22

En Hyperion, a cientos de años-luz de T'ien Shan y más cerca del centro galáctico, un viejo olvidado se levantó del sueño sin sueños de la fuga criogénica prolongada y observó lentamente su entorno. Su entorno era una cama flotante, un conjunto de módulos de soporte vital que lo rodeaban y lo picoteaban como aves de rapiña, y un sinfín de tubos, cables y umbilicales que lo alimentaban, desintoxicaban su sangre, estimulaban sus riñones, combatían infecciones con antibióticos, controlaban sus signos vitales, invadían su cuerpo y su dignidad para revivirlo y mantenerlo con vida.

—Joder —resolló el viejo—, despertarse es una puñetera, inmunda y jodida pesadilla para los viejos terminales. Pagaría un millón de marcos tan sólo para levantarme de la cama e ir a orinar.

—Buenos días, M. Silenus —dijo la androide femenina que controlaba los signos vitales del viejo poeta en el biomonitor flotante—. Hoy parece estar de buen humor.

—Joder con estas zorras de piel azul —rezongó Martin Silenus—. ¿Dónde están mis dientes?

—Aún no han vuelto a crecer, M. Silenus —dijo la androide. Se llamaba A. Raddik y tenía poco más de tres siglos, menos de un tercio de la edad de la momia humana tendida en la cama flotante.

—No serán necesarios —masculló el viejo—. No estaré despierto el tiempo suficiente. ¿Cuánto tiempo estuve dormido?

—Dos años, tres meses, ocho días —dijo A. Raddik.

Martin Silenus miró el cielo que se extendía sobre la torre. El techo de lona del nivel superior de su torreón de piedra estaba descorrido. Azul lapislázuli. La luz del amanecer o del atardecer. El aleteo rutilante de radiantes espejines, con sus frágiles alas de mariposa de medio metro.

—¿Qué estación? —murmuró Silenus.

—Finales de primavera —dijo la androide. Otros criados de tez azul entraban y salían de la habitación circular, haciendo sus quehaceres. Sólo A. Raddik controlaba las últimas etapas del despertar del poeta.

—¿Cuánto hace que partieron? —No tenía que aclarar de quiénes hablaba. A. Raddik sabía que el viejo poeta se refería no sólo a Raul Endymion, el último visitante que habían tenido en la ciudad universitaria abandonada, sino a la niña Aenea, a quien Silenus había conocido tres siglos atrás y a quien esperaba ver de nuevo algún día.

—Nueve años, ocho meses, una semana, un día. Estándar, desde luego.

El viejo poeta gruñó y siguió mirando el cielo. La luz del sol penetraba en la lona desde el este, alumbrando la pared sur sin encandilarlo, pero el resplandor arrancaba lágrimas a sus antiguos ojos.

—Me he convertido en una criatura de las tinieblas —masculló—. Como Drácula. Levantándome de mi puñetera tumba cada tantos años para ver cómo anda el mundo de los vivos.

—Sí, M. Silenus —convino A. Raddik, cambiando varias configuraciones en el panel de control.

—Cállate, zorra —rezongó el poeta.

—Sí, M. Silenus.

—¿Cuánto falta para que pueda subir a mi silla flotante, Raddik? —gimió el viejo.

La androide lampiña frunció los labios.

—Dos días más, M. Silenus. Tal vez dos y medio.

—Infierno y maldición —murmuró Silenus—. La recuperación es más lenta cada vez. Una de estas veces no despertaré… las máquinas de fuga no me traerán de vuelta.

—Sí, M. Silenus —convino la androide—. Cada sueño frío es más duro para su organismo. El equipo resucitador y de soporte vital es viejo. Es verdad que usted no sobrevivirá a muchos despertares más.

—Oh, cierra el pico —gruñó Martin Silenus—. Eres una ramera morbosa y fúnebre.

—Sí, M. Silenus.

—¿Cuánto hace que estás conmigo, Raddik?

—Doscientos cuarenta y un años, once meses, diecinueve días. Estándar.

—¿Y todavía no has aprendido a preparar una taza de café decente?

—No, M. Silenus.

—Pero has puesto la cafetera, ¿verdad?

—Sí, M. Silenus. Siguiendo sus instrucciones.

—Bien.

—Pero no podrá ingerir líquidos oralmente hasta dentro de doce horas, M. Silenus.

—Diantre.

—Sí, M. Silenus.

Pareció que el viejo se volvía a dormir, pero a los pocos minutos dijo:

—¿Alguna noticia del chaval o la niña?

—No —dijo A. Raddik—. Pero hoy día sólo tenemos acceso a la red de comunicaciones de Pax que está dentro del sistema. Y sus nuevas encriptaciones son bastante buenas.

—¿Algún rumor?

—Nada que sepamos con certeza, M. Silenus. Pax tiene muchos problemas… revolución en muchos sistemas, inconvenientes en su cruzada contra los éxters, un movimiento constante de naves de guerra y transporte dentro de los límites de Pax. Y se habla del contagio viral, todo muy codificado y circunspecto.

—Contagio —dijo Martin Silenus, con una sonrisa desdentada—. La niña, supongo.

—Muy posible, M. Silenus, aunque también es posible que exista una peste vírica real en aquellos mundos donde…

—No —dijo el poeta, sacudiendo la cabeza violentamente—. Es Aenea. Y sus enseñanzas. Propagándose como la gripe de Pekín. Tú no recuerdas la gripe de Pekín, ¿eh, Raddik?

—No, señor —dijo la androide, terminando su verificación de lecturas y poniendo el módulo en automático—. Eso fue antes de mis tiempos. Fue antes de los tiempos de todos. Salvo de usted, señor.

Normalmente el poeta habría respondido con una obscenidad, pero en este caso se limitó a asentir.

—Lo sé. Soy una aberración, un fenómeno de circo. Pague dos céntimos y venga a ver al hombre más viejo de la galaxia, vea la momia que camina y habla, vea esa cosa repulsiva que se niega a morir. Una rareza, ¿eh, A. Raddik?

—Sí, M. Silenus.

El poeta gruñó.

—Bien, no te ilusiones, zorra azul. No pienso estirar la pata mientras no tenga noticias de Raul y Aenea. Debo terminar los Cantos y no sabré el final hasta que ellos lo creen. ¿Cómo sabré qué pensar mientras no vea qué hacen ellos?

—Precisamente, M. Silenus.

—No me des la razón, mujer azul.

—Sí, M. Silenus.

—El chaval… Raul… me preguntó cuáles eran sus órdenes hace casi diez años. Le dije… salvar a la niña Aenea… destruir Pax… destruir el poder de la Iglesia… y recobrar la Tierra desde donde diablos haya ido a parar. Dijo que lo haría. Desde luego, estaba borracho como una cuba, igual que yo.

—Sí, M. Silenus.

—¿Y bien? —preguntó el poeta.

—¿Y bien qué?

—Bien, ¿algún indicio de que haya hecho algo de lo que prometió, Raddik?

—Por las transmisiones de Pax de hace nueve años y ocho meses, sabemos que él y la nave del cónsul escaparon de Hyperion. Cabe esperar que la niña Aenea esté sana y salva.

—Sí, sí —murmuró Silenus, agitando la mano—, ¿pero ha destruido Pax?

—No lo hemos notado, M. Silenus. Existen los problemas menores que mencioné antes, y el turismo de los renacidos ha mermado un poco en Hyperion, pero…

—¿Y la jodida Iglesia todavía sigue en el negocio de los zombis? —preguntó el poeta, elevando un poco la voz aflautada.

—La Iglesia sigue predominando. Más habitantes de los brezales y las montañas aceptan el cruciforme cada año.

—Que les den por el culo —dijo el poeta—. Y supongo que la Tierra no ha vuelto a su lugar.

—No hemos tenido noticias de que sucediera algo tan improbable —dijo A. Raddik—. Por cierto, como dije antes, nuestro espionaje electrónico se limita a transmisiones dentro del sistema, y como la nave del cónsul se fue con M. Endymion y M. Aenea hace casi diez años, nuestras aptitudes de desciframiento no han…

—Ya, ya —protestó el viejo, de nuevo muy cansado—. Llévame a mi silla flotante.

—No hasta dentro de dos días, me temo —dijo la androide con dulzura.

—Orina hacia arriba —gruñó el viejo que flotaba entre tubos y sensores—. ¿Puedes llevarme a una ventana, Raddik? Por favor. Quiero ver los árboles chalma en primavera y las ruinas de esta vieja ciudad.

—Sí, M. Silenus —dijo la androide, sinceramente complacida de hacer algo por el viejo, aparte de mantener su cuerpo en funcionamiento.

Martin Silenus miró por la ventana una hora entera, combatiendo contra los dolores del despertar y el abrumador afán de volver al estado de fuga. Era de mañana. Sus implantaciones de audio le retransmitían el canto de las aves. El viejo poeta pensó en su sobrina adoptiva, la niña que había decidido llamarse Aenea. Pensó en su querida amiga, Brawne Lamia, la madre de Aenea. Durante mucho tiempo habían sido enemigos; se habían odiado durante esa última peregrinación del Alcaudón, tanto tiempo atrás. Pensó en las historias que se habían contado y las cosas que habían visto: el Alcaudón en el Valle de las Tumbas de Tiempo, sus llameantes ojos rojos, el estudioso… ¿Cómo se llamaba? Sol. Sol y su mocosa en pañales, perdiendo años hasta desvanecerse… Y el soldado, el coronel Kassad. El viejo poeta nunca había simpatizado con los militares, todos le parecían papanatas, pero Kassad había contado una historia interesante, y había vivido una vida interesante. El otro sacerdote, Lenar Hoyt, era un mojigato y un lelo, pero el primero, el de los ojos tristes y el diario de cuero, Paul Duré… valía la pena escribir sobre ese hombre…

Martin Silenus se durmió de nuevo bajo la luz de la mañana, que bañaba sus incontables arrugas y su carne traslúcida y apergaminada, sus venas azules y palpitantes. No soñó, pero parte de su mente de poeta ya estaba preparando los próximos tramos de sus inconclusos Cantos.

El sargento Gregorius no exageraba. El padre capitán De Soya había sufrido graves quemaduras en la última batalla de su nave Rafael, y estaba al borde de la muerte.

El sargento nos había llevado al templo. El edificio era tan extraño como este encuentro. Fuera había una gran tablilla de piedra, un monolito liso. Aenea mencionó que se había traído de Vieja Tierra, que antes estaba frente al Templo del Emperador de Jade original, y nunca le habían puesto una inscripción durante sus miles de años en la senda de los peregrinos; dentro del patio sellado y presurizado del templo, una baranda de piedra giraba alrededor de una roca que era la cima de T'ien Shan, el sagrado Gran Pico del Reino Medio. Había pequeños dormitorios y comedores para los peregrinos en el fondo del enorme templo, y en una de esas habitaciones encontramos al padre capitán De Soya y los otros dos supervivientes. Estos eran Carel Shan, oficial de sistemas de armamentos, inconsciente y con graves quemaduras, y Hoagan Liebler, a quien Gregorius presentó como «ex» oficial ejecutivo del Rafael. Liebler era el menos herido de los cuatro. Tenía el antebrazo izquierdo quebrado y en cabestrillo, pero no tenía quemaduras ni otras lesiones. Tenía un aire taciturno, como si estuviera en estado de shock o tramando algo.

Aenea se dirigió al capitán Federico de Soya.

El sacerdote capitán estaba en uno de los incómodos catres para peregrinos. O bien Gregorius lo había desnudado hasta la cintura, o bien había perdido esa parte del uniforme con la explosión. Sus pantalones eran harapos. Tenía los pies descalzos. El único lugar del cuerpo donde no había quemaduras era el parásito cruciforme del pecho, de un color rosado saludable y repugnante. Había perdido el cabello y tenía la cara salpicada de quemaduras de metal líquido y cortes de radiación, pero noté que había sido un hombre apuesto, sobre todo por sus brillantes y turbados ojos castaños, ni siquiera enturbiados por el dolor que debía abrumarlo en ese momento. Alguien le había aplicado crema para quemaduras, dermosanadores temporales y desinfectante líquido en todas las partes visibles del cuerpo, iniciando un goteo con el kit médico del salvavidas, pero esto no cambiaría el desenlace. Yo había visto quemaduras como ésta, no todas de batallas espaciales. Tres amigos míos habían muerto en los combates de la Garra a las pocas horas, pues no habíamos podido evacuarlos. Sus alaridos habían sido insoportables.

El padre capitán De Soya no daba alaridos. Noté que procuraba no gritar de dolor, concentrándose en el terrible esfuerzo de guardar silencio. Aenea se arrodilló junto a él.

Al principio no la reconoció.

—¿Bettz? —murmuró—. ¿Oficial Argyle? No… tú moriste en tu puesto. Los otros también… Pol Denish… Elijah tratando de liberar el bote de popa… los soldados jóvenes cuando falló el casco de estribor… pero me resultas conocida.

Aenea iba a tomarle la mano, notó que a De Soya le faltaban tres dedos y apoyó la mano en la sábana manchada.

—Padre capitán —dijo suavemente.

—Aenea —dijo De Soya, mirándola de veras por primera vez—. Tú eres la niña… tantos meses… de persecución… te miré cuando saliste de la Esfinge. Niña increíble. Me alegra que hayas sobrevivido. —Posó los ojos en mí—. Tú eres Raul Endymion. Vi tu expediente de la Guardia Interna. Casi te alcancé en Mare Infinitus. —Una oleada de dolor lo barrió. El sacerdote capitán cerró los ojos y se mordió el abrasado y ensangrentado labio inferior. Al cabo de un instante abrió los ojos y me dijo—: Tengo algo tuyo. Equipo personal en el Rafael. El Santo Oficio me permitió conservarlo cuando finalizó la investigación. El sargento Gregorius te lo dará cuando yo haya muerto.

Asentí sin saber de qué hablaba.

—Padre capitán De Soya —susurró Aenea—. Federico, ¿puedes oírme y entenderme?

—Sí —murmuró el padre capitán—. Calmantes… le dije que no al sargento Gregorius… no quería dormirme para siempre. No rendirme así.

El dolor regresó. Vi que gran parte del cuello y el pecho de De Soya estaba cuarteado y escamado. Pus y líquido caían en las sábanas. El hombre cerró los ojos hasta que la marea de dolor cedió; esta vez tardó más tiempo. Pensé en cómo me había hecho sentir el cálculo renal. Traté de imaginar el tormento de este hombre y no pude.

—Padre capitán —dijo Aenea—, hay un modo en que puedes vivir.

De Soya sacudió la cabeza a pesar del dolor. Noté que tenía la oreja izquierda carbonizada. Una parte se desgranó en la almohada.

—¡No! —exclamó—. Se lo dije a Gregorius… no quiero resurrección parcial… un idiota, un idiota asexuado… —Una tos que podía ser una risotada, dientes tiznados—. Ya tuve bastante de eso siendo sacerdote. De todos modos… estoy cansado… cansado de… —Los dedos de su mano derecha, tocones ennegrecidos, rozaron la doble cruz rosada de su pecho descascarado—. Que esta cosa muera conmigo.

Aenea asintió.

—No hablaba de ser un renacido, padre capitán. Me refería a vivir. Ser curado.

De Soya trató de pestañear, pero sus párpados eran jirones chamuscados.

—No como prisionero de Pax… —atinó a decir con un jadeo entrecortado—. Me ejecutarán… lo merezco… maté a muchos inocentes… hombres… mujeres… en defensa de… amigos.

Aenea se inclinó para que él la mirase a los ojos.

—Padre capitán, Pax también nos busca a nosotros. Pero tenemos una nave. Tiene un autocirujano.

El sargento Gregorius se aproximó. El hombre llamado Carel Shan permanecía inconsciente. Hoag Liebler, al parecer perdido en sus propias cuitas, no reaccionó.

Aenea tuvo que repetirlo para que De Soya entendiera.

—¿Nave? —dijo el padre capitán—. ¿Esa antigua nave de la Hegemonía donde escapaste? No estaba armada, ¿verdad?

—No. Nunca lo estuvo.

De Soya sacudió de nuevo la cabeza.

—Debía haber cincuenta… naves… clase arcángel… que nos atacaron. Derribamos… algunas… el resto… aún allí. Imposible… llegar… a un punto de traslación… antes… —Cerró los párpados deshilachados cuando el dolor atacó de nuevo. Parecía que esta vez se lo llevaba. Regresó como desde un lugar distante.

—Está bien —susurró Aenea—. Yo me preocuparé por eso. Tú estarás en el automédico. Pero hay algo que debes hacer.

El padre capitán De Soya parecía demasiado cansado para hablar, pero movió la cabeza para escuchar.

—Tienes que renunciar al cruciforme —dijo Aenea—. Tienes que abandonar este tipo de inmortalidad.

El padre capitán movió los labios ennegrecidos.

—Con gusto… Pero lo lamento… no puedo… Una vez aceptado… el cruciforme… no se puede… abandonar.

—Sí —susurró Aenea—, se puede. Si eso eliges, yo puedo hacer que se vaya. Nuestro autocirujano es viejo. No podría curarte con el parásito cruciforme en el cuerpo. No tenemos nicho de resurrección en la nave…

De Soya le apretó la manga con la mano donde faltaban tres dedos.

—No importa… no importa si muero… sácalo. Moriré… como verdadero católico… si puedes ayudarme… sácalo. —Casi gritó la última palabra.

Aenea se volvió hacia el sargento.

—¿Tiene una copa o vaso?

—Hay una taza en el kit médico —dijo el gigante—. Pero no tenemos agua…

—Yo traje —dijo mi amiga, y sacó su frasco del cinturón.

Yo esperaba vino, pero era sólo el agua que habíamos embotellado antes de salir del Templo Suspendido en el Aire, tantas horas antes. Aenea no se molestó con emplastos de alcohol ni lancetas esterilizadas; me indicó que me acercara, sacó el cuchillo de caza de mi cinturón y se cortó las yemas de tres dedos en un rápido movimiento que me causó escalofríos. Su roja sangre fluyó. Aenea sumergió los dedos en la taza de plástico, que se llenó de hilillos carmesíes.

—Bebe esto —le dijo al padre capitán De Soya, ayudándole a levantar la cabeza.

El padre capitán bebió, tosió, bebió de nuevo. Cerró los ojos cuando ella le acomodó la cabeza en la almohada sucia.

—El cruciforme se irá dentro de veinticuatro horas —susurró mi amiga.

El padre capitán repitió ese sonido que parecía una risotada.

—Dentro de una hora estaré muerto.

—Dentro de quince minutos estarás en el automédico —le dijo Aenea, tocándole la mano buena—. Ahora duerme… pero no te mueras, Federico de Soya, no te mueras. Tenemos mucho de que hablar. Y debes prestarme un gran servicio… a mí… a nosotros.

El sargento Gregorius se acercó más.

—M. Aenea —dijo. Vaciló, intentó de nuevo—. M. Aenea, ¿puedo beber de esa agua?

Aenea lo miró.

—Sí, sargento… pero una vez que beba, nunca más podrá llevar un cruciforme. Nunca. No habrá resurrección. Y habrá otros efectos laterales.

Gregorius desechó toda discusión.

—He seguido a mi capitán durante diez años. Lo seguiré ahora.

El gigante bebió ávidamente el agua rosada.

De Soya tenía los ojos cerrados, y yo suponía que estaba dormido o inconsciente de dolor, pero los abrió y le dijo a Gregorius:

—Sargento, por favor entréguele a M. Endymion el paquete que sacamos del bote salvavidas.

—A la orden, capitán —dijo el gigante, y hurgó entre los trastos que había en un rincón. Me entregó un tubo cerrado de poco más de un metro de altura.

Miré al padre capitán. De Soya parecía oscilar entre el delirio y el shock.

—Lo abriré cuando él esté mejor —le dije al sargento.

Gregorius asintió, le llevó la taza a Carel Shan y derramó un poco de agua en la boca abierta del oficial inconsciente.

—Carel puede morir antes de que llegue esa nave —dijo el sargento—. ¿O la nave tiene dos automédicos?

—No —dijo Aenea—, pero el único que hay tiene tres compartimientos. Usted también podrá sanar sus heridas.

Gregorius se encogió de hombros. Se acercó al hombre llamado Liebler y le ofreció el vaso. El hombre delgado lo miró con indiferencia.

—Tal vez después —dijo Aenea.

Gregorius asintió y le entregó el vaso.

—El oficial ejecutivo era un prisionero a bordo —dijo—. Un espía. Un enemigo del capitán. Aun así, el padre capitán arriesgó su vida para sacar a Liebler de su celda… sufrió esas quemaduras al rescatarlo. Creo que Hoag no entiende lo que sucedió.

Liebler lo miró entonces.

—Entiendo lo que sucedió —murmuró—. Pero no lo entiendo.

Aenea se puso de pie.

—Raul, espero que no hayas perdido el disco de comunicaciones.

Hurgué en los bolsillos hasta encontrar el disco.

—Iré afuera y me comunicaré visualmente —dije—. Usaré la conexión del dermotraje. ¿Alguna instrucción para la nave?

—Dile que se dé prisa —dijo Aenea.

Nos costó llevar al semiconsciente De Soya y al inconsciente Carel Shan a la nave. No tenían traje espacial y fuera casi no había aire. El sargento Gregorius nos contó que había usado una esfera de transferencia inflable para sacarlos del salvavidas en ruinas, pero la esfera estaba averiada. Yo tenía quince minutos para resolver el problema, hasta que apareciera la nave sobre sus repulsores EM y su estela de fusión azul. Cuando llegó, le ordené que aterrizara frente a la cámara de presión del templo, que apoyara su rampa en la puerta de la cámara y extendiera su campo de contención alrededor de la puerta y la escalera. Luego sólo faltaba coger las camillas flotantes del compartimiento médico de la nave y trasladar a los hombres sin causarles demasiado daño. Shan permaneció inconsciente, pero De Soya perdió escamas de piel cuando lo trasladamos a la camilla. El padre capitán se movió y abrió los ojos pero no gritó.

A pesar de tantos meses en T'ien Shan, el interior de la nave del cónsul aún me resultaba familiar, pero como una casa donde uno ha vivido mucho tiempo atrás y que vuelve en un sueño recurrente. Una vez que De Soya y el oficial de armamentos estuvieron en el autodoc, fue extraño hallarme en el holofoso con su antiguo piano Steinway, con Aenea y A. Bettik, pero también con un gigante tiznado que empuñaba su arma de asalto y un caviloso oficial ejecutivo.

«Los autocirujanos han completado su diagnóstico —dijo la nave—. La presencia de los nódulos del parásito cruciforme imposibilita el tratamiento en este momento. ¿Termino con el tratamiento o inicio la fuga criogénica?».

—Fuga criogénica —dijo Aenea—. El automédico podrá operar dentro de veinticuatro horas. Hasta entonces, mantenlos vivos y en estasis.

«Afirmativo —dijo la nave—. ¿M. Aenea? ¿M. Endymion?».

—Sí —dije yo.

«¿Sabéis que fui rastreada por sensores de largo alcance cuando abandoné la tercera luna? Por lo menos treinta y siete naves de Pax se dirigen hacia aquí en este momento. Una ya está en órbita de este planeta y otra acaba de recurrir a la inusitada táctica de realizar un salto Hawking dentro del pozo de gravedad del sistema».

—De acuerdo —dijo Aenea—. No te preocupes.

«Creo que se proponen interceptarnos y destruirnos —dijo la nave—. Y pueden hacerlo antes de que salgamos de la atmósfera».

—Lo sabemos —suspiró Aenea—. Repito, no te preocupes por ello.

«Afirmativo —dijo la nave con el tono más neutro que le había oído jamás—. ¿Destino?».

—La fisura que está seis kilómetros al este de Hsuan'k'ung Ssu. Al este del Templo Suspendido en el Aire. —Miró su reloj de pulsera—. Pero vuela a baja altura, nave. Dentro de las capas de nubes.

«¿Las nubes de fosgeno o las nubes de agua?», preguntó la nave.

—A la menor altura posible —dijo mi amiga—. A menos que las nubes de fosgeno te creen un problema.

«Claro que no —dijo la nave—. ¿Quieres que trace un curso que nos lleve a través de los mares de ácido? No sería ninguna diferencia para el radar profundo de Pax, pero se podría hacer con sólo una pequeña adición de tiempo y…».

—No —interrumpió Aenea—. Sólo las nubes.

Miramos por la pantalla del holofoso mientras la nave se lanzaba desde el Peñasco del Suicidio y se sumergía diez kilómetros, atravesando nubes grises y luego nubes verdes. Estaríamos en la fisura en pocos minutos.

Nos sentamos en el holofoso enmoquetado y comprendí que todavía tenía el tubo que me había dado De Soya. Lo hice girar entre mis manos.

—Ábrelo —dijo el sargento Gregorius. El robusto hombre se quitaba lentamente su vapuleada armadura de combate. Las quemaduras habían derretido las capas inferiores. Yo tenía miedo de verle el pecho y el brazo izquierdo.

Vacilé. Había dicho que esperaría a que el sacerdote se recobrara.

—Adelante —insistió Gregorius—. Hace nueve años que el capitán espera para dártelo.

No tenía idea de qué podía ser. ¿Cómo podía ese hombre saber que algún día me vería? Yo no tenía nada. ¿Cómo podía él tener algo mío para devolverme?

Rompí el sello del tubo y miré adentro. Una tela bien enrollada. Poco a poco, mientras sacaba el objeto y lo desenrollaba, comprendí qué era.

Aenea rió con deleite.

—Por Dios —dijo—. En todos mis sueños acerca de este momento, nunca vi esto. Maravilloso.

Era la alfombra voladora que nos había llevado desde el Valle de las Tumbas de Tiempo casi diez años antes. Yo la había perdido… tardé un par de segundos en recordarlo.

La había perdido en Mare Infinitus nueve años atrás, cuando el teniente de Pax con quien luchaba desenvainó un cuchillo, me cortó, me empujó al mar. ¿Qué había sucedido a continuación? Los propios hombres del teniente de la plataforma marítima lo habían matado por error con una nube de dardos, el cadáver había caído al mar violáceo y la alfombra había continuado su vuelo… No, alguien la había interceptado en la plataforma.

—¿Cómo la consiguió el padre capitán? —pregunté, sabiendo la respuesta en cuanto hice la pregunta. De Soya era entonces nuestro perseguidor implacable.

Gregorius cabeceó.

—El padre capitán la usó para encontrar muestras de sangre y ADN. Así fue como obtuvimos tu expediente militar en Hyperion. Si hubiéramos tenido trajes de presión, habría usado esa cosa para salir de esa montaña sin aire.

—¿Quiere decir que funciona? —Toqué las hebras de vuelo. La raída alfombra voladora se elevó a diez centímetros del suelo—. Que me cuelguen.

«Subimos a la fisura dentro de las coordenadas que me diste», dijo la nave.

La pantalla del holofoso mostró el risco de Jo-kung. Perdimos velocidad y revoloteamos a cien metros. Habíamos regresado al valle boscoso donde la nave me había dejado más de tres meses atrás. Sólo que ahora el verde valle estaba lleno de gente. Vi a Theo, Lhomo y muchos otros conocidos. La nave descendió, planeó, aguardó instrucciones.

—Baja la rampa —dijo Aenea—. Que suban a bordo.

«Debo recordarte —dijo la nave— que tengo divanes de fuga y soporte vital para un máximo de seis personas en un salto interestelar prolongado. Allí hay por lo menos cincuenta personas…».

—Baja la rampa y que suban a bordo —ordenó Aenea—. De inmediato.

La nave obedeció sin otra palabra. Theo se acercó a la cabeza de los refugiados y los hizo subir.

La mayoría de los que se habían quedado en el Templo Suspendido en el Aire estaban allí: muchos monjes, Tromo Trochi de Dhomu, el ex soldado Gyalo Thondup, Lhomo Dondrub —nos deleitó saber que había regresado sano y salvo en su paravela, y a juzgar por sus sonrisas y abrazos el deleite era mutuo—, el abad Kempo Ngha Wang Tashi, Chim Din, Jigme Taring, Kuku y Kay, George y Jigme, Labsang el hermano del Dalai Lama, los albañiles Viki y Kim, el supervisor Tsipon Shakabpa, Rimsi Kyipup —menos adusto que de costumbre—, los operarios Haruyuki y Kenshiro, los expertos en bambú Voytek y Janusz, el alcalde de Jo-kung, Charles Chi-kyap Kempo. Pero no estaban el Dalai Lama ni la Dorje Phamo.

—Rachel fue a buscarlos —dijo Theo, la última en subir a bordo—. El Dalai Lama insistió en ser el último en partir y la Marrana se quedó para hacerle compañía. Pero ya deberían haber regresado. Yo estaba a punto de volver para verificar…

Aenea sacudió la cabeza.

—Iremos todos.

No había modo de que todos se sentaran o acomodaran. La gente recorría las escaleras, merodeaba por la biblioteca, subía al dormitorio del ápice de la nave para mirar por las paredes visoras, mientras otros ocupaban el nivel de los cubículos de fuga y la sala de máquinas.

—Vamos, nave —ordenó Aenea—. El Templo Suspendido en el Aire. Haz una aproximación directa.

Para la nave, una aproximación directa representaba un borbotón de fuego de impulsores, un salto de quince kilómetros en la atmósfera y un descenso vertical con repulsores, encendiendo el motor principal en el último momento. Todo el proceso llevó treinta segundos, pero aunque el campo de contención interna nos impedía ser aplastados, la visión por las paredes transparentes del ápice debió ser desorientadora para los que estaban arriba. Aenea, A. Bettik, Theo y yo mirábamos desde el holofoso y aun esa pequeña pantalla me dio ganas de aferrarme de algo. Descendimos hasta llegar a cincuenta metros del templo.

—Maldición —dijo Theo.

La pantalla nos había mostrado un hombre que se precipitaba al vacío. Era imposible descender para rescatarlo. Pronto lo engulleron las nubes.

—¿Quién era? —preguntó Theo.

—Nave, repite y amplía —ordenó Aenea.

Segundos después varias siluetas salieron del pabellón de la Meditación Recta a la plataforma más alta, la que yo había ayudado a construir, según los planos de Aenea, menos de un mes atrás.

—Mierda —exclamé. Nemes llevaba al Dalai Lama en una mano, sosteniéndolo sobre el borde de la plataforma. Detrás de ella iban sus clones. Rachel y la Dorje Phamo salieron a la plataforma desde las sombras.

Aenea me aferró el brazo.

—Raul, ¿quieres salir conmigo?

Había activado el mirador, pero sabía que no se refería a eso.

—Desde luego —respondí, pensando: ¿Ésta es su muerte? ¿Esto es lo que ha visto desde antes de nacer? ¿Ésta es mi muerte?—. Claro que iré.

A. Bettik y Theo salieron con nosotros al mirador de la nave.

—No —dijo Aenea—. Por favor. —Cogió la mano del androide un segundo—. Tú puedes ver todo desde dentro, amigo mío.

—Preferiría estar contigo, M. Aenea —dijo A. Bettik.

Aenea asintió.

—Pero esto es sólo para Raul y para mí.

A. Bettik bajó la cabeza un segundo y regresó al holofoso. Los demás no dijeron una palabra. Reinaba un silencio absoluto en la nave. Salí al balcón con mi amiga.

Nemes aún sostenía al niño sobre el precipicio. Estábamos a veinte metros de ella y sus hermanos. Me pregunté hasta qué altura podían saltar.

—¡Oye! —gritó Aenea.

Nemes miró arriba. Recordé que sus ojos parecían cuencas oculares vacías. Nada humano vivía allí.

—Suéltalo —dijo Aenea.

Nemes sonrió y soltó al Dalai Lama, dejándolo caer y agarrándolo con la mano izquierda en el último momento.

—Ten cuidado con lo que pides, niña —dijo la mujer pálida.

—Deja que él y los otros dos se marchen y yo bajaré —dijo Aenea.

Nemes se encogió de hombros.

—No te irás de aquí, de cualquier modo —dijo claramente, pero sin alzar la voz.

—Déjalos ir y yo bajaré —repitió Aenea.

Con un gesto de indiferencia, Nemes arrojó al Dalai Lama a la plataforma, como si tirara un papel.

Rachel corrió hacia el niño, vio que estaba herido y ensangrentado pero vivo, lo alzó y se volvió airadamente hacia Nemes y sus hermanos.

—¡No! —gritó Aenea. Nunca le había oído semejante voz. Rachel y yo quedamos petrificados—. Rachel, por favor, trae a Su Santidad y a la Dorje Phamo a la nave. —Era una petición cortés pero imperiosa que yo no podría haber resistido. Rachel no se resistió.

Aenea dio la orden y la nave descendió, extendiendo una escalera desde el mirador. Aenea miró hacia abajo. Me apresuré a seguirla. Bajamos a la plataforma de cedro bonsai —yo había ayudado a colocar todos los tablones— y Rachel subió la escalera con el niño y la anciana. Aenea tocó la cabeza de Rachel mientras pasaba. La escalera se enrolló y recobró su forma de mirador. Theo y A. Bettik se reunieron allí con Rachel y la Dorje Phamo. Alguien había llevado al niño ensangrentado al interior de la nave.

Estábamos a dos metros de Rhadamanth Nemes. Sus hermanos se aproximaron.

—Aquí falta algo —dijo Nemes—. ¿Dónde está tu…? Ah, allá.

El Alcaudón emergió de las sombras del pabellón. Digo «emergió» porque, aunque se movía, yo no le había visto caminar.

Yo abría y cerraba las manos. Todo estaba mal para este enfrentamiento. Yo me había quitado la chaqueta térmica, pero todavía llevaba el estúpido dermotraje y el arnés, aunque la mayor parte de las herramientas habían quedado en la nave. El arnés y sus capas me restarían agilidad.

¿Agilidad para qué?, pensé. Había visto combatir a Nemes. Mejor dicho, no la había visto. Cuando ella y el Alcaudón luchaban en Bosquecillo de Dios, había visto borrones, explosiones, manchas. Ella podía decapitar a Aenea y destriparme antes de que yo apretara los puños.

Puños. La nave no tenía armas, pero al salir yo había dejado el rifle del sargento Gregorius en la biblioteca. Lo primero que me habían enseñado en la Guardia Interna era no luchar con los puños si uno podía conseguir un arma.

Miré alrededor. En la plataforma no había nada, ni siquiera una baranda que pudiera usar como garrote. Esta estructura estaba demasiado bien construida para arrancarle nada.

Miré la pared del peñasco. No había piedras sueltas. Tal vez algunos clavos y pernos aún clavados en las fisuras. Nos habíamos enganchado en ellos mientras construíamos el pabellón y no los habíamos sacado todos. Pero estaban demasiado bien clavados para extraerlos, aunque quizá Nemes lo pudiera hacer con un dedo. ¿Y de qué serviría un clavo o un perno contra este monstruo?

Aquí no había armas. Moriría con las manos limpias. Ojalá pudiera asestarle un golpe antes de caer, o al menos intentarlo.

Aenea y Nemes se miraban. Nemes apenas miró de reojo al Alcaudón, diez pasos a su derecha.

—Sabes que no pienso entregarte a Pax, ¿verdad, mocosa? —dijo el monstruo.

—Sí —dijo Aenea, enfrentándose con aplomo a la criatura.

Nemes sonrió.

—Pero crees que ese fantoche con pinchos te salvará de nuevo.

—No —dijo Aenea.

—Bien —dijo Nemes—. Porque no lo hará. —Les hizo una seña a sus hermanos.

Ahora sé sus nombres, Scylla y Briareus. Y sé lo que vi a continuación.

No tendría que haberlo visto, pues los tres clones cambiaron de fase en ese instante. Tendría que haber visto un borrón de cromo, luego caos, luego nada, pero Aenea me tocó la nuca, sentí el cosquilleo eléctrico de costumbre y de pronto la luz cambió —más honda, más oscura— y el aire se espesó como agua. Comprendí que mi corazón no parecía latir y que yo no pestañeaba ni respiraba. Por alarmante que parezca, entonces parecía irrelevante.

Aenea susurró en el receptor de mi dermotraje, o quizá su voz me llegaba directamente por su mano apoyada en mi nuca. No podemos cambiar de fase con ellos ni usar ese recurso para combatirlos, dijo. Es un abuso de la energía del Vacío Que Vincula. Pero puede ayudarnos a ver esto.

Y lo que vimos fue bastante increíble.

A una orden de Nemes, Scylla y Briareus se arrojaron contra el Alcaudón, mientras el demonio de Hyperion alzaba cuatro brazos y se lanzaba contra Nemes. Los otros dos lo interceptaron. Aun con nuestra visión alterada —la nave detenida en el aire, nuestros amigos del balcón transformados en estatuas, un ave que sobrevolaba el peñasco petrificada en el aire como un insecto en ámbar— el repentino movimiento del Alcaudón y los dos clones fue velocísimo.

Hubo un impacto terrible a un metro de Nemes, que se había transformado en una efigie plateada de sí misma y no se inmutó. Briareus arrojó un golpe que habría partido una nave en dos. Reverberó en el cuello espinoso del Alcaudón con un ruido semejante a un maremoto en cámara lenta, y luego Scylla pateó las piernas del Alcaudón. El Alcaudón cayó, pero antes cogió a Scylla con dos brazos y hundió dos zarpas filosas en Briareus.

Los hermanos de Nemes parecían disfrutar del abrazo, arrojándose contra el movedizo Alcaudón con dentelladas y zarpazos. Sus manos y antebrazos eran navajas cortantes, cantos de guillotina más afilados que las hojas y espinas del Alcaudón.

Los tres se enzarzaron con frenesí, rodando por la plataforma, arrojando astillas de cedro bonsai al aire, chocando contra la pared de roca. En un segundo los tres se incorporaron, y las grandes fauces del Alcaudón se cerraron sobre el cuello de Briareus mientras Scylla cogía uno de los cuatro brazos de la criatura, lo arqueaba hacia atrás y parecía partirlo. Con Briareus en sus fauces, hundiendo los enormes dientes en la cabeza de la silueta plateada, el Alcaudón giró para enfrentarse a Scylla, pero para entonces ambos hermanos tenían las manos sobre las hojas y púas del cráneo del Alcaudón, curvándolas hacia atrás hasta que pensé que le partirían el cuello y le arrancarían la cabeza.

En cambio, Nemes les dio una orden y los dos hermanos, sin vacilar un instante, se arrojaron contra la baranda que bordeaba el abismo. Vi lo que querían hacer: arrojar al Alcaudón al vacío, tal como habían hecho con el guardaespaldas del Dalai Lama.

Quizás el Alcaudón también lo vio, pues la alta criatura aplastó los dos cuerpos de cromo contra el peñasco, hundiendo sus púas y espinas en los campos de fuerza, que rodeaban a sus contrincantes. El trío giró y braceó como un dislocado juguete de tres piezas, hasta que el Alcaudón, con ambas siluetas empaladas, chocó contra la baranda de cedro, la partió como cartón mojado y cayó pataleando al abismo.

Aenea y yo miramos mientras la alta silueta plateada de púas relampagueantes caía con las otras dos, empequeñeciéndose, hasta perderse en las nubes. Sabía que quienes miraban desde la nave no verían más que la desaparición de tres figuras de la plataforma, y luego una baranda rota y una plataforma más despoblada donde sólo quedaríamos Nemes, Aenea y yo. Rhadamanth Nemes volvió su rostro de cromo hacia nosotros.

La luz cambió. La brisa sopló de nuevo. El aire perdió densidad. Sentí que mi corazón latía de nuevo, con fuerza, y pestañeé.

Nemes había recobrado su forma humana.

—Bien —le dijo a Aenea—, ¿terminamos esta pequeña farsa?

—Sí —dijo Aenea.

Nemes sonrió y se dispuso a cambiar de fase.

Nada ocurrió. La criatura frunció el ceño como si se concentrara. Aún nada.

—Yo no puedo impedir que cambies de fase —dijo Aenea—. Pero otros pueden, y lo han hecho.

Nemes pareció irritada por un segundo, pero se echó a reír.

—Mis creadores se encargarán de ello en un segundo, pero no deseo esperar tanto tiempo, y no necesito cambiar de fase para matarte, mocosa.

—Es verdad —dijo Aenea. Había mantenido su posición durante la lucha, las piernas apartadas, los pies plantados con firmeza, los brazos a los costados.

Nemes mostró sus pequeños dientes, y vi que se alargaban, se volvían más afilados, sobresalían de las encías y la mandíbula. Había por lo menos tres hileras.

Nemes alzó las manos y las uñas se extendieron diez centímetros, convirtiéndose en pinchos relucientes.

Usó esas uñas afiladas para pelar la piel y la carne del antebrazo derecho, revelando un endoesqueleto metálico color acero, aunque parecía mucho más cortante.

—Ahora —dijo Nemes. Avanzó hacia Aenea.

Me interpuse entre ambas.

—No —dije, y alcé los puños como un boxeador.

Nemes me mostró todos sus dientes.