30

Nos acertaron menos de dos segundos después de entrar en el sistema. El fuego de las naves-antorcha y arcángeles convergió sobre nosotros tal como los tiburones arcoiris habían convergido sobre mí en Mare Infinitus.

—¡Ahora! —ordenó Het Masteen en medio del fragor—. ¡Los ergs se están muriendo! El campo de contención caerá en segundos. ¡Ahora! Que el Muir guíe vuestros pensamientos.

Aenea sólo había tenido dos segundos para mirar la estrella amarilla del centro del sistema de Pacem y el astro más pequeño que era Pacem, pero fue suficiente. Los tres nos cogimos de la mano para libreyectarnos en medio de la luz y el ruido como si nos eleváramos a través del caldero de fuego láser que hacía hervir los campos de la nave, espíritus elevándose desde los lagos ardientes del Infierno.

El resplandor se desvaneció y se convirtió en difusa luz solar. Era un día nublado e invernal en el Vaticano, y una llovizna fresca mojaba las calles adoquinadas. Aenea usaba una camisa tostada, un chaleco de cuero marrón y pantalones negros más formales de lo habitual. Su cabello estaba echado hacia atrás, sostenido con dos broches de carey. Su tez lucía lozana, limpia y joven y sus ojos —tan cansados en los últimos días— estaban brillantes y tranquilos. Aún me cogía la mano mientras los tres echábamos una ojeada a las calles y la gente.

Estábamos en el extremo de un callejón que daba a un ancho bulevar. Pequeños grupos de personas —hombres y mujeres de negro, grupos de sacerdotes, grupos de monjas, una hilera de niños detrás de dos monjas, paraguas negros y rojos por doquier— se movían de aquí para allá en las aceras mientras vehículos negros y bajos se deslizaban en silencio por las calles. Vi obispos y arzobispos en los asientos de los vehículos, la cara distorsionada por las gotas de lluvia que resbalaban sobre la burbuja de los coches. Nadie parecía reparar en nosotros ni en nuestra llegada.

Aenea miraba las nubes bajas.

—El Yggdrasill acaba de salir del sistema. ¿Lo habéis sentido?

Cerré los ojos para concentrarme en el flujo de voces e imágenes que ahora estaban siempre bajo la superficie. Había una ausencia. Un pantallazo de ramas ardientes.

—Los campos cedieron justo cuando partían —dije—. ¿Cómo se libreyectaron sin ti, Aenea? —Pero vi la respuesta apenas hice la pregunta—. El Alcaudón.

—Sí. —Aenea aún me cogía la mano. La fría lluvia gorgoteaba en las alcantarillas y desagües—. El Alcaudón llevará el Yggdrasill y la Verdadera Voz del Árbol lejos en el espacio y el tiempo. A su destino.

Recordé fragmentos de los Cantos. La nave arbórea ardiendo mientras los peregrinos miraban desde el Mar de Hierba, poco antes que Het Masteen desapareciera misteriosamente con el Alcaudón durante el viaje en carreta eólica. El templario reaparecía en presencia del Alcaudón días más tarde, cerca del Valle de las Tumbas de Tiempo, moría por sus heridas, y era el único de los siete peregrinos que no contaba su historia durante el viaje.

Ninguno de los peregrinos de Hyperion —el coronel Kassad; el cónsul de la Hegemonía; Sol, el padre de Rachel; Brawne Lamia, la madre de Aenea; el templario Het Masteen; Martin Silenus; el padre Hoyt, el actual papa— podía explicar lo sucedido. En mi infancia sólo habían sido viejas palabras sobre un mito. Versos sobre extraños. Creían que sus peripecias terminaban cuando apenas comenzaban. Ahora, como adulto, comprendía con cuánta frecuencia esto sucedía en la vida de todos.

—¿Veis esa iglesia? —dijo el padre De Soya.

Tuve que sacudir la cabeza para concentrarme en el presente e ignorar el susurro de las voces.

—Sí —dije, secándome la lluvia de la frente—. ¿Es la Basílica de San Pedro?

—No. Es la iglesia parroquial de Santa Ana, y la entrada del Vaticano que está al lado es la Porta Sant'Anna. La entrada principal de la Plaza de San Pedro está por aquel bulevar, rodeando el peristilo.

—¿Vamos a la Plaza de San Pedro? —le pregunté a Aenea—. ¿Al Vaticano?

—Veremos si podemos —respondió ella.

Echamos a andar por la acera, sólo un hombre y una mujer joven caminando con un sacerdote en un día fresco y lluvioso. Enfrente un letrero indicaba que la imponente estructura sin ventanas era la barraca de la Guardia Suiza. Soldados con ropa renacentista —capa negra, cuello alechugado blanco, perneras negras y amarillas— empuñaban picas en la Porta Sant'Anna y en las intersecciones donde la policía de seguridad de Pax, con armadura negra, bloqueaba carreteras y sobrevolaba la zona en deslizadores negros.

La Plaza de San Pedro estaba cerrada al tráfico peatonal, salvo por varias puertas de seguridad donde los guardias registraban atentamente los pases y documentos de identidad.

—No pasaremos por allí —dijo el padre De Soya. Estaba tan oscuro que habían encendido las luces sobre las columnas de Bernini para iluminar las estatuas y el emblema papal de piedra. El sacerdote señaló dos ventanas, encima de las columnas y a la derecha de la fachada de San Pedro, coronadas por estatuas de Cristo, Juan Bautista y los apóstoles—. Ésos son los aposentos privados del papa.

—A sólo un disparo de rifle —dije, aunque no tenía intenciones de atacar al papa.

El padre De Soya sacudió la cabeza.

—Campo de contención clase diez. —Echó una ojeada. Muchos peatones habían entrado en la Plaza de San Pedro y nos estábamos volviendo más llamativos en la calle—. Si no hacemos algo, nos pedirán la tarjeta de identidad.

—¿Es común este nivel de segundad? —preguntó Aenea.

—No —dijo el padre De Soya—. Quizá se deba al mensaje donde anunciabas que venías, pero es más probable que sea la seguridad habitual cuando Su Santidad dice una misa. Esas campanas que oímos eran una llamada para la misa vespertina, donde él oficiará.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté. Me intrigaba que el tañido de las campanas le revelara tantas cosas.

El padre De Soya pareció sorprendido.

—Lo sé porque es Jueves Santo —dijo, asombrado de que no supiéramos un dato tan elemental, o bien de que él lo hubiera olvidado hasta ese momento—. Es Semana Santa. Su Santidad debe cumplir con sus deberes como papa y como diocesano. Esta tarde, en esta misa, realizará la ceremonia de lavar los pies de doce sacerdotes que simbolizan a los doce discípulos cuyos pies Jesús lavó en la Última Cena. La ceremonia siempre se celebraba en la iglesia diocesana del papa, la Basílica de San Juan de Letrán, que estaba más allá de los muros del Vaticano, pero desde que mudaron el Vaticano a Pacem se celebra en San Pedro. San Juan de Letrán fue abandonada durante la Hégira porque había sido destruida durante la Guerra de las Siete Naciones en el siglo veintiuno y…

De Soya interrumpió su nervioso parloteo. Había adoptado esa expresión ensimismada típica de los epilépticos y los melancólicos.

Aenea y yo esperamos. Admito que miraba con cierta ansiedad la patrulla de agentes de armadura negra que avanzaba hacia nosotros por el bulevar.

—Sé cómo podemos entrar en el Vaticano —dijo el padre De Soya, y regresó hacia un callejón opuesto al bulevar.

—Bien —dijo Aenea, siguiéndolo. El jesuita se detuvo de pronto.

—Creo que puedo lograr que entremos, pero no sé si saldremos.

—Tan sólo procura que entremos, por favor —dijo Aenea.

La puerta de acero estaba en el fondo de una derruida capilla de piedra, a tres manzanas del Vaticano. Estaba cerrada con un candado pequeño y una cadena grande. El letrero de la puerta decía: «Excursiones los sábados cada dos semanas. Cerrado en Semana Santa. Comuníquese con la oficina de turismo del Vaticano, Plaza de los Primeros Mártires Cristianos 3888.»

—¿Puedes romper esta cadena? —me preguntó el padre De Soya.

Palpé la maciza cadena y el sólido candado. Mi única herramienta o arma era el cuchillo de caza que aún llevaba en el cinturón.

—No, pero quizá pueda abrir el candado. Veamos si encuentro algún alambre en ese módulo de basura… el alambre de embalaje serviría.

Nos quedamos diez minutos bajo la llovizna, temiendo que la Guardia Suiza o los agentes de seguridad se nos acercaran. La luz se desvanecía y el ruido del tráfico parecía crecer en los bulevares cercanos. Mis únicos conocimientos sobre cerrojos venían de un viejo fullero del Kans que se había dedicado al juego cuando las autoridades de Puerto Romance le cortaron dos dedos por robar. Mientras trabajaba, pensé en nuestra odisea, en el largo viaje del padre De Soya a este lugar, en los cientos de años-luz recorridos y las decenas de miles de horas de tensión, dolor, sacrificio y terror.

¡Y un maldito candado de diez florines nos cerraba el paso!

La punta de mi cuchillo se partió. Maldije, arrojé el cuchillo, golpeé el estúpido y oxidado candado contra la mugrienta pared de piedra. El candado se abrió.

Dentro estaba oscuro. Si había un interruptor, ninguno de nosotros pudo encontrarlo. Si había una IA idiota controlando las luces, no respondió a nuestras órdenes. Ninguno de nosotros tenía lumbre. Después de llevar una linterna láser durante años, había dejado la mía en mi mochila. Cuando llegó el momento de abandonar el Yggdrasill, cogí la mano de Aenea sin pensar en armas ni otros enseres necesarios.

—¿Esto es la Basílica de San Juan de Letrán? —susurró Aenea. Era imposible no hablar en susurros en esa opresiva oscuridad.

—No —respondió De Soya—. Sólo una pequeña capilla conmemorativa construida cerca de la basílica original en el siglo… —Calló y me imaginé que habría recobrado su expresión meditabunda—. Creo que la capilla todavía se usa. Esperad aquí.

Aenea y yo aguardamos mientras De Soya recorría el perímetro del pequeño edificio. Una vez algo pesado cayó con ruido de hierro sobre piedra y todos contuvimos el aliento. Un minuto después oímos el sonido de sus manos deslizándose por la pared y el susurro de su sotana. Oímos una exclamación ahogada y se encendió una luz.

El jesuita estaba a diez metros, sosteniendo una cerilla encendida. Tenía una caja en la mano izquierda.

—Es una capilla —explicó—. Todavía tiene el puesto de velas votivas.

Noté que las velas estaban derretidas y nadie las había reemplazado, pero esa caja de cerillas había permanecido quién sabía cuánto tiempo en ese lugar oscuro y abandonado. Nos reunimos con el jesuita en el pequeño círculo de luz, esperamos a que encendiera una segunda cerilla y le seguimos hasta una pesada puerta de madera detrás de unas cortinas raídas.

—El padre Baggio, mi capellán de resurrección, mencionó esta excursión cuando estuve en arresto domiciliario cerca de aquí hace unos años —susurró el padre De Soya. La puerta no tenía llave, y se abrió con un chirrido de goznes viejos y herrumbrados—. Creo que pensaba que apelaría a mi sentido de lo macabro —continuó De Soya, guiándonos por una angosta escalera de caracol. Aenea siguió al sacerdote, yo a Aenea.

La escalera bajaba y bajaba. Estimé que estaríamos veinte metros bajo el nivel de la calle cuando la escalera terminó y atravesamos una serie de corredores angostos para salir a un pasillo con eco. El sacerdote había usado media docena de cerillas, arrojándolas sólo cuando le quemaban los dedos. No pregunté cuántas cerillas le quedaban.

—Cuando la Iglesia decidió mudar San Pedro y el Vaticano durante la Hégira —dijo De Soya, con una voz que retumbaba en el espacio negro—, trajo todo a Pacem usando pesados ascensores de campo y torres de tracción de campo. Como la masa no era un problema, trasladaron media Roma, incluido el enorme Castel Sant'Angelo y todo lo que está bajo la ciudad vieja, hasta una profundidad de sesenta metros. Este era el sistema de metro del siglo veinte.

De Soya echó a andar por un andén ferroviario abandonado. En algunas partes los azulejos del techo se habían caído y, salvo en una senda angosta, por doquier había siglos de polvo, piedras caídas, plástico roto, letreros ilegibles y mugrientos y bancos astillados. Bajamos varias escaleras de acero corroído —escaleras mecánicas detenidas hacía más de un milenio—, atravesamos un corredor estrecho que descendía por una rampa, llegamos a otro andén. Vi una escalerilla de fibroplástico que descendía hasta los raíles, que aún debían estar allí, bajo capas de polvo, escombros y herrumbre.

Acabábamos de bajar la escalerilla y entrar en el túnel del metro cuando la cerilla se apagó, pero no sin que Aenea y yo atináramos a ver lo que había delante.

Huesos. Huesos humanos. Huesos y cráneos formaban pilas de dos metros de altura a cada lado de un pasaje angosto entre los raíles oxidados. Grandes pilas de huesos, calaveras pulcramente colocadas a intervalos de un metro o dispuestas en diseños geométricos dentro de las nudosas paredes de huesos humanos.

De Soya encendió otra cerilla y echó a andar entre las paredes de huesos. La brisa de su movimiento hacía ondular la diminuta llama que sostenía en alto.

—Después de la Guerra de las Siete Naciones a principios del siglo veintiuno —continuó, ahora en tono normal—, los cementerios de Roma desbordaban. Habían cavado fosas comunes en los suburbios de la ciudad y en los grandes parques. Se convirtió en un grave problema sanitario, sumado al recalentamiento global y las inundaciones constantes. Las ojivas bioquímicas… Los trenes del metro habían dejado de circular, así que las autoridades aprobaron el traslado de los restos y su entierro en los viejos sistemas del metro.

Cuando se apagó la cerilla nos hallábamos en un tramo donde los huesos estaban apilados en cinco capas, cada cual con su hilera de cráneos. Las frentes blancas reflejaban la luz, pero las cuencas oculares vacías eran indiferentes a nuestro paso. Estas largas paredes de huesos tenían por lo menos diez metros de altura. En algunos lugares se había producido un pequeño alud de huesos y teníamos que esquivarlos con cuidado. Crujían bajo nuestros pies. No nos movíamos en los intervalos de oscuridad que mediaban entre una cerilla y otra, sino que esperábamos en silencio. No había ningún otro ruido, ni siquiera correteo de ratas ni goteo de agua. Sólo nuestra respiración y nuestros murmullos.

—Curiosamente —dijo De Soya cuando avanzamos otros doscientos metros— no se inspiraron en las antiguas catacumbas romanas, que están en las inmediaciones, sino en las catacumbas de París, viejos túneles de canteras en lo profundo de esa ciudad. Los parisinos tuvieron que trasladar huesos de sus cementerios desbordantes a los túneles entre fines del siglo dieciocho y mediados del diecinueve. Descubrieron que podían guardar seis millones de muertos en sólo unos kilómetros de corredores. Ah, aquí estamos.

A nuestra izquierda, en medio de un corredor de huesos aún más angosto, había una senda con huellas de botas que conducía a otra puerta de acero sin cerrojo. Los tres tuvimos que empujar para abrirla. Descendimos por otra escalera de caracol oxidada hasta una profundidad que estimé en treinta y cinco metros por debajo de la calle. La cerilla se apagó cuando entrábamos en otro túnel, mucho más viejo que la bóveda del metro, con los bordes y el techo inconclusos y descascarillados. Había entrevisto pasajes laterales, con huesos y cráneos apilados y jirones de ropa podrida.

—Según el padre Baggio —susurró el sacerdote—, aquí comienzan las verdaderas catacumbas. Las catacumbas cristianas que se remontan al primer siglo de nuestra era. —Encendió otra cerilla, y por el ruido de la caja me pareció que quedaban muy pocas. De Soya nos condujo a la derecha—. Por aquí, creo.

—¿Estamos debajo del Vaticano? —susurró Aenea minutos después. Noté su impaciencia. La cerilla murió con un chisporroteo.

—Pronto, pronto —dijo De Soya en la oscuridad. Encendió otra. La caja no hizo ruido.

Al cabo de ciento cincuenta metros, el corredor terminó. Aquí no había huesos apilados ni cráneos, sólo toscas paredes de piedra y una capa de mampostería donde terminaba el túnel. La cerilla se apagó. Aenea me tocó la mano mientras aguardábamos en la oscuridad.

—Lo lamento —dijo el sacerdote—. No hay más cerillas.

Combatí contra la oleada de pánico que sentí en el pecho. Estaba seguro de oír ruidos, pisadas de ratas en el mejor de los casos, botas en escaleras en el peor.

—¿Retrocedemos? —pregunté, y mi susurro me resultó ensordecedor en esa oscuridad absoluta.

—Estoy seguro de que el padre Baggio me dijo que estas catacumbas del norte se conectaban con las más antiguas que hay bajo el Vaticano —susurró De Soya—. Bajo la Basílica de San Pedro, para mayor precisión.

—Bien, no parece… —Me interrumpí, pues en los pocos segundos de luz había entrevisto una pared de ladrillos relativamente nueva entre las piedras, con siglos de antigüedad en vez de milenios.

Me arrastré hacia delante, avanzando a tientas hasta tocar piedra, ladrillo, mampostería floja.

—Esto se hizo precipitadamente —dije, hablando con la escasa autoridad que había adquirido cuando ayudaba a arreglar jardines en las fincas del Pico, muchos años atrás—. La mampostería está rajada y algunos ladrillos están carcomidos. Dadme algo para cavar. Maldición, ojalá no hubiera tirado el cuchillo.

Aenea me alcanzó una vara o rama afilada en la oscuridad y pasé varios minutos cavando hasta que comprendí que estaba trabajando con un fémur roto. Los dos se me unieron, cavando con huesos, escarbando el frío ladrillo con las manos, hasta que se nos partieron las uñas y nos sangraron los dedos. Al cabo de un rato paramos para recobrar el aliento. Nuestros ojos no se habían adaptado a la oscuridad. Aquí no había luz.

—La misa habrá terminado —susurró Aenea. El tono de su voz sugería que era un hecho trágico.

—Es una misa mayor —susurró el sacerdote—. Una ceremonia prolongada.

—Esperad —dije. Mis dedos habían recordado un leve movimiento en los ladrillos, no en algunos, sino en todo el conjunto.

—Retroceded —dije en voz alta—. Id al costado del túnel. —Yo también retrocedí. Alcé el hombro izquierdo, bajé la cabeza y embestí, temiendo partirme la crisma contra la piedra y desmayarme.

Atropellé los ladrillos con un gruñido y una lluvia de polvo y escombros. Los ladrillos no cedieron, pero los noté más flojos.

Aenea y De Soya se sumaron a mi esfuerzo, y al cabo de un minuto aflojamos los ladrillos del centro y los derribamos.

Había un destello de luz al otro lado del pasaje, suficiente para mostrarnos una rampa de escombros que conducía a un túnel aún más profundo. Descendimos a gatas, encontramos espacio para incorporarnos y avanzamos por un corredor que olía a tierra. Después del segundo recodo encontramos una catacumba tan tosca como la de arriba, pero iluminada por una estrecha cinta fosforescente que recorría la pared derecha a un metro de altura. A los cincuenta metros llegamos a un túnel más ancho, con esferas luminosas modernas cada cinco metros. Estas esferas no estaban encendidas, pero la cinta fosforescente continuaba.

—Estamos debajo de San Pedro —susurró De Soya—. Esta zona fue redescubierta en 1939, cuando sepultaron al papa Pío XI en una gruta cercana. Las excavaciones continuaron durante veinte años antes de abandonarse. No las han vuelto a abrir para los arqueólogos.

Llegamos a un corredor aún más ancho, tanto que los tres pudimos caminar lado a lado por primera vez. Aquí la antigua roca y las paredes enyesadas, con algunas incrustaciones de mármol, estaban cubiertas de frescos, mosaicos cristianos primitivos y estatuas rotas puestas sobre grutas en cuyo interior se veían cráneos y huesos. Muchas grutas estaban revestidas de plástico y el revestimiento se había puesto amarillo y opaco, oscureciendo esos restos mortales, pero al agacharnos podíamos ver cuencas oculares y óvalos de pelvis.

Los frescos mostraban imágenes cristianas (palomas llevando ramas de olivo, mujeres extrayendo agua, el ubicuo pez), pero estaban junto a grutas, urnas y tumbas más antiguas que presentaban imágenes precristianas de Isis y Apolo, Baco recibiendo a los muertos en el trasmundo con desbordantes ánforas de vino, bueyes y cabras retozando, sátiros bailando —noté la semejanza con Martin Silenus, y Aenea me dirigió una mirada cómplice—, seres que De Soya describió como ménades, algunas escenas rurales, perdices en fila, un pavo real con plumas de lapislázuli que reflejaban la luz con un brillo azulado.

Al mirar estas cosas a través del antiguo y enturbiado plástico, tuve la sensación de atravesar un acuario funerario subterráneo. Llegamos a una pared roja, perpendicular a una desgastada pared azul donde se veían restos de escritura en latín. Aquí la pátina de plástico era más reciente y más fresca, y la urna del interior bien visible. Un cráneo posado sobre una pulcra pila de huesos parecía mirarnos con cierto interés.

El padre De Soya se arrodilló en el polvo, se persignó e inclinó la cabeza en una plegaria. Aenea y yo miramos con el callado embarazo que siente el no creyente en presencia de una fe genuina.

Cuando el sacerdote se levantó, tenía los ojos húmedos.

—Según la historia de la Iglesia y el padre Baggio, los obreros descubrieron estos pobres huesos en 1949. El análisis posterior demostró que pertenecen a un hombre robusto que murió a los sesenta años. Estamos bajo el altar mayor de la Basílica de San Pedro, que se construyó aquí porque se decía que san Pedro fue enterrado secretamente en este lugar. En 1968 el papa Pablo VI anunció que el Vaticano estaba convencido de que éstos eran los huesos del pescador, el mismo Pedro que acompañó a Jesús y fue la Roca sobre la cual Cristo construyó su Iglesia.

Miramos la pila de huesos en silencio.

—Federico —dijo Aenea—, sabes que no intento destruir la Iglesia. Sólo esta versión aberrante.

—Sí —dijo De Soya, enjugándose los ojos—. Lo sé, Aenea.

Miró en torno, fue hasta una puerta, la abrió. Una escalera de metal conducía arriba.

—Habrá guardias —susurré.

—No creo —dijo Aenea—. El Vaticano ha pasado ochocientos años temiendo un ataque desde el espacio, desde arriba. No creo que piensen demasiado en las catacumbas.

Se adelantó al sacerdote y subió rápida y silenciosamente por la escalera. Me apresuré a ir tras ella. De Soya echó una última ojeada a la gruta, se persignó otra vez y nos siguió a la Basílica de San Pedro.

Aunque el anochecer, los vitrales y la luz de las velas atenuaban la luz de la basílica principal, resultaba cegadora después de las catacumbas.

Subimos por el altar subterráneo, dejamos atrás una basílica conmemorativa llamada Trofeo de Gayo, atravesamos corredores laterales y entradas de servicio, llegamos a la sacristía, frente a sacerdotes y monaguillos, y salimos a la vasta extensión del fondo de la nave de San Pedro. Aquí había veintenas de dignatarios que no tenían tanta importancia como para ocupar un lugar en los bancos pero eran honrados con el permiso de estar en el fondo de la Basílica para presenciar esta importante celebración. Me bastó una ojeada para comprobar que había guardias suizos y agentes de seguridad en todas las entradas y las habitaciones externas con salida. En el fondo de la congregación, no llamábamos la atención por el momento. Éramos sólo un sacerdote y dos feligreses mal entrazados que erguían el cuello para ver al Santo Padre en Jueves Santo.

Aún se celebraba la misa. El aire olía a incienso y cera. Cientos de obispos y personajes encumbrados con prendas fastuosas ocupaban las relucientes líneas de bancos. Frente al altar de mármol y el barroco esplendor del Trono de San Pedro, el Santo Padre estaba arrodillado lavando los pies de doce sacerdotes sentados, ocho hombres y cuatro mujeres.

Un coro invisible pero numeroso cantaba:

Oh Espíritu Santo, sólo por tu intercesión

conocemos al Padre y al Hijo;

sea éste nuestro firme credo:

que de ambos Tú procedes,

que de ambos Tú procedes.

Alabado sea el Señor, Padre e Hijo,

y el Espíritu Santo, uno con ellos;

y pueda el Hijo concedernos

todos los dones que del Espíritu manan,

todos los dones que del Espíritu manan.

Entonces vacilé. Me pregunté qué hacíamos allí, por qué la incesante batalla de Aenea nos había llevado al centro de la fe de esta gente. Yo creía en todo lo que ella nos había enseñado, valoraba todo lo que había compartido con nosotros, pero tres mil años de tradición y fe habían formado las palabras de este bello cántico y habían construido las paredes de esta majestuosa catedral. No pude sino recordar las sencillas plataformas de madera, los firmes pero toscos puentes y escaleras del Templo Suspendido en el Aire. ¿Qué era eso, qué éramos nosotros comparados con este esplendor y humildad? Aenea era arquitecta, en gran medida autodidacta salvo por sus años de adolescencia con el cíbrido Wright, cuando construía paredes de piedra con roca del desierto y mezclaba cemento a mano. Miguel Ángel había ayudado a diseñar esta basílica.

La misa estaba a punto de terminar. Los que estaban de pie al final de la nave longitudinal comenzaban a marcharse, caminando con sigilo para no interrumpir el final de la ceremonia con sus pisadas, susurrando sólo cuando llegaban a la escalera que conducía a la plaza. Vi que Aenea hablaba al oído del padre De Soya y me incliné para oír, temiendo perderme alguna instrucción vital.

—¿Me harás un último gran servicio, padre? —preguntó Aenea.

—Cualquier cosa.

—Por favor, márchate de la basílica ahora —le susurró Aenea—. Márchate en silencio con los demás. Márchate ahora y ocúltate en Roma hasta que llegue el día en que no debas ocultarte.

De Soya la miró sorprendido, con la expresión de alguien a quien han abandonado. Se inclinó hacia ella.

—Pídeme cualquier otra cosa, maestra.

—Esto es lo que pido, padre. Y lo pido con amor y respeto.

El coro se puso a entonar otro himno. Mirando por encima de las cabezas, vi que el Santo Padre terminaba de lavar los pies de los sacerdotes y regresaba al altar bajo el dosel dorado. En los bancos todos esperaban ansiosamente las letanías finales y la bendición final.

El padre De Soya dio su propia bendición a mi amiga, dio media vuelta y se marchó de la basílica con un grupo de monjes cuyos rosarios claqueaban con su andar.

Miré a Aenea con llameante intensidad, tratando de enviarle un mensaje mental: No me pidas que me marche.

Ella me susurró al oído:

—Haz una última cosa por mí, Raul, amor mío.

Quise gritar que no a todo pulmón, en la resonante nave de la Basílica de San Pedro y en el momento más sacrosanto de la misa mayor de Jueves Santo. En cambio esperé.

Aenea hurgó en los bolsillos de su chaleco y sacó una redoma. Contenía un líquido claro que parecía más pesado que el agua.

—¿Beberías esto? —susurró Aenea, entregándome la redoma.

Pensé en Romeo y Julieta, César y Cleopatra, Abelardo y Eloísa, George Wu y Howard Sung. Todos amantes con mala estrella. Suicidio y veneno. Bebí el líquido de un trago, guardando la redoma vacía en el bolsillo de mi camisa, esperando que Aenea bebiera una poción similar.

—¿Qué era? —pregunté, sin temer la respuesta. Aenea miraba los últimos momentos de la misa.

—Un antídoto para la medicación de control de natalidad que Pax te dio cuando te enlistaste en la Guardia Interna.

Qué diablos, estuve a punto de gritar mientras el Santo Padre decía sus palabras finales. ¿Ahora te preocupas por la planificación familiar? ¿Estás loca de remate?

Aenea susurró:

—Gracias a Dios. Hace dos días que lo tengo encima y casi me olvido. No te preocupes. Tardará tres semanas en surtir efecto. Nunca más dispararás balas de salva.

Parpadeé. ¿Esto era una blasfemia en la Basílica de San Pedro o una descomunal expresión de mal gusto? Entonces vi las cosas en otra perspectiva: Esto es maravilloso… pase lo que pase, Aenea ve un futuro para nosotros, para sí misma, y quiere tener un hijo conmigo. ¿Pero qué hay de su primer hijo? ¿Y por qué supongo que está haciendo esto para que ella y yo podamos…? Tal vez sea un regalo de despedida.

—Bésame, Raul —pidió Aenea en voz alta. La anciana monja que estaba delante de nosotros nos miró con expresión severa.

No puse objeciones. La besé. Sus labios eran blandos y húmedos, como la primera vez que nos habíamos besado a orillas del Mississippi en un lugar llamado Hannibal. El beso pareció durar largo tiempo. Ella me tocó la nuca con sus dedos fríos antes de que nuestros labios se separasen.

El papa avanzó hasta el frente del ábside, dirigiéndose a cada uno de los dos brazos del crucero, luego a la nave transversal y al fin a la nave longitudinal mientras daba su bendición.

Aenea salió al pasillo principal, abriéndose paso discretamente hasta que llegó al espacio abierto y echó a andar a grandes zancadas hacia el lejano altar.

—¡Lenar Hoyt! —gritó, y su voz resonó hasta la cúpula.

Había más de ciento cincuenta metros desde donde estábamos hasta el lugar donde el papa interrumpía ahora su bendición. Era imposible que Aenea recorriera esa distancia sin que la interceptaran, pero me apresuré a alcanzarla.

—¡Lenar Hoyt! —repitió Aenea, y cientos de cabezas se volvieron hacia ella. Vi sombras moviéndose en los flancos de la nave, guardias suizos entrando en acción—. Lenar Hoyt, soy Aenea, hija de Brawne Lamya, quien viajó contigo a Hyperion para enfrentarse con el Alcaudón. Soy la hija del cíbrido John Keats, a quien tus amos del Núcleo mataron dos veces.

El papa estaba petrificado, un dedo huesudo alzado en la bendición. La señaló, temblando como presa de una parálisis cerebral. Con la otra mano se aferró las vestiduras por encima del pecho. Movió la cabeza, sacudiendo la mitra.

—¡Tú! —exclamó con voz débil y aflautada—. ¡La Abominación!

—Tú eres la abominación —gritó Aenea. Ahora estaba corriendo, apartando a la gente de ropa oscura que se levantaba de los bancos para cogerla. La ayudé a librarse de dos hombres y ella siguió corriendo. Brinqué sobre alguien que nos embestía y la alcancé, mirando a los guardias suizos que empujaban a la multitud, apuntando las picas energéticas pero sin decidirse a disparar en medio de tantos dignatarios del Vaticano y Mercantilus. Sabía que no vacilarían si Aenea llegaba a diez metros del papa—. Tú eres la abominación —repitió, corriendo a toda velocidad, esquivando manos y brazos—. Tú eres el Judas de la Iglesia Católica, Lenar Hoyt, y has vendido su historia sagrada a…

Un hombre robusto con uniforme de Pax desenvainó una espada ceremonial y lanzó una estocada a la cabeza de mi amada. Aenea la esquivó. Frené el brazo del almirante, se lo rompí, arrojé la espada y lo tumbé en medio de sus subalternos. El coronel Kassad había dicho que después de aprender el idioma de los vivos había sentido el dolor que infligía a los demás. Lo experimenté ahora, sintiendo los nervios y músculos desgarrados, el hueso astillado del antebrazo y el choque de mi cuerpo cuando el almirante cayó sobre sus hombres. Pero cuando me miré, mi brazo estaba firme y el único precio era el dolor. No me importaba el dolor.

Un cordón de sacerdotes, monjes y obispos se interpuso entre Aenea y el papa. Vi que el pontífice se aferraba el pecho con más fuerza y caía, pero varios diáconos lo cogieron y lo llevaron al dosel del trono del Bernini. Varios guardias suizos cerraron el paso a Aenea con sus picas y sus cuerpos. Otros se nos acercaron por detrás, apartando rudamente a los curiosos. Agentes de seguridad de Pax con armadura negra y cinturones de vuelo revolotearon a diez metros de altura. Puntos láser bailaron sobre la cara y el pecho de Aenea.

Me interpuse entre ella y los inminentes disparos. El punto rojo de un láser me cegó el ojo derecho al apuntarme. Abrí los brazos y lancé un grito desafiante.

—¡No! ¡Cogedles con vida! —gritó un corpulento cardenal con un vozarrón que parecía la voz de Dios.

Un guardia suizo se lanzó contra Aenea para aturdirla con su pica. Ella se echó al suelo, patinó, le cogió las rodillas y lo empujó hacia mí. Le pateé la cabeza y me volví para arrebatarle la pica a otro guardia, lanzándolo contra la multitud y amenazando con el arma a los cinco guardias que nos atacaban por detrás. Se alejaron.

Un agente volador me disparó dos dardos en el hombro izquierdo. Supuse que eran tranquilizantes, pero me los arranqué y los arrojé contra el agente sin sentir nada. Dos guardias —un hombre y una mujer fornidos— me cogieron los brazos. Los hice brincar hasta que sus cabezas chocaron y los arrojé al piso.

—¡Aenea!

Se levantó, se deshizo de un guardia, dos hombres de armadura negra le cerraron el paso. La congregación gritaba. El gran órgano de la catedral chillaba como una mujer en medio del parto. Un agente de seguridad disparó a Aenea a cinco metros. Aenea giró. Una mujer de armadura negra la tumbó de un garrotazo, la montó a horcajadas y le echó los brazos hacia atrás.

Usé el antebrazo para arrojar por el aire a esa zorra. Un guardia me pegó con la pica en el estómago. Un agente de seguridad me lanzó un paralizante. Se supone que los paralizantes son instantáneos, pero tuve tiempo de agarrar la garganta del guardia más próximo antes que me disparasen por segunda y tercera vez. Mi cuerpo cayó con un espasmo y me oriné en los pantalones cuando cesaron todas las funciones voluntarias. Mi última sensación consciente fue el goteo de mi orina en las baldosas de la Basílica de San Pedro.

Apenas reparé en las doce figuras que aterrizaron en mi espalda, me sujetaron los brazos, me arrastraron. No oí ni sentí mi cabezazo contra la baldosa ni el corte que me abrió en la frente.

En los últimos segundos de conciencia, vi pies negros, botas de combate, la gorra de un guardia suizo, más pies. Supe que Aenea había caído a mi izquierda pero no pude mover la cabeza para verla por última vez.

Y así concluye mi historia.

Estuve consciente pero sometido a bloqueos neuronales durante mi «juicio», una presentación de diez minutos ante los jueces del Santo Oficio. Me condenaron a muerte. Ningún ser humano mancharía su alma con mi ejecución; me trasladarían a una caja de gato de Schrödinger en órbita del mundo laberíntico de Armaghast, que estaba en cuarentena. Las inmutables leyes de la física y el azar cuántico ejecutarían la sentencia. En cuanto finalizó el juicio, me enviaron al sistema de Armaghast en una nave-antorcha robot de propulsión Hawking y alta gravedad, con una deuda temporal de dos meses.

No sabía dónde estaba Aenea ni qué había sido de ella, pero ya era dos meses demasiado tarde para ayudarla cuando desperté, mientras terminaban de cerrar el casco energético de mi prisión.

Y durante muchos días, tal vez meses, enloquecí. Y durante muchos más días, ciertamente más meses, he usado la pizarra que me dejaron en esta celda ovoide para contar esta historia. Deben haber sabido que la pizarra sería un castigo adicional mientras esperaba mi muerte, escribiendo mi historia en pocas páginas de micropergamino reciclado como la serpiente devorando su cola, sabiendo que nadie tendrá acceso al relato guardado en el chip de memoria. Dije al principio que tú, mi imposible lector, leías esto por malas razones. Dije al principio que si leías esto para descubrir el destino de Aenea, o el mío, te equivocabas de documento. Yo no estaba con ella cuando su destino la alcanzó, y el mío está más cerca de su final que cuando escribí estas palabras iniciales.

Yo no estaba con ella.

Yo no estaba con ella.

Oh, Jesús, Dios de Moisés, Alá, querido Buda, Zeus, Muir, Elvis, Cristo, si alguno de vosotros existe o alguna vez existió o conserva una pizca de poder en sus manos grises y muertas, por favor, quiero morir ya. Ya. Que la partícula sea detectada y que el gas sea liberado. Ya.

Yo no estaba con ella.