Al día siguiente, por la noche, volvió a cortarse el suministro eléctrico. Se hallaban en el vestíbulo del hotel cuando las luces parpadearon y se apagaron. Se apagaron en todo el pueblo.
Ya había sucedido antes, y la electricidad había vuelto al cabo de un rato. Tenían velas, que encendieron y colocaron en el mostrador de recepción, y esperaron. Pasada una hora, la luz no había vuelto, así que salieron, ya que fuera se veía mejor gracias al claro de luna realzado por la nieve.
Las tiendas y restaurantes se hallaban sumidos en una oscuridad total. Al pasar por delante de ellos, ofrecían de pronto un aspecto hosco nuevo. La nieve y la luna se reflejaban en el cristal cilindrado de los escaparates a oscuras con un tenue e inquietante resplandor azul.
—La luz nunca había tardado tanto en volver. ¿Qué querrá decir? —preguntó Zoe.
Jake no contestó, y la pregunta sin respuesta quedó suspendida en el aire frío, siguiéndolos mientras avanzaban lentamente por la calle mayor vacía. Sus pisadas chirriaban en la nieve compacta. No tenían ningún plan: habían salido pensando que la luz volvería de un momento a otro. Pero cuando llegaron al extremo del pueblo, donde acababan los edificios, dando paso a un campo abierto, que a su vez era engullido poco más allá por el bosque oscuro, aún no había vuelto la luz.
—Esto exige una carta al alcalde —dijo Jake, pero Zoe había perdido el sentido del humor.
Dieron media vuelta y volvieron sobre sus pasos en silencio.
A medio camino, las luces parpadearon en todo el pueblo y los dos lanzaron un involuntario grito de júbilo. Se oyó también el ruido de los generadores y las turbinas que se activaban en algún lugar, tal vez para impulsar los remontes que habían dejado en marcha.
Encontraron una vinatería, donde hicieron una incursión en los botelleros y encendieron el aparato de música. Zoe puso Winter de Tori Amos, porque Jake le había dicho una vez que esa canción le despertaba deseos de llorar pero nunca se permitiría hacerlo; y ella le preguntó si recordaba dónde la habían oído por primera vez.
—No —contestó él—, no me acuerdo.
—Piensa.
—No. No me viene nada a la cabeza.
Así que ella se lo dijo. Fue en una de sus primeras vacaciones en la nieve juntos. La habían oído en un bar y Jake se había acercado al camarero y preguntado quién era la cantante.
—De eso tampoco me acuerdo.
Así que ella le explicó qué vacaciones eran, y dónde, y con quién estaban, y a quién conocieron.
—No, tengo una laguna en la memoria.
—¡Tienes que acordarte! ¡Claro que te acuerdas! ¡Por fuerza! ¿Cómo no vas a acordarte?
—No, no me acuerdo.
Zoe le describió la pensión donde se habían alojado, donde una vieja tenía que ir a un cobertizo a buscar la leña para la estufa que calentaba el agua del baño, y cada noche se llevaba la mano a los riñones, hacía una mueca de dolor y salía arrastrando los pies para ir a por más leña, como si la petición de darse una ducha o un baño después de pasar el día esquiando no fuese razonable. Y le habló del adusto tirano que tenían por monitor de esquí, que los obligaba a bajar por láminas de hielo bruñido.
Jake no recordaba nada de nada.
Era cierto que habían ido muchas veces a esquiar juntos, y a esas alturas era ya difícil distinguir unas de otras, pero a Zoe la inquietó que él no recordara nada de esa ocasión en particular.
—¿Qué ha sido de esas vacaciones? —preguntó Jake—. ¿Cómo es posible que recuerde otras pero no esas? En fin, tampoco es que mi memoria sea un DVD que se ha caído detrás de un armario. Sencillamente ha desaparecido.
—No importa —dijo Zoe.
—Claro que importa. ¿Qué somos sino la suma de nuestros recuerdos?
—Olvidas aquello que podemos llegar a ser. ¿No es eso más importante?
Jake contrajo el rostro y se deslizó dos dedos entre el pelo, como si intentara localizar en algún lugar bajo el cráneo las imágenes de sus vacaciones perdidas y masajeárselas.
—Bueno, al menos no te has olvidado de esta canción —señaló ella.
—No. Hay ciertas canciones, y también libros y películas, que son como puntos culminantes en la memoria. Como si fueran incluso más grandes que tus propias experiencias. Nunca se borran.
—Y hay otras muchas cosas que olvidas.
—Eso sí, olvidas muchas cosas.
Se quedaron un rato en el bar, escuchando música y persiguiendo recuerdos. A ninguno de los dos le apetecía comer, así que volvieron al hotel por las tortuosas calles, cogidos del brazo. Cuando entraron en la recepción, Jake advirtió que algo había cambiado.
—Las velas que hemos encendido han empezado a consumirse. Mientras estábamos fuera.
—¿Y siguen consumiéndose?
—No pienso quedarme aquí mirando para averiguarlo, pero eso mismo me pregunto yo. Porque sería raro, ¿no? Que las velas se consumiesen solo cuando se va la luz. Sería extraño, ¿no?
—¿Sabes qué? —dijo ella—. Ya me siento incapaz de buscar más respuestas. Esto está volviéndome loca. A veces hay que dejarse llevar por la corriente sin más.
—Eso sería demasiado fácil.
—Vamos. A la cama —propuso ella.
Zoe despertó en plena noche con sensación de frío. Normalmente en las habitaciones hacía un calor agobiante, así que siempre dejaban una ventana entornada, pese a que Zoe era la única que sentía las fluctuaciones de la temperatura. Se levantó de la cama y cerró la ventana, pero, al mirar fuera, vio que la luz se había ido otra vez. En el pueblo estaba todo apagado. Se estremeció y volvió a meterse bajo el edredón.
Ya no pudo conciliar el sueño. Pensó en despertar a Jake para decirle que se había ido la luz otra vez, pero decidió dejarlo dormir. Al fin y al cabo, él no podía hacer nada al respecto. Permaneció despierta, con los ojos abiertos y la mirada fija en la oscuridad. Quizá ese estado de inquietud lo arrancó a él del sueño, porque lo oyó musitar:
—¿Estás despierta?
Zoe se volvió para mirarlo. Los ojos de Jake eran manchas negras y untuosas en la oscuridad.
—Sí, se ha ido la luz otra vez.
—¿Cuánto hace?
—No lo sé. Como mínimo una hora. Tenía frío y he ido a cerrar la ventana. ¿Tú tienes frío?
—Ven. Acurrúcate. Intenta dormirte otra vez.
Por la mañana, al despertar, descubrieron que la luz no había vuelto en toda la noche. Zoe dijo que percibía una diferencia en la temperatura: que el hotel, por lo general demasiado caldeado, se había enfriado durante la noche. Jake dijo que él no notaba la diferencia, pero se vieron obligados a hablar de qué sucedería si la pérdida del suministro eléctrico pasaba a ser permanente. Lo llamaron «crisis de energía». Hablaron del aprovisionamiento de comida. Las cámaras frigoríficas de su propio hotel y del supermercado y, cabía suponer, de todos los demás hoteles, estaban bien abastecidas de alimentos congelados, así que nunca habían tenido que plantearse de dónde sacar la comida. Pero si los frigoríficos dejaban de funcionar, todas esas provisiones se pudrirían en cuestión de días; a menos, claro está, que lo sacaran todo y lo enterraran en la nieve.
El hotel disponía de una gran chimenea en el vestíbulo. Tendrían que quemar leña para calentarse, decidieron. Había de sobra. Jake dijo que incluso podía quemar el material de construcción de los otros hoteles, tablón a tablón, si se les acababa. Zoe se llevó la mano al vientre. Temía el futuro que aquel lugar pudiera depararles.
Bajaron al vestíbulo para examinar la chimenea. Las manchas de hollín indicaban que era una chimenea utilizable, no decorativa, a pesar de que parecía en desuso desde hacía tiempo. Jake propuso salir a buscar troncos apilados que pudieran llevar hasta la recepción.
Fue él quien reparó en que las velas que habían encendido y colocado en el mostrador de recepción se habían consumido por completo. La cera blanca se había derramado por la lustrosa superficie de madera de haya.
—¿Recuerdas aquellas llamas eternas? —preguntó Jake—. Ya no son eternas.
—Eso me asusta —dijo ella—. ¿Qué significa?
—Significa que aquí las reglas cambian continuamente. Venga, vamos a buscar leña.
A unos cien metros del hotel había una vivienda antigua de piedra gris azulada, con balcones y postigos de madera. Acaso fuera una de las casas de labranza originales del pueblo, construida en los tiempos en que el esquí como actividad de ocio aún no lo había cambiado todo. Sus tablones, ya muy viejos y grisáceos, estaban gastados, granulosos y agrietados. A un lado de la casa había adosado un precario cobertizo de madera. Bajo el cobertizo descubrieron leños bien apilados y tapados con una lona. Jake extendió la lona en el suelo y empezó a amontonar troncos en ella para poder llevarlos a rastras hasta el hotel.
—Una buena pila de troncos. Deberíamos dar las gracias a quien vivía aquí por el trabajo que se tomó.
Zoe dejó de cargar troncos.
—Quiero echar un vistazo dentro.
Jake siguió apilando leña en la lona.
—No sé si está bien.
—¿Qué más da?
Aunque habían hecho incursiones en hoteles, tiendas, vinaterías y restaurantes sin contemplaciones, hasta ese momento se habían abstenido de entrar en viviendas particulares. Quizá fuera señal de respeto, quizá una manera de mantener viva la absurda esperanza de que algún día alguien volviera a esas casas, de que el pueblo se repoblara. Al margen de cuál fuera la razón, ni se les había pasado por la cabeza entrar en el hogar de una familia.
—Quiero saber quién vivió aquí —insistió Zoe.
Jake cogió otra brazada de troncos mientras ella se dirigía hacia la parte de atrás de la casa.
La puerta posterior no estaba cerrada con llave. Zoe accionó el picaporte y entró. Resistió la tentación de levantar la voz, de anunciarse.
El interior de la casa estaba muy oscuro. La puerta daba a una cocina, que a su vez accedía a un comedor ordenado, con sillas viejas dispuestas en torno a una mesa. A la derecha había otra habitación, en apariencia una especie de taller. Dentro de la casa hacía frío, olía a yeso húmedo y flotaba en el aire cierto tufillo, tal vez a bolas de naftalina.
La sala tenía una chimenea con una repisa y, encima, un espejo. En ambos extremos de la repisa se alzaban candelabros de latón con velas nuevas envueltas aún en celofán. Al lado había cerillas, así que rompió el celofán de las velas y las encendió. Se miró en el espejo.
El azogue se había empañado y desconchado en algunos puntos y el óxido formaba en él diminutos agujeros. Aquel espejo debía de llevar allí colgado cien años por lo menos. Con esa luz, se vio de un color amarillento, y el espejo herrumbroso le añadió unas cuantas pecas. Era una imagen poco favorecedora. Tenía un aspecto bastante demacrado. La chimenea bajo la repisa estaba llena de ceniza. Se agachó para tocarla, buscando calor, pero la notó húmeda y fría.
Dispuestas a ambos lados del hogar, había dos viejas butacas de cuero con macasares de encaje en los respaldos. Los macasares conservaban una sombra allí donde habían descansado las cabezas durante años. Casi le llegó el olor del sebo de los ocupantes de esas butacas.
Fotos enmarcadas de dos o tres generaciones pendían de la pared, viéndose claramente el contraste entre los pesados marcos de madera de los retratos tradicionales y las fotos más pequeñas en marcos de plástico y cromo con imágenes modernas y más descuidadas. Zoe pudo deducir las relaciones de parentesco, observando que las instantáneas en color de los años setenta —con la imagen mal fijada y descolorida por los líquidos fotoquímicos de la época— no podían competir con las modernas y vívidas fotos en color de unos niños.
Se le ocurrió que algunas de las personas de las fotos estaban muertas y otras vivas, y sin embargo se sintió igualmente separada de todas ellas.
Colgaba de la pared un reloj con el péndulo a la vista dentro de una vitrina, sus manecillas detenidas en las 8.50, que bien podía ser, calculó Zoe, la hora exacta del alud. Abrió la vitrina y balanceó el péndulo para reactivar el reloj. El péndulo osciló varias veces con una sucesión de tranquilizadores chasquidos, pero al final se detuvo. Zoe lo intentó de nuevo, pero el péndulo volvió a detenerse. Buscó una llave para dar cuerda al reloj. Por un momento eso le pareció importante, pero enseguida se rindió.
Pasó de esa sala al taller situado en un lado de la casa. Se percibía en el aire un agradable aroma a virutas de madera. Vio una ordenada hilera de herramientas de carpintero: cinceles, cepillos, sierras. De pronto descubrió en qué había estado trabajando el artesano.
Era un ataúd. La madera presentaba aún su aspecto natural: labrada y unida con precisión, bien cepillada pero sin enchapar, en espera de ser forrada por dentro, guarnecida de empuñaduras en el exterior y provista de una tapa. Zoe quedó fascinada y horrorizada. Se acercó al ataúd, casi temiendo que contuviera un cadáver embalsamado, pero estaba vacío.
Oyó entrar a alguien en la casa. Se volvió al instante, y allí estaba Jake, encuadrado en el umbral de la puerta, entre el taller y la sala. Su rostro quedaba oculto entre las sombras pero se le veían claramente los ojos, como suspendidos en el aire.
—Hacía ataúdes, a eso se dedicaba el hombre que vivía aquí. Ese era su oficio.
Jake echó un vistazo al interior del ataúd.
—Es más o menos de mi tamaño.
Levantó una pierna en ademán de subirse al banco de trabajo.
—¡No hagas eso!
Él no la escuchó. Se metió en el ataúd y se tendió.
—Yo me voy de aquí —dijo Zoe, y salió apresuradamente, dejando allí a Jake con su juego morboso.
Fuera, Zoe esperó junto a la lona con su carga de leña. Jake tardó en salir, pero ella se resistió a entrar a buscarlo. Finalmente él apareció y, sin mediar palabra, agarró un ángulo de la lona y empezó a tirar.
Zoe cogió otro ángulo de la lona.
—Eso no ha tenido gracia.
Jake dejó escapar un resoplido.
—Sí la ha tenido. La ha tenido y la tiene. Tiene gracia.
—No, no la tiene. Te crees gracioso y no lo eres.
—Pero sí tiene gracia. Tiene mucha gracia.
—No, no la tiene.
—Sí la tiene.
Y Jake soltó una sincera carcajada, para demostrarle lo gracioso que era; y el eco de su risa quedó flotando en el aire helado como un espectro cruel.
Zoe apretó los labios.
Cuando regresaron al hotel, descubrieron que la luz había vuelto. Pero al cabo de diez minutos se fue de nuevo.
—A veces hay que reírse —dijo Jake en la oscuridad—. ¿Te acuerdas de mi padre? Sencillamente hay que hacerlo: reírse, quiero decir.