Estoy muy abajo. Y sin embargo lo veo desde arriba. Ventisqueros blancos formados por la acumulación de cristales de nieve muy, muy tierna, cristales de seis puntas. Estos se entrelazan y forman una pared. Si consigo atravesar la pared, si consigo atravesarla…
De pronto los cristales cambian y empiezan a deslizarse rápidamente ante mis ojos como un complejo código máquina en la pantalla gris de un ordenador. No, es ADN. Cadenas de ADN pasando ante mí, flotando. No, son complejas fórmulas matemáticas, diminutos números en rotación ante mis ojos. Ahora son semillas blancas de algodón transportadas por la brisa, pero a una increíble cámara lenta. Es una corriente mínima, un remolino en el Tiempo. Ahí tienes: vuelven a ser copos de nieve.
Solo copos de nieve.
Tengo copos en las orejas, en la boca, en la nariz, como si fuera cocaína. Una vez la probé. Te la regalo: no tiene ni punto de comparación con lo que puedes sentir al enamorarte. La sangre de mis venas está helada pero canta una canción de amor.
Oigo rehilar en el aire la espada de un ángel. Zas. Zas. Zas. Ven ya. Siento la vibración en la tierra, la alteración en las corrientes de aire, el terror gélido en la hoja, el fuego vestigial en mi sangre.
Es una sensación muy agradable. Puedo dejarme llevar.
Puedo caer en un lugar atestado de gente. Sus voces son un placentero parloteo, y el aire de sus numerosas bocas se eleva y me sirve de colchón mientras caigo suavemente entre ellos. Muchas personas van y vienen. Reconozco a algunas. Hay dos mujeres junto al mostrador. Las conozco de algo. Conozco su idioma. Sé de qué hablan. Un hombre pasa a mi lado y me guiña el ojo. Tanteando el terreno. Percibo el olor de su colonia. Tres mujeres uniformadas trabajan detrás de un ancho mostrador, atendiendo a la gente. Una es joven, con el pelo recogido en una bonita coleta. Se lleva un teléfono al oído. Su compañera, de mayor edad, tiene el cabello del color del fuego. Usa unas gafas de montura negra. Pasa una tarjeta de crédito por la máquina. Otra compañera habla con un hombre de traje gris, esforzándose por oír lo que dice, debido al bullicio de las animadas conversaciones. Hay una cola ante el mostrador, gente que llega, gente que se marcha.
Veo al portero, con su elegante librea granate y gris. Él me ve y enarca las cejas en dirección a mí. Me hace una seña. Creo reconocerlo. Me hace otra seña, indicándome que me acerque a través del concurrido vestíbulo. Pero no puedo moverme. El portero susurra algo a otro hombre antes de coger un sobre de su atril de madera clara.
—Madame! —me dice—. Madame!
Agita el sobre hacia mí.
«No es para mí», deseo decir.
El portero me da miedo. Las potentes luces del techo iluminan su calva. El sudor brota a mares de su frente brillante. Se abre paso hacia mí a través de la muchedumbre del vestíbulo.
—Madame! —repite.
Me armo de valor y, con voz clara, digo:
—Pero si no es para mí.
—Madame —dice el portero, acercándose a mí con una sonrisa y poniendo el sobre en mi mano—, sí es para usted, madame.
Se queda ahí, todavía con la sonrisa afable en los labios, como si esperara a que yo abriera el sobre.
Me da miedo abrirlo. Pero con dedos trémulos lo abro de un tirón y meto la mano dentro. No encuentro nada. Mejor dicho, no nada, sino nada más que un naipe. Es como un naipe del Tarot, pero no se parece a ningún naipe del Tarot que yo conozca. Representa un árbol. Al pie se lee: «L’arbre de Vie». El árbol de la vida, lo sé. Pero no se parece a ningún árbol de la vida que yo haya visto. Se parece más a un árbol de Navidad, decorado con objetos curiosos y frutas inconcebibles.
Alzo la vista para mirar al portero con la intención de preguntar: «¿Qué significa esto?». Pero el portero ha desaparecido. Él y los demás, todo el mundo, todos. Todo ha desaparecido.