El hotel Varka se hallaba enclavado en la falda de la montaña, a cierta distancia del centro del pueblo, Saint-Bernard-en-Haut, pero cerca de las pistas para principiantes. En los anuncios presumía de estar «a pie de pista», lo cual era cierto si desplazarse unos doscientos metros por el lecho del valle arrastrando los esquís podía considerarse esquiar. El hotel ofrecía un servicio de cuatro estrellas, dos bares (uno con piano), un restaurante, spa con sauna, transporte a las pistas de la zona y wifi. Salía más caro de lo que en condiciones normales podían permitirse los Bennett, pero esas eran unas vacaciones especiales. Como hacía varios años que no esquiaban —y era en las pistas de Chamonix donde se habían conocido y enamorado—, habían decidido premiarse con unas vacaciones de más nivel.
Sin el menor respeto por la idea de vacaciones especiales, el alud, con sus feroces dientes blancos, había intentado morderles los tobillos en su segundo día allí.
Se accedía a la recepción del hotel por una puerta de cristal electrónica, que cuando se acercaron emitió un zumbido y se abrió con torturante lentitud. Dominaba el vestíbulo un árbol de Navidad gigantesco, quizá excesivo. Tenía una hermosa iluminación, con delicadas luces azules que titilaban entre las ramas como duendecillos allí suspendidos. Zoe y Jake fueron derechos a la recepción, deseosos de informar a alguien de su odisea, pero en ese momento no había nadie. Se encaminaron, pues, hacia el ascensor y subieron a la tercera planta, donde tenían la habitación.
Zoe abrió de inmediato los grifos para darse un baño de agua caliente y, mientras se llenaba la bañera, se quitó el traje de esquí. Jake se dejó caer en la cama, con los brazos por encima de la cabeza. Zoe se arrodilló a su lado, vestida aún con su ropa interior térmica.
—¿Te encuentras bien?
—Pues sí, la verdad —contestó él—. Me encuentro bien.
—Habrá que conseguir un colirio. Pareces un zombi. Tendría que verte un médico.
—No necesito a ningún médico. Tú también tienes los ojos rojos y eres quien ha acabado enterrada. Es a ti a quien tiene que verte un médico para asegurarnos de que no estás… ¿cómo se dice? En estado de shock.
—¿Y qué van a hacerme? ¿Un tratamiento psicológico? ¿Cogerme de la mano? Estoy bien, no necesito a ningún médico. Me ha caído encima un poco de nieve y he salido. Eso es todo. ¿Y tú cómo te encuentras?
—Yo bien. Lo único distinto es que ahora estoy de un cachondo absurdo. Toca esto.
—Quita. Primero déjame darme un baño.
—¿Esto será como cuando la gente se pone cachonda en los funerales? ¿Será acaso por el silbido de la guadaña? ¿Eso lo pone a uno en celo? Ven aquí, ma biche.
—Quita, Jake, me muero de frío. Tú también debes de estar helado. Primero déjame darme un baño.
Jake cogió de pronto el auricular del teléfono.
—Voy a contarle a algún mamón lo que nos ha pasado.
—¿Y qué crees que harán? ¡Ni se te ocurra llamar a un médico para mí! Vamos, vente a la bañera conmigo. No quiero a ningún médico iluminándome los ojos con una linterna. Vamos. Después podrás hacer lo que quieras conmigo.
Así que Jake se quitó el traje de esquí y se apretujó con Zoe en el agua caliente de la bañera, gimiendo y suspirando. Permanecieron sentados cara a cara en medio del vapor, abrazándose las rodillas, dejando que el calor penetrara en sus cuerpos y disipara el frío.
Siguieron allí un rato en silencio. Con la cabeza apoyada en la rodilla de Zoe, Jake pareció adormecerse. Finalmente el agua empezó a enfriarse, y ella lo obligó a moverse, salió de la bañera y se envolvió en una toalla. Pensando que quizá como mínimo debía informar a alguien de su salvación, Zoe llamó a recepción. El teléfono sonó y sonó, pero nadie atendió la llamada. Se secó, se vistió y, dejando a Jake en remojo, bajó en el ascensor.
La recepción continuaba vacía. En el mostrador había una campanilla antigua, de esas que uno golpea con la palma de la mano, pero en esta ocasión no acudió nadie cuando Zoe la hizo sonar. Se inclinó sobre el mostrador y escrutó la oficina situada detrás de la recepción, y aunque todo estaba en orden, no vio a nadie. Sintió cierta inquietud.
Su primera reacción había sido intentar entrar en calor y cuidar de Jake, olvidando que su propia experiencia había sido peor que la de él. Si bien Jake también se había visto arrollado por el alud y depositado en la pendiente de la montaña, no había quedado enterrado vivo. Las imágenes de ese momento volvían a reproducirse en su cabeza por segunda vez desde que Jake la había sacado de la nieve. Le temblaban las manos. Entró de nuevo en el ascensor y regresó a la habitación.
Jake se había quedado dormido en la bañera de nuevo. Lo contempló desde el umbral de la puerta, y él pareció percibir su presencia. Abrió los ojos.
—No hay nadie.
—¿Dónde?
—En recepción. Acabo de bajar. No hay nadie.
—Bueno, a estas horas suele haber poca actividad en el hotel, ¿no? Todos los huéspedes están fuera.
—¿Y el personal?
—Habrán salido a fumar un cigarrillo.
Zoe no parecía muy convencida.
—Pero el hecho es que no están fuera, ¿verdad?
—¿Quiénes?
—Los huéspedes. No están todos fuera, ¿verdad que no? Las pistas están cerradas.
—Bueno, quizá el alud ha sido peor de lo que pensábamos. Quizá todo el mundo está en lo alto de la montaña. Ayudando.
—¿Tú crees? ¿En serio crees que ha sido un alud tan grande?
—Para nosotros lo ha sido. En fin, no tengo ni idea. A lo mejor a nosotros nos ha sorprendido solo una pequeña porción del alud principal. ¿Qué podemos hacer? —Jake salió de la bañera y cogió una toalla—. No nos queda más remedio que esperar a que vuelvan.
Zoe atravesó la habitación, se sentó en la cama y empezó a retorcerse los dedos.
Jake apareció envuelto en la toalla. Su piel rosada despedía aún vapor por el calor de la bañera.
—Tendría que haber una norma que prohibiese a un hombre ver a su mujer tan obscenamente sexy —dijo—. Y más después de una experiencia al borde de la muerte.
Echó a un lado la toalla y tumbó a Zoe en la cama a la vez que le levantaba las piernas. Ella soltó un chillido, y cuando él se abalanzó encima, se resistió. Jake hizo una mueca de dolor.
—¡Mis costillas!
—Te lo tienes bien merecido.
—¡Hemos estado a punto de morir! Los dos hemos estado a punto de morir. Quiero sentirme encima de ti. Como ese alud.
—Ven aquí.
—Empiezo a tener hambre. ¿Dónde está ese filete rezumando sangre? Pidámoslo al servicio de habitaciones, da igual lo que cueste. —Jake examinó la carta—. ¿Qué te apetece?
—Un filete poco hecho, sí. Vino tinto. Cualquiera cosa mala para la salud.
Jake marcó el número del servicio de habitaciones. Como no respondieron, llamó a recepción. Nadie descolgó el teléfono.
—¡Qué raro!
—Ya te lo he dicho, no hay nadie. No me escuchas.
Jake permaneció al aparato un rato más. Finalmente, con un suave chasquido, dejó el auricular en la horquilla.
—Vamos a vestirnos. Podemos comer algo en el restaurante.
De camino al restaurante, Zoe tuvo un ataque de risa. Aunque se llevó la mano a la boca, se le escapó un ronquido porcino. Jake se detuvo en el pasillo y la miró. Ante su cómica expresión de desconcierto, Zoe sucumbió aún más al descontrol. Tal vez fuera la histeria posterior al roce con la muerte, pero algo la empujó a soltar una carcajada. No a sonreír o a dejar escapar una risita, sino a desternillarse. El deseo de reírse de nada era incontenible.
En la pared, cerca del ascensor, había una reproducción de un cuadro abstracto poco sugerente, y le dio ganas de reír. La absurda campanilla musical del ascensor al llegar a la tercera planta también le dio ganas de reír. Aquella decoración insípida resultaba un tanto ridícula por el vívido contraste con el lugar donde ella acababa de estar, cabeza abajo en medio de la nieve. Los espejos del ascensor le dieron ganas de reír. El cartel sobre el peso máximo permitido en el ascensor; la alfombra en el suelo; el botón de alarma. Todo se le antojaba irrisorio y le arrancaba carcajadas.
—¿Qué? —dijo Jake—. ¿Qué?
Zoe se dejó caer de espaldas contra el espejo del ascensor y, convulsionándose, sujetándose las costillas, soltó una gran risotada.
—En fin, me alegro de que lo encuentres tan gracioso —comentó Jake—. A mí me pasa lo mismo. Más o menos. Hemos estado a punto de morir. Eso es la mar de divertido. Estás como una cabra.
Casi para obligarla a callar, la comprimió contra la pared del ascensor y le metió la lengua en la boca. Ella sintió la descarga de sus propias convulsiones a través de Jake, como si fuera una fuente de energía eléctrica. Notó su erección. Acababan de follar y él ya quería más. También ella quería más.
El ascensor llegó a la recepción y las puertas se abrieron. Zoe lo apartó de un empujón, se sacudió el pelo y recobró la compostura antes de salir.
No tenía por qué haberse molestado. Seguía sin haber nadie.
Se acercaron al mostrador de recepción. Jake tocó la campanilla.
—¡Ah del castillo! —llamó a voz en cuello, dirigiendo una mueca burlona a Zoe.
—Probemos en el restaurante.
Pasaron por delante del atril de madera clara del portero, pulcro pero vacío, y atravesaron el vestíbulo hacia el restaurante del hotel. El comedor solía estar tranquilo durante el día, ya que la mayoría de los huéspedes solo cenaba allí, pero siempre había una o dos mesas ocupadas.
Ese día no.
Las luces estaban encendidas, pero todas las mesas permanecían vacías. Un cartel a la entrada del comedor indicaba a los huéspedes que esperasen a que el maître los acompañase a la mesa, pero no había ningún maître, ni camareros. El restaurante estaba plenamente preparado para servir el almuerzo: manteles y servilletas de hilo bien planchados, sólidas copas de cristal, cubiertos de plata, todo presentado impecablemente. El hilo musical ofrecía una suave melodía.
Jake se plantó en jarras. Miró al frente y atrás y luego se encaminó hacia la cocina. Cruzó las puertas de vaivén, seguido por Zoe.
No había personal en la cocina. Sobre las encimeras limpias de acero inoxidable, vieron verduras recién troceadas y carne roja cortada, como si todo estuviera ya listo para preparar el almuerzo. En el extremo opuesto de la cocina, un lavavajillas de acero inoxidable de tamaño industrial contenía los platos sucios del desayuno. Jake abrió la puerta de una enorme cámara frigorífica y lo azotó una ráfaga de aire frío. Después de echar un vistazo al interior, cerró la puerta.
Zoe le tocó el antebrazo.
—¿Crees que deberíamos marcharnos?
—¿Marcharnos?
—Irnos del hotel.
—¿Por qué vamos a irnos?
—Te diré lo que pienso: este hotel se encuentra al pie de la ladera donde se ha producido el alud, justo en plena trayectoria de la nieve. Después del alud de esta mañana, lo han evacuado. Mira alrededor: lo han abandonado en cinco minutos como mucho. Sospecho que aquí corremos peligro. Creo que lo mejor es que nos vayamos.
Jake parpadeó.
—Dios santo. Tienes razón. Vamos a buscar las chaquetas. Iremos al pueblo a pie.
—Y recemos para que no se nos venga todo encima justo ahora.
—Tú puedes rezar si quieres. Yo prefiero preocuparme.
—Calla ya.
Se marcharon, pues, del hotel y se acercaron a pie al pueblo de Saint-Bernard. Normalmente había un servicio de lanzadera: un minibús que salía cada media hora y cubría la distancia en seis o siete minutos. A pie se tardaba unos treinta.
La carretera estaba en silencio. Seguía nevando. La luz había cambiado y en el suelo la nieve presentaba una misteriosa coloración gris azulada. Casi toda huella de pisada o de rueda había quedado cubierta por la nieve reciente, blanda y ligera.
La tarde anterior habían ido a pie al pueblo desde el hotel. Había sido un paseo memorable. Píceas y abetos flanqueaban el camino nevado, exhalando un aroma a savia, y lo iluminaba el tenue resplandor anaranjado de elegantes farolas de hierro forjado, dispuestas a intervalos de cien metros. En el trayecto los había adelantado un trineo tirado por un enorme caballo negro en el que viajaba una pareja de turistas felices pero retraídos. Los flancos del gran caballo despedían vaho y de sus ollares se elevaban columnas de vapor mientras trotaba por la espesa nieve. La pareja del trineo los había saludado con la mano tímidamente.
Pero ese día el camino ofrecía un aspecto peligroso. Caminaron con paso enérgico, sin hablar, aguzando ambos el oído, atentos a los sonidos de la montaña. Porque se oían sonidos amenazadores: un estampido lejano, muy arriba, como la detonación de un arma; un crujido; una especie de lamento, como si la propia montaña desplazara su enorme peso; una brisa que se convirtió en un suspiro a través de la mismísima nieve. Todo podían ser premoniciones de avalancha.
No cruzaron una sola palabra, pero Zoe cogió a Jake de la mano y avivaron el paso. Los chirridos de sus botas para nieve no los reconfortaban. Incluso ese mínimo sonido parecía una afrenta a la montaña, el chillido del ratón ante el elefante. Un desafío.
—¿No sientes la presión? —preguntó Zoe—. ¿En el aire? A mí me parece sentir el peso de la nieve en la montaña.
—Son imaginaciones tuyas. Sigue andando.
—No son imaginaciones mías. Noto el aire espeso. Como si fuera a ocurrir algo.
—No va a ocurrir nada.
—¿Y entonces por qué han evacuado el hotel? ¿Eh, capullo?
—Por precaución. Sería mala suerte, ¿no crees? Sobrevivir a un alud, y que luego te sorprenda otro.
—Sí. Pero la mala suerte existe.
—No, hoy no.
—¿Vas a protegerme, Jake?
—Con uñas y dientes.
De pronto llegó de lo alto un gemido inconfundible, el sonido de la nieve deslizándose, como el ruido de grandes planchas metálicas al plegarse.
Zoe se detuvo en seco.
—¡Santo Dios!
—Tranquila. Sigamos. Solo es un corrimiento de nieve.
—¿Ah sí? Eso es precisamente lo que temo: ¡un corrimiento de nieve! Cuando hay un corrimiento de nieve, se llama alud, ¿no?
—Chist. No levantes la voz. Lo que quiero decir es que la nieve se desplaza continuamente. Por eso pasan quitanieves por las pistas, porque la nieve se desplaza y se acumula. No es señal de que vaya a desprenderse ahora mismo.
—¿Ah, no? Y tú sabes mucho de eso, ¿verdad? Eres veterinario. ¿Cómo es que ahora, así de repente, te has convertido en experto en corrimientos de nieve? No dices más que tonterías.
—Exacto, digo tonterías.
—¿Por qué? ¿Por qué dices tonterías?
Jake se detuvo y se volvió hacia ella.
—Es lo que hago cuando estoy asustado, ¿vale? Digo tonterías. Es una buena manera de hacer ver que las cosas están mejor de lo que están. Ahí tienes: ya me has descubierto. ¿Estás contenta? Ahora que han quedado a la luz mis deficiencias como ser humano, ¿podemos seguir adelante? ¿Sí o no?
Por encima de ellos volvió a gemir la nieve en la ladera de la montaña. Siguió otro ruido inexplicable, como el de unas grandes redes de pesca al lanzarlas al mar. Zoe entrelazó su brazo con el de él y entraron en el pueblo bajo el tenue resplandor anaranjado de las farolas.
No se veía a nadie por las calles. Había bastantes coches aparcados cerca del centro del pueblo, pero estaban todos cubiertos por una capa de nieve endurecida y lisa a causa de las precipitaciones del día. Reinaba un silencio espeluznante. Llegaron a otro pequeño hotel, llamado Petit la Creu. La nieve se había amontonado ante la entrada.
Al empujar la puerta para entrar, oyeron el roce del grueso burlete en el suelo. En la recepción notaron el ambiente caldeado, casi sofocante. Todas las luces permanecían encendidas, pero no había nadie en recepción. Exactamente igual que en su hotel.
—¿Crees que han evacuado todo el pueblo? —preguntó Zoe.
—¿Tienes el número de aquella chica?
—¿Qué chica?
—Aquella mema.
—¿Qué mema?
—La representante. La representante de la agencia. La que estaba en el autobús del aeropuerto. La que no paraba de sonreír. ¿No te dio una tarjeta con su número?
Zoe descorrió la cremallera de su bolso y sacó el billetero. Buscó la tarjeta de la representante entre sus tarjetas de crédito y carnets de clubes.
—No la tengo. Debes de tenerla tú.
—Yo no. Te la dio a ti —insistió Jake.
—No me la dio a mí. Yo no la tengo. Recuerdo que le brillaron los ojos cuando te la entregó. Así que debes de tenerla tú.
—¿Le brillaron los ojos?
—¡La tenías tú!
—¡Vale! ¡No te sulfures! —Jack se desabrochó la chaqueta, descorrió la cremallera de su bolsillo interior y sacó el billetero. Allí, entre las tarjetas de crédito, encontró la tarjeta de la agencia con el número de móvil de la representante.
—¿Lo ves? La tenías tú, ya te lo he dicho. Esa chica te gustó.
—Sí, me encantan las mujeres sonrientes. Por aquí no abundan.
—Dámela.
ELFINDA CARTER,
REPRESENTANTE TURÍSTICA
WINTERTOURS HOLIDAYS
TEL.: 07797 551737
—Además, ¿qué nombre es ese? ¿Elfinda? —dijo ella.
—Quizá viene de «elfo».
—Elfinda, el elfo de ojos brillantes, por lo visto.
—Nos abochornaste —recordó Jake.
Cuando Elfinda, la representante, ofreció su tarjeta, pidió a la vez el número de teléfono a Jake. Era simple rutina, por si la agencia necesitaba ponerse en contacto con ellos por alguna excursión o actividad. Zoe, harta de tanto brillo de ojos, se inclinó hacia la sorprendida representante y le colocó en las manos su propia tarjeta.
—¿Os abochorné? Tendría que haberle dado una patada en aquel culo flaco.
Zoe alargó el brazo por encima del mostrador de recepción y descolgó el auricular del teléfono. El tono se oía con toda claridad. Marcó el número impreso en la tarjeta. Sonó el timbre, y Zoe cruzó las piernas mientras esperaba a que alguien respondiera.
El teléfono sonó mucho rato, hasta que por fin dejó de sonar.
—¿No hay nadie?
—Nadie. Ni elfo ni no elfo.
—Hay una comisaría en el pueblo, detrás del supermercado. Deberíamos ir. Para averiguar qué pasa.
Se marcharon del Petit la Creu y atravesaron el pueblo trabajosamente, dejando atrás la preciosa iglesia con su estilizada torre, hasta girar a la derecha por una calle secundaria hacia el supermercado y la comisaría. No se cruzaron con nadie. Tampoco había actividad en ninguno de los comercios. Algunas tiendas estaban iluminadas, otras no. El supermercado tenía todas las luces encendidas, pero no se veía a nadie a través de las vidrieras, ni clientes ni empleados.
Aparcado en el patio había un todoterreno de la policía con cadenas en los neumáticos. La comisaría en sí era un edificio de hormigón pequeño y sin pretensiones, casi oculto detrás del supermercado. Abrieron la pesada puerta de cristal y acero y luego una segunda puerta, que les dio acceso a un reducido espacio sin más mobiliario que un mostrador de melamina blanca y tres sillas de plástico moldeado.
Jake alzó la voz. Esta vez no dijo «¡Ah del castillo!».
Zoe pasó por detrás del mostrador de melamina para acercarse a una puerta cubierta de carteles y avisos. Llamó con los nudillos y, viendo que nadie contestaba, abrió. Dentro encontró un exiguo despacho provisto de un par de escritorios, ordenadores, una impresora, varios archivadores juntos, una cafetera eléctrica. La luz roja de la cafetera estaba encendida, y la jarra, medio llena, seguía caliente. Se veía una antesala con un perchero y en uno de los ganchos el abrigo de un policía.
—¡Hola!
Se quedaron sentados durante media hora ante los escritorios de la comisaría, con las manos hundidas en los bolsillos de las chaquetas, preguntándose qué hacer.
—Bien —dijo Jake—. Han evacuado todo el pueblo. ¿Por qué? Riesgo de aludes. Esa es la explicación. A veces estos aludes… los aludes grandes, no como el que nos ha sorprendido esta mañana… pueden llevarse por delante un pueblo entero de este tamaño. Hace unos años ocurrió cerca de Chamonix, y arrasó veinte chalets. Y con toda la nieve que ha caído, ahora el riesgo es mayor. Así que se ha marchado todo el mundo.
—¿Y cómo es que nos han dejado a nosotros?
—Quizá han pensado que hemos muerto en el alud de esta mañana.
—¿No tendrían que haber venido equipos de rescate?
—Y yo qué sé. Lo único que sé es que esto ha sido evacuado, y que tenemos que salir de aquí cuanto antes.
—Ya. ¿Y cómo? —preguntó Zoe.
—Ahí está… esa es la cuestión. Podemos irnos a pie. Podríamos coger unos esquís de una tienda e intentar bajar por la montaña. Pero eso no me hace mucha gracia, en vista de lo que sabemos y de lo que ha pasado esta mañana.
—A mí tampoco.
—O podemos irnos en coche. Lo que implica coger uno de los coches aparcados en el pueblo. Y conducir despacio para no desencadenar nada.
—De acuerdo. Eso haremos.
—De acuerdo.
—Vamos, pues.
—¿A qué esperamos, Zoe?
—No lo sé. Tengo miedo.
—¿Miedo? No hay nada que temer, miedica. Nada de nada. La verdad es que yo también tengo miedo. Pero da igual. Oye, tenemos que encontrar un coche con las llaves puestas.
—De acuerdo —convino Zoe—. ¿Y no podríamos…?
—No podríamos ¿qué? ¿Hacer un puente en un coche como en las películas?
—Sí.
—¿Tú sabes hacerlo? —preguntó Jake.
—Aquí el que sabe de cuestiones técnicas eres tú. Eres el hombre.
—Bueno, te diré algo gratis, esposa mía. Verás, listilla, no sé hacer el puente a un coche. Como tú bien has señalado, soy veterinario, trabajo con perros y ratones blancos y periquitos, y a lo largo de mi formación y experiencia como veterinario, por alguna razón nunca me he visto en la necesidad de hacer el puente a un coche. Para salvar el pellejo, el tuyo y el mío. Nunca hasta ahora.
—No la tomes conmigo.
—Y te diré otra cosa, también gratis. ¿Has visto cómo lo hacen en las películas? Sencillamente arrancan unos cables debajo del salpicadero, los juntan, y el coche arranca. Un mecánico me dijo que eso es una fantasmada. Ya no funciona así. Me explicó que si haces eso, lo más probable es que te electrocutes.
—Entonces no lo haremos.
—Y él era mecánico de coches. Un mecánico en toda regla.
—Pues buscaremos un coche que tenga las llaves puestas, como tú has dicho. Y nos marcharemos. Con el motor en sordina.
—Eres muy sarcástica, ¿lo sabías?
—Por eso te casaste conmigo. Te encanta.
Pero antes de marcharse de la comisaría intentaron, una vez más, telefonear a Elfinda, la risueña representante de la agencia de viajes. Al igual que en el intento anterior, el teléfono dejó de sonar antes de que contestara nadie.
Fuera nevaba aún más intensamente. Yendo de coche en coche, probaron las puertas del conductor para ver si alguna se abría. Lo intentaron con cincuenta o sesenta vehículos, y encontraron abiertas las puertas de cuatro; pero ninguno tenía las llaves puestas.
Nevaba cada vez más y se había levantado una neblina de color nacarado. Empezaban a pesarles el frío y el cansancio.
—Se me acaba de ocurrir una idea —dijo Jake.
—¿Qué?
—En la comisaría… había un coche patrulla. A lo mejor las llaves están en la oficina.
—¡Cómo! ¿Robar un coche de la policía? Ni por asomo.
—Pero se trata de una situación excepcional, ¿no?
Zoe juntó las cejas pero lo siguió cuesta abajo hacia la comisaría. Allí encontraron las llaves del coche de policía, colgadas de un gancho junto a la puerta.
—¿Seguro que no hay problema en… cogerlo así sin más?
—No.
El coche patrulla arrancó a la primera, despidiendo una bocanada de humo de gasoil. Tuvieron que quitar la nieve del parabrisas y desprender el hielo del cristal. Jake maniobró en el patio de la comisaría para salir a la calle. Tocó el claxon unas cuantas veces; esperaba que una mano lo agarrara del cuello de la chaqueta en cualquier momento, y si la policía al final volvía y descubría que habían robado el coche, quería poder decir que no había actuado precisamente con sigilo.
No acostumbrado al peso del vehículo todoterreno, circuló despacio por delante del supermercado. Para salir del pueblo por el mismo camino que habían tomado al entrar desde el aeropuerto, tendrían que pasar ante su hotel. Zoe quería parar a recoger el equipaje; Jake prefería no hacerlo, porque nevaba aún más y el manto de niebla se espesaba por momentos. La visibilidad se reducía ya a menos de veinte metros.
—Necesitamos los pasaportes, cariño, y hay cosas que no quiero dejar aquí. Vamos, Jake. Serán solo dos minutos.
—Si acabamos muertos por esos dos minutos, te mataré.
—Me parece justo.
Se detuvieron ante el hotel vacío. Jake dejó el motor al ralentí, con los gases de escape formando una nube en el aire gélido, y se apearon. Callados, subieron en ascensor a la tercera planta, donde la campanilla anunció su llegada. Una vez en la habitación, abrieron las maletas encima de la cama, lo echaron todo dentro sin el menor cuidado y las cerraron. Acto seguido, las bajaron al coche y las cargaron en el asiento trasero.
Jake dejó escapar un gruñido. La niebla era más densa. Conservaba todavía el tono gris nacarado, y le pareció advertir un resplandor iridiscente allí donde se refractaba la luz eléctrica: en otro momento le habría parecido un espectáculo hermoso. La nevada no amainaba. Bajo los pies, la nieve se notaba espesa y blanda, como plumas de oca: la clase de nieve que haría las delicias de cualquier esquiador, pero en esos instantes era lo último que deseaban.
La visibilidad se había reducido a unos diez metros. Jake solo distinguía vagamente los contornos de los edificios situados frente al hotel. Peor aún, era ya media tarde. Incluso sin nieve, la claridad del día empezaba a menguar. El panorama no pintaba bien para conducir. Tenía que darse prisa si querían llegar a algún sitio antes de que la luz se apagara; y sin embargo Jake temía la sobrecogedora posibilidad de desencadenar el gran alud si no conducía a paso de tortuga.
Se pusieron en marcha con suma cautela. Enormes copos de nieve caían en el parabrisas mientras el vehículo avanzaba laboriosamente por la carretera de montaña. De pronto toparon con algo.
—¿Qué ha sido eso?
—No lo sé. Creo que he dado con el bordillo.
—Mantente alejado del bordillo. Conduce por el medio de la carretera.
—¡Caray, no se me había ocurrido! Gracias por un consejo tan meditado. Conducir por el medio de la carretera es precisamente lo que intento.
Pero poco después tropezaron de nuevo con el bordillo. Conducir así era imposible. Jake se quejó de que no veía nada en la luz decreciente. Se plantearon dar media vuelta, pero decidieron perseverar. Alrededor de medio kilómetro más adelante el coche topó otra vez con algo, se sacudió y se estremeció. Se habían salido por completo de la carretera.
Jake frenó en seco. El coche derrapó y se detuvo con un temblor. Dejando el motor en marcha, salió del coche, pero como no veía el suelo bajo sus pies, pisó en falso y se torció el tobillo.
—¡Cuidado al bajar! —advirtió a Zoe a voz en grito.
Ella salió del coche y, rodeándolo, se reunió con él. La rueda delantera del lado del conductor se hallaba suspendida en el vacío. Las otras tres permanecían firmemente asentadas en el terreno rocoso y nevado. Jake miró hacia abajo. No había forma de saber si la altura bajo la rueda del lado del conductor era de un metro o de cien. La brumosa blancura del desconocimiento lo traspasó como la hoja de un cuchillo.
—¿Podemos echar marcha atrás? —preguntó Zoe.
—Es posible, pero no quiero conducir más con esta niebla.
—¿Cómo? ¡Tenemos que seguir, Jake!
Él señaló la rueda colgante del coche.
—¿Tú tienes idea de lo que hay ahí abajo? Yo no. No podemos continuar en coche. Recuerdo el camino de cuando vinimos en autocar: la mayor parte de la carretera tiene a un lado un precipicio cortado a pico. No hay valla que nos impida salirnos de la calzada, Zoe. Caes directamente por el precipicio.
—Entonces tendremos que ir a pie.
—De acuerdo. Podemos ir a pie.
Zoe conocía a Jake lo suficiente para oír un «pero» no pronunciado en una frase suya.
—Pero… —apuntó para inducirlo a hablar.
—Pero he aquí lo que opino. Si vamos a pie, enseguida se nos hará de noche, con temperaturas por debajo de cero. Quizá seamos capaces de seguir la carretera, si vamos con cuidado. Pero hay veinte kilómetros de aquí al próximo pueblo. No hemos comido en todo el día y yo sigo muerto de frío. Aparte del riesgo de morir congelados en la montaña, nos hallamos ante la seria amenaza de que un alud nos arrastre y se nos lleve de la carretera. Por otra parte, me consta que el hotel no es lugar seguro; pero sí es un sólido edificio de hormigón, y estar allí dentro tiene que ser más seguro que estar aquí fuera.
—¡Por Dios!
—Sabes que tengo razón.
—¿Volvemos en coche?
Jake contempló la rueda suspendida en el aire.
—No. Propongo que vengamos a echar un vistazo a esto por la mañana, cuando ya no nieve y podamos ver ante qué nos encontramos. No hemos recorrido una gran distancia. Podríamos estar de vuelta en el hotel en veinte minutos. Media hora como mucho.
Zoe no discutió. Jake apagó el motor y abrió la puerta de atrás. Antes de emprender el camino de regreso al hotel, metieron en una bolsa pequeña unas cuantas cosas básicas, abandonando allí el resto del equipaje.
—Menudas vacaciones estamos teniendo —comentó Jake.
—Sí, menudas vacaciones.
—A duras penas me veo la mano delante de la cara. No, no es verdad. Veo tu cara. Resplandece.
—Lo creas o no, estoy sudando.
Y también ella veía la cara de él entre la nieve que caía y la niebla gris, cada vez más oscura; la veía con un tenue brillo, como si su piel estuviera iluminada desde atrás. Su piel, decidió Zoe, era como pergamino bajo esa luz, un pergamino sacro, y sus relucientes ojos azules y sus cejas castañas y el asomo de carmesí en sus labios eran como las ilustraciones de un monje en un manuscrito sagrado.
—¿Qué miras?
—A ti. Te quiero.
Jake se echó a reír.
—¿Cómo puedes pensar eso en un momento así? Me casé con una chiflada que me lleva a rastras hacia un alud.
—La chifladura es esta situación, y yo lo único que veo es tu cara adorable, y me alegro de verla. Me alegro muy sinceramente.
—Vamos. Dame la mano. Volvamos a ese hotel.