Mi nombre es Jacob Schulmann. Escribo esta carta a mis amigos de Lodz:
Mis muy queridos amigos, antes de escribir deseaba confirmar lo que había oído. Lamentablemente, para nuestro gran dolor, ahora lo sabemos todo. Hablé con un testigo que escapó. Me lo contó todo. Los exterminan en Chelmno, cerca de Dombie, y los entierran en el bosque de Rzuszow. Matan a los judíos de dos maneras, a tiros y con gas. Acaba de suceder con miles de judíos de Lodz. No penséis que esto está escrito por un demente. Ay, es la trágica, horrenda verdad.
«¡Horror, horror! Hombre, rasga tus vestiduras, cubre tu cabeza con cenizas, corre por las calles y baila en tu locura». Estoy tan cansado que mi pluma ya no puede escribir. ¡Creador del universo, ayúdanos!
Escribo la carta el 19 de enero de 1942. Pocas semanas después, durante un deshielo de febrero en que un falso aroma primaveral impregna los campos que rodean nuestra ciudad de Grabow, cargan en camiones a los hombres del campamento. Algunos camiones tienen pintadas brillantes imágenes de árboles tropicales y animales de la selva. Son los camiones de los niños, los que usaron el verano pasado para llevarse a los niños del campamento. La pintura se ha desdibujado con el invierno, y los alemanes no se han molestado en retocarla, así que las alegres imágenes parecen desvanecerse como los sueños del verano pasado.
Nos trasladan quince kilómetros, hasta Chelmno, que los alemanes llaman Kulmhof. Aquí nos ordenan que bajemos de los camiones y hagamos nuestras necesidades en el bosque. No puedo hacerlo, pues los guardias y los otros hombres me miran, pero finjo que he orinado y me abotono los pantalones.
Nos vuelven a subir a los camiones y nos llevan a un viejo castillo. Aquí nos ordenan bajar, nos conducen por un patio lleno de ropa y zapatos y nos llevan a un sótano. En la pared del sótano, está escrito en yiddish: «Nadie sale vivo de aquí». Hay cientos de nosotros en el sótano, todos hombres, todos polacos, la mayoría oriundos de las aldeas cercanas como Gradow y Kolo, pero muchos de Lodz. El aire huele a humedad, podredumbre, piedra fría y rocío.
Al cabo de unas horas, cuando la luz se desvanece, salimos vivos del sótano. Han llegado más camiones, camiones más grandes, con puertas dobles. Estos camiones son verdes. No tienen pinturas en los flancos.
Los guardias abren las portezuelas y veo que la mayoría de estos camiones están abarrotados, con setenta u ochenta hombres en cada uno. No reconozco a ninguno de esos hombres.
Los alemanes nos empujan, nos golpean, nos arrean. Muchos de los hombres que conozco lloran, así que los guío en la plegaria mientras nos encierran en los pestilentes camiones. Shema Israel, rezamos. Todavía estamos rezando cuando cierran las puertas.
Fuera, los alemanes les gritan al conductor polaco y sus ayudantes polacos. Un ayudante grita «¡Gas!» en polaco y se oye el ruido de un tubo o manguera acoplándose bajo nuestro camión. El motor arranca de nuevo con un rugido.
Algunos de los que me rodean continúan rezando conmigo, pero la mayoría de los hombres se pone a gritar. El camión empieza a moverse, muy despacio. Sé que nos llevan a la angosta carretera de asfalto que los alemanes construyeron desde Chelmno hasta el bosque. Todos los aldeanos se extrañaron de esto, porque la carretera no conduce a ninguna parte. Se detiene en el bosque, y la carretera se ensancha para que los camiones tengan espacio para virar. Pero allí no hay nada salvo el bosque y los hornos que los alemanes ordenaron construir y las fosas que los alemanes ordenaron cavar. Los judíos del campamento que trabajaron en esa carretera y cavaron las fosas y ayudaron a construir los hornos en el bosque nos lo han contado. No les creímos cuando nos lo contaron, y luego se los llevaron.
El aire se espesa. Los gritos crecen. Me duele la cabeza. Cuesta respirar. Mi corazón palpita ferozmente. Sostengo las manos de un niño que está a mi izquierda, y de un viejo que está a mi derecha. Ambos rezan conmigo.
Alguien canta por encima de los gritos, en yiddish, con voz de barítono formada para la ópera:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué nos has abandonado?
Hemos sido arrojados antes al fuego,
pero jamás hemos negado Tu Ley Sagrada.
¡Aenea! Dios mío. ¿Qué?
Shh. Está bien, querido. Estoy aquí.
Yo no… ¿qué?
Mi nombre es Kaltryn Cateyen Endymion y soy la esposa de Trorbe Endymion, que murió hace cinco meses locales en un accidente de caza. También soy la madre del niño llamado Raul, que ahora tiene tres años de Hyperion, y juega junto a la fogata de la caravana mientras sus tías lo cuidan.
Subo por la colina herbosa del valle donde las carretas se han detenido a pasar la noche. Hay algunos triálamos a orillas del arroyo, pero aparte de eso no hay nada en los pantanos salvo hierba corta, brezo, juncos, rocas, piedras y liquen. Y ovejas. Cientos de las ovejas de la caravana son visibles y audibles en las colinas del este mientras el perro las arrea.
Grandam —la abuela— remienda ropa en una protuberancia rocosa con una majestuosa vista del valle. Hay una bruma hacia el oeste, lo cual significa aguas abiertas, el mar, pero el mundo inmediato está limitado por los brezales, el cielo nocturno color lapislázuli, las estrías de los meteoros que cruzan ese cielo, el susurro del viento en la hierba. Me siento en una roca junto a Grandam. Es la madre de mi difunta madre, y su rostro es nuestro rostro pero más viejo, la piel curtida, el cabello blanco, huesos firmes en una cara fuerte, nariz afilada, ojos castaños con arrugas en las comisuras.
—Al fin has vuelto —dice la anciana—. ¿Estuvo bien el viaje a casa?
—Sí —digo—. Tom nos llevó por la costa desde Puerto Romance, y luego por la carretera del Pico en vez de pagar el peaje del ferry en los Marjales. Nos alojamos en la posada Benbroke la primera noche, acampamos junto al Suiss la segunda.
Grandam asiente. Sus dedos se ocupan de la costura. Hay un cesto de ropa junto a ella.
—¿Y los doctores?
—La clínica era grande —digo—. Los cristianos la han ampliado desde la última vez que estuvimos en Puerto Romance. Las hermanas, las enfermeras, fueron muy amables durante las pruebas.
Grandam espera.
Miro el valle, donde el sol emerge de las oscuras nubes. La luz pinta las colinas, arroja sombras detrás de las rocas bajas y las cimas pedregosas, incendia los brezales.
—Es cáncer —digo—. La nueva variedad.
—Sabemos eso por el médico de Linde del Brezal —dice Grandam—. ¿Pero dijeron cuál era el pronóstico?
Recojo una camisa. Era de Trorbe pero ahora le pertenece a su hermano Ley, tío de Raul. Saco aguja e hilo del mandil y me pongo a coser el botón que Trorbe perdió antes de su último viaje de cacería al norte. Me ruborizo al pensar que cuando le di esta camisa a Ley le faltaba un botón.
—Recomiendan que acepte la cruz —digo.
—¿No hay cura? —pregunta Grandam—. ¿Con tantas máquinas y sueros?
—Había. Pero evidentemente usaban esa tecnología molecular…
—Nanotecnología —dice Grandam.
—Sí. Y la Iglesia la prohibió hace un tiempo. Los mundos más avanzados tienen otros tratamientos.
—Pero Hyperion no —dice Grandam y pone aparte la ropa que está remendando.
—Correcto. —Mientras hablo, me siento muy cansada, un poco mareada por los análisis y el viaje, y muy tranquila. Pero también muy triste. Raul y los demás niños ríen en la brisa.
—Y aconsejan aceptar la cruz —dice Grandam. La última palabra suena cortante y afilada.
—Sí. Un sacerdote joven y muy simpático me habló ayer durante horas.
Grandam me mira a los ojos.
—¿Y lo harás, Kaltryn?
Sostengo su mirada.
—No.
—¿Estás segura?
—Totalmente.
—Trorbe estaría vivo y con nosotros si hubiera aceptado el cruciforme la primavera pasada, como aconsejó el misionero.
—No mi Trorbe —digo, y desvío la mirada. Por primera vez desde que empezaron los dolores, hace siete semanas, estoy llorando. No por mí, lo sé, sino por el recuerdo de la sonrisa de Trorbe en ese último amanecer, cuando partió con sus hermanos a cazar ibson salado cerca de la costa.
Grandam me coge la mano.
—¿Estás pensando en Raul?
Niego con la cabeza.
—Todavía no. Dentro de pocas semanas, no pensaré en otra cosa.
—No debes preocuparte por eso —murmura Grandam—. Todavía recuerdo cómo criar un niño. Todavía tengo historias que contar y cosas que enseñar. Y mantendré viva tu memoria en él.
—Será tan pequeño cuando…
Grandam me aprieta la mano.
—Los niños recuerdan muy profundamente —murmura—. Cuando somos viejos y flaqueamos, los recuerdos de la infancia son los más fáciles de evocar.
El atardecer es brillante, pero mis lágrimas lo distorsionan. No miro a Grandam a la cara.
—No quiero que me recuerde sólo cuando sea viejo. Quiero verlo… todos los días… verlo jugar y crecer.
—¿Recuerdas los versos de Ryokan que te enseñé cuando eras apenas un poco mayor que Raul? —pregunta Grandam.
Me echo a reír.
—Me enseñaste docenas de versos de Ryokan, Grandam.
—El primero —dice la anciana.
Tardo sólo un instante en recordarlo. Recito tratando de evitar el sonsonete, tal como Grandam me enseñó cuando yo era un poco mayor de lo que hoy es Raul:
Qué feliz soy
yendo de la mano
con los niños
a recoger verduras jóvenes
en los campos de primavera.
Grandam ha cerrado los ojos. Ahora veo cuan delgado es el pergamino de sus párpados.
—Te gustaban esos versos, Kaltryn.
—Todavía me gustan.
—¿Y dicen algo sobre la necesidad de recoger verduras la semana próxima, el año próximo, o dentro de diez años, para ser feliz ahora?
Sonrío.
—Para ti es fácil decirlo, anciana —digo, atemperando mi impertinencia con una voz suave y afectuosa—. Tú has recogido verduras durante setenta y cuatro primaveras y planeas hacerlo por otras setenta.
—Creo que no serán tantas. —Grandam me aprieta la mano por última vez y la libera—. Pero lo importante es caminar con los niños ahora, en la luz primaveral de este atardecer, y recoger las verduras pronto, para la cena de hoy. Prepararé tu comida favorita.
Bato las palmas.
—¿La sopa viento norte? Pero las cebollas no están maduras.
—Lo están en los prados del sur, adonde envié a Lee y sus niños, Y tienen una olla llena. Ahora ve a buscar las plantas de primavera para sumarlas a la mezcla. Lleva a tu hijo y regresa antes del oscurecer.
—Te amo, Grandam.
—Lo sé. Y Raul te ama a ti, pequeña. Y yo cuidaré de que el círculo no se rompa. Ahora corre.
Despierto cayendo. Pero no estaba dormido. Las hojas del Árbol Estelar han cubierto de sombra las vainas para simular la noche y las estrellas del sistema externo resplandecen. Las voces no disminuyen. Las imágenes no se esfuman. Esto no es como soñar. Es un remolino de imágenes y voces, miles de voces en un coro, todas exigiendo que las oiga. Yo no recordaba la voz de mi madre hasta este momento. Cuando el rabino Schulmann gritó en polaco de Vieja Tierra y rezó en yiddish, no sólo entendí su voz sino sus pensamientos.
Estoy enloqueciendo.
—No, querido, no estás enloqueciendo —susurra Aenea. Está flotando contra la cálida pared, abrazándome. El cronómetro de mi comlog dice que el período de sueño en esta región de la Biosfera casi ha terminado, que dentro de una hora las hojas se alzarán para permitir que entre la luz del sol.
Las voces susurran, murmuran, conversan, sollozan. Las imágenes martillean mi cerebro como chispazos de color después de un golpe en la cabeza. Me encorvo sobre mí mismo, tensando los puños, apretando los dientes, las venas del cuello abultadas, como enfrentándome a un viento terrible o una oleada de dolor.
—No, no —dice Aenea, acariciándome la mejilla y las sienes. El sudor flota alrededor de mí como un nimbo amargo—. No, Raul, relájate. Eres muy sensible a esto, querido mío, tal como pensaba. Relájate y deja que las voces se calmen. Puedes controlarlo, querido. Puedes escuchar cuando desees, silenciarlas cuando debas.
—¿Pero nunca se irán? —pregunto.
—No muy lejos —susurra Aenea. Ángeles éxters flotan en la luz solar más allá de la barrera de hojas.
—¿Y has escuchado esto desde que eras bebé?
—Desde antes de nacer.
—Dios mío, Dios mío —digo, apoyándome los puños en los ojos—. Dios Mío.
Me llamo Amnye Machen Al Ata y tengo once años estándar cuando Pax llega a mi aldea, en Qom-Riyadh. Nuestra aldea está lejos de las ciudades, lejos de las carreteras y rutas aéreas, incluso lejos del trayecto de las caravanas que atraviesan el desierto rocoso y los Llanos Ardientes.
Durante dos días los cielos nocturnos han mostrado las naves de Pax ardiendo como brasas mientras van del este al oeste en lo que mi padre dice que es un lugar encima del aire. Ayer la radio de la aldea trajo órdenes del imán de Al-Ghazali, que oyó por las líneas telefónicas de Omar que todos los habitantes de los campamentos de los oasis de Parajes Altos y Llanos Ardientes deben reunirse fuera de sus yurts y esperar. Mi padre ha asistido a la reunión de los hombres, en la mezquita de paredes de barro de nuestra aldea.
El resto de mi familia aguarda fuera del yurt. Las otras treinta familias también esperan. El poeta de nuestra aldea, Farid ud-Din Attar, camina entre nosotros, tratando de calmar nuestros nervios con versos, pero aun los adultos están asustados.
Mi padre ha regresado. Le dice a mi madre que el mullah ha decidido que no podemos esperar a que nos maten los infieles. La radio de la aldea no ha podido comunicarse con la mezquita de Al-Ghazali u Omar. Mi padre piensa que la radio se ha roto de nuevo, pero el mullah cree que los infieles han matado a todos al oeste de los Llanos Ardientes.
Oímos estampidos frente a otros yurts. Mi madre y mi hermana mayor quieren correr, pero mi padre les ordena que se queden. Hay gritos. Miro el cielo, esperando que reaparezcan las naves infieles de Pax. Cuando miro abajo nuevamente, los agentes del mullah se aproximan a nuestro yurt, insertando cargadores en sus rifles. Tienen rostro adusto.
Mi padre ordena que nos tomemos de las manos.
—Dios es grande —dice.
—Dios es grande —respondemos.
Hasta yo sé que «Islam» significa sumisión a la misericordiosa voluntad de Alá.
En el último momento, veo los rescoldos en el cielo, las naves de Pax yendo de este a oeste por el cénit.
—¡Dios es grande! —exclama mi padre.
Oigo los disparos.
—Aenea, no sé qué significan estas cosas.
—Raul, no significan, son.
—¿Son reales?
—Tan reales como pueden ser los recuerdos, amor.
—¿Pero cómo? Oigo las voces, tantas voces, en cuanto toco una con la mente… son más fuertes, más nítidas que mis propios recuerdos.
—Aun así son recuerdos, amor.
—De los muertos.
—Éstos sí.
—Aprender su idioma…
—Debemos aprender su idioma en muchos sentidos, Raul. Sus lenguas… inglés, yiddish, polaco, parsi, tamil, griego, mandarín… pero también sus corazones. El alma de su memoria.
—¿Los que hablan son fantasmas, Aenea?
—No son fantasmas, amor. La muerte es definitiva. El alma es esa inefable combinación de memoria y personalidad que llevamos en vida. Cuando parte la vida, el alma también muere. Salvo lo que dejamos en el recuerdo de aquellos que nos amaron.
—Y estos recuerdos…
—Resuenan en el Vacío Que Vincula.
—¿Cómo? Todos esos miles de millones de vidas…
—Y miles de especies y miles de millones de años, amor. Hay recuerdos de tu madre, y de la mía, pero también las impresiones vitales de seres muy alejados de nosotros en el espacio y el tiempo.
—¿También yo puedo tocarlos, Aenea?
—Tal vez. Con tiempo y práctica. A mí me llevó años. Tratándose de formas de vida con otra historia evolutiva, aun las impresiones sensoriales son difíciles de aprehender, y mucho más sus pensamientos, recuerdos y emociones.
—¿Pero lo has hecho?
—Lo he intentado.
—¿Formas alienígenas como los seneschai aluit o los akerataeli?
—Mucho más alienígenas, Raul. Los seneschai vivieron ocultos en Hebrón cerca de los colonos humanos durante generaciones. Y son empatas. Las emociones eran su lenguaje primario. Los akerataeli son muy diferentes de nosotros, pero no tan diferentes de las entidades del Núcleo que visitó mi padre.
—Me duele la cabeza, pequeña. ¿Puedes ayudarme a silenciar estas voces e imágenes?
—Puedo ayudarte a moderarlas, amor. Nunca cesarán del todo mientras vivamos. Esta es la bendición y el peso de la comunión con mi sangre. Pero antes de mostrarte cómo moderarlas, escucha unos minutos más. Pronto amanecerá.
Mi nombre era Lenar Hoyt, sacerdote, pero ahora soy el papa Urbano XVI, y celebro la Misa de Resurrección para el cardenal John Domenico Mustafa en la Basílica de San Pedro, con más de quinientos importantes fieles del Vaticano.
De pie ante el altar, las manos tendidas, leo la Plegaria de los Fieles.
Invocamos a nuestro Padre Todopoderoso,
Quien levantó a Su Hijo Cristo de entre los muertos
para la salvación de todos.
El cardenal Lourdusamy, que oficia de diácono en esta misa, entona:
Que pueda regresar a la perpetua compañía de los fieles,
este difunto cardenal, John Domenico Mustafa,
que una vez recibió la semilla de la vida eterna por el bautismo,
rogamos al Señor.
Que él, que ejerció el oficio episcopal en la Iglesia
y en el Santo Oficio mientras vivía,
pueda nuevamente servir a Dios en su vida renovada,
rogamos al Señor.
Que pueda dar a las almas de nuestros hermanos, hermanas, familiares
y benefactores
la recompensa por su labor,
rogamos al Señor.
Que Él reciba en la luz de Su semblante
a todos los que duermen a la espera de la resurrección,
y les otorgue esa resurrección,
para que puedan servirle mejor,
rogamos al Señor.
Que Él asista y conforte
a los hermanos y hermanas
que sufren aflicción por los ataques de los impíos
y la burla de los reprobos,
rogamos al Señor.
Que un día Él llame a Su glorioso reino
a todos los que están reunidos aquí en fe y devoción,
y nos otorgue la bendición
de la resurrección temporal en nombre de Cristo,
rogamos al Señor.
Mientras el coro canta la Antífona del Ofertorio y la congregación se arrodilla en silencio, esperando la Sagrada Eucaristía, doy media vuelta y digo:
—Recibe, Señor, estos dones que te ofrecemos en nombre de Tu servidor, el cardenal John Domenico Mustafa; Tú diste la recompensa del alto sacerdocio en este mundo; que él se una brevemente con Tus santos en el Reino de los Cielos y regrese a nos por Tu Sacramento de la Resurrección. A través de Cristo nuestro Señor.
—Amén —responde la congregación al unísono.
Camino hacia el nicho de resurrección del cardenal Mustafa y lo rocío con agua bendita, rezando:
Padre, Dios Todopoderoso y eternamente vivo,
siempre y por doquier debemos darte gracias
a través de Jesucristo Nuestro Señor.
En Él, que se levantó de entre los muertos,
amaneció nuestra esperanza de resurrección.
La tristeza de la muerte es reemplazada
por la brillante promesa de la inmortalidad.
Señor, para tu pueblo fiel la vida cambia y se renueva, en vez de terminar.
Cuando nuestra morada corporal y terrenal yace en la muerte,
confiamos en que Tu misericordia y Tu milagro la renueven.
Y así, con todos los coros de ángeles del Cielo
proclamamos Tu gloria
y nos unimos a su incesante himno de alabanza.
El gran órgano de la Basílica resuena mientras el coro comienza a cantar el Sanctus:
Santo, santo, santo Señor Dios poderoso,
el cielo y la tierra están llenos de Tu gloria.
Hosanna en las alturas.
Bendito el que viene en nombre del Señor,
hosanna en las alturas.
Después de la Comunión, la Misa termina y la congregación parte. Camino lentamente hacia la sacristía. Estoy triste y me duele el corazón, literalmente.
La enfermedad cardíaca avanza de nuevo, taponándome las arterias y haciéndome doler cada paso y cada palabra. Pienso que no debo contárselo a Lourdusamy.
El cardenal se presenta mientras acólitos y monaguillos me ayudan a quitarme las vestiduras.
—Ha llegado una nave correo Gedeón, Su Santidad.
—¿De qué frente? —pregunto.
—No de la flota, Santo Padre —dice el cardenal, mirando un mensaje que sostiene en sus manos fofas.
—¿De dónde entonces? —pregunto, extendiendo la mano con impaciencia. El mensaje está escrito en pergamino.
Iré a Pacem, al Vaticano.
Aenea.
Miro al secretario de Estado.
—¿Puedes detener la flota, Simón Augustino?
Le tiembla la papada.
—No, Su Santidad. Realizaron el salto hace más de veinticuatro horas. Dentro de poco habrán terminado su resurrección acelerada e iniciarán el ataque. No podemos preparar una nave correo y enviarla a tiempo.
Me tiembla la mano. Le devuelvo el mensaje al cardenal Lourdusamy.
—Llama a Marusyn y los demás comandantes de la flota —digo—. Pídeles que traigan todas los naves de combate de vuelta al sistema de Pacem. De inmediato.
—Pero, Su Santidad, hay muchas misiones importantes en marcha…
—¡De inmediato! —grito.
Lourdusamy se inclina.
—De inmediato, Su Santidad.
Mi pecho dolorido y mi aliento entrecortado son como advertencias de Dios de que el tiempo apremia.
—¡Aenea! El papa…
—Tranquilo, amor. Estoy aquí.
—Estuve con el papa, Lenar Hoyt, pero no está muerto, ¿verdad?
—También estás aprendiendo el idioma de los vivos, Raul. Es increíble que tu primer contacto con los recuerdos de otra persona viviente sea con él. Creo que…
—¡No hay tiempo, Aenea! No hay tiempo. El cardenal Lourdusamy llevó tu mensaje. El papa trató de detener la flota, pero Lourdusamy dijo que era demasiado tarde, que habían saltado veinticuatro horas atrás y atacarían en cualquier momento. Podría ser aquí, Aenea. La flota podría reunirse en Lacaille 9352…
—¡No! —La voz de Aenea me arranca de la cacofonía de imágenes, voces, recuerdos y superposiciones sensoriales, sin disiparla del todo, pero reduciéndola a algo que parece una música estridente en una habitación contigua.
Aenea activa la unidad comlog del cubículo y llama a nuestra nave y a Navson Hamnim al mismo tiempo.
Trato de concentrarme en mi amiga y en el momento, vistiéndome al mismo tiempo, pero el murmullo de voces y recuerdos todavía me acosa, como cuando alguien despierta de un sueño vivido.
El padre capitán De Soya reza de rodillas en su cubículo privado del Yggdrasill, sólo que De Soya ya no se considera padre capitán sino sólo padre. Y ni siquiera está seguro de este título. Esta noche ha rezado durante horas, como todos los días y noches desde que le arrancaron el cruciforme del pecho y del cuerpo mediante la comunión con la sangre de Aenea.
El padre De Soya ruega por un perdón del cual se considera indigno. Pide perdón por sus años como capitán de Pax, sus muchas batallas, las vidas que ha segado, las bellas obras humanas y divinas que ha destruido. El padre Federico de Soya se arrodilla en el silencio de un sexto de g de su cubículo y pide a su Señor y Salvador, el Dios de la Misericordia en que había aprendido a creer y del que ahora duda, que lo perdone, no por él, sino para que sus pensamientos y actos de los meses y años venideros, u horas, si su vida fuera tan breve, le permitan servir a su Señor…
Rompo este contacto con la súbita revulsión de alguien que comprende que se está convirtiendo en un mirón. Entiendo que si Aenea ha conocido este «idioma de los muertos» durante años, durante toda su vida, sin duda ha gastado más energía en el esfuerzo de negarlo, de evitar esta intrusión involuntaria en vidas ajenas, que en dominarlo.
Aenea abre una salida en la pared y lleva el comlog al mirador orgánico. Me acerco a ella flotando, descendiendo a la superficie del mirador bajo el tirón de un décimo de g del campo de contención. Varios rostros flotan encima del comlog —Het Masteen, Ket Rosteen, Navson Hamnim—, pero todos miran hacia otro lado, como Aenea.
Tardo un segundo en ver lo que ella ve.
Estrías llameantes hienden el Árbol Estelar, más allá de bellas rosetas de llamas anaranjadas y rojas. Por un instante creo que el sol despunta en la curva interna de la Biosfera, y los calamares, ángeles y cometas de irrigación reciben la luz tal como Aenea y yo horas antes, cuando cabalgábamos en la matriz de la heliosfera, pero pronto comprendo lo que estoy viendo.
Naves de Pax atraviesan el Árbol Estelar en cien sitios, y sus estelas de fusión cortan ramas y troncos como cuchillos fríos y brillantes.
Las explosiones de hojas y escombros a cientos de miles de kilómetros provocan temblores sísmicos en nuestra rama, nuestra vaina y nuestro balcón.
Confusión brillante. Haces energéticos brincando en el espacio, visibles por los millones de partículas de atmósfera en fuga, materia orgánica pulverizada, hojas ardientes, sangre de éxters y templarios. Haces cortando y quemando todo lo que tocan.
Más explosiones florecen a pocos kilómetros. El campo de contención aún se sostiene y el ruido nos empuja contra la pared, que ondula como la carne de una bestia herida. El comlog de Aenea se apaga al tiempo que la curva del Árbol Estelar estalla en llamas y explota en el espacio silencioso. Se oyen alaridos y rugidos, pero sé que dentro de segundos el campo de contención caerá y Aenea y yo seremos absorbidos por el espacio junto con toneladas de escombros.
Trato de arrastrarla hacia la vaina, que se cierra en un vano intento de sobrevivir.
—¡No, Raul, mira!
Miro hacia donde ella señala. Arriba, abajo, alrededor, el Árbol Estelar arde y estalla, las lianas y ramas se quiebran. Ángeles éxters consumidos por llamas, calamares obreros de diez kilómetros que implosionan, naves arbóreas que se incendian mientras intentan escapar.
—¡Están matando a los ergs! —grita Aenea en medio del estruendo.
Golpeo la pared, gritando órdenes. La puerta se abre un segundo, tiempo suficiente para llevar a mi amada adentro.
Pero aquí no hay refugio. Los impactos del plasma son visibles por las paredes polarizadas.
Aenea saca su mochila del cubículo y se la pone. Yo cojo la mía y me guardo el cuchillo en el cinturón, como si eso fuera una ayuda contra los atacantes.
—¡Tenemos que llegar al Yggdrasill! —exclama Aenea.
Nos dirigimos al tallo conector, pero la vaina no nos deja salir. Un rugido hace vibrar el casco.
—El tallo está quebrado —jadea Aenea. Todavía lleva el comlog, el antiguo comlog de la nave del cónsul, y pide datos a la red del Árbol Estelar—. Los puentes han caído. Tenemos que llegar a la nave arbórea.
Miro por la pared. Capullos de llamas anaranjadas. El Yggdrasill está diez kilómetros al este. Sin los puentes colgantes ni los tallos, bien podría estar a mil años-luz.
—Llamemos a nuestra nave. La nave del cónsul —digo.
Aenea mega con la cabeza.
—Het Masteen ha puesto en marcha el Yggdrasill… no hay tiempo para sacar nuestra nave. Tenemos que estar allá dentro de pocos minutos o… ¿Y los dermotrajes? Podemos volar hacia allá.
Ahora soy yo quien niega con la cabeza.
—No están aquí. Cuando nos los quitamos en la plataforma, le dije a A. Bettik que los llevara a la nave arbórea.
La vaina tiembla. La pared se pone roja, se derrite.
Abro mi cubículo de almacenaje, aparto ropas y equipo, busco el único y extraño artefacto que poseo, lo saco del tubo de cuero.
El regalo del padre capitán De Soya.
Toco las hebras de activación. La alfombra voladora se pone rígida y revolotea en cero g. El campo EM de este sector del Árbol Estelar todavía está intacto.
—Vamos —grito mientras la pared se derrite. Subo con mi amada a la alfombra.
Caemos por la grieta, hacia el vacío y la locura.