza. Su pena era un dolor físico.

—Aparte de las magulladuras, no he encontrado nada anormal —dijo la doctora—. La rojez de los ojos ya desaparecerá. Se debe a la presión de la nieve, todo ese peso encima de ti.

Zoe hizo el esfuerzo de hablar.

—¿Puedo verme?

La doctora pidió a la enfermera que fuese a por un espejo.

Zoe mantuvo en alto el espejo. En efecto, tenía totalmente enrojecido el blanco de los ojos, igual que Jake.

—Se te irá. Solo necesitas descansar. Tienes muchas cosas en qué pensar. —La doctora se puso en pie—. Oye, fuera hay un hombre. Es quien te ha encontrado. Te ha desenterrado de la nieve. Le gustaría hablar contigo, y lleva esperando desde que te han traído. Pero si ahora no te sientes con ánimos, puedo decirle que se vaya. Ya volverá.

—No, por favor, dile que pase.

La doctora dirigió un gesto a la enfermera, que salió de la habitación. Minutos después regresó con un anciano de piel curtida y correosa, surcada de arrugas. Llevaba muy corto el cabello cano. Lucía un bigote bien recortado y asombrosamente fino. Una sonrisa asomaba a sus labios, pero en sus ojos brillaba la compasión por el dolor de Zoe, como la luz del sol en la escarcha.

Fue un gesto natural que Zoe tendiera los brazos para estrechar al desconocido que la había salvado. La doctora se apartó para que él pudiera inclinarse sobre la cama y aceptar su abrazo.

Vous bénisse! Vous bénisse! —dijo.

Apestaba a tabaco.

—Gracias gracias gracias.

El hombre retrocedió y le habló en francés, sin darle mucha importancia, aparentemente, a si Zoe lo entendía o no. La doctora tradujo.

—Dice que eres la tercera persona que ha desenterrado de la nieve, pero tú eras con quien menos esperanzas tenía.

—¿Puedes preguntarle cuánto tiempo he pasado bajo la nieve?

—Dice que unos veinte minutos, quizá más. La representante de vuestra agencia de viajes os ha visto subir temprano y ha podido dar tu número de teléfono al equipo de rescate. Estaban cerca, y han llegado al lugar muy deprisa. Pero todos los demás buscaban en el sitio equivocado. Este hombre dice que él ha escuchado la nieve.

—¿Que la ha escuchado?

—Eso dice. Dice que sus compañeros utilizaban sensores térmicos, pero se equivocaban. Él ha ido a otro sitio y te ha encontrado. Dice que les han dado tu número de teléfono enseguida y han intentado llamar. Dice que ha oído sonar tu móvil debajo de la nieve. Pero de pronto paraba de sonar, y él rogaba para que siguiera sonando.

Laissez sonner.

Oui. Laissez sonner —dijo el anciano.

Zoe reconoció su voz. Pero era imposible que, enterrada bajo la nieve, pudiera haber contestado la llamada.

El anciano le entregó entonces una tarjeta. Estaba mojada, casi desintegrándose, y era del tamaño de un naipe grande. A un lado mostraba la imagen de un árbol de Navidad, decorado con regalos. Ya lo había visto. Pero esta vez no se leía ninguna palabra en el naipe.

—¿Qué es esto?

El hombre habló y la doctora tradujo.

—Dice que lo tenías en la mano.

El hombre volvió a hablar a la doctora, tocándose las enormes orejas y sonriendo a Zoe.

—Dice que siempre ha tenido buen oído. Sus amigos le toman el pelo por eso. Y dice que ha oído unos ligeros movimientos bajo la nieve. Unos ligeros arañazos. Entonces ha sabido que estabas ahí, y ha avisado a los demás. Y han ido todos.

—¿Y él qué ha…? —intentó preguntar Zoe.

—No confía en los métodos nuevos. Dice que incluso te ha dado coñac al encontrarte, pese a que ahora está prohibido.

—Recuerdo el sabor del coñac.

La doctora tradujo y el anciano movió las cejas. Habló animadamente. De pronto el hombre se puso serio y se volvió hacia la doctora.

—Ahora dice que no quiere mirarte mientras se disculpa por no haber encontrado al otro.

Aun así, el anciano se volvió y dirigió un gesto de asentimiento a Zoe.

—Por favor, dile que sí ha salvado a otro. Sí lo ha salvado.

La doctora explicó algo al anciano. Él se acercó a la cama y, tendiendo tiernamente su mano curtida, la apoyó en el vientre de ella a través de las sábanas de algodón. Dejó allí la mano por un momento y de nuevo Zoe percibió el fuerte tufo a tabaco.

—Está muy contento —dijo la doctora—. Es carpintero, el que hace los ataúdes en el pueblo, y dice que se alegra de haber intervenido en la vida y no en la muerte.

Zoe sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. El hombre le deseó suerte y se despidió.

Una vez más la doctora le ofreció algo para ayudarla a dormir. Zoe lo rechazó. Tenía mucho en qué pensar durante los días siguientes, y mucho que hacer. Se recostó con la mano apoyada en el vientre. Se preguntó si Jake habría hecho un trato en algún lugar oscuro, llegado a un acuerdo no para abandonarla ni mucho menos, sino para salvarla; y si algo así era posible.

Oyó un ligero roce en la ventana y, al alzar la vista, vio los enormes y delicados copos de seis puntas, como salidos de un libro infantil, impulsados por la brisa contra el cristal. Volvía a nevar.