26

Al día siguiente llevamos la nave del cónsul hacia el sol.

Había despertado esperando una especie de iluminación, un satori nocturno producido por el vino de la comunión, cuando menos una comprensión más profunda del universo, tal vez omnisciencia y omnipotencia. Desperté con la vejiga llena y una leve jaqueca, aunque con gratos recuerdos de la noche anterior.

Aenea despertó antes que yo y cuando salí del cuarto de baño ella había preparado café, frutas y panecillos calientes.

—No esperes este servicio todas las mañanas —dijo con una sonrisa.

—De acuerdo, pequeña. Mañana yo preparo el desayuno.

—¿Tortilla? —preguntó, dándome café.

Rompí el sello, inhalé el aroma, bebí una gota tratando de no quemarme los labios ni dejar que el glóbulo caliente se alejara.

—Claro. Lo que quieras.

—Buena suerte para encontrar los huevos —dijo Aenea, terminando su panecillo con dos mordiscos—. Este Árbol Estelar es sensacional, pero escasean las gallinas.

—Una lástima —dije, mirando por la pared transparente—. Y con tantos lugares donde posarse… —Cambié de tono—. Pequeña, en cuanto al vino, han pasado ocho horas…

—Y no te sientes diferente. Mmm, supongo que eres uno de esos raros individuos donde la magia no funciona.

—¿De veras?

Mi voz debió sonar alarmada, o aliviada, porque Aenea meneó la cabeza.

—No, sólo bromeaba. En veinticuatro horas sentirás algo. Lo garantizo.

—¿Y si estamos ocupados en ese momento? —dije, frunciendo enfáticamente la frente. Ese movimiento me alejó un poco de la mesa adhesiva.

Aenea suspiró.

—Bájate, amigo, antes de que te clave esas cejas en su sitio.

—Mmm —dije, sonriendo—. Me encanta cuando dices obscenidades.

—Deprisa —dijo Aenea, poniendo su bulbo en el lavador sónico y reciclando la estera de comer.

Me sentía satisfecho comiendo mi panecillo y mirando el increíble paisaje por la pared.

—¿Deprisa? ¿Por qué? ¿Vamos a alguna parte?

—Una reunión en la nave. Nuestra nave. Luego tendremos que regresar y encargarnos del aprovisionamiento del Yggdrasill para nuestra partida mañana por la noche.

—¿Por qué en nuestra nave? ¿No estará atestada en comparación con estos otros lugares?

—Ya lo verás —dijo Aenea. Se había puesto pantalones azules de cero g, ceñidos en el tobillo, y una camisa blanca con varios bolsillos. Usaba pantuflas grises. Yo me había acostumbrado a andar descalzo por el cubículo y en los tallos y vainas.

—Deprisa —repitió—. La nave partirá en diez minutos y es un largo viaje.

Estaba atestada. Y aunque el campo de contención interna mantenía la gravedad en un sexto de g, era como un tirón joviano después de dormir en caída libre. Parecía extraño estar apretujado con todo el mundo en un plano dimensional, desperdiciando todo ese espacio aéreo. En la cubierta de la biblioteca, sentados al piano, en bancos, en sillones y en los bordes del holofoso, estaban los éxters Navson Hamnim, Systenj Coredwell, Sian Quintana Ka'an, con sus plumas resplandecientes, los dos éxters plateados y adaptados al vacío, Palou Koror y Drivenj Nicaagat, así como Paul Uray y Am Chipeta. Estaba Het Masteen, así como su superior Ket Rosteen. Estaba el coronel Kassad, tan alto como los éxters, y la Dorje Phamo, luciendo majestuosa en una túnica gris que ondeaba bellamente en la baja gravedad, además de Lhomo, Rachel, Theo, A. Bettik y el Dalai Lama. Ninguno de los otros seres sentientes estaba allí.

Varios salimos al mirador para observar la superficie interior del Árbol Estelar mientras la nave trepaba hacia la estrella central sobre su columna de llamas de fusión azules.

—Bienvenido, coronel Kassad —dijo la nave cuando nos reunimos en la biblioteca.

Miré inquisitivamente a Aenea, sorprendido de que la nave hubiera logrado recordar a ese pasajero de los viejos tiempos.

—Gracias, nave —dijo el coronel, que parecía ensimismado en sus cavilaciones.

Alejarse de la corteza interior de la Biosfera daba una sensación de vértigo muy distinta de ver la menguante esfera de un planeta lejano. Aquí estábamos dentro de la estructura orbital, y aunque la vista desde las ramas del Árbol Estelar consistía en brechas entre las hojas y los troncos, atisbos de campos estelares en el lado opuesto al sol y grandes espacios por doquier, la vista desde cien mil kilómetros era de una superficie aparentemente sólida, con las enormes hojas reducidas a una superficie centelleante, un gran océano verde y cóncavo. La sensación de encierro en una enorme pecera era abrumadora.

Las ramas emitían un fulgor azul, por la atmósfera atrapada dentro de los campos de contención; esos miles de kilómetros de madera vinosa y hojas fluctuantes irradiaban un resplandor azul eléctrico, como si toda la superficie interior estuviera cargada de voltaje. Y por doquier había vida y movimiento: ángeles éxters con alas de cien kilómetros revoloteaban entre las ramas y las hojas, o bien se lanzaban al espacio hacia el sol, más allá de los sistemas de raíces de diez mil kilómetros un sinfín de formas de vida más pequeñas titilaban en el envoltorio atmosférico azul, espejines radiantes, loros, arbóreos acules, monos de Vieja Tierra, numerosos cardúmenes de peces tropicales nadando en cero g, buscando las brumosas regiones cometarias, garzas azules, bandadas de gansos y aves marcianas, marsopas de Vieja Tierra. Nos alejamos antes de que pudiera discernir una fracción de lo que veía.

A mayor distancia era visible el tamaño de las formas de vida más grandes y sus enjambres. Desde varios miles de kilómetros de «altura», vi resplandecientes rebaños de plaquetas azules, los akerataeli viajando juntos. Después de nuestra primera reunión con las criaturas del planeta nuboso, había preguntado a Aenea si en el Árbol Estelar había otros aparte de esos dos.

—Algunos más —había dicho mi amiga—. Unos seiscientos millones más.

Ahora veía a los akerataeli desplazándose en las corrientes de aire de un tronco al otro —cientos de kilómetros— en enjambres de miles o decenas de miles.

Y con ellos iban sus obedientes servidores: los calamares aéreos, los zeplins, las medusas transparentes y vastos sacos de gas con filamentos, similares al que me había devorado en el mundo nuboso pero más grandes. Yo había estimado que el monstruo original tenía diez kilómetros de longitud. Estas bestias semejantes a los zeplins debían tener varios cientos de kilómetros de longitud, quizá más cuando uno tenía en cuenta los tentáculos, zarcillos, flagelos, látigos, colas, sondas y probóscides. Las gigantescas bestias de carga de los akerataeli entrelazaban ramas, tallos y vainas en complejos biodiseños, podaban ramas muertas y hojas del tamaño de ciudades, colocaban estructuras diseñadas por los éxters o transportaban material de una parte a otra del Árbol Estelar.

—¿Cuántos zeplins controlan los akerataeli en el Árbol Estelar? —le pregunté a Aenea cuando estuvo libre.

—No lo sé. Preguntémosle a Navson.

—No tenemos idea —respondió el éxter—. Crían los necesarios para las tareas. Los akerataeli son el ejemplo perfecto de un organismo de enjambre, una mente de colmena. Ninguna de esas entidades es consciente a solas. En paralelo, son brillantes. Los calamares aéreos y otras criaturas jovianas se han reproducido según nuestras necesidades durante más de setecientos años estándar. Aventuro que hay varios millones trabajando en la Biosfera, tal vez mil millones.

Miré las diminutas formas de la menguante superficie de la Biosfera. Mil millones de criaturas del tamaño de la Meseta del Piñón de Hyperion.

Pronto fueron visibles los huecos entre las ramas. La sección de la que veníamos era la más antigua y tupida, pero a lo largo de la curva interior de la Biosfera había brechas y divisiones, algunas planeadas, otras destinadas a ser llenadas con material viviente. Pero aun aquí el espacio estaba lleno de movimiento. Entre las raíces, ramas, hojas y troncos había cometas que volaban en trayectorias precisas, y el agua que contenían era volatilizada por haces calóricos alimentados por los ergs y apuntados por los éxters desde los troncos y desde hojas reflectantes genéticamente adaptadas que creaban espejos de cientos de kilómetros. Una vez transformadas en vapor de agua, las grandes nubes flotaban entre las raíces e irrigaban millones de kilómetros cuadrados.

Más grandes que los cometas eran las veintenas de asteroides y lunas que se desplazaban a miles de kilómetros de la superficie interna y externa de la esfera viviente, corrigiendo la deriva orbital, guiando el crecimiento de las ramas, proyectando sombras en la superficie interna donde era necesaria y sirviendo como bases de observación y de trabajo para un sinfín de jardineros éxters y templarios que supervisaban el proyecto.

Estábamos a medio minuto-luz, acelerando hacia el sol como si la nave buscara un punto de traslación Hawking, y parecía haber aún más tráfico en el vasto hueco de la esfera verde. Naves de guerra éxters, todas obsoletas según pautas de Pax, con burbujas Hawking o gigantescas palas, anticuados destructores de alta gravedad, naves C3 de una era remota, elegantes veleros solares. Y por doquier ángeles éxters, extendiendo las alas mientras se dirigían al sol o regresaban a la Biosfera.

Aenea y los demás regresaron adentro para continuar con sus deliberaciones.

El tema era importante. Todavía buscaban un modo de detener el ataque de Pax, alguna finta o distracción para impedir que la flota se lanzara hacia este sistema. Pero yo tenía cosas más importantes en mente.

Cuando A. Bettik se iba a ir del mirador, le toqué la manga.

—¿Puedes quedarte a charlar un minuto?

—Desde luego, M. Endymion —respondió el hombre azul con su afabilidad de costumbre.

Cuando quedamos solos en el mirador, me apoyé en la baranda.

—Lamento no haber tenido más oportunidades de conversar desde que llegué al Árbol Estelar —dije.

La calva de A. Bettik relucía en la luz solar. Su mirada azul era calma y amigable.

—Está bien, M. Endymion. Los acontecimientos se han precipitado desde nuestra llegada. Convengo, sin embargo, en que esta construcción provoca ganas de hablar sobre ella. —Señaló con su única mano la vasta curva del Árbol Estelar, que parecía desvanecerse cerca del brillo del sol central.

—No quiero hablar del Árbol Estelar ni de los éxters —murmuré, acercándome a él.

A. Bettik asintió y esperó.

—Tú estuviste con Aenea en todos esos mundos, entre Vieja Tierra y T'ien Shan: Ixión, Alianza Maui, Vector Renacimiento y los demás.

—Sí, M. Endymion. Tuve el privilegio de viajar con ella durante todo el tiempo en que permitió que otros viajaran con ella.

Me mordí el labio, comprendiendo que estaba a punto de ponerme en ridículo pero sin tener otra opción.

—¿Y qué hay del tiempo en que no os permitió viajar con ella?

—¿Mientras M. Rachel, M. Theo y los demás permanecieron conmigo en Groombridge Dyson D? Continuamos el trabajo de M. Aenea, M. Endymion. Yo estaba ocupado en la construcción de…

—No, no —interrumpí—. ¿Qué sabes de su ausencia?

A. Bettik vaciló.

—Casi nada. M. Endymion. Ella nos había dicho que se alejaría por un tiempo. Dejó instrucciones para que continuáramos nuestra labor con sus alumnos. Un día se fue, y permaneció ausente durante unos dos años estándar.

—Un año, once meses, una semana, seis horas.

—Sí, M. Endymion. Eso es correcto.

—Y cuando regresó, no te dijo dónde había estado.

—No, M. Endymion. Por lo que yo sé, nunca se lo mencionó a nadie.

Quería aferrar los hombros de A. Bettik, hacerle entender, explicarle por qué esto era cuestión de vida o muerte para mí. ¿Habría comprendido? No lo sabía. En cambio, tratando en vano de aparentar calma o indiferencia, dije:

—¿Notaste algún cambio en Aenea cuando regresó de esas vacaciones, A. Bettik?

Mi amigo androide hizo una pausa.

Al parecer no era vacilación, sino un esfuerzo para recordar matices de emoción humana.

—Salimos para T'ien Shan casi inmediatamente después, M. Endymion, pero creo recordar que M. Aenea estuvo muy emotiva durante meses. Eufórica en un momento, desesperada en otros. Cuando llegaste a T'ien Shan, ella parecía más estable.

—¿Y ella nunca mencionó el porqué? —Me sentía como un cerdo haciendo estas preguntas a espaldas de ella, pero sabía que Aenea no me hablaría de estas cosas.

—No, M. Endymion. Ella nunca me habló de la causa. Supuse que se trataba de algo que había experimentado durante su ausencia.

Hice una pausa.

—Antes de que ella se fuera… en los otros mundos… Amritsar, Patawpha… en cualquiera de esos otros mundos anteriores a Groombridge Dyson D… ¿hubo alguien?

—No entiendo, M. Endymion.

—¿Hubo un hombre en su vida, A. Bettik? ¿Alguien por quien demostrara afecto? ¿Alguien que estuviera cerca de ella?

—Ah —dijo el androide—. No, M. Endymion, no parecía haber ningún espécimen masculino que demostrara un interés especial en M. Aenea, salvo como maestra y posible mesías.

—Aja. ¿Y nadie regresó con ella después de ese período de un año, once meses, una semana y seis horas?

—No, M. Endymion.

Aferré el hombro de A. Bettik.

—Gracias, amigo mío. Lamento hacerte estas estúpidas preguntas. Es sólo que no entiendo… En alguna parte hay un… Caray, no tiene importancia. Son sólo estúpidas emociones humanas.

Me dispuse a reunirme con los demás, pero A. Bettik me detuvo con un gesto.

—M. Endymion —murmuró—, si la emoción a la que se refiere es el amor, he observado a la humanidad el tiempo suficiente para saber que el amor nunca es una emoción estúpida. Entiendo que M. Aenea está en lo cierto cuando enseña que quizá sea la energía principal del universo.

Miré boquiabierto al androide que salía del mirador para entrar en la biblioteca.

Estaban a punto de llegar a una decisión.

—Creo que deberíamos enviar el correo Gedeón con un mensaje —decía Aenea cuando entré en la sala—. Enviarlo cuanto antes.

—Confiscarán la nave —dijo Sian Quintana Ka'an con su voz melodiosa—. Y es la única nave de motor instantáneo que tenemos.

—Mejor —dijo Aenea—. Son una abominación. Cada vez que se usan, destruyen una parte del Vacío Que Vincula.

—Aun así —dijo Paul Uray, cuyo dialecto éxter sonaba como ruido de estática—, queda la opción de usar la nave correo como sistema de transporte.

—¿Para lanzar ojivas nucleares o bombas de plasma contra la armada? Creí que habíamos desechado esa posibilidad.

—Es nuestra única manera de atacar antes de que nos ataquen —dijo el coronel Kassad.

—No serviría de nada —dijo Ket Rosteen—. Estas naves postales no están construidas para alcanzar blancos precisos. Una nave clase arcángel la destruiría a minutos-luz del blanco. Estoy de acuerdo con La Que Enseña. Enviemos el mensaje.

—¿Pero el mensaje detendrá el ataque? —preguntó Coredwell.

Aenea hizo ese gesto que yo le conocía tan bien.

—No hay garantías… pero si logra desconcertarlos, al menos ellos usarán los correos instantáneos para postergar el ataque. Creo que vale la pena intentarlo.

—¿Y qué dirá el mensaje? —preguntó Rachel.

—Por favor, dadme pergamino y una pluma —dijo Aenea.

Theo le llevó ambas cosas y las apoyó en el Steinway. Todos nos apiñamos mientras Aenea escribía:

Al papa Urbano XVI y el cardenal Lourdusamy:

Iré a Pacem, al Vaticano.

Aenea

—Ahí está —dijo mi joven amiga, entregándole el pergamino a Navson Hamnim—. Pon esto en la nave mensajera cuando atraquemos, sintoniza el transmisor en «Portando mensaje impreso» y lánzala al sistema de Pacem.

El éxter cogió el mensaje. Yo aún no sabía leer sus expresiones faciales, pero noté que algo lo incomodaba. Tal vez era una forma menor del pánico y la confusión que me cerraban el pecho en ese momento.

Iré a Pacem. ¿Qué cuernos significaba eso? ¿Cómo podía Aenea ir a Pacem y sobrevivir? No podía. Y dondequiera que ella fuese, había una sola cosa segura para mí. Yo estaría a su lado. Lo cual significaba que ella me mataría a mí también, si era fiel a su palabra. Y siempre lo había sido. Iré a Pacem. ¿Era sólo un ardid para detener la flota? ¿Una amenaza vana, un modo de demorarlos? Quería sacudir a mi amada hasta que se le cayeran los dientes, con tal de que me lo explicara todo.

—Raul —dijo Aenea, invitándome a acercarme.

Pensé que me daría la explicación que yo deseaba, que había visto mi expresión y entendía mi estado de ánimo, pero sólo me dijo:

—Palou Koror y Drivenj Nicaagat me mostrarán qué significa volar como un ángel. ¿Quieres venir conmigo? Lhomo vendrá.

¿Volar como un ángel? Por un momento pensé que desvariaba.

—Tienen un dermotraje más si quieres venir —continuó Aenea—. Pero tenemos que partir enseguida. Pronto estaremos de vuelta en el Árbol Estelar y la nave atracará en pocos minutos. Het Masteen debe cargar y aprovisionar el Yggdrasill y yo debo hacer algunas cosas antes de mañana.

—Sí —dije, sin saber a qué me prestaba—. Iré contigo.

Sentía tanta amargura que pensé que esta respuesta era una maravillosa metáfora de mi odisea de diez días: Sí, no sé en qué me meto, pero cuenta conmigo.

Una éxter adaptada al espacio, Palou Koror, nos entregó los dermotrajes. Yo había usado dermotrajes anteriormente —la última vez unas semanas atrás, cuando Aenea y yo escalamos el T'ai Shan—, pero nunca había visto uno como éste.

Hace siglos que existen los dermotrajes, y el concepto consiste en que el mejor modo de no explotar en el vacío no es un aparatoso traje de presión como en los primeros días del vuelo espacial, sino una cobertura tan delgada que permita pasar la transpiración mientras protege la piel del calor, el frío y el vacío del espacio. Los dermotrajes no habían cambiado mucho en esos siglos, salvo para incorporar filamentos respiratorios y paneles osmóticos. Mi último dermotraje había sido un artefacto de la Hegemonía, que funcionaba hasta que Rhadamanth Nemes lo hizo trizas.

Pero éste no era un dermotraje común. Era plateado y maleable como mercurio, y se sentía como una cálida pero liviana masa de protoplasma. Y se movía como mercurio. Mejor dicho, se movía como una criatura viviente. Lo solté alarmado, y cuando lo atajé con la otra mano trepó varios centímetros por mi brazo como un alienígena carnívoro.

Debí decir algo en voz alta, porque Aenea me explicó:

—Está vivo, Raul. El dermotraje es un organismo, producto de la ingeniería genética y la nanotecnología, pero sólo tiene tres moléculas de espesor.

—¿Cómo me lo pongo? —pregunté, viendo que subía por mi brazo a la manga de mi túnica y se retraía. Parecía más un carnívoro que una prenda. Y el problema de todo dermotraje es que se usaba pegado a la piel; uno no usaba nada debajo de un dermotraje. Nada en absoluto.

—Es fácil —dijo Aenea—. No tienes que andar forcejeando como con los dermotrajes antiguos. Sólo te desnudas, te quedas muy quieto y te lo pones en la cabeza. Te cubrirá. Y tenemos que darnos prisa.

Esto no me inspiró demasiado entusiasmo.

Aenea y yo nos excusamos y subimos al dormitorio del ápice de la nave. Una vez allí nos quitamos la ropa. Miré a mi amada —desnuda junto a la antigua (y muy cómoda, si yo no recordaba mal) cama del cónsul— y estuve por sugerir un mejor uso de nuestro tiempo antes que la nave arbórea atracara. Pero Aenea me hizo una seña, sostuvo la masa de protoplasma plateado sobre su cabeza y la soltó.

Era alarmante ver cómo el organismo plateado la devoraba, cubriendo su cabello claro como metal líquido, cubriendo los ojos, la boca y la barbilla, bajando por el cuello como lava, cubriendo hombros, pechos, vientre, cadera, pubis, muslos, rodillas. Aenea levantó un pie, luego el otro, y el traje la cubrió por completo.

—¿Estás bien? —pregunté tímidamente. Mi masa plateada palpitaba en mi mano, ávida de engullirme.

Aenea —la estatua de cromo que había sido Aenea— alzó el pulgar y se señaló la garganta. Comprendí: al igual que con los dermotrajes de la Hegemonía, la comunicación sería por detectores subvocales.

Alcé la masa palpitante, contuve el aliento, cerré los ojos y me la eché en la cabeza.

Tardó menos de cinco segundos. Por un instante estuve seguro de que no podía respirar, sintiendo esa masa resbalosa sobre mi nariz y mi boca, pero cuando me acordé de inhalar recibí una bocanada de oxígeno fresco.

«¿Me oyes, Raul?». Su voz era mucho más clara que con los sensores del viejo traje.

Asentí y subvocalicé: «Sí. Extraña sensación».

«¿Estáis listos, M. Aenea, M. Endymion?». Tardé un segundo en comprender que era el otro éxter adaptado, Drivenj Nhicaagat. Había oído antes su voz, pero traducida por un sintetizador. En la línea directa, era aún más clara y melodiosa que los trinos de Sian Quintana Ka'an.

«Listos», respondió Aenea. Bajamos por la escalera, atravesamos la multitud y salimos al mirador.

«Buena suerte, M. Aenea, M. Endymion». Era A. Bettik, hablándonos por uno de los enlaces de la nave. El androide nos tocó el hombro mientras nos reuníamos con Koror y Nicaagat en el mirador.

Lhomo también aguardaba, y su dermotraje plateado mostraba cada protuberancia muscular de sus brazos, muslos y vientre chato. Me sentí torpe por un momento, deseando usar otra cosa sobre esta ínfima capa de fluido plateado, o haberme mantenido en mejor forma. Aenea estaba hermosa, su amado cuerpo esculpido en cromo. Me alegró de que nadie nos hubiera seguido al mirador salvo el androide.

La nave estaba a dos mil kilómetros del Árbol Estelar y desaceleraba rápidamente. Palou Koror saltó a la baranda, haciendo equilibrio en un sexto de gravedad. Le siguió Drivenj Nicaagat, y luego Lhomo, y al fin Aenea. Yo fui el último, y el menos grácil. La sensación de altura y desnudez era abrumadora, con la gran cuenca verde del Árbol Estelar allá abajo, las paredes de hojas elevándose en la distancia, la mole de la nave debajo, oscilando sobre la delgada columna de fuego de fusión como un edificio sobre una frágil columna azul. Comprendí con náusea que estábamos a punto de saltar.

«No os preocupéis. Abriré el campo de contención en el preciso instante en que salgáis y pasaré a repulsores EM hasta que os hayáis alejado del escape». Comprendí que era la nave. Yo no tenía idea de lo que estábamos haciendo.

«Los trajes os darán una idea aproximada de nuestra adaptación —decía Palou Koror—. Desde luego, para los que hemos optado por la integración total, no son los trajes semisentientes y sus microprocesadores moleculares los que nos permiten vivir y viajar en el espacio, sino los circuitos adaptados de nuestra piel, nuestra sangre, nuestra vista y nuestro cerebro».

Intenté preguntar algo, pero tenía problemas para subvocalizar, como si la sequedad de mi boca afectara los músculos de mi garganta.

«No te preocupes —dijo Nicaagat—. No abriremos las alas hasta estar bien separados. No chocarás, pues los campos no lo permitirán. Los controles son muy intuitivos. Los sistemas ópticos del traje entrarán en interfaz con tu sistema nervioso y tus neurosensores, invocando datos cuando se requieran».

«¿Datos? ¿Qué datos?». Sólo había pensado en ello, pero el traje lo transmitió.

Aenea me cogió la mano.

«Esto será divertido, Raul. Los únicos minutos libres que tendremos hoy, creo. O por un tiempo».

En ese momento, de pie en la baranda, al borde de un aterrador abismo de llamas de fusión y vacío, no presté atención al sentido de sus palabras.

«Vamos», dijo Palou Koror, y saltó.

Cogidos de la mano, Aenea y yo saltamos juntos.

Ella me soltó la mano y giramos, alejándonos. El campo de contención se abrió y nos eyectó, la llama de fusión cesó mientras los cinco nos distanciábamos de la nave y se volvió a encender. La nave pareció ascender velozmente mientras su desaceleración se volvía más rápida que la nuestra. Seguimos cayendo. La sensación era abrumadora. Cinco siluetas de plata separándose y precipitándose hacia el Árbol Estelar, que aún estaba a varios miles de kilómetros. Entonces nuestras alas se abrieron.

«Para el propósito de hoy, sólo es preciso que las alas tengan un kilómetro de envergadura —dijo Palou Koror—. Si viajáramos a mayor velocidad o a mayor distancia, se extenderían mucho más, quizá varios cientos de kilómetros».

Cuando alcé los brazos, los paneles de energía del dermotraje se extendieron como alas de mariposa. Sentí el súbito empellón de la luz solar.

«En realidad sentimos la corriente de la línea del campo magnético primario que seguimos —explicó Palou Koror—. Si me permitís controlar vuestros trajes un segundo… eso es».

La visión cambió. Miré a la izquierda, donde Aenea caía a varios kilómetros, una crisálida de plata reluciente dentro de crecientes alas de oro. Los demás resplandecían más allá. Pude ver el viento solar, las partículas cargadas y las corrientes de plasma fluyendo en espiral por la compleja geometría de la heliosfera, rojas líneas de campo magnético que se rizaban como pintadas en las superficies internas de un vibrante nautilo. Estos sinuosos y multicolores arcos de plasma fluían hacia un sol que ya no parecía una estrella pálida sino el eje de millones de campos convergentes. Láminas enteras de plasma se lanzaban a cuatrocientos kilómetros por segundo, atraídas hacia estas formas por los palpitantes campos magnéticos de sus ecuadores norte y sur. Los pendones violáceos de las líneas magnéticas; se entrelazaban con explosivas láminas de campo carmesí, los vórtices azules de ondas de choque heliosféricas aureolaban los bordes del Árbol Estelar, las lunas y cometas atravesaban el plasma como naves oceánicas surcando un mar fosforescente en la noche, y nuestras alas doradas —interactuando con este medio plasmático y magnético, recibiendo fotones que lucían como millones de libélulas— parecían velas hinchándose con ráfagas de plasma mientras nuestros cuerpos plateados aceleraban por los pliegues chispeantes y las geometrías magnéticas de la matriz heliosférica.

Además de esta visión realzada, los dispositivos ópticos del traje presentaban información de trayectoria y datos que nada significaban para mí pero que debían ser cuestión de vida o muerte para estos éxters. Las ecuaciones y funciones parecían flotar a lo lejos, y sólo recuerdo una muestra:

GM3 Mc /r2

=

Mc V2cir

R2

R

y

Pr =

l*kSr

C

y

k =

Ra

(Ra+A)

y

asa3 =

(l+k) (6,3 x 1017)Rs2

m/seg2

2Mr2

y

V12+ΔV2+2ΔV(Vi2+Vc2)1/2> Vi2+ΔV2+2ΔVVi

Aun sin comprender ninguna de estas ecuaciones, supe que nos aproximábamos al Árbol Estelar a gran velocidad. El viento solar y la corriente de plasma habían aumentado nuestra velocidad inicial. Empezaba a entender cómo estas alas energéticas podían alejarse rápidamente de una estrella, ¿pero cómo se hacía para frenar en menos de mil kilómetros?

«Esto es sensacional —dijo Lhomo—. Asombroso». Moví la cabeza y vi que nuestro amigo, el volador de T'ien Shan, estaba muchos kilómetros a la izquierda y abajo. Había entrado en la zona de las hojas y descendía por encima del azulado campo de contención que rodeaba las ramas y sus intersticios como una membrana osmótica.

Me pregunté cómo diantre lo había logrado.

Una vez más debí subvocalizar mi pensamiento, pues oí la carcajada de Lhomo. «Usa las alas, Raul. ¡Y coopera con el árbol y los ergs!».

¿Coopera con el árbol y los ergs? Mi amigo debía de haber perdido el juicio.

Entonces vi que Aenea extendía las alas, manipulándolas con el pensamiento y el movimiento de los brazos. Vi que el ramaje se aproximaba a aterradora velocidad, y entonces comprendí.

«Eso está bien —dijo Drivenj Nicaagat—. Coge el viento repulsor. Bien».

Vi que los dos éxters adaptados aleteaban como mariposas, vi el torrente de energía de plasma que se elevaba del Árbol Estelar para rodearlos, y de pronto los pasé como si hubieran abierto paracaídas y yo aún siguiera en caída libre.

Jadeando, el corazón palpitante, extendí los brazos y piernas y usé mi voluntad para abrir las alas. Los pliegues energéticos titilaron y se expandieron dos kilómetros. Debajo de mí, las hojas se movieron lentamente como en un holo documental de flores buscando la luz, se plegaron una sobre otra para formar una antena parabólica de cinco kilómetros de diámetro y se volvieron reflectantes.

La luz del sol me encandiló. Si hubiera mirado sin protección en los ojos, habría quedado ciego al instante. En cambio, los dispositivos ópticos se polarizaron. Oí el choque de la luz solar contra mi dermotraje y mis alas, como tamborileo de lluvia sobre un techo de metal. Abrí las alas aún más para recibir la ráfaga de luz al tiempo que los ergs del Árbol Estelar plegaban la matriz de la heliosfera, curvando la corriente de plasma, desacelerándonos rápida pero indoloramente. Aleteando, Aenea y yo entramos en el ramaje externo del Árbol Estelar mientras los dispositivos ópticos continuaban proyectando datos en mi campo visual.

Vf = Vvc2 =

2(J-GMstar Mc)

ri Mc

Lo cual me aseguraba que el árbol estaba irradiando la cantidad de luz solar necesaria, basándose en la masa y la luminosidad, mientras el erg aportaba plasma heliosférico y realimentación magnética para llevarnos a un delta y casi cero antes que chocáramos con las ramas principales o cortáramos el campo de contención.

Aenea y yo seguimos a los éxters, usando las alas tal como ellos, subiendo y planeando, frenando y abriéndolas para recibir luz solar directa y acelerar de nuevo, revoloteando entre las ramas externas, elevándonos sobre la capa externa del Árbol Estelar, zambulléndonos de nuevo entre las ramas, plegando las alas para pasar entre las vainas o puentes cubiertos más allá de los campos de contención, sobrevolando laboriosos calamares espaciales cuyos tentáculos eran diez veces más largos que la nave del cónsul que ahora desaceleraba entre las hojas, abriendo de nuevo las alas para pasar entre cardúmenes de plaquetas akerataeli, que parecían saludarnos al pasar.

Había una enorme rama-plataforma debajo del campo de contención. No sabía si las alas funcionarían a través del campo, pero Palou Koror lo atravesó con un fogonazo, como una grácil nadadora hendiendo el agua, seguida por Drivenj Nicaagat, Lhomo y Aenea. Fui tras ellos, plegando las alas mientras atravesaba la barrera energética y descendía en medio del aire, el sonido, el aroma y las brisas frescas.

Aterrizamos en la plataforma.

—Muy bien por ser un primer vuelo —dijo Palou Koror, con voz sintetizada para la atmósfera—. Queríamos compartir un momento de nuestras vidas con vosotros.

Aenea desactivó el dermotraje en la cara, convirtiéndolo en un cuello de mercurio fluido. Los ojos le brillaban con insólita vitalidad. Tenía un rubor en la tez y el cabello húmedo de sudor.

—¡Maravilloso! —exclamó, cogiéndome la mano—. Maravilloso… gracias. Gracias, gracias, gracias, ciudadano Nicaagat, ciudadana Koror.

—El gusto fue nuestro, reverenciada La Que Enseña —dijo Nicaagat con una inclinación.

Vi que el Yggdrasill estaba amarrado al Árbol Estelar, y el tronco y las ramas de la nave arbórea se fusionaban perfectamente con las ramas de la Biosfera. Sólo atiné a verla porque la nave del cónsul acababa de atracar y un calamar obrero la introducía lentamente en una vaina de almacenamiento. Los clones tripulantes trabajaban febrilmente, llevando provisiones y cubos de Moebius a la nave arbórea de Het Masteen, y veintenas de tallos umbilicales de soporte vital y tallos conectores unían el Árbol Estelar con la nave arbórea.

Aenea no me había soltado la mano. Cuando miré a mi amiga, ella se inclinó para besarme los labios.

—¿Te imaginas, Raul? Millones de éxters viviendo en el espacio, viendo esa energía todo el tiempo, volando semanas y meses en los espacios vacíos, desplazándose por los rápidos de la magnetoesfera y los vórtices que rodean los planetas, cabalgando en las ondas de choque del plasma del viento solar, a diez UA o más, y luego volando más lejos, hasta el límite de la heliopausa, a cien UA de la estrella, hasta donde el viento solar termina y comienza el medio interestelar. Oyendo el susurro y el murmullo del océano del universo. ¿Te lo imaginas?

—No —dije. No podía. No sabía de qué estaba hablando.

A. Bettik, Rachel, Theo, Kassad y los demás bajaron de una liana de tránsito. Rachel traía ropa para Aenea. A. Bettik me traía mi ropa.

Los éxters y otros rodearon de nuevo a mi amiga, exigiendo respuestas a preguntas urgentes, pidiendo la aclaración de ciertas órdenes, informando sobre el inminente lanzamiento de la nave Gedeón. La presión de los demás nos apartó.

Aenea me miró y me saludó. Alcé la mano para devolverle el saludo, pero ella se había ido.

Esa noche varios cientos de nosotros abordamos una vaina de transporte impulsada por un calamar, íbamos hasta un sitio que estaba miles de kilómetros al noroeste, por encima del plano de la eclíptica, a lo largo de la capa interna del Árbol Estelar, pero el viaje duró menos de treinta minutos porque el calamar tomó un atajo, trazando un arco en el espacio desde nuestro sector de la esfera.

La arquitectura de vainas vivientes y plataformas comunitarias, torres y puentes de este sector del árbol, todavía tan cerca de nuestra región según las pautas geográficas de esta enorme estructura, parecía diferente, más imponente, más barroca, más alienígena, y los éxters y templarios hablaban en otro dialecto, mientras que los éxters adaptados al espacio se adornaban con estrías de color vibrante que yo no había visto antes. Había diferentes aves y bestias en las zonas atmosféricas, peces exóticos nadando en el aire brumoso, grandes rebaños de criaturas similares a las orcas de Vieja Tierra, con brazos cortos y manos elegantes. Y esto estaba a sólo miles de kilómetros de la región que conocía. Me costaba imaginar la diversidad de culturas y formas de vida de la Biosfera. Por primera vez comprendí lo que Aenea y los demás me habían dicho una y otra vez: que la superficie interna de los sectores de la Biosfera concluida superaba el total de todas las superficies planetarias descubiertas por la humanidad en los últimos mil años de vuelo interestelar. Cuando el Árbol Estelar estuviera terminado y la Biosfera interna activada, el volumen de espacio habitable excedería todos los mundos habitables de la galaxia de la Vía Láctea.

Fuimos recibidos por funcionarios, agasajados en atestadas plataformas de un sexto de g entre cientos de dignatarios éxters y templarios, y llevados a una vaina tan grande que parecía una luna pequeña.

Había una muchedumbre de cientos de miles de éxters y templarios, con unos cientos de seneschai aluit y multitudes de akerataeli cerca de la tarima central. Comprendí que los ergs habían sintonizado el campo de contención interna en un cómodo sexto de g, atrayendo a todos hacia la superficie de la esfera, pero luego noté que los asientos continuaban arriba y en el interior de la esfera. Estimé que la muchedumbre ascendía a un millón.

El ciudadano éxter Navson Hamnim y el templario Ket Rosteen presentaron a Aenea, diciendo que traía consigo el mensaje que su gente había aguardado durante siglos.

Mi joven amiga caminó hasta el podio, mirando en torno, como fijando los ojos en cada ocupante de ese vasto espacio. El sistema de sonido era tan sofisticado que podríamos haber oído si tragaba saliva o respiraba. Mi amada estaba en calma.

—Elige de nuevo —dijo Aenea. Dio media vuelta, se alejó del podio y bajó hacia los cálices dispuestos sobre la larga mesa.

Cientos de nosotros donamos gotas de nuestra sangre mientras los cálices de vino circulaban entre las multitudes expectantes. No había manera de que un millón de éxters y templarios pudieran ser atendidos por los pocos cientos de nosotros que ya habíamos comulgado con Aenea, pero los asistentes cogieron unas gotas con lancetas esterilizadas, trasladaron las gotas al depósito de vino, veintenas de ayudantes pusieron cálices bajo los grifos, y al cabo de una hora los que deseaban comulgar habían recibido el vino con la sangre. La gran esfera comenzó a vaciarse.

Nada se había dicho después de las tres palabras de Aenea. Por primera vez en ese día largo, interminable, hubo silencio en la vaina de transporte que nos llevaba a casa… es decir, a nuestra región del Árbol Estelar, a la sombra del Yggdrasill, destinado a partir dentro de veinte horas.

Yo me sentía como un fraude. Había bebido el vino casi veinticuatro horas antes, pero no había sentido nada en ese día, salvo mi habitual amor por Aenea. Mejor dicho, mi inusitado, singular, incomparable amor por Aenea.

Las multitudes que deseaban beber habían bebido. La gran esfera se había vaciado, y aun los que no habían comulgado guardaban silencio, o bien decepcionados por el breve discurso de mi amada, o bien sumidos en sus reflexiones.

Abordamos la vaina de transporte para regresar a nuestra región del Árbol Estelar y callamos salvo para las comunicaciones imprescindibles.

No era el silencio de la incomodidad o la frustración, sino el pasmado silencio que signaba el final de una etapa de nuestra vida y el comienzo de otra, o la esperanza de un comienzo.

Elige de nuevo. Aenea y yo hicimos el amor en la vaina penumbrosa, a pesar de nuestra fatiga y la hora tardía. Hicimos el amor lenta y tiernamente, con una dulzura casi insoportable.

Elige de nuevo. Eran las palabras que resonaban en mi mente cuando me dormí. Elige de nuevo. Comprendí. Yo elegía a Aenea y la vida con Aenea. Y creo que ella me había elegido a mí.

Y la elegiría de nuevo, y ella me elegiría de nuevo mañana, y pasado mañana, y en cada hora de cada nuevo día.

Elige de nuevo. Sí, sí.