34

Pensaba que el sacerdote y yo apareceríamos en la ciudad abandonada de Endymion, tal vez junto a la torre del viejo poeta, pero cuando se disipó la luz del Vacío era de noche y estábamos en una llanura donde el viento silbaba en la hierba ondulante.

—¿Lo conseguimos? —preguntó el excitado jesuita—. ¿Estamos en Hyperion? No parece familiar, pero yo sólo vi algunas partes del continente norte hace más de once años estándar. ¿Esto está bien? La gravedad parece ser como la recordaba. El aire es más dulce.

Dejé que mis ojos se adaptaran a la noche.

—Está bien —dije. Señalé el cielo—. Las constelaciones… Aquélla es el Cisne. Más allá están los Arqueros Gemelos. Aquélla es la que se llama el Aguatero, aunque Grandam, mi abuela, bromeaba diciendo que se llamaba Caravana de Raul por un carrito que yo empujaba. —Recobré el aliento y miré la llanura—. Éste era uno de nuestros lugares favoritos para acampar. Nuestra caravana nómada. Cuando yo era niño. —Me arrodillé para estudiar el suelo bajo la luz de las estrellas—. Todavía hay marcas de llantas. Tienen pocas semanas. Supongo que las caravanas aún pasan por aquí.

La sotana de De Soya susurraba en la hierba mientras él caminaba, inquieto como un cazador nocturno.

—¿Estamos cerca? —preguntó—. ¿Podemos caminar hasta la casa de Silenus desde aquí?

—Son cuatrocientos kilómetros —dije—. Estamos en los brezales del este, al sur del Pico. El tío Martin está en las colinas de la Meseta del Piñón. —Noté que había usado el nombre con que Aenea llamaba al viejo poeta.

—Como sea —dijo el sacerdote con impaciencia—. ¿Hacia dónde debemos ir?

El jesuita se había puesto en marcha, pero lo detuve apoyándole la mano en el hombro.

—No creo que tengamos que caminar —murmuré. Algo ocultaba las estrellas del sureste y detecté un zumbido de turbohélices en el silbido del viento. Un minuto después vimos luces de navegación verdes y rojas mientras el deslizador viraba al norte por encima de la hierba y oscurecía el Cisne.

—¿Esto está bien? —preguntó De Soya, tensándose.

Me encogí de hombros.

—Cuando yo vivía aquí no lo estaba. La mayoría de los deslizadores pertenecían a Pax. A Seguridad de Pax, para mayor precisión.

Aguardamos un momento más. El deslizador aterrizó, las hélices callaron y la burbuja izquierda del frente se abrió. Se encendieron las luces internas. Vi la tez azul, los ojos azules, el muñón del brazo izquierdo, la mano derecha alzada en un saludo.

—Está bien —dije.

—¿Cómo está él? —le pregunté a A. Bettik cuando volábamos al sureste a tres mil metros. Por el color pálido del horizonte, calculé que faltaba una hora para el alba.

—Está muriéndose —dijo el androide. Volamos unos instantes en silencio.

A. Bettik parecía encantado de verme de nuevo, aunque no las tenía todas consigo cuando lo abracé. Los androides no se sentían cómodos con esas demostraciones de emoción entre los criados y los humanos a quienes debían servir por designio de biofacturación. Hice tantas preguntas como pude en el poco tiempo de vuelo que nos quedaba.

El había expresado su pesar por la muerte de Aenea, lo cual me dio la oportunidad de hacer la pregunta más importante.

—¿Sentiste el Momento Compartido?

—No exactamente, M. Endymion —dijo el androide, lo cual no me aclaró mucho las cosas. Pero luego A. Bettik nos puso al corriente de lo que había sucedido en esos trece meses en Hyperion.

Martin Silenus había sido, tal como había previsto Aenea, la estación repetidora del Momento Compartido. Todos lo habían sentido en mi mundo natal. La mayoría de los renacidos y los militares de Pax habían desertado de inmediato, buscando la comunión para liberarse de los cruciformes y huyendo de los que aún eran leales a Pax. El tío Martin había brindado el vino y la sangre, ambos de su provisión personal. Hacía décadas que almacenaba vino y se extraía sangre, desde que había comulgado con la niña Aenea doscientos cincuenta años atrás.

Los pocos simpatizantes de Pax habían huido en las tres naves estelares restantes y su último bastión, Puerto Romance, había sido liberado cuatro meses después del Momento. Desde la aislada ciudad universitaria de Endymion, el tío Martin había irradiado viejos holos de Aenea —una Aenea que yo no había conocido— explicando cómo usar el nuevo acceso al Vacío Que Vincula y predicando la no violencia. Los millones de nativos y los ex integrantes de Pax, que apenas comenzaban a descubrir las voces de sus muertos y el idioma de los vivos, acataron sus deseos.

A. Bettik también me informó que había una nave templaria en órbita, el Sequoia Sempervirens, y que su capitán era la Verdadera Voz del Árbol Estelar Ket Rosteen y llevaba a varios de nuestros viejos amigos, entre ellos Rachel, Theo, la Dorje Phamo, el Dalai Lama y los éxters Navson Hamnim y Sian Quintana Ka'an. George Tswaron y Jigme Norbu también estaban a bordo. Rosteen había pedido al viejo poeta autorización para aterrizar dos días, me dijo A. Bettik, pero Silenus se la había negado, alegando que no quería ver a nadie hasta que llegara yo.

—¿Yo? —pregunté—. ¿Martin Silenus sabía que yo venía?

—Desde luego —dijo el androide, sin más explicaciones.

—¿Cómo llegaron Rachel, la Dorje Phamo y los demás a la nave arbórea? ¿El Sequoia Sempervirens se detuvo en Mundo de Barnard, Vitus-Gray-Balianus B y los demás sistemas para recogerlos?

—Según entiendo, M. Endymion, los éxters viajaron con la nave arbórea desde los restos de la Biosfera del Árbol Estelar que tuvimos la suerte de visitar. Los demás, según sugieren las frustradas transmisiones de M. Rosteen a M. Silenus, se libreyectaron a la nave arbórea, tal como hiciste tú para venir aquí.

Me erguí en el asiento. Esta noticia era notable. Por algún motivo, había supuesto que yo era el único que era tan listo o tan afortunado como para haber aprendido el truco de la libreyección. Ahora sabía que Rachel, Theo y el viejo abad también lo habían hecho, y el Dalai Lama. Bien, era un Dalai Lama, y Rachel y Theo habían sido las primeras discípulas de Aenea. ¿Pero George y Jigme? Admito que me sentí un poco defraudado, pero también alentado por la noticia. Otros miles —tal vez, al principio, los alumnos directos de Aenea— debían estar al borde de sus primeros pasos. Y luego… daba vértigo pensar en todos esos miles de millones viajando libremente adonde desearan.

Aterrizamos en la ciudad abandonada cuando el cielo se aclaraba al este de los picos. Salté del deslizador, aferrando la pizarra mientras subía la escalera y dejaba atrás al androide y al sacerdote en mi ansiedad de ver a Martin Silenus. El viejo se alegraría de verme y agradecería que hubiera hecho tanto para satisfacer sus extraordinarias peticiones… Aenea rescatada en el Valle de las Tumbas de Tiempo, Pax destruida, la Iglesia corrupta derrocada, un Alcaudón que ya no constituía una amenaza… tal como él me había pedido en esa noche de embriaguez que ambos habíamos compartido más de diez años atrás. Tendría que estar feliz y agradecido.

—Joder, tardaste bastante en volver aquí, holgazán —dijo la momia envuelta en su telaraña de tubos y filamentos—. Creí que tendría que ir a buscarte dondequiera que estuvieras remoloneando como un maldito parásito.

La criatura demacrada tendida en la cama flotante, en el centro de esas máquinas, monitores, respiradores y enfermeras androides, no se parecía tanto al viejo rejuvenecido de quien yo me había despedido hacía menos de una década para mí y sólo dos años de vigilia para él. Era un cadáver insepulto. Hasta su voz era una reestructuración electrónica de jadeos subvocalizados.

—¿Has terminado de curiosear, imbécil, o quieres comprar otro billete para el espectáculo circense? —preguntó el sintetizador de voz.

—Lo lamento —murmuré, sintiéndome como un niño mal educado.

—Nada se gana con lamentar —dijo el viejo poeta—. ¿Piensas contármelo todo o quedarte allí como el palurdo que eres?

—¿Contar? —dije, abriendo las manos y dejando la pizarra en una bandeja—. Creo que usted sabe lo esencial.

—¿Lo esencial? —rugió el sintetizador, interpretando el torrente de toses y jadeos—. ¿Qué diablos sabes de lo esencial, muchacho?

La última enfermera androide se perdió de vista.

Sentí rabia. Tal vez la edad hubiera corroído la mente de ese viejo bastardo además de sus modales, si alguna vez los tuvo. Al cabo de un silencio sólo interrumpido por el jadeo de los fuelles mecánicos que había bajo la cama, que bombeaban aire en los inservibles pulmones del moribundo, dije:

—Contar. De acuerdo. La mayoría de las cosas que me pidió están hechas, M. Silenus. Aenea terminó con el dominio de Pax y la Iglesia. El Alcaudón parece haber desaparecido. El universo humano ha cambiado para siempre.

—El universo humano ha cambiado para siempre —parodió el viejo poeta con su voz de sintetizador—. Joder. ¿Acaso os pedí que cambiarais el jodido universo para siempre?

Evoqué nuestra conversación de una década atrás.

—No —dije al fin.

—Ahí tienes —rezongó el viejo—. Tus neuronas empiezan a despertar. Santo cielo, muchacho, creo que esa caja de Schrödinger te volvió más estúpido de lo que eras.

Esperé. Si esperaba el tiempo suficiente, quizás el viejo se muriera en paz.

—¿Qué te pedí que hicieras antes de tu partida, niño maravilla? —preguntó con la voz de un maestro irritado.

Traté de recordar los detalles, aparte de su petición de que Aenea y yo destruyéramos el férreo dominio de Pax y derrocáramos una Iglesia que controlaba cientos de mundos. El Alcaudón… no, no se refería a eso. Hurgando en el Vacío Que Vincula en vez de mi falible memoria, recobré sus últimas palabras antes de partir en la alfombra voladora: «Ponte en marcha. Envíale mi amor a Aenea. Dile que el tío Martin espera ver Vieja Tierra antes de morir. Dile que el vejete ansia oírle exponer el sentido de cada forma, movimiento y sonido». La esencia de las cosas.

—Ah. Lamento que Aenea no esté aquí para hablar con usted.

—También yo, muchacho —susurró el vejete—. También yo. Y no me muestres ese termo de cenizas que trae el sacerdote. No me refería a eso cuando dije que quería ver de vuelta a mi sobrina antes de morir.

Asentí, sintiendo dolor en la garganta y el pecho.

—¿Qué hay del resto? —preguntó—. ¿Vas a cumplir mi última petición o me dejarás morir mientras sigues hurgándote el estúpido trasero con tu pulgar de gran discípulo?

—¿Última petición? —repetí. Mi cociente intelectual parecía bajar cincuenta puntos cuando estaba en presencia de Martin Silenus.

El sintetizador suspiró.

—Dame esa pizarra, si quieres que te lo escriba en letras de imprenta, muchacho. Quiero ver Vieja Tierra antes de estirar la pata. Quiero volver allá. Quiero ir a casa.

Al final decidimos no moverlo de la torre. Los enfermeros androides conferenciaron con los médicos éxters, que recibieron permiso para aterrizar y deliberaron con el autocirujano de la nave del cónsul, que deliberó electrónicamente con los monitores que rodeaban al poeta, y el veredicto fue el mismo. Tal vez muriera si lo llevábamos a la nave del cónsul o la nave arbórea, sacándolo de la torre y sometiéndolo al más leve cambio de gravedad o presión.

Así que llevamos la torre y una gran parte de Endymion con nosotros.

Ket Rosteen y los éxters se encargaron de los detalles, bajando una docena de ergs de su guarida de la nave arbórea. Estimo que unas diez hectáreas se elevaron en el aire durante ese encantador amanecer de Hyperion, incluida la torre, la nave espacial del cónsul, los vibrantes cubos de Moebius que habían transportado a los ergs, el deslizador, los anexos de cocina y lavandería, parte del viejo laboratorio de química del campus, varios edificios de piedra, la mitad del puente del río Piñón y unos millones de toneladas métricas de roca y subsuelo. El ascenso fue imperceptible. Los ergs y sus controladores éxters y templarios manejaron tan bien los campos de contención y ascenso que ni notamos el movimiento, salvo porque el cielo matinal se convirtió en un campo estelar en la apertura circular de la torre, y por los holos de la habitación que mostraban nuestro avance. De pie en esa habitación, mientras las estrellas rotaban arriba, A. Bettik, el padre De Soya, algunas enfermeras androides y yo observábamos esos holos directos mientras yo sostenía la mano del viejo.

Endymion, la ciudad más vieja de nuestro mundo y origen de mi apellido familiar, se deslizó por el amanecer y la atmósfera para ser abrazada por la nave arbórea que nos esperaba en órbita. El Sequoia Sempervirens había abierto sus ramas para recibirnos, así que pudimos caminar desde el suelo de Hyperion hasta los grandes puentes, ramas y sendas de la nave sin sentir la transición. Luego la nave arbórea apuntó hacia las estrellas.

—Tú tendrás que hacer la próxima parte, Raul —dijo la Dorje Phamo—. M. Silenus no sobrevivirá a una traslación Hawking, ni a la deuda temporal de una fuga.

—Esta nave arbórea es enorme —dije—. Hay muchas personas y máquinas a bordo. Ayudaréis, espero.

—Desde luego —dijo esa mujer alta de cabello desgreñado y gris.

—Sí —dijeron el Dalai Lama, George y Jigme.

—Ayudaremos —dijo Rachel, que estaba junto a Theo. Ambas mujeres parecían más viejas.

—Nosotros también lo intentaremos —dijo De Soya, hablando en nombre de Ket Rosteen y los demás.

En el puente de la nave, mientras A. Bettik atendía a su ex amo, la Dorje Phamo, Rachel, Theo, el Dalai Lama, George, Jigme, el padre De Soya, el capitán templario y los demás nos cogimos de la mano. Yo completé el círculo. Cerramos los ojos y escuchamos las estrellas.

Esperaba que el río de estrellas que era la Nube Magallánica Menor pendiera sobre la nave arbórea cuando emergimos de la luz, pero era obvio que todavía estábamos en la Vía Láctea, a pocos años-luz del sistema de Hyperion, a juzgar por las constelaciones. Habíamos ido a alguna parte, pero el mundo que brillaba sobre el ramaje no era la esfera azul y blanca de Vieja Tierra, ni siquiera un planeta similar, sino un rojo y seco mundo desértico sembrado de cráteres, con un reluciente casquete polar blanco.

—Marte —dijo A. Bettik—. Hemos regresado al sistema de Vieja Tierra, cerca de la estrella llamada Sol.

Oímos la resonancia de la voz de Fedmahn Kassad en el Vacío. Nos libreyectamos hacia abajo, lo encontramos, le explicamos el viaje. Él no necesitaba la explicación porque nos había oído llegar. Lo llevamos a bordo del Sequoia Sempervirens.

Martin Silenus hizo saber que deseaba hablar con su ex compañero de peregrinación, y yo fui a la torre con el soldado.

—El sistema de Vieja Tierra está seguro, tal como me ordenó La Que Enseña —dijo Kassad cuando pisamos el suelo de Hyperion donde el fragmento de ciudad descansaba entre las ramas de la nave arbórea—. Hace diez meses que ninguna nave de Pax pone a prueba nuestras defensas. Nadie, ni siquiera nuestras propias naves, podrá acercarse más de veinte millones de kilómetros a Vieja Tierra.

—¿Vieja Tierra? —repetí. Me paré en seco. Kassad se detuvo y me miró con su rostro delgado y moreno.

—¿No lo sabías? —preguntó.

El soldado señaló un punto en el cielo. La nave arbórea aceleraba bajo el impulso controlado por los ergs.

Parecía una estrella doble, como cualquier planeta con una luna grande. Pero ahora veía el fulgor pálido de la luna, más pequeña, más fría. Y la cálida y vital pulsación azul y blanca que era Vieja Tierra.

A. Bettik se reunió con nosotros en la entrada de la torre.

—¿Cuándo fue…? ¿Cuándo… cómo… cuándo regresó? —balbuceé, mirando la creciente Vieja Tierra.

—En el momento del Momento Compartido —dijo Kassad. Se sacudió polvo del uniforme negro, preparándose para ver al viejo poeta.

—¿Todos lo saben? —pregunté. Pobre y tonto Raul Endymion. Siempre el último en enterarse.

—Ahora sí —dijo el coronel Fedmahn Kassad.

Los tres subimos para ver al moribundo.

Martin Silenus se alegró de reunirse con su viejo amigo después de casi tres siglos de separación.

—Conque tu negra alma asesina se convertirá en cristal semilla cuando construyan el Alcaudón dentro de un milenio, ¿eh? —graznó el viejo a través del sintetizador—. Bien, mil gracias, Kassad.

El soldado miró de hito en hito a la momia sonriente.

—¿Por qué no estás muerto, Martin? —preguntó.

—Lo estoy, lo estoy —tosió Silenus—. Dejé de respirar hace siglos. Sólo que todavía no se han dado cuenta de que deben enterrarme. —El sintetizador no intentó traducir los jadeos y carraspeos que siguieron.

—¿Alguna vez terminaste ese chapucero poema en prosa? —preguntó el soldado mientras el viejo seguía tosiendo, haciendo temblar la telaraña de tubos y cables.

—No —dije yo, hablando en nombre del moribundo—. No pudo.

—Sí —dijo Martin Silenus por su micrófono de garganta—. Lo terminé.

Me quedé atónito.

—En realidad —graznó el poeta—, él lo terminó por mí. —Alzó apenas un brazo huesudo envuelto en carne apergaminada. Me señaló con un pulgar deformado por la artritis.

El coronel Kassad me miró de soslayo. Sacudí la cabeza.

—No seas tan obtuso, muchacho —dijo Martin Silenus con lo que el altavoz tradujo como un tono afectuoso—. ¿Ves tu pizarra por aquí?

Giré hacia la bandeja donde había dejado la pizarra. No estaba.

—Todo impreso. Mil millones de copias de seguridad. Lo envié a la esfera de datos antes de que nos libreyectáramos aquí —jadeó Silenus.

—No hay esfera de datos —dije.

Martin Silenus rió entre toses. El sintetizador tradujo así algunas de esas toses:

—No sólo eres tonto, muchacho. No tienes remedio. ¿Qué crees que es el Vacío? Es la puñetera esfera de datos del puñetero universo, muchacho. La escuché durante siglos antes que la niña me permitiera comulgar con ella con esos bichos nanotécnicos. Eso es lo que hacen los escritores, artistas y creadores, muchacho. Escuchan el Vacío y tratan de oír los pensamientos de los muertos. Sentir su dolor. El dolor de los vivos, también. Encontrar una musa es sólo el modo en que un artista o un santo mete un pie en el umbral del Vacío Que Vincula. Aenea lo sabía. Tú también deberías saberlo.

—Usted no tenía derecho a transmitir mi relato —protesté—. Es mío. Yo lo escribí. No forma parte de los Cantos. —Si hubiera sabido con certeza cuál de esos tubos era la manguera de oxígeno, la habría pisado hasta acallar sus resuellos.

—Pamplinas, muchacho. ¿Para qué crees que te di estas vacaciones de once años?

—Para rescatar a Aenea —dije.

El poeta rió y tosió.

—Ella no necesitaba que la rescataran, Raul. Joder, por lo que vi mientras sucedía, era ella quien sacaba las castañas del fuego. Aun cuando el Alcaudón se encargó de salvarla, fue sólo porque esa niña lo había domado. —Los blancos ojos de la momia, con sus gafas de detección de video, giraron hacia el coronel Kassad—. Es decir, te había domado a ti, futura máquina de matar.

Me alejé de la cama y me apoyé en un biomonitor para no caerme. Arriba, en el ancho círculo que era la parte superior de la torre, la Vieja Tierra crecía.

—Pero aún no has concluido, muchacho —dijo Martin Silenus con voz socarrona—. Los Cantos no están terminados.

Lo miré.

—¿A qué se refiere?

—Tienes que llevarme allá abajo para que podamos terminarlos, Raul. Juntos.

No pudimos libreyectarnos a Vieja Tierra porque no había nadie a quien yo pudiera usar como radiofaro para el viaje, así que decidimos valernos de los ergs para manipular todo el fragmento de Endymion. Esto podía ser fatal para el viejo poeta, pero el viejo poeta nos gritó que cerráramos el puñetero pico y nos dejáramos de chorradas. Hacía unas horas que el Sequoia Sempervirens estaba en órbita baja de la Vieja Tierra, o simplemente la Tierra, como Martin Silenus exigía que la llamáramos. Los sistemas ópticos, de radar y otros sensores de la nave mostraban un mundo despojado de vida humana pero poblado de animales, aves, peces, plantas y una atmósfera libre de polución. Yo pensaba descender en Taliesin Oeste, pero los telescopios mostraban que los edificios ya no estaban. Sólo quedaba el desierto, tal como en los días finales, antes que la Tierra estuviera a punto de caer en el agujero negro del Gran Error del 08. La Roma a la cual había regresado el segundo cíbrido John Keats había desaparecido. Todas las ciudades y estructuras que yo consideraba reconstrucciones experimentales de los leones y tigres y osos habían desaparecido. No quedaban ciudades, carretera ni rastros de la humanidad. La Tierra palpitaba de vida y salud como aguardando nuestro regreso.

Yo estaba al pie de la nave del cónsul en el suelo de Hyperion, rodeado por los viejos amigos de Aenea y hablando sobre el descenso, preguntando quién deseaba ir, pensando sólo en el tubo de metal que llevaba el padre De Soya, cuando A. Bettik se adelantó aclarándose la garganta.

—Perdón, M. Endymion, no quiero interrumpir. —Mi viejo amigo androide parecía sonrojarse bajo la tez azul, como siempre que debía contradecir a uno de nosotros—. Pero M. Aenea dejó instrucciones específicas en caso de que regresaras a Vieja Tierra, como obviamente has hecho.

Todos esperamos. Yo no había oído que ella le diera instrucciones en el Yggdrasill, pero en ese momento reinaba mucha confusión.

A. Bettik se aclaró la garganta.

—M. Aenea especificó que Ket Rosteen debía pilotar la nave durante el descenso, si había un descenso, y otros cuatro individuos debían desembarcar después. Me encareció que pidiera disculpas a todos los que deseen bajar a Vieja Tierra de inmediato. Sobre todo, a queridas amigas como M. Rachel y M. Theo, y otros que estén ansiosos de ver el planeta. M. Aenea pidió que os asegurase que seréis bienvenidos a dos semanas del día del descenso, poco antes de que la nave arbórea abandone la órbita. También me pidió que aclarase que dentro de dos años estándar, es decir, dos años terrícolas, cualquiera que pueda libreyectarse aquí será bienvenido en Vieja Tierra.

—¿Dos años? —le pregunté—. ¿Por qué esa cuarentena de dos años?

A. Bettik sacudió la cabeza calva.

—M. Aenea no lo aclaró, M. Endymion. Lo lamento.

Alcé las manos.

—Bien, ¿quién podrá bajar? —pregunté. Si mi nombre no figuraba en la lista, bajaría de todos modos, a pesar del último deseo de Aenea. Subiría a bordo a puñetazos, si era necesario. O secuestraría la nave del cónsul para aterrizar. O me libreyectaría solo.

—Tú, M. Endymion —dijo A. Bettik—. Ella te mencionó específicamente. Y también M. Silenus, por cierto. El padre De Soya. Y… —El androide titubeó como si de nuevo sintiera embarazo.

—Adelante —dije, con voz más cortante de lo que deseaba.

—Yo —dijo A. Bettik.

—Tú —repetí.

Pero tenía sentido, por supuesto. El androide había realizado el largo viaje con nosotros. De hecho, había pasado con Aenea más tiempo que yo, dada la deuda temporal implícita en mi odisea personal. A. Bettik había arriesgado su vida por ella, por nosotros, y había perdido el brazo cuando Nemes nos atacó en Bosquecillo de Dios tantos años atrás. Había escuchado las enseñanzas de Aenea aun antes que Rachel, Theo y yo. Era natural que ella quisiera que su amigo A. Bettik estuviera presente cuando esparciéramos sus cenizas en las brisas de la Tierra. Me sentí avergonzado de mi sorpresa.

—Lo lamento —dije—. Claro que debes venir.

A. Bettik asintió.

—Dos semanas —les dije a los demás, cuya decepción era manifiesta—. Dentro de dos semanas todos estaremos allá abajo para ver qué sorpresas nos han dejado los leones y tigres y osos.

Hubo despedidas mientras viejos amigos —templarios, éxters y otros— abandonaban la ciudad de Endymion para mirar desde las escaleras y plataformas de la nave arbórea. Rachel fue la última en partir. Para mi sorpresa, me abrazó cálidamente.

—Espero que lo merezcas —me dijo al oído. Yo no sabía de qué hablaba la cáustica muchacha morena. Ella y la mayoría de las mujeres siempre habían sido un misterio para mí.

—De acuerdo —dije, cuando subimos a la habitación de Martin Silenus.

Vi la Tierra encima de nosotros. La imagen se enturbió y desapareció cuando los campos de contención se fusionaron, se espesaron y se separaron. Los campos de impulso se activaron y la ciudad se desprendió de la nave. Los templarios y éxters habían puesto controles en la enfermería de la torre, la cual estaba bastante atestada, con todas las máquinas médicas de Martin Silenus. Pensé que éste era un sitio tan bueno como cualquier otro para probar el intento erg de bajar una masa de roca y hierba, una ciudad con una torre, una nave espacial aparcada y medio puente que no llevaba a ninguna parte a un mundo que tenía tres quintos de agua y no tenía puertos espaciales ni control de tráfico. Al menos, pensé, si íbamos a estrellarnos y morir, vería un anuncio de la inminente catástrofe en el impasible rostro de Ket Rosteen, segundos antes del impacto.

No sentimos el ingreso en la atmósfera. Sólo el cambio gradual del círculo de cielo, cada vez más azul, nos hizo saber que habíamos entrado con éxito. No sentimos el aterrizaje. Ket Rosteen dejó de mirar sus controles, susurró algo a sus amados ergs y nos dijo:

—Estamos abajo.

—Olvidé decirte dónde debíamos aterrizar —dije, pensando en el desierto que había sido Taliesin. Debía ser el lugar donde Aenea había sido más feliz y desde donde yo debería esparcir sus cenizas en los cálidos vientos de Arizona.

Ket Rosteen miró la cama flotante.

—Yo le dije dónde aterrizar —rezongó el viejo poeta—. Donde yo nací. Donde pienso morirme. ¿Podéis moveros de una vez y sacarme de aquí para que pueda ver el cielo?

A. Bettik desenchufó los monitores de Silenus, todo excepto el más esencial equipo de soporte vital, y lo colocó todo dentro de un campo repulsor EM. Mientras estábamos en la nave arbórea, los androides, los clones éxters y los templarios habían construido una rampa que descendía de la torre al suelo, y un camino que llevaba a la ciudad. Todo esto había aterrizado intacto, noté mientras llevábamos la cama flotante hacia la luz del sol. Cuando pasamos frente a la nave del cónsul, un altavoz del casco de la nave dijo:

«Adiós, Martin Silenus. Fue un honor conocerte».

La momia alzó un brazo raquítico en un saludo espasmódico.

—Te veré en el infierno, nave.

Abandonamos el fragmento de ciudad, bajamos de la rampa y contemplamos las praderas y peñascos distantes, que no eran tan diferentes de los brezales de mi infancia, salvo por la línea boscosa a nuestra derecha. La gravedad y la presión del aire eran como los recordaba de nuestra estancia de cuatro años, aunque el aire era mucho más húmedo que en el desierto.

—¿Dónde estamos? —pregunté. Ket Rosteen se había quedado en la torre y sólo estábamos el androide, el poeta moribundo, De Soya y yo. Parecía ser una mañana de primavera en el hemisferio norte.

—Donde estaba la finca de mi madre —susurró el sintetizador de Martin Silenus—. En el corazón del corazón de la Reserva de América del Norte.

A. Bettik dejó de mirar las pantallas de la unidad médica.

—Creo que esto se llamaba Illinois antes del Gran Error —dijo—. El centro de ese estado, creo. Veo que las praderas han vuelto. Esos árboles son olmos y castaños… extinguidos aquí en el siglo veintiuno, si no me equivoco. Aquel río se dirige al sudsudoeste hasta desembocar en el Mississippi. Creo que tú recorriste una parte de ese río, M. Endymion.

—Sí —dije, recordando el frágil kayak, la despedida en Hannibal, el primer beso de Aenea.

Esperamos. El sol se elevó. El viento agitó la hierba. Más allá de la hilera de árboles, un ave protestó como sólo pueden hacerlo las aves. Miré a Martin Silenus.

—Muchacho —dijo el sintetizador—, si esperas que me muera a tiempo para salvarte de una quemadura de sol, olvídalo. Estoy colgado de las uñas, pero son uñas viejas, fuertes y largas.

Sonreí y le toqué el hombro huesudo.

—¿Muchacho? —susurró el poeta.

—Sí, señor.

—Hace años me dijiste que tu bisabuela, a quien llamabas Grandam, te hizo memorizar los Cantos hasta que te gotearon por las orejas. ¿Era cierto?

—Sí, señor.

—¿Recuerdas los versos donde describí este lugar tal como era en mis tiempos?

—Puedo intentarlo —dije. Cerré los ojos. Sentí la tentación de tocar el Vacío, de buscar la voz severa de Grandam en vez de esforzarme en recitar de memoria, pero opté por el camino más difícil, usando recursos nemotécnicos que ella me había enseñado para recordar pasajes en verso. Sin abrir los ojos, cité los pasajes que pude recordar.

Frágiles crepúsculos bermejos

sobre árboles de papel pintado

más allá de los prados del sudoeste.

Cielos de porcelana transparente,

ni una mancha de nubes o vapores.

El silencio presinfónico del alba,

el vibrante timbal del sol naciente.

Naranjas y rojos inflamados de oro,

el largo y fresco descenso hacia el verde:

hojas umbrías, retoños de ciprés

y sauce llorón, el terciopelo

mudo y verde del pantano.

Finca de mi madre, nuestra finca, mil acres

en medio de un millón. Campos

del tamaño de praderas, perfecta hierba

que invitaba a acostarse,

a dormir en su muelle perfección.

Nobles árboles, la tierra un reloj de sol:

sombras rotando en majestuosa procesión,

ora mezclándose, ora contrayéndose,

estirándose hacia el este en agonía.

Roble regio.

Olmos gigantescos.

Álamo, ciprés, pino y bonsai.

Banianos extendiendo nuevos troncos

como lisas columnas de un templo

cuyo techo es el cielo.

Sauces bordeando arroyos y canales:

ramas colgantes cantando endechas en el viento.

Me interrumpí. La parte siguiente era borrosa. Nunca me habían gustado esos fragmentos seudolíricos de los Cantos, pues prefería las escenas de batalla.

Había tocado el hombro del viejo poeta mientras recitaba y había notado que se relajaba. Abrí los ojos, esperando ver un hombre muerto en la cama.

Martin Silenus sonrió como un sátiro.

—No está mal, no está mal —jadeó—. No está mal para un viejo escritorzuelo. —Sus gafas de vídeo se volvieron hacia el androide y el sacerdote—. ¿Veis por qué elegí a este muchacho para que terminara mis Cantos? No sabe ni jota de escribir, pero tiene una memoria de elefante.

Estaba a punto de preguntar qué era un elefante cuando miré a A. Bettik sin ningún motivo en especial. Por un instante, después de tantos años de conocer al androide, lo vi de veras. Quedé boquiabierto.

—¿Qué? —preguntó el padre De Soya con alarma. Tal vez pensó que yo sufría un infarto.

—Tú —le dije a A. Bettik—. Tú eres el Observador.

—Sí —dijo el androide.

—Tú eres uno de ellos… los leones y tigres y osos.

El sacerdote nos miró a todos.

—Nunca entendí por qué M. Aenea escogió esa frase —murmuró A. Bettik—. Nunca he visto un león o tigre u oso, pero entiendo que comparten cierta fiereza que es extraña para… bien, la especie extraña a la que pertenezco.

—Cobraste forma de androide hace siglos —dije, con una comprensión profunda que era brusca y dolorosa como un cabezazo—. Estuviste presente en todos los acontecimientos decisivos… el ascenso de la Hegemonía, el descubrimiento de las Tumbas de Tiempo en Hyperion, la Caída de los Teleyectores… Cielos, estuviste allí durante casi toda la última peregrinación del Alcaudón.

A. Bettik inclinó la cabeza calva.

—Si uno desea observar, M. Endymion, debe estar en el lugar apropiado.

Me incliné sobre la cama de Martin Silenus, dispuesto a revivirlo de una sacudida si ya se había muerto.

—¿Usted sabía esto, anciano?

—No antes de que él se fuera contigo, Raul —dijo el poeta—. No hasta que leí tu relato a través del Vacío y comprendí…

Retrocedí dos pasos en la hierba alta.

—Fui tan idiota. No vi nada. No entendí nada. Fui un imbécil.

—No —dijo el padre De Soya—. Estabas enamorado.

Me acerqué a A. Bettik dispuesto a acogotarlo si no me respondía sin rodeos. Creo que lo hubiera hecho.

—Tú eres el padre —dije—. Me mentiste al decir que no sabías adonde había ido Aenea durante casi dos años. Tú eres el padre del niño, el próximo mesías.

—No —repuso serenamente el androide. El Observador. El Observador manco, el amigo que casi había muerto con nosotros una veintena de veces—. No. No soy el esposo de Aenea. No soy el padre.

—Por favor —dije con manos trémulas—, no me mientas. —Pero sabía que no mentía. Nunca había mentido.

A. Bettik me miró a los ojos.

—No soy el padre —dijo—. Ahora no hay padre. Nunca hubo otro mesías. No hay hijo.

Muertos. Ambos muertos. El hijo, el esposo, quien fuera. Aenea misma. Mi querida niña. Mi amada. No quedaba nada. Cenizas. De alguna manera, mientras pensaba en buscar al niño, en suplicar al padre Observador que me permitiera ser el amigo, el guardaespaldas y el discípulo de este niño tal como lo había sido de Aenea, mientras usaba esa nueva esperanza para escapar de la celda de Schrödinger, había sabido en mi corazón que no había un hijo de mi amada vivo en el universo. Habría oído la música de esa alma resonando en el Vacío como una fuga de Bach. No había ningún hijo. Sólo cenizas.

Me volví hacia De Soya, preparado para tocar el cilindro que contenía los restos de Aenea, preparado para aceptar que se había ido para siempre en cuanto el frío acero me rozara los dedos. Me iría solo a buscar un lugar para esparcir las cenizas. Caminaría desde Illinois hasta Arizona si era preciso. O quizás hasta donde había estado Hannibal, donde nos habíamos besado por primera vez. Tal vez allí era donde Aenea había sido más feliz.

—¿Dónde está el tubo? —pregunté.

—No lo traje —dijo el sacerdote.

—¿Dónde está? —repetí. No estaba enfadado, sólo muy cansado—. Regresaré a la torre a buscarlo.

Federico de Soya respiró y sacudió la cabeza.

—Lo dejé en la nave arbórea, Raul. No lo olvidé. Lo dejé allá a propósito.

Lo miré de hito en hito, más desconcertado que furioso. Entonces noté que él, A. Bettik y el viejo poeta miraban hacia los acantilados del río.

Fue como si hubiera pasado una nube pero luego un brillante rayo de luz hubiera iluminado la hierba un instante. Las dos figuras permanecieron inmóviles largos segundos, pero al fin la más baja descendió hacia nosotros, echando a correr.

La figura más alta era más reconocible a esa distancia: luz solar en su caparazón de cromo, ojos rojos y relucientes, el destello de púas y superficies afiladas. Pero no podía perder tiempo mirando al Alcaudón inmóvil. Había cumplido su misión. Se había teleyectado hacia el futuro, con la persona que lo acompañaba, tan fácilmente como yo había aprendido a libreyectarme en el espacio.

Aenea corrió los últimos treinta metros. Parecía más joven, menos curtida por la preocupación y los acontecimientos. El cabello era casi rubio al sol y estaba apresuradamente recogido. Era más joven, comprendí, petrificado mientras ella se acercaba. Tenía veinte años, cuatro más que cuando la había dejado en Hannibal pero casi tres menos que cuando la vi por última vez.

Aenea besó a A. Bettik, abrazó al padre De Soya, besó dulcemente al viejo poeta y se volvió hacia mí.

Yo seguía petrificado.

Aenea se me acercó y se puso en puntillas como hacía siempre que quería besarme en la mejilla.

Me besó tiernamente en los labios.

—Lo lamento, Raul —susurró—. Lamento que esto haya tenido que ser tan difícil para ti. Para todos.

Difícil para mí. Ella estaba allí conociendo de antemano la tortura que sufriría en el Castel Sant'Angelo, con esas Nemes rodeando su cuerpo desnudo como aves carroñeras, con la imagen de las llamas…

Me tocó la mejilla.

—Raul, querido, estoy aquí. Ésta soy yo. Durante un año, once meses, una semana y seis horas estaré contigo. Y nunca mencionaré de nuevo esa cifra. Tenemos un tiempo infinito. Estaremos siempre juntos. Y nuestro hijo también estará contigo.

Nuestro hijo. Ni un mesías nacido de la necesidad ni una boda con un Observador. Nuestro hijo. Nuestro hijo humano, falible, un hijo que lloraría al caerse.

—¿Raul? —dijo Aenea, tocándome la mejilla con sus manos encallecidas por el trabajo.

—Hola, pequeña —dije. Y la estreché en mis brazos.