11

El viento había amainado y la estación de esquí ofrecía un aspecto impoluto, como si la hubieran rastrillado con una garra gigante. La nieve suelta, ahora barrida, formaba altas pilas contra las puertas y los bloques de apartamentos; el hielo y la nieve habían desaparecido de los coches aparcados en el lado expuesto al viento; y el pueblo entero parecía haberse inclinado hacia atrás hasta quedar reducido a un mínimo ángulo, y erguirse ahora con un parpadeo de sorpresa ante el sol de la mañana.

Todas las nubes habían huido de un cielo que en esos momentos presentaba el imponente color lapislázuli de la máscara mortuoria de un faraón. El sol de primera hora de la mañana había renacido como oro blanco.

—Este es el último día que esquío —anunció Jake.

—¿Ah, sí?

—Es asombroso. Son las condiciones perfectas para esquiar. Nunca tendremos otro día como este. Quiero acabar en este punto culminante.

—¿Qué necesidad hay de acabar? —Un ligero temblor asomó a la voz de Zoe, un temblor que no pudo reprimir. Era como si Jake hubiese declarado su pérdida de la fe en una religión—. ¿Por qué no esquiamos hasta que podamos?

—Creo que nuestro tiempo es limitado. No puedo decirte por qué. Sencillamente lo presiento. Y ya no me divierte.

Zoe no discutió. Jake parecía resignado a aquello. Pero ella se negaba a creerlo; no podía creerlo. Aquello no era el fin. Él había ido a la cocina esa mañana y había informado de que la carne en la encimera de acero inoxidable empezaba a oler. Su reloj avanzaba. Pero ella, al fin y al cabo, tenía un antirreloj avanzando dentro de su vientre.

Seguía haciéndose la prueba con regularidad, y siempre daba positivo. El bebé seguía vivo en su interior y ella sabía, sin necesidad de prueba alguna, que se desarrollaba bien. Acaso no fuera más grande que una uña, un cuarto creciente en un inmenso cielo nocturno, pero Zoe sentía cómo se nutría de ella, que se alimentaba de cada uno de sus latidos. Mientras creciera, mientras cobrara vida —y le traía sin cuidado el tiempo del feto porque sentía el aleteo de una mariposa y ningún médico la convencería jamás de que eso eran gases o dolores de estómago—, aquello no podía ser el final para ellos.

Deseaba anunciárselo a gritos a Jake, pero le faltaban las fuerzas. Sencillamente le parecía absurdo filosofar sobre sus difíciles circunstancias. Se negaba a aceptar que esa «muerte» fuera a ser tema de un largo debate. Le constaba que ese bebé vivía dentro de ella y que llegaría a nacer. No sabía qué sucedería entonces. Era inimaginable estar en la muerte y embarazada al mismo tiempo. A menos que Jake estuviera en lo cierto, y realmente fueran el enrevesado fruto de la unión entre la física y los sueños.

Jake había salido del hotel para ponerse los esquís. Zoe lo siguió premiosamente por el vestíbulo. A medio camino se le cayó un guante y se agachó a recogerlo.

Al hacerlo, oyó el inconfundible resoplido de los frenos neumáticos de un autocar de lujo, y cuando se irguió, con el guante en la mano, casi se le cayó por segunda vez. Allí estaba el autocar, aparcado frente al hotel, y una muchedumbre pululaba de nuevo por el vestíbulo. El parloteo de voces llenaba el aire. Zoe percibía el calor de sus cuerpos en el vestíbulo abarrotado y el bullicio de las animadas conversaciones.

Se volvió hacia la recepción, y las mismas tres mujeres ocupaban sus puestos, con sus elegantes uniformes del hotel, cada una enfrascada exactamente en la misma actividad que la primera vez que las vio. La joven de la coleta tenía el teléfono en el oído. La señora del pelo castaño rojizo y las gafas negras pasaba una tarjeta de crédito por la máquina, y la tercera recepcionista hacía el esfuerzo de escuchar lo que intentaba decirle el director del traje gris por encima del alboroto.

En su mayoría la gente vestía con ropa de esquí, salvo por los recién llegados que entraban arrastrando sus maletas con ruedas. Si bien ella se encontraba en una parte distinta del vestíbulo, pasó por su lado el mismo hombre y le guiñó el ojo. Ella alcanzó a oler su colonia de nuevo. Tuvo que mirarse para comprobar que no llevaba el albornoz como la otra vez, y no, ahora iba debidamente equipada con su ropa de esquí. Miró hacia la recepción. Allí estaban las dos inglesas hablando de un alud.

Zoe sintió que le faltaba el aliento. Miró a través de las puertas de cristal buscando a Jake. Pero había una gran multitud en el vestíbulo, y tanto esta como el autocar recién llegado le impedían ver la calle.

Desconcertada, se disponía a volverse para hablar con las dos inglesas junto al mostrador de recepción, pero en ese momento el portero, desde su atril de madera clara, alzó la vista casualmente y cruzó una mirada con ella. Enarcó las cejas con expresión interrogativa y abrió los ojos desorbitadamente, como si de repente hubiese recordado algo.

Madame! —la llamó—. Madame!

Levantó un brazo y le hizo una seña con los dedos para que se acercara.

En un primer momento Zoe quedó como hipnotizada por el portero, que sonreía y la llamaba con un gesto. Pero enseguida supo que no se dirigía a ella, y que le hacía señas a otra persona situada a sus espaldas, quizá alguien que estaba en la recepción. Casi se dio media vuelta para mirar por encima del hombro.

Pero detrás de ella no había nadie. Nadie en absoluto.

Las inglesas, las tres recepcionistas y su director y quienes formaban cola ante el mostrador ya no estaban. El bullicio de animadas voces se había evaporado. Incluso el aroma a colonia se había desvanecido.

Zoe se volvió, y el portero había desaparecido también, al igual que todos los demás esquiadores y huéspedes del hotel y el autocar de lujo aparcado en la calle. Ahora, a través de las puertas de cristal cilindrado, veía a Jake, que la esperaba.

Permaneció inmóvil por un momento; luego se volvió para mirar otra vez la recepción vacía antes de salir del hotel. Jake seguía allí plantado, con las piernas separadas y los brazos cruzados. Sonrió. Era evidente que no había visto nada.

—¿Estás bien?

—Estoy perfectamente —contestó Zoe.

Desde lo más alto de la montaña, y con la gran moneda del sol estampada en el cielo detrás de ella, observó esquiar a Jake. Descendía rápidamente por la ladera, ejecutando giros perfectos, trazando surcos en la nieve, atacando la pista. Su larga sombra lo precedía como un espíritu independiente. Nunca lo había visto esquiar tan bien. Parecía haber alcanzado la perfección técnica. Aunque ella siempre había sido mejor esquiadora, no cabía duda de que ahora él la superaba en destreza. Lo observó avanzar a toda velocidad tras los árboles donde se curvaba la pista y desaparecer más allá de la siguiente elevación.

Salió tras él, decidida a alcanzarlo. Pero sus primeros giros fueron torpes, mal ejecutados. En cierto momento se le cruzaron las puntas de los esquís y tuvo que detenerse para recobrar la calma. La exasperaba ver que, mientras Jake aparentemente había perfeccionado su técnica, ella empeoraba. Quizá la causa de su malestar fuera la segunda alucinación del vestíbulo abarrotado de gente. O acaso fuera la presencia del bebé, que inconscientemente la instaba a la cautela. Una caída podía ser peligrosa. Tenía una buena razón para no querer atacar la pendiente.

El imponente silencio del lugar la inquietaba. Las píceas y los pinos, todos colmados aún de nieve, extendían sus ramas en un ballet helado, exhalando un incienso espectral desde capillas oscuras y estériles resguardadas bajo sus ramas. Aspiró hondo aquel aire frío y penetrante como el vino. «Crece, niño, crece. Engañaremos a la muerte».

Se dijo esto con actitud desafiante, pero pensó que podía ser una afrenta a algún Dios colérico del inframundo. Miró pista abajo. Su sombra se extendía ante ella quizá a veinte metros de distancia. De pronto percibió un movimiento, un atisbo de actividad, en la periferia de su visión.

Junto a la suya, había otras sombras.

A su derecha se mecía levemente un grupo de sombras, de forma más o menos humana. Las siluetas oscuras se dibujaban nítidamente en la nieve ante ella. Se le cortó la respiración. No se atrevió a volver la cabeza para mirar atrás. Sentía allí la presencia de varios seres. Quizá eran personas. Quizá no.

Mantuvo la mirada fija en las sombras oscilantes, convencida de que no se habían dado cuenta de que ella las había visto. Empezó a picarle la piel. Se le enfrió y se convirtió en una sustancia abrasiva, como papel de lija. Sintió que se le helaban los fluidos en los ojos.

Había quizá cinco o seis, apiñados. Parecía increíble que no la hubieran visto. Los oía hablar, cuchichear. Observó el contorno de sus sombras en la nieve blanca como la cera. Sin duda poseían forma humana, pero con largos miembros añadidos, como varas o trompetas de tubo largo que sobresalían ante ellos, quizá de la boca. Se movían, avanzaban hacia ella, y sin embargo no parecían acercarse.

Zoe tenía ya los bastones a punto. Distendió los miembros, flexionó los pies dentro de las botas, preparándose para emprender el descenso más rápido de su vida por una pista de esquí. En el último momento apartó la mirada de las sombras en movimiento y, con una demencial sensación de desafío, volvió la cabeza para mirar a los ojos a sus adversarios.

Casi resbaló hacia atrás. Allí no había nada.

A sus espaldas se alzaba la cresta de la ladera, y más allá asomaba el pico blanco de una montaña, un imponente cuerno que empitonaba el cielo azul y parecía desmoronarse. Y más allá aquel implacable sol.

Las sombras también habían desaparecido. Allí no había nada, y desde luego nada que pudiera formar una sombra. Segundos antes había detrás de ella personas, o cosas. Había percibido su respiración, oído sus cuchicheos. Ahora nada. Solo el cuerno de la montaña la saludaba, indiferente.

Esperó sumida en una especie de estado de shock. La idea de que de algún modo había percibido la presencia de otras personas —otros seres— en una alucinación era insostenible. Sus sombras en movimiento se habían perfilado claramente en la nieve blanca. El aire frío había arrastrado sus voces hacia ella. Su aliento casi le había rozado la nuca.

Ahora su ausencia era casi tan terrible como su presencia. Por primera vez se preguntó si aquel lugar podía estar habitado no por otras personas, no por otros fantasmas, sino por algo que acaso pudiera llamar demonios. Tenía que dar alcance a Jake. Apretó los puños en torno a los bastones y giró los esquís en la nieve.

De pronto volvió a sonar el móvil.

El sonido la arrancó de ese terror y desencadenó otro. La alegre melodía llegaba del bolsillo interior de su chaqueta. Se llevó la mano enguantada al bolsillo y forcejeó torpemente con la cremallera, pero los dedos acolchados del guante eran demasiado gruesos para permitirle abrir la cremallera. Temía que colgasen antes de que pudiera sacar ella el teléfono.

Dejó caer el bastón y se arrancó el guante de la mano derecha mientras la melodía sonaba cada vez más fuerte dentro de la chaqueta. A tientas, corrió la cremallera y hundió la mano en el bolsillo, envolviendo por fin el frío metal curvo del teléfono que sonaba. Abrió la tapa y se lo acercó al oído.

—¡Diga! ¡Diga! ¿Quién es?

En la línea apareció la misma voz de la otra vez. Una voz masculina áspera, hablando en un idioma o con un acento que ella no entendía. No se oía bien. Se oía lejos y apagada, y el hombre parecía repetir las mismas frases una y otra vez.

—¡No le oigo! ¡Por favor! Je ne comprends pas!

La voz bramó una orden o una frase.

Encore! ¡Repítalo! ¡Dios mío! ¡Por favor! ¿Quién es usted?

La voz habló de nuevo. Parecía decir las palabras «la zone, la zone». Pero la línea crepitaba. Era imposible saber qué decía. Aquel hombre bien podría haber estado llamando desde el lado oculto de la luna.

La línea se cortó.

La zone. ¿O acaso decía «La Zoe»? No, no. Parecía más bien «la zone». Tal vez decía eso. Tal vez. «La zone». Pero ¿qué significaba eso?

Zoe orientó los esquís al frente y los dejó surcar la nieve esponjosa. Descendió cientos de metros en cuestión de segundos. Jake la esperaba.

—Una buena esquiada —dijo él mientras Zoe trazaba una curva para detenerse a su lado.

Lo miró. Sus enormes gafas de sol le ocultaban los ojos y el cristal azul reflejaba el resplandor del sol. Se preguntó qué debía contarle.

—¿Estás bien?

—Ha sonado otra vez el teléfono.

—¿Cómo?

—La misma voz. Las mismas palabras incoherentes.

—No estás bien. ¿No lo habrás…?

—No, no lo he imaginado. ¿Por qué suena solo cuando tú no estás? Voy a darte mi móvil. La próxima vez ya contestarás tú.

—No, quédatelo. Yo ya tengo el mío.

—Me ha parecido que decía «la zone». La zona. Pero puede que me equivoque. No lo sé. La voz se oía tan apagada y lejana…

—La zona.

—Es posible.

—Vamos. Se acabó. Demos el día por concluido.

Esa noche no les apeteció cenar. Jake volvió a inspeccionar la verdura y la carne en la encimera de la cocina e informó de que por fin se estaban pasando. Los tallos de apio se oscurecían. Una película gris se formaba sobre las patatas troceadas. Pero todo seguía sucediendo muy despacio.

Fueron a un bar. Encontraron un cedé con canciones de los Kinks y bebieron un Malbec espeso, oscuro e intenso; pero ni se molestaron en recordar cómo sabía o que sentía uno al emborracharse. La música que tanto les gustaba les proporcionó poco placer, como si también eso tuviera que recordarse. Se quedaron sin tema de conversación, así que regresaron temprano a su habitación y se ducharon.

Zoe advirtió la erección de Jake mientras él se secaba. Hizo algún comentario al respecto.

—Es curioso. Aquí siempre la tengo tiesa.

—¿Siempre?

—Sí. Bueno, decae durante un rato después de hacer el amor, pero no por mucho tiempo.

—Deberías habérmelo dicho.

—Cariño, no puedo estar dentro de ti a todas horas. Sabes que no te gustaría.

Ella lo miró con las cejas enarcadas.

Su actividad sexual se había regularizado hacía mucho tiempo. Ella, a diferencia de tantas mujeres, nunca la había utilizado como medio para salirse con la suya en otros asuntos. Pero tampoco había estado constantemente a su disposición. Siempre había controlado el ritmo. El sexo no estaba racionado, pero tampoco exento de restricciones. A él le gustaba tomarla por detrás; a ella no. A él le gustaba hacerlo al aire libre; ella no era muy aficionada a eso. A él le gustaba que ella se sentara a horcajadas sobre él; ella prefería las posturas convencionales. A veces él sugería disfrazarse; a ella la idea le parecía tan ridícula que no podía ni expresarla con palabras.

—En ese aspecto he sido una decepción para ti, ¿verdad? —dijo ella.

—No lo has sido —replicó él.

—He sido perezosa.

—No es verdad.

—Eso no significa que te haya querido menos —aseguró Zoe.

—Lo sé.

—El sexo no da la medida del amor. A veces no tiene nada que ver con el amor. Ni remotamente.

Jake se sentó en la cama envuelto en su toalla y le rodeó los hombros con el brazo.

—¿Por qué dices todas esas cosas?

—Porque aquí tengo la sensación de que todo lo que digo debe tener importancia.

—¿Y antes no era así?

—No. O al menos no siempre. Antes decía cosas sin pensar. Tomaba decisiones sin pensar. Sin pensar.

—Tal vez eso ya no importe.

—No, sí importa. Todo importa. Y aquí las reglas son distintas.

—Aquí las reglas las creamos nosotros, diría yo.

Zoe suspiró. Sabía que sus palabras lo habían deprimido un poco. Él simplemente había acudido a ella para echar un polvo y ella lo había desanimado. Pero si esa noche no hacían el amor, sería la primera pausa desde el día del alud. Zoe no estaba dispuesta a permitirlo. Si eso pasaba una noche, podía volver a pasar al otro día, y luego otra vez la noche del día siguiente. Y lo que Zoe más temía era que se abriera una brecha.

No sabía cuándo exactamente había empezado a sentir la presencia de esa brecha. Podía haberse iniciado en los primeros días, mientras discutían sobre cómo salir de allí. Pero ella sentía que una energía, una fuerza como el magnetismo o el antimagnetismo, hacía lo posible por insinuarse calladamente entre ellos. Una vez más era como una ley física, una corriente instalada allí que se comportaba como una mujer empeñada en separarlos, por medios casi perceptibles e insidiosamente manipuladores.

Su embarazo estaba íntimamente relacionado con esa sensación. Seguía haciéndose la prueba obsesivamente. Y cada vez veía confirmado que el bebé crecía dentro de ella, y al mismo tiempo se hacía a la idea de la posibilidad de una división entre Jake y ella. Eso no tenía nada que ver con el amor o con la falta de amor. Su amor y su afecto por él, así como su dependencia mutua en ese mundo de sombras, habían aumentado enormemente. Pero allí intervenían fuerzas de sentido inverso. Si el amor era una fuerza de la gravedad, aquel lugar generaba asimismo una fuerza centrífuga, que tiraba de la psique de ella.

Deseaba armarse contra esa fuerza centrífuga y el sexo formaba parte de la armadura. Llevó la palma de la mano a la prominencia del vientre de Jake y se inclinó sobre él para lamerle un punto sensible justo por encima de la pelvis, porque siempre le provocaba un espasmo. Él sacudió una pierna. Zoe se escupió en los dedos y extendió la saliva por debajo de la cabeza de su polla y se la apretó. La verga se endureció en su mano.

Se introdujo el pene en la boca y deslizó la lengua en torno al glande, y al mismo tiempo que su polla se endurecía aún más y se hinchaba dentro de su boca, sintió que el cuerpo de él se rendía y quedaba flácido en comparación. Jake se reclinó, sucumbiendo ante ella, cediéndole todo el poder. Ella le soltó el pene, se sentó con la espalda erguida y pasó una pierna por encima de él para montarlo. Fuera, la luz de la montaña era de un misterioso color azul que Zoe relacionaba con el neón, casi ultravioleta. Iluminaba los dientes y el blanco de los ojos enrojecidos de Jake y confería a sus miembros un tono bronceado y saludable.

En una ocasión él le dijo que era una criatura tan sexual que sería capaz de hacer correrse a un muerto, y allí estaba ahora, demostrándolo. Se acomodó sobre él, empalándose, ahogando una exclamación en el momento de la entrega, cuando sus músculos vaginales se relajaron y le permitieron deslizarse en torno a él. Se inclinó, dejando que su larga melena rozara la cara de Jake, inhalando el olor de su pelo y su sudor. El olor a sexo saturó el aire de la habitación, envolviéndolos como humo, como un fantasma. Apoyó las yemas de los dedos en la pared blanca por encima del cabezal para apuntalarse, elevándose y descendiendo sobre él. Estaba follándoselo con vigor y rabia, con desesperación, como si esa pudiera ser la última vez. El cabezal chocaba contra la pared cuando ella empujaba con la pelvis, golpeaba contra la pared con un ruido sordo, y no se detuvo ni siquiera cuando sintió que él eyaculaba y se estremecía, anulado totalmente por el orgasmo. Continuó, impulsándose, empujando el cabezal contra la pared, hasta que empezó a sentir que la propia pared se desmoronaba al contacto de sus dedos, se convertía en polvo, se disolvía hasta que ya no era el polvo del yeso, sino el polvo de la nieve, frío al tacto, hundiéndose en un agujero abierto y arremolinado del que asomaba el brazo de un hombre y la agarraba por el cuello, la agarraba por la garganta un puño gélido, impidiéndole respirar, tirando de ella, intentando arrancarla de Jake, asfixiándola hasta que ella lanzó un grito, no de éxtasis, sino de terror.

Jake se incorporó.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

El brazo extendido la soltó y el pozo de nieve, el agujero blanco arremolinado en la pared, se cerró sin más, convirtiéndose de nuevo en yeso pintado de blanco en la pared de un dormitorio.

Ahora Jake le cogía la cara con sus dos grandes manos, escrutándole los ojos en busca de una explicación.

Ella lo miró; miró la pared.

—Veo cosas, Jake. Veo cosas.

—¿Qué cosas?

—Cosas propias de una pesadilla.

—Cuéntame.

Pero ella negó con la cabeza. Había reconocido el brazo que había entrado por la pared. Había reconocido el anillo en el dedo corazón y una pequeña cicatriz en el dorso de la mano antes de que empezara a estrangularla.

Se quedaron allí tendidos durante un rato, él acariciándole el pelo. Pero Jake, incluso con los ojos cerrados, casi veía el desasosiego de ella, y se lo dijo.

—Duérmete, cariño, duérmete.

—No. No puedo. Tengo que hablar contigo.

—Esa frase nunca me ha gustado.

—Tengo la sensación de que esta es la oportunidad para sacarme una espina. Tiene que ver con Simon.

—Ya. El padrino de nuestra boda. Eso ya lo sé.

Zoe parpadeó al oírlo.

—Sí. Siempre he sospechado que ya lo sabías.

—¿Podemos dejarlo?

—Yo estaba pasando por una mala época. Tú no me hacías mucho caso. No digo que fuese culpa tuya. Solo te digo que fue un error y una estupidez, y no tuvo la menor importancia. Solo eso. Ya sabía que lo sabías, desde el principio. Simplemente necesitaba decirlo a las claras.

—¿Ahora te sientes mejor?

—Un poco.

—Pues no esperes que yo me sienta mejor. Te has quitado la espina y me la has clavado a mí. Y duele.

—Lo siento, Jake. Lo siento.

—No llores. Da igual. Si el matrimonio tiene algún sentido es para que yo te quite las espinas y tú a veces me las quites a mí.

Continuaron allí juntos en la oscuridad de la habitación. La luz de las farolas reflejada en la nieve bastaba para ver. No dijeron nada más.

Al cabo de un rato la respiración de Jake cambió: se había dormido. Zoe también se durmió, pero despertó poco después al oír fuera el suave sonido de los cascabeles de un arnés.

Eran los cascabeles de un animal de tiro, una distracción para los turistas. Zoe lanzó una mirada a la silueta dormida de Jake y bajó los pies al suelo. Los cascabeles ya no se oían. Se acercó a la ventana.

Desde que se habían trasladado a esa habitación en el otro lado del pasillo, la ventana daba a la calle donde estaba la entrada del hotel. Y allí vio la forma colosal y sombría de un percherón negro de magnífica musculatura enganchado a un enorme trineo. Era un macho de costados lustrosos, negro como el carbón y reluciente a causa del sudor. El aliento se le condensaba ante el hocico en el aire frío como el vapor de una locomotora antigua en un andén. Magníficas plumas adornaban sus cascos, y en la cabeza lucía un penacho de vivo color carmesí que, a la luz de la luna, era idéntico a la sangre derramada. El caballo mordisqueaba el bocado de plata, pero, por lo demás, permanecía totalmente inmóvil, como si esperara.

Zoe ahogó una exclamación al verlo. Retrocedió, tendiendo una mano espontáneamente hacia Jake para despertarlo, pero cambió de idea. Envolviéndose con una manta, se apresuró a abandonar la habitación y bajar en ascensor al vestíbulo. Descalza, salió corriendo a la nieve, casi ajena al frío.

Aún nevaba: copos grandes y blandos, algunos arracimados ya antes de caer. El percherón permaneció inmóvil cuando ella se acercó, sin reconocer su presencia.

Era descomunal, de cruz poderosa y musculosos cuartos traseros. Zoe entendía lo suficiente de caballos para calcular que se hallaba ante un ejemplar de unos veinte palmos ecuestres de altura. Si bien el animal no estaba ensillado, para encaramarse a semejante criatura habría necesitado una escalerilla. Zoe apoyó una mano en el costado del caballo, una mano minúscula en comparación, y percibió el calor del pelo y los músculos. Los copos se disolvían nada más tocar sus flancos vaheantes. Llevaba hileras de pequeños cascabeles cosidas al arnés de cuero lustrado, y cada cascabel tenía grabado en el metal un emblema: un copo de nieve de seis puntas.

El animal aguardaba pacientemente, como en espera de una orden. Zoe le acarició los hombros y el cuello, incapaz de llegar al testuz de tan alto como era. Aun así, el percherón aguzó las orejas ante su delicado acercamiento, y nubes de vaho ascendieron en espiral desde su hocico.

—¡Qué negro en contraste con la nieve! ¡Eres precioso! —dijo Zoe—. ¡Precioso!

Se situó frente al caballo. Sus ollares eran aterradores, agujeros negros muy abiertos que despedían chorros de vapor. Parecía una criatura surgida de los orígenes del universo. El caballo torció y apartó un poco la cabeza, de modo que su ojo, fijo en Zoe, semejaba un espejo de obsidiana negra bruñido en el que ella veía su propia imagen distorsionada: una cosa pequeña, arrebujada en una simple manta, alzando la mirada con esperanza y asombro. El caballo cabeceó, agitando el penacho carmesí, y volvió a mascar el bocado. Zoe intentó soplarle en los ollares con delicadeza, pero el animal volvió a sacudir el penacho en dirección a ella. Lo interpretó como señal de que no le gustaba que se acercara por delante.

Rodeó, pues, al paciente percherón para examinar el trineo que arrastraba. Era un artefacto sencillo. Un tosco armazón de madera con gigantescos patines de acero para deslizarse por la nieve. Tenía un mullido y cómodo asiento elegantemente tapizado en cuero negro con ribete de terciopelo. Si bien admitía a dos o más pasajeros, no parecía haber un pescante para el cochero. Las riendas de cuero tachonadas estaban enrolladas en la parte delantera del trineo, como si esperaran a que alguien las cogiera.

Zoe se planteó probar el asiento. Alzó un pie con la intención de encaramarse al estribo, pero era demasiado alto para ella. Retrocedió de un salto con una ligera exclamación de sorpresa. El estribo se hallaba de pronto a la altura de su cabeza y tanto el percherón como el trineo parecían haberse agrandado. Ahora era un caballo descomunal, aterrador, y Zoe, mirando desde abajo a semejante bestia, se sintió como una niña pequeña. En cuanto ella se apartó, el caballo, como estimulado por una fusta invisible, cabeceó de nuevo y empezó a trotar.

—¡Eh! —gritó Zoe—. ¡Eh!

Pero el percherón se alejaba ya, avanzando a paso uniforme entre los suaves copos de nieve con un admonitorio repique de cascabeles. Zoe lo observó marcharse. El caballo y su trineo vacío siguieron la curva de la calle y desaparecieron detrás de una hilera oscura de abetos colmados de nieve.

Zoe aguardó hasta que dejaron de oírse los cascabeles y se impuso de nuevo el silencio. Miró a uno y otro lado de la calle. Después volvió a entrar en el hotel y regresó a la habitación donde Jake aún dormía.

Sentada en la cama, contempló el suave movimiento de su pecho mientras dormía. Alargó el brazo y le cogió la mano, en parte con la esperanza de que despertara, en parte con la esperanza de que no. Decidió dejárselo al destino. Si despertaba, le hablaría del caballo. Si no, no le diría nada. Tuvo que preguntarse por qué no se permitía contarle algunas de las cosas que sucedían en torno a ellos; ella misma no comprendía por qué se las callaba. Era como si una parte muy primaria de ella sintiera terror ante la idea de que nada de lo que ocurría allí podía ser bueno para ellos. Tenía la impresión —irracional pero basada en una convicción surgida de lo más hondo de su alma— de que, a cada nuevo episodio, algo intentaba introducirse entre Jake y ella. Solo hallarían la paz en la inacción total.

Mantuvo su mano cogida. Sus manos fueron uno de los primeros detalles que le llamaron la atención de él al conocerlo. Eran grandes y masculinas, pero también elegantes y expresivas. Las usaba mucho en la conversación. Le habría gustado tenerlo cogido de la mano para siempre.

Se durmió a su lado.