No había reloj ni calendario en mi celda. No sé cuántos días, semanas o meses estándar estuve más allá de la cordura. Quizá pasé muchos días sin dormir o dormí durante semanas seguidas. Es difícil o imposible saberlo.
Pero con el tiempo, como el cianuro y las leyes del azar cuántico seguían perdonándome día a día, hora a hora, minuto a minuto, inicié esta narración. No sé por qué mis verdugos me dejaron pizarra y pluma y la posibilidad de imprimir algunas páginas de micropergamino reciclado. Tal vez vieron la posibilidad de que el condenado escribiera su confesión o usara la pizarra como un modo impotente de despotricar contra sus jueces y carceleros. O tal vez consideraron que la narración de un condenado acerca de sus pecados y heridas, sus alegrías y tristezas, sería un castigo adicional. Y quizás en cierto modo lo fue.
Pero también fue mi salvación. Al principio me salvó de la locura y la autodestrucción, cuando sufría una pena y un remordimiento intolerables. Luego salvó mis recuerdos de Aenea, sacándolos del pantano del horror ante su muerte terrible para llevarme al terreno más firme de nuestros días compartidos, de su alegría de vivir, su misión, nuestros viajes y su complejo pero directo mensaje para mí y para toda la humanidad. Con el tiempo simplemente salvó mi vida. Poco después de iniciar la narración, descubrí que podía compartir los pensamientos y actos de cualquiera de los participantes de nuestra larga odisea y fallida lucha. Supe que esto estaba en función de aquello que Aenea me había enseñado a través de la conversación y la comunión. Al aprender el idioma de los muertos y el idioma de los vivos, aún encontraba a los muertos en mis sueños y ensueños. Mi madre me hablaba a menudo, y saboreé el dolor y la sabiduría de muchos otros que habían vivido y muerto tiempo atrás, pero ahora no me obsesionaban estas almas perdidas, sino las que tenían una visión paralela de las experiencias que viví en tantos años con Aenea.
Nunca creí, mientras aguardaba la muerte en mi celda de Schrödinger, que podría oír los pensamientos actuales de los vivos. Pensé que el casco de energía del huevo orbital lo impedía. Pero pronto aprendí a silenciar el clamor de esas incontables voces antiguas que resonaban en el Vacío Que Vincula para concentrarme en el recuerdo de aquellos —tanto muertos como presuntamente vivos— que habían formado parte de la historia de Aenea. Así entreví las ideas y motivaciones de seres tan alejados de mi modo de pensar que eran literalmente alienígenas: los cardenales Simón Augustino Lourdusamy y John Domenico Mustafa, Lenar Hoyt en sus encarnaciones como papa Julio y papa Urbano XVI, los ejecutivos de Mercantilus como Kenzo Isozaki y Anna Pelli Cognani, sacerdotes y guerreros como el padre De Soya, el sargento Gregorius, la capitana Marget Wu y el oficial ejecutivo Hoag Liebler. Algunos de los personajes de mi historia están presentes en el Vacío Que Vincula como cicatrices, agujeros, ausencias —las criaturas Nemes, y también Albedo y las demás entidades del Núcleo—, pero pude rastrear algunos movimientos y actos de estos seres por el desplazamiento de esa oquedad en la matriz de emoción sentiente que era el Vacío, así como uno vería el contorno de un hombre invisible bajo la lluvia. Así, además de escuchar los suaves murmullos de los muertos humanos, pude reconstruir la matanza de inocentes perpetrada por Rhadamanth Nemes en Sol Draconi Septem y oír los susurros sibilantes y presenciar los actos mortíferos de Scylla, Gyges, Briareus y Nemes en Vitus-Gray-Balianus B. Por desagradables y desconcertantes que fueran estos descensos en el vacío moral y la pesadilla mental, quedaban equilibrados por el reencuentro con la calidez de amigos como Dem Loa, Dem Ria, el padre Glaucus, Het Masteen, A. Bettik y todos los demás. Busqué a muchos protagonistas del relato sólo con mi propia memoria, gentes maravillosas como Lhomo Dondrub, a quien vi por última vez volando con sus alas de pura luz en su gallarda y desesperada batalla contra las naves de Pax, y Rachel, viviendo la segunda de varias vidas que estaba destinada a llenar de aventuras, y la regia Dorje Phamo y el sabio Dalai Lama. De este modo, yo usaba el Vacío Que Vincula para oír mi propia voz, para aclarar los recuerdos más allá de la capacidad de mi memoria, y en ese sentido me veía a menudo como un personaje menor de mi propia historia, un zopenco que seguía los acontecimientos en vez de provocarlos, que no hacía las preguntas debidas o que aceptaba respuestas inadecuadas. Pero también vi al torpe Raul Endymion de mi narración como un hombre que descubría el amor con una persona a quien había esperado toda su vida, y en ese sentido su dócil acatamiento era a menudo compensado por su voluntad de dar la vida sin vacilar por su querida amiga.
Aunque sé sin lugar a dudas que Aenea está muerta, nunca busqué su voz en el coro de los que hablan el idioma de los muertos.
Sentía su presencia en el Vacío Que Vincula, sentía su contacto en la mente y el corazón de todas las buenas gentes que participaron en nuestra odisea o cuya vida cambió para siempre en nuestra larga lucha con Pax. Mientras aprendía a acallar el estridente clamor y a escoger voces específicas en el coro de los muertos, comprendí que a menudo visualizaba estas resonancias humanas en el Vacío como estrellas, algunas borrosas pero visibles cuando uno sabía adonde mirar, otras resplandecientes como supernovas, otras que existían en combinaciones binarias con otras ex almas vivientes, o fijadas para siempre en una constelación de amor y relación con individuos determinados, otras —como Mustafa, Lourdusamy y Hoyt— consumidas y arrasadas por la implosiva gravedad de su ambición, codicia o afán de poder, perdiendo su esplendor humano mientras se precipitaban a agujeros negros del espíritu.
Pero Aenea no era una de esas estrellas. Era como la luz solar que nos bañaba durante una caminata en un cálido día de primavera en los prados de Taliesin Oeste: constante, difusa, irradiada desde un solo punto pero capaz de entibiar todo lo que nos rodeaba, una fuente de luz y energía. Y así, cuando llega el invierno o cae la noche, la ausencia de esa luz solar trae frío y oscuridad y esperamos la primavera o la mañana.
Pero sabía que no habría un mañana para Aenea, ninguna resurrección para ella y nuestro amor. El gran poder de su mensaje es que la versión Pax de la resurrección era una mentira, tan estéril como las inyecciones de control de natalidad administradas por Pax. En un universo finito de aspirantes a inmortales, casi no hay espacio para los niños. El universo de Pax era ordenado y estático, inmutable y yermo. Los niños traen caos y desorden y un potencial infinito para el futuro, algo que era anatema para Pax.
Mientras pensaba en esto y reflexionaba sobre el último regalo de Aenea —el antídoto para la implantación de control de natalidad— me pregunté si había sido un gesto metafórico. Esperaba que Aenea no sugiriese que lo usara literalmente, que encontrara otro amor, una esposa, y tuviera hijos con otra. En una de nuestras conversaciones, habíamos hablado de eso —recuerdo que estábamos sentados en su refugio de Taliesin, mientras el viento nocturno nos traía el aroma de las yucas y las prímulas—, de esa extraña elasticidad del corazón humano para encontrar nuevas relaciones, nuevas personas con quienes compartir la vida, nuevos potenciales. Pero esperaba que el regalo de la fertilidad, en esos últimos minutos que compartimos en la Basílica de San Pedro, fuera una metáfora del regalo más vasto que ella había dado a la humanidad, la opción del caos y la turbulencia, los caminos maravillosos y desconocidos. Si era un regalo literal, la sugerencia de que yo encontrara un nuevo amor y tuviera hijos con otra, Aenea no me conocía en absoluto. Al escribir esta narración, había visto a través de los ojos de otros que Raul Endymion era un tío simpático, de fiar, torpemente valiente en ocasiones, pero nada famoso por su perspicacia ni su inteligencia. Pero con las luces necesarias para saber con certeza que este amor había sido suficiente en mi vida, y llegué a comprender —al transcurrir los días y las semanas y los meses, en mi celda de condenado adonde la muerte no llegaba— que si por milagro regresaba al universo de los vivos, buscaría de nuevo la alegría, la risa y la amistad, pero ni una pálida sombra del amor que había sentido. No tendría hijos. No.
Por unos días maravillosos, mientras escribía el texto, me convencí de que Aenea había regresado de la muerte, que se había producido un milagro. Estaba en esa parte de mi relato donde habíamos llegado a Vieja Tierra —atravesando el teleyector de Bosquecillo de Dios después del encontronazo con la primera Nemes— y terminaba esa sección describiendo nuestra llegada a Taliesin Oeste.
La noche en que terminé esa primera parte de nuestra historia, soñé que Aenea había ido a verme en la celda de Schrödinger, había dicho mi nombre en la oscuridad, me había tocado la mejilla y me había susurrado: «Nos iremos de aquí, querido Raul. No de inmediato, sino en cuanto termines tu narración. En cuanto lo recuerdes todo y lo comprendas todo». Al despertar descubrí que habían activado la pizarra y en sus páginas, en la inconfundible letra de Aenea, había una larga nota que incluía algunos fragmentos de poemas de su padre.
Durante días y semanas estuve convencido de que había sido una visita real, un milagro similar a los que habían presenciado, según los apóstoles, los discípulos originales después de la ejecución de Jesús. Trabajé en mi relato febrilmente, desesperado por verlo todo, registrarlo todo, comprenderlo todo. Pero el proceso me llevó meses, y en ese tiempo comprendí que la visita de Aenea debía haber sido otra cosa: mi primera experiencia de oír un susurro de mi amada entre las voces de los muertos en el Vacío, sin duda, y posiblemente un mensaje real de ella almacenado en la memoria de la pizarra y fijado para activarse cuando yo escribiera estas páginas. No era imposible. Mi querida amiga podía vislumbrar atisbos del futuro. Futuros, decía ella, enfatizando el plural. Era posible que hubiera guardado esa hermosa nota en una pizarra y luego se cerciorase de que el instrumento se incluyera en mi celda de Schrödinger.
O bien (y ésta es la explicación que he llegado a aceptar) yo mismo escribí esa nota mientras estaba totalmente sumergido, «poseído» sería mejor palabra, en la personalidad de Aenea, mientras buscaba su esencia en el Vacío y en mis recuerdos. Esta teoría es la menos grata para mí, pero congenia con la única opinión que expresó Aenea acerca del trasmundo, basada en la tradición judaica de creer que la gente sigue viviendo después de la muerte sólo en el corazón y el recuerdo de aquellos a quienes amaron, a quienes sirvieron y a quienes salvaron.
De cualquier modo, escribí durante más meses, comencé a ver la verdadera inmensidad —y futilidad— de la valiente búsqueda de Aenea y su desesperado sacrificio, y entonces concluí mis frenéticos escritos, encontré el coraje para describir la terrible muerte de Aenea y mi propia impotencia mientras ella moría; sollocé mientras imprimía las últimas páginas de micropergamino, las leí, las reciclé, ordené a la pizarra que conservara toda la narración en su memoria y cerré la pizarra por lo que creí la última vez.
Aenea no apareció. No me liberó de mi cautiverio. Estaba muerta. Sentí su ausencia en el universo tan claramente como había sentido las resonancias del Vacío Que Vincula desde mi comunión.
Así que me acosté en mi celda de Schrödinger, traté de dormir, me olvidé de comer y esperé la muerte.
Algunas de mis exploraciones entre las voces de los muertos habían llevado a revelaciones que no tenían relevancia directa en mi narración. Algunas eran personales y privadas, ensoñaciones donde mi difunto padre cazaba con sus hermanos, por ejemplo, y que mostraban la generosidad de ese hombre parco que yo no había conocido, o crónicas de crueldad humana que, como los recuerdos de Jacob Schulmann del olvidado siglo veinte, actuaban sólo como subtexto para mi comprensión profunda de la barbarie de hoy.
Pero otras voces…
Había concluido la narración de mi vida con Aenea y esperaba la muerte, durmiendo cada vez más, esperando que el acontecimiento cuántico decisivo ocurriera mientras yo dormía, consciente del texto guardado en la memoria de mi pizarra y preguntándome si alguien hallaría alguna vez un modo de entrar en mi celda de Schrödinger sin hacerla estallar y encontraría mi relato, quizá dentro de siglos, cuando me dormí de nuevo y tuve este sueño. Supe de inmediato que no era un sueño común —ese baile ondulatorio de posibilidades— sino la llamada de una de las voces de los muertos.
En mi sueño, el cónsul de la Hegemonía tocaba el Steinway en el mirador de su nave espacial de ébano —esa nave que yo conocía tan bien— mientras grandes saurios verdes bramaban en los pantanos cercanos. Estaba tocando Schubert. No reconocí el mundo que se veía por el mirador, pero era un lugar de plantas enormes y primitivas, majestuosos nubarrones y rugidos estremecedores.
El cónsul era un hombre más menudo de lo que yo había imaginado. Cuando terminó de tocar, guardó silencio un instante en el crepúsculo hasta que la nave habló con una voz que no reconocí, una voz más inteligente y más humana.
«Muy bonito —dijo la nave—. Realmente muy bonito».
—Gracias, John —dijo el cónsul, levantándose y cerrando el mirador. Comenzaba a llover.
«¿Todavía insistes en ir a cazar por la mañana?», preguntó la voz de la nave, que no era la voz que yo le conocía.
—Sí —dijo el cónsul—. Es algo que hago aquí en ocasiones.
«¿Te gusta el sabor de la carne de dinosaurio?», preguntó la IA de la nave.
—En absoluto. Totalmente indigesta. Pero disfruto de la cacería.
«Quieres decir del riesgo».
—Eso también. —El cónsul rió entre dientes—. Aunque soy prudente.
«¿Y si mañana no regresas de la cacería?», preguntó la nave. Era la voz de un joven con acento británico de Vieja Tierra.
El cónsul se encogió de hombros.
—Hemos pasado más de seis años explorando los viejos mundos de la Hegemonía. Conocemos la historia… caos, guerra civil, hambre, fragmentación. Hemos visto el fruto de la Caída de los Teleyectores.
«¿Crees que Gladstone se equivocó al ordenar ese ataque?».
El cónsul se sirvió un brandy y lo llevó a la mesa de ajedrez, cerca de la biblioteca. Se sentó y miró las piezas del juego, ya trabadas en batalla en el tablero.
—En absoluto —dijo—. Hizo lo correcto. Pero el resultado es triste. Pasarán décadas, quizá siglos hasta que la Red comience a cobrar una nueva forma. —Había calentado el brandy mientras hablaba. Bebió un sorbo—. ¿Quieres que terminemos la partida, John?
Un holo apareció en el asiento de enfrente. Era un joven apuesto de ojos claros y castaños, frente baja, mejillas huecas, nariz compacta, mandíbula firme y una boca ancha que sugería una virilidad serena y cierta hostilidad. El joven usaba blusa amplia y pantalones ceñidos. Tenía un cabello castaño rojizo, espeso y muy rizado. El cónsul sabía que una vez habían descrito a su huésped como poseedor de un «rostro vivaz y seductor» y lo atribuía a la elocuente expresividad que acompañaba la gran inteligencia y vitalidad del joven.
«Tu turno», dijo John.
El cónsul estudió sus opciones y movió un alfil.
John respondió de inmediato, señalando un peón que el cónsul movió obedientemente. El joven lo miró con franca curiosidad.
«¿Y si no regresas mañana de la cacería?», insistió.
Arrancado de su ensoñación, el cónsul sonrió.
—Entonces la nave es tuya. Obviamente es tuya de todos modos. —Hizo retroceder el alfil—. ¿Qué harás, John, si aquí terminan nuestros viajes juntos?
John le indicó que moviera su torre y respondió.
«Llevarla de vuelta a Hyperion. Programarla para regresar con Brawne si todo está bien. O posiblemente con Martin Silenus, si el viejo aún está vivo y trabajando en sus Cantos».
—¿Programarla? —le preguntó el cónsul, mirando el tablero—. ¿Quieres decir que dejarías la IA de la nave? —Movió el alfil en diagonal.
«Sí —dijo John, pidiéndole que hiciera avanzar su peón—. Lo haré en los próximos días, de todos modos».
El cónsul miró el tablero, miró el holograma que tenía enfrente, miró de nuevo el tablero.
—¿Adonde irás? —preguntó, y movió la dama para proteger su rey.
«De vuelta al Núcleo», dijo John, moviendo la torre dos casillas.
—¿Para enfrentarte de nuevo con tu creador? —preguntó el cónsul, atacando de nuevo con el alfil.
John negó con la cabeza. Tenía un porte elegante y la costumbre de apartarse los rizos de la frente con un grácil movimiento de la cabeza.
«No —murmuró—, para crear revuelo entre las entidades del Núcleo. Para acelerar sus incesantes guerras civiles y rivalidades intestinas. Para ser lo que mi original fue para la comunidad poética, un factor irritante». Señaló el movimiento de su caballo restante.
El cónsul evaluó la maniobra, consideró que no era una amenaza y miró su alfil.
—¿Por qué? —preguntó al fin.
John sonrió de nuevo y señaló el cuadrado donde debía aparecer su torre.
«Mi hija necesitará esa ayuda dentro de pocos años —dijo. Rió entre dientes—. Bien, dentro de doscientos setenta y pico de años. Jaque mate».
—¿Qué? —exclamó el cónsul, estudiando el tablero—. No puede ser…
John esperó.
—Maldición —masculló el cónsul, tumbando su rey—. ¡Maldición, condenación!
«Sí —dijo John, extendiendo la mano—. Gracias de nuevo por una grata partida. Y espero que la cacería de mañana te resulte mejor».
—Maldición —repitió el cónsul, y sin pensar intentó estrechar la mano del holograma. Por centésima vez sus dedos sólidos atravesaron la palma insustancial del otro—. Maldición.
Esa noche, en la celda de Schrödinger, desperté con dos palabras vibrando en mi mente.
—¡El hijo!
El conocimiento de que Aenea había estado casada antes de nuestra relación, el conocimiento de que había tenido un hijo, ardía en mi alma y mis entrañas como una brasa, pero salvo por mi obsesiva curiosidad por el quién y el porqué —una curiosidad no satisfecha al interrogar a A. Bettik, Rachel y los demás que la habían visto partir durante su odisea, que ignoraban adonde había ido y con quién— no había considerado la realidad de ese hijo, vivo en alguna parte del mismo universo que yo habitaba. Su hijo. La idea me daba ganas de llorar por varios motivos.
«El niño no está en un sitio donde yo pueda encontrarlo», había dicho Aenea.
¿Dónde estaría ahora? ¿Qué edad tendría? Me senté en mi catre y reflexioné. Aenea acababa de cumplir veintitrés años estándar cuando falleció. Corrección: cuando fue brutalmente asesinada por el Núcleo y sus títeres de Pax. Al cumplir los veinte había desaparecido un año, once meses, una semana y seis horas. El niño debía tener tres años estándar, más el tiempo que yo hubiera pasado en la celda de Schrödinger. ¿Ocho meses? ¿Diez? No lo sabía, pero si el niño estaba vivo… o la niña… Dios mío. Nunca le había preguntado a Aenea si era varón o mujer, y ella no lo había mencionado la única vez que habíamos hablado del asunto. Yo me había preocupado tanto por mi propio dolor y mi pueril sensación de injusticia que no había pensado en preguntárselo. Qué idiota había sido. El hijo o hija de Aenea ahora tendría cuatro años estándar. Caminaba, sin duda. Y hablaba. Por Dios, su hijo sería un ser humano racional a estas alturas, hablando, haciendo preguntas… muchas preguntas, si mis pocas experiencias con niños servían como pista… aprendiendo a pasear, pescar y amar la naturaleza…
Nunca había preguntado a Aenea el nombre de su hijo. Me ardieron los ojos y se me cerró la garganta con el doloroso reconocimiento de este hecho. De nuevo, ella no había querido hablar de esa época de su vida y yo no había preguntado, y en las semanas que compartimos después me convencí de que no quería contrariarla con preguntas que a ella la harían sentir culpable y a mí me harían sentir cruel. Pero Aenea no había demostrado culpa al hablarme de su boda y su hijo. Con franqueza, por eso yo me sentía tan furioso e inerme. Pero eso no había impedido que fuéramos amantes. Como decía la nota que yo había encontrado meses atrás, la nota que atribuía a Aenea, «amantes de quienes cantarían los poetas». La existencia de ese breve matrimonio y ese hijo no había impedido que nos sintiéramos como amantes que nunca habían experimentado esa emoción con otra persona.
Y tal vez ella no la había experimentado, comprendí. Yo siempre había pensado que su matrimonio se debía a una pasión repentina, un impulso, pero ahora lo veía de otra manera. ¿Quién era el padre? La nota de Aenea decía que ella me amaba prospectiva y retrospectivamente, que es precisamente lo que yo sentía por ella; era como si siempre la hubiera amado, como si hubiera esperado toda mi vida para descubrir la realidad de ese amor. ¿Y si el matrimonio de Aenea no hubiera obedecido al amor, la pasión o el impulso sino a la conveniencia? No, no es la palabra correcta. ¿Necesidad?
Los templarios, los éxters, la Iglesia de la Expiación Final y otros habían profetizado que la madre de Aenea, Brawne Lamia, tendría una hija, La Que Enseña, Aenea. Según los Cantos del viejo poeta, el día en que el segundo cíbrido John Keats murió físicamente y Brawne Lamia luchó para refugiarse en el Templo del Alcaudón, los devotos del Alcaudón habían cantado «Bendita sea la madre de nuestra salvación, bendita sea la herramienta de nuestra expiación». La salvación era Aenea misma.
¿Y si Aenea estaba destinada a tener un hijo para continuar este linaje de profetas, de mesías? Yo no había oído profecías de este tipo, pero durante los meses en que narraba la vida de Aenea había hecho un descubrimiento indiscutible: Raul Endymion era lento y torpe, habitualmente el último en entender. Tal vez hubiera profecías sobre otra La Que Enseña, o tal vez este hijo tuviera poderes diferentes y visiones que el universo y la humanidad estaban esperando. Obviamente yo no sería el padre de ese segundo mesías. La unión del segundo cíbrido John Keats y Brawne Lamia había sido, según Aenea, la gran conciliación entre los mejores elementos del TecnoNúcleo y la humanidad. Se habían necesitado las aptitudes y percepciones de las IAs y los seres humanos para crear la capacidad de ver directamente en el Vacío Que Vincula, para que la humanidad al fin aprendiera el idioma de los muertos y de los vivos. Empatía era otro nombre de esa aptitud, y Aenea había sido la Hija de la Empatía, si algún título le sentaba.
¿Quién podía ser el padre de su hijo?
La respuesta me golpeó como un rayo. Por un segundo quedé tan conmocionado por la lógica del asunto que estuve seguro de que el detector de partículas que operaba en la pared energética de mi prisión había detectado la emisión de una partícula y había liberado el cianuro. Qué ironía, comprender y morir en el mismo momento.
Pero no era el aire envenenado, sólo una fuerte certidumbre y el impulso aún más fuerte de actuar.
Había otro jugador en el ajedrez cósmico que Aenea y los demás habían jugado durante trescientos años, ese mítico Observador alienígena que Aenea había mencionado brevemente dentro de diversos contextos. Los leones y tigres y osos, seres tan poderosos que podían secuestrar la Vieja Tierra y llevarla a la Nube Magallánica Menor en vez de presenciar su destrucción, habían enviado —según Aenea— uno o más Observadores en los últimos siglos, entidades que, según mi interpretación de lo que había dicho Aenea, habían cobrado forma humana y habían estado entre nosotros todo el tiempo. Esto habría sido relativamente fácil durante la era de Pax, con la inmortalidad virtual del cruciforme. Y por cierto había otros que, como el antiguo poeta Martin Silenus, habían conservado la vida con una combinación de medicina de la Red de Mundos, tratamientos Poulsen y mera determinación.
Martin Silenus era viejo, tal vez el ser humano más viejo de la galaxia, pero sin duda no era el Observador. El autor de los Cantos era demasiado empecinado, demasiado activo, demasiado visible para el público, demasiado soez y demasiado irritante para ser el frío delegado de especies alienígenas tan poderosas que podían destruirnos en un abrir y cerrar de ojos. O eso suponía yo.
Pero en alguna parte —tal vez alguna parte que nunca había visitado y no podía imaginar— ese Observador había estado esperando y observando con forma humana. Tenía sentido que Aenea hubiera sido obligada —por la profecía, y también por esa necesidad de una evolución humana sin obstáculos que ella predicaba— a teleyectarse a ese mundo distante donde el Observador esperaba, lo conociera, copulara con él y llevara ese niño al universo. Así se reconciliarían el Núcleo, la humanidad y esos distantes Otros.
La idea era perturbadora, angustiosa para mí, pero también estimulante.
Yo conocía a Aenea. Su hijo sería un niño humano, lleno de vida, alegría y un amor por todo, desde la naturaleza hasta los viejos holodramas. Yo nunca había entendido que Aenea hubiera dejado a su hijo, pero ahora comprendía que ella no había tenido elección. Conocía el terrible destino que la esperaba en la mazmorra del Castel Sant'Angelo. Sabía que moriría por la tortura y el fuego, rodeada por enemigos inhumanos y por las réplicas de Nemes. Lo sabía desde antes de nacer.
Esto me aflojó las rodillas. ¿Cómo podía mi querida amiga haber reído conmigo, encarado el futuro con feliz optimismo, celebrado la vida tan plenamente, cuando sabía que cada día la acercaba más a esa muerte espantosa? Me asombraba esa fuerza de voluntad. Yo no la tenía. Aenea sí.
¿Pero no podía haber mantenido al niño consigo, sabiendo cuándo y cómo llegaría ese terrible final? Supuestamente, pues, el padre estaba criando al hijo. El Otro con forma humana. El Observador.
Esto me resultó aún más perturbador que mis revelaciones anteriores. Tuve la certeza adicional de que Aenea habría querido que yo cumpliera alguna función en la vida de su hijo si lo hubiera creído posible. Sus atisbos de futuros posibles presuntamente terminaban con su propia muerte. Tal vez no sabía que yo no sería ejecutado en el momento. Pero también me había pedido que esparciera sus cenizas en Vieja Tierra, lo cual suponía mi supervivencia. Tal vez le había parecido excesivo pedirme que yo encontrara a su hijo y lo ayudara a crecer, que contribuyera a protegerlo en un universo hostil.
Noté que estaba llorando, no suavemente, sino con sollozos convulsivos. Era la primera vez que lloraba así desde la muerte de Aenea. Extrañamente, no era sólo el dolor por la ausencia de Aenea, sino el pensar en esta segunda oportunidad de asir la mano de un niño como había asido la de Aenea cuando tenía doce años, de proteger al hijo de mi amada como había tratado de proteger a mi amada.
Y fracasado, me recordé, condenándome a mí mismo.
Sí, al final había fracasado en la misión de proteger a Aenea, pero ella sabía que yo fracasaría, y que ella fracasaría en su propósito de destruir Pax. Me había amado y había amado la vida aun sabiendo que fracasaríamos.
No había motivos para fracasar con ese otro niño. Tal vez el Observador agradeciera mi ayuda, mi voluntad de compartir la experiencia humana con ese niño, ciertamente más que humano. Podía afirmar con cierta certidumbre que nadie había conocido a Aenea mejor que yo. Eso sería importante para la crianza del niño, el nuevo mesías. Le llevaría la narración que aguardaba en mi pizarra y compartiría sus fragmentos con la niña o niño mientras crecía, y un día se la daría toda.
Cogí la pizarra y caminé por mi celda. Estaba el pequeño problema de mi ineludible ejecución. Nadie vendría a rescatarme. La cáscara explosiva del huevo había decidido eso, y si hubiera existido un modo de resolver ese problema, ya habría llegado alguien. Era el colmo de la improbabilidad y la buena suerte que yo hubiera sobrevivido tanto tiempo cuando cada pocas horas la muerte arrojaba los dados mientras el detector olfateaba la emisión de partículas. Había vencido las leyes del azar cuántico por mucho tiempo, pero mi suerte no podía durar.
Me detuve.
Había cuatro pasos en las enseñanzas de Aenea acerca de la nueva relación de nuestra especie con el Vacío Que Vincula. Aun antes de entrar en mi celda yo había experimentado, aunque no dominado, el idioma de los muertos y de los vivos. Al escribir la narración había demostrado que podía tener acceso al Vacío para recibir viejos recuerdos de los vivientes, aunque la cáscara interfiriese en mi capacidad para averiguar qué sucedía con amigos como el padre De Soya, Rachel, Lhomo o Martin Silenus.
Aunque quizá no hubiera interferencia. Quizá yo me hubiera negado subconscientemente a tratar de comunicarme con el mundo de los vivos, salvo cuando se trataba de recuerdos de Aenea, pues sabía que ahora habitaba el mundo de los muertos.
Ya no. Quería largarme de aquí.
Había otras dos etapas que Aenea había mencionado en sus enseñanzas, sin explicarlas del todo: oír la música de las esferas y dar el primer paso.
Ahora comprendía ambos conceptos. Sin ver cómo se libreyectaba Aenea, y sin ese gran torrente de comprensión gestáltica que me había bañado al compartir su terrible muerte, no lo habría comprendido. Pero ahora sí.
Yo había pensado en oír la música de las esferas como una especie de radiotelescopio paranormal, en oír los crujidos y silbidos de los astros como los radiotelescopios lo habían hecho durante once siglos. Pero comprendí que Aenea no se refería a eso. Ella no abría los oídos a los astros sino a la resonancia de las personas, humanas o no, que moraban entre esos astros. Había usado el Vacío como una suerte de radiofaro direccional antes de libreyectarse.
Muchas de sus libreyecciones no tenían sentido para mí. Los teleyectores controlados por el Núcleo eran toscos agujeros abiertos en el Vacío —y en consecuencia en el espaciotiempo—, y los portales eran como esas toscas pinzas que mantenían abiertos los bordes de una herida en los viejos tiempos de la cirugía con escalpelo. Ahora comprendía que el método de Aenea era infinitamente más grácil.
En esos días en que Aenea y yo nos libreyectábamos a las superficies planetarias y de un sistema estelar al otro en el Yggdrasill, me preguntaba cómo había impedido que apareciéramos dentro de una colina o cincuenta metros sobre la superficie, o que la nave arbórea se materializara dentro de una estrella. Me parecía que la libreyección a ciegas, como los saltos Hawking sin planificar, serían arriesgados y desastrosos. Pero siempre aparecíamos exactamente donde debíamos. Ahora entendía por qué.
Aenea oía la música de las esferas. Sentía la resonancia del Vacío Que Vincula, donde resuenan la vida sentiente y el pensamiento, y luego usaba la ilimitada energía del Vacío para dar ese primer paso. Para viajar por el Vacío hacia donde aguardaban esas voces. Aenea había dicho una vez que el Vacío aprovechaba la energía de los cuásares, de los centros explosivos de las galaxias, de los agujeros negros y la materia negra. Suficiente, tal vez, para mover algunas formas de vida orgánica por el espaciotiempo y depositarlas en el sitio indicado.
El amor era el primer motor del universo, decía Aenea. Había dicho en broma que ella sería la Newton que explicaría la física elemental de esa gran fuente energética. No había vivido para hacerlo.
Pero ahora yo veía a qué se refería y cómo funcionaba. Gran parte de la música de las esferas era creada por las elegantes armonías y cambios melódicos del amor. Libreyectarse adonde esperaba una persona amada. Aprender un lugar después de haber viajado allí con gente amada. Amar, ver nuevos lugares.
Comprendí por qué nuestros primeros meses compartidos habían sido lo que entonces parecían vagabundeos sin ton ni son de mundo en mundo: Mare Infinitus, Qom-Riyadh, Hebrón, Sol Draconi Septem, el mundo sin nombre donde habíamos dejado la nave, todos los demás, incluso Vieja Tierra. No había portales teleyectores en funcionamiento. Aenea nos había llevado a A. Bettik y a mí a esos lugares, tocándolos, oliendo el aire, sintiendo la luz solar en la piel, viéndolo todo con amigos, con alguien que amaba, aprendiendo la música de las esferas para poder ejecutarla después.
Y en cuanto a mi odisea personal —el kayak viajando de Vieja Tierra a Lusus, el planeta nuboso y los demás lugares—, Aenea había sido la energía que impulsaba la teleyección. Me enviaba a esos lugares para que yo pudiera saborearlos y algún día reencontrarlos por mi cuenta.
Yo había pensado —aun mientras escribía el relato en la pizarra que tenía bajo el brazo, en la celda de Schrödinger— que era simplemente un viajero en una serie de peripecias. Pero todo tenía un propósito. Había sido un amante viajando con mi amor —o hacia mi amor— a través de una partitura musical de mundos. Una partitura que tenía que aprender de memoria para poder tocarla de nuevo algún día.
Cerré los ojos en la celda de Schrödinger y me concentré, luego pasé de la concentración al estado de vacío mental que la meditación me había mostrado en T'ien Shan. Cada mundo tenía su propósito. Cada minuto tenía su propósito.
En ese vacío sin prisa, me abrí al Vacío Que Vincula y al universo donde él resonaba. No podría hacer esto, comprendí, sin comunión con la sangre de Aenea, sin los organismos nanotecnológicos que ahora habitaban en mis células y habitarían en las de mis hijos. No, pensé de inmediato, no mis hijos. Sino en las células de aquellos humanos que escapen del cruciforme. En las células de sus hijos. No podría hacer esto sin haberlo aprendido de Aenea. No podría haber oído las voces que oí entonces —coros más grandes de los que había oído antes— sin haber aguzado mi comprensión de la gramática y la sintaxis del idioma de los muertos y los vivos durante los meses que trabajé en mi relato mientras esperaba la muerte.
No podría hacer esto, comprendí, si fuera inmortal. Comprendí de una vez para siempre que este grado de amor a la vida y al prójimo no se concede a los inmortales sino a los que viven brevemente y a la sombra de la muerte y la pérdida.
Y mientras escuchaba los crecientes acordes de la música de las esferas, distinguiendo ahora voces individuales —la de Martin Silenus, aún vivo pero agonizante en mi mundo de Hyperion, la de Theo en el bello Alianza Maui, la de Rachel en Mundo de Barnard, la del coronel Kassad en el rojo Marte, la del padre De Soya en Pacem, e incluso los encantadores acordes de los muertos, Dem Ria en Vitus-Gray-Balianus B, el padre Glaucus en Sol Draconi Septem, mi madre, también en el lejano Hyperion—, oí también las palabras de John Keats en su voz, y en la de Martin Silenus, y en la de Aenea:
Tal es la vida humana: la guerra, los actos,
la decepción, la angustia,
las pugnas de la imaginación, lejos y cerca,
todo ello es humano; y contiene la virtud
de ser el aire, el sutil alimento,
de hacernos sentir la existencia, y mostrarnos
cuan muda es la muerte. Donde hay suelo crecen hombres
que serán maleza o flores; mas para mí
no hay hondura, donde echar raíces…
Pero lo contrario era verdad para mí en ese momento: había hondura de sobra donde echar raíces. En ese momento el universo se profundizó, la música de las esferas dejó de ser un coro para convertirse en una sinfonía tan triunfal como la Novena de Beethoven, y supe que siempre podría oírla cuando lo deseara o necesitara, siempre podría usarla para dar el paso necesario para ver a la que amaba, o bien para ir al lugar donde había estado con la que amaba, o bien para encontrar un lugar y amarlo por su propia belleza y riqueza.
Me sentí desbordado por la energía de los cuásares y los explosivos núcleos estelares. Fui arrastrado por olas de energía más desbordantes y líricas que alas de ángeles éxters deslizándose por corredores de luz solar. El casco de energía mortífera que era mi prisión y celda de ejecución ahora parecía ridículo, la broma original de Schrödinger, como si me hubieran encerrado con una soga para saltar en vez de una pared.
Salí de la caja de Schrödinger, salí del sistema de Armaghast.
Por un instante, sintiendo que los límites de la celda de Schrödinger caían para siempre, existiendo en ninguna parte y en todas partes del espacio, aunque físicamente intacto en mi cuerpo y mi pizarra, sentí una euforia tan embriagadora como el efecto vertiginoso de la teleyección en solitario. ¡Libre! ¡Estaba libre! La oleada de alegría era tan intensa que sentía ganas de llorar, de gritar ante la luz circundante de no espacio, de sumar mi voz al coro de voces de los vivos y los muertos, de cantar con las cristalinas sinfonías de las esferas que subían y bajaban como un oleaje acústico alrededor de mí. ¡Libre al fin!
Entonces recordé que la única razón para estar libre, la única persona que podía dar valor a esa libertad, se había ido. Aenea había muerto. La alegría de la fuga se disipó súbita y absolutamente, reemplazada por la sencilla pero profunda satisfacción de poner fin a tantos meses de encarcelamiento. El universo había perdido su color, pero al menos era libre de ir adonde quisiera en ese monótono reino.
¿Pero adónde iría? Flotando en luz, libreyectándome al universo con la pluma y la pizarra bajo el brazo, aún no me había decidido.
¿Hyperion? Había prometido a Martin Silenus que regresaría. Oí la fuerte resonancia de su voz en el Vacío, pasado y presente, pero no formaba parte del coro actual durante mucho tiempo. Sus días estaban contados. Pero no Hyperion. Todavía no.
¿El Árbol Estelar? Me asombró saber que aún existía en alguna forma, aunque la voz de Lhomo estaba ausente de la sinfonía coral. El lugar había sido importante para Aenea y para mí, y tenía que regresar alguna vez. Pero no ahora.
¿Vieja Tierra? Asombrosamente, oí claramente la música de esa esfera, en la voz de Aenea y la mía, en el canto de los amigos de Taliesin. La distancia no significaba nada en el Vacío Que Vincula. Allí el tiempo sazona pero no destruye. Pero no Vieja Tierra. Todavía no.
Oí partituras de posibilidades, partituras de voces que quería oír personalmente, gente a quien abrazar y con quien llorar, pero la música que más me atraía venía del mundo donde habían torturado y asesinado a Aenea. Pacem, sede de la Iglesia y nido de nuestros enemigos. Noté que Pacem ya no era la misma cosa. Sabía que en Pacem no encontraría nada de Aenea, sólo cenizas del pasado.
Pero ella me había pedido que llevara sus cenizas y las esparciera en Vieja Tierra, en el lugar donde mejor habíamos reído y amado.
Pacem. En el vórtice de la energía del Vacío, saliendo de la celda de Schrödinger pero sin existir en ninguna parte salvo como pura probabilidad cuántica, tomé una decisión y me libreyecté a Pacem.