14

Jake estaba ante la ventana de la habitación del hotel.

—¿Qué miras? —quiso saber Zoe.

—Nada.

Zoe se acercó para verlo con sus propios ojos, pero él se apresuró a volverse y cortarle el paso. Ella se rio, y cuando intentó esquivarlo, él se lo impidió de nuevo.

—¿Qué haces?

Jake no contestó. Se limitó a sujetarla para evitar que se aproximara a la ventana. Zoe trató de apartarle los brazos, pero él la estrechó contra sí, la llevó hacia la cama y la derribó en ella.

—¡Suéltame, Jake! Quiero ver qué hay.

Lo hizo a un lado de un empujón, se levantó como pudo y corrió a la ventana. Observó el paisaje nevado. El cielo, ya encapotado, presagiaba la aparición de negros nubarrones. La calle se curvaba a lo lejos, flanqueada a ambos lados por árboles como centinelas helados en una guerra olvidada. No había nada que no hubiera visto antes.

Jake, colocándose detrás de ella, miró por encima de su hombro. Rodeándole el vientre con un brazo, la acarició.

—¿Qué era? —preguntó Zoe, exigiendo una respuesta.

—Nada.

—Mientes.

—Sí.

—Pues dímelo.

—No.

Zoe se estremeció sin saber por qué. Se volvió y le apretó la mandíbula con la mano.

—¿Estás protegiéndome? No quiero que me protejas. Debes decirme todo lo que haya que saber sobre este sitio.

Jake le apartó la mano de su boca.

—Era un caballo.

—¿Un caballo?

—Sí, un caballo. Y un trineo. Estaba esperando ahí. Ya se ha ido.

—¿Por qué no me lo has dicho?

—Ya lo había visto antes. Me da miedo.

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo que lo has visto antes?

—Sí. Varias veces.

—Yo también lo vi.

—¿Cómo? ¿Lo viste? ¿Viste ese caballo y no me lo dijiste?

—Sí. Un caballo negro enorme con un penacho rojo, que tiraba de un trineo gigantesco.

—¿Cómo es posible que no me lo hayas dicho, Zoe? ¿A quién se le ocurre?

—Mira quién habla. Hace un momento ni siquiera me has dejado mirar por la ventana.

Jake movió la cabeza y se hundió en una silla.

—De acuerdo. Hagámonos una promesa. No intentemos protegernos el uno al otro. Aquí, en este lugar. Lo digo sinceramente.

Jake escuchó atónito a Zoe mientras le contaba que había salido furtivamente en plena noche y se había acercado al vaheante caballo, que le había acariciado los costados e incluso había intentado subir al trineo. Le dijo que el caballo y el trineo eran enormes, pero cuando ella trato de subir al trineo, este se agrandó de repente hasta alcanzar un tamaño descomunal; o tal vez ella se había encogido, como Alicia.

Decidieron salir y echar un vistazo al lugar donde poco antes estaba el caballo.

Se veían huellas en la nieve, las de los patines del trineo y los cascos del caballo. Había también algo de bosta.

—Bueno, eso demuestra que era real —dijo Jake—, pero mira esto.

Cogió un poco de bosta con la mano enguantada y se la acercó a Zoe para que la viera.

—Muy bonita. Gracias.

—Mírala.

Tenía la forma y la textura corrientes de la bosta de caballo. Sin embargo emitía ondas de luz iridiscente. Destellaba. En medio del remolino de su propia luz, despedía un resplandor azul, verde, rojo y violeta.

—¿Estamos soñando? —preguntó Zoe—. ¿Es un efecto óptico?

—No.

Pero mientras Jake sostenía la bosta resplandeciente en su mano enguantada, esta se desvaneció, se desintegró, se convirtió en arena, desapareció. El resto de la bosta caída en la nieve se esfumó también, y lo mismo ocurrió con las huellas de los cascos y los surcos como raíles de tranvía dejados por los patines del trineo.

—Y yo que iba a proponer que siguiéramos el rastro… —comentó Jake.

—Jake, hace días que no lo intentamos.

—Intentar ¿qué?

—Marcharnos a pie.

—No.

—¿Por qué no lo hemos intentado?

—Porque estamos en un sitio donde la mierda de caballo brilla como el arco iris.

—Ya.

Regresaron al hotel. Seguía sin luz y sin calefacción, y la temperatura descendía rápidamente. Era asombroso lo deprisa que podía perder el calor un hotel de aquellas dimensiones. Jake recordó que había visto un hacha clavada a un tronco en la casa donde habían entrado. Anunció que iba a salir a cortar leña menuda. Añadió que si era necesario, dormirían ante el fuego.

Mientras Jake estaba fuera, Zoe barrió y preparó la chimenea para cuando él volviese. En un hueco del faldón de piedra encontró un mazo de naipes. Lo sacó. Eran una especie de cartas del Tarot. Zoe ya había visto barajas de cartas así antes, y esa era una versión de la Europa continental, con los títulos de los Arcanos Mayores en francés. Casi todas las cartas mayores eran como las de la baraja clásica del Tarot, La Lune, Le Soleil y demás, pero incluía algunas distintas. Una se llamaba La Montagne, la montaña, y otra representaba una brújula, tal vez en sustitución de la convencional Rueda de la Fortuna. Otra era Le Chien, y ella no recordaba ningún naipe con un perro en el Tarot. Otra de las cartas que descubrió le cortó la respiración.

Eran dos grandes aves negras, posadas en sendos postes a los lados de una verja. Le recordaron los dos enormes cuervos que había visto la mañana que regresó al coche patrulla atascado en la nieve. Se estremeció.

Examinó la baraja lentamente, buscando la carta de la Muerte. A cada naipe que volvía, movía la mano más despacio, consciente de que esa carta tenía que estar allí. De pronto decidió que, fuera cual fuese su aspecto, prefería no verla. Recogió el mazo y lo dejó de nuevo en el hueco de la chimenea donde lo había encontrado.

Cuando Jake regresó con la leña menuda, lo ayudó a preparar la hoguera. Ya solo faltaba prender la cerilla, pero no la encendieron todavía. En cuanto a la baraja, Zoe no dijo nada.

La comida dispuesta en la encimera de la cocina se había podrido. Jake la tiró. Venía observándola como quien observa un reloj, pero empezaban a asaltarlo imágenes desagradables de gusanos y descomposición, así que la echó toda a una bolsa de basura y sacó la bolsa a la parte de atrás del hotel. Limpió la encimera con lejía.

Tenían cortado tanto el suministro eléctrico como el de gas, con lo que no era posible cocinar. Buscaron, pues, queso y galletas y fruta. Además de una botella de excelente vino tinto, por supuesto. Jake pensó que se les acabaría el alimento mucho antes que el vino.

—Nunca nos quedaremos sin pecado —dijo a la vez que descorchaba la botella.

—¿Cómo?

—He dicho que nunca nos quedaremos sin vino. —Le entregó una copa—. Ten.

—No, no has dicho eso. Has dicho que nunca nos quedaremos sin pecado.

—Sin vino. He dicho sin vino.

—No, no es así. Has dicho pecado. Has dicho que nunca nos quedaríamos sin pecado.

—¿Eso he dicho?

—Sí.

—Debe de haber sido un lapsus.

—Sí. ¿Vas a encender el fuego?

Jake lo encendió, y lo contemplaron atentamente mientras las llamas lamían la leña menuda, como si fuese un espectáculo de desenlace incierto. Pero la llama consumió la leña menuda y Jake añadió al fuego troncos pequeños, y las llamas los envolvieron como dedos para llevarlos a una boca devoradora. A continuación puso troncos de mayor tamaño en el camino de las llamas y pronto el fuego ardía intensamente en el centro de la chimenea.

El crepúsculo descendió sobre ellos como un manto, una invasión silenciosa, una horda de criaturas reptantes que rodeaban el hotel. Jake acercó a rastras un par de colchones de las habitaciones más próximas y regresó a buscar edredones mientras Zoe colocaba y encendía velas en el mostrador de la recepción y por todo el vestíbulo. Fuera, el crepúsculo se espesó hasta convertirse en oscuridad.

Jake observó a Zoe sin decir nada mientras ella echaba el cerrojo en la puerta lateral del hotel. Para atrancar las puertas de cristal cilindrado del vestíbulo, descolgó de la pared un par de esquís antiguos decorativos y los insertó a través de los tiradores.

—¿Quién crees que va a venir? —preguntó Jake con una media sonrisa.

—Nadie.

—¿El diablo?

—No.

—¿Dios?

—No.

—¿Alguna otra cosa?

—Calla. Simplemente me quedo más tranquila con todo bien cerrado, ¿vale?

Bebieron dos botellas de vino. Jake echó más leña al fuego. Zoe se acomodó bajo los edredones y contempló las llamas. Vio formas en ellas. Se durmió.

En plena noche oyó a unos hombres. Caminaban ruidosamente alrededor del hotel. Oyó sus voces. Oyó los crujidos y las patadas de sus botas en la nieve. Se llamaban en susurros unos a otros. No comprendió lo que decían, ni se vio capaz de ir a mirar por la ventana. Estaba paralizada tanto por el terror que le inspiraban aquellos hombres como por el duermevela que la tenía atrapada entre sus brazos. Cuando intentó levantarse, no pudo hacerlo. Era como si estuviese drogada. Era incapaz de mover una mano o un pie. Era incapaz de pestañear. No podía hablar ni llamar a Jake, porque tenía los labios y la mandíbula trabados. Solo podía contemplar el fuego y presenciar el indistinto movimiento de los troncos en llamas.