33

El Vaticano está roto como si el puño de Dios hubiera bajado del cielo en una ira que trasciende la comprensión humana. La vasta ciudad burocrática está destrozada.

El puerto espacial fue arrasado, los grandes bulevares incinerados y derretidos. El obelisco egipcio que se erguía en el centro de la Plaza de San Pedro fue tronchado y las columnas que rodeaban el espacio oval están tiradas como troncos petrificados. La cúpula de la Basílica de San Pedro fue despedazada y sus fragmentos cayeron a través de la logia central y la gran fachada para rodar por la escalinata rota. El muro del Vaticano está derrumbado en cien sitios, y en largos tramos falta por completo. Los edificios antes protegidos en sus recintos medievales —el Palacio Apostólico, los Archivos Secretos, las barracas de la Guardia Suiza, el hospicio de la Madre Teresa, los aposentos papales, la Capilla Sixtina— están expuestos, derruidos, calcinados, derrumbados, desperdigados. En este margen del río, el Castel Sant'Angelo fue derretido. El enorme cilindro —veinte metros de piedra sobre una base cuadrangular— es un montículo de lava fría.

Veo todo esto mientras camino por el bulevar de losas partidas en el margen este del río. El Ponte Sant'Angelo, rajado en tres secciones, se desplomó en el río. En el lecho del río, mejor dicho, pues parece que el Nuevo Tíber se ha evaporado, dejando vidrio donde estaban el fondo y las riberas arenosas. Alguien ha improvisado un puente colgante sobre ese pozo lleno de escombros.

Esto es Pacem, no hay duda. La fresca atmósfera tiene el mismo sabor que cuando De Soya, Aenea y yo pasamos por aquí el día anterior a la muerte de mi querida niña, aunque entonces estaba lluvioso y gris y ahora el cielo está teñido por un ocaso que logra que aún la ruinosa cúpula de San Pedro parezca bella.

Es abrumador caminar libremente bajo un cielo abierto después de tantos meses de encierro. Aferró mi pizarra como un escudo, como un talismán, como una Biblia, y recorro el otrora imponente bulevar con piernas trémulas. Durante meses mi mente ha compartido recuerdos de muchos lugares y mucha gente, pero mis ojos, mis pulmones, mis piernas y mi piel han olvidado la sensación de auténtica libertad. Aun en mi tristeza hay cierta exaltación.

La libreyección fue superficialmente igual que cuando viajaba con Aenea, pero en otro sentido fue muy diferente. El destello blanco fue el mismo, así como la súbita transición, el leve choque del cambio de presión, gravedad y luz. Pero esta vez he oído la luz en vez de verla. Me dejé llevar por la música de las estrellas y sus miles de mundos y escogí aquel donde quería entrar. No hubo esfuerzo de mi parte, ningún gasto de energía, salvo la necesidad de concentrarme y escoger cuidadosamente. Y la música no se desvaneció del todo —quizá nunca se desvanecería del todo— sino que aún sonaba en el fondo como instrumentistas practicando más allá de la colina para un concierto estival nocturno.

Veo rastros de supervivientes en la ciudad destruida. En la áurea distancia, dos carretas de bueyes avanzan por el horizonte seguidas por siluetas humanas. De este lado del río veo chozas, algunas casas de ladrillo entre las ruinas de vieja piedra, una iglesia, otra iglesia pequeña. Desde lejos llega el olor de carne cocinándose en una fogata y el inconfundible sonido de risas infantiles.

Me dirijo hacia ese olor y ese sonido cuando un hombre sale de una masa de ruinas que tal vez haya sido un puesto de guardia en la entrada del Castel Sant'Angelo. Es un hombre menudo, de manos rápidas y rostro barbado, con el cabello echado hacia atrás y recogido en una coleta, pero de ojos alerta. Lleva un rifle de balas como los que antes usaba la Guardia Suiza en las ceremonias.

Nos miramos un instante, el hombre desarmado y débil que sólo lleva una pizarra y el curtido cazador con su arma preparada. Luego ambos nos reconocemos. Jamás me han presentado a este hombre, pero lo he visto a través de los recuerdos de otros en el Vacío Que Vincula, aunque la primera vez que lo vi llevaba uniforme y armadura y estaba afeitado, y la última estaba desnudo mientras lo torturaban. No sé cómo me reconoce él, pero veo el reconocimiento en sus ojos mientras baja el arma y avanza para estrecharme la mano y el antebrazo con ambas manos.

—¡Raul Endymion! —exclama—. ¡El día ha llegado! Alabado sea. Bienvenido. —El hombre barbado me abraza, me mira, me sonríe.

—Tú eres el cabo Kee —digo estúpidamente. Recuerdo ante todo los ojos, vistos desde el punto de vista de De Soya mientras el padre capitán, Kee, el sargento Gregorius y el lancero Rettig nos perseguían a Aenea y a mí por este brazo de la galaxia.

—Ex cabo Kee —dice el hombre sonriente—. Ahora sólo Bassin Kee, ciudadano de Nueva Roma, miembro de la diócesis de Santa Ana, cazador de nuestro alimento del mañana. —Sacude la cabeza—. Raul Endymion. Por Dios. Algunos creían que nunca escaparías de esa maldita celda de Schrödinger.

—¿Sabes de su existencia?

—Desde luego —dice Kee—. Fue parte del Momento Compartido. Aenea sabía adonde te llevaban. Así que todos lo sabíamos. Y sentimos tu presencia a través del Vacío.

Siento mareo y náusea. La luz, el aire, el ancho horizonte… Ese horizonte se vuelve inestable, como si lo mirase desde una nave pequeña en un mar encrespado, así que cierro los ojos. Cuando los abro, Kee me coge del brazo y me ayuda a sentarme en una piedra blanca que parece haber volado desde la catedral de la otra orilla del río de vidrio.

—Por Dios, Raul, ¿acabas de libreyectarte desde allá? ¿No has estado en otra parte?

—Sí. No. —Jadeo entrecortadamente—. ¿Qué es el Momento Compartido? —Me parece haber oído las mayúsculas en tu voz.

Este hombre menudo me estudia con su mirada brillante e inteligente. Su voz es suave.

—El Momento Compartido de Aenea —dice—. Así lo llamamos todos, aunque desde luego fue algo más que un simple momento. Todos los momentos de su tortura y su muerte.

—¿Tú también lo sentiste? —pregunto. Se me estruja el corazón, aunque aún no sé si de alegría o de terrible tristeza.

—Todos lo sintieron. Todos lo compartieron. Es decir, todos excepto sus torturadores.

—¿Todos en Pacem?

—En Pacem. En Lusus y Vector Renacimiento. En Marte y Qom-Riyadh y Renacimiento Menor y Centro Tau Ceti. En Fuji, Ixión y Deneb Drei y Amargura de Sibiatu. En Mundo de Barnard y Bosquecillo de Dios y Mare Infinitus. En Tsingtao Hsishuang Panna y Patawpha y Groombridge Dyson D. —Kee hace una pausa, como riéndose de su letanía—. En casi todos los mundos, Raul, y en lugares intermedios. Sabemos que el Árbol Estelar sintió el Momento Compartido… todas las biosferas lo sintieron.

Parpadeo.

—¿Hay otros árboles estelares?

Kee asiente.

—¿Compartieron ese momento todos estos mundos? —pregunto, y al mismo tiempo veo la respuesta.

—Sí —murmura el ex cabo Kee—. Todos los sitios que Aenea visitó, a menudo contigo. Todos los mundos donde dejó discípulos que habían participado de la comunión y renunciado al cruciforme. Su Momento Compartido, la hora de su muerte, fue como una señal emitida y retransmitida a todos esos mundos.

Me froto la cara entumecida.

—¿De modo que sólo los que habían comulgado o estudiado con Aenea compartieron ese momento? —pregunto.

Kee niega con la cabeza.

—No, ellos fueron las estaciones repetidoras. Extrajeron el momento Compartido del Vacío Que Vincula y lo retransmitieron a todos.

—¿Todos? ¿Incluso los miles de millones que usan la cruz en Pax?

—Que usaban la cruz —corrige Bassin Kee—. Muchos de esos fieles decidieron no llevar más el parásito del Núcleo en sus cuerpos.

Empiezo a entender. Los últimos momentos de Aenea fueron algo más que palabras, tormento, dolor y horror. Yo he sentido sus pensamientos, compartido su comprensión de los motivos del Núcleo, del parasitismo del cruciforme, del cínico uso de la muerte humana para estimular sus redes neuronales, del afán de poder de Lourdusamy, la confusión de Mustafa y la absoluta inhumanidad de Albedo. Si todos han vivido ese Momento Compartido mientras yo gritaba y forcejeaba en el tanque de alta gravedad de la nave-antorcha, ha sido un momento brillante y terrible para la especie humana. Y cada ser humano viviente debió oír ese «Te amo, Raul» mientras las llamas la devoraban. Se pone el sol. Rayos de luz dorada brillan entre las ruinas del margen oeste del río y arrojan un laberinto de sombras en el margen este.

La mole del Castel Sant'Angelo parece una montaña de vidrio derretido. Me pidió que esparciera sus cenizas en Vieja Tierra. Y ni siquiera eso puedo hacer por ella. Le fallo aun en la muerte.

Miro a Bassin Kee.

—¿En Pacem? Ella no tenía discípulos en Pacem cuando… Ah.

Aenea se despidió del padre De Soya poco antes de nuestra captura en la Basílica de San Pedro, pidiéndole que se marchara con los monjes y se ocultara en la ciudad que conocía tan bien, para eludir a Pax. Cuando él se opuso, Aenea respondió: «Esto es lo que pido, padre. Y lo pido con amor y respeto». Y el padre De Soya se marchó bajo la lluvia. Y él fue la estación repetidora que comunicó la agonía de mi amada a miles de millones de personas de Pacem.

—Entiendo —digo, aún mirando a Kee—. Pero la última vez que te vi, a través del Vacío, estabas cautivo en fuga criogénica, en ese… —Señalo la mole derretida del Castel Sant'Angelo.

Kee asiente.

—Estaba en fuga criogénica, Raul. Me almacenaron como una res en una nevera, a poca distancia del lugar donde asesinaron a Aenea. Pero sentí el Momento Compartido. Todos los seres humanos vivos lo sintieron, aunque estuvieran dormidos, ebrios, moribundos o perdidos en la locura.

Lo miro fijamente, conmocionado.

—¿Cómo saliste? ¿Cómo escapaste de allí? —pregunto al fin. Ambos contemplamos las ruinas del cuartel general del Santo Oficio.

Kee suspira.

—Poco después del Momento Compartido estalló una revolución. La mayoría de la gente de Pacem ya no quería saber nada con el cruciforme y la Iglesia traicionera que los había implantado. Algunos aún optaban por hacer ese cínico pacto con el diablo a cambio de la resurrección física, pero millones, cientos de millones, buscaron la comunión y se liberaron del Núcleo en la primera semana. Los partidarios de Pax intentaron detenerlos. Hubo luchas, revolución, guerra civil.

—De nuevo. Como cuando cayeron los teleyectores hace tres siglos.

—No, no fue para tanto. Recuerda, una vez que has aprendido el idioma de los muertos y los vivos, es doloroso herir a los demás. Los seguidores de Pax no tenían esa restricción, pero eran minoría en todas partes.

Señalo este mundo en ruinas.

—¿Restricción, dices? ¿Dices que esto no fue tan malo?

—La revolución contra el Vaticano, Pax y el Santo Oficio no causó esto —explica Kee—. Eso fue relativamente incruento. Los seguidores de Pax huyeron en naves arcángel. Su Nuevo Vaticano está en un mundo llamado Madhya, un planeta apartado, ahora custodiado por la mitad de la vieja flota y setenta millones de simpatizantes.

—¿Entonces quién? —pregunto, mirando la devastación.

—El Núcleo —explica Kee—. Las réplicas de Nemes destruyeron la ciudad y luego capturaron cuatro naves arcángel. Nos bombardearon desde el espacio cuando se fue la gente de Pax. El Núcleo estaba irritado. Tal vez aún lo esté. No nos importa.

Dejo la pizarra en la piedra blanca y miro alrededor. Más hombres y mujeres salen de las ruinas, conservando una respetuosa distancia pero mirando con gran interés. Visten ropa de trabajo y de caza, pero no pieles de osos ni harapos. Son personas que viven en un lugar agreste en tiempos difíciles, pero no salvajes. Un niño rubio me saluda tímidamente. Le devuelvo el saludo.

—En realidad no he respondido a tu pregunta —dice Kee—. Los guardias me liberaron. Liberaron a todos los prisioneros durante la confusión de la semana posterior al Momento Compartido. Para muchos prisioneros de este brazo de la galaxia se abrieron las puertas esa semana. Después de la comunión, es difícil encarcelar o torturar a otro, pues terminas compartiendo la mitad de su dolor a través del Vacío Que Vincula. Y los éxters han estado ocupados desde el Momento Compartido, reviviendo a los miles de millones de judíos, musulmanes y otros secuestrados por el Núcleo, llevándolos desde los planetas laberínticos a sus mundos natales.

Pienso en ello un minuto.

—¿El padre De Soya sobrevivió?

Kee sonríe.

—Así puede decirse. Es nuestro sacerdote en la parroquia de Santa Ana. Ven, te llevaré a verle. El ya sabe que estás aquí. Son sólo cinco minutos de marcha.

De Soya me abraza con tal fuerza que me duelen las costillas durante una hora. El sacerdote usa sotana negra y cuello romano. Santa Ana no es la gran iglesia parroquial que habíamos visto en el Vaticano, sino una pequeña capilla de ladrillo y adobe en un descampado de la orilla este. Parece que la parroquia abarca cien familias que subsisten mediante la caza y la siembra en lo que antes era un gran parque cerca del puerto espacial. Me presentan a la mayoría de estas cien familias mientras comemos en el espacio iluminado, cerca del atrio de la iglesia, y parece que todos me conocen. Actúan como si me conocieran personalmente, y todos parecen sinceramente agradecidos de que yo esté con vida y haya vuelto al mundo de los vivos.

Al avanzar la noche, Kee, De Soya y yo nos dirigimos a los aposentos privados del sacerdote: una habitación austera contigua al fondo de la iglesia. De Soya trae una botella de vino y nos sirve un vaso a cada uno.

—Uno de los beneficios de la caída de la civilización tal como la conocemos —dice— es que hay bodegas privadas con magníficas cosechas dondequiera que excaves. Esto no es robo. Es arqueología.

Kee alza el vaso para brindar. Vacila.

—¿Por Aenea? —sugiere.

—Por Aenea —decimos De Soya y yo. Vaciamos los vasos y el sacerdote sirve más.

—¿Cuánto tiempo estuve fuera? —pregunto. El vino me enrojece la cara, como de costumbre. Aenea me hacía bromas por eso.

—Han pasado trece meses estándar desde el Momento Compartido —dice De Soya.

Asiento con un gesto de la cabeza. Debí pasar ese tiempo, mientras escribía mi relato y esperaba mi muerte, en sesiones de trabajo de treinta horas mechadas con pocas horas de sueño y seguidas por otras treinta o cuarenta horas consecutivas. Sufrí lo que los estudiosos del sueño llaman carrera libre, la pérdida de todo contacto con el ritmo circadiano.

—¿Tenéis contacto con los otros mundos? —pregunto. Miro a Kee y respondo mi propia pregunta—. Debéis tenerlo. Bassin me ha hablado de la reacción ante el Momento Compartido en otros mundos y del regreso de los miles de millones de secuestrados.

—Algunas naves vinieron aquí —dice De Soya—. Pero sin arcángeles, el viaje requiere tiempo. Los templarios y éxters usan sus naves arbóreas para trasladar a los refugiados, pero los demás odiamos usar la propulsión Hawking ahora que comprendemos cuánto daño causa al Vacío. Y aunque todos intentan hacerlo, pocos han aprendido a oír la música de las esferas para dar el primer paso.

—No es tan difícil —digo, y río entre dientes, bebiendo vino—. Joder, claro que es difícil. Perdón, padre.

De Soya asiente con indulgencia.

—Joder, claro que lo es. Creo que me he aproximado cien veces, pero siempre pierdo el foco en el último momento.

Miro al sacerdote.

—Sigue siendo católico —digo al fin.

De Soya bebe el vino.

—No sólo sigo siendo católico, Raul. He redescubierto lo que significa ser católico, ser cristiano, ser creyente.

—¿Aun después del Momento Compartido de Aenea? —pregunto. Noto que el cabo Kee nos observa. Las sombras de las lámparas de aceite bailan en las paredes de tierra.

De Soya asiente.

—Yo ya comprendía la corrupción de la Iglesia en su pacto con el Núcleo —murmura—. Las visiones compartidas de Aenea sólo me aclararon lo que significaba ser humano… e hijo de Cristo.

Aún pienso en ello cuando el padre De Soya añade:

—Se habla de nombrarme obispo, pero trato de silenciar esos rumores. Por eso me he quedado en esta región de Pacem, aunque la mayoría de las comunidades viables están lejos de las viejas zonas urbanas. Una ojeada a las ruinas de nuestra bella tradición me recuerda la locura de dar excesiva importancia a la jerarquía.

—¿Entonces no hay papa? —pregunto—. ¿No hay Santo Padre?

De Soya se encoge de hombros y sirve más vino. Después de trece meses de comida reciclada sin alcohol, el vino se me sube a la cabeza.

—Monseñor Lucas Oddi escapó de la revolución y del ataque del Núcleo y ha establecido un papado en el exilio en Madhya —dice el sacerdote con voz acerada—. No creo que nadie salvo sus defensores y seguidores inmediatos en ese sistema lo honren como papa. No es la primera vez que la Madre Iglesia ha tenido un antipapa.

—¿Qué hay de Urbano XVI? ¿Murió del infarto?

—Sí —dice Kee, apoyando los fuertes brazos en la mesa.

—¿Y fue resucitado?

—No exactamente —dice Kee.

Miro al ex cabo esperando una explicación, pero no hay ninguna.

—He enviado un mensaje a la otra orilla —dice el padre De Soya—. El comentario de Bassin quedará explicado en cualquier momento.

En efecto, un minuto después las cortinas de la entrada de la cómoda habitación de De Soya se descorren y entra un hombre alto de sotana negra. No es Lenar Hoyt. Es un hombre a quien nunca he visto aunque ahora creo conocer bien: sus manos elegantes, su rostro largo, sus grandes ojos tristes, su frente ancha, su cabello plateado y ralo. Me levanto para darle la mano, inclinarme, besarle el anillo… lo que sea.

—Raul, hijo mío —dice el padre Paul Duré—. Qué placer conocerte. Qué emocionados estamos todos de que hayas regresado.

El viejo sacerdote me estrecha la mano con firmeza, me abraza y luego se dirige al armario de De Soya como si lo conociera, encuentra un vaso, lo enjuaga en un fregadero, se sirve vino y se sienta frente a Kee.

—Estamos contándole a Raul lo que sucedió durante sus trece meses de ausencia —dice De Soya.

—Parece un siglo —digo. Fijo la mirada en algo que está más allá de la mesa y esta habitación.

—Fue un siglo para mí —dice el jesuita más viejo. Su acento es pintoresco y encantador. ¿Un mundo francófono del Confín, tal vez?—. Casi tres siglos, en realidad.

—Vi lo que le hicieron cuando lo resucitaban —digo, envalentonado por el vino—. Lourdusamy y Albedo lo asesinaban para que Hoyt renaciera de nuevo a partir de sus cruciformes compartidos.

El padre Duré no ha probado el vino, pero mira el vaso como si esperase una transustanciación.

—Una y otra vez —dice melancólicamente—. Una extraña vida… nacer para ser asesinado.

—Aenea estaría de acuerdo —digo, sabiendo que estos hombres son amigos y buena gente, pero sin sentirme muy cómodo con la Iglesia en general.

—Sí —dice Paul Duré, y alza su vaso en un brindis silencioso. Bebe.

Bassin Kee llena ese silencio.

—La mayoría de los fieles que quedan en Pacem quieren que el padre Duré sea papa.

Miro al viejo jesuita. He pasado por tantas cosas que no siento mayor emoción por estar en presencia de una leyenda, un protagonista de los Cantos. Como siempre ocurre cuando uno conoce al ser humano real que hay detrás de la celebridad o la leyenda, algún elemento humano reduce la estatura mítica de las cosas. En este caso, se trata de esos mechones de vello gris que crecen en las grandes orejas del sacerdote.

—¿Teilhard II? —digo, recordando que este hombre fue un buen papa como Teilhard I, hace doscientos setenta y nueve años, hasta que lo asesinaron por primera vez.

Duré acepta más vino y sacude la cabeza. Noto que la tristeza de esos grandes ojos es similar a la de De Soya, ganada y sincera, no parte de un efecto teatral.

—Ya no quiero ser papa. Pasaré el resto de mis años tratando de asimilar las enseñanzas de Aenea, escuchando atentamente las voces de los muertos y los vivos, familiarizándome de nuevo con las lecciones de humildad de Nuestro Señor. Durante años jugué al arqueólogo y el intelectual. Es hora de redescubrirme como simple cura de parroquia.

—Amén —dice De Soya, y busca otra botella en su armario. El ex capitán de Pax parece un poco ebrio.

—¿Ya no usáis el cruciforme? —pregunto, dirigiéndome a los tres pero mirando a Duré.

Los tres parecen desconcertados.

—Sólo los necios y los muy cínicos usan el parásito, Raul —responde Duré—. Muy pocos en Pacem. Muy pocos en todos los mundos donde se oyó el Momento Compartido de Aenea. —Se toca el delgado pecho, como recordando—. Para mí no fue una opción, en verdad. Renací en un nicho de resurrección del Vaticano en medio de la refriega. Esperaba que Lourdusamy y Albedo me visitaran como de costumbre, para asesinarme como de costumbre. En cambio, este hombre… —Extiende los largos dedos hacia Kee, quien se inclina levemente y se sirve más vino—. Este hombre irrumpió con sus rebeldes, en armadura de combate y portando antiguos rifles. Me trajo un cáliz de vino. Yo sabía lo que era. Había participado en el Momento Compartido.

Miro al viejo sacerdote. ¿Aun estando suspendido en la matriz de memoria del cruciforme adicional, aun mientras lo resucitaban?, me pregunto.

Como leyendo mis ojos, el padre Duré asiente.

—Aun allí —dice—. ¿Qué harás ahora, Raul Endymion?

Titubeo sólo un segundo.

—Vine a Pacem a encontrar las cenizas de Aenea… ella me pidió… una vez me pidió…

—Lo sabemos, hijo mío —murmura el padre De Soya.

—De todos modos —continúo mientras puedo—, eso no es posible con lo que ha quedado del Castel Sant'Angelo, así que continuaré con mi otra prioridad.

—¿Es decir? —dice el padre Duré con infinita dulzura.

De pronto, en esta habitación penumbrosa, con su mesa tosca, el viejo vino, y el olor viril del sudor limpio, veo en el viejo jesuita la poderosa realidad que había detrás de los míticos Cantos del tío Martin. Comprendo sin lugar a dudas que éste fue el hombre de fe que se crucificó no una sino varias veces en el relampagueante árbol tesla para no someterse a la falsa cruz del cruciforme. Un auténtico defensor de la fe, un hombre a quien Aenea habría querido conocer, con quien habría querido dialogar. Siento la pérdida de mi amada con un dolor tan renovado que tengo que mirar el vino para que Duré y los demás no vean mis ojos.

—Una vez Aenea me dijo que había tenido un hijo —logro decir, y me callo.

No recuerdo si este dato estaba en la gestalt de recuerdos y pensamientos que se transmitieron en el Momento Compartido. Si es así, todos están al corriente. Los miro, pero todos esperan. No lo sabían.

—Iré a encontrar ese hijo —digo—. Lo encontraré y ayudaré a criarlo, si se me permite.

Los sacerdotes se miran extrañados. Kee me mira a mí.

—No lo sabíamos —dice Federico de Soya—. Me asombra. Habría apostado todo lo que sé sobre la naturaleza humana a que tú eras el único hombre de su vida… su único amor. Nunca he visto a dos jóvenes tan felices.

—Hubo alguien más —digo, alzando bruscamente el vaso para beber el último sorbo. Descubro que el vaso está vacío y lo apoyo en la mesa—. Hubo alguien más —repito con menos énfasis—. Pero eso no importa. El bebé, el niño, eso importa. Quiero encontrarlo si puedo.

—¿Tienes alguna idea de su paradero? —pregunta Kee.

Suspiro y niego con la cabeza.

—Ninguna. Pero viajaré a todos los mundos de Pax y el Confín, a todos los mundos de la galaxia si es preciso. Más allá de la galaxia… —Me interrumpo. Estoy ebrio y esto es demasiado importante para comentarlo mientras estoy ebrio—. De cualquier modo, allá iré dentro de pocos minutos.

De Soya niega con un gesto de la cabeza.

—Estás agotado, Raul. Pasa la noche aquí. Bassin tiene otro catre en la casa vecina. Esta noche dormiremos todos y te despediremos por la mañana.

—Tengo que irme ahora —insisto, y trato de levantarme, para demostrarles que estoy lúcido. La habitación oscila y el suelo se cae de golpe. Aferró la mesa buscando apoyo.

—Quizá sea mejor por la mañana —dice el padre Duré, poniéndome la mano en el hombro.

—Sí —digo, levantándome mientras los temblores del suelo se reducen levemente—. Mañana será mejor. —Les doy la mano a todos de nuevo. Dos veces. Estoy a punto de llorar, no de pena, aunque la pena sigue allí, siempre en el trasfondo como la sinfonía de las esferas, sino de puro alivio por su compañía. He estado solo tanto tiempo.

—Vamos, amigo —dice el ex cabo Bassin Kee, apoyándome la mano en el otro hombro, y caminando con el ex papa Teilhard y conmigo hasta su pequeña habitación, donde me derrumbo en uno de los dos catres. Me estoy durmiendo cuando alguien me quita las botas. Creo que es el ex papa.

Había olvidado que Pacem tiene un día de diecinueve horas estándar. Las noches son demasiado cortas. Por la mañana todavía estoy eufórico de libertad, pero me duelen la cabeza, la espalda, el estómago, los dientes y el cabello, y estoy seguro de que un rebaño de criaturillas lanudas se ha alojado en mi boca.

La aldea hierve de actividad, y todo me resulta estridente. Hierven fogatas. Mujeres y niños realizan tareas mientras los hombres salen de sus sencillos hogares con la misma cara ojerosa y demacrada que yo presento al mundo.

Sin embargo, los sacerdotes están en buen estado. Una docena de feligreses salen de la capilla y comprendo que De Soya y Duré han celebrado una misa temprana mientras yo dormía. Bassin Kee pasa a saludarme con voz demasiado estruendosa, me muestra un pequeño edificio que es el baño de hombres. La fontanería consiste en un depósito de agua fría que uno se puede volcar sobre el cuerpo para darse una ducha rápida que congela los huesos. La mañana está fresca, como aquellas mañanas a ocho mil metros de altura en T'ien Shan, y la ducha me despeja rápidamente. Kee me ha traído ropa limpia, pantalones de pana, una camisa de lana azul, cinturón grueso y zapatos resistentes que son mucho más cómodos que las botas que me empeñé en usar durante más de un año estándar en mi celda de Schrödinger. Afeitado, limpio, con ropa nueva, sosteniendo la humeante taza de café que me ha servido la joven novia de Kee, la pizarra colgada de una correa, me siento otro hombre. Ante esta oleada de bienestar, pienso que a Aenea le gustaría esta fresca mañana, y las nubes vuelven a oscurecer el sol.

Duré y De Soya se reúnen conmigo en una gran roca que asoma sobre el río ausente. Los escombros del Vaticano parecen una ruina de días antiguos. Veo los parabrisas de vehículos en movimiento que relucen en la luz de la mañana y algunos VEMs que sobrevuelan la ciudad derruida y comprendo que esto no es otra Caída. Ni siquiera Pacem se ha precipitado en la barbarie. Kee me ha explicado que traen el café desde las ciudades agrícolas del oeste, en su mayoría intactas. El Vaticano y las ruinas de las ciudades administrativas forman parte de una zona de desastre localizada, como supervivientes que optan por la reconstrucción después de un terremoto o huracán.

Kee se acerca con panecillos calientes y los cuatro comemos en grato silencio, limpiándonos las migas y sorbiendo el café mientras se eleva el sol, alumbrando las columnas de humo de las fogatas y los calentadores.

—Trato de comprender este nuevo modo de mirar las cosas —digo al fin—. Estáis aislados en Pacem, en comparación con los días del imperio de Pax, pero sabéis lo que sucede en otras partes, en otros mundos.

El padre De Soya asiente.

—Así como tú puedes tocar el Vacío para escuchar el idioma de los vivos, nosotros podemos ir hacia quienes conocemos y amamos. Por ejemplo, esta mañana toqué los pensamientos del sargento Gregorius en Mare Infinitus.

Yo también he oído los pensamientos de Gregorius mientras escuchaba la música de las esferas antes de libreyectarme, pero pregunto:

—¿Se encuentra bien?

—Se encuentra bien. Los cazadores furtivos, los contrabandistas y los rebeldes de ese mundo pronto aislaron a los pocos efectivos de Pax, aunque la lucha entre diversas bases de Pax causó daños a muchas plataformas civiles. Gregorius se ha convertido en una especie de alcalde o gobernador de la región del litoral medio. Contra sus deseos, debo aclarar. Al sargento nunca le interesó el mando… de lo contrario, habría sido oficial hace muchos años.

—Hablando de mando, ¿quién está a cargo de todo esto? —Señalo las ruinas, la carretera con sus vehículos, el VEM que se aproxima por la orilla este.

—Todo el sistema de Pacem está bajo la gobernación provisional de un ex ejecutivo de Pax Mercantilus llamado Kenzo Isozaki —dice el padre De Soya—. Su cuartel general está en las ruinas del viejo Torus Mercantilus, pero visita el planeta con frecuencia.

—¿Isozaki? —pregunto sorprendido—. La última vez que lo vi, cuando preparaba mi relato, participaba en el ataque contra el Árbol Estelar.

—Así es. Pero ese ataque todavía estaba en marcha cuando ocurrió el Momento Compartido. Reinaba mucha confusión. Elementos de la flota de Pax se juntaron con Lourdusamy y los suyos, mientras que otros lucharon para detener la matanza, algunos encabezados por Kenzo Isozaki, que tenía el título de comandante de la Orden de los Caballeros de Jerusalén. Los efectivos leales a Pax conservaron la mayoría de las naves arcángel, pues no se podían usar sin resurrección. Isozaki trajo más de cien naves Hawking a Pacem y expulsó a los últimos atacantes del Núcleo.

—¿Es un dictador? —pregunto, sin que me importe demasiado. No es mi problema.

—En absoluto —dice Kee—. Isozaki se ha hecho cargo provisionalmente de las cosas con la ayuda de consejos electos de cada uno de los cantones de Pacem. Es excelente en logística, algo que necesitamos. Entretanto, las zonas locales están llevando las cosas bastante bien. Es la primera vez que hay una democracia auténtica en este sistema. Es frágil, pero funciona. Creo que Isozaki está contribuyendo a modelar una especie de sistema comercial capitalista con conciencia, para los días en que empecemos a desplazarnos libremente por el viejo espacio de Pax.

—¿Por libreyección? —pregunto.

Los tres hombres asienten.

Sacudo la cabeza de nuevo. Cuesta imaginar el futuro próximo: millones de personas libres de moverse de mundo en mundo sin naves espaciales ni teleyectores. Millones capaces de comunicarse tocando el Vacío con el corazón y la mente. Será como en pleno auge de la Red de Mundos de la Hegemonía, pero sin los portales teleyectores ni los transmisores ultralínea del Núcleo. No, comprendo de inmediato, no será como en los días de la Hegemonía. Será totalmente diferente. Algo sin precedentes en la historia humana. Aenea ha cambiado todo para siempre.

—¿Te marchas hoy, Raul? —pregunta el padre Duré con su suave acento francés.

—En cuanto termine este sabroso café. —El sol me entibia los brazos desnudos y el cuello.

—¿Adonde irás? —pregunta De Soya.

No sé qué responder. No tengo idea. ¿Dónde buscaré al hijo de Aenea? ¿Y si el Observador se ha llevado al niño a un sistema distante adonde no puedo llegar por libreyección? ¿Y si han regresado a Vieja Tierra? ¿Puedo saltar ciento sesenta mil años-luz? Aenea lo hizo. Pero tal vez ella tuviera la ayuda de los leones y tigres y osos. ¿Algún día podré oír esas voces en el complejo coro del Vacío? Todo parece demasiado vasto, vago e irrelevante.

—No sé adonde iré —digo con voz de niño perdido—. Me dirigía a Vieja Tierra porque Aenea deseaba que yo esparciera sus cenizas… —Avergonzado de mi desborde emocional, señalo la montaña de piedra derretida que era el Castel Sant'Angelo—. Tal vez regrese a Hyperion para ver a Martin Silenus. —Antes que se muera, añado en silencio.

Los tres permanecemos de pie, sirviéndonos las últimas gotas de café frío y sacudiéndonos las últimas migas de los deliciosos panecillos. De pronto tengo un pensamiento obvio.

—¿Alguien desea venir conmigo? —pregunto—. ¿O ir a otra parte? Creo que recordaré cómo libreyectarme… y Aenea nos llevaba cogiéndonos de la mano. No, ella libreyectó todo el Yggdrasill con su mera voluntad.

—Si vas a Hyperion —dice De Soya—, tal vez desee acompañarte. Pero primero quiero mostrarte algo.

Sigo al sacerdote hasta la aldea y su pequeña iglesia. En la sacristía, donde apenas hay espacio para un ropero de madera y el pequeño altar secundario donde se guardan las hostias sacramentales y el vino, De Soya corre una cortina y saca un cilindro de metal más pequeño que un termo de café. Me lo ofrece y estoy a punto de aceptarlo, pero de pronto me detengo, incapaz de tocarlo.

—Sí —dice el sacerdote—. Las cenizas de Aenea. Lo que pudimos recobrar. Me temo que no es mucho.

Con dedos trémulos, sin poder tocar el cilindro de metal, tartamudeo:

—¿Cómo? ¿Cuándo?

—Antes del ataque final del Núcleo —murmura De Soya—. Algunos de los que liberamos a los prisioneros consideramos prudente rescatar los restos de nuestra amiga. Algunos deseaban encontrarlos para usarlos como reliquias sagradas, el comienzo de otro culto. Pensé que Aenea no habría querido eso. ¿Estaba en lo cierto, Raul?

—Sí —digo, las manos trémulas. No puedo tocar el cilindro, casi no puedo hablar—. Totalmente. Ella habría odiado eso. Habría repudiado la idea. Muchas veces comentamos que era una tragedia que los acólitos hubieran tratado a Buda como un dios y sus restos como reliquias. Buda también pidió que cremaran su cuerpo y esparcieran sus cenizas…

—Sí —dice De Soya. Saca una bolsa de lona negra del armario y guarda el cilindro. Se echa la bolsa al hombro—. Yo puedo llevar esto, si vamos a viajar juntos.

—Gracias —es todo lo que puedo decir. No puedo conciliar la vida, la energía, la piel y los ojos brillantes y el limpio aroma femenino de Aenea, su contacto, su risa, su voz, su cabello y su presencia física con ese cilindro de metal. Bajo mi mano para que el sacerdote no vea cómo tiembla.

—¿Preparado? —pregunto al fin.

De Soya asiente.

—Por favor, permíteme avisar a algunos amigos que estaré ausente por unos días. ¿Será posible que luego me dejes aquí durante tu viaje, dondequiera vayas?

Pestañeo desconcertado. Claro que será posible. Había pensado que la despedida de hoy sería definitiva, un viaje interestelar. Pero Pacem, todo el universo conocido, nunca estará a más de un paso de distancia mientras viva. Si recuerdo cómo oír la música de las esferas para libreyectarme de nuevo. Si puedo llevar a alguien conmigo. Si no fue un regalo transitorio que he perdido sin saberlo. Ahora me tiembla todo el cuerpo. Me digo que es el exceso de café.

—Sí, ningún problema. Iré a charlar con el padre Duré y Bassin mientras usted se prepara.

El viejo jesuita y el joven soldado están en el linde de un maizal, discutiendo si es el momento óptimo para recoger las mazorcas. Paul Duré admite que ansia recogerlas pronto porque le encanta el maíz. Sonríen cuando me acerco.

—¿El padre De Soya irá contigo? —pregunta Duré.

Asiento.

—Envía mis más cálidos saludos a Martin Silenus —dice el jesuita—. El y yo compartimos algunas experiencias interesantes, hace mucho y a mundos de distancia. He oído hablar de sus Cantos, pero confieso que odio la idea de leerlos. Entiendo que las leyes de prohibición de la Hegemonía han caducado.

—Creo que se ha aferrado a la vida tanto tiempo sólo para concluir esos Cantos —murmuro—. Ahora nunca lo hará.

El padre Duré suspira.

—Toda una vida no basta para los que desean crear, Raul. O para los que simplemente desean comprenderse a sí mismos, comprender su vida. Tal vez sea la maldición de la condición humana, pero también es una bendición.

—¿Por qué? —pregunto, pero antes de que Duré pueda responder, el padre De Soya y varios aldeanos se acercan y me rodean con su cháchara, sus despedidas y sus invitaciones para que regrese. Miro la bolsa negra y sé que el sacerdote ha puesto allí otras cosas además del tubo que contiene las cenizas de Aenea.

—Una nueva sotana —dice De Soya, siguiendo mi mirada—. Ropa interior limpia, calcetines. Algunos melocotones. Mi Biblia, el misal y los elementos esenciales para la misa. No sé cuándo regresaré. —Señala a los que nos rodean—. No recuerdo exactamente cómo se hace esto. ¿Necesitamos más espacio?

—No creo. Es preciso que haya contacto físico entre nosotros. Al menos para este primer intento. —Estrecho la mano de Kee y Duré—. Gracias.

Kee sonríe y retrocede como si yo fuera a elevarme sobre el chorro llameante de un cohete. El padre Duré me aferra el hombro por última vez.

—Creo que nos veremos de nuevo, Raul Endymion —dice—. Aunque tal vez no hasta dentro de un par de años.

No entiendo. He prometido regresar con De Soya dentro de unos días. Pero asiento como si entendiera, sacudo la mano del sacerdote por última vez y me alejo.

—¿Nos cogemos de la mano? —dice De Soya.

Apoyo la mano en el hombro del sacerdote, tal como Duré apoyó la suya en el mío hace un instante, y me cercioro de tener bien sujeta la pizarra.

—Así bastará.

—¿Homofobia? —pregunta De Soya con sonrisa picara.

—Renuencia a parecer idiota con más frecuencia de la necesaria —respondo, y cierro los ojos, seguro de que la música de las esferas no estará allí esta vez, que me habré olvidado por completo de dar ese paso en el Vacío. Bien, pienso, aquí el café y la conversación son agradables, si debo quedarme para siempre.

La luz blanca nos rodea y nos devora.