28

Los campos magnéticos controlados por los ergs todavía resistían pero estaban distorsionados. En vez de volar a lo largo del bulevar de ramas que conducía al Yggdrasill, la alfombra insistía en alinearse en ángulo recto, de modo que nuestros rostros parecían apuntar hacia abajo mientras la alfombra se elevaba como un ascensor entre ramas trémulas, puentes desmoronados, tallos cercenados, esferas de llamas y hordas de éxters que brincaban al espacio para combatir y morir. Mientras siguiera rumbo a la nave arbórea, dejé que la alfombra hiciera lo que quisiera.

Aún quedaban burbujas de campo de contención, pero la mayoría de los campos erg habían muerto con los ergs que los mantenían. A pesar de las redundancias múltiples, toda esta región del Árbol Estelar perdía aire o sufría descompresiones explosivas. No teníamos trajes. En el último momento yo había recordado que la antigua alfombra voladora tenía su propio campo para retener aire o pasajeros. No era un dispositivo de presión duradero, pero nueve años atrás lo habíamos usado en aquel planeta selvático, volando a alturas irrespirables, y yo esperaba que los sistemas aún respondieran.

Respondieron, hasta cierto punto. En cuanto salimos de la vaina y nos elevamos como una paravela en medio del caos, el campo de la alfombra se activó. Noté que perdía aire, pero me dije que nos duraría el tiempo necesario para llegar al Yggdrasill.

Casi no llegamos al Yggdrasill.

No era la primera batalla espacial que presenciaba. Aenea y yo habíamos visto una desde la plataforma del Templo Suspendido en el Aire, observando el espectáculo de luces en el espacio cislunar mientras el grupo de Pax destruía la nave del padre De Soya, pero ésta era la primera vez que presenciaba una batalla espacial donde alguien trataba de matarme.

El ruido era ensordecedor donde había aire: explosiones, implosiones, troncos y tallos astillados, ramas quebradas y calamares moribundos, el aullido de alarmas y el chillido de comlogs y otros comunicadores. Donde había vacío, el silencio era aún más ensordecedor: cuerpos éxters y templarios volando sin ruido al espacio, mujeres y niños, guerreros que no podían llegar a sus armas o sus puestos de combate, sacerdotes del Muir rodando hacia el sol en la indignidad de la muerte violenta, llamas que no crepitaban, alaridos mudos, ciclones sin silbido.

Aenea estaba encorvada sobre el antiguo comlog de Siri cuando nos elevamos en el torbellino. Systenj Coredwell gritaba desde la holopantalla, y Kent Quinkent y Sian Quintana Ka'an hablaban frenéticamente. Yo estaba demasiado ocupado conduciendo la alfombra para escuchar sus desesperadas conversaciones.

Ya no veía las estelas de fusión de los arcángeles de Pax, sólo sus haces cortando nubes de gas y campos de escombros, troceando el Árbol Estelar como escalpelos. Los grandes troncos y las ondulantes ramas sangraban, y su savia y otros fluidos vitales se mezclaban con kilómetros de lianas de fibra óptica y sangre éxter mientras estallaban o hervían. Un calamar obrero de diez kilómetros fue cortado en sucesivas lonjas mientras sus delicados tentáculos caracoleaban en una danza agónica. Ángeles éxters echaban a volar por miles y morían por miles. Una nave arbórea trató de zarpar y fue destruida en segundos; la atmósfera de oxígeno ardió en el campo de contención, matando a los tripulantes en ráfagas de humo turbulento.

—No es el Yggdrasill —gritó Aenea.

Asentí. La nave arbórea moribunda venía desde el norte, pero el Yggdrasill debía de estar cerca, a un kilómetro a lo largo de la vibrante rama.

A menos que yo hubiera girado mal. A menos que ya lo hubieran destruido. A menos que se hubiera ido sin nosotros.

—Hablé con Het Masteen —gritó Aenea. Cruzábamos una esfera de aire en fuga y el estruendo era terrible—. Sólo trescientos de los mil están a bordo.

—De acuerdo —dije. No sabía de qué hablaba. ¿Mil qué? No había tiempo para preguntas. Entreví el verdor más profundo de una nave arbórea a un kilómetro, en otra hélice de ramas, y conduje la alfombra en esa dirección. Si no era el Yggdrasill, igual tendríamos que buscar refugio allí. Los campos EM del Árbol Estelar estaban fallando, y la alfombra perdía energía e inercia.

El campo EM falló. La alfombra ascendió por última vez y empezó a rodar en la negrura entre las ramas astilladas, a un kilómetro de los tallos ardientes. Vi a lo lejos el cúmulo de vainas ambientales de donde veníamos: estaban pulverizadas y escupían aire y cuerpos, sacudiendo tallos y ramas en una ciega reacción newtoniana.

—Es el fin —dije en voz baja, pues ya no había aire ni ruido fuera de nuestra débil burbuja de energía. La alfombra había sido diseñada siete siglos atrás para seducir a la sobrina adolescente de un anciano enamorado, no para mantener a sus ocupantes con vida en el espacio exterior—. Lo intentamos, pequeña.

Me acerqué a Aenea y la rodeé con el brazo.

—No —dijo Aenea. No rechazaba mi abrazo sino la sentencia de muerte. Me cogió el brazo con fuerza, clavándome los dedos en el bíceps—. No, no —repitió, tecleando el comlog.

El rostro de Het Masteen apareció contra el caótico campo estelar.

—Sí —dijo—. Te veo.

La nave arbórea estaba a mil metros, una techumbre de ramas y hojas verdes detrás del fluctuante campo de contención violeta. Su mole se desprendía lentamente del llameante Árbol Estelar. Sentí un tirón violento y tuve la certeza de que un haz enemigo nos había alcanzado.

—Los ergs nos están remolcando —dijo Aenea, sin soltarme el brazo.

—¿Ergs? Creí que una nave arbórea sólo tenía un erg a bordo, para manejar el motor y los campos.

—Habitualmente sí. A veces dos, si es un viaje excepcional, a la capa externa de una estrella, por ejemplo, o a través de la onda de choque de la heliosfera de un sistema binario.

—¿Así que hay dos a bordo del Yggdrasill? —dije, mirando el árbol que cubría el cielo. Explosiones de plasma estallaban en silencio.

—No —dijo Aenea—. Hay veintisiete.

El campo extendido nos atrajo. El arriba se convirtió en abajo. Descendimos a una cubierta, bajo el puente que estaba cerca de la copa de la nave arbórea. Aun antes de que yo tocara las hebras de vuelo para desactivar nuestro mísero campo de contención, Aenea cogió su comlog y su mochila y corrió a la escalera.

Enrollé la alfombra pulcramente, la guardé en el tubo de cuero, me eché el tubo a la espalda y me apresuré a alcanzarla.

En el puente sólo estaban el capitán Het Masteen y algunos de sus lugartenientes, pero las plataformas y escaleras de abajo estaban atestadas de gente: Rachel, Theo, A. Bettik, el padre De Soya, el sargento Gregorius, Lhomo Dondrub y muchos refugiados de T'ien Shan. También había muchos humanos que no eran éxters ni templarios y a quienes nunca había visto.

—Refugiados de cien mundos de Pax, recogidos por el padre capitán De Soya en el Rafael en los últimos años —explicó Aenea—. Esperábamos que unos cientos más llegaran hoy antes de la partida, pero ahora es demasiado tarde.

La seguí hasta el puente. Het Masteen estaba en el centro de un círculo de discos orgánicos de control, imágenes de los nervios de fibra óptica que atravesaban la nave, holoimágenes del centro, la popa y la proa de la nave, un nexo de comunicaciones que lo ponía en contacto con los templarios que estaban junto a los ergs, en el núcleo de contención de la singularidad, en las raíces y otras partes, y el holosimulacro de la nave misma, que él podía tocar con sus largos dedos para activar interactivos o cambiar de rumbo. El templario miró a Aenea, que se le aproximó por el puente sagrado. Su semblante asiático estaba calmo.

—Me complace que no hayas quedado atrás, La Que Enseña —dijo secamente—. ¿Adonde deseas que vayamos?

—Fuera del sistema —dijo Aenea sin vacilar.

Het Masteen asintió.

—Nos dispararán, desde luego. El poder de fuego de la flota de Pax es extraordinario.

Aenea sólo asintió con un gesto. Vi que el simulacro de la nave viraba despacio y miré arriba para ver la rotación del campo estelar. Habíamos avanzado unos kilómetros sistema adentro y ahora regresábamos a la desbaratada superficie interna del Árbol Estelar. En vez de vainas ambientales, sólo había un agujero informe entre las ramas entrelazadas. En los miles de kilómetros cuadrados de esta región había heridas abiertas y ramas desnudas. El Yggdrasill avanzó lentamente entre millones de hojas sueltas —las que aún estaban en los campos de contención ardían y agrisaban la atmósfera con cenizas—, regresando a la pared de la esfera para atravesarla cuidadosamente.

Ganamos velocidad al encenderse el motor de fusión controlado por los ergs, y entonces pudimos ver mejor la batalla. El espacio era una miríada de luces parpadeantes: campos de contención defensivos chisporroteando bajo descargas energéticas, un sinfín de explosiones termonucleares y de plasma, estelas de misiles, armas hipercinéticas, pequeñas naves de ataque, arcángeles. La superficie externa del Árbol Estelar parecía un fibroso mundo volcánico donde proliferaban las erupciones de llamas y los géiseres de escombros. Los cometas de irrigación y los asteroides pastores, arrancados de su trayectoria por los impactos, atravesaban el Árbol Estelar como balas de cañón. Het Masteen activó los holos tácticos y vimos la imagen de toda la Biosfera, atravesada por diez mil incendios —muchos de ellos tan grandes como mi mundo natal de Hyperion— y cien mil rasgaduras visibles en esa textura que habían tardado casi mil años en tejer. El radar y los sensores profundos registraban miles de objetos móviles, cada vez menos a medida que los potentes arcángeles fulminaban exploradores, naves-antorcha, destructores y naves arbóreas con sus haces, a distancias de varias UA. Millones de éxters adaptados al espacio se lanzaron contra los atacantes, pero murieron como polillas frente a un lanzallamas.

Lhomo Dondrub entró en el puente. Usaba un dermotraje éxter y llevaba una larga arma de asalto clase cuatro.

—Aenea, ¿adonde demonios vamos?

—Lejos —dijo mi amada—. Tenemos que irnos, Lhomo.

—No —dijo el volador—. Tenemos que quedarnos a pelear. No podemos dejar a nuestros amigos a merced de las aves carroñeras de Pax.

—Lhomo —dijo Aenea—, no podemos salvar el Árbol Estelar. Tengo que irme de aquí para luchar contra Pax.

—Huye de nuevo si debes hacerlo —dijo Lhomo, el rostro contraído de rabia y frustración. Se echó la capucha del dermotraje plateado sobre la cabeza—. Yo me quedo a pelear.

—Te matarán, amigo mío —dijo Aenea—. No puedes luchar contra naves estelares clase arcángel.

—Veremos —dijo Lhomo. El traje lo cubría todo, salvo el rostro. Me dio la mano—. Buena suerte, Raul.

—Y a ti —respondí, con un nudo en la garganta, avergonzado de huir y de despedirme de ese valiente.

Aenea le tocó el brazo plateado.

—Lhomo, puedes contribuir más a la lucha si vienes con nosotros.

Lhomo Dondrub sacudió la cabeza y se bajó la capucha. Su voz se tornó metálica.

—Buena suerte, Aenea. Que Dios y Buda te ayuden. Que Dios y Buda nos ayuden a todos.

Fue hasta el borde de la plataforma y miró a Het Masteen. El templario asintió, tocó el simulacro de control y le susurró algo a una de sus hebras.

La gravedad disminuyó. El campo externo titiló y se desplazó. Lhomo se elevó, giró y fue catapultado al espacio. Desplegó las alas plateadas, recibiendo la luz, y se unió a una veintena de ángeles éxters que portaban sus armas insignificantes, cabalgando en la luz solar hacia el arcángel más próximo.

Otros se aproximaron al puente —Rachel, Theo, la Dorje Phamo, el padre De Soya y su sargento, A. Bettik, el Dalai Lama—, pero todos mantuvieron una respetuosa distancia.

—Nos han localizado —dijo Het Masteen—. Nos disparan.

Una explosión roja sacudió el campo de contención. Oí el siseo. Era como haber caído en el corazón de una estrella.

Las pantallas titilaron.

—Aguantan —dijo Het Masteen—. Aguantan.

Se refería a los campos defensivos, pero las naves de Pax también aguantaban, disparando sus haces energéticos mientras acelerábamos para salir del sistema. Salvo por las holopantallas, no había indicios de nuestro movimiento, ninguna estrella visible, sólo el crujiente ovoide de energía destructiva que burbujeaba alrededor de nosotros.

—¿Cuál es nuestro curso? —le preguntó Het Masteen a Aenea.

Mi amiga se tocó la frente, cansada o desorientada.

—Sólo hacia fuera, hacia donde podamos ver las estrellas.

—No llegaremos a un punto de traslación bajo un ataque tan intenso —dijo el templario.

—Lo sé —dijo Aenea—. Sólo afuera… adonde pueda ver las estrellas.

Het Masteen miró la llamarada que nos cubría.

—Quizá nunca veamos de nuevo las estrellas.

—Tenemos que hacerlo —dijo simplemente Aenea.

Súbitamente oí exclamaciones y miré hacia el centro de la conmoción.

Había sólo algunas plataformas sobre el puente de control —estructuras diminutas que parecían cofas en un barco pirata de holodrama, o una casa arbórea que una vez había visto en los marjales de Hyperion— y en una de ellas estaba la figura. Los clones tripulantes gritaban y señalaban. Het Masteen echó un vistazo y miró a Aenea.

—El Señor del Dolor viaja con nosotros.

La llamarada multicolor que ardía más allá del campo de contención se reflejaba en la frente y el pecho del Alcaudón.

—Creí que había muerto en T'ien Shan —dije.

Aenea parecía más fatigada que nunca.

—Esa cosa se desplaza por el tiempo con mayor facilidad que nosotros por el espacio, Raul. Puede haber muerto en T'ien Shan… puede morir dentro de mil años en una batalla con el coronel Kassad… quizá no sea capaz de morir… nunca lo sabremos.

Como si lo hubieran llamado, el coronel Fedmahn Kassad subió la escalera del puente. Usaba uniforme de la Hegemonía y portaba el rifle que una vez yo había visto en la armería de la nave del cónsul. Miró al Alcaudón como un poseído.

—¿Puedo subir allá? —le preguntó al capitán templario.

Siempre concentrado en sus órdenes y pantallas, Het Masteen señaló unas líneas y escalerillas que conducían a la plataforma más alta.

—No quiero disparos a bordo —le dijo Het Masteen. El coronel Kassad asintió y empezó a subir.

Los demás miramos las pantallas. Había por lo menos tres arcángeles disparándonos desde distancias inferiores al millón de kilómetros. Se turnaban para disparar, atacando también otros blancos. Pero nuestra extraña negativa a morir parecía aumentar su saña contra nosotros y los haces continuaban, recorriendo esos escasos segundos-luz para estallar sobre el campo de contención. Una de las naves estaba a punto de rodear la curva del llameante Árbol Estelar, pero las otras dos aún desaceleraban hacia nosotros sin obstáculos en el medio.

—Misiles —avisó con voz neutra un lugarteniente del capitán templario—. Dos… cuatro… nueve. Sublumínicos. Presuntamente ojivas de plasma.

—¿Podemos sobrevivir a eso? —preguntó Theo. Rachel se había acercado para mirar cómo el coronel subía hacia el Alcaudón.

Het Masteen estaba demasiado ocupado para responder.

—No lo sabemos —dijo Aenea—. Depende de los ergs.

—Sesenta segundos para el impacto —dijo el mismo lugarteniente con la misma voz neutra.

Het Masteen tocó una vara de comunicaciones. Su voz sonaba normal, pero comprendí que era amplificada en toda la nave.

—Que todos se cubran los ojos y eviten mirar el campo. Los ergs polarizarán el fogonazo, pero no miréis hacia arriba. La paz del Muir sea con vosotros.

Miré a Aenea.

—Pequeña, ¿esta nave porta armas?

—No —respondió ella, con ojos tan fatigados como su voz.

—¿Entonces no vamos a luchar… sólo huir?

—Sí, Raul.

Apreté los dientes.

—Entonces estoy de acuerdo con Lhomo. Hemos huido demasiado. Es hora de ayudar a nuestros amigos, hora de…

Al menos tres misiles estallaron. Luego recordaría una luz tan cegadora que llegué a ver el cráneo y las vértebras de Aenea a través de su piel y su carne, pero eso debía ser imposible. Tuvimos una sensación de caída, como si todo perdiera sostén, y luego el campo gravitatorio se restauró. Un rumor subsónico me hizo doler los dientes y los huesos.

Pestañeé para borrar las imágenes de mi retina. Aún tenía su cara delante de mí —las mejillas rojas y sudorosas, el cabello recogido con una cinta, los ojos cansados pero infinitamente vivos, los antebrazos desnudos y tostados— y en un arranque de sentimentalismo pensé que no estaría mal morir así, con el rostro de Aenea grabado en mi alma y mi memoria.

Otras dos ojivas de plasma sacudieron la nave arbórea. Luego cuatro más.

—Aguantan —dijo el lugarteniente de Het Masteen—. Todos los campos aguantan.

—Lhomo y Raul tienen razón, Aenea —dijo la Dorje Phamo, acercándose majestuosamente con su sencilla túnica de algodón—. Hace años que huyes de Pax. Es hora de combatirlos… hora de que todos combatamos.

Miré a la anciana con una intensidad rayana en la rudeza. Había comprendido que había un aura alrededor de ella. No, esa palabra es demasiado mística… pero irradiaba un color fuerte, un carmín profundo tan enérgico como su personalidad. También comprendí que esa noche había notado lo mismo en todos los que estaban en la plataforma —el azul brillante del coraje de Lhomo, la áurea confianza de Het Masteen, el vibrante violeta del coronel Kassad al ver el Alcaudón— y me pregunté si era un medio para aprender el idioma de los vivos. O quizá fuera resultado de la sobrecarga de luz producida por las explosiones de plasma. Yo sabía que los colores no eran reales —no estaba alucinando y mi visión no estaba turbia—, pero sospeché que mi mente estaba haciendo estas asociaciones, que eran como atisbos taquigráficos del espíritu de la persona, en un nivel que trascendía la vista.

Y los colores que rodeaban a Aenea abarcaban el espectro y lo superaban, con un fulgor tan ubicuo que llenaba la nave arbórea tal como las explosiones de plasma llenaban el exterior.

—No, señora mía —intervino el padre De Soya, hablándole a la Dorje Phamo con voz suave y respetuosa—. Lhomo y Raul no tienen razón. A pesar de nuestra furia y nuestro afán de contraatacar, Aenea está en lo cierto. Si Lhomo sobrevive, quizás aprenda lo que todos aprenderemos si sobrevivimos. Es decir, después de la comunión con Aenea compartimos el dolor de aquellos a quienes atacamos. Lo compartimos de veras. Literal y físicamente. Lo compartimos por haber aprendido el idioma de los vivos.

La Dorje Phamo miró al sacerdote.

—Sé que esto es cierto, cristiano. Pero ello no significa que no podamos contraatacar cuando otros nos lastiman. —Señaló el campo de contención, las estelas de fusión, los rescoldos ardientes—. Los monstruos de Pax están destruyendo uno de los mayores logros de la especie humana. ¡Debemos detenerlos!

—Ahora no —dijo el padre De Soya—. No luchando aquí. Confía en Aenea.

El sargento Gregorius se aproximó.

—Cada fibra de mi ser, cada momento de mi entrenamiento, cada cicatriz de mis años de lucha, todo me impulsa a combatir ahora —gruñó—. Pero he confiado en mi capitán, y ahora confío en él como sacerdote. Y si él dice que debemos confiar en la joven… pues debemos confiar en ella.

Het Masteen alzó una mano. El grupo calló.

—Esta discusión es una pérdida de tiempo. Como os ha explicado La Que Enseña, el Yggdrasill no tiene armamentos y los ergs son nuestra única defensa. Pero no pueden cambiar de fase el motor de fusión mientras nos cubren con este escudo protector. No tenemos propulsión. Estamos a la deriva a sólo minutos-luz de nuestra posición original. Y cinco arcángeles han cambiado de curso para interceptarnos. —El templario se volvió para enfrentarnos—. Por favor, todos, excepto la reverenciada La Que Enseña y su alto amigo Raul, abandonad el puente y esperad abajo.

Los otros se marcharon sin una palabra. Rachel miró arriba antes de marcharse. El coronel Kassad estaba en la cofa, junto al Alcaudón, empequeñecido por esa escultura de cromo erizada de espinas. Inmóviles, el coronel y la máquina de matar se miraban a menos de un metro de distancia.

Miré la pantalla. Las naves de Pax se aproximaban. Encima de nosotros el campo de contención se despejó.

—Coge mi mano, Raul —dijo Aenea.

Cogí su mano, recordando todas las veces que la había tocado en los últimos diez años.

—Las estrellas —susurró Aenea—. Mira las estrellas. Y escúchalas.

La nave arbórea Yggdrasill colgaba en la órbita de un mundo rojizo con casquetes polares blancos, antiguos volcanes más grandes que la Meseta del Piñón de mi mundo, y un valle que atravesaba el vientre del planeta como la cicatriz de una apendicetomía de más de cinco mil kilómetros de largo.

—Esto es Marte —dijo Aenea—. El coronel Kassad se despedirá aquí.

El coronel Kassad se había alejado del Alcaudón después del salto cuántico. No había palabras para describir lo que hicimos: en un momento la nave estaba en el sistema de la Biosfera, a la deriva y a baja velocidad, los motores muertos, bajo el ataque de un enjambre de arcángeles, y al siguiente estábamos en órbita estable sobre ese mundo muerto del sistema de Vieja Tierra.

—¿Cómo lograste eso? —le pregunté a Aenea un segundo después. No me cabía la menor duda de que ella nos había trasladado.

—Aprendí a oír la música de las esferas. Y luego a dar un paso.

Seguí mirándola fijamente. Aún le cogía la mano y no pensaba soltarla hasta que me hablara en lenguaje llano.

—Uno pude comprender un lugar, Raul —dijo, sabiendo que muchos otros escuchaban en ese momento—, y cuando lo haces, es como oír su música. Cada mundo un acorde, cada sistema estelar una sonata, cada lugar específico una nota clara y distinta.

No le solté la mano.

—¿Y la teleyección sin teleyector? —pregunté.

—Libreyección. Un salto cuántico en el sentido real del término. Moverse en el macrouniverso tal como un electrón se mueve en el microuniverso. Dar un paso con la ayuda del Vacío Que Vincula.

Sacudí la cabeza.

—Energía. ¿De dónde viene la energía, pequeña? Nada viene de la nada.

—Pero todo viene de todo.

—¿Qué significa eso, Aenea?

Me soltó los dedos, pero me tocó la mejilla.

—¿Recuerdas que hace mucho tiempo hablamos de la física newtoniana del amor?

—El amor es una emoción, pequeña. No una forma de energía.

—Es ambas cosas, Raul. De veras. Y es la única clave para liberar la mayor provisión de energía del universo.

—¿Estas hablando de religión? —pregunté, medio irritado ante su abstrusidad o mi obtusidad.

—No, estoy hablando de cuásares encendidos a propósito, de pulsares domados, de aprovechar la energía de los centros explosivos de las galaxias como turbinas de vapor. Estoy hablando de un proyecto de ingeniería que tiene dos mil quinientos millones de años y apenas ha comenzado.

La miré atónito.

Ella sacudió la cabeza.

—Más tarde, amor. Por ahora debes comprender que la teleyección sin teleyector funciona de veras. Nunca hubo teleyectores reales, nunca hubo puertas mágicas que llevaran a otros mundos, sólo la forma perversa que el TecnoNúcleo impuso a este segundo prodigio del Vacío.

Iba a preguntarle cuál era el primero, pero supuse que era el registro de recuerdos de especies sentientes asociado con el idioma de los muertos… para mí encarnado en la voz de mi madre.

—Así fue como te desplazaste con Rachel y Theo de mundo en mundo, sin deuda temporal —dije.

—Sí.

—Y llevaste la nave del cónsul de T'ien Shan a la Biosfera sin motor Hawking.

—Sí.

Estaba por decirle que así había viajado al mundo donde había conocido a su amante, se había casado y había tenido un hijo, pero no logré articular las palabras.

—Esto es Marte —dijo entonces Aenea—. El coronel Kassad se despedirá aquí.

El alto guerrero se acercó a Aenea. Rachel se aproximó, se puso de puntillas y lo besó.

—Un día te llamarás Moneta —murmuró Kassad—. Y seremos amantes.

—Sí —dijo Rachel, y retrocedió.

Aenea estrechó la mano del hombre alto. Aún llevaba su pintoresco uniforme, el rifle de asalto en el brazo. Sonriendo, el coronel miró la alta plataforma donde estaba el Alcaudón, bañado por la luz sangrienta de Marte.

—Raul —dijo Aenea—, ¿vienes tú también?

Le cogí la otra mano.

El viento me soplaba arena en los ojos y no me dejaba respirar. Aenea me dio una máscara osmótica y me puse la mía mientras ella se colocaba la suya.

La arena era roja, las rocas eran rojas y el cielo era rosado y tormentoso. Estábamos en un valle seco rodeado por peñascos rocosos. El lecho del río estaba lleno de piedras, algunas tan grandes como la nave del cónsul. El coronel Kassad se puso el casco de su uniforme de combate y la estática crujió en nuestras hebras de comunicaciones.

—Aquí empecé —dijo—. En las barriadas de Tharsis, cientos de kilómetros hacia allá.

Señaló unos peñascos.

El imponente coronel se volvió hacia Aenea sin soltar el rifle de asalto, que no parecía obsoleto en la llanura de Marte.

—¿Qué quieres que haga, mujer?

Aenea habló con voz firme e imperiosa.

—Los efectivos de Pax se han retirado de Marte y de este sistema provisionalmente, a causa del levantamiento palestino y del resurgimiento de la Máquina de Guerra marciana en el espacio. Nada tiene valor estratégico suficiente para retenerlos cuando andan tan escasos de recursos.

Kassad asintió.

—Pero regresarán —dijo Aenea—. Con todo su poderío. No sólo para pacificar Marte, sino para ocupar todo el sistema. —Miró en torno. Seguí su mirada y vi las oscuras figuras humanas que se aproximaban entre las rocas. Portaban armas—. Debes mantenerlos fuera del sistema, coronel. Haz lo que debas, sacrifica a quien debas, pero mantenlos fuera del sistema de Vieja Tierra durante los próximos cinco años estándar.

Nunca había oído a Aenea hablar con tal contundencia.

—Cinco años estándar —dijo el coronel Kassad, sonriendo—. Ningún problema. Si fueran cinco años marcianos, me costaría un poco más.

Aenea sonrió. Las figuras se aproximaban en la arena arremolinada.

—Tendrás que encabezar el movimiento de resistencia marciana —dijo, con voz muy seria—. Hazlo como puedas.

—Lo haré —respondió Kassad con igual firmeza.

—Consolida a las tribus y facciones guerreras —dijo Aenea.

—Lo haré.

—Forma una alianza más permanente con la Máquina de Guerra.

Kassad asintió. Las figuras estaba a menos de cien metros. Vi que alzaban las armas.

—Protege Vieja Tierra —dijo Aenea—. Mantén alejados a los de Pax, a cualquier precio.

Quedé asombrado. El coronel Kassad también se sorprendió.

—Querrás decir el sistema de Vieja Tierra.

Aenea sacudió la cabeza.

—Vieja Tierra, Fedmahn. Mantén alejados a los de Pax. Tienes aproximadamente un año para afianzar el control de todo el sistema. Buena suerte.

Se dieron la mano.

—Tu madre era una mujer buena y valiente —dijo el coronel—. Yo valoraba su amistad.

—Y ella valoraba la tuya.

Las figuras oscuras se acercaron más, cubriéndose en rocas y dunas. El coronel Kassad se dirigió hacia ellas, la mano derecha en alto, el rifle de asalto en el brazo.

Aenea se me acercó y me tomó la mano de nuevo.

—Hace frío, ¿verdad, Raul?.

Así era. Hubo un fogonazo, como un golpe indoloro en la cabeza, y aparecimos en el puente del Yggdrasill. Nuestros amigos se sobresaltaron; el temor a la magia tarda en morir en una especie. Marte se puso rojo y frío más allá de las ramas y el puente de contención.

—¿Cuál es el curso, reverenciada La Que Enseña? —dijo Het Masteen.

—Sólo dirígete adonde podamos ver claramente las estrellas —dijo Aenea.