El tiempo y el movimiento se vuelven lentos, como si se pudiera ver en cambio de fase, pero esta vez es sólo el efecto de la adrenalina y la concentración total. Mi mente se acelera. Mis sentidos cobran una agudeza sobrenatural. Veo, siento y calculo cada microsegundo con turbadora claridad.
Nemes avanza, un paso, más hacia Aenea que hacia mí.
Es una partida de ajedrez más que una pelea. Yo ganaré si mato a esa zorra insensible o la aparto de la plataforma el tiempo suficiente para que escapemos. Ella no tiene que matarme para ganar, sólo neutralizarme el tiempo suficiente para matar a Aenea. La niña es su blanco. Siempre lo ha sido. Este monstruo fue creado para matar a Aenea.
Una partida de ajedrez. Nemes ha sacrificado dos piezas fuertes —sus monstruosos hermanos— para neutralizar a nuestro alfil, el Alcaudón. Esas tres piezas están fuera del tablero. Sólo Nemes, la reina negra, Aenea, la reina de la humanidad, y yo, el indigno peón de Aenea.
Tal vez el peón deba sacrificarse, pero no sin eliminar a la reina negra. Está resuelto a eso.
Nemes sonríe, mostrando filas de dientes afilados. Los brazos a los costados, estira las largas uñas. El antebrazo derecho está expuesto como una obscena exposición quirúrgica, un interior no humano, no, en absoluto. El borde cortante del endoesqueleto del brazo destella bajo el sol de la tarde.
—Aenea —murmuro—, retrocede, por favor. —Esta alta plataforma se comunica con la senda de piedra y la escalera que construimos para subir a la senda del saliente. Quiero que mi amiga se vaya de la plataforma.
—Raul, yo…
—Ya —insisto, sin alzar la voz pero infundiéndole toda la autoridad que he ganado en mis treinta y dos años de vida.
Aenea retrocede cuatro pasos. La nave aún revolotea a cincuenta metros. Muchos rostros miran desde el mirador. Ojalá el sargento Gregorius saliera y usara su rifle de asalto para volar a esta zorra en pedazos, pero no veo su rostro moreno entre los que miran. Tal vez esté debilitado por sus heridas. Tal vez entiende que debería haber una pelea justa.
Al cuerno con eso, pienso. No quiero una pelea justa. Quiero matar a Nemes como pueda. Con gusto aceptaría ayuda de cualquiera. ¿El Alcaudón está realmente muerto? ¿Es posible? Los Cantos de Martin Silenus contaban que el Alcaudón era derrotado en una batalla del futuro lejano con el coronel Fedmahn Kassad. ¿Pero cómo lo sabía Silenus? ¿Y qué significa el futuro para un monstruo capaz de viajar en el tiempo? Si el Alcaudón no está muerto, agradecería que regresara cuanto antes.
Nemes da otro paso a su derecha, mi izquierda. Yo me muevo a la izquierda para impedirle que llegue a Aenea. En cambio de fase, esta cosa tiene fuerza sobrehumana y puede moverse tan deprisa que es literalmente invisible. Ahora no puede cambiar de fase. Eso espero. Pero aun así quizá sea más rápida y más fuerte que yo, que cualquier humano. Tengo que asumir que lo es. Y tiene esos dientes, esas zarpas y ese brazo cortante.
—¿Listo para morir, Raul Endymion? —dice Nemes, mostrando sus filas de dientes.
Sus fuerzas: velocidad, vigor, construcción inhumana. Quizá sea más robot o androide que humana. Es casi seguro que no siente dolor. Tal vez tenga otras armas que no ha revelado. No sé cómo matarla ni incapacitarla. Su esqueleto es de metal, no de hueso. Los músculos visibles en su antebrazo parecen reales, pero quizás estén hechos de fibras de plástico o malla de acero. Es improbable que las técnicas normales de combate la detengan.
Sus flaquezas… no las conozco. Tal vez exceso de confianza. Tal vez esté demasiado habituada al cambio de fase, a matar a sus enemigos cuando no pueden defenderse. Pero hace nueve años y medio se enfrentó al Alcaudón y empató. En realidad lo derrotó, pues logró quitarlo de en medio para llegar a Aenea. Sólo la intervención de De Soya, que la atacó con todos los gigavoltios disponibles en su nave, impidió que nos matara a todos.
Nemes alza los brazos, se agazapa, extiende los afilados dedos. ¿Hasta dónde puede saltar? ¿Puede saltar sobre mí para llegar a Aenea?
Mis fuerzas: dos años de boxeo en el regimiento en la Guardia Interna. Lo odiaba, y perdí un tercio de mis peleas. Los otros miembros del regimiento seguían apostando por mí, sin embargo. El dolor nunca me detenía. Lo sentía, pero no me detenía. Los golpes en la cara me hacían ver rojo. Al principio, me olvidaba de mi entrenamiento cuando alguien me golpeaba en la cara, y cuando se despejaba la bruma roja de la furia, si aún estaba en pie, podía ganar la pelea. Pero sé que la furia ciega no me ayudará ahora. Si pierdo concentración un instante, esta cosa me matará.
Era rápido cuando boxeaba, pero eso fue hace más de una década. Era fuerte, pero hace años que no me entreno ni hago ejercicios preparatorios. Podía aguantar golpes duros en el cuadrilátero, además de resistir el dolor. Nunca me noquearon, aunque un buen pugilista pudiera tumbarme varias veces.
Además de boxear, fui guardián en uno de los grandes casinos de Nueve Colas, en Félix. Pero era una cuestión psicológica, evitar la pelea mientras expulsaba a borrachos agresivos. Y aprendí a lograr que las pocas peleas reales terminaran en segundos.
En la Guardia Interna me entrenaron para el combate cuerpo a cuerpo, para matar de cerca, pero eso era tan infrecuente como un ataque a bayoneta calada. Mientras trabajaba como barquero, me lié en trifulcas más serias, una vez con un hombre dispuesto a destriparme con un cuchillo. Sobreviví. Pero otro barquero me noqueó. Siendo guía de caza, sobreviví cuando un forastero me atacó con su pistola de dardos. Pero lo maté accidentalmente, y él atestiguó contra mí después de resucitar. Pensándolo bien, así fue como empezó todo.
De todas mis flaquezas, ésta era la más seria: en realidad no quiero lastimar a nadie. En todas mis peleas, con la posible excepción del barquero con el cuchillo y el cazador cristiano con la pistola de dardos, siempre me contuve un poco, pues no quería golpear con todas mis fuerzas, no quería lastimar.
Tengo que cambiar de inmediato esa actitud. Esta no es una persona sino una máquina de matar, y si no la incapacito o destruyo rápidamente, me matará aún más rápidamente.
Nemes se abalanza sobre mí, arqueando las zarpas, usando el brazo derecho como una guadaña.
Salto hacia atrás, esquivo la guadaña, casi esquivo las zarpas, veo que la camisa de mi brazo izquierdo se rasga, veo una bruma de sangre en el aire, avanzo y la golpeo rápida y duramente, tres veces en la cara.
Nemes retrocede. Tiene sangre en las uñas de la mano izquierda. Mi sangre. Tiene la nariz aplastada. He roto algo —cartílago óseo, fibra metálica— en su ceja izquierda. No hay sangre en su cara. No parece darse cuenta del daño. Todavía sonríe.
Me miro el brazo izquierdo. Me arde ferozmente. ¿Veneno? Tal vez. Tiene sentido. Pero si ella usa veneno, moriré en segundos. No hay motivo para que use agentes de acción prolongada.
Todavía estoy aquí. Sólo ardor, por los cortes. Cuatro, pienso, pero no son profundos. No importa. Concéntrate en sus ojos. Adivina qué hará a continuación.
Nunca pelees a puño limpio. Enseñanza de la Guardia Interna. Siempre encuentra un arma para pelear de cerca. Si tu arma está destruida o perdida, encuentra otra cosa, improvisa: una roca, una rama gruesa, un trozo de metal, piedras en el puño o llaves entre los dedos, todo es preferible al puño limpio. Los nudillos se rompen más pronto que las mandíbulas, nos recordaba el instructor. Si no hay más remedio que usar las manos, usa el canto. Usa los dedos como clavos. Clávalos como zarpas en los ojos y la nuez de Adán.
Aquí no hay piedras, ni ramas, ni llaves… ninguna arma. Este monstruo no tiene nuez de Adán. Sospecho que sus ojos son fríos y duros como canicas.
Nemes se mueve de nuevo a la izquierda, mirando a Aenea.
—Ya vengo, dulzura —le susurra a mi amiga.
Veo a Aenea por el rabillo del ojo. Está en la cornisa, más allá de la plataforma. Inmóvil. Rostro impasible. Esto es raro en mi amada. Normalmente arrojaría piedras, saltaría sobre la espalda del enemigo, cualquier cosa menos permitirme luchar solo contra esta cosa.
Es tu momento, querido Raul. Su voz es clara como un susurro en mi mente.
Es un susurro. Viene de los sensores auditivos de mi dermotraje. Todavía estoy usando esa prenda, así como mi inservible arnés. Trato de subvocalizar para responder, pero recuerdo que me conecté con el disco de la nave, que está en mi bolsillo superior, cuando llamé a la nave desde la cumbre de T'ien Shan, y si lo uso ahora me comunicaré no sólo con Aenea sino con la nave.
Me muevo a la izquierda, cerrándole el paso a la criatura. Ahora hay menos espacio para maniobrar.
Esta vez Nemes se mueve más rápido, fintas a la izquierda, zarpazos a la derecha, un derechazo contra mis costillas.
Retrocedo pero su filo corta la carne debajo de la costilla derecha inferior. La esquivo, pero sus uñas de la izquierda buscan mis ojos. Me agacho de nuevo, pero sus dedos me abren un corte en el cuero cabelludo. De nuevo el aire se llena de sangre atomizada.
Avanzo un paso, lanzo el brazo derecho, bajándolo como un martillo neumático, golpeándole el costado del cuello. La carne sintética se desgarra. El metal y los tubos no se curvan.
De nuevo Nemes ataca con su brazo de guadaña y las zarpas de su mano izquierda, salto hacia atrás, yerra.
Brinco hacia delante y le pateo la parte de atrás de las rodillas, con la esperanza de hacerla caer. Hay ocho metros hasta la baranda rota. Si logro hacerla rodar, aunque los dos caigamos…
Es como patear un poste de acero. El puntapié me entumece la pierna, pero ella ni pestañea. Carne y líquidos estallan sobre su endoesqueleto, pero ella no pierde el equilibrio. Debe tener el doble de mi peso.
Me patea y me rompe un par de costillas. Oigo el crujido. Pierdo el aliento.
Retrocedo, casi esperando encontrar las cuerdas del cuadrilátero, pero sólo hay roca, una pared dura, resbaladiza y vertical. Un perno se clava en mi espalda, aturdiéndome un instante.
Ahora sé qué haré.
Respirar es como tragar fuego. Respiro dolorosamente, confirmando que puedo hacerlo, tratando de recobrar el aliento. Me siento con suerte. Creo que las costillas rotas no han penetrado en el pulmón izquierdo.
Nemes abre los brazos para impedir que me escape. Se acerca.
Avanzo hacia su repulsivo abrazo, poniéndome al alcance de ese antebrazo afilado, descargo un puñetazo en cada lado de su cabeza. Sus orejas se hacen pulpa, un fluido amarillo llena el aire, pero siento la solidez acerada del cráneo bajo la carne magullada. Mis manos rebotan. Tambaleo y retrocedo, manos, brazos y puños inutilizados por un instante.
Nemes brinca.
Me apoyo en la roca, alzo ambas piernas, le pego en el pecho, pateo con todas mis fuerzas.
Ella vuela hacia atrás lanzando un corte, rasgándome el arnés, la chaqueta, el dermotraje, los músculos del pecho. Está en mi pecho, a la derecha. Nemes no ha cortado el enlace de comunicaciones. Bien.
Aterriza con una pirueta, a cinco metros del borde. No hay modo de empujarla por ese borde. Se niega a jugar según mis reglas.
Me lanzo contra ella, alzando los puños.
Nemes alza la mano izquierda y extiende las uñas, preparando un revés destinado a destriparme. Me detengo a milímetros de ese golpe mortal. Mientras ella echa hacia atrás el brazo derecho, disponiéndose a cortarme en dos, giro sobre un pie y le pateo el pecho con todas mis fuerzas.
Nemes gruñe y me muerde la pierna, moviendo las fauces como un perro enorme. Sus dientes arrancan el talón y la suela de la bota, pero no tocan la carne.
Recobrando el equilibrio, embisto de nuevo, cogiéndole la muñeca derecha con la mano izquierda para impedir que su brazo de guadaña me despelleje la espalda, procuro aferrar un mechón de cabello. Lanza dentelladas a mi rostro, llenando el aire con su saliva amarilla o su sustituto de la sangre. Le echo la cabeza hacia atrás mientras giramos, dos bailarines violentos forcejeando, pero su pelo corto y lacio está resbaladizo por mi sangre y su lubricante, y me patinan los dedos.
Embistiéndola de nuevo para que no recobre el equilibrio, acerco los dedos a sus ojos y tiro hacia atrás con toda la fuerza de mis brazos y mi torso.
Su cabeza se arquea hacia atrás, treinta grados, cincuenta, sesenta. Ya debería oír el crujido de su médula espinal, ochenta grados, noventa. Su cuello está en ángulo recto con el torso, sus ojos son canicas frías contra mis dedos tensos, estira los labios lanzando dentelladas contra mi antebrazo.
La suelto.
Salta como impulsada por un resorte. Hunde las zarpas en mi espalda, raspa hueso en el hombro derecho y el omóplato izquierdo.
Me agacho y lanzo golpes breves y fuertes, castigando sus costillas y su vientre. Dos, cuatro, seis golpes rápidos, apoyado en ella, mi cabeza contra su pecho desgarrado y aceitoso. La sangre de mi cuero cabelludo nos moja a los dos. Algo en su vientre o diafragma se parte con un crujido metálico y Nemes vomita fluido amarillo sobre mi cuello y mis hombros.
Retrocedo y ella sonríe, dientes afilados brillando a través de la bilis espumosa que gotea desde su barbilla hasta los tablones ya resbalosos de la plataforma.
Lanza un grito —siseo de vapor en una caldera moribunda— y arremete de nuevo, la guadaña hendiendo el aire en un arco invisible.
Salto hacia atrás. Tres metros hasta la pared de roca o la cornisa donde está Aenea.
Nemes mece el brazo, una hélice, un susurrante péndulo de acero. Ahora puede llevarme adonde quiera.
Quiere matarme o apartarme. Quiere a Aenea.
De nuevo salto hacia atrás, y esta vez el filo corta la tela justo sobre el cinturón. He saltado hacia la izquierda, más hacia la pared de roca que hacia la cornisa.
Aenea queda desprotegida un segundo. Ya no me interpongo entre ella y la criatura.
La flaqueza de Nemes. Apuesto todo —Aenea— a esto: es una depredadora nata. Tan cerca del final, no podrá resistir la tentación de rematarme.
Nemes se voltea a la derecha, manteniendo la opción de saltar hacia Aenea, pero siguiéndome hacia la pared de roca. La guadaña se dispone a decapitarme.
Tropiezo y ruedo a mi izquierda, alejándome de Aenea. Ahora estoy en los tablones, pataleando.
Nemes se monta a horcajadas sobre mí. Su fluido amarillo me salpica la cara y el pecho. Alza el brazo de guadaña, grita, baja el brazo.
—¡Nave! Aterriza en esta plataforma. De inmediato. Sin discusión.
Jadeo estas palabras por la hebra de comunicaciones mientras ruedo contra las piernas de Nemes. Su antebrazo afilado se hunde en el resistente cedro bonsai, donde un segundo antes estaba mi cabeza.
Estoy debajo de ella. Su afilado brazo está clavado en la madera. Por unos segundos, como está encorvada para rasguñarme, no tiene sostén para liberar el antebrazo. Una sombra desciende sobre ambos.
Las uñas de su mano izquierda arañan el lado derecho de mi cabeza, casi cortándome la oreja, abriendo un corte que pasa cerca de la yugular. Tengo la mano izquierda bajo su mandíbula, tratando de impedir que me hinque esos dientes en el cuello o la cara. Ella es más fuerte que yo.
Mi vida depende de que logre zafarme de ella.
Aún tiene el antebrazo clavado en el suelo de la plataforma, pero esto sirve a su propósito, pues la une a mí.
La sombra se profundiza. Diez segundos. No más.
Nemes se deshace de mis manos y saca el brazo de la madera, levantándose. Mira a la izquierda, hacia Aenea.
Me alejo rodando de Nemes, de Aenea, dejando a mi amiga indefensa. Me apoyo en la roca para incorporarme. Mi mano derecha está inutilizada, un tendón cortado en estos últimos segundos, así que levanto la izquierda, tiro del cordel de seguridad de mi arnés, esperando que esté intacto, y sujeto el gancho al perno con un chasquido metálico, como cerrando esposas.
Nemes gira a la izquierda, olvidándose de mí, fijando los ojos negros en Aenea. Mi amiga se queda donde está.
La nave aterriza en la plataforma, apagando sus repulsares EM tal como ordené, apoyando todo su peso que descansa en la madera, triturando el pabellón de la Meditación Recta con un espantoso crujido, a poca distancia de Nemes y de mí.
La criatura mira la enorme nave negra, decide no darle importancia, se agacha para brincar sobre Aenea.
Por un segundo temo que el cedro bonsai aguante, que la plataforma sea aún más fuerte de lo que sugieren los cálculos de Aenea y mi experiencia, pero luego oigo un crujido desgarrador. La plataforma de la Meditación Recta y gran parte de la escalera de la Mentalidad Recta se desprenden de la montaña.
Veo que la gente que mira desde el mirador se tambalea mientras la nave se balancea.
—¡Nave! —jadeo por las hebras de comunicaciones—. ¡Planea!
Me vuelvo hacia Nemes.
La plataforma cae debajo de ella. Salta hacia Aenea, pero mi amiga no retrocede.
Sólo el derrumbe de la plataforma impide que Nemes complete su salto. Cae a poca distancia, pero clava las zarpas en el borde de piedra, arranca chispas, se afianza.
La plataforma se desgaja, desintegrándose al caer en el abismo, y algunos fragmentos chocan contra la plataforma de abajo, destrozándola, acumulando escombros.
Nemes cuelga de la roca, forcejeando con sus manos y pies, a un metro de Aenea.
Tengo ocho metros de cable de seguridad, y la soga está peligrosamente resbaladiza con mi sangre. Usando el brazo izquierdo, suelto varios metros y con una patada me alejo del peñasco.
Nemes se encarama sobre la cornisa. Encuentra una protuberancia o una fisura y salta hacia arriba y fuera como un montañista escalando un saliente. Arquea el cuerpo y mueve los pies, irguiéndose para brincar hacia Aenea, que no se ha movido.
Me balanceo alejándome de Nemes, botando sobre la roca, sintiendo la piedra resbaladiza en mi planta lacerada y descalza, donde Nemes ha rasgado mi bota. La soga de la cual dependo fue deshilachada en la lucha, y no sé si aguantará.
La tenso más, alejándome de Nemes en un arco pendular.
Nemes se encarama a la cornisa donde está Aenea, se pone de rodillas, se incorpora a un metro de mi amada.
Salto hacia arriba, raspándome el hombro derecho. Por un segundo temo no tener suficiente velocidad ni cable, pero luego veo que sí… justo… apenas lo suficiente…
Nemes da media vuelta cuando aparezco a sus espaldas, abriendo las piernas, cerrándolas sobre ella, cruzando los tobillos.
Nemes grita y alza el brazo de guadaña. Mi entrepierna y mi vientre están desprotegidos.
No me importa. No me importa eso, ni el cable ni el dolor. Sólo aprieto con fuerza mientras la gravedad y el impulso nos hacen retroceder. Ella es más pesada que yo. Por otro terrible segundo cuelgo unido a Nemes y ella no cede, pero aún no ha recobrado el equilibrio, se tambalea sobre el borde. Me balanceo hacia atrás, tratando de desplazar mi centro de gravedad hacia mis hombros sangrantes. Nemes sale del borde.
Abro las piernas, soltándola.
Ella mece el brazo de guadaña, errando el golpe hacia mi vientre por milímetros mientras yo retrocedo, pero el movimiento la impulsa hacia delante, alejándola del borde y la pared de roca, hacia el boquete donde estaba la plataforma.
Caigo frotando la pared rocosa, tratando de detener mi impulso. La soga se parte.
Me aplasto contra la pared, resbalo hacia abajo. Mi mano derecha está inutilizada. Mi mano izquierda encuentra una grieta angosta, la pierde. Resbalo. Mi pie izquierdo encuentra una protuberancia de un centímetro. Eso y la fricción me sostienen contra la roca el tiempo suficiente para mirar sobre el hombro izquierdo.
Nemes se retuerce mientras cae, tratando de cambiar la trayectoria para clavar las zarpas o el antebrazo en las prominencias de la plataforma inferior.
Yerra por cuatro o cinco centímetros. Cien metros más abajo, choca contra un saliente y salta hacia fuera sobre las nubes. Escalones, postes, vigas y columnas caen en las nubes un kilómetro debajo de ella.
Nemes grita, un estridente alarido de rabia y frustración, y el eco rebota de roca en roca.
Ya no puedo sostenerme. He perdido demasiada sangre y se me han desgarrado muchos músculos. La roca resbala bajo mi pecho, mi mejilla, mi palma, mi pie izquierdo.
Miro a la izquierda para despedirme de Aenea, al menos con la vista.
Su brazo me aferra en el último momento. Se ha colgado sin sogas de la pared vertical, mientras yo miraba la caída de Nemes.
Mi corazón palpita con el terror de que mi peso nos arrastre a ambos. Me deslizo, siento que las fuertes manos de Aenea patinan. Estoy cubierto de sangre. Ella no me suelta.
—Raul —dice. Su voz tiembla, pero no de fatiga ni temor sino de emoción.
Sólo su pie apoyado en el borde nos sostiene contra la roca. Libera su mano izquierda, la levanta y ata su cable de seguridad al gancho que aún está sujeto del perno.
Ambos caemos, raspándonos la piel. Aenea me estrecha con ambos brazos, ambas piernas. Es una repetición de lo que hice con Nemes, pero impulsada por el amor y la pasión de sobrevivir, no por el odio y el afán de destrucción.
Caemos ocho metros, hasta el final del cable. Me temo que mi peso arranque el perno o parta el cable.
Rebotamos tres veces, colgando sobre el vacío. El perno aguanta. El cable aguanta. Aenea aguanta.
—Raul —repite—. Dios mío, Dios mío. —Creo que me palmea la cabeza, pero comprendo que está tratando de poner mi cuero cabelludo desgarrado en su sitio, de impedir que caiga mi oreja cercenada.
—Está bien —intento decir, pero descubro que tengo los labios ensangrentados y tumefactos. No puedo pronunciar las palabras que necesito decirle a la nave.
Aenea entiende. Se inclina y susurra en mis hebras de comunicaciones:
—Nave, desciende para recogernos. Pronto.
La sombra desciende como para aplastarnos. La multitud está de nuevo en el mirador con los ojos desorbitados, mientras la nave flota a tres metros —ahora hay peñascos grises a ambos lados de nosotros— y extiende una plancha desde el mirador. Manos amigas nos rescatan.
Los brazos y las piernas de Aenea no me sueltan hasta que nos llevan al interior alfombrado de la nave, lejos del abismo.
Oigo vagamente la voz de la nave.
«Se acercan naves de guerra por el interior del sistema. Hay otra encima de la atmósfera, diez mil kilómetros al oeste…».
—Sácanos de aquí —ordena Aenea—. Arriba y afuera. Te daré las coordenadas dentro de un minuto. ¡Vamos!
Me siento mareado y cierro los ojos mientras rugen los motores de fusión. Tengo la vaga impresión de que Aenea me besa y me abraza, besándome los párpados, la frente y la mejilla ensangrentadas. Mi amiga está llorando.
—Rachel —dice Aenea desde lejos—, ¿puedes hacer un diagnóstico?
Otros dedos me tocan fugazmente. Hay punzadas de dolor, pero cada vez más remotas. Siento frío. Trato de mirar pero descubro que la sangre o la hinchazón me cierran los ojos.
—Lo que parece peor es lo menos grave —dice Rachel con voz suave pero tajante—. Las heridas en el cuero cabelludo, la oreja, la pierna rota y demás. Pero creo que hay lesiones internas… no sólo las costillas, sino una hemorragia. Y los zarpazos de la espalda llegan hasta la médula espinal.
Aenea aún está llorando, pero su voz aún es imperiosa.
—Lhomo… A. Bettik… ayudadme a ponerlo en el automédico.
«Lo lamento —dice la nave, una voz distante—, pero los tres receptáculos del autocirujano están en uso. El sargento Gregorius se desmayó a causa de sus lesiones internas y fue alojado en el tercer compartimiento. Los tres pacientes están en soporte vital».
—Maldición —jadea Aenea—. Raul, querido, ¿puedes oírme?
Voy a responder, a decir que estoy bien, que no se preocupe, pero mis labios hinchados y mi mandíbula dislocada sólo emiten un gemido confuso.
—Raul —continúa Aenea—, tenemos que alejarnos de estas naves de Pax. Vamos a llevarte a un cubículo de fuga criogénica. Vamos a dormirte hasta que haya un compartimiento libre en el autodoc. ¿Me oyes, Raul?
Decido no hablar y asiento con la cabeza. Noto que algo cuelga sobre mi frente como una gorra húmeda. Mi cuero cabelludo.
—De acuerdo —dice Aenea. Me susurra al oído—: Te amo, mi querido amigo. Te pondrás bien. Lo sé.
Me alzan, me llevan, me tienden sobre algo duro y fresco. El dolor recrudece, pero es algo distante que no me incumbe.
Antes que cierren la tapa del cubículo de fuga, oigo claramente la serena voz de la nave:
«Cuatro naves de Pax nos interceptan. Dicen que si no desactivamos la potencia en diez minutos nos destruirán. Debo señalar que estamos a por lo menos once horas de cualquier punto de traslación, y las cuatro naves de Pax están a distancia de fuego».
—Sigue este curso hasta las coordenadas que te di, nave —dice la cansada voz de Aenea—. No respondas a las naves de Pax.
Trato de sonreír. Hemos hecho esto antes, tratar de dejar atrás las naves de Pax a pesar de las desventajas. Pero estoy aprendiendo algo que me gustaría explicarle a Aenea, si mi boca funcionara y mi mente se despejara un poco: por mucho que superemos esas desventajas, siempre terminan por alcanzarnos. Es una revelación menor, un satori que llega con retraso.
Pero ahora el frío me invade, congelando mi corazón, mi mente, mis huesos, mi vientre. Sólo espero que sean las serpentinas de fuga criogénica, funcionando a mayor velocidad de la que recuerdo. Si es la muerte, bien, es la muerte. Pero quiero ver a Aenea de nuevo.
Es mi último pensamiento.