3

En una pared cerca de la recepción del hotel colgaba un tablón de anuncios donde se ofrecían excursiones, descensos con tobogán, paseos en trineo y fondues. Aparecían asimismo los números de contacto de todas las agencias de viajes representadas en la estación de esquí. También incluía, clavada con chinchetas, una lista de médicos, veterinarios, farmacias y todos los servicios de urgencias de Saint-Bernard. Jake arrancó la lista del tablón. Se la llevaron a la habitación, y él empezó a telefonear.

La línea daba un buen tono de marcado, nítido y grave. Llamó a todas las agencias una por una, y en ninguna le contestaron. Marcó el número de la comisaría local, donde habían cogido el coche. No hubo suerte. Marcó el número nacional de urgencias. Nadie le atendió.

—Telefonea a alguien en Inglaterra —propuso Zoe—. Telefonea a tu madre.

Zoe había perdido ya a sus padres. Su madre había muerto mucho antes de que Jake y Zoe se conociesen, pero Jake sí había conocido a su padre, Archie, un par de años antes de morir. Más adelante había fallecido el anciano padre de Jake, ya divorciado de su madre, la única superviviente entre los progenitores de ambos. Buena mujer, aunque muy quisquillosa y con unos horribles reflejos azules en el pelo, se había trasladado a Escocia poco después de un divorcio desagradable que tuvo lugar mientras Jake estudiaba en un internado. Si bien era una figura distante, tanto emocional como geográficamente, por suerte tenía un gran concepto de Zoe porque era «musical». Jake pensó que quizá su madre podría al menos ponerse en contacto con alguna autoridad e informar de que la pareja se había quedado allí aislada después de la evacuación.

—Se llevará un susto de muerte —dijo Jake mientras marcaba el número—. Ya sabes cómo es.

—Llámala de todos modos.

Como Jake tampoco obtuvo respuesta, colgó el auricular.

—Esta es su noche de whist. Los viernes siempre va a la parroquia a jugar al whist.

—Estupendo. Espero que consiga nueve bazas o lo que sea mientras nosotros estamos aquí en la montaña a punto de ser devorados vivos por la nieve.

—Llamaré a Simon.

Simon era un viejo amigo de Jake, de sus tiempos universitarios. Trabajaba en el departamento de la vivienda de su ayuntamiento y había sido su padrino de boda; y a pesar de que Simon había intentado seducir a Zoe una vez, por algún motivo la relación entre ellos había sobrevivido. Jake telefoneó a Simon al móvil, pero la señal falló. Lo llamó, pues, al fijo, pero también este sonó y sonó hasta cortarse la línea.

—¿Qué hora es? Debe de haber ido directamente al Jolly Miller después del trabajo. ¿A quién más podemos llamar?

La lista era breve. Mantenían buenas relaciones con sus vecinos, pero eran ya mayores y muy frágiles. Desecharon la idea de telefonearlos. Zoe intentó llamar a dos amigas íntimas, pero ninguna descolgó.

—Nadie contesta en ningún sitio. ¡No es posible que estén todos dándole a la cerveza en el Jolly Miller! Pongamos la tele, a ver si dan noticias en alguna emisora local.

Zoe abrió las puertas del armario de caoba del televisor y encendió el aparato. Pasó de un canal a otro pero la pantalla solo ofrecía nieve eléctrica y el zumbido de la interferencia estática. Jake se levantó y le quitó el mando a distancia, como si pulsando él los botones pudiera obtener mejores resultados. Fue en vano. El televisor también estaba programado para sintonizar emisoras de radio, pero no se oía nada en ninguna frecuencia. Solo estática. Ruido blanco.

—Oye —dijo Zoe—. Ya no consigo pensar con claridad. Es evidente que vamos a quedarnos aquí a pasar la noche. Necesitamos comer algo.

—Tendremos que cocinarlo nosotros.

—Eso no es problema. Veamos qué hay en la cocina.

Bajaron al restaurante y lo cruzaron para acceder a la cocina, donde habían estado un rato antes. Todo seguía tal como lo habían encontrado en su primera visita. Trozos magros de carne roja en la encimera, listos para asar, al igual que las diversas verduras cortadas y bien ordenadas. Decidieron prescindir de lo que había permanecido todo el día fuera de la nevera. En la cámara frigorífica encontraron filetes de carne fresca.

Zoe vertió aceite de oliva en una enorme sartén mientras Jake encendía los quemadores. Encontró un gorro de cocinero blanco, inmaculado, y se lo puso. Estaba pasándoselo en grande.

—Todo funciona. El gas. La luz. Yo. Puede que estemos a punto de morir bajo un alud, pero estoy en la cocina y vamos a asar un filete.

Lo sirvió poco hecho, acompañado de cebolla y champiñones. Mientras tanto, Zoe colocó en unos platos judías verdes con mantequilla. También había descorchado una botella de tinto tras una incursión en la bodega.

—Pero ¿esto qué es? ¡Mira que eres tacaña! Vuelve y coge una botella de tinto de verdad, ¿quieres?

Zoe movió la cabeza en un gesto de negación.

—Quítate ese gorro. Estás ridículo. Todo esto nos lo cobrarán, ya lo sabes.

—Me da igual. Si esta va a ser mi última botella de vino, quiero que sea bueno.

Jake se levantó. Cuando volvió, Zoe había encendido una vela en la mesa. Él, aún con su gorro, sostenía una botella de Châteauneuf-du-Pape. Zoe hizo ademán de consultar la carta de vinos para ver cuánto podría haberles costado esa elección, pero él se la arrancó de las manos y la lanzó por el aire hacia el extremo opuesto del restaurante vacío, diciéndole que se limitara a servirlo. Zoe, por su parte, le quitó el gorro de la cabeza y lo arrojó en la misma dirección que la carta de vinos.

—Al final nos echarán de aquí —dijo él a la vez que entrechocaban las copas.

—¡Por los supervivientes! —brindó ella.

—Por los supervivientes.

—Esto es surrealista.

—Pero no es un sueño —precisó Jake.

—Cuando piense en los sitios donde hemos cenado juntos… comidas en casa, cenas fuera, restaurantes de lujo, cafeterías baratas, picnics… este será el que recuerde por encima de todos los demás. Es como si fuéramos las últimas personas en el mundo.

—Y fuera sigue nevando. En compañía de la persona indicada, esto a ti incluso podría parecerte romántico.

La luz de la vela osciló un poco, y Zoe vio titilar el reflejo en los ojos enrojecidos de Jake, recordando que en esas vacaciones tenían una tarea pendiente. Algo que resolver. Algo de que hablar. Pero supo que no era el momento oportuno. Lo dejó correr.

—¿Qué tal el filete?

—Perfecto —contestó él—. ¿Sabes una cosa? En el fondo siempre me han dado miedo los aludes. ¿Cuántas veces me he tomado unos días para ir a esquiar? ¿Veinte? Y desde que era un principiante, siempre he sabido que el riesgo estaba ahí. Como algo presente en un sueño, esperando agazapado a tus espaldas, esperando para arrebatártelo todo.

—¿Y todavía te dan miedo? ¿Después de lo que ha pasado hoy?

—Digámoslo así: creo que deberíamos trasladarnos a una habitación al otro lado del pasillo. La verdad es que no creo que la nieve vaya a venírsenos encima. Pero si ocurriese, estaríamos más seguros en ese otro lado.

—Ya. El vino es excelente.

—¿Ah, sí? Yo apenas noto el sabor.

—Tonterías. Vayamos a por la segunda botella.

—¿Estás segura? No quiero que te emborraches.

—Sí quieres. Quieres que me emborrache.

Requisaron otra habitación, y allí se acostaron en la cama con las cortinas descorridas por si acaso había algún movimiento o actividad o patrulla durante la noche. Zoe se sobresaltaba a cada crujido del hotel, temiendo que pudiera ser el anuncio del gran corrimiento de nieve. A Jake se lo veía extrañamente resignado. No creía que eso fuese a suceder: no sabía por qué lo pensaba, pero tenía la sensación de que, pese a la evacuación, no era una amenaza.

Dos botellas de vino tinto bastaron para sedarlos, aunque les costó conciliar el sueño. Allí tumbados, se besaron durante horas. Solo se besaron, sin el menor deseo de hablar, sin el menor deseo de apartar los labios de la boca del otro, lo que, en realidad, era una manera de hablar. De pronto Jake hizo algo que no había hecho nunca: la cogió en brazos y la sacó de la cama para poder follar contra la pared, de pie, con Zoe de puntillas.

Luego se desplomaron otra vez en la cama y por fin los venció el sueño.

—¡Despierta!

Jake la miró con un parpadeo. Ya era de día. Zoe se quitó el gorro de lana y se desabrochó la chaqueta de esquí. Venía de la calle, de la farmacia, a donde había ido a por unas gotas para sus ojos enrojecidos.

—¿Has salido?

—Te he traído esto. Echa la cabeza atrás y abre los ojos. Oye, qué irritados los tienes, parecen dos meaderos en medio de la nieve. —Dejó caer tres gotas en cada ojo y volvió a enroscar el cuentagotas en el frasco.

—¿Hay alguien fuera?

—No.

—¿Qué hora es?

—No muy tarde.

Jake apartó la sábana.

—No deberías haberme dejado dormir.

—He pensado que lo necesitabas. Me da la impresión de que sigues en estado de shock.

—No es verdad.

—Yo creo que sí. Te comportas de una manera distinta.

—¿En qué sentido?

Zoe enarcó una ceja.

Jake se levantó.

—Tenemos que poner otra vez ese coche en la carretera y marcharnos de aquí.

—De acuerdo —convino Zoe—. Te he traído de la cocina algo para desayunar.

Había una bandeja en la mesa: café, zumo y huevos revueltos con pan tostado bajo una tapa de plata abovedada.

—¿Sabes una cosa? Si no fuera porque hay que escapar, uno acabaría encontrándole el gusto a esto —comentó Jake.

Desayunó sin pérdida de tiempo, se puso la ropa interior térmica, los pantalones de esquí y la chaqueta, y fueron los dos a echar un vistazo al coche. Aún nevaba, pero muy poco. Pequeños copos flotaban en el aire, apenas aumentando la gruesa y blanda capa que cubría la calle y la acera. Asomaban en el cielo numerosos retazos de color azul entre las bajas nubes grises. Manteniéndose en el centro de la calzada, avanzaron laboriosamente por la densa nieve.

Al cabo de veinte minutos, encontraron el coche patrulla y Zoe ahogó una exclamación, como si acabara de recibir un puñetazo en el estómago.

—¡Cielo santo!

Jake se limitó a parpadear.

La rueda del coche en el lado del conductor se hallaba suspendida en el espacio, sobre una lisa pared de granito cortada a pico de unos quince metros de altura. Unos centímetros más, y el vehículo se habría estrellado contra las rocas al pie del precipicio, y desde allí habría seguido rodando por una escarpada pendiente salpicada de árboles. Quizá habría chocado frontalmente contra un tronco o quizá no. Un saliente redondeado de piedra caliza manchada de ámbar sobresalía de la nieve ante la rueda del lado del acompañante, y era eso lo que había impedido al coche continuar avanzando. La roca que frenaba la rueda parecía una lápida labrada, pero sus nombres no estaban cincelados en ella, porque había sido su salvación.

Zoe se arrodilló en la nieve y se tapó los oídos con las manos.

—No me lo puedo creer.

—Pues más vale que te lo creas.

—Debe de haber un ángel velando por nosotros. En serio.

—En fin, yo no creo en los ángeles. Pero tienes razón.

Zoe volvió a ponerse de pie y cogió a Jake del brazo. Contemplaron el coche, y el precipicio, sin pronunciar una sola palabra.

Jake se planteó si sería posible echar marcha atrás para devolver el coche patrulla a la carretera. La rueda delantera del lado del acompañante estaba firmemente trabada, eso desde luego, pero el vehículo apuntaba hacia abajo y parecía a punto de resbalar lateralmente. La idea de subirse al coche, ponerlo en marcha e intentar retroceder le resultó aterradora.

Vio a Zoe dar la vuelta en dirección a la puerta del conductor.

—No —ordenó.

—Quizá sea posible.

—Ni se te ocurra.

Regresaron a pie al pueblo estudiando las alternativas. Podían buscar otro vehículo. Era muy probable que hubiera otras llaves colgadas en alguna de las muchas tiendas que seguían abiertas. O podían marcharse a pie, sin más, y seguir la carretera a través de la montaña.

Había coches aparcados cerca del hotel. Los comprobaron todos. Todos estaban cerrados con llave. Sabían que las probabilidades de encontrar un coche abierto con las llaves en el contacto eran escasas, pero no nulas.

Aun así, al cabo de veinte minutos encontraron un coche con las llaves destellando en el contacto. Jake se sentó al volante y accionó la llave, pero no quedaba batería. Trataron de arrancar el coche en una pequeña cuesta, pero no lo consiguieron. Lo abandonaron al pie de la pendiente y reanudaron la búsqueda.

Jake dejó escapar una exclamación cuando se tropezaron con un aparcamiento en el que había dieciocho motonieves idénticas.

—¡He aquí nuestra escapatoria! —vociferó—. Elige la que quieras, parecen todas iguales.

Pero su entusiasmo fue prematuro. Las dieciocho motonieves estaban inmovilizadas por una gruesa cadena y un descomunal candado. No encontraron ni las llaves de las motonieves ni la del candado. En plena búsqueda se plantearon por un momento usar una cizalla, pero descartaron la idea al caer en la cuenta de que aun si encontraban una cizalla, seguirían sin tener las llaves de encendido.

Transcurridas tres horas, estaban dispuestos a admitir la derrota, al menos por ese día.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Zoe.

—¿Hacer? Volveremos a la habitación del hotel a pasar otra noche. Beberemos un poco más de ese puto vino, extraordinario pero sin sabor, y mañana nos levantaremos muy temprano y nos marcharemos de aquí a pie de una vez por todas siguiendo la carretera.

Entrelazaron los brazos y, sumidos en una especie de trance neurasténico, regresaron cansinamente al hotel.

Volvieron a entrar en calor en la sauna y luego nadaron en la piscina del spa. En ausencia de los demás huéspedes, el chapoteo en el agua sonaba a hueco; en los vestuarios reverberaba un eco extraño; las pisadas de sus pies descalzos en las baldosas producían un sonido solitario.

Después pasaron una hora ante los ordenadores del hotel con la idea de acceder a internet. No lograron conectarse. Mientras Zoe perseveraba en sus intentos, Jake volvió a probar la serie completa de números telefónicos. Una tras otra, las líneas sonaron y sonaron y nadie atendió. Nadie atendió en ninguna parte.

—Eso es por la centralita local. La culpa tiene que ser de la centralita —comentó Jake—. Debe de estar fuera de servicio, o si no, alguien contestaría.

No tuvieron más suerte con los móviles.

Esa noche Jake buscó el gorro de cocinero que Zoe había tirado al suelo y volvió a preparar la cena. Descongeló pollo y descubrió especias para improvisar un salteado agridulce. Encontró un reproductor de cedé y subió el volumen al máximo. A continuación, para animarse, empezó a golpear ollas y sartenes y a dar coscorrones en las cabezas imaginarias de pobres pinches de cocina. En el aparato había ya puesto un cedé de ópera, en el que una diva, una mezzosoprano, elevando gradualmente la voz, vocalizaba bellos versos que él no entendía. Encendió los quemadores de la cocina y dejó llamear el aceite en la sartén como si todo fuera puro teatro.

En la encimera de acero inoxidable seguían la carne magra cortada y las verduras troceadas, allí dispuestas desde el día anterior. Todo ofrecía un aspecto y un olor tan fresco como si acabara de prepararse minutos antes, pero Jake no tocó nada de eso y despejó una encimera al otro lado de la cocina.

Zoe se había sentado a una mesa del restaurante; la mesa estaba puesta, con el mantel y las servilletas bien planchados y los cubiertos de plata en su sitio. Tenía las manos cruzadas bajo la barbilla. Había encontrado una botella de champán.

—No preguntes el precio. Esconderemos la botella vacía. Nadie se enterará nunca.

Con los cantos operísticos flotando en el aire sobre su mesa iluminada por una vela y la oscuridad cada vez más densa en el exterior, iniciaron su segunda cena en el restaurante vacío. La música, de una belleza fantasmagórica, se abatía entre las hileras de mesas vacías. Sin pronunciar palabra, Zoe se levantó y la cambió, muy intencionadamente, por animadas melodías de los Pixies.

—¿Por qué no ha venido nadie a buscarnos? —preguntó.

—No lo sé. No lo sé.

A Zoe se le subió el champán a la cabeza. Lo apuraron en un santiamén, y ella fue a por una segunda botella.

—Disfrútalo —dijo, sirviendo una generosa copa a Jake—, porque estas dos botellas cuestan poco más o menos lo mismo que nuestras vacaciones completas.

—¿No lo dirás en serio?

—Pues sí. Están incluidas en lo que llaman la «carta de reservas».

—¿Qué es la «carta de reservas»?

—Verás, por un lado está la carta de vinos y por otro la carta de reservas. Esta es para las ocasiones especiales. Si no encuentras algo lo bastante caro en la carta de vinos, pides la carta de reservas. Es para las personas especiales con un paladar exigente y un culo grande.

—¿Eres consciente de que nos lo endosarán en la cuenta?

—No nos lo endosarán. Lo negaremos todo. Y te diré otra cosa. Durante estas dos noches he tenido la sensación de que tú y yo somos las dos únicas personas en el mundo. Te tengo para mí sola, sin que te distraiga siquiera una camarera. Y una parte perversa de mí lo ha disfrutado de verdad. Mañana esto se habrá acabado y me quedarán cosas que desearía haberte dicho cuando te tenía para mí sola.

—¿Como por ejemplo?

—Como, por ejemplo: ¿cuánto hace desde el alud?

—¿Qué? Ah, fue ayer por la mañana. Parece increíble.

—Exacto. Ayer por la mañana. Y da la impresión de que ha pasado muchísimo tiempo.

—Tienes razón, sí. Así es.

—De que ha pasado mucho tiempo desde que casi nos perdimos el uno al otro. Estuvimos a punto de morir, Jake, y cada segundo desde entonces parece haberse dilatado, y eso es porque estamos solos tú… —levantó la copa, con un ademán un poco vacilante, para chocarla con la de él—… y yo. —Echó una ojeada al restaurante vacío—. Los demás nos roban tiempo. Casi podría quedarme aquí unos días más, por pura obstinación.

—¿Crees que estamos en una carta de reservas?

—¿Cómo dices?

—La carta de reservas de Dios. La carta de reservas de la naturaleza. O sea, que todos los demás están en la carta normal y a nosotros nos han dejado aquí porque estamos en la carta de reservas.

—¡Pero qué ideas son esas!

Jake le dirigió una media sonrisa.

—Los demás pronto volverán.

—Lo sé. Y nosotros nos marcharemos mañana a primera hora. Venga, vámonos a la cama.

—Estás borracha.

—Con lo cara que es la botella, trae lo que queda.

Ciertamente estaba borracha. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, obligó a entrar a Jake de un empujón y se abalanzó hacia él. Con las puertas del ascensor cerradas, le echó los brazos al cuello y le mordió el labio, a la vez que forcejeaba torpemente con su cinturón y le bajaba los pantalones. Dejándose caer de rodillas, empezó a hacerle una felación. Jake, sin querer, tocó los botones del ascensor con el codo y se abrieron las puertas.

Se quedó helado.

—Disculpe, caballero —dijo—, mi mujer terminará enseguida.

Zoe se interrumpió y alzó la vista como si medio esperara ver a un huésped conmocionado en el vestíbulo. Echó un trago de champán burbujeante de la botella y volvió a meterse la polla en la boca.

La campanilla del ascensor tintineó y la puerta volvió a cerrarse.

—Despierta.

Zoe gimió. Tenía la cabeza como si se la hubieran partido de un golpe de piolet. Jake estaba de pie a su lado, ya vestido, sosteniéndole bajo la nariz un tazón de café humeante.

—¿Qué hora es?

—Hora de irse.

—¿En serio?

—Vuelve a nevar. No nos conviene marcharnos muy tarde. Tendremos que caminar quizá unas cuatro horas hasta llegar al próximo pueblo. Nieva mucho, y con la cantidad de nieve que está cayendo, cuanto más tiempo pasemos aquí, mayor es el riesgo de alud. Te ruego, pues, que muevas ese culo lustroso y encantador y salgas de la cama.

—Ese champán barato se me subió a la cabeza —se quejó ella mientras se arrastraba hacia la ducha.

Para el desayuno, Jake había subido tostadas y bollos con queso y embutidos. Tenía ya preparada una mochila. Mientras ella dormía, él había ido a buscar a una tienda la mochila, una linterna y una brújula.

Antes de marcharse, Zoe lo obligó a sentarse y echar atrás la cabeza para aplicarle el colirio.

—Todavía pareces un zombi. Rojo por fuera, azul en medio y negro por dentro. Como una diana para el tiro con arco.

—Una diana para el tiro con arco no es así.

—Bah, calla. Ahora ponme tú a mí.

A las siete y media de la mañana estaban ya en la carretera. La nieve se había espesado. En el cielo las nubes parecían acero alabeado y los copos, aunque ligeros, caían profusamente, acompañados de una tenue neblina.

Siguieron la carretera. Pronto dejaron atrás el coche patrulla con la rueda suspendida sobre el precipicio. La nieve había formado una gruesa costra en el parabrisas y el capó. Jake se detuvo y miró el vehículo con expresión melancólica. La neblina era cada vez más densa, y Zoe le advirtió que ni se lo planteara.

La carretera era una empinada cuesta. Después de ascender durante otra media hora por la montaña, la combinación de nieve y neblina les resultaba ya impenetrable. Presentaba la misma tonalidad gris nacarada de dos días antes, con destellos iridiscentes allí donde se reflejaba la luz. Avanzaron con paso uniforme, pero no veían hacia dónde iban.

Jake se salió de la carretera y se torció el tobillo.

—Esto no me gusta —comentó Zoe—. Vamos a ciegas.

—No pasa nada. Estoy bien. Solo tenemos que seguir el asfalto.

—Ni siquiera veo el asfalto. Ni lo noto bajo los pies.

Jake sacó la brújula de la mochila. Se acuclilló y se la colocó en la rodilla.

—El norte está por ahí, y nosotros queremos ir hacia el oeste. Vamos bien. Sigamos.

Su voz traslucía seguridad, pero Zoe no la compartía ni le inspiraba mucha confianza. Jake era muy distinto de ella. Lo habían criado enseñándole a simular aplomo cuando en el fondo no lo sentía, y Zoe sabía ver la diferencia. Por su parte, había aprendido a confiar en la intuición y a dejarse guiar por ella. Pensaba que su sistema era tan certero o falible como el de él.

Avanzaron despacio, cogidos de la mano, a veces ciñéndose a la curva exterior del asfalto. Era una carretera muy tortuosa, un continuo zigzag por la montaña, y la seguían casi a ciegas, a paso de tortuga. De pronto Zoe debió de pisar fuera de la calzada, porque la pierna se le hundió en la nieve hasta el muslo.

—Esto me da miedo, Jake. Me da miedo. Tengo la sensación de que podríamos salirnos fácilmente de la carretera. ¿Por qué no nos refugiamos en algún sitio durante media hora? ¿A ver si la niebla se levanta un poco?

—No va a levantarse.

—¿Cómo demonios lo sabes?

—Durará todo el día. Salta a la vista. Si paramos, nos enfriaremos. Tenemos que seguir.

Y eso hicieron. Al cabo de otros diez minutos sopló una ráfaga de viento que por un momento hipnótico les reveló un cruce, donde la carretera se bifurcaba en direcciones opuestas. Al instante la espesa niebla engulló la imagen del desvío. La nevada arreció.

Jake se acuclilló de nuevo en la carretera y sacó la brújula.

—¿Qué pasa aquí?

Zoe se agachó a su lado y miró la brújula con atención. La aguja giraba, buscando el norte.

—No está plana. Apóyala bien.

Jake apartó un poco de nieve de la carretera con el guante de esquí y colocó la brújula en la nieve. La aguja seguía buscando, desplazándose uniformemente sobre la esfera en el sentido de las agujas del reloj. De repente se detuvo. Casi de inmediato reanudó la búsqueda del norte, ahora en sentido contrario a las agujas del reloj.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Zoe.

Jake no contestó.

Ella la cogió; la sacudió; volvió a dejarla en la nieve. La aguja continuó buscando el polo magnético, sin interrupción.

—Está estropeada.

—Funcionaba a la perfección cuando la he cogido —aseguró Jake—. Funcionaba a la perfección.

—Ya.

—De verdad. Funcionaba a la perfección.

—Igualmente.

—¿Igualmente? ¿Qué quieres decir con igualmente?

—Quiero decir que nos volvemos.

—¡Ni hablar!

—Jake, llevamos caminando… ¿cuánto? ¿Una hora? No hemos recorrido más de uno o dos kilómetros. Si piensas que vamos a llegar a algún sitio en estas condiciones, eres tonto. Yo así no sigo. Y como tú dices, no podemos quedarnos aquí.

Se apartó de él y empezó a desandar el camino. Al cabo de unos segundos, ya no se veían. Poco después Jake la llamó a gritos.

—¡Estoy aquí mismo! —vociferó ella en respuesta.

Él salió de la niebla y la agarró de la chaqueta.

—¡No hagas eso, Zoe!

—Que no haga ¿qué?

—¡No te vayas así, sin más! Debemos permanecer juntos. Parece que no te das cuenta de que podría perderte en medio de todo esto. ¡Podría perderte en cuestión de segundos! ¡Esto es una montaña y no hay nadie cerca! ¡Nadie! ¡Esto no es un paseo, no vamos de tiendas!

—Vale.

—Debes respetar la montaña.

—He dicho que vale, ¿no?

Se quedaron quietos bajo la nieve en movimiento, y pese a que solo los separaban unos quince centímetros, apenas podían distinguir la expresión en el rostro del otro. En la niebla, cada uno veía al otro como una fotografía gris descolorida, cada vez más descolorida.

—Volvemos —dijo Zoe.