13

La experiencia de Jake con la muerte había sido muy distinta de la de Zoe. Cuando llegó al hospital se encontró con que habían asignado a su padre una habitación individual al fondo de la sala. Su padre, Peter, estaba muy débil, pero logró levantar la cabeza de la almohada y guiñarle un ojo.

—Menos mal que has podido venir, Jake. Estos payasos no tienen ni puta idea de nada. Quiero un hombre armado en cada puerta. ¿Está claro?

—Ya nos hemos encargado de eso, papá. Está todo bajo control.

Peter dejó caer la cabeza de nuevo en la almohada.

—Joder, menos mal que has llegado, solo digo eso.

Jake jamás en la vida había oído a su padre soltar tacos. Lo había oído hablar en tono colérico, crítico, consternado y alguna que otra vez exaltado por efecto de un par de copas de coñac, pero nunca, ni en su infancia ni en su vida adulta, lo había oído pronunciar una sola palabra malsonante, jurar o siquiera blasfemar. Peter desaprobaba el lenguaje soez.

Y eso era un problema para Jake, porque durante su época en la universidad le cogió gusto a cierto cóctel de lo sagrado y lo profano. Los tacos y las blasfemias en toda regla. Le gustaba decir «me cago en la Virgen y todo su séquito», sin pararse a pensar quién formaba parte del séquito. Le gustaba decir «puto san Judas». Una vez, en casa de su padre, mientras apretaba los tornillos de una bisagra floja de la puerta de un armario, el destornillador resbaló y se cortó en la mano. Sin querer, gritó «me cago en los doce apóstoles y los cuatro evangelistas», cosa que incluso a él, excatequista y en otro tiempo niño cantor, le pareció a la vez fuerte y sorprendente.

Su padre, que estaba detrás de él mirando, se limitó a pestañear y salió de la cocina.

Poco después Jake lo siguió y lo encontró en la sala de estar pasando la aspiradora por la moqueta. Tenía los labios apretados. Jake desenchufó la aspiradora y le enseñó a Peter la herida en la mano.

—¿Qué esperabas que dijera? ¿Alabado sea Jehová?

—Ni siquiera eso.

—¡Solo son palabras!

—Tener una bisagra floja en la puerta de un armario es menos desagradable que oír ese vocabulario.

—¡Papá, tú estuviste en la guerra! ¡En Operaciones Especiales! ¡Viste a hombres destripados! ¡Tienes que saber lo que es importante y lo que no!

Peter, del mismo modo que no incurría en el lenguaje soez, tampoco incurría en el lenguaje corporal. Era un maestro del autocontrol. Su única forma de expresar involuntariamente sorpresa, irritación o placer era mediante un acto reflejo que consistía en llevarse la mano a las gafas y sujetar el lado derecho de la montura entre el pulgar y el índice, como para multiplicar así los aumentos de las lentes. Eso hizo en ese momento.

—¿Nunca has pensado que esa podía ser la razón por la que no apruebo el lenguaje soez en esta casa?

Jake levantó las manos en un gesto de exasperación. Ni en esta casa, ni fuera de la casa, pensó. Cuando iba a ver a Peter, siempre tenía la sensación de que debería haber dejado los zapatos en la puerta: tarde o temprano, le hacía sentir que había entrado algo desagradable en la casa consigo.

Si Jake se quedaba tiempo suficiente, su padre a veces sacaba una botella de coñac del aparador y servía dos exiguas dosis en grandes y pesadas copas de coñac. Jake siempre había querido preguntar: ¿qué sentido tiene usar una copa tan grande para una cantidad tan pequeña? Tomar coñac con su padre era como recibir una invitación a tomar una copa en la casa del director del internado el día que dejabas la escuela. Te preguntaba por tus planes y fingía interés y escuchaba con un simulacro de sonrisa hasta que acababas.

Peter y la madre de Jake se habían divorciado cuando él tenía doce años; ella se había ido a vivir a Escocia. La diferencia de edad en la pareja —estimulante y atractiva para ella cuando lo conoció y se casó con él— fue toda una prueba en años posteriores. Al final ella sintió alivio por dejar atrás a un marido ya entrado en años. A Jake lo mandaron a un internado, cosa que Zoe nunca le permitía olvidar, y que en todo caso él tampoco habría podido olvidar.

Aquella vez, después del incidente del destornillador, se tomaron su coñac ritual y justo cuando Jake se disponía a dejar la copa y despedirse, Peter empezó a hablar sin tapujos del vocabulario malsonante.

—Sé que para tu generación es distinto, pero a mí me ofende. No me gusta cuando blasfemas, porque eso es ofensivo para mi fe; y no me gusta cuando maldices, porque representa una pérdida de valores.

—Ya, pero ¿qué valores, papá?

—Tú no lo entiendes. Hablar, conversar… es decir, el lenguaje… representa la expresión más ordenada, civilizada y racional de la naturaleza humana. Todas esas expresiones malsonantes llenan los vacíos en los que no se te ocurre nada que decir. Es lo contrario a ser racional y ordenado. Todo lo contrario. Es un intento de eliminar la conducta civilizada, la racionalidad y el orden.

—Ya. Lo que pasa es que yo no creo mucho en la racionalidad y el orden.

—¡Ah! ¿Crees que deberíamos rendirnos? ¿Dejar que todo se vaya por la cloaca?

—Ni mucho menos. Lo que quiero decir es que somos racionales parte del tiempo, pero no todo el tiempo. No tenemos ni idea de lo que hay por debajo de la racionalidad. El lenguaje soez, como tú lo llamas, es una manifestación de eso.

—¡Vaya! Veo que coincidimos en algo. Ese vocabulario es una llamada al inconsciente, a la muerte y a la inmundicia.

—¿No es eso lo que se esconde por debajo de todo?

Peter esbozó una mueca de desdén por detrás de su copa de coñac.

—Hijito, tú no tienes ni la menor idea de lo que es la muerte. Ni la menor idea. —De inmediato se reprendió—: Perdóname por llamarte «hijito», eso no es cosa de hombres.

—¿No es cosa de hombres? ¡Papá! ¡Relájate un poco! Oye, eso de los tacos no es más que una manera de desahogarse. Una válvula de escape.

—En eso no nos pondremos de acuerdo.

Jake se levantó. Había llegado la hora de marcharse. Siempre se estrechaban la mano, con firmeza y mirándose a los ojos: su padre le había enseñado que al estrechar una mano siempre había que mirar a los ojos. Jake había visto a Zoe y Archie abrazarse afectuosamente cuando se saludaban y despedían. Se había preguntado si la reticencia a los abrazos era propia de hombres, pero al cabo de un par de años Archie le ofrecía gustosamente un abrazo también a él. Peter y él, en cambio, se habían limitado siempre al firme apretón de manos, y no iban a empezar a abrazarse a esas alturas.

Así y todo, al ver a su padre en una cama de hospital, deseó abrazarlo. Ese padre que de pronto, inexplicablemente y contra toda una vida de contención, había empezado a decir tacos.

Peter levantó la cabeza de la almohada.

—Sabes que han alcanzado a Charlie, ¿no? El pobre capullo.

—¿Charlie?

—Lo hemos perdido. Me da pena. Un buen elemento para tenerlo al lado en un aprieto. ¿Has visto esa escarpa por donde hemos entrado?

—¿Escarpa?

—Dios mío, ya he pasado por esto muchas veces. Hay un saliente por encima de la cueva en la pared de roca, a gran altura. Si hay un solo hombre disponible, debe quedarse ahí apostado a todas horas. Justo ahí, joder.

—Papá…

—No pienso discutir, joder. No estamos en el ayuntamiento del puto pueblo. Tú obedece y punto. Tendré que decírselo a la puta mujer de Charlie cuando volvamos. Si es que volvemos. Y todo por un coño, hay que ver.

Jake había comprado uvas y agua de cebada con limón. Lo dejó todo en el aparador.

—¿Uvas? —dijo Peter—. ¿De dónde demonios has sacado eso en esta época del año?

—Del supermercado, papá.

Peter se llevó la mano a la cara para tocarse la montura de las lentes, pero las gafas estaban plegadas en el mismo aparador. Se disponía a decir algo cuando la enfermera de la sala, una monja, entró y descolgó el historial de la tablilla prendida al pie de la cama.

—Quiero a esas putas fuera de aquí, joder.

—Calma, calma, señor Bennett —dijo la hermana de la sala con firmeza—. A ver si nos moderamos un poco.

—Saca de aquí a esa fulana, Jake. ¿Sabes una cosa? Si las botas militares se hicieran con cuero de coño, no se gastarían nunca.

—Lo siento, lo siento mucho —se disculpó Jake—. ¿Podemos hablar un momento?

Jake salió de la habitación individual con la hermana y cerró la puerta.

—Oiga, nunca lo he oído hablar así.

La hermana era una mujer robusta de grandes ojos bovinos. Un rizo rubio blanquecino escapaba de la toca por encima de la frente.

—Uy, he oído cosas mucho peores, por el amor de Dios.

—¿En serio? ¡Yo no!

—En fin, usted ni se lo imagina.

—Es como si hubiera retrocedido en el tiempo. Vuelve a estar en la guerra. Es como si aún estuviera combatiendo. ¿Es por la medicación?

—En realidad no. Debido al cáncer de huesos, la materia ósea se disgrega y entra en el torrente sanguíneo. El calcio llega al cerebro. Su padre no siempre está así. La mayor parte del tiempo es un hombre adorable.

—Es un alivio saberlo. Oiga, tengo en la bolsa una botella de coñac y un vaso de papel. Sé que en principio está prohibido, pero… ¿pasa algo si él toma un poco?

—Yo no he visto nada.

—Gracias.

«Enfermeras y soldados —pensó Jake—. Lo ven todo y hacen como si no vieran nada».

Peter había pertenecido al grupo de Operaciones Especiales durante la guerra. Como oficial en las fuerzas de élite del SAS, había comandado la Operación Pepino al otro lado de las líneas enemigas en las montañas del norte de Italia durante el invierno de 1944-1945. Treinta y dos hombres se habían lanzado en paracaídas a plena luz del día. Tenían órdenes de dejarse ver claramente y simular los movimientos de una compañía mucho más numerosa para distraer a las tropas enemigas que impedían el avance aliado. La operación fue un éxito, ya que los alemanes, cayendo en el engaño, desviaron hacia allí a miles de soldados.

Fue un crudo invierno, y se combatió cuerpo a cuerpo contra los camisas negras italianos y las tropas alemanas. Peter volvió con dieciocho de los treinta y dos hombres, o como él siempre decía: perdió catorce buenos hombres. Por alguna razón, ahora volvía a estar allí, en los montes nevados de Italia.

Jake regresó a la habitación. Su padre parecía haberse dormido. Jake sacó el coñac de la bolsa junto con dos vasos de papel y los dejó en el aparador. Luego se sentó en la silla de plástico al lado de la cama y, con las manos en las rodillas, miró a su padre mientras dormía.

Al cabo de cinco minutos Peter abrió los ojos y dijo:

—Deberías ponerte en contacto con tu tío Harold. Le presté un par de miles hace unos años. Deberías quedártelos tú. Yo no los necesito, pero deberías quedártelos tú.

—Harold murió hace mucho tiempo, papá. Mucho tiempo.

Peter levantó la cabeza de la almohada.

—¡No me digas!

—Hace quince años.

—Dios bendito. Nadie me cuenta nada. Dudo mucho que recuperemos ese dinero.

—Déjalo estar, papá.

Peter arrugó la nariz.

—Me comeré una uva.

—Ya las he lavado, por eso no te preocupes —dijo Jake, y acercó las uvas a su padre.

Peter se reclinó y empezó a comerse las uvas, masticándolas muy despacio, con la mirada fija en el techo. Transcurrieron unos veinte minutos. Por fin Peter preguntó:

—¿Dónde está Charlie? Estoy muy preocupado por él.

—Charlie se ha ido, papá.

—¿Que se ha ido? Pero si estaba aquí hace un momento.

—Escucha, papá. Estás en un hospital.

—¿Cómo?

—En el hospital de Warwick. Estás bajo tratamiento por el cáncer. Te pondrás bien.

—¿Cómo?

—Zoe vendrá mañana conmigo a verte.

—¿Zoe? Zoe es tu mujer.

—Exacto.

Peter se irguió como pudo. Contrajo el rostro al enderezarse a causa del esfuerzo. Luego miró alrededor, como si viera la habitación por primera vez.

—Tengo cáncer.

—Sí, papá. Pero todo va bien.

—Mentiroso.

—Todo va bien. Acabo de hablar con la hermana de la sala. Oye, te he traído un poco de coñac. Del bueno.

—Coñac. Eres un hacha, hijo. Un hacha.

Jake se levantó y sirvió dos chorros de coñac, esta vez generosos, en los vasos de papel. Entregó uno a su padre, que bebió un buen trago. De pronto se abrió la puerta.

Entró briosamente en la habitación una mujer de mediana edad con el pelo a cepillo, blandiendo un sujetapapeles en una mano y pulsando repetidamente el botón de un bolígrafo con la otra. Vestía un ajustado traje negro dividido por un ancho cinturón carmesí. La vivacidad de su cara era tal que exhibía una energía casi caricaturesca.

—¡Buenas! ¡Buenas! ¿Cómo estamos hoy?

—Bien —respondió Jake—. Gracias.

—Estupendo, maravilloso —dijo ella—, porque estamos recogiendo peticiones para la RHW.

—¿Peticiones?

—¿Y tú quién coño eres? —bramó Peter—. ¿Quién coño te ha dejado entrar?

La vivacidad desapareció del rostro de la mujer. Concentró toda su atención en Jake.

—Para la RHW. La Radio del Hospital de Warwick. Estoy recogiendo peticiones y esta noche pondremos las canciones solicitadas.

—¡Mira que eres estúpida, puta de mierda!

—A mi padre le gusta bastante Sinatra, y cosas así —dijo Jake.

—¿Conoces la canción Tú y yo en una canoa de plomo? ¿No? Pues yo tampoco, joder. Deberían enterrarte en un ataúd en forma de Y, ¡puta!

—Se llama Peter Bennett y le gustaría oír Love Is the Tender Trap.

La mujer lo anotó cuidadosamente.

Love. Is. The. Tender Trap. Esa me gusta. Bueno, estupendo, maravilloso. Ya los dejo con lo suyo.

Ahora Peter llevaba puestas las gafas y, sujetándose la montura con los dedos y arrugando la nariz en una mueca de desprecio, miraba a la mujer del cinturón rojo.

—Gracias —dijo Jake—. Le gustará.

Cuando la mujer se fue, Peter susurró:

—No le hagas ni puto caso a esa fulana. Ven, acércate, quiero decirte una cosa. Más cerca.

Jake se inclinó sobre la cama. Peter, con una seña, le indicó que se aproximara aún más. Quería decir algo en voz muy baja. Juntó las yemas del pulgar y el índice.

—Nos hemos quedado sin provisiones. Ya no nos harán ningún otro envío por aire. No. Nuestra única posibilidad es cruzar la montaña.

—Recuerda que…

—Calla y escucha. Dejaremos a los partisanos las ametralladoras Bren y la munición. Los boches pensarán que seguimos aquí. Charlie tiene gangrena y no puede siquiera moverse. Siento un gran aprecio por ese tipo… es el mejor… pero ya sabes lo que voy a tener que hacer.

—No, papá.

—No hay más remedio, hijo, no hay más remedio.

Jake vio a su padre apretar los dientes. Peter, reclinándose, se retorcía los dedos. Su estado de angustia saltaba a la vista.

Jake se aclaró la garganta.

—Papá, ya me ocuparé yo de eso.

—¿Cómo?

—De Charlie. Ya me encargo yo.

—No. De eso ni hablar. No y no, joder. Aquí soy yo el oficial de mayor rango y esa tarea me corresponde a mí.

—Ya lo haré yo por ti.

—No, ni hablar, es una orden. Es mi responsabilidad, no tuya. —Peter clavó la mirada en él y Jake, quizá por primera vez en su vida, comprendió hasta qué punto su padre era una persona feroz y resuelta.

—Tú no puedes moverte —dijo Jake por fin—. Estás aquí postrado. Voy a hacerlo yo con tu permiso o sin él.

—Ni se te ocurra, hijo. Ni se te ocurra.

—Voy a hacerlo, voy a salir ahora mismo por esa puerta.

Peter montó en cólera. Haciendo caso omiso de las protestas de su padre y de todas las obscenidades que las acompañaron, Jake se levantó, salió de la habitación y cerró la puerta. Desde allí, oyó bramar a su padre: «Vuelve aquí, mierdecilla», y demás. Jake exhaló un profundo suspiro y se pasó las manos por el pelo. Una enfermera guapa lo miró desde el mostrador. Él cruzó los brazos y se quedó de espaldas a la puerta cerrada durante unos tres minutos.

Pasado ese tiempo, volvió a entrar. Su padre, ya más tranquilo, lo miró con actitud expectante.

—Ya está —dijo Jake.

—No he oído el tiro.

—He silenciado el arma. Charlie está muerto. Asunto resuelto.

Peter se quitó las gafas y se pellizcó el caballete de la nariz.

—Un buen hombre, joder. Uno de los mejores.

Luego volvió a mirar alrededor. Posó la vista en la botella de coñac que estaba en el aparador, y en las uvas, y finalmente en Jake.

—Jake, ¿qué demonios haces aquí?

—He venido a verte, papá.

—Pero tú no deberías estar aquí. No entiendo nada. Tú no deberías… Dios mío, qué confundido estoy. Qué confundido.

Jake percibió un temblor en su voz, un temblor que nunca había oído. Era la primera señal de fragilidad emocional que advertía en su padre, y le traspasó el corazón. Se levantó e hizo ademán de abrazarlo, pero Peter casi pareció sentir repugnancia. Lo abrazó, pues, solo a medias, e interrumpió el abrazo fingiendo que arreglaba la almohada y estiraba las sábanas.

—¿Dónde está Zoe? —preguntó Peter.

—¡Ah! Vendrá mañana.

—Quiero ver a mi Zoe. Es una chica encantadora. Quiero verla.

—Claro, papá. Vendrá mañana.

—Hoy ha preguntado por ti —dijo Jake a Zoe esa noche.

—¿Me ha llamado por mi nombre? No puede estar tan mal si ha preguntado por mí llamándome por mi nombre.

Jake le había hablado de los delirios de Peter, de que creía hallarse otra vez en los montes italianos.

—Está retrocediendo en el tiempo. Va y viene.

—¿Por qué crees que ha vuelto a esa época concretamente?

Jake movió la cabeza en un gesto de negación.

—Puede que haya sido la etapa más angustiosa de su vida. Además, siente culpabilidad. Tuvo que matar a uno de sus hombres.

—¿Eso te lo ha contado él?

—Digamos que ha salido a relucir. No sé si conviene que vengas mañana. Conmigo estaba bien, pero cada vez que entraba una mujer en la habitación se ponía como loco: todo eran sapos y culebras.

—Eso a mí no me asusta.

—No, eran sapos y culebras de rabia. Sapos y culebras descontrolados.

—Tengo que ir. Además, ha preguntado por mí, ¿no? Tengo que ir.

Al día siguiente por la tarde fueron los dos. La enfermera del mostrador les dijo que Peter había pasado un mal día. Cuando entraron, Jake creyó percibir un miasma, una nebulosidad en la habitación que no había detectado la tarde anterior. Al principio dio la impresión de que Peter dormía, pero de pronto abrió los ojos.

—Esto pinta mal —anunció Peter.

Jake no supo si se refería al cáncer o a sus posibilidades en los montes.

—Eres un luchador, papá —dijo—. Siempre has sido un luchador.

Peter pareció detenerse a pensarlo.

Zoe se acercó a él.

—Hola, papá. —Lo llamaba «papá», igual que a Archie, cosa que a Peter le complacía.

—Zoe —dijo él, aceptando un beso—. No sabes las ganas que tenía de verte.

—Pues aquí me tienes. ¿Cómo te encuentras?

—Con mucho dolor. No se me va ni con la morfina. Y a veces no sé dónde estoy. Y me entran ganas de llorar. Pero ahora eso no lo vamos a permitir, ¿verdad que no?

—Claro que no —respondió Zoe. Se sentó en el borde de la cama y le acarició el pelo—. Ahora estamos aquí a tu lado.

—En fin, dejémoslo. Tenía algo importante que decirte, pero se me ha ido de la cabeza por completo. Ya no sé ni para qué me sirve.

Esperaron en silencio mientras él rebuscaba en su memoria.

Jake se sentó en la silla de plástico y dijo:

—¿Anoche pusiste la emisora del hospital?

—¿Cómo?

—Tenían una petición tuya. Frank Sinatra. Pusieron la canción especialmente para ti.

Peter miró a Zoe y se echó a reír, pero al hacerlo sintió una punzada de dolor.

—¿A que está como un cencerro? ¿De qué demonios habla? No me explico cómo se te ocurrió casarte con él.

—Es un misterio, papá —contestó ella.

—Ah, sí, ya me acuerdo de lo que quería decirte. Quédate con él, por su bien. Hasta que la muerte nos separe y todo eso. Quédate con él. Has sido una pieza clave en la vida de este chico. Lo digo en serio.

—¿Ah, sí?

—Era eso. Y también quería pedirte una cosa. Un pequeño abrazo. Tuyo. Un pequeño abrazo.

—Eso no es problema, Peter.

Zoe se deslizó hacia él por la cama con cuidado tanto como le fue posible, lo rodeó con los brazos y apoyó la cara en su áspera mejilla sin afeitar. Jake los miraba desde la silla de plástico. El abrazo duró diez o doce segundos, durante los cuales Peter acarició ligeramente con un dedo el pelo de Zoe.

—Con eso ya es suficiente —dijo.

—¿Y para mí no hay ningún abrazo?

—Eso no es cosa de hombres.

—Como tú digas.

A Peter no le quedaban ya muchas ganas de charla. Zoe y Jake se cansaron de buscar temas de conversación, desenterrando noticias en las que acaso él estuviera interesado. Pero no parecía estar ya en las garras del pasado, y Jake lo agradeció. No quería tener que salir a pegarle un tiro a Charlie por segunda vez.

Al cabo de un rato Peter se durmió, y se marcharon. El hospital los informaría si se producía algún cambio en su estado. En el camino de vuelta a casa, condujo Zoe.

—¿Has notado ese olor? —preguntó Jake mientras ella iba al volante.

—¿Qué olor?

—Quizá no fuera nada.

Llegaron a casa, y Jake, antes de meter la llave en la cerradura, oyó sonar el teléfono. Llamaban del hospital para anunciar que Peter había fallecido hacía menos de una hora.