7

Por la mañana Zoe se levantó de la cama, se puso el albornoz y salió a buscar el desayuno. Deseaba crear una apariencia de relativa normalidad para Jake, y una bandeja con tostadas, beicon, café y zumo, amén de una flor sustraída del vestíbulo, podían servir a sus propósitos. Y eso sí era extraordinario: las flores frescas en sus jarrones de cristal no parecían más en peligro de perder la frescura que la comida de la cocina. Con andar silencioso, recorrió el pasillo enmoquetado y llamó el ascensor.

La puerta del ascensor se abrió, y cuando pulsó el botón de la planta baja, la campanilla resonó en torno a ella. Había dado muchas vueltas a cómo hacer para crear esa apariencia de normalidad. Era la única manera de conservar la cordura. Deseaba echarse otra vez a las pistas. Jake parecía más preocupado que ella por las circunstancias de su existencia: se había preguntado en voz alta si estaban destinados a quedarse allí para toda la eternidad. Si era así, había dicho, seguramente les interesaría hacer otras cosas aparte de esquiar.

Zoe había coincidido con él. Estaba preguntándose cuáles podían ser esas «otras cosas» exactamente en una estación de esquí cuando el ascensor llegó al vestíbulo y se abrieron las puertas. Zoe ahogó una exclamación y se llevó la mano a la boca.

El vestíbulo estaba lleno de gente, gente bulliciosa, animada, que charlaba y pululaba por el vestíbulo. En su mayoría vestían ropa de esquiar, pero algunos formaban cola ante el mostrador de recepción y avanzaban lentamente con las maletas a rastras.

Zoe se adentró en la muchedumbre, todavía con la mano en la boca. Detrás del mostrador, tres recepcionistas con elegantes uniformes del hotel, un tanto agobiadas en apariencia, atendían a los recién llegados. Una joven recepcionista, con el pelo recogido en una coleta, sostenía el auricular de un teléfono junto a un oído y se tapaba el otro con la palma de la mano libre. Entretanto, una mujer de mayor edad con el pelo rojo cobrizo y unas gafas de montura negra pasaba la tarjeta de crédito de uno de los nuevos huéspedes que esperaban en la cola. Una tercera aguzaba el oído para escuchar a su jefe, un hombre delgado con traje gris, que intentaba hacerse oír por encima del alboroto y el revuelo del vestíbulo. Daba la impresión de que todos hablaban a la vez.

Al otro lado de las puertas de cristal del hotel, vio llegar un autocar muy moderno. Oyó el resoplido de los frenos neumáticos cuando el vehículo se detuvo en seco para aparcar. La puerta del autocar se abrió y empezaron a bajar más huéspedes.

En otro lugar el portero, al que Zoe reconoció del día de su llegada, atendía a un cliente. Apoyado en una especie de atril de madera clara separado de la recepción, escribía rápidamente en una hoja de papel amarillo. Su librea granate y gris emitía un suave resplandor y en su calva se reflejaban las intensas luces del techo. El sudor manaba copiosamente de su frente.

Zoe dejó de mirar al portero cuando un hombre pasó junto a ella y le dirigió un lascivo guiño. Ella percibió los efluvios de la colonia de aquel hombre y recordó que estaba en medio de esa multitud sin más ropa que su albornoz. Se ajustó el cinturón y se agarró la pechera del albornoz. Alrededor la gente hablaba en animado francés, pero cerca de la ajetreada recepción dos mujeres vestidas con ropa de esquiar hablaban en inglés. Zoe oyó que pronunciaban la palabra «alud».

Se acercó a las inglesas.

—Disculpen —las interrumpió Zoe—, ¿dicen ustedes que ha habido otro alud?

La primera mujer se volvió. Estaba sonrojada, como si ella misma acabara de regresar de las pistas. Tenía las patas de gallo propias de la mediana edad. Asintió vigorosamente.

—Sí, a primera hora de esta mañana.

—Pero ¿ha sido otro alud? ¿Uno nuevo?

La inglesa no tuvo ocasión de contestar porque la joven recepcionista del pelo recogido en una coleta llamó a las dos mujeres. Dejaron allí a Zoe, que esperó sujetándose el albornoz.

La gente que abarrotaba el vestíbulo no parecía en absoluto asustada. Se la veía más bien agitada. Zoe se volvió para ver a los nuevos turistas bajar del autocar frente al hotel. Mientras dirigía la mirada al otro lado del vestíbulo, el portero calvo apartó la vista de sus papeles y se fijó en ella. Enarcó las cejas con una expresión interrogativa.

Pero en ese momento Zoe pensó: «¡Tengo que decírselo a Jake! ¡Tengo que decírselo!».

Regresó rápidamente al ascensor, que seguía en el vestíbulo con las puertas abiertas. Se apresuró a entrar, le dio al botón y subió a su planta. Se reía. Cuando la campanilla anunció la llegada, en su premura intentó abrir las puertas de un empujón. Luego echó a correr por el pasillo y aporreó la puerta.

—¡Jake! ¡Jake!

Oyó un gruñido en el interior y al cabo de un momento Jake abrió. Estaba desnudo. Bostezó como un oso. Sadie, detrás de él, meneaba la cola, deseosa de salir.

—¿Dónde está el incendio?

—Vístete. Date prisa. Deja aquí a Sadie. No. ¡Basta con que te pongas el albornoz! Deprisa. ¡No vas a creértelo! ¡No vas a creértelo, Jake!

Se reía de tal modo que casi tenía convulsiones. Jake se puso el albornoz blanco y la siguió por el pasillo. Ella lo cogió de la mano. Jake quería saber qué demonios pasaba.

—¡Espera y verás! ¡Espera y verás!

Entraron en el ascensor y apretaron el botón de la planta baja. Jake la miró con un parpadeo. Ella le cogió la cara y le dio un intenso beso, metiéndole la lengua en la boca. Quería obligarlo a callar y enseñarle el milagro que se había obrado. El ascensor llegó al vestíbulo y las puertas se abrieron. Zoe lo obligó salir a empujones y lo siguió.

Todo era silencio.

Nada ni nadie. Igual que antes.

Zoe se paró en seco. Meneando la cabeza, balbuceó algo incomprensible. Acto seguido, se plantó de un salto ante la recepción y lanzó miradas alrededor. Escrutó a través de las puertas de cristal cilindrado, hacia donde había visto aparcar el autocar lleno de nuevos huéspedes. Fijó la mirada en el atril del portero. Luego fue a ver detrás del mostrador de recepción, donde poco antes trabajaban las tres mujeres. Después se volvió y salió corriendo a la nieve por las puertas de cristal.

Reinaba el silencio. Estaba todo vacío. Solo se veía la nieve blanca, blanca, en la tierra silenciosa.

Jake salió tras ella.

Zoe miró a uno y otro lado de la calle. Buscó las roderas que acaso el autocar hubiera dejado a su paso. No las había.

—No puede ser. No puede ser.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Jake.

Ella no le prestó atención, apartándolo con el hombro al volver a entrar en el hotel.

Ya en el vestíbulo, buscó alguna prueba fehaciente de que algo hubiera cambiado, cualquier mínimo indicio forense de que toda aquella gente había estado realmente allí, en carne y hueso, no solo en su imaginación. Recorrió con los dedos los ángulos del atril de madera clara del portero.

—Vamos, cuéntame —dijo Jake, que esperaba pacientemente una explicación.

—Aquí había gente, Jake. Docenas. Charlando. Huéspedes nuevos que llegaban con sus maletas…

—¿Cuándo?

—¡Ahora mismo! Hace unos minutos. Por eso he subido a avisarte a toda prisa. Algunos hablaban de un alud. Un hombre me ha echado una mirada lasciva.

—¿Ha sido una pesadilla?

—No, solo me ha guiñado el ojo. Creo que yo llevaba el albornoz abierto. No esperaba encontrarme con nadie. Eran… de lo más normales. Todo era normal. Es el día del cambio de turno. Gente que se va, gente que llega.

—¿Quieres que te abrace?

—No, no quiero para nada que me abraces. No estoy loca. Estaban aquí. Había mucho ajetreo, pero todo era normal. Por un momento las cosas habían vuelto a la normalidad. Como antes… antes de lo que nos pasó.

Jake la miró atónito.

—No me crees, ¿verdad?

—Zoe, ¿piensas que, llegados a este punto, hay algo que no pueda creer? Pero reflexionemos.

—¡Ya reflexiono, ya reflexiono, maldita sea!

—Bien. ¿Puedo plantearte alguna que otra posibilidad sin que me chilles?

—No. Guárdatelas.

—Bien. Una posibilidad es que haya sido algo así como la realización de un deseo. Quieres que todo vuelva a la normalidad y por un momento lo has visto así. Dos: podría haber sido el residuo de un sueño. Yo he tenido sueños en los que me levantaba por la mañana y el residuo no desaparecía del todo de mi cerebro hasta pasado un rato.

—¿El residuo de un sueño? ¿Qué es el residuo de un sueño? ¡Eso es una gilipollez que te has sacado de la manga!

—Más o menos.

—¡En fin, no sé! ¡No sé!

—Vamos. Vistámonos y salgamos de aquí.

Mientras se ponían la ropa de esquiar, Zoe describió minuciosamente la escena que había presenciado. No podía haber sido un sueño, aseguró, porque no había nada ni remotamente ilógico, ni siniestro: todo era prosaico. Sus sueños, por el contrario, estaban marcados por la irracionalidad. Lo reprodujo todo para él, dibujando uno por uno a los personajes que había visto en el vestíbulo.

Al final Jake, adoptando un tono firme, le pidió que lo olvidara. Cuando regresaron al vestíbulo, Zoe no pudo contener la esperanza de que, al abrirse las puertas del ascensor, reapareciese toda aquella gente.

No fue así.

Ya fuera, Zoe trató de sacudirse la experiencia de esa mañana. Con Sadie alegremente al trote junto a ellos, decidieron explorar a fondo el pueblo.

La cuestión de qué hacer con el tiempo empezaba a ser acuciante. Los dos tenían la impresión de que aquello era la consumación del sueño máximo de la opulencia, un sueño que no sabían hasta qué punto deseaban. Los restaurantes y supermercados estaban bien provistos de comida y bebida. Podían llevarse libremente de las tiendas cualquier cosa, de cualquier calidad. Y no podía considerarse un robo, ya que los artículos de las tiendas en realidad no eran propiedad de nadie. Más aún, ni siquiera debían trabajar para mantener ese vertiginoso tren de vida. La muerte les había proporcionado una abundancia ociosa.

Jake propuso ir de compras. Solo buscaba una manera de reconfortarla. Por lo general, cuando iba de compras con ella, asomaba a su rostro la misma expresión que exhibiría un nazi en una celebración del orgullo gay judío. Pero esta vez la idea partió de él.

Entraron en las tiendas de esquí y eligieron trajes y guantes y gafas nuevos. Cogieron botas nuevas de la gama más alta. Se las probaron. Eran preciosas. Pero los dos descubrieron que sus botas usadas eran más cómodas, así que dejaron las deslumbrantes botas usadas en la tienda para otra ocasión en que pudieran necesitarlas.

Después entraron en las boutiques más elegantes y se ayudaron mutuamente a escoger conjuntos enteros de ropa nueva. En tanto que antes Jake se habría mantenido al margen cruzado de brazos, ahora participaba con entusiasmo. Zoe se reía de los precios. Jake se burlaba de los escaparates.

—¿Cuál es nuestra postura respecto a las pieles ahora que estamos muertos? —quiso saber.

En las boutiques estaban representadas todas las marcas de diseño. A Zoe no le interesaba mucho la ropa, pero incluso ella podía hablar de Prada, Gucci, Vuitton y Fendi, aunque solo fuera para despotricar de las víctimas de la moda a quienes debían su fama esos nombres.

—¡Pero fíjate tú en las cosas que tienen aquí! —dijo—. Esto es haute couture.

—Esa no la he oído nunca —contestó Jake.

—No es una marca. Es como se llama a las prendas hechas a mano, que son incluso más caras que las de diseño.

—Bueno, pues nos serviremos unas cuantas de estas, ¿no?

Fue divertido, durante un rato, elegir pantalones, bolsos, bufandas y calzado nuevos. De pronto Zoe tiró un abrigo al suelo.

—¿Sabes qué te digo? No quiero nada de toda esta mierda.

—Yo tampoco.

—Además, ¿a quién voy a impresionar?

—A mí no.

—¿Y qué sentido tiene llevársela al hotel? Si la queremos, aquí está. Y yo no la quiero.

—Exacto.

—Mierda, Jake, tiene que haber algo más en la muerte que ir de compras.

—En eso estamos de acuerdo, ya lo sabes. ¿Qué más podemos hacer?

Contemplaron qué opciones de ocio, aparte de esquiar, les proporcionaba el pueblo. Por supuesto, no disponían de televisión ni internet; pero no lamentaban mucho la ausencia de lo uno ni de lo otro. Jake dijo que viendo la televisión igualmente se sentía muerto casi siempre, y que internet era una turbia semivida de navegación al azar, mensajes superfluos, chateo futbolístico para retrasados y porno.

—¿Caíste alguna vez en la tentación de entrar en un chat de fútbol?

—Una o dos —admitió Jake.

Varios hoteles tenían complejos de spa, que ofrecían saunas y baños de vapor. Había trineos a docenas, y motonieves, si hubiera sido posible retirar los candados, y otra opción habría sido cambiar los esquís de descenso por unos de fondo o por snowboards. Había pistas de patinaje sobre hielo. Había piedras de granito pulido y cepillos para la práctica de un incomprensible deporte invernal llamado curling. Aparte de esas posibilidades, las perspectivas de entretenimiento en el pueblo eran escasas. No había cine, pero sí encontraron una bolera.

Fueron, pues, a jugar a los bolos.

La maquinaria funcionaba perfectamente. Incluso respetaron la petición de ponerse el calzado de bolera adecuado, aunque tuvieron que prohibir a Sadie que persiguiera las bolas por los carriles abrillantados. Puesto que ninguno de los dos había jugado antes a los bolos, no sabían cómo iba la puntuación, así que sencillamente jugaron sin puntuación. Los animaba a seguir ver y oír las bolas regresar por efecto del mecanismo con un agradable chasquido. Y los bolos, al caer, producían un ruido muy satisfactorio. Pero el placer proporcionado por esa actividad era un tanto limitado.

—No sé qué decirte —comentó Jake—. La verdad es que no me veo haciendo esto durante el resto de mi muerte.

—No estoy de acuerdo —respondió Zoe, y lanzó una bola que se desvió del carril hacia el canal—. Yo me veo haciéndolo al menos durante otros diez minutos.

Poco después, con los esquís otra vez puestos, subían por la montaña en telesilla. Sadie iba sentada entre los dos, jadeando ligeramente, con la lengua fuera. Pensaban llevar a la perra a La Chamade, que era un punto intermedio en la montaña; allí el animal podría elegir entre estar a cubierto o quedarse fuera.

—La misma leña, todavía ardiendo —comentó Jake después de entrar un momento en el restaurante de montaña.

—Eso es absurdo.

—Lo es. Me ha parecido detectar un ligero cambio en la posición de los troncos.

—¿Un ligero cambio?

Jake había dejado a Sadie en el porche con tejado a dos aguas. La perra había meneado el rabo cuando él regresó por la nieve hasta sus esquís para reunirse con Zoe.

—Creo que uno de los troncos estaba en un ángulo distinto… distinto de como lo dejamos, quiero decir. Estaba inclinado a, quizá, unos treinta y siete grados contra el otro tronco en llamas, a diferencia de los cuarenta y cinco grados anteriores.

—¿Lo dices en serio?

—Creo que sí.

Aunque al principio Zoe pensó que Jake bromeaba, no por eso estaba menos seria. Ambos escrutaron los detalles del paisaje con avidez; observaron la situación meteorológica, alertas a cualquier señal; examinaron el estado de la nieve, buscando un significado o un augurio; intentaron localizar grietas en el hielo y evaluaron el caudal de los torrentes; escudriñaron la superficie de aquel mundo por si se advertía la menor señal de cambio.

Y se examinaron la cara mutuamente en busca de eso mismo.

—¿Qué te pasa?

—Las compras de esta mañana —dijo Zoe—, y la partida de bolos. Estoy un poco enfadada conmigo misma.

—¿Por el tiempo perdido?

—Qué bien me conoces. Ahora que estamos… bueno, lo diré… ahora que estamos muertos, no paro de pensar en mi vida. En lo que he hecho. Y no pienso en las buenas o malas acciones. Pienso en todas las estupideces, las pérdidas de tiempo: las compras, las partidas de bolos. Y no es que haya ido nunca a una bolera. Me refiero a los equivalentes. Las actividades para pasar el rato, o más bien para malgastarlo. Y me da qué pensar: ¿eso estamos haciendo? ¿Con todo este ir y venir montaña arriba, montaña abajo con los bastones?

—No, esto es distinto.

—¿Por qué?

Jake ni siquiera tuvo que pensarse la respuesta.

—Porque es vivir en la pendiente, donde tienes que estar siempre concentrado, y donde no puedes desconectar ni dormirte por un segundo; pero al mismo tiempo en que eres la suma de esas torpes fuerzas que intentan mantener el control, no eres nada en esa montaña enorme, una brizna, una mota de polvo, un copo medio fundido.

—¡Caray! Eso suena a religión.

—No hace falta ponerse de rodillas para rezar. Este soy yo rezando. Este soy yo dando gracias, en la falda de la montaña. Soy una oración en movimiento. ¿Ves las huellas detrás de mí? ¿Puedes interpretar lo que he escrito en la nieve?

Zoe volvió la vista atrás y arrugó la nariz.

—Solo son huellas. No puedo interpretar nada.

—Sí puedes. Es mi escritura. Es un poema de alabanza.

Zoe, impresionada, lo miró con un parpadeo. Él le devolvió la sonrisa, una sonrisa de mil vatios. Pero ella dijo:

—Estás mal de la cabeza.

—Puede ser. ¿Te vienes a esquiar?

Jake se deslizó por la pista y ella lo siguió, intentando alcanzarlo. Las palabras de él resonaban aún en su cabeza. Era verdad, se dijo: estaban escribiendo alabanzas en la página de la montaña. Eso hacían.

Descendieron a toda velocidad por la pista negra, con los esquís traqueteando allí donde el suelo quedaba a la sombra de los árboles y el hielo se endurecía en la superficie de la nieve; luego, cuando salían al sol, donde la costra helada se había fundido o reblandecido, los esquís dejaban escapar susurros de alivio.

Después de varios descensos más, pasaron por La Chamade a ver cómo estaba Sadie. Seguía esperando en el porche. Cuando se acercaron, la perra se levantó y meneó el rabo. Luego los siguió al interior.

Se quitaron las chaquetas de esquí, y Jake fue a buscar una botella de vino detrás de la barra. La descorchó, y se disponía a servir dos copas cuando Zoe dijo:

—¿Has oído eso?

Jake dejó la botella llena en la mesa, al lado de las copas vacías, y aguzó el oído. Se oía un zumbido a lo lejos, como el de motores a gran distancia; o como el movimiento de pesados vehículos blindados en la lejanía, o quizá un solo vehículo enorme.

—¿Es una máquina pisapistas?

Volvieron a escuchar con atención, y el zumbido se convirtió en un retumbo, parecido en efecto al ruido de un tractor para el acondicionamiento de pistas acercándose, pero sin el pitido de la alarma electrónica. El retumbo grave era de una frecuencia misteriosamente baja, amortiguado e inquietante. Daba la impresión de que alguien les hubiera tapado los oídos con algodón.

—Eso no es una máquina pisapistas —afirmó Jake—. Eso es el sonido de la nieve en movimiento.

El grave retumbo aumentó de volumen y trajo consigo otra capa de sonido, como un siseo, y fue entonces cuando tembló todo el restaurante. La botella y las copas que Jake había dejado en la mesa empezaron a tintinear y avanzar hacia el borde.

El restaurante se estremecía. Jake y Zoe estaban ya de pie, mirando la montaña por la ventana. No se veía nada, pero se oía todo. Las botellas, en cajas o estantes detrás de la barra, se sacudieron y tintinearon. La botella de vino y las copas cayeron al suelo de madera sin romperse. Una de las copas rodó.

Jake, levantando la voz, dijo que debían echarse cuerpo a tierra delante de la barra, que se alzaba entre ellos y el lugar de procedencia del sonido. Arrastró una mesa enorme por el suelo y la adosó a la barra. Se metieron debajo de la mesa.

—¡Sadie! ¡Ven aquí, chica! ¡Ven!

La perra temblaba. El retumbo había crecido hasta convertirse en un estruendo ahogado, como un trueno continuo, y el siseo se asemejaba ahora al silbido de un enorme avión comercial despegando justo ante la puerta.

Detrás de la barra, las botellas cayeron y se hicieron añicos. En la cocina, las fuentes y cacharros se precipitaron al suelo. Oyeron cómo empezaban a gemir y troncharse los troncos de las paredes. El restaurante amenazaba con desmoronarse y quedar reducido a astillas. Zoe y Jake se acurrucaron bajo la mesa, abrazándose mientras los envolvían el rugido de la nieve y los chasquidos de la madera al partirse.

Por fin el temblor remitió, y simultáneamente el penetrante siseo y el rugido grave y profundo comenzaron a atenuarse y se alejaron de ellos. Se quedaron bajo la mesa, abrazados, sujetando los dos a la perra.

En menos de un minuto el ruido del alud no era más que un zumbido y poco después se desvaneció. Más difíciles de identificar fueron los sonidos posteriores. Se oyeron en la pared de troncos del restaurante tres golpes sordos, muy nítidos, y luego un correteo, como los pasos de un ave buscando pan en el tejado. Luego se hizo el silencio.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé. Esperemos aquí un poco más.

Permanecieron bajo la mesa hasta sentirse en condiciones de ir a explorar. Jake salió de debajo como pudo e, inquieto, miró hacia el techo. Luego se acercó a la pared que había soportado el embate mayor del alud. Los listones y el yeso se habían hundido hacia dentro y la nieve había abierto una brecha entre los troncos exteriores, insertando entre ellos largos dedos blancos, sondeando el interior del restaurante. Era como si la nieve hubiese intentado agarrarlos.

—¡Mira eso!

No podían salir por la puerta por la que habían entrado. Un muro de nieve obstruía el paso. Salieron por la puerta de la cocina, en la parte de atrás, y rodearon el restaurante para ver la nieve apilada contra la pared.

Zoe estaba a punto de comentar que ese era el segundo alud al que habían sobrevivido cuando recordó que no habían sobrevivido al primero. Así que optó por decir:

—¿Se puede morir dos veces?

Jake se volvió a mirarla y resopló.

—¿Crees que esto es como las capas de una cebolla? —continuó ella—. ¿Que si ese alud nos hubiese arrastrado ahora seguiríamos aquí? ¿O estaríamos en otra parte? Una vez tuve un sueño y en el sueño me acostaba, me dormía y soñaba. Y yo lo sabía. Sabía que estaba soñando dentro de un sueño. ¿Crees que es eso mismo? ¿Eso crees?

—¿Te encuentras bien? —preguntó él, observándola con los ojos entornados.

—Estoy perfectamente.

—Es que hablas sin ton ni son, solo lo digo por eso.

—Estoy bien. Solo que… lo de esta mañana, cuando he pensado que todos habían vuelto… eso me ha alterado, Jake.

—¿Y si nos marchamos de aquí volando? —propuso Jake—. Por hoy ya me he cansado de morir.

—¿Te has cansado de morir?

—De esquiar. He dicho que me he cansado de esquiar.

—No, has dicho «me he cansado de morir».

—No.

—Sí lo has dicho. Puede que hayas querido decir «esquiar», pero has dicho «morir».

—Zoe, acabas de salvarte de un alud y estás diciendo tonterías.

—No es así. Tengo la cabeza clara como el agua. Sé lo que digo y sé qué has dicho tú exactamente.

—¿Podemos irnos ya?

—Claro que podemos. Vamos a buscar a Sadie.

Volvieron a entrar, pero no la encontraron. No se la veía por ningún lado. Sin dejar de llamarla, buscaron por todas partes. Sabían que no le había pasado nada porque durante el alud la tenían con ellos debajo de la mesa. No se había movido de allí hasta que ellos salieron. Ahora, sin embargo, no la encontraban.

—Debe de haber salido.

Buscaron a Sadie por delante y por detrás del restaurante ahora semiderruido, llamándola a gritos entre las sombras cada vez más largas de los árboles, adentrándose en el frío. No vieron la menor señal, ni siquiera sus huellas. Jake estaba consternado por su desaparición, pero llegó a la conclusión de que debía de haberse marchado montaña abajo.

Zoe intentó buscar por última vez en el restaurante. Mientras miraba debajo de las mesas, oyó crepitar un tronco en llamas en la chimenea. Se volvió y observó el fuego. El tronco que durante tanto rato había permanecido inmóvil contra el otro se había partido y había rodado hasta quedar a un centímetro exacto del otro.

No más de un centímetro.