8

Por lo visto, la pérdida de Sadie fue un duro golpe para Jake. Una y otra vez se preguntaba en voz alta sobre dónde demonios podía haberse metido. También para Zoe había sido una desilusión perder a la perra. Para distraer a Jake, propuso buscar otro restaurante donde comer. Habían reparado en un establecimiento precioso, chic y elegante, con el nombre, un poco ridículo, de La Table de Mon Grand-Père.

Eligieron la mesa preferida del abuelo junto a la ventana y encendieron velas. Zoe se apropió de la cocina y preparó un boeuf bourguignon que probablemente habría provocado una apoplejía al chef original; pero era uno de los platos preferidos de Jake, y lo sirvió acompañado de puré de patatas con mantequilla.

Jake esperaba con el cuchillo y el tenedor en alto en los puños pese a haber dicho que no tenía apetito. Deseaba mostrarle a Zoe su entusiasmo, y ella lo sabía. Lo besó en la frente al dejar los platos en la mesa.

—Siempre me ha encantado cocinar para ti —dijo Zoe—. Darte de comer. Trocearlo todo. Prepararlo.

—Tú cocinas con amor. Lo noto en el sabor.

—¿Todavía notas ese sabor? ¿Aquí?

—Notaría la ausencia de ese sabor si no estuviera.

—Has estado dándole al vino, ¿eh, caballero?

En efecto así era. Jake había descorchado una botella del más caro que había encontrado allí y bebido dos tercios sin ayuda de Zoe.

—Intento emborracharme, pero no lo consigo.

—¿Por qué quieres emborracharte?

—La otra noche, cuando nos tomamos aquella botella de champán y tú me atacaste en el ascensor, ¿estabas de verdad borracha o fingías? Porque, en mi caso, por más que bebo, no logro emborracharme.

Tomó también ella un sorbo de vino.

—Recuerdo que pensé que forzosamente debía de estar borracha, y entonces me sentí borracha. O quizá necesité fingir ante mí misma para creer que lo estaba. Dicho esto, ¿puedo preguntarte otra vez por qué necesitas emborracharte?

—¡Porque no sé cuáles son las reglas aquí! Necesito saberlo. Tengo la sensación de que sigo moviéndome en terreno resbaladizo. Y eso me da miedo de una manera que no entiendo. —Sirvió el resto de la botella.

Zoe aún no le había mencionado lo del leño encendido en la chimenea de La Chamade.

—Algo está cambiando.

—Sí, lo he notado.

Comieron en silencio. Zoe quería preguntarle si percibía el sabor del boeuf bourguignon, pero se lo pensó mejor. Optó por preguntarle si quería que le describiese cómo era una borrachera para que él pudiera sentirla; a lo que él contestó que prefería ver si lo lograba sin su ayuda. Jake se levantó de la mesa y regresó con otra botella. Zoe decidió acompañarlo en la profunda soledad de ese imparable beber.

Fuera, una luna ya casi llena bañaba con su luz blanquecina la nieve profunda. Jake lanzaba continuas miradas con la esperanza de ver alguna señal de Sadie. Los pinos proyectaban estilizadas sombras sobre el restaurante, y allí donde no llegaban las sombras, el claro de luna resplandecía con cruel belleza sobre la capa de nieve helada.

—No creo que Sadie se haya marchado por iniciativa propia. Creo que se la han llevado.

—¿Cómo dices?

—Eso pienso.

Zoe le dirigió una mirada larga y severa. Lo conocía más que suficiente para saber que no se refería a que un aficionado a los perros había secuestrado a Sadie. No le gustó ninguna de las demás posibilidades que se le ocurrieron.

—Plantéatelo así: en lugar de habértela quitado ahora, a lo mejor te la devolvieron, nos la devolvieron, durante ese breve tiempo.

Jake se inclinó sobre la mesa y entrelazó sus dedos con los de ella.

—Siempre ves el lado bueno de las cosas. O decides verlo.

—Pero es como en la vida, ¿no? Sabemos que la muerte llegará, y sin embargo siempre pensamos que nos han quitado a nuestros seres queridos, nunca que nos los han dado durante el tiempo que sea.

—Lo que dices es verdad, solo que la verdad es difícil de asumir. Es mucho más fácil hundirse y autocompadecerse.

—Siempre la he considerado un don… me refiero a la vida. Un don concedido por no sé qué entidad. Pero siempre he sabido que es un don. Y por algún motivo pienso que este espacio de más, este peculiar tiempo de más del que disponemos ahora, también es un don que se nos ha concedido. Lo que no entiendo ni remotamente es con qué fin.

—Admítelo: no piensas que vayamos a estar aquí para siempre, ¿verdad, Zoe?

—No.

Zoe lo miró, y cuando Jake fijó la vista en ella, asomó a sus ojos algo del brillo de la luna reflejado en la nieve. Horas antes, cuando Zoe estaba en la joyería y se planteaba elegir algo —Cartier, Tiffany, lo que fuera—, en realidad no deseaba nada de eso. ¿Qué debía de sentir uno siendo rico si podía quedarse con esos objetos sin siquiera arrugar la frente por un momento? No podía haber satisfacción en adquirir algo que no había representado ninguna dificultad, ningún esfuerzo. Habría que sentir la retorcida necesidad de encargar una docena o dos de esos objetos para notarlo en la cartera. O solo aspirar a cosas que representaran un buen pellizco de los recursos propios. En cuanto a ella, las únicas joyas que quería eran los ojos de su marido mirándola con admiración como hacía en ese momento; el único collar, el de su aliento en la piel cuando le besaba el cuello; la única sortija, la sencilla alianza de oro que ya llevaba puesta. Así se lo dijo.

Él se echó a reír.

—Estás borracha y sentimental.

—No. Estoy sobria, impasible y lúcida.

—Te quiero. Y te seguiré queriendo cuando esto se acabe. Sea lo que sea esto.

—Eres tú quien está borracho. Solo me dices que me quieres cuando estás borracho.

—Eso no es verdad.

—Pasemos de ese rollo del postre y el café. ¿Volvemos a pie?

Regresaron paseando por la nieve a la luz de la luna, un millón de diamantes titilando en la frágil escarcha. Jake se apoyaba en Zoe como si estuviera ebrio, pese a que no lo estaba. Antes de entrar en el hotel, le cogió la cara entre las manos y la besó bajo la luz blanquecina. Ella percibió el sabor del vino en el beso: no le cupo la menor duda. No tuvo que recordar a qué sabían sus besos; siempre sabían a vino tinto, seda, pimienta, el aroma de la sangre, de la esperanza.

Ya en la habitación, Jake entró apresuradamente en el cuarto de baño. Zoe oyó el chorro de orina contra la taza. Jake siempre orinaba con ganas, como un caballo. Zoe colgó su chaqueta de esquí y cerró la puerta del armario. Cuando estaba a punto de soltarse los tirantes del pantalón, la interrumpió una melodía familiar. Se volvió para decir algo a Jake, que seguía en el baño.

«¿Y eso qué es? —tuvo tiempo de preguntarse—. Es tu… es tu teléfono, tonta. Alguien está llamándote al móvil».

El alegre tono cobró cada vez más volumen.

—¡Jake! —exclamó.

«Está en el armario —se dijo Zoe—. Está en el bolsillo de la chaqueta. ¡Debes contestar! ¡Vamos! ¡Cógelo!».

Pero no pudo. Estaba paralizada. Oyó el ímpetu de su propia sangre en las venas. La repentina intrusión del timbre del teléfono la había inmovilizado. Se propuso volver a llamar a Jake. Debería ser él quien contestara la llamada, no ella. Trató de moverse, pero se sintió atrapada. Físicamente constreñida, como si algo frío la tuviera agarrada por los brazos y las piernas.

El teléfono volvió a sonar.

—¡Jake!

Estaba otra vez en la tumba de nieve del alud inicial. Envuelta en nieve apretada. Cabeza abajo, respirando el aire atrapado en una pequeña bolsa, intentando mover un dedo. Movió un dedo, una mano, el brazo, y la nieve apretada en torno a ella se desintegró, se disolvió. Zoe se abalanzó hacia el armario y abrió la puerta de un tirón para coger su chaqueta. El móvil seguía emitiendo la melodía. Estaba en uno de los bolsillos cerrados. Torpemente, forcejeó con la cremallera y metió los dedos en el bolsillo. Con manos trémulas, abrió la tapa del móvil y el recuadro de luz azul anunció: «Número oculto».

—Número oculto —masculló.

Pulsó la tecla para contestar y se llevó el teléfono al oído. Oyó una voz. Una voz masculina.

—Perdone… Perdone… —Cabeceó en un gesto de frustración—. ¡Más despacio, por favor! Je m’excuse, lentement, s’il vous plaît. Plus lentement… Pardonnez-moi, monsieur… je ne comprends pas.

—¿Qué pasa? —preguntó Jake a voz en grito desde el cuarto de baño.

—Es un hombre.

—¿Cómo?

—No lo entiendo, tiene un acento muy cerrado… Monsieur, monsieur, s’il vous plaît, parler plus lentement… ¡No, no!

Se cortó la línea. Zoe extendió el brazo y sostuvo el teléfono ante sí en la palma de la mano, mirándolo como si hubiese intentado quemarla.

Jake había salido del baño sujetándose el pantalón por la cintura ridículamente. Deseaba saber con quién hablaba.

—Era un hombre.

—¿Un hombre?

—Sí, un hombre.

—¿Un hombre? ¿Qué ha dicho?

—No lo sé, me ha sido imposible entenderlo.

—Pero… ¡Dios bendito!

—¡No sé! ¡La verdad, no sé!

—¿Te…? ¿Hablaba en francés?

—¡Es posible! Pero no he podido… Tenía un acento… y se iba la voz. No he llegado a entender lo que decía.

—¿Puedes devolverle la llamada? ¿No puedes devolverle la llamada y ya está?

—Era un número oculto.

—¿Tienes línea con el exterior? Quizá deberías intentar otra vez telefonear a alguien. —Ahora Jake estaba a un paso de ella y le temblaban los dedos, a solo unos centímetros del teléfono plateado, como si quisiera arrebatárselo—. Pero si alguien ha llamado… Quizá deberías intentar telefonear a alguien en Inglaterra, quiero decir. Telefonea a alguien allí. ¿Por qué no lo haces?

—Vale. Vale. Pero, Jake… ¿y si intenta ponerse en contacto otra vez? Ese hombre. ¿Y si ese hombre intenta llamarme otra vez? ¿No debería mantener la línea desocupada?

Jake se desplomó en la cama con las palmas de las manos contra los lados de la cabeza.

—Sí… sí, mantenla desocupada. Es posible que ahora mismo esté intentando ponerse en contacto.

Zoe colocó el móvil en la mesa. Luego se dejó caer al lado de Jake y se agarró de su brazo. Juntos, esperaron con la mirada fija en el teléfono, deseando que volviera a sonar, aterrorizados ante la posibilidad de que eso ocurriera.

Permanecieron atentos al teléfono durante veinte minutos. Por fin Jake soltó un suspiro y volvió a proponerle que intentara llamar a Inglaterra. Zoe así lo hizo, pero el resultado fue el mismo que las veces anteriores. El timbre sonó y nadie descolgó.

—¿Cómo hablaba ese hombre? —Jake estaba desesperado por oír hasta los detalles más insignificantes.

—Me costaba entenderlo.

—Pero ¿era francés?

—Es posible.

—¿O catalán?

—Quizá fuera catalán. U occitano, yo qué sé.

—¿Hablaba en francés?

—Si hablaba en francés, tenía un acento muy cerrado y la conexión era tan mala que no he distinguido una sola palabra.

—Pero ¿cómo hablaba? ¿Cuál era su actitud?

—¿Su actitud?

—¡Sí, joder, su actitud! ¿Lo has notado nervioso? ¿Tranquilo? ¿Con tono apremiante?

—No parecía nervioso. Pero tampoco tranquilo.

Jake le quitó el móvil plateado y lo examinó, deseando arrancarle al aparato más detalles de los que podía dar.

No estaban de humor para irse a la cama. Volvieron a vestirse y bajaron. Jake la interrogó una y otra vez acerca de la llamada. No había oído la melodía del móvil, sino solo la voz de Zoe. Ella le preguntó cómo era posible que no hubiera oído el teléfono. Casi se enfadó con él por no haberlo oído. Ese detalle era importante para ella. Si él también lo hubiese oído, ella ni se plantearía la posibilidad de haberlo imaginado.

—¿Crees que podrías haberlo imaginado?

—¡Qué pregunta tan tonta!

—De tonta nada. Recuerda lo de esta mañana.

Ella pasó por alto la alusión al episodio del vestíbulo. O mejor dicho, al episodio inexistente.

—¿Me preguntas si he imaginado que el teléfono sonaba y luego he imaginado una voz al otro lado? No, imposible. Si vuelves a insinuarlo, te daré una bofetada.

Bebieron sendas cervezas en el bar. Jake las sirvió del barril a presión. Deseoso de dejar atrás el tema de la misteriosa llamada, empezó a hablar del sabor de la cerveza. Dijo que le recordaría su sabor. Pero cuando mencionó las palabras «lúpulo» y «cebada», Zoe respondió que eso no significaba nada para ella. Así que él añadió: «bellotas», «vinagre de malta», «azúcar», «hojas de otoño», «monedas de cobre», «pena», «sol débil», «risas», «la corteza de una barra de pan»… hasta que ella lo interrumpió para decirle que ya era capaz de evocarlo.

—Cuando dedicas un momento a rememorar algo, son tantos los matices que hay en cada cosa… —comentó.

—Recordar todo lo de nuestra vida, o de lo que fue nuestra vida, es como intentar vaciar una caja infinita.

—¿Puede existir una caja infinita?

—Mira —dijo Jake—, aquí solo estamos tú y yo para decidir si puede existir o no una caja infinita. No hay nadie para llevarnos la contraria.

—Yo ahora me lo planteo todo así: cada detalle, cada palabra… todo me parece intenso y lleno de significado. Tengo la sensación de haberme pasado la mayor parte de la vida dormida. Si existe el infierno, ese es el pecado por el que mayor será mi castigo.

—Ven aquí. Tienes los nervios a flor de piel. Necesitas relajarte.

Apuraron las cervezas y decidieron ir a la sauna. Bajaron al spa, donde tenues luces iluminaban la piscina. Se desvistieron y nadaron mientras se calentaba la sauna. Jake había preguntado ya un sinfín de veces de dónde salía toda esa energía —la energía que calentaba e iluminaba la piscina, que alimentaba la sauna, que caldeaba el hotel—, tantas que decidió no volver a preguntarlo. Pero parte de él sabía que no podía proceder de un vacío. En la naturaleza siempre existía una explicación, y dijo que en último extremo aún habitaban en un rincón de esa misma caja infinita que era la naturaleza.

Hicieron unos cuantos largos en la piscina y se quedaron unos minutos flotando antes de entrar en la sauna. Después de media hora allí dentro, salieron por una puerta del spa a la nieve iluminada por la luna.

—Siempre he deseado hacer esto —dijo Zoe—. Estar desnuda en la nieve.

—Yo aún no siento el frío.

—Es por efecto de la sauna.

—No —contestó Jake con firmeza—. Es por efecto de la muerte.

—¿Quieres que te azote con unas ramas de abedul? Eso sí lo sentirías.

Bajo la omnipresente luz de la luna, Jake parecía en efecto un espectro, pálido pero resplandeciente de vida interior. Tenía la piel blanca como una figura de porcelana, pero debajo se advertía cierta refulgencia, y el brillo de los ojos le confería un aspecto despierto y vivo en comparación con el de ella.

La sorprendió mirándolo y sonrió.

—¿Crees que podemos volar? —preguntó él.

—¿Cómo?

—Dado que estamos muertos. ¿Podemos saltar de la montaña y volar si nos lo proponemos con toda nuestra alma?

—Estoy absolutamente segura de que no, así que no lo intentes.

—Creo que aquí quizá sea posible.

De pronto Zoe sintió un escalofrío. Los efectos de la sauna desaparecían. Se envolvió en una toalla y se levantó.

—¡Prométeme que ni siquiera lo intentarás!

—Eran simples especulaciones…

—¡Prométemelo! Prométeme que no correrás un riesgo así.

—Vale. Prometido. Vale.

Ella volvió a entrar en el spa.

—Vamos. Ahora ya me apetece irme a dormir.

Se marcharon del spa y subieron en ascensor a su habitación. No habían vuelto a mencionar la llamada telefónica, pero el incidente seguía muy presente en sus cabezas. Zoe dejó el móvil en la mesilla de noche y lo enchufó para cargar la batería, esperando aún que sonase de un momento a otro.

Deseando aún que sonase.

No sonó, pero Zoe no lo necesitó para permanecer despierta. Con los suaves ronquidos de Jake a su lado, se quedó allí tendida contemplando por la ventana el fantasmagórico paisaje invernal. Ahora ya siempre dormían con las cortinas descorridas. Perdían las viejas costumbres. Ya no había necesidad de intimidad y la luz se había convertido en un bien valioso, algo para lo que se empleaba la moneda de cambio de la vida, no la de la muerte. Se les antojaba una afrenta impedir que la luz entrara, así que dejaban las cortinas descorridas.

Como no había nevado desde hacía un par de días, la nieve caída en el suelo estaba moldeada, esculpida por el viento, como una bestia que hubiera relajado sus enormes alas y hombros y se hubiera echado a descansar. Sus suaves contornos se curvaban, como el ruedo en la cera blanca de una vela, y bajo la luna que flotaba por encima de los árboles todo parecía quebradizo, como si el paisaje entero pudiera agrietarse igual que los lienzos de un gran maestro.

Zoe tuvo un repentino e íntimo deseo de poder habitar ese paisaje. Se palpó el vientre, intentando detectar la menor sensación de abotargamiento, o como mínimo una leve hinchazón. Se colocó los dedos en el vientre y contempló la luna en el cielo oscuro. Quizá tendría que decirle algo a Jake.

Se había apropiado de varios kits para la prueba del embarazo con el propósito de hacérsela a diario, y siempre había constatado lo mismo. Positivo positivo positivo. Había ocultado la provisión de kits al pie del armario. Se lo anunciaría, decidió una vez más, en el momento oportuno. Si pasados unos meses seguían en ese lugar extraño, su estado se revelaría por sí solo. Con el intenso resplandor de la luna en el exterior, se quedó dormida.

Pero de pronto despertó y algo la obligó a incorporarse en la cama. Tenía la sensación de que solo había dormido unos minutos, pero la luna se había desplazado perceptiblemente en el cielo, como si se rigiese por una escala de tiempo distinta de la suya. La había despertado algún movimiento, algún cambio de presión.

Miró afuera y luego miró hacia la puerta de la habitación. Estaba abierta.

Encuadrado en el umbral, había un hombre alto.

Por un momento su propio terror destelló ante ella y la traspasó como una hoja fría y afilada. Intentó gritar, pero solo brotó de su boca un sonido ahogado. Dio una patada a su marido, dormido a su lado, y el desahogo físico le permitió lanzar un grito alto y claro; pero ahora ya se había levantado de la cama y estaba dispuesta a presentar combate a la aparición de la puerta.

—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? —Jake la sujetaba por los hombros.

—¡Había un hombre! ¡En la puerta!

Por supuesto, el hombre se había ido ya, pero la puerta seguía abierta. Jake conocía a su mujer lo suficiente para dar crédito a sus palabras. Se abalanzó hacia la puerta y miró a uno y otro lado del pasillo. No había nadie, ni se oía nada. Escuchó con atención, por si le llegaba el sonido de una puerta al cerrarse, pisadas, los ascensores. En el hotel reinaba un silencio sepulcral.

—¿Estás bien?

—Sí. Acabo de despertarme y lo he visto.

—¿Te ha atacado?

—No, estaba en la puerta. No ha entrado.

—¿Qué hacía?

—Tendía un brazo hacia el interior de la habitación. Muy despacio. Solo eso.

—¿Cómo era?

—Vestía de negro. Un traje de esquí negro de arriba abajo. La cara le quedaba oculta entre las sombras. No lo sé.

—Caray. Bueno, ya no está ahí, cariño. Te juro que ya no está. ¿Vale?

Ella asintió con la cabeza.

Él le cogió la cara entre las manos.

—Es posible que lo hayas soñado.

Ella movió la cabeza en un gesto de negación.

—Fácilmente podría haber sido un sueño. Ahora mismo nos encontramos en un lugar extraño de nuestras cabezas. Es posible que lo hayas soñado y al despertar hayas pensado que lo veías.

—No.

—¿Sabes ese lugar, ese momento, entre el sueño y la vigilia? Pues es eso. Es entonces cuando vemos esas cosas. Es ahí exactamente donde habitan esas cosas. Y eso tú ya lo sabes.

—¡La puerta estaba abierta, Jake! ¡Sigue abierta!

Esa era la laguna en el razonamiento de Jake, el ancho agujero. Miró por encima del hombro en dirección a la puerta abierta.

—¿La hemos cerrado? ¿Hemos cerrado antes de acostarnos?

—Claro que sí. —Zoe se acercó a la puerta—. ¡Mira! ¡Mira esto!

En la moqueta, justo ante la puerta, había pequeños restos de nieve sucia que empezaba a pasar de cristal a agua.

—Esto no puede ser de nuestras botas. —Hablaba con voz cada vez más aguda—. La nieve de nuestras botas tendría que haberse fundido hace horas. Aquí había un hombre. Esa nieve indica que aquí había un hombre.

Jake la obligó a darse la vuelta y retroceder. Cerró la puerta a sus espaldas, echó el pasador y fijó la cadena por primera vez desde antes del alud.

—Aquí hay más gente —dijo Zoe.

—Eso no lo sabes.

—Sí, lo sé. Aquí hay más gente.