31

He mentido.

Al principio de esta narración dije que no estaba con Aenea cuando la alcanzó su destino, implicando que ignoraba cuál era ese destino, y lo repetí hace un tiempo cuando escribí lo que creí sería la última entrega de esa narración.

Pero mentí por omisión, como diría un sacerdote de la Iglesia.

Mentí porque no quería hablar de ello, describirlo, revivirlo, creerlo. Pero ahora sé que debo hacer todas estas cosas. Lo he revivido cada hora de mi encarcelamiento en esta caja de Schrödinger. Lo he creído desde el momento en que compartí la experiencia con mi querida amiga, mi querida Aenea.

Conocía el destino de mi querida niña desde antes de que me alejaran del sistema de Pacem. Habiéndolo creído y revivido, debo comentarlo y describirlo, en aras de la verdad de esta narración.

Todo esto me llegó mientras estaba drogado y aturdido, sujeto a un tanque de alta gravedad a bordo de la lanzadera robot, una hora después de mi juicio inquisitorial de diez minutos en un asteroide de Pax, a diez minutos-luz de Pacem. En cuanto oí, sentí y vi estas cosas supe que eran reales, que estaban ocurriendo en el momento en que las compartí, y que sólo mi intimidad con Aenea y mi lento aprendizaje del idioma de los vivos me había permitido esa maravillosa comunión. Cuando la comunión terminó, me puse a gritar en el tanque, arrancando mis umbilicales de soporte vital y golpeando el tabique con la cabeza y los puños, hasta que el tanque lleno de agua se mancho con mi sangre. Traté de arrancarme la máscara osmótica que me cubría la cara como un parásito que me sorbiera el aliento; no pude arrancarla. Durante tres horas grité y protesté, golpeándome hasta caer en un estado de semiconciencia, reviviendo mil veces los momentos compartidos con Aenea, y entonces la nave robot me inyectó somníferos, el tanque de alta gravedad se vació, y caí en fuga criogénica mientras la nave-antorcha alcanzaba el punto de traslación para saltar al sistema de Armaghast.

Desperté en la caja de Schrödinger. La nave robot me había puesto en el satélite energético y lo había lanzado sin intervención humana. Durante unos instantes estuve desorientado, creyendo que los momentos compartidos con Aenea habían sido una pesadilla. Luego la realidad de esos momentos regresó y me puse a gritar de nuevo. Creo que no recobré la cordura durante meses.

He aquí lo que me llevó a la locura.

También se llevaron a Aenea sangrante e inconsciente de la Basílica de San Pedro, pero a diferencia de mí ella despertó al día siguiente y no estaba drogada ni aturdida. Recobró la conciencia, y yo compartí ese despertar con mayor claridad que cualquier recuerdo mío, tan nítido y real como un segundo conjunto de impresiones sensoriales, en una vasta habitación de piedra, de treinta metros de anchura y cincuenta de altura. En el techo había un cristal reluciente que parecía una claraboya, aunque Aenea sospechó que era una ilusión y que la habitación estaba en las honduras de un edificio más vasto.

Los enfermeros me habían limpiado para mi juicio de diez minutos mientras yo estaba inconsciente, pero nadie tocó las heridas de Aenea. Tenía el costado izquierdo de la cara lleno de magulladuras. Le habían arrancado la ropa y estaba desnuda, con los labios hinchados, el ojo izquierdo abotargado y entrecerrado, la visión del ojo derecho enturbiada por una contusión. Tenía cortes y cardenales en el pecho, los muslos, el antebrazo y el vientre. Algunos de estos cortes se habían cerrado, pero otros eran profundos y requerían suturas que nadie hizo. Aún sangraban.

Estaba sujeta a lo que parecía un esqueleto de hierro oxidado que colgaba de cadenas del vasto techo y que le permitía apoyar su peso pero la mantenía casi de pie, los brazos contra las vigas, un asterisco casi vertical de frío metal que le apretaba cruelmente las muñecas y los tobillos. Sus pies colgaban a diez centímetros del áspero suelo. Podía mover la cabeza. La habitación redonda estaba vacía salvo por un par de objetos. Había un cesto grande a la derecha, forrado de plástico. También a la derecha había una bandeja de metal oxidado con varios instrumentos: mondadientes y pinzas, cuchillas circulares, escalpelos, sierras de cirugía, un largo fórceps, alambre de púas, tijeras largas, tijeras dentadas, botellas de líquido oscuro, tubos de pasta, agujas, hilo grueso y un martillo. Aún más perturbadora era la rejilla redonda de dos metros y medio de diámetro que había debajo de ella, por la cual veía diminutas llamas azules ardiendo como luces de piloto. Había un tenue olor a gas.

Aenea tiró de las amarras, sintió la palpitación de sus muñecas y tobillos magullados, apoyó la cabeza en la viga de hierro. Tenía el pelo pegajoso y sentía una hinchazón en la coronilla y otra en la base del cráneo. Sentía náusea y procuró no vomitarse encima.

Al cabo de unos minutos, se abrió una puerta oculta en la pared de piedra y Rhadamanth Nemes entró y caminó hasta un lugar de la derecha. Una segunda Rhadamanth Nemes entró y se puso a la izquierda. Otras dos entraron y se pusieron atrás. No hablaron, y Aenea no les habló.

Pocos minutos después apareció el cardenal John Domenico Mustafa. Su imagen holográfica de tamaño natural titiló hasta cobrar solidez frente a Aenea. La ilusión de su presencia física era perfecta excepto por el hecho de que el cardenal estaba sentado en una silla que no estaba representada en el holograma, dando la ilusión de que flotaba en el aire. Mustafa parecía más joven y saludable que en T'ien Shan. Segundos después apareció el holo de un cardenal más corpulento con túnica roja, y luego el holo de un sacerdote delgado y tuberculoso. Un momento después, un hombre alto y apuesto vestido de gris entró por la puerta de la mazmorra y se acercó a los holos. Mustafa y el otro cardenal siguieron sentados en sillas invisibles mientras el holo del monseñor y del hombre de gris permanecían detrás de las sillas como sirvientes.

—M. Aenea —dijo el gran inquisidor—, permíteme presentar a su eminencia el cardenal Lourdusamy, secretario del Estado Vaticano, a su asistente el monseñor Lucas Oddi y a nuestro estimado consejero Albedo.

—¿Dónde estoy? —preguntó Aenea. Tuvo que repetir la frase, a causa de sus labios hinchados y su mandíbula magullada.

El gran inquisidor sonrió.

—Responderemos todas tus preguntas por el momento, querida. Y luego tú responderás las nuestras. Lo garantizo. Para responder tu primera pregunta, estás en la sala de entrevistas más profunda del Castel Sant'Angelo, en el margen derecho del Nuevo Tíber, cerca del Ponte Sant'Angelo, a poca distancia del Vaticano, en el mundo de Pacem.

—¿Dónde está Raul?

—¿Raul? —dijo el gran inquisidor—. Ah, te refieres a tu inservible guardaespaldas. Creo que acaba de concluir su propia reunión con el Santo Oficio y está a bordo de una nave, disponiéndose a salir de nuestro bonito sistema. ¿Él es importante para ti, querida? Podríamos hacer arreglos para que regrese al Castel Sant'Angelo.

—Él no es importante —murmuró Aenea, y después de mi primer segundo de dolor y angustia, sentí lo que ella pensaba por debajo: preocupación por mí, terror por mí, esperanza de que no me amenazaran a mí como recurso para doblegarla.

—Como desees —dijo el cardenal Mustafa—. Es a ti a quien deseamos entrevistar hoy. ¿Cómo te sientes?

Aenea no respondió.

—Bien —dijo el gran inquisidor—, no esperarás atacar al Santo Padre en la Basílica de San Pedro y salir impune.

Aenea murmuró algo.

—¿Qué has dicho, querida? No pudimos entender. —Mustafa tenía una sonrisa de sapo satisfecho.

—Yo… no… ataqué… al… papa.

Mustafa abrió las manos.

—Si insistes, M. Aenea… pero tus intenciones no parecían amistosas. ¿Qué tenías en mente al correr por el pasillo central hacia el Santo Padre?

—Advertirle —dijo Aenea. Mientras hablaba con el gran inquisidor, evaluaba sus lesiones: magulladuras graves pero nada roto, un corte en el muslo que necesitaba suturas, al igual que el corte en el pecho. Pero tenía algún problema. ¿Hemorragia interna? No lo creía. Le habían inyectado algo.

—¿Advertirle sobre qué? —dijo el cardenal Mustafa con voz meliflua.

Aenea movió la cabeza para mirar con su ojo bueno al cardenal Lourdusamy y al consejero Albedo. No dijo nada.

—¿Advertirle sobre qué? —repitió el cardenal Mustafa.

Como Aenea no respondió, el gran inquisidor le hizo una seña a uno de los clones de Nemes. La mujer se aproximó a Aenea, cogió la tijera más pequeña, reflexionó, dejó el instrumento en la bandeja, se arrodilló en la rejilla junto al brazo derecho de Aenea, curvó el dedo meñique de mi amada y se lo arrancó de una dentellada. Nemes sonrió, se incorporó y arrojó el dedo sanguinolento en el cesto.

Aenea gritó de sorpresa y dolor, y casi se desmayó. Nemes le untó el muñón con pasta de un tubo.

El holo del cardenal Mustafa parecía triste.

—No deseamos infligir dolor, querida mía, pero no vacilaremos en hacerlo. Responderás nuestras preguntas rápida y sinceramente, o más partes de ti terminarán en el cesto. La lengua será lo último que pierdas.

Aenea combatió la náusea. El dolor de su mano mutilada era increíble. A diez minutos-luz de distancia, yo grité al sentirlo.

—Iba a advertir al papa sobre vuestro golpe de estado —jadeó Aenea, mirando a Lourdusamy y Albedo—. El infarto.

El cardenal Mustafa parpadeó sorprendido.

—De veras eres bruja —murmuró.

—Y tú eres un cretino traidor —dijo Aenea con voz clara y fuerte—. Todos vosotros. Todos vendisteis a vuestra Iglesia. Ahora venderéis a vuestro títere, Lenar Hoyt.

—Vaya —dijo el cardenal Lourdusamy, con aire divertido—. ¿Y cómo haremos eso, niña?

Aenea miró al consejero Albedo.

—El Núcleo controla la vida y la muerte de todos con los cruciformes. La gente muere cuando le conviene al Núcleo… las redes neuronales agonizantes son más creativas que las vivas. Mataréis de nuevo al papa, pero esta vez su resurrección no tendrá éxito, ¿verdad?

—Muy perspicaz, querida —tronó el cardenal Lourdusamy. Se encogió de hombros—. Tal vez sea el momento para un nuevo pontífice. —Movió una mano en el aire y un quinto holograma apareció detrás de ellos en la habitación: el papa Urbano XVI, comatoso en una cama de hospital, con monjas enfermeras, médicos humanos y máquinas médicas. Lourdusamy movió la mano rechoncha y la imagen desapareció.

—¿Tu turno de ser papa? —dijo Aenea, y cerró los ojos. Manchas rojas bailaban en su visión. Cuando los abrió de nuevo, Lourdusamy se encogía de hombros con modestia.

—Suficiente —dijo el consejero Albedo. Atravesó los holos de los cardenales sentados y se plantó en el borde de la rejilla, frente a Aenea—. ¿Has estado manipulando el medio teleyector? ¿Cómo te teleyectaste sin los portales?

Aenea miró al representante del Núcleo.

—Te asusta, ¿verdad, consejero? Así como los cardenales están demasiado asustados para venir aquí en persona.

El hombre de gris mostró sus dientes perfectos.

—En absoluto, Aenea. Pero tienes la capacidad de teleyectarte sin portales, junto con tus allegados. El cardenal Lourdusamy, el cardenal Mustafa y monseñor Oddi no desean desaparecer repentinamente de Pacem. En cuanto a mí… me encantaría teleyectarme contigo. —Esperó. Aenea no respondió ni se movió. Albedo sonrió de nuevo—. Sabemos que eres la única que ha aprendido a realizar este tipo de teleyección. Ninguno de tus discípulos ha logrado dominar la técnica. ¿Pero cuál es esa técnica? Sólo hemos logrado usar el Vacío para la teleyección abriendo grietas permanentes en ese medio, y eso requiere demasiada energía.

—Y ya no os permiten hacerlo —murmuró Aenea, ahuyentando los puntos rojos para mirar al hombre de gris a los ojos. El dolor subía y bajaba en su mano como el oleaje de un mar inquieto.

Albedo enarcó las cejas.

—¿No nos lo permiten? ¿Quiénes, niña? Describe a tus amos.

—No son amos —murmuró Aenea. Tuvo que concentrarse para combatir el mareo—. Leones y tigres y osos.

—Basta de ambigüedades —rugió Lourdusamy. Le hizo una seña a la segunda Nemes, que caminó hasta la bandeja, cogió las pinzas oxidadas, aferró la mano izquierda de Aenea y le arrancó todas las uñas.

Aenea gritó, se desmayó, despertó. Trató de ladear la cabeza, a tiempo pero no pudo. Se vomitó encima y gimió.

—No hay dignidad en el dolor, hija mía —dijo el cardenal Mustafa—. Dinos lo que el consejero desea saber y pondremos fin a esta triste farsa. Te sacaremos de aquí, tratarán tus heridas, tus dedos volverán a crecer, te limpiarán, te vestirán y te reunirás de nuevo con tu guardaespaldas, discípulo o lo que sea. Este feo episodio terminará.

En ese momento, en medio del dolor, Aenea aún era consciente de la sustancia extraña que le habían inyectado horas atrás cuando estaba inconsciente. Sus células lo reconocían. Veneno. Un veneno seguro, lento y mortífero, sin antídoto, que se activaría indefectiblemente a las veinticuatro horas. Entonces supo lo que querían que hiciera y por qué.

Aenea siempre había estado en contacto con el Núcleo, aun antes de nacer, a través del bucle Schrön del cráneo de su madre, conectado con la personalidad cíbrida de su padre. Eso le permitía un contacto directo con esferas de datos primitivas, y eso hizo, detectando la exótica maquinaria del Núcleo que recubría esta celda subterránea: instrumentos dentro de instrumentos, sensores incomprensibles para los humanos, dispositivos que funcionaban en cuatro dimensiones y más, esperando, oliendo, esperando.

Los cardenales, el consejero Albedo y el Núcleo querían que ella escapara. Todo dependía de que ella se libreyectara para escapar de esa situación intolerable: esa burda tortura de holodrama, el absurdo melodramatismo de la mazmorra del Castel Sant'Angelo y la cruel inquisición. Le provocarían dolor hasta que no aguantara más, y cuando ella se libreyectara los instrumentos del Núcleo medirían todo con precisión, analizarían su uso del Vacío y buscarían un modo de reproducirlo. El Núcleo recobraría así los teleyectores, no en la tosca versión de los agujeros de gusano o del motor Gedeón, sino en una versión instantánea, elegante y eternamente suya.

Aenea ignoró al gran inquisidor, se humedeció los labios secos y cuarteados y le dijo al consejero Albedo:

—Sé donde vives.

El apuesto hombre de gris hizo una mueca.

—¿A qué te refieres?

—Sé dónde están los elementos físicos del Núcleo —dijo Aenea.

Albedo sonrió, pero Aenea vio que miraba rápidamente a los dos cardenales y el alto sacerdote.

—Pamplinas. Ningún ser humano conoció jamás el paradero del Núcleo.

—Al principio —dijo Aenea, la voz transida de dolor—, el Núcleo era una entidad transitoria que flotaba en la tosca esfera de datos de Vieja Tierra conocida como Internet. Luego, antes de la Hégira, desplazasteis vuestras memorias, servidores y nexos a un cúmulo de asteroides en órbita larga alrededor del Sol, lejos de la Vieja Tierra que pensabais destruir…

—Silenciadla —rugió Albedo, volviéndose hacia Lourdusamy, Mustafa y Oddi—. Trata de distraernos en nuestro interrogatorio. Eso no es importante.

La expresión de Mustafa, Lourdusamy y Oddi sugería lo contrario.

—En tiempos de la Hegemonía —continuó Aenea, parpadeando con el esfuerzo de concentrar su atención y estabilizar su voz entre las punzadas de dolor— el Núcleo decidió que era prudente diversificar sus componentes físicos: matrices de memoria en los túneles subterráneos de los nueve mundos laberínticos, servidores ultralínea en los complejos orbitales industriales de Centro Tau Ceti, personalidades del Núcleo viajando por bandas teleyectoras y la megaesfera conectándolo todo a través de las grietas teleyectoras del Vacío Que Vincula.

Albedo se cruzó de brazos.

—Estás delirando.

—Pero después de la Caída —continuó Aenea, clavando el ojo bueno en el hombre de gris— el Núcleo se preocupó. El ataque de Meina Gladstone contra el medio teleyector os atemorizó, aunque el daño contra la megaesfera fuera reparable. Decidisteis diversificaros aún más. Multiplicar vuestras personalidades, miniaturizar memorias esenciales, hacer más directo vuestro parasitismo sobre las redes neuronales humanas.

Albedo le dio la espalda y llamó a una Nemes.

—Está delirando. Cósele los labios.

—¡No! —ordenó Lourdusamy, con ojos brillantes y atentos—. No la toquéis hasta que yo lo ordene.

La Nemes que estaba a la derecha de Aenea había cogido una aguja y un rollo de hilo grueso. Miró a Albedo esperando instrucciones.

—Espera —dijo el consejero.

—Queríais que vuestro parasitismo neuronal fuera más directo —continuó Aenea—. Así que cada una de vuestros miles de millones de entidades dio forma de cruz a su matriz circundante y se adhirió directamente a un huésped humano. Ahora cada individuo del Núcleo tiene un organismo huésped donde vivir, y al que puede destruir a voluntad. Permanecéis conectados por medio de las viejas esferas de datos y los nuevos nódulos Gedeón, pero os gusta habitar cerca de vuestra fuente de alimentos…

Albedo lanzó una carcajada, mostrando sus dientes perfectos. Se volvió hacia los tres holos humanos.

—Es un maravilloso entretenimiento —dijo, sin dejar de reír—. Habéis organizado todo esto para el interrogatorio —señaló con sus uñas manicuradas la mazmorra, la claraboya, las vigas de hierro donde estaba amarrada Aenea— y la niña termina jugando con vuestra mente. Puras patrañas, pero un gran entretenimiento.

Mustafa, Lourdusamy y Oddi miraban atentamente al consejero Albedo, pero sus dedos holográficos tocaban sus pechos holográficos.

El holo de Lourdusamy se levantó de su silla invisible y caminó hacia la rejilla. La ilusión holográfica era tan perfecta que Aenea oyó el susurro de la cruz del pecho meciéndose en su cordel de seda roja; el cordel estaba entrelazado con hilo de oro y terminaba en una gran borla roja y dorada. Aenea se concentró en observar la cruz oscilante y su cordel de seda en vez de prestar atención al dolor de sus manos mutiladas. Sentía el avance del veneno en las piernas y el torso, como los tumores y nematodos de un cruciforme en expansión. Sonrió. Hiciéranle lo que le hicieran, las células de su cuerpo y su sangre nunca aceptarían el cruciforme.

—Esto es interesante pero irrelevante, hija mía —murmuró el cardenal Lourdusamy—. Y esto —señaló con sus dedos regordetes las heridas y la desnudez de Aenea— es sumamente desagradable. —El holo se aproximó para clavarle sus inteligentes ojillos porcinos—. Y sumamente innecesario. Dile al consejero lo que desea saber.

Aenea irguió la cabeza.

—¿Cómo teleyectarse sin teleyector?

El cardenal se relamió los labios.

—Sí, sí.

Aenea sonrió.

—Es sencillo, eminencia. Sólo tenéis que asistir a algunas clases, aprender acerca del idioma de los muertos, el idioma de los vivos y la música de las esferas… luego comulgar con mi sangre o la sangre de algún seguidor mío que haya bebido el vino.

Lourdusamy retrocedió como si lo hubieran abofeteado. Alzó la cruz del pecho y la sostuvo como un escudo.

—¡Blasfemia! —bramó—. ¡Jesús Christus est primogenitus mortuorum; ipsi gloria et imperium in saecula saeculorum!

—Jesucristo fue el primero en nacer de entre los muertos —murmuró Aenea, encandilada por la luz refleja de la cruz—. Y tú deberías ofrecerle gloria. Y poder, si deseas. Pero nunca fue su intención que los seres humanos fueran revividos de la muerte como ratones de laboratorio, al antojo de máquinas pensantes…

—Nemes —rugió Albedo, y esta vez no hubo contraorden. La Nemes que estaba cerca de la pared se acercó a la rejilla, extendió unas uñas de cinco centímetros y las pasó por las mejillas de Aenea, rasgando el músculo y exponiendo los huesos a la cruda luz. Aenea resolló y se derrumbó contra la viga. Nemes le acercó la cara y expuso los afilados dientes en una ancha sonrisa. Su aliento olía a carroña.

—Arráncale la nariz y los párpados —dijo Albedo—. Lentamente.

—¡No! —gritó Mustafa, poniéndose de pie, adelantándose para detener a Nemes. Sus manos holográficas atravesaron la sólida carne de la criatura.

—Un momento —dijo Albedo, alzando un dedo. Nemes se detuvo, la boca abierta sobre los ojos de Aenea.

—Esto es monstruoso —le dijo el gran inquisidor—. Como fue monstruoso el tratamiento que recibí.

Albedo se encogió de hombros.

—Se decidió que necesitabas una lección, eminencia.

Mustafa temblaba de furia.

—¿De veras pensáis que sois nuestros amos?

Albedo suspiró.

—Siempre hemos sido vuestros amos. Sois carne putrefacta alrededor de cerebros de chimpancé, primates parlanchines condenados a la muerte desde el momento en que nacéis. Vuestro único papel en el universo fue el de comadronas de una forma de autoconciencia más elevada. Una forma de vida realmente inmortal.

—El Núcleo —dijo el cardenal Mustafa con desdén.

—Apártate —ordenó el consejero Albedo—. De lo contrario…

—¿De lo contrario qué? —El gran inquisidor rió—. ¿Me torturarás como torturas a esta mujer desquiciada? ¿Pedirás a tu monstruo que de nuevo me mate a golpes? —El brazo holográfico de Mustafa atravesó el torso de Nemes, la figura de Albedo. El gran inquisidor rió y miró a Aenea—. Estás muerta de todos modos, hija. Cuéntale a esta criatura sin alma lo que necesita saber y te liberaremos de tu sufrimiento en segundos…

—Silencio —gritó Albedo, alzando una mano como una zarpa.

El holo del cardenal Mustafa gritó, se aferró el pecho, rodó por la rejilla a través de los pies sangrantes de Aenea y la viga de hierro, rodó a través de las piernas de una Nemes, gritó de nuevo, desapareció.

Lourdusamy y monseñor Oddi miraron a Albedo con rostro impasible.

—Consejero —dijo el secretario de Estado con voz respetuosa—, ¿puedo interrogarla un momento? Si no tengo éxito, podrás hacer con ella lo que desees.

Albedo miró fríamente al cardenal, pero al cabo de un segundo le palmeó el hombro a Nemes y la criatura retrocedió y cerró la boca.

Lourdusamy buscó la mano derecha mutilada de Aenea como para sostenerla. Sus dedos holográficos parecieron hundirse en la carne lacerada de mi amada.

Quod petis? —susurró el cardenal, y a diez minutos-luz, gritando y retorciéndome en mi tanque de alta gravedad, comprendí a través de Aenea: «¿Qué buscas?».

Virtutes —susurró Aenea—. Concede mihi virtutes, quihus indigeo, valeum impere.

Ahogándome de furia y pena en el líquido del tanque, alejándome de Aenea a cada segundo, comprendí: «Fuerza. Que me sea concedida la fuerza que necesito para llevar a cabo esta decisión mía».

Desiderium tuum grave est —susurró el cardenal Lourdusamy. «Tu deseo es serio»—. Quod ultra quaeris? —«¿Qué más buscas?».

Aenea pestañeó con su ojo bueno para ver el rostro del cardenal.

Quaero togam pacem —murmuró con voz firme. «Busco la paz».

El consejero Albedo se rió de nuevo.

—Eminencia —dijo con sarcasmo—, ¿crees que no entiendo latín?

Lourdusamy miró al hombre de gris.

—Al contrario, consejero. Estaba seguro de que entendías. Ella está a punto de ceder. Lo veo en su rostro. Pero tiene más miedo de las llamas que de ese animal al que ordenaste que la devorara.

Albedo parecía escéptico.

—Dame cinco minutos con las llamas, consejero —dijo el cardenal—. Si eso falla, podrás soltar de nuevo a tu bestia.

—Tres minutos —dijo Albedo, acercándose a la Nemes que había abierto surcos en el rostro de Aenea.

Lourdusamy retrocedió varios pasos.

—Niña —dijo, hablando de nuevo en inglés de la Red—, me temo que esto te dolerá mucho.

Movió las manos holográficas y las llamas azules de abajo de la rejilla se convirtieron en una columna de llamas que chamuscó las plantas de los pies de Aenea. La piel ardió, se ennegreció, se rizó. El hedor a carne quemada llenó la celda.

Aenea gritó y trató de liberarse de las grapas. No cedieron. La parte inferior de la barra de hierro donde estaba amarrada resplandeció, enviándole dolor por las pantorrillas y los muslos desnudos. Sintió que su piel se ampollaba. Gritó de nuevo.

El cardenal Lourdusamy movió la mano y la llama descendió, convirtiéndose en una llamita que parecía el ojo azul de un carnívoro hambriento.

—Esto es sólo una muestra del dolor que sentirás —murmuró el cardenal—. Y lamentablemente, cuando la quemadura es grave, el dolor continúa aun después de que la carne y los nervios están irreparablemente consumidos. Dicen que es el modo más doloroso de morir.

Aenea apretó los dientes para no gritar de nuevo. La sangre de sus mejillas desgarradas goteaba sobre sus pechos pálidos, esos pechos que yo había acariciado y besado y sobre los cuales me había dormido. Encarcelado en mi tanque, a millones de kilómetros y preparándome para ascender a la fuga C-plus, grité y protesté en el silencio.

Albedo se acercó y le dijo a mi querida amiga:

—Aléjate de todo esto. Puedes teleyectarte a la nave que lleva a Raul a una muerte segura y liberarlo. Puedes teleyectarte a la nave del cónsul. El autocirujano te sanará. Vivirás durante años con el hombre que amas. Será eso o una muerte lenta y terrible, y una muerte lenta y terrible para Raul. Nunca le verás de nuevo. Nunca oirás su voz. Teleyéctate, Aenea. Sálvate mientras hay tiempo. Salva al que amas. En un minuto, este hombre quemará la carne de tus piernas y brazos hasta ennegrecerte los huesos. Pero no te dejaremos morir. Le ordenaré a Nemes que te devore. Teleyéctate, Aenea. Ya.

—Aenea —dijo el cardenal Lourdusamy—, es igitur partus? —«¿Estás lista, pues?».

In nomine Humanitus, ego paratas sum —dijo Aenea, mirando los ojos del cardenal con su ojo bueno. «En el nombre de Humanitus, estoy lista».

El cardenal Lourdusamy movió la mano. Todas las llamas se elevaron al mismo tiempo. Las llamas devoraron a mi amada y al cíbrido Albedo.

Aenea se retorció de dolor.

—¡No! —chilló Albedo desde las llamas, alejándose de la rejilla mientras la carne sintética se desprendía de los falsos huesos. Sus costosas ropas grises subían al techo en jirones ardientes de tela, sus apuestos rasgos se derretían—. No, maldición —repitió, buscando la garganta de Lourdusamy con dedos llameantes.

Las manos de Albedo atravesaron el holograma. El cardenal miró a Aenea a través de las llamas. Alzó la mano derecha.

Miserecordiam Dei… in nomine Patris, et Filia, et Spiritu Sanctus.

Fueron las últimas palabras que oyó Aenea mientras el fuego le devoraba las orejas, la garganta y el rostro. Su cabello explotó en una llamarada. Su visión estalló en un fogonazo y se disolvió mientras sus ojos se derretían.

Pero sentí su dolor en los escasos segundos de vida que le quedaban. Y oí sus pensamientos como un grito… no, como un susurro en mi mente.

Raul, te amo.

Luego el calor creció, el dolor creció, su entrega a la vida y al amor y a su misión crecieron y subieron a través de las llamas como humo elevándose hacia la claraboya, y mi querida Aenea murió.

Sentí el segundo de su muerte como una implosión de visiones y sonidos y esencias simbólicas. En ese segundo desapareció del universo todo lo que era digno del amor y la vida.

No grité de nuevo. Dejé de golpear las paredes del tanque. Floté sin peso, sintiendo que el tanque se vaciaba, que las drogas de fuga criogénica entraban en mi carne como gusanos. No me resistí. No me importaba.

Aenea había muerto.

La nave-antorcha se trasladó al estado cuántico. Cuando desperté, estaba en mi celda de Schrödinger.

No me importaba. Aenea había muerto.