¡Cayendo!
Desperté con feroces palpitaciones, en lo que parecía otro universo.
Estaba flotando, no cayendo. Al principio creí que estaba en un mar salado. Flotaba como un feto en un mar color sepia. Luego advertí que no había gravedad ni olas ni corrientes, y que no era agua sino una luz densa.
¿La nave? No, un espacio amplio, vacío, penumbroso pero aureolado de luz, un vacío ovoide de quince metros de diámetro, con paredes de pergamino por donde veía la luz filtrada de un sol ardiente y algo más complicado, una vasta estructura orgánica llena de curvas. Moví las manos para tocarme la cara, la cabeza, el cuerpo y los brazos.
Estaba flotando, en efecto, sujeto por unas correas livianas a una franja adhesiva de la pared curva. Estaba descalzo y usaba una túnica de algodón que no reconocí. ¿Pijama? ¿Bata de hospital?
Tenía la cara sensible, con nuevas protuberancias que quizá fueran cicatrices. Había perdido el cabello, mi coronilla estaba llena de costurones, mi oreja estaba muy blanda. Mis brazos tenían cicatrices leves, visibles en la luz penumbrosa. Alcé la pierna y miré lo que había sido una rotura. Sana y firme. Me palpé las costillas. Delicadas pero intactas. Había llegado al autodoc, a fin de cuentas.
Debí decirlo en voz alta, pues una figura oscura que flotaba cerca me respondió:
—Llegaste, Raul Endymion. Pero parte de la cirugía se hizo a la antigua, y es obra mía.
Me sobresalté, haciendo temblar las correas. No era la voz de Aenea.
La silueta oscura se acercó y reconocí la forma, el cabello, la voz.
—Rachel —dije. Tenía la lengua seca, los labios cuarteados. Grazné la palabra, más que pronunciarla.
Rachel se acercó y me ofreció un biberón. Las primeras gotas salieron como esferas rodantes y me mojaron la cara, pero pronto aprendí a echarme las gotas en la boca abierta. El agua sabía fresca y maravillosa.
—Has recibido líquidos y alimento por vía intravenosa durante dos semanas —dijo Rachel—, pero es mejor que bebas directamente.
—¡Dos semanas! —exclamé. Miré en torno—. Aenea… ¿Cómo está…?
—Todos se encuentran bien —dijo Rachel—. Aenea está ocupada. Pasó gran parte de estas dos semanas contigo, velando por ti, pero tuvo que salir con Minmum y los demás, así que me ordenó que me quedara aquí.
—¿Minmum? —pregunté. Miré por la pared traslúcida. Una estrella brillante, más pequeña que el sol de Hyperion. Increíbles geometrías curvas se extendían desde esta habitación ovoide—. ¿Dónde estoy? ¿Cómo llegamos aquí?
Rachel rió entre dientes.
—Primero responderé la segunda pregunta. Dentro de pocos minutos verás la respuesta a la primera. Aenea ordenó a la nave que saltara a este lugar. El padre capitán De Soya, el sargento Gregorius y el oficial Carel Shan conocían las coordenadas de este sistema estelar. Todos estaban inconscientes, pero el otro superviviente, Hoag Liebler, el ex prisionero, sabía dónde se ocultaba este sitio.
Miré de nuevo a través de la pared. La estructura parecía enorme, una retícula de luces y sombras estirándose en todas direcciones desde esta cápsula. ¿Cómo podían ocultar algo tan vasto? ¿Y quién lo ocultaba?
—¿Cómo llegamos a tiempo al punto de traslación? —grazné, bebiendo agua—. Creí que las naves de Pax estaban cerca.
—Y así era. No podríamos haber llegado a un punto de traslación Hawking antes de que nos destruyeran. Ven, ya no necesitas estar amarrado a la pared. —Arrancó las correas adhesivas y quedé en libertad. Aun en gravedad cero, me sentía muy débil.
Orientándome de tal modo que aún veía la cara de Rachel en la luz penumbrosa, pregunté:
—¿Entonces cómo lo logramos?
—No nos trasladamos. Aenea dirigió la nave a un punto del espacio desde donde nos teleyectamos a este sistema.
—¿Teleyectamos? ¿Había un portal teleyector activo? ¿Cómo los que usaban las naves de FUERZA de la Hegemonía? Creí que ninguno había sobrevivido a la Caída.
Rachel meneó la cabeza.
—No había portal teleyector. Nada. Sólo un punto arbitrario a pocos cientos de kilómetros de la segunda luna. Fue toda una persecución. Las naves de Pax seguían enviando órdenes y amenazando con disparar. Al final lo hicieron… lanzaron haces láser desde todas partes. Ni siquiera habríamos dejado escombros, sólo una mancha de gas. Pero entonces llegamos al punto adonde Aenea nos dirigía. De pronto estuvimos aquí.
No volví a preguntar dónde estábamos, sino que me acerqué a la pared curva y traté de mirar. La pared era cálida, esponjosa, orgánica, y filtraba la mayor parte de la luz solar. La luz interior resultante era tenue y bella, pero impedía mirar hacia fuera. Sólo se veía la estrella y una sombra de esa increíble estructura geométrica.
—¿Preparado para ver dónde estamos? —dijo Rachel.
—Sí.
—Vaina, superficie transparente, por favor.
De pronto nada nos separó del exterior. Casi grité de terror. Agité los brazos y las piernas tratando de encontrar una superficie sólida para aferrarme, hasta que Rachel se acercó y me estabilizó con una mano firme.
Estábamos en el espacio. La vaina había desaparecido y parecíamos flotar en el espacio, salvo por el aire respirable, y estábamos en el extremo de la rama de un…
Árbol no es la palabra correcta. Yo había visto árboles, y esto no era un árbol.
Había oído hablar de los viejos árboles-mundo templarios, había visto el Arbolmundo en Bosquecillo de Dios, reducido a un tocón, y había oído hablar de las naves arbóreas de kilómetros de longitud que surcaban los sistemas estelares en tiempos de la peregrinación de Martin Silenus.
Esto no era un arbolmundo ni una nave arbórea.
Había oído leyendas fantasiosas —contadas por Aenea, en verdad, así que quizá no fueran leyendas— acerca de un anillo arbóreo que rodeaba una estrella, un anillo trenzado de materia viviente que rodeaba un sol semejante al de Vieja Tierra. Una vez había tratado de calcular cuánta materia viviente se requeriría, y decidí que era un disparate.
Esto no era un anillo arbóreo.
Lo que se extendía ante mí, en superficies curvas demasiado vastas para que mi mentalidad planetaria las asimilara, era una esfera de ramas y trenzas de materia vegetal viviente, troncos de cientos de kilómetros, tallos de kilómetros de anchura, hojas de cientos de metros, raíces que se estiraban miles de kilómetros en el espacio, como si fueran las sinapsis de Dios, vástagos formando pérgolas en todas las direcciones, troncos con la longitud del Mississippi de Vieja Tierra que parecían ramillas en la distancia, formas arbóreas del tamaño de mi continente natal de Aquila mezclándose con miles de aglomeraciones de verdor, en todos lados, en todas las direcciones. Había muchos huecos negros, agujeros por donde se veía el espacio, algunos más grandes que los troncos y la urdimbre de verdor, pero siempre atravesados por entrelazamientos de troncos y ramas y raíces, abriendo un sinfín de hojas verdes a la estrella que ardía en el centro de…
Cerré los ojos.
—Esto no puede ser real —dije.
—Lo es —dijo Rachel.
—¿Los éxters?
—Sí —dijo la amiga de Aenea, la niña de los Cantos—. Y los templarios. Y los ergs. Y… otros. Está vivo pero es una construcción… una cosa con mente.
—Imposible. Llevaría millones de años desarrollar esta… esfera.
—Biosfera —dijo Rachel, sonriendo.
Sacudí la cabeza.
—Biosfera es una palabra antigua. Es sólo el sistema cerrado de vida de un planeta.
—Esto es una biosfera —insistió Rachel—. Sólo que aquí no hay planetas. Cometas, sí. Pero no planetas.
Señaló. En lontananza, a cientos de miles de kilómetros, donde el interior de la esfera viviente se diluía en un borrón verde a pesar del diáfano vacío, una estría blanca se movía despacio entre los troncos, cruzando un hueco negro.
—Un cometa —repetí estúpidamente.
—Para irrigar. Tienen que usarlos por millones. Por suerte hay miles de millones en la nube de Oort. Y más en el cinturón de Kniper.
Miré deslumbrado. Vi otras motas blancas, cada cual con su cola larga y reluciente. Algunas se desplazaban entre los troncos y las ramas, dándome una idea de la escala de esta biosfera. Los cometas surcaban los huecos que había en la materia vegetal. Si esto es realmente una esfera, los cometas tienen que volver a cruzar la esfera viviente para salir del sistema. ¿Qué clase de confianza se necesita para construir semejante cosa?
—¿Qué es este sitio donde estamos? —pregunté.
—Una vaina ambiental. Un bulbo vital. Éste está adaptado para servicios médicos. No sólo ha controlado tu alimentación intravenosa, tus signos vitales y la regeneración de tus tejidos, sino que ha desarrollado y manufacturado muchas medicinas y otras sustancias químicas.
Extendí la mano para palpar el material casi transparente.
—¿Qué grosor tiene?
—Un milímetro. Pero es muy fuerte. Puede protegernos del impacto de un micrometeorito.
—¿Dónde obtienen los éxters este material?
—Ellos biofacturan los genes y el material se autogenera. ¿Tienes ganas de ver a Aenea y conocer gente? Todos han esperado tu despertar.
—Sí —dije, pero pronto me retracté—. ¡No! Rachel…
Ella se quedó flotando, esperando. Noté que sus ojos oscuros eran lustrosos en esa luz asombrosa. Muy parecidos a los de mi amada.
—Rachel… —repetí torpemente.
Ella esperó, apoyándose en la pared transparente para orientarse hacia mí.
—Rachel, no hemos hablado mucho…
—Yo no te gustaba —dijo la joven con una sonrisa.
—No es verdad… Es decir, sí lo era, en cierto modo, pero porque al principio yo no entendía. Para Aenea hacía cinco años que me había ido… era difícil… Supongo que estaba celoso.
Rachel enarcó las cejas.
—¿Celoso, Raul? ¿Pensabas que Aenea y yo habíamos sido amantes durante todos esos años estándar en que no estuviste?
—Bien, no… Es decir, no sabía…
Rachel extendió la mano, ahorrándome nuevas perplejidades.
—No lo somos —dijo—. Nunca lo fuimos. Aenea nunca habría pensado en semejante cosa. Theo pudo haber pensado en la posibilidad, pero sabía desde el principio que Aenea y yo estábamos destinadas a amar a ciertos hombres.
La miré inquisitivamente. ¿Destinadas?
Rachel sonrió de nuevo. Podía imaginar esa sonrisa en la niña de que hablaba Sol Weintraub en uno de los Cantos.
—No te preocupes, Raul. Sé con certeza que Aenea no ha amado a nadie salvo a ti. Aun cuando era niña. Aun antes de conocerte. Tú siempre has sido el elegido. —La sonrisa se volvió triste—. Ojalá todos tuviéramos tanta suerte.
Quise hablar, vacilé. Rachel se puso seria.
—Ah… ¿Ella te habló de ese interregno de un año, once meses, una semana y seis horas?
—Sí. Y me contó que había tenido… —Me detuve. Sería tonto sollozar frente a esa mujer fuerte. Nunca me miraría del mismo modo.
—¿Un hijo? —concluyó Rachel.
La miré como tratando de encontrar una respuesta en sus hermosos rasgos.
—¿Aenea te habló de ello? —pregunté, con la sensación de que traicionaba a mi amiga al sonsacarle información a otra persona. Pero no pude detenerme—. ¿En ese momento sabías…?
—¿Dónde estaba? —preguntó Rachel, mirándome con intensidad—. ¿Qué le sucedía? ¿Qué iba a casarse?
Sólo pude asentir.
—Sí —dijo Rachel—. Lo sabíamos.
—¿Estabas con ella?
Rachel pareció vacilar, como si sopesara su respuesta.
—No —dijo al fin—. A. Bettik, Theo y yo esperamos su regreso durante casi dos años. Continuamos con su ministerio o misión o como quieras llamarlo, difundiendo sus lecciones, encontrando gente que deseara participar de la comunión, informándoles cuándo volvería.
—¿Entonces sabías cuándo volvería?
—Sí —dijo Rachel—. Con precisión.
—¿Cómo?
—Porque era el momento indicado para su regreso —dijo la mujer de cabello oscuro—. Se había tomado hasta el último minuto posible sin poner en jaque la misión. Al día siguiente Pax nos persiguió… nos habrían capturado a todos si Aenea no hubiera regresado para teleyectarnos.
Asentí, pero no pensaba en momentos de riesgo frente a Pax.
—¿Le conociste? —pregunté, tratando en vano de usar una voz neutra.
Rachel conservó su expresión seria.
—¿Te refieres al padre de su hijo? ¿Al esposo de Aenea?
Noté que Rachel no quería ser cruel, pero sus palabras eran más desgarradoras que las zarpas de Nemes.
—Sí —dije—. Él.
Rachel sacudió la cabeza.
—Ninguno de nosotros lo conocía cuando ella se marchó.
—¿Pero sabes por qué lo escogió como padre de su hijo? —insistí, sintiéndome como el gran inquisidor que habíamos dejado en T'ien Shan.
—Sí —dijo Rachel, mirándome en silencio.
—¿Tenía algo que ver con su misión? —dije con un nudo en la garganta—. ¿Es algo que tenía que hacer… tenía que ser hijo de ellos por algún motivo? ¿Puedes contarme algo, Rachel?
Rachel me aferró la muñeca con fuerza.
—Raul, sabes que Aenea te explicará esto cuando sea el momento oportuno.
Me zafé con rudeza.
—Cuando llegue el momento oportuno —rezongué—. Por amor de Dios, estoy harto de esa frase. Estoy harto de esperar.
Rachel se encogió de hombros.
—Enfréntate a ella entonces. Amenaza con aporrearla si no te cuenta. Hiciste pedazos a Nemes. Con Aenea será más fácil.
La fulminé con la mirada.
—En serio, Raul, esto es entre Aenea y tú. Sólo puedo decirte que eres el único hombre de quien ella ha hablado. Por lo que sé, el único hombre que ha amado.
—¿Cómo puedes…? —Pero me obligué a callarme. Le palmeé torpemente el brazo, y el movimiento me hizo girar en torno de mi propio eje. Era difícil estar cerca de alguien en cero g sin tocarlo—. Gracias, Rachel.
—¿Listo para ver a los demás?
—Casi. ¿Esta superficie puede ser reflectante?
—Vaina —dijo Rachel—, noventa por ciento de transparencia. Alta reflexión interna. —Se volvió hacia mí—. ¿Quieres mirarte en el espejo antes de la gran cita?
La superficie era reflectante como un charco de agua. No era un espejo perfecto, pero su brillo bastó para mostrarme a un Raul Endymion calvo, con cicatrices en la cara y piel rosada de bebé. Y delgado, muy delgado. Los huesos y músculos de mi cara y mi torso parecían bosquejados con trazos de lápiz. Mis ojos se veían diferentes.
—Por todos los cielos —repetí.
Rachel movió la mano.
—El autocirujano quería retenerte otra semana, pero Aenea no podía esperar. Las cicatrices no son permanentes, en su mayoría. El medicamento que recibes por vía intravenosa se encarga de la regeneración. Tu cabello comenzará a crecer dentro de dos o tres semanas.
Me toqué el cuero cabelludo. Era como palpar el blando trasero de un bebé monstruoso, lleno de cicatrices.
—Dos o tres semanas —dije—. Sensacional.
—No hagas tanta alharaca. Estás bastante guapo. Yo que tú conservaría ese aspecto. Además, he oído decir que Aenea se siente atraída por los hombres mayores, y en este momento pareces mayor.
—Gracias —dije secamente.
—De nada. Vaina, abre la puerta. Acceso al principal conector de tallos.
La pared se abrió y Rachel me condujo afuera.
Cuando entré en esa habitación —o vaina— Aenea me estrechó con tanta fuerza que me pregunté si me había vuelto a romper las costillas. La abracé con igual vehemencia.
El viaje por el conector presurizado no deparaba ninguna sorpresa, si uno no se sorprendía de lanzarse por un tubo flexible y traslúcido de dos metros de anchura a velocidades que estimé en sesenta kilómetros por hora. Usaban corrientes de oxígeno fluyendo en direcciones contrarias para favorecer el desplazamiento. Uno pateaba y nadaba mientras otras personas, en general muy delgadas, lampiñas y excepcionalmente altas, pasaban silenciosamente en dirección contraria a pocos centímetros y a más de ciento veinte kilómetros por hora. Al llegar a las vainas centrales, Rachel y yo aceleramos como corpúsculos disparados por los ventrículos y aurículos de un corazón enorme; rodamos, pateamos, eludimos a otros viajeros y salimos por otro conector. A los pocos minutos me perdí, pero Rachel parecía orientarse bien. Explicó que en cada salida había colores sutiles encastrados en la carne vegetal, y pronto entramos en una vaina no mucho mayor que la mía, pero llena de cubículos, asientos y personas. Algunas de esas personas —Aenea, A. Bettik, Theo, la Dorje Phamo y Lhomo Dondrub— me eran familiares. Conocía de vista a otras: el padre capitán De Soya, recobrado de sus heridas y con pantalones negros, túnica y cuello de sacerdote; el sargento Gregorius, con el uniforme de combate de la Guardia Suiza. Otros, como los largos y delgados éxters y los encapuchados templarios, eran maravillosos y extraños pero comprensibles, mientras que algunos individuos —a quienes Aenea presentó como Het Masteen, Verdadera Voz del Árbol, y el ex coronel Fedmahn Kassad de FUERZA— me provocaron desconcierto. Más que Rachel o Brawne Lamia, la madre de Aenea, ellos no sólo pertenecían a los Cantos del viejo poeta sino que eran arquetipos de un mito profundo, muerto tiempo atrás, y resultaban un poco irreales en el firmamento de las cosas prosaicas y cotidianas.
También había personas que no parecían personas, al menos en mi marco de referencia: los seres verdes y frondosos a quienes Aenea presentó como LLeeoonn y OOeeaall, dos de los pocos empatas seneschai de Hebrón que habían sobrevivido, criaturas alienígenas inteligentes. Miré a esas criaturas extrañas: tez y ojos color verde ciprés, cuerpos tan delgados que podría haberles rodeado el torso con los dedos, simétricos como los nuestros, con dos brazos, dos piernas, una cabeza, pero con extremidades articuladas más semejantes a líneas fluidas que a apéndices de hueso y cartílago; dedos unidos por membranas, como manos de sapo; y cabezas semejantes a las de un feto humano. Sus ojos eran apenas manchas sombrías en la carne verde de sus rostros.
Se decía que los seneschai habían muerto durante los primeros días de la Hégira. Eran leyenda, apenas más reales que la historia del soldado Kassad o del templario Het Masteen.
Una de esas leyendas verdes me rozó la palma con su mano de tres dedos cuando nos presentaron.
Y en la vaina había otras entidades que no eran humanas, éxters ni androides.
Cerca de la pared traslúcida de la vaina flotaban unas plaquetas amplias y verdosas, blandos y trémulos platillos, de dos metros de envergadura. Había visto antes estas formas de vida, en el mundo nuboso donde el calamar aéreo me había devorado.
No devorado, M. Endymion, dijo un eco en mi cabeza, sólo transportado.
¿Telepatía?, pensé, dirigiendo mi pregunta a las plaquetas. Recordé esos borbotones de pensamientos que tanto me habían intrigado en el mundo nuboso.
—Se siente como telepatía —respondió Aenea—, pero no hay nada místico en ello. Los akerataeli aprendieron nuestro idioma a la antigua. Sus simbiontes zeplin oían las vibraciones sónicas y los akerataeli las analizaban. Controlan a los zeplin con pulsaciones de microondas de larga distancia.
—El zeplin fue la criatura que me devoró en el mundo nuboso —dije.
—Sí —dijo Aenea.
—¿Cómo los zeplins de Remolino?
—Sí, y también de la atmósfera de Júpiter.
—Pensé que los cazadores habían causado su extinción durante los primeros años de la Hégira.
—Los erradicaron de Remolino —dijo Aenea—. Y de Júpiter, aun antes de la Hégira. Pero no estabas en Júpiter ni Remolino, sino en otro gigante gaseoso rico en oxígeno que se encuentra seiscientos años-luz dentro del Confín.
Asentí.
—Lamento haber interrumpido. Hablabas de pulsaciones de microondas…
Aenea hizo ese grácil gesto desdeñoso que le conocía desde que era niña.
—Sólo decía que controlan los actos de sus simbiontes, los zeplins, con una estimulación de microondas de ciertos centros nerviosos y cerebrales. Hemos autorizado a los akerataeli a estimular nuestros centros de lenguaje, de modo que «oímos» sus mensajes. Entiendo que para ellos es como tocar un piano complicado.
Asentí, pero sin entender del todo.
—Los akerataeli también son una raza que viaja por el espacio —dijo el padre capitán De Soya—. A través de los milenios, han colonizado más de diez mil gigantes gaseosos ricos en oxígeno.
—¡Diez mil! —exclamé. Creo que por un momento quedé literalmente boquiabierto. La humanidad había viajado por el espacio durante más de mil doscientos años, pero habíamos explorado y colonizado menos del diez por ciento de esa cantidad de planetas.
—Los akerataeli se han dedicado a ello por más tiempo que nosotros —dijo De Soya.
Miré las vibrantes plaquetas. No tenían ojos, y mucho menos oídos. ¿Nos estaban oyendo? Sin duda, pues uno de ellos había respondido a mis pensamientos. ¿Podían leer mentes además de estimular pensamientos?
Mientras yo los miraba, se reanudó la conversación entre los humanos y los éxters.
—Los informes son fiables —dijo el pálido éxter a quien luego me presentarían como Navson Hamnim—. Hay por lo menos trescientas naves clase arcángel en el sistema Lacaille 9352. Cada nave tiene un representante de la Orden de los Caballeros de Jerusalén, o Malta. Sin duda es una cruzada de gran envergadura.
»Lacaille 9352 —continuó Navson Hamnim—. Los datos fueron enviados por el único correo Gedeón que hemos dejado… De las tres naves mensajeras capturadas durante tus incursiones, dos fueron destruidas. Estamos bastante seguros de que la nave exploradora que despachó este correo fue detectada y destruida segundos después.
—Trescientos arcángeles —dijo De Soya. Se frotó las mejillas—. Si saben que estamos enterados de su presencia, podrían efectuar un salto Gedeón aquí dentro de días u horas. Si calculamos dos días de resurrección, quizá tengamos menos de tres días para prepararnos. ¿Las defensas han mejorado desde que partí?
Otro éxter, a quien luego conocería como Systenj Coredwell, abrió las manos en un gesto que luego reconocería como «en absoluto». Noté que una membrana unía los largos dedos.
—La mayoría de las naves de combate han tenido que saltar a la Gran Muralla para detener al grupo de tareas CABEZA DE CABALLO. La lucha es muy enconada. Se espera que pocas naves regresen.
—¿Dicen tus informes si Pax sabe lo que tienes aquí? —preguntó Aenea.
Navson Hamnim abrió la mano en una sutil variación del gesto de Coredwell.
—Creemos que no. Pero ahora saben que ésta ha sido una base importante para nuestras recientes batallas defensivas. Sospecho que creen que es sólo una base más, quizá con un anillo arbóreo orbital parcial.
—¿Podemos hacer algo para desbaratar la cruzada antes que lleguen aquí? —preguntó Aenea, dirigiéndose a todos los presentes.
—No.
La contundente negativa venía del hombre alto que habían presentado como coronel Fedmahn Kassad. Su inglés de la Red tenía un acento extraño. Era un sujeto delgado y musculoso de barba fina. Los Cantos del viejo poeta presentaban a Kassad como un joven, pero este guerrero tenía sesenta años estándar, con gruesas arrugas alrededor de la boca y los ojos, la tez oscura curtida por el sol del desierto o el ultravioleta del espacio profundo. Tenía el cabello corto, rígido y cano.
Todos miraron a Kassad.
—Con la nave de De Soya destruida —dijo el coronel—, hemos perdido la posibilidad de atacar y huir rápidamente. Las pocas naves Hawking que nos quedan tendrían una deuda temporal de dos meses para el salto de ida y vuelta a Lacaille 9352. Los arcángeles habrían venido y se habrían ido… y estaríamos indefensos.
Navson Hamnim se alejó de la pared y flotó con el costado derecho hacia arriba en relación con Kassad.
—En todo caso, estas pocas naves no nos ofrecen ninguna defensa —murmuró en el melodioso inglés de la Red—. ¿No sería mejor morir mientras atacamos?
Aenea se interpuso entre ambos.
—Sería mejor no pensar en morir —dijo—. Ni en permitir que destruyan la biosfera.
Un sentimiento positivo, dijo una voz en mi cabeza. Pero no todos los pensamientos positivos pueden ser sustentados por ráfagas de acción posible.
—Es verdad —dijo Aenea, mirando a las plaquetas—, pero tal vez, en este caso, esas ráfagas empiecen a soplar.
Corrientes ascendentes para todos, dijo la voz en mi cabeza. Las plaquetas se desplazaron hacia la pared, que se abrió, y se marcharon.
Aenea recobró el aliento.
—¿Por qué no nos reunimos en el Yggdrasill para compartir la comida dentro de siete horas y seguimos deliberando? Tal vez alguien tenga una idea.
Nadie se opuso. Los humanos, éxters y seneschai salieron por varios orificios que no estaban allí un instante antes.
Aenea se acercó y me abrazó de nuevo. Le acaricié el cabello.
—Amigo mío —murmuró—. Ven conmigo.
Su vivienda privada —nuestra vivienda privada, me aclaró— era muy parecida a aquella donde yo había despertado, aunque aquí había estantes orgánicos, nichos, superficies para escribir, cubículos de almacenaje e instalaciones comlog. Algunas prendas que yo había dejado en la nave estaban plegadas en un cubículo, y encontré mis botas de repuesto en un cajón de fibroplástico.
Aenea sacó comida de un cubículo refrigerador y se puso a preparar bocadillos.
—Debes tener hambre, querido —dijo, cortando trozos de pan. Vi queso de cigocabra en la superficie cero g, algunos trozos envueltos de carne vacuna que debía venir de la nave, bulbos de mostaza y varias jarras de cerveza de arroz de T'ien Shan. De pronto me sentí famélico.
Los bocadillos eran grandes y gruesos. Ella los sirvió en platos de fibra, cogió su comida y un bulbo de cerveza y se dirigió a la pared externa. Se abrió un portal.
Iba a alertarla, diciéndole que allí estaba el espacio, que ambos sufriríamos una descompresión y moriríamos horriblemente.
Aenea salió por el portal orgánico y yo la seguí.
Pasarelas, puentes colgantes, escaleras adhesivas, balcones y terrazas de fibra vegetal dura como acero serpeaban como hiedra entre vainas, tallos, ramas y troncos. También había aire respirable. Olía como un bosque después de la lluvia.
—Campo de contención —dije, pensando que era de esperar. A fin de cuentas, si la antigua nave estelar del cónsul tenía un mirador… Miré alrededor—. ¿Cuál es la fuente de energía? ¿Receptores solares?
—Indirectamente —dijo Aenea, encontrando un banco y una estera. No había barandas en ese diminuto mirador. La enorme rama (con treinta metros de grosor) terminaba en una profusión de hojas encima de nosotros y la red de troncos y tallos que había «debajo» me convenció de que estábamos a una altura de muchos kilómetros en una pared hecha de vigas verdes entrecruzadas. Resistí el impulso de arrojarme al suelo y aferrarme. Un radiante espejín pasó volando, seguido por un avecilla con cola bifurcada.
—¿Indirectamente? —pregunté, masticando el bocadillo.
—Los ergs convierten la mayor parte de la luz solar en campos de contención —continuó mi amiga, bebiendo cerveza y mirando esa infinitud de hojas que nos rodeaban, vueltas hacia la brillante estrella. No había aire suficiente para darnos un cielo azul, pero el campo de contención polarizaba el lado del sol, de modo que no nos encandilábamos al mirar en esa dirección.
Casi escupí la comida, pero logré tragarla.
—¿Ergs? ¿Los domadores de energía de Aldebarán? ¿En serio? ¿Ergs como el que llevaban en la última peregrinación de Hyperion?
—Sí —dijo Aenea, clavándome sus ojos oscuros.
—Creí que estaban extinguidos.
—No.
Bebí un largo sorbo de cerveza.
—Estoy confundido.
—Tienes derecho a estarlo, amigo.
—Este lugar… —Señalé la muralla de ramas y hojas que se perdía en la distancia, la remota curva verdinegra—. Es imposible.
—No del todo. Los templarios y éxters han trabajado en él, junto con otros, durante mil años.
Me puse a masticar de nuevo. El queso y la carne estaban deliciosos.
—Conque aquí trajeron esos millones de árboles cuando abandonaron Bosquecillo de Dios durante la Caída.
—Algunos —dijo Aenea—, pero ya hacía tiempo que los templarios trabajaban con los éxters para desarrollar anillos arbóreos orbitales y biosferas.
Miré hacia arriba. Las distancias eran vertiginosas. La sensación de estar en esta pequeña plataforma a tantos kilómetros de «altura» me causaba mareo. Debajo de nosotros y a la derecha, algo que parecía una rama verde y diminuta se movía lentamente en la espesura. Vi el campo energético que la rodeaba y comprendí que estaba mirando una de las legendarias naves arbóreas templarias, sin duda de kilómetros de longitud.
—¿Entonces esto está terminado? —pregunté—. ¿Una esfera de Dyson? ¿Una esfera alrededor de una estrella?
Aenea negó con la cabeza.
—En absoluto, aunque hace veinte años estándar anudaron todos los filamentos de los troncos primarios. Técnicamente es una esfera, pero a estas alturas consiste principalmente en agujeros, algunos de millones de kilómetros de diámetro.
—Increíble —dije, comprendiendo que esa palabra era trivial. Me froté las mejillas, sintiendo la barba crecida—. ¿Estuve inconsciente dos semanas?
—Quince días estándar.
—Habitualmente el automédico es más rápido —dije. Terminé el bocadillo, dejé el plato y me concentré en la cerveza.
—Habitualmente —convino Aenea—. Rachel debe haberte dicho que pasaste un período relativamente breve en el autodoc. Ella se encargó de la mayor parte de las operaciones.
—¿Porqué?
—El automédico estaba lleno. Te descongelamos en cuanto llegamos aquí, pero los tres pacientes estaban en mal estado. De Soya estuvo al borde de la muerte durante una semana. El sargento Gregorius tenía heridas de mayor gravedad de lo que aparentaba cuando lo encontramos en el Gran Pico. Y el tercer oficial, Carel Shan, murió a pesar de los esfuerzos del autodoc y los médicos éxters.
—Maldición. Lamento saberlo. —Uno se acostumbraba a que los autocirujanos curasen casi todo.
Aenea me miró con tal intensidad que sentí que sus ojos me entibiaban la piel igual que la potente luz solar.
—¿Cómo estás, Raul?
—Sensacional. Un poco de dolor. Siento que se curan las costillas. Las cicatrices me causan picor. Y tengo la sensación de haber dormido dos semanas de más… pero me siento bien.
Me cogió la mano. Noté que tenía los ojos húmedos.
—Me habría enfadado mucho si te hubieras muerto —dijo al cabo de un instante.
—También yo. —Le estrujé la mano. De repente me puse de pie, soltando la cerveza en el aire y casi echando a volar. Sólo las suelas de velero de mis zapatos me retuvieron—. ¡Recórcholis!
Señalé a lo lejos. Parecía un calamar de un par de metros de largo. Mi experiencia y mi creciente sentido de la perspectiva me decían que no era así.
—Un zeplin —dijo Aenea—. Los akerataeli tienen miles trabajando en la biosfera. Permanecen dentro de los bolsones de CO2 y O2.
—No me comerá de nuevo, ¿verdad?
Aenea sonrió.
—Lo dudo. El que te probó ya debe haber corrido la voz.
Busqué mi cerveza, vi que el bulbo flotaba a cien metros, pensé en ir a buscarlo, me arrepentí y me senté en el banco adhesivo.
Aenea me dio su bulbo.
—Toma. Nunca puedo terminar estas cosas. ¿Alguna otra pregunta?
Tragué cerveza e hice un gesto de indiferencia.
—Bien, parece que por aquí hay una pandilla de gente extinguida, mítica y muerta. ¿Puedes explicarme?
—¿Por extinguida te refieres a los zeplins, los seneschai y los templarios?
—Sí. Y los ergs… aunque aún no he visto ninguno.
—Los templarios y los éxters han trabajado para preservar esas especies en peligro tal como los colonos de Alianza Maui intentaron salvar a los delfines de Vieja Tierra. Las han protegido de los primeros colonos de la Hégira, luego de la Hegemonía, y ahora de Pax.
—¿Y la gente mítica y muerta?
—¿El coronel Kassad?
—Y Het Masteen. Y, llegado el caso, Rachel. Parece que aquí tenemos a todo el elenco de los malditos Cantos.
—No todo —dijo Aenea con voz triste—. El cónsul ha muerto. Al padre Duré no se le permite vivir. Y mi madre se ha ido.
—Lo lamento, pequeña.
Me tocó la mano de nuevo.
—Está bien. Sé a qué te refieres. Es desconcertante.
—¿Ya conocías al coronel Kassad y a Het Masteen?
Aenea negó con la cabeza.
—Mi madre me habló de ellos… y el tío Martin añadió ciertas cosas a su poema. Pero se fueron antes de que yo naciera.
—Se fueron —repetí—. ¿No querrás decir que se murieron?
Procuré recordar las estrofas de los Cantos. Según la narración del viejo poeta, Het Masteen, la Verdadera Voz del Árbol, había desaparecido cuando viajaban en carreta eólica por el Mar de Hierba de Hyperion, poco antes de que su nave arbórea, el Yggdrasill, ardiera en órbita. La sangre que había en el camarote del templario sugería que había sido el Alcaudón. Había dejado al erg en un cubo de Moebius. Poco después habían encontrado a Masteen en el Valle de las Tumbas de Tiempo y no había podido explicar su ausencia. Sólo había dicho que la sangre que había en la carreta no era suya y que su misión era ser la Voz del Árbol del Dolor. Y había muerto.
Kassad había desaparecido en el mismo momento, poco después de entrar en el Valle de las Tumbas de Tiempo, pero el coronel, según los Cantos, había seguido a su amante fantasma, Moneta, al futuro lejano, donde debía perecer en combate con el Alcaudón. Cerré los ojos y recité:
Luego, en el valle ensangrentado,
Moneta y un puñado de guerreros,
todos heridos,
por la furia del Alcaudón azotados,
encontraron el cuerpo de Fedmahn Kassad,
aún unido en mortal abrazo
al silencioso Alcaudón.
Alzaron al guerrero, lo llevaron, lo tocaron
con pasmo nacido del dolor y la batalla
Lavaron y cuidaron el lacerado cuerpo,
trasladaron al héroe al Monolito de Cristal
y lo tendieron en un catafalco de blanco mármol,
las armas a sus pies.
En el valle una gran fogata iluminaba
el aire.
Hombres y mujeres humanos llevaban antorchas
en la oscuridad
mientras otros descendían raudamente
en la mañana azul
y aun otros llegaban en mágicas naves, burbujas de luz,
y otros bajaban en alas de energía
o en círculos verdes y dorados.
Más tarde, mientras ardían los astros,
Moneta dijo adiós a sus amigos del futuro
y entró en la Esfinge.
Cantaron multitudes.
Alimañas furtivas hurgaban entre pendones caídos
en el campo donde cayeron los héroes,
y donde el viento susurrante acariciaba
un caparazón erizado de púas aceradas.
Y así,
en el Valle,
las grandes Tumbas titilaron,
tornóse bronce su color dorado,
y emprendieron su viaje de regreso.
—Vaya memoria —dijo Aenea.
—Grandam me pegaba si me equivocaba. No cambies de tema. Entiendo que el templario y el coronel están muertos.
—Lo estarán. Todos lo estaremos.
Esperé a que saliera de su fase sibilina.
—Los Cantos dicen que Het Masteen fue llevado a alguna parte… a algún tiempo… por el Alcaudón —dijo Aenea—. Murió en el Valle de las Tumbas de Tiempo después de regresar. El poema no decía si había desaparecido una hora o treinta años. El tío Martin no lo sabía.
Entorné los ojos.
—¿Qué hay de Kassad, pequeña? Los Cantos son bastante específicos en esto… el coronel sigue a Moneta al futuro lejano, se traba en batalla con el Alcaudón…
—Con legiones de Alcaudones —corrigió mi amiga.
—Sí —admití. Nunca había entendido bien esa parte—. Pero parece haber bastante continuidad. La sigue, pelea, muere, guardan su cuerpo en el Monolito de Cristal, y el monolito y Moneta inician el largo viaje de regreso en el tiempo.
Aenea asintió y sonrió.
—Con el Alcaudón —dijo.
Vacilé. El Alcaudón había salido de las Tumbas. Moneta había viajado con el Alcaudón. Así, aunque los Cantos decían que Kassad había destruido al Alcaudón en esa gran batalla final, el monstruo estaba vivo y regresaba en el tiempo con Moneta y el cuerpo de Kassad.
Maldición. ¿El poema realmente dice que Kassad había muerto?
—El tío Martin tuvo que inventar partes de la narración —dijo Aenea—. Rachel le había dado algunas descripciones, pero él se permitió ciertas licencias poéticas en las partes que no entendía.
—Aja. —Rachel. Moneta. Los Cantos sugerían claramente que la niña Rachel, que viajó con su padre Sol al futuro, regresaría como la mujer Moneta, la amante fantasma del coronel Kassad. La mujer que él seguiría al futuro, a su destino… ¿Y qué me había dicho Rachel unas horas antes, cuando yo sospechaba que ella y Aenea eran amantes? «Estoy liada con un soldado a quien conocerás hoy. Mejor dicho, estaré liada con él algún día. Es decir… maldición, es complicado».
Vaya que sí. Me dolía la cabeza. Dejé la cerveza y me cogí la cabeza entre las manos.
—Es más complicado de lo que parece —dijo Aenea.
Entreabrí los dedos para mirarla.
—¿Puedes explicármelo?
—Sí, pero…
—Lo sé. En otra oportunidad.
—Sí —dijo Aenea, apoyando su mano en la mía.
—¿Algún motivo por el cual no podamos hablar de ello ahora? —pregunté.
—Tenemos que ir a nuestra habitación y opacar las paredes —dijo Aenea.
—¿Sí?
—Sí.
—¿Y luego qué?
—Luego —dijo Aenea, desprendiéndose de la estera adhesiva y llevándome consigo— haremos el amor durante horas.