29

El Yggdrasill siguió viaje. El Árbol del Dolor, lo llamaba su capitán, la Verdadera Voz del Árbol Het Masteen. Y era apropiado. Cada salto sacaba más energías a Aenea, mi amor, mi pobre y cansada Aenea, y cada separación sustituía esa menguante reserva por una creciente carga de tristeza. El Alcaudón permanecía a solas en su alta plataforma, como el escalofriante bauprés de un buque condenado o un ángel macabro sobre un funesto árbol navideño.

La nave arbórea saltó a la órbita de Alianza Maui. Ese mundo rebelde estaba en pleno espacio de Pax y temí que nos interceptaran escuadrillas de naves, pero no hubo ataque durante las pocas horas en que estuvimos allí.

—Uno de los beneficios del ataque contra el Árbol Estelar —dijo Aenea con triste ironía—. Han dejado los sistemas internos sin naves de combate.

Esta vez Aenea cogió la mano de Theo para descender a Alianza Maui. Una vez más acompañé a mi amiga y su amiga.

Un fogonazo de luz blanca y estuvimos en una isla móvil, sus velas arbóreas henchidas por un cálido viento tropical, un mar y un cielo conmovedoramente azules. Otras islas nos seguían mientras los delfines exploradores dejaban estelas blancas a ambos lados del convoy.

En la alta plataforma había gente, y nuestra presencia la desconcertó pero no la alarmó. Theo abrazó a un hombre rubio y alto y su esposa de cabello moreno cuando nos salieron al encuentro.

—Aenea, Raul —dijo—. Me alegra presentarte a Merin y Deneb Aspic-Coreau.

—¿Merin? —dije, sintiendo la fuerza de su apretón.

Él sonrió.

—A diez generaciones del Merin Aspic —dijo—. Pero soy descendiente directo. Así como Deneb desciende de nuestra famosa Siri. —Apoyó la mano en el hombro de Aenea—. Has regresado tal como prometiste. Y trajiste contigo a nuestra más feroz guerrera.

—Así es —dijo Aenea—. Y debes mantenerla a salvo. Durante los próximos meses, debes evitar todo contacto con Pax.

Deneb Aspic-Coreau se echó a reír.

Noté, sin sombra de deseo, que debía ser la mujer más sana y bella que había visto.

—Estamos huyendo para salvar el pellejo, La Que Enseña. Tres veces intentamos destruir el complejo de plataformas petroleras de Tres Corrientes, y tres veces nos han abatido como halcones Thomas. Ahora sólo esperamos llegar al Archipiélago Ecuatorial y ocultarnos entre las islas migratorias, para luego reagruparnos en la base de sumergibles de Lat Zero.

—Protégela a toda costa —repitió Aenea. Y a Theo le dijo—: Te echaré de menos, amiga mía.

Theo Bernard procuraba contener el llanto, pero no lo consiguió. Abrazó intensamente a Aenea.

—Fue un tiempo magnífico —dijo, retrocediendo un paso—. Rezo por tu éxito. Y rezo por que fracases… por tu propio bien.

Aenea sacudió la cabeza.

—Reza por nuestro éxito total.

Alzó la mano para despedirse y regresó conmigo a la plataforma baja.

Olí el embriagador aroma salobre del mar. El sol era tan intenso que me hacía entornar los ojos, pero la temperatura del aire era perfecta. El agua clara resbalaba en la piel de los delfines. Me hubiera quedado allí para siempre.

—Tenemos que irnos —dijo Aenea. Me cogió la mano.

Una nave-antorcha apareció en el radar cuando salíamos del pozo de gravedad de Alianza Maui, pero la ignoramos mientras Aenea miraba las estrellas desde el puente.

Me acerqué.

—¿Puedes oírlas? —susurró.

—¿Las estrellas?

—Los mundos. La gente que los habita. Sus secretos y silencios. Tantas palpitaciones.

Negué con la cabeza.

—Cuando no estoy concentrado en otra cosa, todavía me acechan voces e imágenes de otras partes, otros tiempos… mi padre cazando en los brezales con sus hermanos, el padre Glaucus asesinado por Rhadamanth Nemes…

Aenea me miró.

—¿Viste eso?

—Sí, fue espantoso. No pudo ver quién le atacaba. La caída, la oscuridad, el frío, los momentos de dolor antes de morir. Se había negado a aceptar el cruciforme. Por eso la Iglesia lo envió a Sol Draconi Septem… al exilio en el hielo.

—Sí, he tocado esos últimos recuerdos suyos muchas veces en estos diez años. Pero hay otros recuerdos del padre Glaucus, Raul. Cálidos y maravillosos, llenos de luz. Espero que los encuentres.

—Sólo quiero que cesen las voces —dije con sinceridad—. Esto… —Señalé la nave arbórea, la gente que conocíamos, Het Masteen en sus controles—. Todo esto es…

Aenea sonrió.

—Demasiado importante. Ese es el problema, ¿verdad? —Volvió a mirar las estrellas—. No, Raul, lo que debes oír antes de dar el paso no es la resonancia del idioma de los muertos, ni siquiera el idioma de los vivos. Es la esencia de las cosas.

Vacilé, pues no quería quedar en ridículo, pero al fin recité:

La marea cambiará un millón de veces

y él sufrirá. Mas no habrá de morir

si esto consigue: escudriñar…

Y Aenea continuó:

Las honduras de la magia, el sentido

de cada forma, movimiento y sonido,

explorar todas las formas y sustancias

hasta llegar a sus simbólicas esencias.

No habrá de morir.

Sonrió de nuevo.

—¿Cómo estará el tío Martin? ¿Se pasará los años en sueño frío? ¿Rezongando contra sus pobres criados androides? ¿Aún trabajando en sus inconclusos Cantos? En todos mis sueños, nunca consigo ver al tío Martin.

—Está agonizando —dije.

Aenea parpadeó.

—Soñé con él, lo vi esta mañana —dije—. Se ha despertado por última vez, según les dijo a sus fieles sirvientes. Las máquinas lo mantienen con vida. Los tratamientos Poulsen ya no surten efecto. Él…

—Dime.

—Se aferra a la vida para verte de nuevo. Pero está muy débil.

Aenea desvió la mirada.

—Es extraño —dijo—. Mi madre riñó con el tío Martin durante toda la peregrinación. Hubo momentos en que se hubieran matado. Antes de que ella muriera, él era su mejor amigo. Ahora…

—Tendrás que seguir con vida, pequeña. Con vida y saludable, y regresar para ver al viejo. Se lo debes.

—Cógeme la mano, Raul.

La nave saltó a través de la luz.

Alrededor de Centro Tau Ceti fuimos atacados de inmediato, no sólo por naves de Pax sino por naves-antorcha rebeldes que luchaban por la secesión planetaria iniciada por la ambiciosa arzobispo Achula Silvaski. El campo de contención llameaba como una nova.

—No puedes libreyectarte a través de esto —le dije a Aenea cuando nos ofreció la mano a Tromo Trochi de Dhomu y a mí.

—Uno no se libreyecta a través de nada —dijo mi amiga. Nos cogió la mano y estuvimos en la superficie de la ex capital de la extinta y poco llorada Hegemonía.

Tromo Trochi nunca había estado en TC2. Más aún, nunca se había ido de T'ien Shan, pero las historias acerca de esta ex capital capitalista del universo humano habían despertado su olfato comercial.

—Es una lástima que no tenga nada con que empezar —dijo el astuto mercader—. En seis meses, y en un mundo tan prometedor, habría construido un imperio comercial.

Aenea metió la mano en su mochila y sacó un lingote de oro.

—Esto te permitirá empezar —dijo—. Pero no olvides tu verdadero deber.

Sosteniendo el lingote, el hombrecillo se inclinó.

—No lo olvidaré, La Que Enseña. No en vano he aprendido el idioma de los muertos.

—Sólo cuídate en los próximos meses. Y confío en que luego podrás costearte el transporte a cualquier mundo que elijas.

—Iría adondequiera que estés, M. Aenea —dijo el comerciante, y por primera vez le vi manifestar emoción—. Y pagaría con toda mi fortuna, pasada, futura e imaginaria, por hacerlo.

Esto me desconcertó. Pensé por primera vez que muchos discípulos de Aenea debían estar un poco enamorados de ella, además de sentir reverencia. Pero era sorprendente verlo en este hombre obsesionado por el dinero.

Aenea le tocó el brazo.

—Cuídate y prospera.

El Yggdrasill estaba bajo ataque cuando regresamos. Estaba bajo ataque cuando Aenea nos libreyectó fuera del sistema Tau Ceti.

El mundo-ciudad de Lusus estaba tal como lo recordaba por mi breve estancia allí: una serie de Colmenas sobre corredores verticales de metal gris. George Tsarong y Jigme Norbu se despidieron aquí. El musculoso George sollozaba mientras abrazaba a Aenea. Habría podido pasar por un lusiano común en la luz penumbrosa, pero el esquelético Jigme sobresaldría entre las multitudes de las Colmenas. Pero los forasteros eran comunes en Lusus, así que nuestros dos capataces andarían bien mientras tuvieran dinero.

Lusus, sin embargo, era uno de los pocos mundos de Pax que había vuelto a las tarjetas de crédito universales y Aenea no tenía ninguna en su mochila.

Cuando salíamos de los vacíos corredores de la Colmena, se aproximaron siete figuras con capa carmesí. Me interpuse entre Aenea y estos hombres pero ellos, en vez de atacarnos, se arrodillaron en el suelo grasiento, inclinaron la cabeza y cantaron:

Bendita sea Ella.

Bendita sea la Madre de Nuestra Salvación.

Bendita sea la Herramienta de Nuestra Expiación.

Bendita sea la Novia de Nuestra Creación.

Bendita sea Ella.

—El culto del Alcaudón —dije estúpidamente—. Creí que habían desaparecido, que los habían exterminado durante la Caída.

—Preferimos que nos llamen Iglesia de la Expiación Final —dijo el primer hombre, levantándose—. Y no fuimos exterminados, sino que pasamos a la clandestinidad. Bienvenida, Hija de la Luz. Bienvenida, Novia del Avatar.

Aenea sacudió la cabeza con impaciencia.

—No soy novia de nadie, obispo Duruyen. Éstos son los dos hombres que he traído para que los protejas durante los próximos diez meses.

El obispo inclinó la cabeza calva.

—Tal como decían tus profecías, Hija de la Luz.

—No profecías sino promesas. —Aenea abrazó a George y Jigme por última vez.

—¿Te veremos de nuevo, arquitecta? —preguntó Jigme.

—No puedo prometer eso. Pero prometo que, si está en mi poder, volveremos a estar en contacto.

La seguí hacia los corredores húmedos y desiertos de la Colmena, donde nuestra partida no parecería tan milagrosa como para sumarse al fértil canon del Culto del Alcaudón.

En Tsingtao-Hsishuang Panna nos despedimos del Dalai Lama y su hermano Labsang Samten. Labsang sollozaba, el Dalai Lama no.

—El dialecto mandarín de los lugareños es atroz —dijo el Dalai Lama.

—Pero te comprenderán, Santidad —dijo Aenea—. Y escucharán.

—Pero tú eres mi maestra —dijo el niño con voz irritada—. ¿Cómo puedo enseñarles sin tu ayuda?

—Ayudaré. Trataré de ayudar. Luego será tarea tuya. Y de ellos.

—¿Pero podemos compartir la comunión con ellos? —preguntó Labsang.

—Si lo piden —respondió Aenea. Y al Dalai Lama le dijo—: ¿Me darías tu bendición?

El niño sonrió.

—Soy yo quien debe pedir tu bendición, maestra.

—Por favor —dijo Aenea, y de nuevo noté la fatiga en su voz.

El Dalai Lama se inclinó y dijo, con los ojos cerrados:

—Esto es de la Plegaria de Kuntu Sangpo, tal como se me reveló por la visión de mi terton en una vida anterior.

¡Oh! El mundo fenoménico y toda existencia, samsara y nirvana,

todo tiene un solo fundamento, pero hay dos sendas y dos resultados,

muestras de ignorancia y conocimiento.

Por la aspiración de Kuntu Sangpo,

en el Palacio del Espacio Primordial del Vacío,

que todos los seres alcancen perfecta consumación y estado de Buda.

El fundamento universal es incondicional.

Surge de modo espontáneo, vasta extensión inmanente, más allá de la expresión,

allí donde no hay samsara ni nirvana.

El conocimiento de esta realidad es estado de Buda,

mientras que los seres ignorantes yerran en samsara.

Que todos los seres conscientes de los tres reinos

obtengan conocimiento de la naturaleza del fundamento inefable.

Aenea se inclinó ante el niño.

—El Palacio del Espacio Primordial del Vacío —murmuró—. Cuánto más elegante que mi torpe descripción del Vacío Que Vincula. Gracias, Santidad.

El niño se inclinó.

—Gracias, reverenciada maestra. Que tu muerte sea más rápida y menos dolorosa de lo que ambos esperamos.

Aenea y yo regresamos a la nave arbórea.

—¿Qué quiso decir? —pregunté, apoyándole ambas manos en los hombros—. ¿Una muerte más rápida y menos dolorosa? ¿Qué diablos significa? ¿Piensas hacerte crucificar? ¿Tienes que llevar esta maldita farsa mesiánica hasta el final? ¡Háblame, Aenea! —Noté que la estaba sacudiendo… sacudiendo a mi querida amiga, mi amada niña. Bajé las manos.

Aenea me rodeó con los brazos.

—Sólo quédate conmigo, Raul. Quédate conmigo todo el tiempo que puedas.

—Lo haré —dije, palmeándole la espalda—. Te juro que lo haré.

En Fuji nos despedimos de Kenshiro Endo y de Haruyuki Otaki. En Deneb Drei fue una niña a quien yo desconocía —Katherine, de diez años— quien se quedó atrás, sola y al parecer sin temor. En Sol Draconi Septem, el mundo de aire congelado y mortíferos espectros donde habían asesinado al padre Glaucus y nuestros amigos Chitchatuk, el triste y caviloso obrero Rimsi Kyipup se ofreció casi dichosamente para quedarse.

En Nevermore fue otro hombre a quien no había tenido el privilegio de conocer, un anciano y gentil caballero que parecía un hermano menor y más amable de Martin Silenus. En Bosquecillo de Dios, donde A. Bettik había perdido parte del brazo diez años estándar atrás, los dos lugartenientes templarios de Het Masteen se libreyectaron con Aenea y conmigo y no regresaron. En Hebrón, ahora sin colonos judíos pero lleno de colonos cristianos enviados por Pax, los empatas seneschai aluit, Lleeoonn y Ooeeaall, se libreyectaron para despedirse de nosotros en un desierto nocturno donde las rocas aún conservaban el fulgor del día.

En Parvati, las alegres hermanas Kuku Se y Kay Se lloraron y se despidieron con un abrazo. Una familia de dos padres con cinco hijos rubios se quedaron en Asquith. Por encima del torbellino nuboso y el océano azul de Mare Infinitus —un mundo cuyo mero nombre me despertaba recuerdos de dolor y amistad— Aenea le pidió al sargento Gregorius que se libreyectara con ella para reunirse con los rebeldes y apoyarlos.

—¿Y dejar al capitán? —preguntó el gigante, obviamente desconcertado por la sugerencia.

—No hay más capitán, sargento —dijo De Soya—, mi querido amigo. Sólo este sacerdote sin Iglesia. Y sospecho que seremos más útiles por separado. ¿Tengo razón, M. Aenea?

Mi amiga asintió.

—Esperaba que Lhomo fuera mi representante en Mare Infinitus —dijo—. Los contrabandistas, los rebeldes y los cazadores de bocas de lámpara de este mundo respetarían a un hombre fuerte. Pero será difícil y peligroso. Aquí están en plena rebelión y Pax no toma prisioneros.

—¡No es el peligro lo que me preocupa! —exclamó Gregorius—. Estoy dispuesto a morir la muerte verdadera cien veces por una buena causa.

—Lo sé, sargento —dijo Aenea.

El gigante miró a su ex capitán y de nuevo a Aenea.

—Niña, sé que no te gusta hablar del futuro, aunque lo espías de cuando en cuando. Pero dime esto… ¿existe la posibilidad de que vuelva a encontrarme con mi capitán?

—Sí —dijo Aenea—. Y con algunos que creías muertos… como el cabo Kee.

—Entonces iré. Haré tu voluntad. Aunque ya no pertenezca al Corps Helvética, la obediencia que me inculcaron es parte de mí.

—Ahora no pedimos obediencia —dijo el padre De Soya—. Es algo más difícil y más profundo.

El sargento Gregorius reflexionó.

—Sí —dijo al fin, y les dio la espalda a todos—. Vamos, niña —añadió, ofreciéndole la mano a Aenea.

Lo dejamos en una plataforma abandonada del Litoral Sur, pero Aenea le dijo que los sumergibles atracarían allí al cabo de un día.

En Madre de Dios, el padre De Soya se dispuso a bajar, pero Aenea lo contuvo con un gesto.

—Éste es mi mundo —dijo el sacerdote—. Nací aquí. Mi diócesis estaba aquí. Me imagino que moriré aquí.

—Tal vez, pero te necesito en un lugar más difícil y para una tarea más peligrosa, Federico.

—¿Dónde?

—Pacem —dijo Aenea—. Nuestra última parada.

—Espera, pequeña —intervine, notando que mi voz era quejosa y desesperada—. Yo iré contigo a Pacem si insistes en ir allá. Dijiste que podía quedarme contigo.

—Sí —dijo Aenea, tocándome la muñeca con sus dedos frescos—. Pero me gustaría que el padre De Soya viniera con nosotros cuando llegue la hora.

El jesuita parecía confundido y un poco defraudado, pero asintió. Evidentemente la obediencia estaba más arraigada en la Compañía de Jesús que en el Corps Helvética.

El artesano del bambú Voytek Majer y su nueva prometida, la albañil Viki Groselj, se ofrecieron para quedarse en Madre de Dios.

En Freeholm nos despedimos de Janusz Kurtyka. En Kastrop-Rauxel, recientemente terraformado y colonizado por Pax, fue el soldado Jigme Paring quien se ofreció para encontrar a la población rebelde. En Parsimonia, mientras las naves de Pax convertían el campo de contención en un torrente de fragor y luz, una mujer llamada Helen Dean O'Brian se adelantó y cogió la mano de Aenea. En Esperance, Aenea y yo nos despedimos del ex alcalde de Jo-kung, Charles Chi-kyap Kempo. En la amarilla pradera de Hierba nos despedimos de Isher Perpet, un audaz rebelde rescatado de una galera de Pax por el padre De Soya. En Qom-Riyadh, donde los nuevos colonos de Pax derribaban las mezquitas o las convertían en catedrales, nos libreyectamos en plena noche y nos despedimos de un ex refugiado de ese mundo llamado Merwin Muhammed Ali y de nuestro ex intérprete en T'ien Shan, el inteligente Perri Samdup.

En Renacimiento Menor, mientras una horda de naves de guerra se aproximaba con intención de destruirnos, fue el callado ex prisionero Hoag Liebler quien se adelantó.

—Yo fui espía —dijo el hombre pálido. Le hablaba a Aenea, pero miraba al padre De Soya—. Vendí mi lealtad por dinero, para regresar a este mundo y recobrar las tierras y la fortuna perdidas de mi familia. Traicioné a mi capitán y a mi alma.

—Hijo mío —dijo el padre De Soya—, hace tiempo que esos pecados, si eran tales, fueron perdonados por tu capitán, y sobre todo por Dios. No se hizo ningún daño.

Liebler asintió despacio.

—Las voces que he escuchado desde que bebí el vino con M. Aenea… —No terminó la frase—. Conozco a muchas personas en este mundo. Deseo regresar a casa para iniciar esta nueva vida.

—Sí —dijo Aenea, y le ofreció la mano.

En Vitus-Gray-Balianus B, Aenea, la Dorje Phamo y yo nos libreyectamos a un páramo desierto, lejos del río, los sembradíos y las casas pintadas donde la amable gente de la Hélice del Espectro de Amoiete me había cuidado y ayudado a escapar de Pax. Aquí sólo había piedras, grietas, laberintos de túneles rocosos y tormentas de polvo soplando desde el sangriento ocaso contra un horizonte de nubarrones negros. Me recordó a Marte, con un aire más tibio y denso y más hedor a muerte y cordita.

Figuras con túnicas nos rodearon casi de inmediato, con pistolas de dardos y látigos infernales preparados. De nuevo traté de interponerme entre Aenea y el peligro, pero ellos nos rodearon y alzaron sus armas.

—¡Esperad! —exclamó una voz conocida, y uno de los soldados bajó por una duna roja—. ¡Esperad! —repitió, descubriéndose el rostro.

—¡Dem Loa! —exclamé, y me adelanté para abrazar a la mujer baja. Las lágrimas trazaron surcos lodosos en sus mejillas.

—Nos has traído a tu persona especial —dijo la mujer que me había salvado—. Tal como prometiste.

Le presenté a Aenea y a la Dorje Phamo, sintiéndome tonto y feliz al mismo tiempo. Dem Loa y Aenea se miraron un instante y se abrazaron.

Miré a los demás.

—¿Dónde está Dem Ria? —pregunté—. ¿Y Alem Mikail Dem Alem? ¿Y tus hijos Bin y Ces Ambre?

—Muertos —dijo Dem Loa—. Todos muertos, excepto Ces Ambre, que ha desaparecido después del último ataque desde Bombasino.

Me quedé atónito.

—Bin Ria Dem Loa Alem murió de su enfermedad —continuó Dem Loa—, pero los demás murieron en nuestra guerra con Pax.

—Guerra con Pax —repetí—. Espero no haberla desencadenado…

Dem Loa alzó la mano.

—No, Raul Endymion. No fuiste tú. Los seguidores de la Hélice que valorábamos nuestras costumbres rechazamos la cruz, y así fue como comenzó. La rebelión ya había estallado cuando estuviste entre nosotros. Cuando te marchaste, creíamos haber triunfado. Las cobardes tropas de la base de Bombasino buscaron la paz, ignoraron las órdenes de sus comandantes e hicieron tratados con nosotros. Llegaron más naves. Bombardearon su propia base y luego vinieron a nuestras aldeas. Ha habido guerra desde entonces. Cuando aterrizan y tratan de ocupar las tierras, matamos a muchos de ellos. Ellos traen más refuerzos.

—Dem Loa, lo lamento.

Ella me apoyó la mano en el pecho y movió la cabeza. Vi la sonrisa que recordaba las horas que habíamos compartido. Ella miró de nuevo a Aenea.

—Tú eres aquella que él mencionó en su delirio y su dolor. Tú eres aquella que él amaba. ¿Tú también le amas, niña?

—Le amo —dijo Aenea.

—Bien —dijo Dem Loa—. Sería triste que un hombre que creía estar muriendo expresara tanto amor por alguien que no le correspondiera. —Dem Loa miró a la Marrana del Rayo, muda y regia—. ¿Tú eres sacerdotisa?

—No sacerdotisa —dijo la Marrana del Rayo—, sino abadesa del monasterio Samden Gompa.

Dem Loa no ocultó su asombro.

—¿Mandas a los monjes, a los hombres?

—Les instruyo —dijo la Dorje Phamo. El viento le agitaba el cabello gris.

—Es lo mismo que mandarles —rió Dem Loa—. Bienvenida, Dorje Phamo. —Se volvió hacia Aenea—. ¿Te quedarás con nosotros, niña? ¿O sólo nos tocarás y seguirás viaje, como predicen nuestras profecías?

—Debo seguir viaje —dijo Aenea—. Pero me gustaría dejar aquí a la Dorje Phamo, como vuestra aliada y enlace.

Dem Loa asintió.

—Es un lugar peligroso —le dijo a la Marrana del Rayo.

La Dorje Phamo sonrió. La fuerza de ambas mujeres era casi una energía palpable en el aire.

—Bien —dijo Dem Loa. Me abrazó—. Sé amable con tu amada, Raul Endymion. Sé bondadoso con ella en las horas que os otorguen los ciclos de la vida y del caos.

—Lo seré —dije.

Dem Loa le dijo a Aenea:

—Gracias por venir, niña. Era nuestro deseo. Era nuestra esperanza.

Las dos mujeres se abrazaron de nuevo. Me sentí súbitamente tímido, como si hubiera llevado a Aenea a casa para presentarle a mi madre o a Grandam.

La Dorje Phamo nos tocó a ambos para bendecirnos.

Kale pe a —le dijo a Aenea.

Nos alejamos en la tormenta de polvo y nos libreyectamos en un fogonazo de luz blanca. En la tranquilidad del puente del Yggdrasill, le dije a Aenea:

—¿Qué fue lo que dijo?

Kale pe a —repitió mi amiga—. Es una antigua despedida tibetana que se usa cuando una caravana se dispone a escalar los picos altos. Significa: «Anda despacio si deseas regresar».

Y así seguimos por un centenar de mundos. Cada visita era breve, pero cada despedida era conmovedora. No sé cuántos días y noches pasamos en este viaje final con Aenea. Nos libreyectábamos hacia abajo, regresábamos, la nave arbórea entraba en la luz y emergía en otra parte. Cuando nos vencía la fatiga, el Yggdrasill vagaba en el espacio durante horas mientras los ergs descansaban y los demás tratábamos de dormir.

Recuerdo por lo menos tres de estos períodos de sueño, así que quizá viajamos sólo tres días y tres noches. O quizá viajamos una semana o más y sólo dormimos tres veces. Pero recuerdo que Aenea y yo dormimos poco y nos amamos tiernamente, como si cada vez fuera la última.

Durante uno de estos breves interludios le pregunté:

—¿Por qué haces esto, pequeña? No sólo para que todos podamos ser como los éxters y recibir la luz del sol en nuestras alas… Fue hermoso, sí, pero me gustan los planetas. Me gusta el suelo bajo mis botas. Me gusta ser humano, ser un hombre.

Aenea rió y me tocó la mejilla. Recuerdo que la luz era tenue pero podía verle la transpiración entre los pechos.

—A mí también me gusta que seas un hombre, Raul, amor mío.

—Quiero decir…

—Sé lo que quieres decir —susurró Aenea—. A mí también me gustan los planetas. Y me gusta ser humana, ser sólo una mujer. No hago lo que debo hacer sólo en nombre de una evolución utópica, para que los humanos sean ángeles éxters o los empatas seneschai.

—¿Entonces?

—Sólo por la posibilidad de elegir. Sólo por la oportunidad de seguir siendo humana, al margen de lo que esto signifique para cada persona que elige.

—¿Elegir de nuevo?

—Sí. Aunque signifique elegir lo mismo de antes. Aunque signifique elegir Pax, el cruciforme y la alianza con el Núcleo.

No comprendí, pero en ese momento me interesaba más abrazarla que comprender.

Al cabo de momentos de silencio, Aenea dijo:

—Raul, también yo amo el suelo bajo las botas, el susurro del viento en la hierba. ¿Harías algo por mí?

—Cualquier cosa —le aseguré.

—Si muero antes que tú, ¿llevarías mis cenizas a Vieja Tierra y las esparcirías en el lugar donde fuimos más felices?

Si me hubiera apuñalado el corazón, no me habría dolido tanto.

—Dijiste que podía quedarme contigo —dije al fin, desorientado e irritado—. Que podía ir a cualquier parte contigo.

—Y lo decía en serio, amor. Pero si te precedo en el camino de la muerte, ¿harás eso por mí? Espera unos años, y luego esparce mis cenizas en el lugar de Vieja Tierra donde fuimos más felices.

Sentí ganas de estrujarla hasta hacerla gritar. Hasta hacer que renunciara a su petición. En cambio susurré:

—¿Cómo demonios volveré a Vieja Tierra? Está en la Nube Magallánica Menor, ¿verdad? Ciento sesenta mil años-luz de distancia, ¿verdad?

—Sí.

—¿Reabrirás los portales teleyectores para que pueda regresar allá?

—No. Esas puertas se han cerrado para siempre.

—¿Entonces cómo diablos esperas que…? —Cerré los ojos—. No me pidas esto, Aenea.

—Ya te lo he pedido, amor.

—Pídeme en cambio que muera contigo.

—No. Te estoy pidiendo que vivas para mí. Que hagas esto por mí.

—Mierda.

—¿Eso significa sí, Raul?

—Eso significa mierda. Odio a los mártires. Odio la predestinación. Odio las historias de amor con final triste.

—También yo —susurró Aenea—. ¿Harás esto por mí?

Chasqueé la lengua.

—¿El lugar de Vieja Tierra donde fuimos más felices? —dije al fin—. Te refieres a Taliesin Oeste, porque no fuimos juntos a muchas partes.

—Ya te darás cuenta —susurró Aenea—. Ahora durmamos.

—No quiero dormirme —rezongué.

Ella me rodeó con los brazos. Había sido delicioso dormir juntos en gravedad cero en el Árbol Estelar. Era incluso más delicioso dormir juntos en la cama de nuestro cubículo privado, en el pequeño campo gravitatorio del Yggdrasill. No podía concebir un momento en que tendría que dormir sin ella.

—Conque esparcir tus cenizas, ¿eh? —susurré al fin.

—Sí —murmuró Aenea, más dormida que despierta.

—Pequeña, mi querida, mi amor, eres una zorra morbosa.

—Sí. Pero soy tu zorra morbosa.

Nos dormimos, pero sólo al cabo de un largo rato.

En nuestro último día, nos libreyectamos a un sistema estelar con una enana roja clase M3 en el centro y un mundo semejante a la Tierra.

—No —dijo Rachel cuando nuestro pequeño grupo se reunió en el puente.

Los trescientos nos habían abandonado uno por uno, los muchos discípulos de Aenea se habían esparcido por los mundos de Pax como botellas arrojadas al mar pero sin sus mensajes. Ahora quedaban el padre De Soya, Rachel, Aenea, el capitán Het Masteen, A. Bettik, algunos clones tripulantes, los ergs y yo. Y el Alcaudón, silencioso e inmóvil en su alta plataforma.

—No —repitió Rachel—. He cambiado de parecer. Quiero seguir contigo.

Aenea se levantó con los brazos cruzados. Había permanecido callada esa larga mañana.

—Como desees. Tú sabes que no te exigiría semejante cosa, Rachel.

—Maldita seas —murmuró Rachel.

—Sí —dijo Aenea.

Rachel apretó los puños.

—Joder, ¿alguna vez terminará todo esto?

—¿A qué te refieres?

—Tú sabes a qué me refiero. Mi padre, mi madre, tu madre… sus vidas llenas de esto. Mi vida… vivida dos veces… siempre luchando contra este enemigo invisible. Corriendo y esperando. Yendo y viniendo por el tiempo como un trompo fuera de control.

Aenea esperó.

—Una petición —dijo Rachel. Me miró a mí—. No quiero ofenderte, Raul. He llegado a simpatizar contigo. ¿Pero podría Aenea llevarme sola a Mundo de Barnard?

—Ningún problema —dije.

Rachel suspiró.

—De nuevo en este mundo retrógrado… maizales, crepúsculos y villorrios con casitas blancas y amplios porches. Me aburría cuando tenía ocho años.

—Lo amabas cuando tenías ocho años —dijo Aenea.

—Sí, es verdad —admitió Rachel. Estrechó la mano del sacerdote, la de Het Masteen, la mía.

Y, recordando los más oscuros pasajes de los Cantos del viejo poeta, recordando cómo me hacían reír cuando Grandam me obligaba a repetirlos verso por verso, preguntándome si alguna vez la gente había dicho esas cosas, le dije a Rachel:

—Nos vemos, caimán.

La joven me miró extrañamente, sus ojos verdes iluminados por el fulgor del mundo que colgaba sobre nosotros.

—Hasta luego, cocodrilo —respondió.

Cogió la mano de Aenea y se marcharon. Al no viajar con Aenea, no vi ningún destello, sólo una repentina… ausencia.

Aenea regresó a los cinco minutos.

Het Masteen se apartó de los controles y entrelazó las manos dentro de las mangas de su túnica.

—¿Adonde?

—Sistema de Pacem, por favor, Verdadera Voz del Árbol Het Masteen.

El templario no se movió.

—Querida amiga y maestra, sabrás que Pax ha traído la mitad de sus naves de combate al sistema del Vaticano.

Aenea miró las hojas susurrantes del bello árbol donde viajábamos. Un kilómetro detrás de nosotros, el fulgor del motor de fusión nos sacaba lentamente del pozo de gravedad de Mundo de Barnard. Ninguna nave de Pax nos había molestado aquí.

—¿Los ergs podrán sostener los campos hasta que lleguemos cerca de Pacem? —preguntó.

El capitán sacó las manos de la túnica y extendió las palmas.

—Es dudoso. Están exhaustos. Estos ataques los han agotado…

—Lo sé. Y lo lamento mucho. Sólo tendrás que estar dentro del sistema un par de minutos. Tal vez, si aceleras ahora y estás preparado para maniobrar a toda máquina cuando aparezcamos en el sistema de Pacem, la nave pueda partir antes que los campos se sobrecarguen.

—Lo intentaremos —dijo Het Masteen—. Pero debes estar preparada para libreyectarte de inmediato. La vida de la nave arbórea podrá medirse en minutos una vez que lleguemos.

—Primero debemos despachar la nave del cónsul —dijo Aenea—. Tendremos que hacerlo aquí y ahora. Sólo unos momentos, Het Masteen.

El templario asintió y volvió a concentrarse en los controles.

—Ah, no —dije cuando Aenea se volvió hacia mí—. No iré a Hyperion en la nave.

Aenea pareció sorprendida.

—¿Pensabas que te mandaría a otra parte después de decir que podías acompañarme?

Me crucé de brazos.

—Hemos visitado la mayoría de los mundos de Pax y del Confín… excepto Hyperion. No sé qué planeas, pero no puedo creer que excluyas nuestro mundo natal.

—No lo haré. Pero no nos libreyectaremos allá.

No comprendí.

—A. Bettik —dijo Aenea—, la nave pronto estará preparada para partir. ¿Tienes la carta que le escribí al tío Martin?

—Sí, M. Aenea —dijo el androide. El hombre de tez azul no parecía feliz, pero tampoco angustiado.

—Por favor, mándale mi amor —dijo Aenea.

—Espera, espera —dije—. ¿A. Bettik es tu… representante en Hyperion?

Aenea se frotó la mejilla. Intuí que estaba más cansada de lo que yo podía imaginar, pero guardando fuerzas para algo más importante.

—¿Mi representante? ¿Cómo Rachel, Theo, la Dorje Phamo, George y Jigme?

—Sí. Y los otros trescientos.

—No. A. Bettik no será mi representante en Hyperion. No en ese sentido. Y la nave del cónsul debe pagar una enorme deuda temporal con su motor Hawking. No llegará hasta dentro de unos meses de nuestro tiempo.

—¿Entonces quién es tu representante, tu enlace en Hyperion? —pregunté, seguro de que ese mundo no quedaría excluido.

—¿No lo adivinas? —Mi amiga sonrió—. El querido tío Martin. El poeta y crítico vuelve a ser un actor en esta incesante partida de ajedrez con el Núcleo.

—Pero todos los demás comulgaron contigo…

Comprendí.

—Sí —dijo Aenea—. Cuando yo aún era niña, el tío Martin entendió. Bebió el vino. No le costó adaptarse… ha oído el idioma de los muertos y de los vivos durante siglos, a su manera de poeta. Así escribió los Cantos. Por eso pensaba que el Alcaudón era su musa.

—¿Entonces por qué A. Bettik llevará la nave allá? ¿Sólo para transmitir tu mensaje?

—Más que eso. Si todo sale bien, veremos. —Abrazó al androide y él le palmeó la espalda con su única mano.

Un momento después, abrumado por la emoción, estreché esa mano azul.

—Te echaré de menos —dije estúpidamente.

El androide me miró, asintió con un gesto y caminó hacia la nave.

—A. Bettik —llamé cuando estaba a punto de abordarla.

Esperó mientras yo corría a buscar algo entre mis escasas pertenencias y regresaba.

—¿Quieres llevar esto? —dije, entregándole el tubo de cuero.

—La alfombra voladora —dijo A. Bettik—. Sí, desde luego, M. Endymion. Me alegrará conservarla hasta que nos veamos de nuevo.

—Y si no nos vemos de nuevo… —Me interrumpí. Iba pedirle que se la diera a Martin Silenus, pero sabía por mis propias visiones que el poeta estaba al borde de la muerte—. Si no nos vemos de nuevo, A. Bettik, conserva la alfombra como recuerdo de nuestro viaje. Y de nuestra amistad.

A. Bettik me miró otro instante, asintió de nuevo con un gesto y abordó la nave del cónsul. Yo esperaba que la nave dijera sus adioses, llenos de imprecisiones e inexactitudes, pero simplemente deliberó con los ergs de la nave arbórea, se elevó con los repulsores hasta salir del campo de contención y se alejó en baja potencia hasta estar a distancia segura.

Su estela de fusión era tan brillante que me hizo lagrimear mientras aceleraba perdiéndose de vista. Hubiera deseado de todo corazón regresar a Hyperion con Aenea y A. Bettik, dormir durante días en la gran cama del ápice de la nave, escuchar música en el Steinway y nadar en cero g sobre el mirador…

—Tenemos que irnos —le dijo Aenea a Het Masteen—. Por favor, prepara a los ergs para cualquier eventualidad.

—Como desees, reverenciada La Que Enseña —dijo la Verdadera Voz del Árbol.

—Otra cosa…

El templario aguardó nuevas órdenes.

—Gracias, Het Masteen —dijo Aenea—. En nombre de todos los que viajaron contigo en esta travesía y todos los que narrarán el viaje durante generaciones, gracias, Het Masteen.

El templario se inclinó y volvió a sus controles.

—Motor de fusión a toda máquina, punto nueve dos. Preparar maniobras evasivas. Prepararse para sistema de Pacem —les dijo a sus amados ergs, que rodeaban la invisible singularidad a un kilómetro de distancia—. Prepararse para sistema de Pacem.

El padre De Soya se acercó y cogió la mano de Aenea. Con la mano derecha, murmuró una bendición para el templario y los clones tripulantes:

—In nomine Patris et Filii et Spiritu Sanctus.

—Amén —dije, cogiendo la mano izquierda de Aenea.

—Amén —dijo Aenea.