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Volvía a nevar: tenues copos de seis puntas, como los de un libro infantil, que se posaban en la manga de su chaqueta. El aire de la montaña, colmado de hielo y aroma a resina de pino, le aguijoneaba la piel. Zoe se llenó los pulmones y se deleitó con la tonificante frialdad de ese aire antes de exhalarlo. Y cuando la cresta de la montaña pareció asentir y contestarle a su vez con un suspiro, ella casi pensó que podría morir en aquel lugar, y sería una muerte feliz.

Si existen en la vida contados momentos que se nos presentan diáfanos y puros como el hielo, Zoe supo, cuando la montaña le devolvió el suspiro, que acababa de capturar uno de esos momentos y que ya nadie podría arrebatárselo jamás. Todo era nieve y silencio. Nieve y silencio. La detención absoluta de la vida: un ensayo y una anticipación de la muerte.

Pero su aliento caliente lo desmentía. Mientras aguardaba allí para iniciar el descenso, apuntó pendiente abajo los esquís, que sobre la nieve en polvo semejaban extrañas garras de intensos colores rojo y oro. «Estoy viva. Soy un águila». A cientos de metros más abajo se desplegaba el perfil oscuro de Saint-Bernard-en-Haut, el pueblo y estación de esquí de los Pirineos donde se alojaban; al oeste se veían los irregulares picos y prominencias de la cordillera. El sol ya estaba alto; en cuestión de minutos llegarían otros esquiadores y romperían el misterioso embrujo de la mañana. Pero en ese momento tenían la nieve en polvo y la mañana solo para ellos.

Zoe oyó un murmullo a sus espaldas: era el avance sin esfuerzo de los esquís de Jake al coronar la montaña y alcanzarla a ella.

Jake se deslizó con un movimiento elegante hasta detenerse. En contraste con la indumentaria de Zoe —un traje de esquí lila y blanco a la última moda—, él vestía de negro, y el sol matutino reventaba con destellos iridiscentes en sus abultadas gafas negras. Se quedó inmóvil, compartiendo el instante con ella. En su imaginación, Zoe creyó ver elevarse el vaho de Jake como una tenue bruma nacarada. Él se quitó las gafas de sol y la miró con un parpadeo. Llevaba el pelo a cepillo y tenía unos ojazos azules que la habían encandilado en el acto, aunque bien era cierto que había tardado más en enamorarse de sus grandes orejas. Un único copo de nieve, enorme, flotó hasta prenderse de sus pestañas.

Jake quebró el silencio con un alarido de puro placer.

—¡Yuuujuuuuu!

Alzó los bastones y ofreció a la montaña un contoneo de culo. El eco de su grito reverberó en los cerros: una celebración y una violación de la naturaleza al mismo tiempo.

—Eso no está bien. Uno no va y le enseña el culo a la montaña así sin más, caraculo —reprochó Zoe.

—¿Por qué no, caraculo?

—No sé por qué no, caraculo. Yo solo te lo digo.

—No he podido contenerme. Esto es la perfección máxima.

Lo era. Era insuperable. Una perfección impoluta, como precintada y exhibida en un expositor.

—¿Listo? —preguntó Zoe.

—Sí. Vamos allá.

Zoe era la esquiadora más consumada de los dos. Jake podía ser más rápido, pero de un modo temerario, esquiando al límite mismo de su pericia. En distancias largas, ella lo ganaba de calle. Sin detenerse, tardarían quince minutos en bajar hasta el pueblo. Para subir, se necesitaba una hora y media con una combinación de telesilla y telearrastre, y luego bajaban en solo quince minutos. Habían madrugado para adelantarse en su primer descenso de la mañana a las hordas de esquiadores que estaban allí de vacaciones. Porque era precisamente aquello —la paz, el silencio, el polvo de nieve intacto y la sobrecogedora similitud con el vuelo del águila— la razón primordial para estar allí.

Jake emprendió el descenso por el lado oeste de la pista, empinada pero ancha, y ella la acometió por la franja este, trazando surcos paralelos en la nieve reciente. Mientras Zoe se precipitaba pendiente abajo, los esquís y la nieve se comunicaban entre sí en susurros, entablando una estremecedora intimidad. El mero sonido de sus propios esquís creaba la sensación de que un ser o una criatura sobrenatural la perseguía a toda velocidad contándole una historia al oído.

Pero en el borde de la pista, cerca de la hilera de árboles, percibió bajo sus pies el desplazamiento de una pequeña placa de nieve. Sintió una sacudida, como si un caballo intentara derribarla, y siguió adelante en línea recta por la línea de máxima pendiente para recobrar el equilibrio. Apenas había descendido trescientos metros cuando el susurro de los esquís dio paso a un retumbo.

En la periferia de su visión, Zoe vio que Jake se había detenido a un lado de la pista y miraba hacia arriba. Irritada por ese falso arranque, trazó varios giros hasta detenerse con un derrape y se volvió para mirar a su marido. El retumbo arreció. En lo alto de la montaña se elevaba algo semejante a una columna de humo gris, desplegándose en aterciopelados estandartes, como las divisas heráldicas de ejércitos de nieve. Era precioso. La imagen le arrancó una sonrisa.

De pronto la sonrisa se le heló en los labios. Jake descendía derecho hacia ella como una exhalación. En su rápido avance, tenía el rostro dilatado y movía los labios para decirle algo.

—¡Apártate! ¡Aparta!

Zoe supo entonces que era un alud. Jake, aminorando la marcha, blandió uno de los bastones en dirección a ella.

—¡Métete entre los árboles! ¡Agárrate a un árbol!

El retumbo, convertido ya en fragor, ahogó las palabras de Jake. Zoe enfiló la pista en línea recta, consiguiendo tracción a duras penas, intentando acelerar y alejarse de la fragorosa nube que rompía a sus espaldas como un tsunami en el mar. Aparecieron grietas quebradas en la nieve frente a ella. Inclinó los esquís hacia el borde de la pista, camino de los árboles, pero ya era tarde. Vio pasar junto a ella el traje negro de Jake, arrollado por la masa de humo y nieve, dando tumbos como un fardo de ropa en la lavandería. Acto seguido también ella se vio levantada y voló por el aire, rodando, retorciéndose, girando en medio de aquella densidad blanca. Recordó vagamente que en tales circunstancias había que protegerse la cabeza con los brazos. Por unos momentos tuvo la sensación de que se agitaba en el tambor de una lavadora, dando vueltas y más vueltas hasta caer tan pesadamente como para romperse las costillas. A continuación se oyó una especie de castañeteo, como el ruido amplificado de los maxilares de un millón de termitas masticando madera. Ese sonido le llenó los oídos por completo y apagó todo lo demás, y a eso siguió el silencio, y la absoluta blancura se degradó, primero en gris y luego en negro.

Silencio absoluto, oscuridad absoluta.

Zoe intentó moverse pero no pudo. Enseguida notó que le faltaba el aire, porque tenía la boca y los orificios nasales repletos de nieve. Expectoró parte de la nieve acumulada en la garganta. Percibió el frío goteo de la nieve en el fondo del conducto nasal. Volvió a toser y logró aspirar una bocanada de aire.

Si esperaba recobrar el conocimiento en medio de la blancura de la nieve, no fue así: todo era negrura. Podía respirar, pero apenas moverse. Flexionó los dedos dentro de los guantes de piel. Conservaba solo un micromovimiento. Advirtió que tenía las manos aprisionadas a unos veinte o treinta centímetros por delante de la cara, y los dedos totalmente abiertos. Trató de doblarlos, pero dentro del guante nada se movió más allá de esas microflexiones. Sacó la lengua y percibió aire frío.

Intentó incorporarse, pero fue en vano, y de inmediato se sumió en un estado de pánico, empezando a hiperventilar y sentir los latidos atronadores de su propio corazón. De pronto cayó en la cuenta de que acaso su vida dependiese de una bolsa de aire atrapado, y enseguida procuró respirar más despacio. Se dijo que debía serenarse.

«Estás en una tumba de nieve, serénate».

Respiró con calma. Notó que gradualmente el ritmo del corazón volvía a la normalidad.

«¿Una tumba de nieve? ¿Crees que eso es lo que te conviene pensar?».

Casi se produjo una escisión dentro de ella cuando la parte que deseaba abandonarse al pánico entró en conflicto con la parte que era muy consciente de que si pretendía sobrevivir, debía permanecer tranquila.

«¿Ya estás serena? ¿Lo estás? ¿Lo estás? Bien, pues cuando estés serena, llama a tu marido. Vendrá».

—¡Jake!

Lo llamó a gritos, dos veces. Su voz le sonó extraña, lejana, amortiguada, como si le llegase a través de una línea telefónica de mala calidad. Dedujo que tenía los oídos taponados por la nieve.

Volvió a flexionar los dedos y nada cedió. Lo probó con cada articulación, como en un ejercicio de calentamiento en el gimnasio, empezando por los dedos de los pies y siguiendo con los tobillos, rodillas, caderas, codos, hombros. No había forma de liberarse. La nieve había quedado muy compacta en torno a ella.

Percibió una mínima movilidad en el cuello. Eso, unido al espacio despejado alrededor de la boca, la indujo a pensar que la reacción instintiva de cruzar los brazos ante la cara había sido su salvación. De momento. Dedujo que así había creado una bolsa de aire.

«Llámalo otra vez. Vendrá».

—¡Jake!

«Vas a morir. En una tumba de nieve».

Ni siquiera sabía en qué país iba a morir. Se hallaban justo en la frontera montañosa entre Francia y España, y los lugareños hablaban una lengua que no pertenecía ni a un estado ni al otro. Recordó que, según los antiguos griegos, los Pirineos eran piedras que sellaban una tumba.

«No, no estás en una tumba. Vas a salir. Vuelve a llamarlo».

En lugar de llamarlo, intentó mover los dedos de la mano izquierda, uno por uno. Tenía paralizados el pulgar y el índice, igual que el dedo corazón, pero cuando empujó con el anular, notó en la yema una mínima disgregación y un leve movimiento. Algo infinitesimal cedió, y Zoe logró replegar el dedo quizá un centímetro. Ese movimiento llegó acompañado de un destello de estroncio en el fondo de sus retinas. A continuación un arco iris de chispas. Y otra vez negrura.

Pero el mensaje de ese leve movimiento voló desde los nervios de su dedo y le aceleró el corazón.

«Serénate. Serénate».

Siguió accionando el dedo anular y al cabo de un rato descubrió que podía desplazarlo hacia el dedo medio en un movimiento de tijera. Repitió este movimiento entre los dedos cuarto y corazón. «Así es; estás abriéndote paso a golpe de tijera. Corta corta corta. Buena chica. Sal de aquí a tijeretazos».

Ignoraba cuánto tiempo podría respirar aún, cuánto aire le quedaba. Se propuso economizarlo, tomarlo a sorbos, con inhalaciones poco profundas. Sentía un dolor palpitante en la cabeza.

Continuó recortando la nieve en torno a la mano hasta que se le agarrotaron los músculos de los dedos. Descansó, los flexionó y empezó otra vez. «Corta corta corta. Buena chica».

Y de pronto, sin aparente perspectiva de movimiento, algo se desprendió y le quedaron libres los otros dedos, tanto que consiguió flexionarlos todos, atrás y al frente. Percibió el roce de sus propios dedos a un lado de la cara.

Con el extremo de los dedos ahora flexibles, inició una sucesión de breves movimientos laterales, como pequeños golpes de kárate, buscándose la otra mano con la esperanza de tenerla también cerca de la cara. Consiguió introducirla en el mínimo espacio que había creado y volver a retirarla. Por fin, la mano libre entró en contacto con la otra. Excavó en la nieve hasta poder apoyar la palma del guante libre sobre el dorso del otro. Entonces empujó la nieve con todas sus fuerzas. Su conjetura inicial era acertada: había formado una reducida bolsa de aire frente a ella. Seguía sin saber cuánto duraría el aire. ¿Un minuto? ¿Tres? ¿Diez?

«No pienses en eso. Buena chica».

Retorció la mano en un esfuerzo por sacarla del guante, sabiendo que las uñas serían la mejor herramienta para abrirse camino. Pero llevaba la correa del guante firmemente ceñida a la muñeca para impedir que entrase la nieve. En medio de aquella oscuridad inamovible, intentó aflojar la correa del guante derecho, pero con los dedos enguantados carecía de la sensibilidad necesaria para agarrarla.

Quizá Jake acudiese. A menos que también él hubiese quedado enterrado. O quizá acudiese alguna otra persona. Quizá los helicópteros sobrevolaban la zona en círculo mientras ella pensaba todo eso. Pero momentos antes no había nadie más en la pista. Cabía la posibilidad, si el alud había sido de poca importancia, de que nadie supiese siquiera que se había producido.

«Tumba. Griegos. Pyr en griego significa “fuego”. Ya lo sabes. Ya lo sabes. Pirineos. Calla calla».

—¡Jake!

En esta ocasión su voz sonó con algo más de fuerza en sus oídos; pero también sonó a impotencia.

De nuevo intentó atrapar la correa de la muñeca con los dedos en la negrura. Oyó separarse el velcro, y la correa se aflojó. Tirando de la punta del guante derecho con la mano izquierda, consiguió extraerlo centímetro a centímetro. El guante permaneció allí inmóvil, rascándole la cara, pero se desprendió de él igualmente y empezó a hurgar con las uñas en la nieve por encima de la cabeza.

Le costaba más respirar. Escarbaba en la nieve compacta, pero no avanzaba. Aunque la nieve se disgregaba, no conseguía apartarla. No conseguía desalojarla. Escarbó con mayor ahínco.

Volvió a toser. Sentía un goteo en el fondo de la garganta, que era la causa de su tos. Dejó de escarbar y se concentró en el goteo. El líquido, la nieve fundida o la saliva o lo que fuese, le llegaba a la garganta desde la nariz. La mucosidad, en lugar de bajarle por la nariz, retrocedía hacia la garganta.

«Estás cabeza abajo».

Sabía ya con total certeza que había quedado enterrada cabeza abajo, y en posición vertical. Eran los pies, no la cabeza, lo que tenía más cerca de la superficie de la nieve. Eso implicaba que, al escarbar, había estado horadando la nieve hacia abajo, ahondando en ella, no yendo hacia arriba, hacia el exterior. Por eso le era imposible desalojar la nieve. Cavaba en la dirección equivocada.

Intentó flexionar los dedos de un pie dentro de la bota. Percibió una mínima movilidad, pero la nieve en torno a la pierna estaba demasiado prieta y le impedía moverla. Poco a poco se llevó la mano sin guante hacia el cuello y descubrió que podía traspasar la nieve hasta llegarse al pecho. Hurgando, consiguió subir la mano hasta la cadera, y la nieve resbaló y le cayó en terrones en la cara. De pronto tocó un objeto sólido con la mano.

Era el bastón de esquí.

La empuñadura se hallaba a la altura de su cadera. La agarró y advirtió que el bastón había quedado paralelo al muslo. Al principio fue incapaz de moverlo, pero, mediante un suave movimiento de sierra, apartó un poco de nieve por encima de ella.

«Siérrala. Así es. Sierra sierra sierra. Buena chica. Sal de este ataúd a golpe de sierra».

Se le acalambró el brazo y se le agarrotaron los músculos, pero prosiguió con su mínimo y gradual movimiento de sierra. Con creciente entusiasmo, notó el contacto del bastón en la bota de esquiar. Casi hiperventilando de nuevo, serró con el bastón hasta oír un ligero ruido, algo parecido a un reventón, cuando el bastón atravesó la superficie de la nieve. El bastón actuó como un conductor eléctrico y un fino rayo de intensa luz solar penetró en la tumba. Un sonido difícil de determinar, algo entre risa y llanto, surgió a borbotones de sus labios. Sus pulmones absorbieron el aire helado y un sollozo escapó de ella.

—¡Jake! ¡Quien sea! ¡Socorro!

Continuó serrando con el bastón, tratando de ensanchar el angosto canal para que entrase un poco de aire, un poco de sol, un poco de vida. Pero el esfuerzo la agotó. Cuando dejó de serrar, oyó solo la ventilación anhelante de sus pulmones, un sonido áspero, subacuático. El brazo se le había acalambrado, ya seriamente. Intentó relajarlo, pero el bastón giró y la roseta de plástico de la punta arrastró nieve hacia abajo, hacia la abertura, obstruyendo de nuevo el paso al fino rayo de luz.

Permaneció inmóvil, procurando respirar acompasadamente, pero notó que la bolsa de aire se calentaba y enrarecía otra vez. Sintió un mareo. De nuevo le costó respirar y la invadió una espantosa sensación de capitulación a la par que se le apagaba la conciencia.

En la distancia, oyó un leve sonido, como el que producirían unos dedos cerniendo harina en un cuenco. Era un ruido lejano. Luego se convirtió en una sucesión de arañazos, más cercanos.

Y de pronto oyó su voz.

—¡Zoe! ¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí!

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

—Estoy aquí. Tranquila.

No lo veía, pero su voz fue como una luz a través del vitral de una catedral. Notó que Jake cavaba desesperadamente alrededor de su bota. Oyó su respiración entrecortada por el esfuerzo.

—¡Imposible! ¡Tendré que ir a buscar a alguien! —lo oyó exclamar.

—¡No, Jake! ¡Sácame! ¡Sácame ya! ¡No me dejes aquí! ¡Eso no!

Siguió un silencio.

—Bien. Intentaré sacarte.

—Cava por un lado.

—¿Cómo?

—¡Por un lado!

—No te oigo. Intentaré sacarte.

Jake tardó una hora en sacar a Zoe de la nieve. Nadie se acercó por allí. Primero le desenterró la pierna derecha y de inmediato abrió un canal hasta su cabeza, eliminando así todo riesgo de asfixia, por más que Zoe aún fuera incapaz de moverse. Por fin le liberó un brazo, y ella pudo ayudarlo.

Una vez retirada la nieve que la retenía, Jake apenas logró reunir fuerzas para extraerla del agujero. Pero juntos lo consiguieron.

De rodillas, se dieron un largo abrazo; se abrazaron casi hasta matarse.

—¡Tus ojos! —exclamó ella—. ¡Qué rojos los tienes!

—La nieve me ha dado de pleno en la cara. —Miró la pista arriba y abajo—. Cuando deseas que esto sea un hormiguero, no hay un alma a la vista. ¿Quieres esperar mientras voy a buscar a alguien?

—No quiero quedarme aquí, Jake.

—¿Puedes bajar esquiando?

—No, he perdido los esquís. Están en algún sitio bajo la nieve.

—Los míos también. Tendremos que ir a pie hasta la próxima parada del remonte. Estoy helado. Necesito moverme para entrar en calor. ¿Te ves en condiciones?

—Estoy bien. De verdad. Quizá sea por la adrenalina, pero estoy bien. Vamos, en marcha.

Se rodearon con los brazos y, andando trabajosamente por el borde de la pista, avanzaron despacio montaña abajo. Vivos. Vivos.

Bajo una ligera nevada, se abrieron camino poco a poco a través de la nieve profunda con sus pesadas botas de esquí, pero por fin, al cabo de unos tres cuartos de hora, vieron los cables colgantes de un telearrastre, así como la cabina de una parada intermedia a unos trescientos metros más abajo. El telearrastre estaba detenido. Tampoco se veía la menor señal de actividad en las pistas, ni por encima ni por debajo de ellos.

Zoe temblaba, y Jake, más que nada por distraerla, hablaba sin cesar. Le contó que se había salvado gracias a los árboles. Arrojado contra un pino delgado, se aferró a él con los brazos y trepó por el tronco a medida que la nieve se acumulaba bajo sus pies. Zoe le sonreía y movía la cabeza en repetidos gestos de asentimiento mientras él, parloteando, rememoraba cómo habían escapado del peligro. Comprendió que Jake se hallaba en estado de shock. Sabía que cuando llegasen a la cabina del telearrastre el operario avisaría por radio al personal de primeros auxilios y no tardarían en subir a recogerlos a la montaña.

Pero cuando llegaron a la cabina, la encontraron vacía. A través del cristal sucio vieron en una consola dos pilotos electrónicos verdes y uno rojo encendidos bajo una hilera de interruptores. Los motores que accionaban el telearrastre habían sido apagados. La puerta de cristal estaba entornada y salía calor de dentro. Jake empujó para abrirla.

—Vamos, cariño. Tienes que entrar en calor.

—¿Crees que han cortado el acceso a la montaña?

—Es probable. Puede que hayan visto el alud y obligado a bajar a todo el mundo. Sentémonos aquí un rato hasta que recuperes un poco el calor corporal.

Había un asiento de piel, con la tapicería rota, y Zoe se desplomó en él. Jake echó una ojeada alrededor.

—¡Eh! —Zoe había encontrado una petaca en la mesa junto a la consola.

—¡Dame eso! —Jake se la cogió, desenroscó el tapón y tomó un trago.

—¡No te la apropies! ¿Qué es?

—Ni idea. Es asqueroso. Bebe un poco.

Zoe lo olisqueó y también echó un trago.

—No les importará. Mira, aquí hay chocolate. Yo me lo ventilo. ¿Quieres un poco?

—No, me conformo con la petaca.

Detrás de la puerta colgaba una chaqueta de esquí con un periódico enrollado en el bolsillo. Apoyadas contra una pared de la cabina, había dos palas anchas y una escoba para nieve. Aunque los motores estaban apagados, los pilotos luminosos inducían a pensar que toda la maquinaria permanecía conectada. Jake vio un receptor de radio antiguo, estilo walkie-talkie, colgado de un gancho. Lo cogió y pulsó los botones. Le llegó un sonido de interferencia estática, nada más. Después de varios intentos, la única recompensa fue más estática. En la cabina mugrienta apenas había nada más, pero al menos el ambiente estaba caldeado. Fuera arreciaba la nevada. Decidieron sentarse y esperar a que apareciese alguien.

Jake dio otro tiento a la petaca e hizo una mueca.

—Ha estado cerca —comentó—. Muy cerca.

—Mucho, sí. Demasiado.

—Nos hemos librado de milagro.

Zoe miró a su marido y dijo:

—¿Sabes qué? Solo somos un copo de nieve en las pestañas de Dios. Nada más.

—¿Cómo? Si ahora, solo porque has sobrevivido a un alud, me sales con Dios, pido el divorcio por motivos religiosos.

—¿Me das un abrazo?

—Ven aquí. Te daré dos. Te daré tres. Caray, te daré todos los abrazos que quieras.

Al cabo de una hora aún no había aparecido nadie en la cabina. Apuraron el contenido de la petaca y dieron cuenta del chocolate. Volvieron a probar el walkie-talkie, pero una vez más la radio emitió solo interferencia estática. Jake empezó a accionar interruptores en la consola, y los motores, con un estruendo y un zumbido de turbinas, se pusieron en marcha a la vez que la enorme polea comenzaba a girar encima de ellos.

—¡Apágalo! —exclamó Zoe.

—¿Por qué?

—¡No lo sé! ¡Tú apágalo! ¡No sabes cómo funciona!

Jake apagó la maquinaria.

—Vamos, tendremos que bajar a pie desde aquí.

—¿Tú estás dispuesto?

—No quiero quedarme aquí cruzado de brazos por más tiempo.

Se subieron las cremalleras de las chaquetas, se calaron los gorros y se pusieron los guantes, decididos a iniciar el arduo descenso monte abajo. Ya fuera de la cabina, Zoe vio unos esquís apoyados en la pared.

—¿Te parece que podríamos llevárnoslos? ¿O querrá esto decir que todavía hay alguien aquí arriba?

—No lo sé. ¿Tú dirías que los han utilizado esta mañana?

Zoe examinó los esquís. Se había acumulado en ellos nieve reciente.

—Es imposible saberlo. Oye, acabo de tener un mal presentimiento. ¿No habrá quedado el operario del telearrastre atrapado por el alud?

—¿Cómo? ¿Dentro de la cabina?

—No. ¿Y si estaba inspeccionando las pistas? No sé cuáles serán exactamente las funciones de un operario de remonte, pero imaginemos que estaba fuera, retirando nieve con la pala o revisando el telearrastre o vete tú a saber, y de pronto lo ha sorprendido el alud, como a nosotros.

—Abajo se habrían enterado —adujo Jake—. Estarían ya aquí. Habrían venido a buscarlo.

—¿Tú crees?

—Sí. Están en contacto por radio en todo momento. Por si surge algún problema. Seguro que han cortado los accesos a toda la montaña, y el operario se ha ido. Y nadie volverá aquí hasta que reabran las pistas. Cosa que quizá ocurra mañana.

—¿Y por qué están aquí estos esquís?

—A lo mejor dejan siempre un par de repuesto.

—No habrá alguien… en fin, ya me entiendes… enterrado en la nieve, ¿no?

Jake se tiró del lóbulo de la oreja.

—Sé realista. Si lo hay, está muerto. Ya llevamos aquí casi dos horas.

—Tendríamos que asegurarnos —insistió Zoe—. Si existe una remota posibilidad, debemos ayudar. Debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance.

Jake asintió.

—De acuerdo. De acuerdo. Verás, esto es lo que me propongo. Me pondré esos esquís. Es un ascenso corto. Subiré con el telearrastre hasta lo alto. Si el operario está por allí, si ha salido por alguna tarea de mantenimiento, no andará lejos del recorrido del telearrastre.

—¿Crees que es una pérdida de tiempo?

—No nos quedaremos tranquilos si no lo intentamos. Podría estar herido en algún sitio.

Zoe se quitó el gorro de lana de color azul lavanda y volvió a ponérselo.

—Vale. Te acompaño.

—No. Estás agotada. Y yo, con los esquís, iré más deprisa.

—Quiero ir.

—Zoe, te lo diré claramente: se te ve fatal. Tú también tienes los ojos rojos. No quería alarmarte. Quizá haya sido por la presión de la nieve. Pero te noto alterada. Solo quiero marcharme de aquí con la tranquilidad de que no hay nadie caído en la pista. Si está bajo la nieve, no habrá nada que hacer. ¿Conforme?

Zoe parpadeó. Se conocían de sobra. Los dos poseían un firme sentido de lo que era correcto hacer, y sabía que él lo haría.

Jake llevaba un pequeño destornillador en la riñonera para ajustar las fijaciones de los esquís y, valiéndose de él, adaptaba ya a sus propias botas los esquís que acababa de encontrar.

Jake pulsó varios interruptores hasta que la maquinaria arrancó de nuevo y la polea de acero empezó a girar sobre ellos. Zoe se acercó a la glisera, donde estaban aparcadas las perchas, separó una de ellas y aguardó a que Jake, ya con los esquís, se colocara en posición. Le entregó la percha, y él la cogió sin pronunciar palabra. De pronto Zoe no quería que se marchara. Aun así, se quedó observando mientras el arrastre solitario tiraba de él pendiente arriba y se perdía de vista. Seguía nevando. Volvió a entrar en la cabina.

Pese a que dentro la temperatura era agradable, ella temblaba. Cerró los ojos, pero la asaltaron violentas imágenes del súbito impacto del alud, como serpientes sibilantes. Se le encogió el estómago.

Enseguida se arrepintió de haber dejado marchar a Jake. Pensó que fácilmente podía producirse otro alud. Se puso en pie y miró por la ventana sucia de la cabina. Luego volvió a sentarse.

Jake llevaba ya mucho tiempo fuera. Zoe estaba acalorada. Se tocó la frente, preguntándose si tenía fiebre. Se le escapó un sollozo, totalmente inesperado. Se levantó y se acercó de nuevo a la ventana, pero solo vio la vasta blancura de la montaña y los árboles colmados de nieve. Aguzó el oído. No oyó nada. Fuera, el mundo estaba sumido en el silencio. La cabina se le antojó minúscula y vulnerable.

Casi se había adormilado cuando una sombra gris se perfiló al otro lado de la ventana. Era Jake, que sacaba los pies de las fijaciones. Entró al calor de la cabina y, mientras se sacudía la nieve de las botas con fuertes pisadas, movió la cabeza en un gesto de negación.

—¿No has visto nada?

—He mirado bien alrededor de todas las pilonas. Si hay alguien, está enterrado bajo la nieve a mucha profundidad.

—Da repelús solo pensarlo. —Zoe se echó a llorar.

Jake la rodeó con el brazo y la besó.

—Calla —dijo—. Calla. No sabes si hay alguien ahí fuera. Era únicamente una posibilidad remota.

—Ya lo sé. Déjame llorar. Lloro por nosotros. Podríamos haber sido nosotros. Lloro de alivio. —Se sorbió la nariz y se la limpió con el dorso del guante.

—Verás —dijo Jake después de estrecharla entre sus brazos por un momento—, he tenido otra de mis brillantes ideas. Podemos bajar los dos con los esquís. Hay una forma.

—¿Con un solo par de esquís?

—Tú te subes detrás y te agarras a mi cintura. Bajaremos en zigzag, con diagonales muy lentas. Quizá nos caigamos alguna que otra vez, pero será mejor que caminar por la nieve. En algunos sitios te llega hasta las ingles, en serio.

Así lo hicieron. Avanzaron muy despacio, pero no les costó demasiado y consiguieron descender. No había nadie en la ladera, en ningún punto del camino, y saltaba a la vista que las autoridades habían evacuado y cerrado las pistas por el riesgo de aludes.

Vieron el hotel justo enfrente. A pesar de que solo pasaba un poco de las doce del mediodía, todas las luces estaban encendidas. Ofrecía un aspecto acogedor, y atrayente, y seguro.

—Voy a darme un baño caliente —anunció Zoe.

—Sí, apestas.

—Gracias. Y me quedaré un rato en la sauna, porque estoy muerta de frío. Pero no te dejo entrar conmigo.

—Y tomaremos una copa de vino. Tinto.

—Y un filete. Poco hecho.

—Rezumando sangre. Y con mostaza.

—Y un helado.

—¿Cómo? ¿Además del filete?

—Y vaciaremos el bar.

—Bueno. Déjame quitarme los esquís. Desde aquí podemos seguir a pie.