Subieron todos los que se habían quedado en el Templo Suspendido en el Aire después de completar el trabajo: Aenea y A. Bettik, Rachel y Theo, George y Jigme, Kuku y Kay, Chim Din y Gyalo Thondup, Lhomo y Labsang, Kim Byung-Soon y Viki Groselj, Kenshiro y Haruyuki, el maestro Kempo Ngha WangTashi y su maestro, el joven Dalai Lama, Voytek Majer y Janusz Kurtyka, el meditabundo Rimsi Kyipup y el sonriente Changchi Kenchung, la Dorje Phamo o Marrana del Trueno y Carl Linga William Eiheji. Aenea se me acercó y me cogió la mano mientras mirábamos los cielos en pasmado silencio.
Me sorprende que no nos haya cegado el espectáculo de luces que estallaba allí donde un instante antes brillaban las estrellas: grandes capullos de luz blanca, palpitaciones sulfurosas, estelas rojas, mucho más radiantes que la cola de un cometa o de un meteoro, entrecruzadas de cortes azules, verdes, blancos y amarillos, claros y rectos como un rasguño de diamante en cristal, luego súbitas explosiones anaranjadas contrayéndose en mudas implosiones, seguidas por más palpitaciones blancas y nuevos cortes rojos. Todo era silencioso, pero la violencia de la luz nos impulsaba a taparnos los oídos y buscar un refugio.
—¿Qué diablos es? —preguntó Lhomo Dondrub.
—Una batalla espacial —dijo Aenea, con voz muy fatigada.
—No entiendo —dijo el Dalai Lama. No había temor en su voz, sólo curiosidad—. Las autoridades de Pax nos aseguraron que sólo tendrían una de sus naves en órbita, el Jibril, y que estaba en misión diplomática y no militar. El regente Reting Tokra me aseguró lo mismo.
La Marrana del Rayo chasqueó la lengua.
—Su Santidad, el regente está pagado por esos bastardos de Pax.
El niño la miró.
—Creo que es verdad, Su Santidad —dijo Eiheji, su guardaespaldas—. He oído cosas en el palacio.
El cielo se había ennegrecido, pero volvió a estallar en varios lugares. A nuestras espaldas la ladera rocosa se cubrió de reflejos rojos verdes y amarillos.
—¿Cómo podemos ver sus haces láser si no hay polvo ni otras partículas coloidales que los destaquen? —preguntó el Dalai Lama.
Evidentemente la noticia de la traición de su regente no le sorprendía, o al menos no era tan atractiva como la batalla que se libraba a miles de kilómetros. Noté con interés que la persona más sagrada del mundo budista tenía conocimientos científicos básicos.
De nuevo respondió su guardaespaldas:
—Algunas naves ya han sido averiadas o destruidas, Su Santidad. Los haces coherentes y los rayos de partículas se vuelven visibles en los campos de escombros, oxígeno escarchado, polvo molecular y otros gases.
Esto provocó un momento de silencio.
—Mi padre observó esto una vez, en Hyperion —susurró Rachel, frotándose los brazos desnudos como si de pronto hubiera refrescado.
Parpadeé y miré a la mujer. No había pasado por alto el comentario de Aenea sobre Sol, el padre de su amiga. Conocía bien los Cantos y pude identificar a Rachel como el bebé de la legendaria peregrinación de Hyperion, la hija de Sol Weintraub, pero admito que no lo había creído del todo. El bebé Rachel se había convertido en esa mujer casi mítica de los Cantos, Moneta, alguien que había regresado en el tiempo con el Alcaudón, en las Tumbas de Tiempo. ¿Cómo podía esa Rachel estar aquí ahora?
Aenea apoyó el brazo en los hombros de Rachel.
—Mi madre también —murmuró—. Sólo que entonces se creía que era la Hegemonía contra los éxters.
—¿Quiénes son, entonces? —preguntó el Dalai Lama—. ¿Los éxters contra Pax? ¿Y por qué las naves de guerra de Pax entran sin autorización en nuestro sistema?
Blancas esferas de luz palpitaron, crecieron, se agrisaron y murieron. Todos parpadeamos.
—Creo que las naves de Pax estuvieron aquí desde que llegó la primera nave, Su Santidad —dijo Aenea—. Pero no creo que estén luchando contra los éxters.
—¿Quiénes, entonces?
Aenea escrutó el cielo.
—Uno de los suyos —dijo.
De pronto hubo una serie de explosiones muy diferentes de las demás, explosiones más brillantes seguidas por tres estelas ardientes. Una estalló rápidamente en la atmósfera superior, dejando una veintena de estelas menores que pronto se extinguieron. La segunda cayó hacia el oeste, pasando del amarillo al rojo y al blanco, estallando veinte grados sobre el horizonte y derramando cien estelas menores en el nuboso horizonte. La tercera surcó el cielo de oeste a este con un chirrido. Digo chirrido literalmente. Primero oímos un silbido de vapor, luego un aullido, luego un rugido de tornado que disminuyó rápidamente, y al fin se partió en tres o cuatro grandes masas llameantes, y todas menos una murieron antes de llegar al horizonte. Este último fragmento de nave estelar pareció caracolear a último momento, precedido por estallidos de luz amarilla, perdiendo velocidad antes de desaparecer.
Esperamos otra media hora en la plataforma, pero salvo por docenas de estelas de fusión —naves estelares alejándose de T'ien Shan— no quedaba nada por ver. Al fin las estrellas volvieron a dominar el cielo y todos se marcharon, el Dalai Lama a dormir en los aposentos de los monjes, otros a aposentos permanentes o provisorios en los niveles inferiores.
Aenea nos pidió a algunos que nos quedáramos: Rachel y Theo, A. Bettik, Lhomo Dondrub y yo.
—Esta es la señal que esperaba —nos dijo cuando todos los demás se marcharon—. Debemos partir mañana.
—¿Partir? —exclamé—. ¿Adonde? ¿Por qué?
Aenea me tocó el antebrazo, e interpreté que me lo explicaría más tarde, así que me callé mientras los demás hablaban.
—Las paravelas están listas, maestra —dijo Lhomo.
—Me he tomado la libertad de revisar los dermotrajes y respiradores en los aposentos de M. Endymion mientras todos estaban lejos —dijo A. Bettik—. Todos funcionan.
—Terminaremos el trabajo y organizaremos la ceremonia mañana —dijo Theo.
—Ojalá yo fuera —dijo Rachel.
—¿Ir adónde? —insistí, pese a mi determinación de callarme y escuchar.
—Estás invitado —dijo Aenea, todavía tocándome el brazo, pero sin responder a mi pregunta—. Lhomo, A. Bettik, ambos podéis venir.
Lhomo Dondrub sonrió. El androide asintió. Al parecer yo era el único que no entendía qué estaba pasando.
—Buenas noches a todos —dijo Aenea—. Partiremos con las primeras luces. No es preciso que nos despidáis.
—Al demonio con eso —dijo Rachel. Theo cabeceó aprobatoriamente—. Estaremos allí para decir adiós.
Aenea asintió y les tocó los brazos. Todos bajaron por escalerillas o cables.
Aenea y yo nos quedamos solos en la plataforma. Los cielos parecían oscuros después de la batalla. Comprendí que las nubes se habían elevado por encima del risco y borroneaban las estrellas como una toalla mojada en una pizarra negra. Aenea abrió la puerta de su dormitorio, entró, encendió el farol y regresó a la entrada.
—¿Vienes, Raul?
Hablamos. Pero no de inmediato.
El acto del amor parece absurdo cuando se describe —incluso el momento parece absurdo en la narración, cuando el cielo se caía literalmente y mi amante había celebrado una especie de Última Cena—, pero el acto del amor nunca es absurdo cuando se hace el amor con la persona que amamos. Y yo la amaba. Si no me había dado cuenta antes de la Última Cena, entonces lo comprendí totalmente y sin reservas.
Un par de horas después Aenea se puso un quimono y yo me puse un yukata y ambos nos acercamos a los biombos shoji abiertos. Aenea preparó té en el calentador, cogimos nuestras tazas y nos sentamos con la espalda contra los biombos shoji, rozándonos las piernas, mi costado derecho y su rodilla izquierda sobre el abismo. El aire estaba fresco y olía a lluvia, pero la tormenta se había desplazado al norte. La cima de Heng Shan estaba cubierta de nubes, pero los riscos inferiores estaban iluminados por relámpagos constantes.
—¿Rachel es realmente la Rachel de los Cantos? —pregunté. No era la pregunta que más me interesaba hacer, pero temía preguntarla.
—Sí. Es la hija de Sol Weintraub, la mujer que cogió la enfermedad de Merlín en Hyperion y perdió años hasta ser el bebé que Sol llevó en su peregrinación.
—Y también era conocida como Moneta. Y Memnosyne…
—Admonitora y Memoria —murmuró Aenea—. Nombres apropiados para su papel en esa época.
—¡Eso sucedió hace doscientos ochenta años! —rezongué—. Y a muchos años-luz… en Hyperion. ¿Cómo llegó aquí?
Aenea sonrió. El vapor del té caliente subía hasta su cabello.
—Mi vida comenzó hace más de doscientos ochenta años —dijo—. Y a muchos años-luz… en Hyperion.
—¿Entonces ella llegó aquí igual que tú? ¿Por las Tumbas de Tiempo?
—Sí y no —dijo Aenea. Alzó una mano para silenciar mis protestas—. Sé que quieres que hable sin rodeos, Raul, sin parábolas ni símiles ni elusiones. De acuerdo. Ha llegado la hora de hablar sin rodeos. Pero la verdad es que las Tumbas de Tiempo de la Esfinge son sólo parte del viaje de Rachel.
Esperé.
—Tú recuerdas los Cantos —dijo ella.
—Recuerdo que el peregrino llamado Sol llevó a su hija, después que la personalidad Keats la salvó del Alcaudón y ella comenzó a envejecer normalmente… la llevó a la Esfinge, al futuro… —Me detuve—. ¿Este futuro?
—No —dijo Aenea—. El bebé Rachel volvió a ser una niña y una joven en un futuro que está más allá de éste. Su padre la crió por segunda vez. La historia de ellos es maravillosa, Raul. Literalmente… llena de maravillas.
Me froté la frente. La jaqueca se había ido, pero ahora amenazaba con volver.
—¿Y vino aquí por las Tumbas? ¿Retrocediendo con ellas en el tiempo?
—En parte por las Tumbas de Tiempo. También puede moverse en el tiempo por su cuenta.
La miré atónito. Esto era descabellado.
Aenea sonrió como si me leyera los pensamientos o simplemente leyera mi expresión.
—Sé que parece una locura, Raul. Muchas de las cosas que debemos afrontar son extrañas.
—¿Extrañas? Ojalá fueran sólo extrañas —rezongué. Y otra pieza mental encajó en su sitio—. ¡Theo Bernard!
—¿Sí?
—Había un Theo en los Cantos, ¿verdad? Un hombre… —Había varias versiones del relato oral, el poema cantado, y muchos de estos detalles menores se eliminaban en las versiones populares más breves. Grandam me había hecho aprender la mayor parte del poema completo, pero las partes aburridas nunca me habían interesado.
—Theo Lane —dijo Aenea—. Ex asistente del cónsul en Hyperion, nuestro primer gobernador general para la Hegemonía. Le conocí cuando era niña. Un hombre decente. Discreto. Usaba gafas arcaicas…
—Esta Theo —dije, tratando de comprender—. ¿Un cambio de sexo?
Aenea negó con la cabeza.
—Cerca, pero no te ganaste el puro, como habría dicho Freud.
—¿Quién?
—Theo Bernard es la bisbisbisnieta de Theo Lane. Su historia es una aventura en sí misma. Pero ella nació en esta época… escapó de las colonias de Pax en Alianza Maui y se unió a los rebeldes, pero lo hizo por algo que yo le conté al Theo original hace casi trescientos años. El mensaje pasó de generación en generación. Theo sabía que yo estaría en Alianza Maui cuando estuve…
—¿Cómo?
—Eso fue lo que le conté a Theo Lane —dijo mi amiga—. Cuándo estaría allí. La familia conservó ese conocimiento… así como los Cantos conservan la peregrinación del Alcaudón.
—Entonces sí puedes ver el futuro.
—Futuros —corrigió Aenea—. Te he dicho que sí. Y me oíste esta noche.
—¿Has visto tu propia muerte?
—Sí.
—¿Me contarás lo que has visto?
—Ahora no, Raul. Por favor. Cuando sea el momento.
—Pero si hay futuros —dije, oyendo el gruñido de dolor en mi propia voz—, ¿por qué tienes que ver una sola muerte para ti misma? Si puedes verla, ¿por qué no puedes evitarla?
—Podría evitar esa muerte, pero sería una elección errónea.
—¿Cómo puede ser erróneo elegir la vida en vez de la muerte? —dije, y noté que había gritado. Mis manos eran puños.
Aenea tocó esos puños, rodeándolos con sus dedos delgados.
—De eso se trata —dijo Aenea, tan suavemente que tuve que inclinarme para oírla. Bailaban relámpagos sobre las cuestas de Heng Shan—. La muerte nunca es preferible a la vida, Raul, pero a veces es necesaria.
Sacudí la cabeza. Mi actitud era huraña, pero no me importaba.
—¿Me contarás cuándo moriré yo? —pregunté.
Ella me miró a los ojos con sus ojos oscuros y profundos.
—No lo sé —dijo simplemente.
Pestañeé. Me sentí vagamente ofendido. ¿No le interesaba ver mi futuro?
—Claro que me interesa —susurró Aenea—. Pero he optado por no mirar esas ondas probabilísticas. Ver mi muerte es difícil. Ver la tuya sería… —Hizo un ruido extraño y noté que estaba llorando. Me acerqué para rodearla con los brazos. Ella se apoyó en mi pecho.
—Lo lamento, niña —le dije, aunque no sabía qué lamentaba. Era extraño sentirme tan feliz y tan desdichado al mismo tiempo. La idea de perderla me daba ganas de gritar, de arrojar piedras contra la ladera. Como reflejando mis sentimientos, el trueno rugió sobre un pico del norte.
Le sequé las lágrimas con besos. Luego sólo nos besamos, y la sal de sus lágrimas se mezcló con la tibieza de su boca. Luego hicimos el amor de nuevo, y esta vez fue tan lento y pausado como antes había sido urgente.
Cuando estábamos nuevamente tendidos en la brisa fresca, nuestras mejillas juntas, su mano en mi pecho, Aenea dijo:
—Tú quieres preguntarme algo. ¿Qué?
Pensé en todas las preguntas que había querido hacerle durante su sesión, todas las charlas que me había perdido y necesitaba escuchar para comprender por qué era necesaria la ceremonia de la comunión. ¿Qué es realmente el cruciforme? ¿Qué se propone Pax en esos mundos donde falta población? ¿Qué espera ganar el Núcleo con todo esto? ¿Qué diablos es el Alcaudón, un monstruo o un guardián? ¿De dónde viene? ¿Qué sucederá con nosotros? ¿Qué ve ella en nuestro futuro que yo necesite saber para que podamos sobrevivir, para que ella eluda el destino que ha conocido desde antes de nacer? ¿Cuál es el gran secreto del Vacío Que Vincula y por qué es tan importante comunicarse con él? ¿Cómo saldremos de este mundo si Pax sepultó el único portal teleyector bajo roca fundida y hay naves de Pax entre la nave del cónsul y nosotros? ¿Qué son esos «observadores» que han espiado a la humanidad durante siglos? ¿Qué significa aprender el idioma de los muertos? ¿Por qué Nemes y sus clones no nos han matado aún?
—¿Hubo alguien más? —pregunté—. ¿Hiciste el amor con alguien antes que yo?
Esto era descabellado. No me incumbía. Ella tenía casi veintidós años estándar. Yo había dormido con otras mujeres… no recordaba sus nombres, pero en la Guardia Interna, y en el casino de Nueve Colas… ¿Y por qué debía importarme? ¿En qué cambiaba las cosas? Simplemente tenía que saberlo.
Ella vaciló sólo un segundo.
—Nuestra primera vez… no fue mi primera vez —dijo.
Asentí, sintiéndome como un puerco y un mirón. Un dolor me atenazó el pecho, algo similar a la angina, por lo que me habían dicho. No podía detenerme.
—¿Lo amaste? —¿Cómo saber si «lo» era la palabra? Theo, Rachel… ella se rodea de mujeres. Mis propios pensamientos me daban náuseas.
—Te amo, Raul —susurró Aenea.
Era la segunda vez que lo decía. La primera vez había sido cuando nos despedimos en Vieja Tierra más de cinco años y medio atrás. Mi corazón tendría que haberse deleitado con esas palabras. Pero dolía demasiado. Aquí había algo importante que yo no entendía.
—Pero hubo un hombre —dije, las palabras como piedras en mi boca—. Tú lo amaste. —¿Sólo uno? ¿Cuántos? Quería gritarles a mis pensamientos que se callaran.
Aenea me apoyó el dedo en los labios.
—Te amo, Raul, recuerda eso mientras te cuento estas cosas. Todo es complicado. Porque soy quien soy. Por lo que debo hacer. Pero te amo… te he amado desde la primera vez que te vi en mis sueños del futuro. Te amé cuando nos conocimos en la tormenta de polvo de Hyperion, con la confusión, el tiroteo, el Alcaudón y la alfombra voladora. ¿Recuerdas que te rodeé con los brazos cuando volábamos tratando de escapar? Te amé entonces…
Aguardé en silencio. Aenea movió el dedo desde mis labios hasta mi mejilla. Suspiró como si sintiera el peso de los mundos sobre los hombros.
—De acuerdo —murmuró—. Hubo alguien. Hice el amor antes…
—¿Fue serio? —dije. Mi voz me sonaba extraña, como el tono artificial de la nave.
—Estuvimos casados —dijo Aenea.
Una vez, en el río Kans de Hyperion, yo me había liado a puñetazos con un barquero que tenía el doble de mi peso y mucha más experiencia en peleas. Me asestó un golpe bajo la mandíbula, ennegreciéndome la visión, me hizo doblar las rodillas y me arrojó al río desde la barcaza. El hombre no me guardaba rencor y se zambulló para rescatarme. Yo recobré la conciencia poco después, pero tardé horas en eliminar la vibración de mi cabeza y enfocar la vista.
Esto era peor. Sólo pude mirar a mi amada Aenea en silencio y sentir sus dedos contra mi mejilla como extraños y fríos. Ella apartó la mano.
Había algo peor.
—Los veintitrés meses, una semana y seis horas que quedaban sin explicar —dijo.
—¿Con él? —No recordaba haber articulado las dos palabras, pero oí que mi voz las pronunciaba.
—Sí.
—Casada… —dije, y no pude continuar.
Aenea sonrió, pero era la sonrisa más triste que yo había visto.
—Por un sacerdote. El matrimonio será legal a ojos de Pax y la Iglesia.
—¿Será?
—Es.
—¿Todavía estás casada? —Quise levantarme y vomitar sobre la plataforma, pero no pude moverme.
Por un segundo Aenea no supo qué responder.
—Sí —dijo, los ojos llenos de lágrimas—. Es decir, no… Ahora no estoy casada… Maldición, si tan sólo pudiera…
—¿Pero el hombre aún está vivo? —interrumpí, la voz cortante como la de un interrogador del Santo Oficio.
—Sí. —Ella se apoyó la mano en la mejilla. Le temblaban los dedos.
—¿Lo amas, pequeña?
—Te amo a ti, Raul.
Me aparté levemente, no conscientemente, pero no podía seguir en contacto físico con ella mientras entablábamos esta conversación.
—Hay otra cosa…
Esperé.
—Tuvimos… tendré… tuve un niño. —Me miró como si tratara de obligarme a comprender todo esto con su mirada. No funcionó.
—Un hijo —repetí estúpidamente. Mi querida amiga, mi amiga niña convertida en mujer y en amante, mi amada tenía un hijo—. ¿Qué edad tiene?
De nuevo ella pareció confundida, como si no supiera bien.
—El niño no está en un sitio donde yo pueda encontrarlo.
—Oh, pequeña —dije, olvidándome de todo salvo su dolor. La abracé mientras ella sollozaba—. Lo lamento tanto, pequeña. Lo lamento tanto.
Ella se apartó, enjugándose las lágrimas.
—No, Raul, no entiendes. Todo está bien. Esa parte está bien.
Me alejé de ella y la miré fijamente. Estaba demudada, sollozaba.
—Comprendo —mentí.
—Raul… —Su mano buscó la mía.
Le palmeé la mano pero me levanté, me vestí y cogí mi arnés y mi mochila.
—Raul…
—Regresaré antes del alba —dije, mirando hacia donde estaba Aenea pero sin mirarla a ella—. Sólo iré a caminar.
—Déjame ir contigo —dijo Aenea, levantándose envuelta en la sábana. Un relámpago estalló a sus espaldas. Se aproximaba otra tormenta.
—Regresaré antes del alba —dije, y salí antes de que ella pudiera vestirse o alcanzarme.
Llovía, una granizada fría. Las plataformas estaban resbaladizas, cubiertas de escarcha. Bajé por escalerillas y escaleras, guiándome por los relámpagos, sin detenerme hasta que bajé varios cientos de metros desde el saliente del este y me encaminé hacia la fisura donde había descendido con la nave. No quería ir allí.
A medio kilómetro del templo había cables fijos que subían a la cima del risco. El granizo azotaba la ladera, y las cuerdas rojas y negras estaban cubiertas de hielo. Sujeté ganchos en el cable y el arnés, saqué los elevadores de potencia de la mochila, los sujeté sin revisar las conexiones y empecé a escalar.
El viento arreció, azotándome y alejándome de la pared de roca. El granizo me pegaba en la cara y las manos. Seguí subiendo, a veces resbalando tres o cuatro metros cuando las grapas patinaban en la soga helada. A diez metros de la cima del risco, salí de las nubes como un nadador emergiendo del agua. Las estrellas aún ardían gélidamente, pero sinuosos nubarrones se amontonaban contra la pared norte del risco y crecían como una marea blanca.
Seguí subiendo hasta llegar a la zona relativamente llana donde estaban sujetos los cables fijos. Sólo entonces noté que no había atado el cable de seguridad.
—Maldición —mascullé, y me puse a caminar hacia el noreste por el borde de quince centímetros de ancho. La tormenta crecía hacia el norte. El descenso hacia el sur consistía en kilómetros de aire negro. Aquí había retazos de hielo y comenzaba a nevar.
Eché a trotar, corriendo hacia el este, saltando sobre fragmentos de hielo y fisuras. Todo me importaba un bledo.
Mientras yo me obsesionaba con mi propias cuitas, otras cosas sucedían en el universo humano. En Hyperion, cuando yo era niño, las noticias llegaban lentamente desde la Pax interestelar a nuestras casas rodantes de los brezales: un hecho importante en Pacem, Vector Renacimiento o cualquier sitio era una noticia vieja por la deuda temporal Hawking, con semanas adicionales de tránsito desde Puerto Romance u otra ciudad importante hasta nuestro rincón provinciano. Estaba acostumbrado a no prestar atención a los acontecimientos de otras partes. La demora en las noticias se había reducido cuando yo guiaba a los forasteros que cazaban en los marjales, pero todavía eran viejas y poco importantes para mí. Pax no me fascinaba, aunque sí el viaje a otros mundos. Luego hubo casi diez años de desconexión, durante nuestra estancia en Vieja Tierra y mi odisea con cinco años de deuda temporal. No estaba acostumbrado a pensar en los acontecimientos de otras partes salvo cuando me afectaban, como la obsesión de Pax por encontrarnos.
Pero esto cambiaría pronto.
Mientras esa noche en T'ien Shan, las Montañas del Cielo, yo corría como un idiota en el granizo y la niebla por el angosto risco, éstas eran algunas de las cosas que sucedían en otras partes:
En el encantador mundo de Alianza Maui, donde cuatro siglos atrás, con el cortejo de Siri y Merin, quizás hubiera comenzado la larga cadena de acontecimientos que me habían llevado adonde estaba, rugía la rebelión. Los rebeldes de las islas móviles seguían desde tiempo atrás la filosofía de Aenea, habían bebido el vino de su comunión, habían rechazado el cruciforme de Pax y libraban una guerra de sabotaje y resistencia mientras trataban de no dañar ni matar a los soldados de Pax que ocupaban su mundo. Para Pax, Alianza Maui presentaba problemas especiales porque era ante todo un mundo turístico. Miles de cristianos renacidos ricos viajaban allí por motor Hawking para disfrutar de los mares cálidos, las bellas playas de las islas del Archipiélago Ecuatorial y las migraciones de los delfines y las islas móviles.
También explotaba cientos de plataformas petroleras en ese mundo oceánico, alejadas de las zonas turísticas pero vulnerables al ataque de las islas móviles o los sumergibles rebeldes. Ahora muchos turistas de Pax rechazaban el cruciforme y seguían las enseñanzas de Aenea. Rechazaban la inmortalidad. El gobernador planetario, el arzobispo residente y los funcionarios del Vaticano que habían acudido a resolver la crisis no podían entenderlo.
En el frío Sol Draconi Septem, cuya atmósfera formaba un glaciar gigantesco, no había turistas, pero los intentos de colonización de Pax de los últimos diez años se habían convertido en pesadilla.
Los amables Chitchatuk con quienes Aenea, A. Bettik y yo habíamos trabado amistad nueve años y medio atrás se habían convertido en enemigos implacables de Pax. El rascacielos congelado donde el padre Glaucus recibía a los viajeros aún estaba iluminado a pesar de que Rhadamanth Nemes había asesinado a ese hombre afable. Los Chitchatuk mantenían las luces encendidas como si ese sitio fuera un altar. De algún modo sabían quién había asesinado a ese ciego inofensivo y a la tribu de Cuchiat: Cuchiat, Chiaku, Aichacut, Cuchtu, Chithticia, Chatchia, todos aquellos a quienes Aenea, A. Bettik y yo conocíamos de nombre. Los Chitchatuk culpaban a Pax, que intentaba colonizar las franjas templadas del ecuador, donde el aire era gaseoso y el gran glaciar se derretía.
Pero los Chitchatuk, que no sabían nada sobre la comunión de Aenea ni habían saboreado su empatía, cayeron sobre Pax como una plaga bíblica. Durante milenios habían sido cazadores y presas de los terribles espectros de nieve; ahora impulsaban a esas bestias blancas hacia las regiones ecuatoriales, lanzándolas sobre los colonos y misioneros de Pax. La cantidad de víctimas era espantosa. Las unidades militares enviadas para exterminar a los primitivos Chitchatuk mandaban patrullas y nunca volvían a verlas.
En la ciudad planetaria de Vector Renacimiento, las nuevas de Aenea sobre el Vacío Que Vincula se habían propagado entre millones de adherentes. Miles de fieles de Pax recibían la comunión cada día, perdiendo el cruciforme a las veinticuatro horas, sacrificando la inmortalidad en aras de… ¿qué? Pax y el Vaticano no entendían, y en ese momento yo tampoco.
Pero Pax sabía que debía contener el virus. Los soldados tumbaban puertas y destrozaban ventanas todos los días y noches, habitualmente en los viejos sectores industriales, los más pobres de la ciudad planetaria. La gente que había rechazado el cruciforme no se resistía. Luchaba fieramente, pero no mataba si podía evitarlo. A los soldados de Pax no les importaba matar para cumplir sus órdenes. Miles de seguidores de Aenea murieron la muerte verdadera —ex inmortales que nunca más gozarían de la resurrección— y decenas de miles fueron arrestados y llevados a centros de detención, donde los almacenaban en depósitos de fuga criogénica para que su sangre y su filosofía no contaminaran a otros. Pero por cada adherente muerto o arrestado, cientos permanecían escondidos, transmitiendo las enseñanzas de Aenea, ofreciendo la comunión con su sangre modificada, y presentando una resistencia no violenta. La gran máquina industrial que era Vector Renacimiento aún no se había desmoronado, pero ese mundo —que siglos atrás había sido el nexo industrial de la Red de la Hegemonía— funcionaba con una incompetencia jamás vista.
El Vaticano enviaba más efectivos y deliberaba en busca de una solución.
En Centro Tau Ceti, ex centro político de la Red de Mundos, ahora sólo un planeta jardín muy poblado, la rebelión cobró otra forma. Aunque los visitantes habían llevado el contagio anticruciforme de Aenea, el problema más grave para el Vaticano se centraba en la arzobispo Achilla Silvaski, una intrigante que había adoptado el papel de gobernadora y autócrata de TC2 más de dos siglos antes. La arzobispo Silvaski había intentado impedir la reelección del papa mediante intrigas entre los cardenales. Habiendo fracasado, organizó su propia versión de la Reforma pre-Hégira, anunciando que la Iglesia Católica de Centro Tau Ceti la reconocería como pontífice y se separaría de la «corrupta» Iglesia interestelar de Pax. Como había formado una alianza con los obispos locales encargados de las ceremonias y maquinarias de resurrección, podía controlar el Sacramento de la Resurrección, y por ende la Iglesia local. Más aún, la arzobispo había seducido a las autoridades militares locales con tierras, riquezas y poder hasta desencadenar un hecho sin precedentes, un golpe militar que derrocó a la mayoría de los oficiales superiores de Pax en el sistema Tau Ceti y los reemplazó por defensores de la Nueva Iglesia. No capturaron ninguna nave arcángel, pero dieciocho cruceros y cuarenta y una naves-antorcha se comprometieron a defender la nueva Iglesia de TC2 y su nueva pontífice.
Decenas de miles de fieles de la Iglesia protestaron. Fueron arrestados, amenazados con la excomunión —es decir, anulación inmediata del cruciforme— y puestos en libertad condicional bajo el ojo vigilante de la nueva fuerza de segundad eclesiástica de la nueva pontífice. Varias órdenes sacerdotales, entre ellas los jesuitas de Centro Tau Ceti, se negaron a obedecer. La mayoría fueron discretamente arrestados, excomulgados y ejecutados. Algunos cientos escaparon, sin embargo, y usaron su red para resistirse al nuevo orden, al principio en forma no violenta, luego con más contundencia. Muchos jesuitas habían sido oficiales de las fuerzas armadas de Pax antes de regresar a la vida sacerdotal, y usaron su formación militar para sembrar estragos en el planeta.
El papa Urbano XVI y sus asesores de la flota examinaron sus opciones. El efecto mortífero de la gran cruzada contra los éxters ya había sido demorado por los continuos ataques del capitán De Soya, por la necesidad de enviar unidades a una veintena de mundos para dominar a los rebeldes, por los requerimientos logísticos de la emboscada del sistema T'ien Shan, y por esta y otras rebeliones. Aunque el almirante Marusyn aconsejó ignorar la herejía de la arzobispo hasta que se alcanzaran otros objetivos políticos y militares, el papa Urbano XVI y el cardenal Lourdusamy decidieron desviar veinte arcángeles, treinta y dos viejos cruceros, ocho transportes y cien naves-antorcha hacia Tau Ceti, aunque pasarían varias semanas de deuda temporal hasta que llegaran las viejas naves Hawking. Una vez en ese sistema, tenían órdenes de vencer toda resistencia de naves rebeldes, establecer una órbita en TC2, exigir la rendición inmediata de la arzobispo y sus seguidores y, en caso de no acatarse esta orden, arrasar el planeta hasta pulverizar la infraestructura de la nueva Iglesia. Después de eso, decenas de miles de infantes descenderían para ocupar los centros urbanos restantes y restablecer el dominio de Pax y la Santa Madre Iglesia.
En Marte, en el sistema de Vieja Tierra, la rebelión se había agravado, a pesar de años de bombardeo de Pax desde el espacio y constantes incursiones militares desde órbita. Dos meses estándar atrás, la gobernadora Clare Palo y el arzobispo Robeson habían muerto la muerte verdadera en un ataque nuclear suicida contra su palacio de Fobos. La respuesta de Pax había sido aterradora: asteroides desviados del cinturón y arrojados sobre Marte, bombas de plasma y ataques láser que hendían la tormenta planetaria de polvo provocada por el bombardeo con asteroides, como reflectores mortíferos cruzando el desierto congelado. Los rayos de muerte habrían sido más eficientes, pero los planificadores de la flota querían hacer un ejemplo de Marte, y un ejemplo visible.
Los resultados no fueron exactamente los que habían buscado. La terraformación de Marte, precaria después de años de mal mantenimiento, sufrió un colapso. La atmósfera respirable se limitaba ahora a la cuenca de Hellas y otros bolsones bajos. Los mares desaparecieron, evaporándose al bajar la presión o congelándose en los polos y la corteza. Las últimas plantas grandes y los árboles murieron hasta que sólo cactos y bayas sobrevivieron en el cuasivacío. Las tormentas de polvo durarían años, imposibilitando las patrullas de los infantes de Pax en el planeta rojo.
Pero los marcianos, sobre todo los palestinos, estaban adaptados a esa vida y preparados para esta contingencia. Acechaban, mataban a los efectivos de Pax cuando descendían, esperaban. Los misioneros templarios de otras colonias marcianas impulsaron la adaptación nanotecnológica definitiva a las condiciones planetarias originales. Miles hicieron la apuesta, permitiendo que las máquinas moleculares alterasen sus cuerpos y su ADN para adaptarlos a esas condiciones.
Para colmo, estallaron batallas espaciales cuando naves que habían pertenecido a la Máquina de Guerra marciana, presuntamente desaparecida, salieron de su escondrijo en el distante cinturón de Kuiper e iniciaron ataques contra los convoyes de Pax en el sistema de Vieja Tierra. La proporción de bajas en estos ataques era de cinco a uno a favor de la flota de Pax, pero las pérdidas eran inaceptables y el coste de mantener la operación de Marte era elevadísimo.
El almirante Marusyn y los jefes de estado mayor aconsejaron a Su Santidad que acotara sus pérdidas y se olvidara momentáneamente del sistema de Vieja Tierra. El almirante aseguró que no permitiría que nada saliera del sistema. Señaló que allí ya no quedaba nada de valor, ahora que Marte era inviable. El papa escuchó pero se negó a autorizar la retirada. En cada deliberación, el cardenal Lourdusamy enfatizaba la importancia simbólica de mantener el sistema de Vieja Tierra dentro de Pax. Su Santidad decidió postergar su decisión. La hemorragia de naves, hombres, dinero y material continuó.
En Mare Infinitus, la rebelión era vieja —promovida por los contrabandistas, cazadores furtivos y cientos de miles de tercos aborígenes que siempre habían rechazado la cruz—, pero se renovó con la llegada del contagio de Aenea. Las grandes zonas de pesca eran inaccesibles para las flotas pesqueras que no tuvieran escolta de Pax. Las naves pesqueras automáticas y las plataformas flotantes eran atacadas y hundidas. Cada vez más leviatanes boca de lámpara aparecían en aguas menos profundas, y la arzobispo Jane Kelly estaba furiosa con las autoridades de Pax, que no podían solucionar el problema. Cuando el obispo Melandriano aconsejó moderación, Kelly lo hizo excomulgar. A su vez, Melandriano declaró que los Mares del Sur se secesionarían de Pax y la autoridad de la Iglesia, y miles de fieles siguieron a ese líder carismático. El Vaticano envió más naves, pero poco pudieron hacer para poner fin a esa caótica lucha entre los rebeldes, las fuerzas de la arzobispo, las fuerzas del obispo y las bocas de lámpara.
Y en medio de tanta confusión y carnicería, el mensaje de Aenea viajaba con la velocidad del lenguaje y la comunión secreta.
La rebelión —tanto violenta como espiritual— se propagó: los mundos adonde Aenea había viajado, como Ixión, Patawpha, Amritsar y Groombridge Dyson D; Tsingtao-Hsishuang Panna, donde las noticias de la captura de no cristianos en otras partes creó primero pánico y luego una enconada resistencia; Deneb Drei, donde la república de Jamnu declaró que el uso del cruciforme sería causa de decapitación; Fuji, donde el mensaje de Aenea había llegado con miembros renegados de Pax Mercantilus y ahora se difundía como un incendio planetario.
En el mundo desértico de Vitus-Gray-Balianus B, donde las enseñanzas de Aenea llegaron por medio de refugiados de Amargura de Sibiatu y se combinaron con la comprensión de que Pax destruiría su cultura para siempre, la gente de la Hélice del Espectro de Amoiete conducía la resistencia. La ciudad de Keroa Tambat fue liberada en el primer mes de lucha, y la base de Bombasino pronto estuvo sitiada. El comandante Solznykov pidió ayuda de la flota, pero los comandantes del Vaticano y de Pax, ocupados en otras partes, le ordenaron que fuera paciente y amenazaron con excomulgarlo si no ponía fin a la rebelión.
Solznykov lo hizo, pero no del modo en que la flota o Su Santidad habrían deseado: firmó un tratado de paz con los ejércitos de la Hélice del Espectro de Amoiete, por el cual sus fuerzas sólo entrarían en la campiña con autorización de los aborígenes. A cambio, se permitió que la base de Bombasino siguiera existiendo.
Solznykov, el coronel Vinara y los otros cristianos leales se sentaron a esperar la retribución del Vaticano y de Pax, pero había civiles contagiados entre la gente de la Hélice que iba al mercado de Bombasino, que bebía y comía con los soldados, que conversaba con personas resentidas con Pax, que contaba su historia y ofrecía su comunión. Muchos aceptaban.
Esto era apenas una parte de lo que sucedía en los cientos de mundos de Pax en esa última y triste noche que yo pasaría en T'ien Shan. Yo no conocía estos hechos, desde luego, pero si los hubiera conocido —si ya hubiera dominado el arte de aprender estas cosas a través del Vacío Que Vincula— tampoco me habría importado.
Aenea había amado a otro hombre. Habían estado casados. Ella aún debía de estar casada, pues no había mencionado el divorcio ni la muerte. Había tenido un hijo.
No sé cómo mi negligencia no me llevó a la muerte en las frenéticas horas que pasé en el risco helado del este de Jo-kung y Hsuan'k'ung Ssu, pero no lo hizo. Al fin recobré el juicio y regresé por los riscos y los cables fijos, para estar en el templo al romper el alba.
Amaba a Aenea. Ella era mi querida amiga. Daría mi vida por protegerla.
Ese mismo día se me presentaría la oportunidad de demostrarlo, un hecho inevitable desencadenado por los acontecimientos que se desarrollaron poco después de mi regreso al Templo Suspendido en el Aire y nuestra partida hacia el este.
Poco después del alba, en la vieja gompa que estaba bajo el Falo de Shiva, ahora convertido en enclave cristiano, el cardenal Mustafa, la almirante Marget Wu, el padre Farrell, el arzobispo Breque, el padre LeBlanc, Rhadamanth Nemes y sus dos clones se reunieron en una conferencia. En verdad, eran los humanos quienes celebraban la conferencia, mientras Nemes y sus clones guardaban silencio mirando por la ventana las nubes que aureolaban el Lago de las Nutrias, al pie del pico Shivling.
—¿Estamos seguros de que la nave renegada Rafael está destruida? —preguntó el gran inquisidor.
—Absolutamente —le dijo la almirante Wu—. Aunque destruyó siete de nuestros arcángeles de línea antes de caer. —Sacudió la cabeza—. De Soya era un táctico brillante. Fue una auténtica obra del Maligno que se volviera apóstata.
El padre Farrell se inclinó sobre la bruñida mesa de madera de bonsai.
—¿Y no hay posibilidades de que De Soya o los demás hayan sobrevivido?
La almirante Wu se encogió de hombros.
—Fue una batalla orbital. Dejamos que el Rafael entrara en el espacio cislunar antes de activar la trampa. Miles de escombros entraron en la atmósfera, en general de nuestras desafortunadas naves. Al parecer ninguno de los nuestros sobrevivió, pues no hemos detectado señales. Si algunos tripulantes de De Soya escaparon, es probable que sus cápsulas cayeran en los mares ponzoñosos.
—Aun así… —comenzó el arzobispo Breque. Era un hombre callado, cerebral y cauto.
Wu parecía exhausta e irritada.
—Eminencia —replicó, dirigiéndose a Breque pero mirando a Mustafa—, podemos decidir el asunto si nos permite utilizar naves de descenso, deslizadores y VEMs en la atmósfera.
Breque pestañeó. El cardenal Mustafa negó con la cabeza.
—No —dijo—, tenemos órdenes de no mostrar una presencia militar hasta que el Vaticano autorice el paso final en la captura de la niña.
Wu sonrió con amargura.
—La batalla que se libró anoche encima de la atmósfera debe haber vuelto obsoleta esa orden. Nuestra presencia militar no pudo pasar inadvertida.
—En efecto —dijo el padre Le Blanc—. Nunca vi nada semejante.
—Excelencia —le dijo la almirante Wu a Mustafa—, la gente de este mundo no tiene armas energéticas, detectores Hawking, defensas orbitales ni detectores gravitónicos… diantre, ni siquiera tiene radares ni sistemas de comunicaciones. Podemos usar naves de descenso o cazas atmosféricos para buscar supervivientes sin que nadie se entere. Sería mucho menos visible que la batalla de anoche y…
—No —replicó el cardenal Mustafa, mirando su reloj—. La nave mensajera del Vaticano llegará en cualquier momento, con órdenes definitivas para el arresto del vector de contagio llamado Aenea. Nada debe complicar eso.
El padre Farrell se frotó las enjutas mejillas.
—El regente Tokra me llamó esta mañana por el canal de comunicaciones que le asignamos. Parece que su precioso y precoz Dalai Lama ha desaparecido.
Breque y LeBlanc se sorprendieron.
—No tiene importancia —dijo Mustafa, obviamente al corriente de la noticia—. Ahora nada tiene importancia salvo la aprobación final del arresto de Aenea. —Miró a la almirante Wu—. Y usted debe ordenar a la Guardia Suiza y los infantes que no dañen a esa joven.
Wu asintió de mala gana. Hacía meses que recibía las mismas instrucciones.
—¿Cuándo cree que llegarán las órdenes? —le preguntó al cardenal.
Rhadamanth Nemes y sus dos clones se pusieron de pie y caminaron hacia la puerta.
—El tiempo de espera ha concluido —dijo Nemes con una sonrisa maligna—. Os traeremos la cabeza de Aenea.
El cardenal Mustafa y los demás se levantaron de inmediato.
—¡Sentaos! —bramó el gran inquisidor—. No habéis recibido orden de moveros.
Nemes sonrió y se volvió hacia la puerta.
Todos los clérigos de la habitación estaban gritando. El arzobispo Jean Daniel Breque se persignó. La almirante Wu cogió la pistola de dardos.
Entonces todo se aceleró. El aire se borroneó. Nemes, Scylla y Briareus estaban a ocho metros, en la puerta, pero súbitamente desaparecieron y tres manchas de cromo titilante aparecieron entre las figuras rojinegras.
Scylla interceptó a la almirante Marget Wu antes de que pudiera levantar su pistola de dardos. Movió un brazo de cromo y la cabeza de Wu cayó en la mesa bruñida. El cuerpo decapitado permaneció en pie unos segundos, unos impulsos nerviosos ordenaron a los dedos de la mano derecha que se cerraran y la pistola se disparó, despedazando las patas de la mesa y astillando el suelo de piedra.
El padre LeBlanc brincó entre Briareus y el arzobispo Breque. La borrosa forma plateada destripó a LeBlanc. Breque perdió las gafas y corrió a la habitación contigua. Briareus desapareció, dejando sólo una implosión de aire. Hubo un breve grito en la otra habitación.
El cardenal Mustafa retrocedió frente a Rhadamanth Nemes. Ella avanzaba un paso por cada uno que él retrocedía. El nimbo borroso que la aureolaba había desaparecido, pero Nemes no parecía más humana ni menos amenazadora.
—Maldita seas, criatura impura —murmuró el cardenal—. Adelante, no tengo miedo de morir.
Nemes enarcó una ceja.
—Claro que no, excelencia, ¿pero cambiarías de opinión si te contara que arrojaremos estos cuerpos y esa cabeza —señaló a Marget Wu, cuyos ojos dejaron de pestañear— al mar de ácido, de modo que no habrá resurrección posible?
El cardenal Mustafa llegó a la pared y se detuvo. Nemes estaba a un par de pasos.
—¿Por qué hacéis esto? —preguntó con voz firme.
Nemes se encogió de hombros.
—Nuestras prioridades divergen por el momento —respondió—. ¿Estás preparado, gran inquisidor?
El cardenal Mustafa se persignó y musitó un apresurado acto de contrición.
Nemes sonrió de nuevo y avanzó. Sus brazos se convirtieron en imágenes plateadas y titilantes.
Mustafa la miró con asombro, pero Nemes no lo mató. Con rápidos movimientos, le rompió el brazo izquierdo, le astilló el brazo derecho, le quebró ambas piernas y lo cegó con dos dedos que se detuvieron a muy poca distancia de su cerebro.
Un inaudito rugido de dolor estremeció al cardenal. A través de ese rugido oyó la fría voz de Nemes.
—Sé que el automédico de la nave de descenso o del Jibril podrá curarte —dijo—. Los hemos llamado y llegarán dentro de pocos minutos. Cuando veas al papa y sus parásitos, diles que aquellos ante quienes respondo no quieren a la niña con vida. Nos disculpamos, pero su muerte es necesaria. Y diles que en el futuro se cuiden de no actuar sin el consentimiento de todos los elementos del Núcleo. Adiós, excelencia. Espero que el automédico del Jibril pueda darte nuevos ojos. Lo que estamos a punto de hacer será digno de verse.
Mustafa oyó pasos, el susurro de la puerta y luego silencio, salvo por unos terribles gritos de dolor. Tardó unos minutos en comprender que era él quien gritaba.
Cuando regresé al Templo Suspendido en el Aire, las primeras luces atravesaban la neblina pero la mañana seguía oscura, lluviosa y fría. Me había recobrado un poco de mi ofuscación y tuve mayor cuidado al recoger los cables fijos, y fue afortunado que lo hiciera. Varias veces los frenos del equipo resbalaron en la soga cubierta de hielo y me habría caído al abismo si los cables de seguridad no me hubieran detenido.
Aenea estaba despierta, vestida y preparada para partir cuando llegué. Se había puesto su abrigo térmico, su equipo de escalada y sus botas. A. Bettik y Lhomo Dondrub estaban vestidos del mismo modo, y ambos llevaban paquetes largos y pesados sobre los hombros. Irían con nosotros. Los demás —Theo, Rachel, la Dorje Phamo, el Dalai Lama, George Tsarong, Jigme Norbu— estaban allí para despedirse y parecían tristes y angustiados. Aenea parecía cansada; estaba seguro de que tampoco ella había dormido. Éramos un par de aventureros de aspecto lamentable. Lhomo se acercó para entregarme uno de los largos bultos. Era pesado, pero lo cargué sin preguntas ni quejas. Cogí el resto de mi equipo, respondí a las preguntas de Lhomo sobre la condición de las cuerdas hasta la línea de riscos —evidentemente todos creían que yo había tenido la generosidad de hacer un reconocimiento— y retrocedí para mirar a mi amiga y amada. Cuando ella me interrogó con los ojos, respondí con un movimiento de cabeza. Todo está bien. Yo estoy bien. Estoy preparado para salir. Hablaremos de ello más tarde. Theo lloraba. Comprendí que esta despedida era importante —quizá no volviéramos a vernos, aunque Aenea había asegurado a las dos mujeres que todos se reunirían antes del anochecer—, pero yo estaba demasiado aturdido y agotado para emocionarme. Me alejé del grupo para recobrar el aliento y concentrar mi atención. Quizá necesitara toda mi lucidez en las siguientes horas tan sólo para sobrevivir. El problema de estar apasionadamente enamorado, pensé, es que te quita mucho sueño.
Salimos por la plataforma este, avanzamos al trote por el saliente helado, pasamos por las sogas que yo acababa de usar y llegamos a la fisura sin tropiezos. Los árboles bonsai y los campos talados parecían antiguos e irreales en la neblina, y las oscuras ramas goteaban sobre nuestras cabezas al surgir de la bruma. Los arroyos y cascadas parecían más ruidosos de lo que yo recordaba mientras el torrente se despeñaba desde la última cornisa hacia el vacío.
En los pliegues más orientales y altos de la fisura había cuerdas fijas más viejas y menos fiables, y Lhomo encabezó la marcha en ese tramo, seguido por Aenea, A. Bettik y yo. Noté que nuestro amigo androide trepaba con la rapidez y competencia de siempre, a pesar de su mano faltante. Una vez arriba, dejamos atrás el punto más lejano de mi excursión nocturna: la fisura actuaba como una barrera para viajar por el risco en el rumbo que yo había seguido. Ahora comenzaban las dificultades en serio, mientras cogíamos las angostas sendas del lado sur del peñasco: salientes gastados, protuberancias de roca, campos de hielo, cuestas de esquisto. Encima de nosotros el risco era una masa de nieve húmeda y hielo donde era imposible caminar. Andábamos en silencio, sin un susurro, sabiendo que el menor ruido podía desencadenar un alud que nos arrancaría del saliente en un segundo. Por último, cuando la marcha se hizo aún más difícil, nos sujetamos, pasando la cuerda por los ganchos y atando una cuerda doble a nuestros arneses, de modo que si alguien caía podríamos frenarlo, o bien todos caeríamos. Con la firme guía de Lhomo, que pisaba confiadamente huecos brumosos y grietas heladas que a mi me hubieran hecho dudar, creo que todos nos sentíamos mejor estando atados.
Yo aún no conocía nuestro destino. No sabía que el gran risco que nacía en K'un Lun se terminaría en pocos kilómetros, bajando de repente a las nubes ponzoñosas. Durante ciertas semanas de primavera, las marejadas y caprichos del océano y las nubes hacían descender los vapores venenosos y el risco resurgía, permitiendo que las caravanas, peregrinos, monjes, mercaderes y meros curiosos marcharan al este desde el Reino Medio hasta T'ai Shan, el Gran Pico del Reino Medio, y el punto habitable más inaccesible del planeta. Los monjes que vivían en T'ai Shan, se decía, nunca regresaban al Reino Medio ni al resto de las Montañas del Cielo. Durante incontables generaciones habían consagrado la vida a las misteriosas tumbas, gompas, ceremonias y templos de ese sagrado pico. Sí iniciábamos el descenso, con el mal tiempo, no sabríamos dónde terminaban las arremolinadas nubes monzónicas y dónde empezaban las arremolinadas nubes de vapor hasta que el aire venenoso nos matara.
No descendimos. Después de varias horas de marcha silenciosa, llegamos al precipicio del límite oriental del Reino Medio. La montaña de T'ai Shan no estaba visible, desde luego. Aunque el cielo se había despejado un poco, sólo veíamos la húmeda ladera que teníamos delante, la niebla ondulante y las nubes.
Aquí, en el linde oriental del mundo, había una cornisa ancha, y nos sentamos con gratitud mientras sacábamos alimentos fríos de las mochilas y bebíamos agua. Los diminutos cactos que alfombraban este empinado campo se hinchaban al alimentarse con la primera humedad de los meses del monzón.
Después de comer y beber, Lhomo y A. Bettik empezaron a abrir nuestros pesados paquetes. Aenea abrió su mochila, que parecía más pesada que las bolsas que llevábamos los hombres. No me sorprendió ver lo que había en esos paquetes: nailon, varillas y bastidores, aparejos. Aenea llevaba además los dos dermotrajes y respiradores que yo había bajado de la nave.
Suspiré y miré hacia el este.
—Conque intentaremos llegar a Tai Shan —dije.
—Sí —dijo Aenea, y empezó a quitarse la ropa.
A. Bettik y Lhomo miraron hacia otra parte, pero sentí que mi corazón latía de furia ante la idea de que otros hombres vieran desnuda a mi amante. Me controlé, extendí el otro dermotraje y empecé a desnudarme, guardando la ropa en la mochila. El aire estaba frío y la niebla se me pegaba a la piel.
Lhomo y A. Bettik ensamblaron las paravelas mientras Aenea y yo nos vestíamos. Los dermotrajes eran literalmente una segunda piel, pero el arnés y los aparejos de los respiradores nos daban cierto margen para el pudor. La capucha me cubría la cabeza como una escafandra de buzo, aplastándome las orejas. Los filtros permitían la transmisión de sonido y recogerían las emisiones cuando estuviéramos fuera del aire real.
Lhomo y A. Bettik ensamblaron cuatro paravelas. Como respondiendo a mi pregunta tácita, Lhomo explicó:
—Yo sólo puedo mostraros las corrientes ascendentes y procurar que lleguéis a la corriente superior. No puedo sobrevivir a esa altitud. Y no quiero ir a T'ai Shan cuando hay tan pocas probabilidades de regresar.
Aenea le tocó el brazo.
—Agradecemos mucho que nos guíes hasta la corriente.
El audaz volador se sonrojó.
—¿Qué hay de A. Bettik? —pregunté. Entonces comprendí que hablaba de nuestro amigo como si no estuviera allí, y me volví hacia el androide—. ¿Qué hay de ti? No hay dermotraje ni respirador.
A. Bettik sonrió. Siempre había pensado que sus raras sonrisas eran la expresión más sabia que había visto en un semblante humano, aunque el hombre de tez azul no fuera técnicamente humano.
—Olvidas, M. Endymion, que fui diseñado para sufrir más abusos que un cuerpo humano normal.
—Pero la distancia… —dije. T'ai Shan estaba más de cien kilómetros al este. Aunque alcanzáramos la corriente favorable, tendríamos casi una hora de aire enrarecido e irrespirable.
A. Bettik sujetó los últimos aparejos a su paravela, un bonito objeto con una gran ala delta de casi diez metros de envergadura.
—Si tenemos la suerte de cubrir esa distancia, sobreviviré.
Asentí y me dispuse a sujetarme a los aparejos de mi propia cometa, sin hacer más preguntas, sin mirar a Aenea, sin inquirir por qué los cuatro arriesgábamos la vida de esta manera. De repente mi amiga se acercó.
—Gracias, Raul —dijo en voz alta, para que todos oyeran—. Haces estas cosas por mí, por amor y amistad. Te lo agradezco desde el fondo de mi corazón.
Hice un gesto, de pronto incapaz de hablar, avergonzado de que me lo agradeciera a mí cuando los otros dos también estaban dispuestos a saltar al vacío por ella. Pero Aenea no había terminado.
—Te amo, Raul —dijo, poniéndose de puntillas para besarme en los labios. Retrocedió y me miró con sus insondables ojos oscuros—. Te amo, Raul Endymion. Siempre te he amado, siempre te amaré.
Me sentí desconcertado y abrumado mientras nos calzábamos las paravelas en el linde de la nada. Lhomo fue el último en sujetarse. Revisó los aparejos de los demás, examinando cada perno, hebilla y grapa. Una vez satisfecho, saludó respetuosamente a A. Bettik, se calzó su ala roja con una velocidad nacida de la práctica y la disciplina y se acercó al borde del peñasco. Ni siquiera los cactos crecían en este último metro, como si el abismo los intimidara. A mí me intimidaba. El borde rocoso estaba resbaladizo por la lluvia. La niebla se había cerrado de nuevo.
—Será difícil vernos en esta sopa —dijo Lhomo—. Girad siempre a la izquierda. Permaneced a cinco metros del que va adelante. El mismo orden de nuestra marcha, Aenea después de mí con el ala amarilla, luego la azul del hombre azul, luego Raul con la verde. Nuestro mayor riesgo es perdernos en las nubes.
Aenea asintió.
—Permaneceré cerca de tu ala.
Lhomo me miró.
—Aenea y tú podéis hablar por los comunicadores de los dermotrajes, pero eso no nos ayudará a encontraros. A. Bettik y yo nos comunicaremos con gestos. Cuidado. No pierdas de vista al hombre azul. Si lo pierdes, sigue girando a la izquierda hasta pasar los topes de las nubes y luego intenta reagruparte. Gira en círculos cerrados mientras estés dentro de las nubes. Si te abres, que es la tendencia con las paravelas, chocarás contra el peñasco.
Asentí con la boca reseca.
—De acuerdo —dijo Lhomo—. Os veré encima de las nubes. Cuando encuentre las corrientes ascendentes, evalúe el impulso y lleguemos a la turbulencia, haré esta seña para despedirme. —Cerró la mano y movió el brazo dos veces—. Seguid subiendo en círculos. Internaos en la corriente. Subid hasta los vientos atmosféricos superiores hasta que penséis que pueden arrancaros el ala. Tal vez lo hagan. Pero no podréis llegar a T'ai Shan sin entrar en el centro de la turbulencia. Son ciento once kilómetros hasta el primer promontorio del Gran Pico, donde podréis respirar aire verdadero.
Todos asentimos.
—Que Buda nos sonría en nuestra locura de hoy —dijo Lhomo. Parecía muy feliz.
—Amén —dijo Aenea.
Lhomo giró sin otra palabra y se lanzó al vacío. Aenea lo siguió un segundo después. A. Bettik se inclinó en su arnés, pateó el borde y las nubes lo devoraron en segundos. Me di prisa para alcanzarlos. De pronto no hubo piedra bajo mis pies y me incliné para acomodarme en el arnés. Ya había perdido de vista el ala azul de A. Bettik. Las arremolinadas nubes me confundían y desorientaban. Tiré de la barra de control, ladeando los aparejos como me habían enseñado, escrutando la niebla para ver las otras cometas. Nada. Tardíamente comprendí que había mantenido el giro demasiado tiempo. ¿O todo lo contrario? Emparejé el ala, sintiendo las ráfagas que empujaban la tela pero sin poder discernir si ganaba altura porque no veía nada. La niebla encandilaba como nieve.
Grité, esperando que uno de los demás gritara a su vez para orientarme. Oí un grito a pocos metros.
Era mi propia voz, rebotando en el peñasco vertical en el que estaba a punto de estrellarme.
Nemes, Scylla y Briareus avanzan al sur desde el enclave de Pax del Falo de Shiva. El sol está alto y hay nubes espesas al este. Para viajar del enclave de Pax al Palacio de Invierno de Potala, han reparado y ensanchado la Vía Alta de Koko Nor y han construido una plataforma especial para el cable de diez kilómetros que une Koko Nor con el palacio. Un palanquín para diplomáticos de Pax cuelga de poleas en la nueva plataforma. Nemes va al frente de la fila y lo aborda, ignorando las miradas de esa gente menuda con gruesas chubas que se apiña en la escalera y la plataforma. Cuando sus hermanos entran en el vehículo, destraba los dos frenos y el palanquín sobrevuela el abismo. Nubes oscuras se elevan sobre la montaña del palacio.
Un escuadrón de veinte guardias palaciegos con alabardas y toscas lanzas energéticas los saluda en la escalinata de la gran terraza, en el lado oeste del risco Sombrero Amarillo, donde el palacio desciende varios kilómetros verticales por la ladera este. El capitán de la guardia es respetuoso.
—Debéis esperar aquí hasta que traigamos una guardia de honor para escoltaros, honradísimos huéspedes —dice con una reverencia.
—Preferimos entrar solos —dice Nemes.
Los veinte guardias tienen la lanza en ristre. Forman una sólida muralla de hierro, piel de cigocabra, seda y yelmos. El capitán de la guardia hace otra reverencia.
—Me disculpo por mi indignidad, honradísimos huéspedes, pero no es posible entrar en el Palacio de Invierno sin una invitación y una guardia de honor. Ambas cosas estarán aquí en un minuto. Si tenéis la amabilidad de esperar a la sombra de la pagoda, honradísimos huéspedes, un dignatario del rango apropiado llegará enseguida.
Nemes mueve la cabeza.
—Matadlos —ordena a Scylla y Briareus, y entra en el palacio mientras sus hermanos cambian de fase.
Vuelven a tiempo normal durante la larga marcha por el laberíntico palacio, pasando a tiempo rápido sólo para matar guardias y sirvientes.
Cuando salen por la escalera principal y se acercan a Pargo Kaling, la gran puerta occidental de este lado del puente Kyi Chu, el regente Reting Tokra les cierra el paso con quinientos de sus mejores guardias palaciegos. Algunos de estos combatientes selectos portan espadas y picas, pero la mayoría empuñan ballestas, rifles de balas, toscas varas energéticas y armas de madera.
—Comandante Nemes —dice Tokra, bajando la cabeza pero sin dejar de mirarla a los ojos—. Sabemos lo que hiciste en Shivling. No puedes seguir adelante. —Tokra hace una seña a alguien que está arriba, en los relucientes ojos de la torre Pargo Kaling, y el puente de cromo negro de Kyi Chu se desliza en silencio hacia la montaña. Sólo los grandes cables permanecen en lo alto, forrados de alambre de púa y gel resbaladizo.
Nemes sonríe.
—¿Qué haces, Tokra?
—Su Santidad ha ido a Hsuan'k'ung Ssu —dice el regente—. Sé por qué vas hacia allá. No se puede permitir que dañes a Su Santidad el Dalai Lama.
Rhadamanth Nemes muestra sus pequeños dientes.
—¿De qué hablas, Tokra? Tú vendiste a tu niño dios al servicio secreto de Pax por treinta monedas de plata. ¿Estás regateando para recibir más de tus estúpidas monedas de seis lados?
El regente niega con la cabeza.
—El acuerdo con Pax era que Su Santidad nunca sufriría daño. Pero tú…
—Queremos la cabeza de la niña, no del Lama. Quita a tus hombres del camino, o piérdelos.
El regente Tokra ladra una orden a sus filas de soldados. Los hombres alzan sus armas con ceño adusto, bloqueando el camino que conduce al puente, aunque la carretera del puente ya no está allí. Nubes oscuras hierven en el abismo.
—Matadlos a todos —dice Nemes, cambiando de fase.
Lhomo nos había enseñado a usar las cometas, pero yo no había tenido la oportunidad de volar en una. Ahora que ese peñasco emergía de la niebla, tendría que aprender o morir.
La cometa se controlaba con la barra que colgaba delante de mí, y me incliné tan a la izquierda como los aparejos lo permitían. La paravela se ladeó, pero no demasiado. La cometa iba a chocar contra una pared de roca. Había otros controles, manijas que expulsaban aire de la superficie dorsal del borde delantero de cada lado del ala dorsal, pero eran peligrosos y sólo se usaban en emergencias.
Yo podía ver el liquen que cubría la pared de roca. Esto era una emergencia.
Tiré de la manija izquierda. El nailon del lado izquierdo de la paravela se abrió como una cartera cortada, el ala derecha —todavía en ascenso— se ladeó bruscamente, la paravela casi se volcó con su inservible vela izquierda expulsando aire, mis piernas se estiraron a un lado mientras la cometa amenazaba con detenerse y estrellarse contra las rocas, mis botas rozaron piedra y liquen. La paravela descendió en línea recta, solté la manija izquierda, la tela de memoria activa de la superficie sanó al instante y me encontré volando de nuevo, aunque en una zambullida casi vertical.
Las fuertes corrientes que subían a lo largo del peñasco chocaron contra la cometa como un ascensor y me elevé de golpe. La barra de control me pegó en el pecho y me dejó sin aliento, la paravela aleteó, trepó y trató de hacer un rizo con un radio de sesenta o setenta metros. Me encontré de nuevo cabeza abajo, esta vez con la cometa y los controles abajo y la roca otra vez adelante.
Esto no funcionaba. Terminaría el rizo sobre la pared del peñasco. Tiré de la manija, ascendí, caí de costado, cerré el ala y tiré de las manijas y la barra mientras desplazaba mi peso para restablecer el equilibrio. Las nubes se entreabrieron y vi el peñasco veinte metros a mi derecha mientras combatía contra la corriente y la cometa.
Me equilibré y logré controlar el aparato, girando de nuevo a la izquierda, pero esta vez con cuidado, agradeciendo ese claro en las nubes, que me permitió calcular la distancia hasta el peñasco e inclinarme a la izquierda sobre la barra de control. Oí un susurro.
—Vaya. Eso fue divertido. Hazlo de nuevo.
Me sobresalté y miré arriba y atrás. El triángulo amarillo de la paravela de Aenea flotaba sobre mí, bajo nubes que formaban un techo gris.
—No, gracias —dije, dejando que las hebras de comunicaciones de la garganta del dermotraje captaran las subvocales—. Creo que ya he terminado de alardear. —La miré de nuevo—. ¿Por qué estás aquí? ¿Dónde está A. Bettik?
—Nos reunimos por encima de las nubes, no te vimos y bajé a buscarte —dijo Aenea.
Sentí malestar, más por el hecho de que ella lo arriesgara todo que por las violentas acrobacias de un instante antes.
—Estoy bien —refunfuñé—. Todavía debo acostumbrarme al ascenso.
—Sí. Es engorroso. ¿Por qué no me sigues hasta arriba?
Así lo hice, sin permitir que mi orgullo fuera un obstáculo para mi supervivencia. Con la niebla era difícil mantener su ala amarilla a la vista, pero más fácil que volar a ciegas cerca del peñasco. Aenea parecía intuir dónde estaba la roca, y cortó el círculo a cinco metros de ella, recibiendo el fuerte centro de las corrientes ascendentes pero sin acercarse más de la cuenta.
A los pocos minutos salimos de las nubes. Admito que esa experiencia me quitó el aliento. Primero vi un resplandor lento y luego un torrente de luz solar, y me elevé sobre las nubes como un nadador saliendo de un mar blanco. Entorné los ojos en la cegadora libertad de un cielo azul que parecía infinito.
Sólo los picos y riscos más altos eran visibles sobre el océano de nubes: el reluciente y blanco T'ai Shan al este, Heng Shan al norte, Jo-kung elevándose como una navaja al oeste, K'un Lun del noroeste al sureste, y muy lejos, en el linde del mundo, las brillantes cumbres de Chomo Lori, el monte Parnaso, Kangchengjunga, los montes Koya y Kalais y otros que no pude identificar. El sol destellaba sobre un objeto elevado que estaba más allá del risco de Phari, y pensé que podría ser el Potala o el Shivling. Me concentré en nuestro intento de ganar altura.
A. Bettik se aproximó con una seña aprobatoria. Respondí y miré arriba, donde Lhomo gesticulaba a cincuenta metros. Girad en círculos cerrados. Seguidme.
Así lo hicimos, Aenea subiendo fácilmente a su posición, A. Bettik trepando detrás, y yo cerrando la marcha, quince metros abajo y a cincuenta metros del androide en el círculo.
Lhomo parecía saber exactamente dónde estaban las corrientes. A veces nos dirigíamos al oeste, cogíamos la turbulencia y abríamos el círculo para desplazarnos de nuevo al este. A veces parecíamos girar sin ganar altura, pero cuando miraba hacia Heng Shan notaba que habíamos subido cientos de metros. Lentamente ascendimos y lentamente nos dirigimos al este, aunque T'ai Shan aún debía estar a ochenta o noventa kilómetros.
El frío recrudeció y me dificultó la respiración. Cerré la máscara osmótica e inhalé oxígeno puro. El dermotraje se ciñó, actuando como traje de presión y traje térmico. Vi que Lhomo tiritaba con su chuba de cigocabra y sus gruesos mitones. Había hielo sobre el antebrazo desnudo de A. Bettik. Y aún ascendíamos en círculos. El cielo se oscureció y la vista se hizo más increíble: la lejana Nanda Devi al sudoeste, Helgafell al sureste, el pico de Harny más allá del Shivling, todo surgiendo por encima de la curvatura del planeta.
Al fin Lhomo llegó a su límite. Un instante antes yo había abierto la máscara osmótica para verificar la densidad del aire, traté de inhalar algo que parecía vacío y me apresuré a cerrar la membrana. No me imaginaba cómo Lhomo se las apañaba para respirar, pensar y operar a esa altura. Nos indicó que siguiéramos elevándonos, nos hizo la antigua seña de «buena suerte» con el pulgar y el índice y expulsó el aire de su cometa para alejarse como un halcón. Segundos después la cometa roja estaba miles de metros más abajo, dirigiéndose a los riscos del oeste.
Seguimos subiendo en círculos, perdiendo impulso por instantes, recobrándolo después. La corriente nos impulsaba al este, pero seguimos el consejo de Lhomo y resistimos la tentación de orientarnos hacia nuestro destino; aún no teníamos altura ni viento de cola suficiente para cubrir el trayecto de ochenta kilómetros.
El choque con la turbulencia fue como entrar en los rápidos con un kayak. La cometa de Aenea encontró primero el borde, y vi que la tela amarilla vibraba y la estructura de aluminio se flexionaba. Luego llegamos A. Bettik y yo, y sólo pudimos mantenernos horizontales en el arnés y seguir buscando altura.
—Es difícil —me dijo Aenea al oído—. Quiere soltarse e ir hacia el este.
—No podemos —jadeé, arrostrando la corriente y elevándome.
—Lo sé —dijo Aenea con voz tensa. Yo estaba a cien metros de ella, pero la veía luchar con la barra de control, las piernas tensas, los pies hacia atrás como un clavadista.
Miré en torno. El brillante sol tenía una aureola de cristales de hielo. Los riscos eran casi invisibles y las cimas de los picos más altos estaban kilómetros debajo de nosotros.
—¿Cómo está A. Bettik? —preguntó Aenea.
Giré para mirar. El androide giraba en círculos sobre mí. Parecía tener los ojos cerrados, pero noté que hacía ajustes con la barra de control. Una capa de escarcha relucía sobre su carne azul.
—Creo que bien. Oye, Aenea…
—Sí.
—¿Es posible que el personal de Pax que está en Shivling o en órbita detecte estas emisiones? —Tenía el disco de comunicaciones en el bolsillo, pero habíamos decidido no usarlo hasta que llegara el momento de llamar a la nave. Sería irónico que nos capturasen o matasen por usar los comunicadores de los dermotrajes.
—Imposible —jadeó Aenea. A pesar de las máscaras osmóticas y la matriz de respiración de los dermotrajes, el aire era fino y frío—. Las hebras de comunicaciones tienen muy poco alcance. Medio kilómetro a lo sumo.
—Entonces quédate cerca —dije, y procuré ganar unos cientos de metros más antes de que el silencioso huracán que me azotaba impulsara la cometa hacia el este.
Al cabo de unos minutos ya no pudimos resistir la poderosa corriente de ese río de aire. La corriente ascendente murió de pronto y quedamos a merced de la turbulencia.
—¡Vamos! —gritó Aenea, olvidando que el menor susurro era audible en mi parche auditivo.
A. Bettik abrió los ojos y me hizo una seña. Mi paravela salió de la corriente ascendente disparada hacia el este. Atravesábamos el aire a una velocidad tan increíble que podíamos oír el rugido. La vela amarilla de Aenea se lanzó hacia el este como una flecha de ballesta, seguida por la vela azul de A. Bettik. Yo luché con los controles, comprendí que no tenía fuerzas para cambiar el curso y me limité a aferrarme mientras el río de aire nos arrastraba. T'ai Shan relucía allá adelante, pero estábamos perdiendo altura y la montaña aún estaba muy lejos. Bajo el mar de nubes blancas se agitaban las verdosas nubes de fosgeno del mar de ácido, invisibles pero acechantes.
Las autoridades de Pax en el sistema T'ien Shan estaban confundidas.
Cuando el capitán Wolmak recibió esa extraña señal de alarma desde Shivling a bordo del Jibril, trató de comunicarse con el cardenal Mustafa y los demás pero no recibió respuesta. Poco después envió una nave de combate con una veintena de infantes, incluidos tres médicos.
Recibió un informe desconcertante. La sala de conferencias de la gompa era un estropicio. Había sangre y vísceras humanas por doquier, pero el único cuerpo era el del gran inquisidor, que estaba inválido y ciego. Verificaron el ADN del chorro arterial más grande y descubrieron que era del padre Farrell. Otros charcos de sangre pertenecían al arzobispo Breque y su asistente LeBlanc. Pero no había cuerpos ni cruciformes. Los médicos informaron que el cardenal Mustafa estaba en coma y en shock profundo, al borde de la muerte; lo estabilizaron con sus kits de campaña y pidieron órdenes. ¿Debían dejar que el gran inquisidor muriera y fuera resucitado, o llevarlo al autodoc de la nave de combate para tratar de salvarlo, sabiendo que tardaría varios días en recobrar la conciencia y describir el ataque?
Los médicos también podían llevarlo a soporte vital, usar drogas para sacarlo del coma e interrogarlo a los pocos minutos, mientras el paciente moribundo sufría un dolor atroz.
Wolmak les ordenó que esperaran y se comunicó con el almirante Lemprière, comandante del grupo de tareas. En las afueras del sistema T'ien Shan, a muchas UA de distancia, las cuarenta naves que habían batallado con el Rafael rescataban supervivientes de los arcángeles averiados y aguardaban la llegada del correo papal y la nave robot del TecnoNúcleo que pondría la población del planeta en animación suspendida. Ninguno de ambos había llegado. Lemprière estaba más cerca, a cuatro minutos-luz, y el haz angosto tardaría ese tiempo en ponerlo al corriente, pero Wolmak no veía otra opción. Envió el mensaje y esperó.
A bordo de la nave insignia Raquel, Lemprière se encontró en una situación delicada. Sólo tenía minutos para decidir lo de Mustafa. Si permitía la muerte del gran inquisidor, era probable que una resurrección de dos días tuviera éxito. El cardenal sufriría poco dolor, pero la causa del ataque —Alcaudón, aborígenes, discípulos del monstruo Aenea, éxters— seguiría siendo un misterio hasta entonces. Lemprière tardó diez segundos en decidir, pero el haz angosto demoraba cuatro minutos.
—Que los médicos lo estabilicen —le ordenó a Wolmak—. Que lo pongan en una máquina en la nave de descenso. Que lo despierten e interroguen. Cuando sepamos lo suficiente, que el autocirujano haga un diagnóstico. Si es más rápido resucitarlo, déjenlo morir.
—A la orden —dijo Wolmak cuatro minutos después, y comunicó el mensaje a los infantes.
Entretanto los infantes ampliaban su búsqueda, usando paks de reacción VEM para investigar los peñascos verticales del Falo de Shiva. Sondearon Rhan Rso, el Lago de las Nutrias, con radar profundo, sin encontrar nutrias ni el cuerpo de los sacerdotes faltantes. En el enclave había una guardia de honor de doce infantes, más el piloto de la nave de descenso, pero estos hombres y mujeres también faltaban. Encontraron sangre y vísceras y analizaron el ADN. Así explicaron la mayoría de las ausencias, pero no encontraron los cuerpos.
—¿Debemos extender la búsqueda al Palacio de Invierno? —preguntó el teniente a cargo del grupo. Las tropas tenían órdenes específicas de no molestar a los lugareños, sobre todo al Dalai Lama y su gente, antes de que la nave del TecnoNúcleo llegara para dormir a la población.
—Un minuto —dijo Wolmak. Vio que el monitor del almirante Lemprière estaba encendido. El disco de comunicaciones de su red de mando también parpadeaba, la oficial de inteligencia del Jibril llamando desde la burbuja sensora—. ¿Sí?
—Capitán, hemos controlado visualmente la zona del palacio. Algo espantoso ha sucedido allí.
—¿Qué? —rugió Wolmak. Los miembros de su tripulación solían ser más precisos.
—No llegamos a verlo, señor —dijo la oficial de inteligencia. Era una mujer joven pero lista, y Lemprière lo sabía—. Estábamos usando las cámaras ópticas para mirar la zona del enclave. Pero vea esto…
Wolmak miró la imagen del holofoso, sabiendo que se retransmitía al almirante. El lado este de Potala, el Palacio de Invierno, visto desde cientos de metros por encima del puente Kyu Chu.
La carretera del puente estaba retraída, pero en las escaleras y terrazas que había entre el palacio y el puente, y en algunos rebordes angostos, y en el abismo que separaba el palacio del monasterio Drepung, había cientos de cuerpos ensangrentados y desmembrados.
—Santo Dios —dijo el capitán Wolmak, persignándose.
—Hemos identificado la cabeza del regente Tokra Reting entre los cuerpos mutilados —dijo la oficial de inteligencia con voz imperturbable.
—¿La cabeza? —repitió Wolmak, comprendiendo que esa inepta observación sería enviada al almirante con el resto de la transmisión. En cuatro minutos el almirante Lemprière sabría que Wolmak hacía comentarios estúpidos. No importaba—. ¿Alguien más de importancia?
—Negativo, señor. Pero ahora están transmitiendo en varias frecuencias de radio.
Wolmak se extrañó. Hasta ahora el Palacio de Invierno había mantenido silencio de radio y de haz angosto.
—¿Qué están diciendo?
—Está en mandarín y tibetano post-Hégira, señor —dijo la oficial—. Sienten pánico, capitán. El Dalai Lama está ausente. También el jefe de seguridad del Lama niño. El general Surkhang Sewon Chempo, jefe de la guardia palaciega, ha muerto… Han confirmado que encontraron su cuerpo decapitado.
Wolmak miró el reloj. La emisión de haz angosto estaba a medio camino de su trayecto hasta la nave del almirante.
—¿Quién hizo esto, el Alcaudón?
—No lo sé, capitán. Como decía, las lentes y cámaras apuntaban a otro lado. Revisaremos los discos.
—Hágalo —dijo Wolmak. No podía esperar más. Se comunicó con el teniente de infantería—. Vaya al palacio, teniente. Averigüe qué diablos está ocurriendo. Enviaré cinco naves de descenso, VEMs de combate y un tóptero artillado. Busque señales del arzobispo Breque, el padre Farrell o el padre LeBlanc. Y del piloto y la guardia de honor, por supuesto.
—A la orden, señor.
El enlace de haz angosto se puso verde. El almirante estaba recibiendo la última transmisión. Demasiado tarde para esperar su orden. Wolmak se comunicó con las dos naves de Pax más próximas, naves-antorcha que estaban más allá de la luna exterior, y las puso en alerta de combate pidiendo que se unieran a la órbita del Jibril. Tal vez necesitara esa potencia de fuego. Wolmak ya había visto la obra del Alcaudón, y la idea de que esa criatura apareciera repentinamente en su nave le causaba escalofríos. Se comunicó con la capitana Samuels de la nave-antorcha San Buenaventura.
—Carol —le dijo a la sorprendida imagen de la capitana—, entra en espacio táctico, por favor.
Wolmak se enchufó y apareció de pie sobre el reluciente y nuboso planeta de T'ien Shan. Samuels apareció junto a él en la estrellada oscuridad.
—Carol —dijo Wolmak—, algo está ocurriendo allá abajo. Creo que el Alcaudón anda suelto de nuevo. Si pierdes contacto con el Jibril, o empezarnos a gritar dislates…
—Lanzaré tres botes con infantes —dijo Samuels.
—Negativo. Freirás el Jibril. De inmediato.
La capitana Samuels parpadeó. También parpadeó la pantalla flotante que mostraba que la nave de Lemprière estaba transmitiendo. Wolmak salió del espacio táctico.
El mensaje era breve.
—He preparado la Raquel para un salto hacia el pozo de gravedad crítica de las inmediaciones de T'ien Shan —dijo el almirante Lemprière.
Wolmak iba a protestar a su superior, comprendió que su mensaje llegaría tres minutos después del salto Hawking y cerró la boca. Un salto dentro del sistema era tremendamente peligroso —una probabilidad contra cuatro de un desastre que acabara con toda la tripulación—, pero comprendía la necesidad del almirante de ir adonde la información era fresca y sus órdenes se pudieran ejecutar de inmediato.
Santo Jesús, pensó Wolmack, el gran inquisidor lisiado, el arzobispo y los demás desaparecidos, el palacio del Dalai Lama como un hormiguero pateado. Maldito sea ese Alcaudón. ¿Dónde está la nave correo del papa con su orden? ¿Dónde está la nave del Núcleo que nos prometieron? ¿Cómo pueden las cosas empeorar más?
—Capitán —dijo el jefe médico de la fuerza expedicionaria, desde la enfermería de su nave.
—Adelante.
—El cardenal Mustafa está consciente, señor… ciego, desde luego, y terriblemente dolorido, pero…
—Comuníqueme —gritó Wolmak.
Una mueca terrible llenó la holosfera. El capitán Wolmak notó la reacción de espanto de otra gente del puente.
El rostro del gran inquisidor aún estaba ensangrentado. Gritaba mostrando dientes rojos. Sus cuencas oculares estaban rasgadas y vacías, con jirones de tejido rasgado e hilillos de sangre.
Al principio el capitán Wolmak no entendió lo que decía, pero al fin comprendió el grito del cardenal.
—¡Nemes! ¡Nemes! ¡Nemes!
Los clones Nemes, Scylla y Briareus continúan rumbo al este. Los tres permanecen en cambio de fase, sin reparar en las abrumadora cantidad de energía que consumen. La energía llega de otra parte. No es su preocupación. Toda su existencia ha conducido a este momento.
Después del atemporal interludio de matanza bajo la puerta de Pargo Kaling, trepan a la torre y aferran los grandes cables de metal que sostienen el puente colgante. Atraviesan el mercado de Drepung, tres siluetas móviles desplazándose en un aire ambarino, dejando atrás siluetas humanas congeladas. En el mercado de Phari, los miles de estatuas humanas que compran, miran, ríen, discuten y se codean hacen sonreír a Nemes. Podría decapitarlos a todos en un santiamén. Pero ella tiene un objetivo.
En el empalme de la cablevía del risco Phari, los tres pasan a tiempo real, pues de lo contrario la fricción con el cable sería un problema.
«Scylla, la Vía Alta —transmite Nemes por la banda común—. Briareus, el puente medio. Yo cogeré la cablevía».
Sus hermanos asienten y desaparecen con una vibración. El maestro cablero trata de impedir que Nemes se adelante a veintenas de pasajeros que aguardan en fila. Es una hora punta.
Rhadamanth Nemes arroja al maestro cablero de la plataforma. Una docena de hombres y mujeres airados se le acercan gritando, resueltos a vengarse. Nemes salta de la plataforma y coge el cable. No tiene polea, freno ni arnés. Cambia de fase sólo las palmas de sus manos inhumanas y se arroja hacia el risco K'un Lun. La airada muchedumbre se engancha al cable y la persigue, una docena, dos, más. Mucha gente le tenía simpatía al maestro cablero.
Nemes tarda la mitad del tiempo habitual en franquear el gran abismo que separa Phari de K'un Lun. Frena torpemente y se estrella contra la roca, cambiando de fase en el último momento. Saliendo de la cavidad que abrió en la roca del borde, camina hacia el cable.
Las poleas chirrían mientras sus perseguidores se deslizan por el cable. Hay más en el horizonte, abalorios negros en un cordel delgado. Nemes sonríe, cambia ambas manos de fase, las alza y corta el cable.
Le sorprende que sean pocos los hombres y mujeres condenados que gritan al desprenderse del cable y caer hacia la muerte.
Nemes trota hacia las cuerdas fijas, trepa y las corta todas: cuerdas de ascenso, de enganche, de seguridad, todo. Cinco miembros armados del distrito policial K'un Lun de Hsi wang-mu se le enfrentan en el risco, al sur del deslizadero. Cambia de fase sólo el brazo izquierdo y los arroja al vacío.
Mirando al noroeste, Nemes ajusta su visión infrarroja y telescópica y escruta el puente de bambú que conecta los promontorios de la Vía Alta entre los riscos de Phari y K'un Lun. El puente cae con un culebreo de varillas, lianas y cables, y su extremo inferior roza las nubes de fosgeno.
«Listo», transmite Briareus.
«¿Cuánta gente había encima cuando cayó?», pregunta Nemes.
«Mucha.» Briareus se desconecta.
Un segundo después llama Scylla. «Cayó el puente norte. Destruyo la Vía Alta mientras avanzo».
«Bien —responde Nemes—. Te veré en Jo-kung».
Los tres pasan a tiempo real mientras atraviesan la fisura de Jo-kung. Llueve levemente, y las nubes son densas como niebla estival. Nemes tiene el cabello pegado a la frente y nota que Scylla y Briareus tienen el mismo aspecto. La muchedumbre les cede el paso. La carretera que conduce al Templo Suspendido en el Aire está vacía.
Nemes encabeza la marcha cuando se acercan al último puente colgante, al pie de la escalera del templo. Éste tuvo que ser el primer artefacto reparado por Aenea, un tramo de veinte metros sobre una fisura angosta entre torres de dolomita, a mil metros de las rocas y nubes más bajas. Nubes monzónicas rodean la húmeda estructura.
Una figura borrosa se yergue en el borde del peñasco, más allá de las nubes, al otro lado del puente. Nemes pasa a imagen térmica y sonríe al ver que la figura alta no irradia calor. Usa el radar de su frente para estudiarla: tres metros de altura, púas, dedos filosos en cuatro manazas, un caparazón donde rebota el radar, hojas cortantes en el pecho y la frente, ninguna respiración, pinchos en los hombros y la frente.
«Perfecto», transmite Nemes.
«Perfecto», convienen Scylla y Briareus.
La figura que está del otro lado del puente no responde.
Llegamos a la montaña con muy pocos metros de margen. Una vez que nos desprendimos de la turbulencia, nuestro descenso fue continuo e irreversible. Sobre el mar de nubes había pocas corrientes ascendentes y muchas corrientes descendentes, y aunque recorrimos la primera mitad de los cien kilómetros en pocos minutos de emocionante aceleración, la segunda mitad fue de apabullante descenso. Por momentos pensábamos que llegaríamos con margen de sobra, por momentos que caeríamos en las nubes y ni siquiera advertiríamos que estábamos a punto de morir hasta que la cometa se precipitara al mar de ácido.
Caímos en las nubes, pero eran las nubes monzónicas, las nubes de vapor de agua, las nubes respirables. Los tres volábamos a la menor distancia posible, vela azul, vela amarilla, vela verde, casi tocándonos, más temerosos de perdernos y morir a solas que de chocarnos y caer juntos.
Aenea y yo teníamos las hebras de comunicaciones, pero sólo nos hablamos una vez durante ese emocionante descenso. La niebla estaba más tupida, y yo apenas veía su ala amarilla a mi izquierda, y pensaba: Tuvo un hijo, se casó con otro, amó a otro. Entonces oí la voz en mi traje.
—Raul.
—Sí, pequeña.
—Te amo, Raul.
Vacilé un segundo, pero el vacío emocional que me había succionado un instante antes desapareció en un torrente de afecto por mi joven amiga y amante.
—Y yo a ti, Aenea.
Descendimos en el aire turbio. Creí detectar un olor acre en el viento. ¿El linde de las nubes de fosgeno?
—¿Pequeña?
—Sí, Raul.
Su voz era un susurro en mis oídos. Ambos nos habíamos quitado la máscara osmótica, aunque podía protegernos del fosgeno. No sabíamos si A. Bettik podía respirar ese veneno. Si no podía, el tácito plan era cerrarnos la máscara con la esperanza de llegar al borde de la montaña antes de tocar el mar de ácido y sacar al androide del aire venenoso. Ambos sabíamos que era un plan endeble. Durante mi descenso inicial el radar de la nave me había mostrado que la mayoría de los montes caían a pico bajo la capa de fosgeno y a los pocos minutos de entrar en las nubes venenosas nos precipitaríamos al mar, pero era mejor tener un plan que sucumbir al destino. En el ínterin, ambos estábamos sin máscara, respirando aire fresco mientras podíamos.
—Pequeña, si sabes que esto no dará resultado, si has visto lo que crees es…
—¿Mi muerte? —concluyó ella. Yo no podría haberlo dicho en voz alta.
Asentí estúpidamente. Ella no podía verme a través de las nubes.
—Son sólo posibilidades, Raul. Aunque la que conozco como probabilidad mayor no es ésta. No te preocupes. No os habría pedido que vinierais conmigo si hubiera pensado eso.
—Lo sé —dije, alegrándome de que A. Bettik no pudiera oír esta conversación—. No pensaba en ello. —Había pensado que tal vez ella supiera que el androide y yo terminaríamos el viaje, pero ella no. Ahora no lo creía. Mientras mi destino siguiera enlazado con el suyo, podía aceptar cualquier cosa—. Sólo me preguntaba por qué huíamos de nuevo, pequeña. Estoy harto de huir de Pax.
—También yo. Créeme, Raul, eso no es todo lo que estamos haciendo. ¡Oh, mierda!
No es una cita memorable, tratándose de una mesías, pero pronto vi por qué gritaba. Una ladera rocosa había aparecido a veinte metros, y había grandes peñas entre cuestas de esquisto, y escarpas abruptas más abajo. A. Bettik encabezó el descenso, tirando de la barra de control, liberando las piernas de los aparejos y usando la cometa como paracaídas. Rebotó dos veces y bajó la cometa rápidamente, quitándose el arnés. Lhomo nos había mostrado que en lugares peligrosos y ventosos era importante desprenderse rápidamente de la paravela para no ser arrastrado. Y este lugar era definitivamente peligroso.
Aenea aterrizó en segundo lugar, y yo pocos segundos después. Mi aterrizaje fue el más torpe. Boté, rodé, me torcí el tobillo entre las piedras, caí de rodillas mientras la paravela chocaba contra una roca, curvando el metal y desgarrando la tela. La cometa trató de echarme hacia atrás, arrastrándome al fondo tal como Lhomo me había advertido, pero A. Bettik aferró las varillas de la izquierda, Aenea cogió el travesaño derecho un segundo después y lo estabilizaron el tiempo suficiente para que yo me librara del arnés y me alejara de ese destrozo, llevando mi mochila.
Aenea se arrodilló en las frías y húmedas rocas, aflojándome la bota y estudiando el tobillo.
—No creo que la torcedura sea grave —dijo—. Puede hincharse un poco, pero podrás caminar.
—Bien —dije estúpidamente, sólo consciente del contacto de sus manos con mi tobillo. Me sobresalté cuando me roció con un líquido frío de su kit médico.
Ambos me ayudaron a incorporarme. Juntamos nuestros bártulos y echamos a andar cuesta arriba cogidos del brazo, hacia donde resplandecían las nubes.
Subimos hacia la luz del sol en las cuestas sagradas de T'ai Shan. Yo me había quitado la capucha y la máscara del dermotraje, pero Aenea sugirió que me dejara el traje. Me puse la chaqueta térmica para sentirme menos desnudo, y noté que mi amiga hacía lo mismo. A. Bettik se frotaba los brazos y noté que el frío de esas alturas le había dejado la carne casi blanca.
—¿Te encuentras bien? —le pregunté.
—Bien, M. Endymion. Aunque unos minutos más a esa altitud…
Miré las nubes donde habíamos abandonado las cometas.
—Supongo que no bajaremos de esta colina con las paravelas.
—Correcto —dijo Aenea—. Mira.
Habíamos salido de las rocas y cuestas de esquisto a unas vegas entre altos peñascos, prados entrecruzados por sendas de cigocabra y piedras. Arroyos helados saltaban sobre rocas, pero había puentes hechos de losas. Algunos pastores lejanos nos habían observado impasiblemente mientras subíamos. Ahora doblamos un recodo y miramos lo que sólo podían ser templos de piedra blanca sobre almenas grises. Los relucientes edificios —brillantes bajo la extensión de hielo blanco azulado y las cuestas de nieve que se extendían hasta perderse de vista en el cénit azul— parecían altares. Aenea señaló una gran piedra blanca junto al sendero, con este poema tallado en su cara lisa:
¿Con qué he de comparar el Gran Pico?
Su azulado verdor nunca se pierde de vista en las provincias circundantes.
Imbuido por el Forjador de Formas con el raudo poder de la divinidad,
bañado de sol y sombra, con sus cuestas divide el día de la noche.
Jadeando trepo hacia las nubes,
siguiendo con los ojos el vuelo de las aves.
un día llegaré a su cumbre incomparable,
y de un solo vistazo miraré todos los montes.
Tu Fu, dinastía T'ang,
China, Vieja Tierra.
Y así entramos en Tai’an, la Ciudad de la Paz. En las cuestas había veintenas de templos, cientos de tiendas, tabernas y hogares, un sinfín de pequeños altares y una bulliciosa calle llena de puestos cubiertos de toldos de lona brillante. La gente era encantadora —una palabra pobre, pero creo que es la única apropiada— y tenía cabello negro, ojos brillantes, dientes relucientes, piel saludable y orgullo y vigor en el porte y el andar. Las ropas eran de seda y algodón teñido, brillantes pero sencillas, y había muchos monjes de túnica anaranjada y roja. Habría comprendido que las multitudes nos mirasen con curiosidad —nadie visita Tai’an en los meses de los monzones—, pero todas las miradas que vi eran acogedoras y amables. Muchas personas saludaban a Aenea por el nombre y le tocaban la mano o la manga. Recordé que ella había visitado antes el Gran Pico.
Aenea señaló la gran lámina de roca blanca que cubría una ladera encima de la Ciudad de la Paz. En esa losa bruñida habían tallado lo que ella me explicó era el Sutra del diamante en enormes caracteres chinos: una de las obras centrales de la filosofía budista, que recordaba al monje y al viandante la naturaleza última de la realidad tal como estaba simbolizada en el vacío cielo azul. Aenea también señaló la Primera Puerta Celestial del linde de la ciudad, un gigantesco arco de piedra bajo un rojo techo de pagoda, con el primero de los veintisiete mil escalones que conducían a la Cumbre de Jade. Increíblemente, nos esperaban. En la gran gompa del centro de la Ciudad de la Paz, más de mil doscientos monjes de túnica roja estaban sentados pacientemente con las piernas cruzadas, aguardando a Aenea. El lama residente la saludó con una profunda reverencia. Ella ayudó al hombre a incorporarse y lo abrazó, y A. Bettik y yo nos sentamos en un lado de la tarima baja mientras Aenea hablaba brevemente ante la expectante multitud.
—La primavera pasada dije que regresaría en esta época —dijo con voz clara—, y es grato a mi corazón veros de nuevo. Sé que aquellos que comulgaron conmigo durante mi última visita han descubierto lo que significa aprender el idioma de los muertos, aprender el idioma de los vivos y, en algunos casos, oír la música de las esferas. Pronto, os prometo, aprenderéis a dar ese primer paso.
»Éste es un día triste en muchos sentidos, pero nuestro futuro rebosa de cambio y optimismo. Me honra que me hayáis permitido ser vuestra maestra. Me honra que hayamos compartido la exploración de un universo que es inimaginablemente rico. —Hizo una pausa y nos miró a A. Bettik y a mí—. Estos son mis compañeros, mi amigo A. Bettik y mi amado Raul Endymion. Ellos han compartido todas las penurias del viaje más largo de mi vida, y compartirán la peregrinación de hoy. Cuando hoy partamos, pasaremos por las tres Puertas Celestiales, entraremos en la Boca del Dragón y, si así lo quieren Buda y los hados del caos, visitaremos a la Princesa de las Nubes Azules y veremos el Templo del Emperador de Jade.
Aenea hizo otra pausa y miró las cabezas rapadas y los ojos oscuros y brillantes. Vi que no se trataba de fanáticos religiosos, de sirvientes obtusos o de ascetas masoquistas, sino de jóvenes alertas, inteligentes, inquisitivos. Digo «jóvenes», pero entre los rostros lozanos y juveniles había muchos con barba gris y arrugas.
—Mi querido amigo, el lama, me ha dicho que hoy muchos desean compartir la comunión con el Vacío Que Vincula —dijo Aenea.
Un centenar de monjes de las filas delanteras se puso de rodillas.
Aenea asintió.
—Así será —murmuró. El lama trajo jarras de vino y copas de bronce. Antes de llenar las copas o pincharse el dedo para extraer sangre, Aenea dijo—: Pero antes de compartir esta comunión, debo recordaros que este cambio es físico, no espiritual. Vuestra búsqueda individual de Dios o la Iluminación debe seguir siendo eso… vuestra búsqueda individual. Este momento de cambio no traerá satori ni salvación. Sólo traerá cambio.
Mi joven amiga alzó un dedo, el dedo que iba a pinchar.
—En las células de mi sangre hay singulares configuraciones de ADN y ARN, junto con ciertos agentes virales que invadirán vuestro cuerpo, empezando por el revestimiento del estómago y terminando en cada célula del cuerpo. Estos virus invasores son somáticos, es decir, serán transmitidos a vuestros hijos.
»He enseñado a vuestros maestros, y ellos os han enseñado a vosotros, que estos cambios físicos os permitirán, con cierto adiestramiento, tocar más directamente el Vacío Que Vincula, aprendiendo así el idioma de los muertos y los vivos. Con el tiempo, con más experiencia y adiestramiento, podréis oír la música de las esferas y dar un paso hacia otra parte. —Alzó más el dedo—. Esto no es metafísica, queridos amigos. Es un agente viral mutante. Sabed que nunca podréis usar el cruciforme de Pax, ni podrán hacerlo vuestros hijos ni los hijos de sus hijos. Este cambio básico en el alma de vuestros genes y cromosomas os excluirá para siempre de esa forma de longevidad física.
»Esta comunión no os ofrece inmortalidad, queridos amigos. Asegura que la muerte sea nuestro final común. Insisto, no ofrezco vida eterna ni satori instantáneo. Si éstas son las cosas que buscáis, debéis hallarlas en vuestra propia búsqueda religiosa. Yo sólo ofrezco un ahondamiento de la experiencia humana de la vida y un contacto con los otros, humanos o no, que han compartido ese compromiso con el vivir. No habrá vergüenza si ahora cambiáis de parecer. Pero habrá deber, incomodidad y gran peligro para quienes compartan esta comunión y así se conviertan a su vez en maestros del Vacío Que Vincula, así como en portadores de este nuevo virus de la elección humana.
Aenea esperó, pero ninguno de los cien monjes se marchó. Todos permanecieron de rodillas, la cabeza gacha.
—Así sea —dijo Aenea—. Mis mejores deseos.
Y se pinchó el dedo, vertiendo una gota de sangre en cada copa de vino sostenida por el anciano lama.
En pocos minutos los cien monjes pasaron las copas por sus filas, bebiendo apenas un sorbo. Yo me levanté, resuelto a ir al extremo de una fila y participar en la comunión, pero Aenea me llamó con una seña.
—Todavía no, querido —me susurró al oído, tocándome el hombro.
Sentí la tentación de discutir —¿por qué se me excluía de esto?—, pero regresé junto a A. Bettik.
Me incliné para susurrarle al androide:
—Tú no has participado en esta comunión, ¿verdad?
El hombre azul sonrió.
—No, M. Endymion. Y nunca lo haré.
Estaba por preguntarle por qué, pero en ese momento la comunión terminó, los mil doscientos monjes se pusieron de pie, Aenea caminó entre ellos, hablando y tocando manos, y por su mirada vi que era hora de partir.
Nemes, Scylla y Briareus miran al Alcaudón a través del puente colgante, sin cambiar de fase, mirando a su enemigo en tiempo real.
«Es ridículo —transmite Briareus—. Un coco infantil. Púas, espinas y dientes. Qué tontería».
«Cuéntaselo a Gyges —responde Nemes—. ¿Listos?».
«Lista», dice Scylla.
«Listo», dice Briareus.
Los tres cambian de fase al unísono. Nemes ve que el aire se vuelve espeso, la luz un jarabe sepia, y sabe que aunque el Alcaudón ahora haga lo obvio —cortar los soportes del puente colgante— no importará: en tiempo rápido, el puente tardará siglos en empezar a caer, tiempo suficiente para que el terceto lo cruce mil veces.
Uno por uno, con Nemes a la cabeza, cruzan.
El Alcaudón no cambia de posición. Su cabeza no se mueve para seguirlos. Sus ojos rojos despiden un brillo opaco, como vidrio carmesí reflejando el crepúsculo.
«Aquí hay algo raro», transmite Briareus.
«Silencio —ordena Nemes—. No uséis la banda común a menos que yo abra el contacto». Está a menos de diez metros del Alcaudón y la cosa aún no ha reaccionado. Nemes continúa hasta pisar piedra sólida. Su hermana la sigue, colocándose a su izquierda. Briareus salta del puente y se pone a la derecha de Nemes. Están a tres metros de la leyenda de Hyperion. El Alcaudón no se mueve.
Nemes pasa a tiempo real para hablarle a la estatua de cromo.
—Quítate del camino o serás destruido. Tus días han pasado. Hoy la niña será nuestra.
El Alcaudón no responde.
«Destruidlo», ordena Nemes a sus hermanos, cambiando de fase.
El Alcaudón desaparece, surcando el tiempo.
Nemes parpadea cuando la sacuden las ondas de choque temporal. Escudriña las inmediaciones con todo el espectro de su visión.
Aún hay algunos seres humanos en el Templo Suspendido en el Aire, pero el Alcaudón no está.
«Tiempo real», ordena y sus hermanos obedecen. El mundo resplandece, el aire se mueve, el sonido retorna.
—Encontradla —dice Nemes.
Scylla corre hacia el eje de la Noble Óctuple Vía de la Sabiduría y sube por la escalera hasta la plataforma del Entendimiento Recto. Briareus se dirige al eje de la Moralidad y brinca a la pagoda del Lenguaje Recto. Nemes coge la tercera escalera, la más alta, dirigiéndose a los pabellones de la Mentalidad Recta y la Meditación Recta. Su radar muestra gente en el edificio más alto. Llega en pocos segundos, escrutando los edificios y la pared rocosa en busca de escondrijos. Nada. Hay una mujer joven en el pabellón de la Meditación Recta, y por un instante Nemes cree que la búsqueda ha terminado. Pero aunque tiene la misma edad de Aenea, no es ella. Hay otros en la elegante pagoda, una anciana a quien Nemes reconoce como la Marrana del Rayo, por la recepción del Dalai Lama, el heraldo y jefe de seguridad del Lama, Carl Linga William Eiheji, y el Dalai Lama en persona.
—¿Dónde está? —pregunta Nemes—. ¿Dónde está la que se hace llamar Aenea?
Antes de que los demás puedan hablar, el guerrero Eiheji desenfunda una daga y la arroja con la celeridad del rayo.
Nemes la elude fácilmente. Sin siquiera cambiar de fase, reacciona más rápidamente que los humanos. Pero cuando Eiheji saca una pistola de dardos, Nemes cambia de fase, camina hacia el hombre congelado, lo envuelve en su campo y lo arroja al abismo por la ventana. En cuanto Eiheji sale de su campo, parece flotar en el aire como un ave arrojada del nido, incapaz de volar pero reacia a caer.
Nemes se vuelve hacia el niño y cambia de fase. Detrás de ella, Eiheji cae con un grito.
El Dalai Lama queda boquiabierto. Para él y las dos mujeres presentes, Eiheji simplemente desapareció y reapareció en el aire, fuera del pabellón, como si se hubiera teleportado a su muerte.
—No puedes… —dice la vieja Marrana del Rayo.
—No está permitido… —comienza el Dalai Lama.
—No debes… —interviene la mujer que Nemes supone es Rachel o Theo, compatriotas de Aenea. Nemes no dice nada. Cambia de fase, camina hacia el niño, lo envuelve con su campo, lo levanta, lo lleva a la puerta abierta.
«Nemes», llama Briareus desde el pabellón del Esfuerzo Recto.
«¿Qué?».
En vez de verbalizar por la banda común, Briareus usa la energía extra para enviar una imagen visual. Congelada en el aire turbio, la llama de fusión sólida como una columna azul, una nave espacial desciende.
«Tiempo real», ordena Nemes.
Los monjes y el viejo lama nos dieron comida envuelta en un saco marrón. También le dieron a A. Bettik uno de esos anticuados trajes de presión que yo sólo había visto en el antiguo museo del espacio de Puerto Romance y nos ofrecieron otro par, pero Aenea y yo les mostramos los dermotrajes que llevábamos bajo la chaqueta térmica. Los mil doscientos monjes se volvieron para despedirnos en la Primera Puerta Celestial, y debía de haber otros dos o tres mil apretujándose y asomándose para vernos partir.
La gran escalera estaba vacía excepto por nosotros tres, que ahora subíamos fácilmente, A. Bettik con su casco claro echado hacia atrás como una cogulla, Aenea y yo con nuestras máscaras osmóticas levantadas. Cada escalón tenía siete metros de anchura pero poca altura, y el primer tramo fue bastante fácil, con una amplia terraza cada tantos escalones. Los escalones tenían calefacción interna, de modo que permanecían despejados mientras nos internábamos en la región de hielos y nieves perpetuas.
Al cabo de una hora habíamos llegado a la Segunda Puerta Celestial, una enorme pagoda roja con un arco de quince metros, e iniciamos un ascenso más empinado por la falla casi vertical conocida como Boca del Dragón. Aquí los vientos eran más intensos, la temperatura descendía abruptamente y el aire perdía densidad.
En la Segunda Puerta Celestial nos habíamos vuelto a poner los arneses, y nos enganchamos a una de las líneas que iban a lo largo de la escalera, ajustando la polea como para que sirviera de freno si caíamos o patinábamos. Poco después A. Bettik infló su casco y nos hizo una seña afirmativa mientras Aenea y yo sellábamos las máscaras osmóticas.
Seguimos subiendo hacia la Puerta Meridional del Cielo, que todavía estaba a un kilómetro, dejando el mundo atrás. Era la segunda vez en pocas horas que veíamos semejante panorama, pero esta vez podíamos apreciarlo con cierta tranquilidad. Cada trescientos escalones nos deteníamos para descansar, jadeando y contemplando la luz del atardecer en los grandes picos. Ya no veíamos Tai'an, la Ciudad de la Paz, que estaba a mil quinientos escalones y varios kilómetros de distancia, por debajo de los campos de hielo y paredes de roca por donde habíamos subido. Comprendí que las hebras de comunicaciones de los dermotrajes nos brindaban intimidad una vez más.
—¿Cómo estás, pequeña? —pregunté.
—Cansada —dijo Aenea, pero suavizó el comentario con una sonrisa.
—¿Puedes decirme adónde vamos?
—El Templo del Emperador de Jade. Está en la cumbre.
—Eso supuse —dije, apoyando un pie en el ancho escalón y subiendo el otro pie hasta el escalón siguiente. A esta altura la escalera atravesaba un saliente de roca y hielo. Sabía que si daba la vuelta para mirar, el vértigo me vencería. Esto era infinitamente peor que volar con paravelas—. ¿Pero puedes decirme por qué subimos al Templo del Emperador de Jade cuando todo se va al mismísimo demonio?
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a Nemes y los suyos, que tal vez nos estén persiguiendo. Es indudable que Pax intervendrá. Todo se desmorona. Y nosotros vamos en peregrinación.
Aenea asintió. El viento rugía ahora, mientras subíamos en medio de la turbulencia ascendente. Avanzábamos con la cabeza gacha y el cuerpo arqueado, como cargando un fardo pesado. Me pregunté en qué pensaría A. Bettik.
—¿Por qué no llamamos a la nave y nos largamos de aquí? Si vamos a escabullimos, terminemos con esto.
Pude ver los oscuros ojos de Aenea detrás de la máscara, que reflejaba el azul profundo del cielo.
—Cuando la llamemos, dos docenas de naves de Pax se lanzarán sobre nosotros como cuervos —dijo Aenea—. No podemos hacerlo hasta que estemos listos.
Señalé la empinada escalera.
—¿Y subir por aquí nos preparará?
—Eso espero —dijo ella, respirando entrecortadamente.
—¿Qué hay aquí, pequeña?
Los tres nos detuvimos y jadeamos, demasiado agotados para apreciar la vista. Habíamos llegado al linde del espacio. El cielo era casi negro. Las estrellas más brillantes eran visibles y pude ver una de las lunas más pequeñas dirigiéndose al cénit. ¿O era una nave de Pax?
—No sé qué encontraremos, Raul —dijo Aenea con voz fatigada—. Vislumbro cosas, sueño cosas una y otra vez, pero después sueño lo mismo de otra manera. Detesto hablar de ello hasta ver qué realidad se presenta.
Di a entender que comprendía, pero era mentira. Reanudamos el ascenso.
—Aenea.
—Sí, Raul.
—¿Por qué no me dejas tomar la comunión?
Aenea hizo una mueca.
—Odio llamarla así.
—Lo sé, pero así la llaman todos. Al menos dime por qué no me dejas beber el vino.
—No es tiempo para ti, Raul.
—¿Por qué no? —De nuevo sentía furia y frustración, mezcladas con el amor que sentía por esa mujer.
—Sabes que hablo de cuatro pasos…
—Aprender el idioma de los muertos, aprender el idioma de los vivos… sí, sí. Conozco los cuatro pasos —dije con desdén, apoyando un pie muy real en un escalón de mármol muy físico y dando otro cansado paso en la interminable escalera.
Aenea sonrió ante mi ofuscación.
—Esas cosas suelen distraer a la persona que se enfrenta a ellas por primera vez —murmuró—. Ahora necesito toda tu atención. Necesito tu ayuda.
Eso tenía sentido. Extendí la mano para tocarla. A. Bettik nos miró y asintió con un gesto como si aprobara nuestro contacto. Recordé que él no podía haber oído nuestra transmisión.
—Aenea, ¿eres la nueva mesías?
Aenea suspiró.
—No, Raul. Nunca dije que fuera una mesías. Nunca quise serlo. Ahora soy sólo una mujer cansada. Tengo una jaqueca demoledora y punzadas. Es el primer día de mi regla.
Debe haber visto mi expresión de asombro. Caray, pensé. No todos los días te encuentras con una mesías para enterarte de que sufre dolores menstruales.
Aenea rió entre dientes.
—No soy la mesías, Raul. Sólo fui escogida para ser La Que Enseña. E intentaré hacerlo… mientras pueda.
Algo en esa frase me provocó un nudo en el estómago.
—De acuerdo —dije.
Llegamos al escalón trescientos y nos detuvimos, jadeando con mayor dificultad. Miré hacia arriba. Todavía no veía la Puerta Meridional del Cielo. Aunque era mediodía, el cielo estaba negro como en el espacio. Mil estrellas refulgían, titilando apenas. Noté que el rugido del viento había cesado. T'ai Shan era el pico más alto de T'ien Shan, y llegaba hasta los límites de la atmósfera. De no ser por los dermotrajes, nuestros ojos, tímpanos y pulmones habrían reventado como globos. Nuestra sangre estaría hirviendo. Nuestro…
Traté de pensar en otra cosa.
—De acuerdo —dije—, pero si fueras la mesías, ¿cuál sería tu mensaje para la humanidad?
Aenea rió de nuevo, pero noté que era una risa reflexiva, no burlona.
—Si tú fueras un mesías, ¿cuál sería tu mensaje?
Solté una carcajada. A. Bettik no pudo haberme oído en el cuasi-vacío que nos separaba, pero debe haber visto que echaba la cabeza hacia atrás, pues me miró con curiosidad. Lo saludé con la mano y le respondí a Aenea:
—No tengo la menor idea.
—Exacto. Cuando yo era niña, quiero decir muy niña, antes de conocerte… sabía que tendría que vérmelas con estas cosas… siempre me preguntaba qué mensaje le daría a la humanidad. Al margen de aquello que sabía que debía enseñar. Algo profundo. Una especie de Sermón de la Montaña.
Miré en torno. No había hielo ni nieve a esta altura. Los escalones claros y blancos subían entre rocas negras y empinadas.
—Bien, ya tienes la montaña.
—Sí —dijo Aenea, de nuevo con voz fatigada.
—¿Y qué mensaje se te ha ocurrido? —insistí, más para distraerla que para oír la respuesta. Hacía rato que ella y yo no conversábamos.
Vi su sonrisa.
—Trabajé en ello —dijo al fin—, tratando de que fuera tan breve e importante como el Sermón de la Montaña. Luego comprendí por qué no funcionaba… Era como el tío Martin en su época de poeta maniático, tratando de ser Shakespeare… así que decidí que mi mensaje sería más breve.
—¿Cuán breve?
—Lo reduje a treinta y cinco palabras. Demasiado largo. Luego a veintisiete. Aún demasiado largo. Al cabo de unos años lo reduje a diez. Todavía largo. Al fin lo reduje a tres palabras.
—¿Tres palabras? ¿Y cuáles son?
Habíamos llegado al siguiente descanso, el escalón siete mil trescientos o algo así. Nos detuvimos con gratitud. Me encorvé para apoyar las manos sobre las rodillas y procuré contener la náusea. Era de mala educación vomitar en una máscara osmótica.
—¿Cuáles son? —repetí cuando hube recobrado el aliento, y pude oír la respuesta por encima de las palpitaciones de mi corazón y el silbido de mis pulmones.
—Elige de nuevo —dijo Aenea.
Reflexioné un instante.
—¿Elige de nuevo? —repetí.
Aenea sonrió. Había recobrado el aliento y contemplaba ese paisaje vertical que yo temía mirar. Parecía estar disfrutándolo. En ese momento sentí el tierno impulso de arrojarla al precipicio. ¡La juventud! A veces es insufrible.
—Elige de nuevo —dijo con firmeza.
—¿Podrías explayarte un poco?
—No —dijo Aenea—. Ésa es la idea. Mantenerlo simple. Pero nombra una categoría y entenderás.
—Religión —dije.
—Elige de nuevo —dijo Aenea.
Me reí.
—No bromeo del todo, Raul.
Reanudamos el ascenso. A. Bettik parecía sumido en sus pensamientos.
—Lo sé, pequeña —dije, aunque antes no estaba tan seguro—. Categorías… eh… sistemas políticos.
—Elige de nuevo.
—¿No crees que Pax representa la máxima evolución de la sociedad humana? Ha traído la paz interestelar, un gobierno bastante bueno… inmortalidad para sus ciudadanos.
—Es hora de elegir de nuevo. Y hablando de nuestras visiones de la evolución…
—¿Qué?
—Elige de nuevo.
—¿Elegir de nuevo qué? ¿El rumbo de la evolución?
—No. Me refiero a la idea de que la evolución tenga un rumbo. La mayoría de nuestras teorías sobre la evolución, llegado el caso.
—¿Entonces no estás de acuerdo con el papa Teilhard… ese peregrino de Hyperion, el padre Duré… cuando hace tres siglos dijo que Teilhard de Chardin tenía razón, que el universo evolucionaba hacia la conciencia y una conjunción con la Deidad? ¿Lo que él llamaba el Punto Omega?
Aenea me miró.
—Leíste mucho en la biblioteca de Taliesin, ¿verdad?
—Sí.
—No, no estoy de acuerdo con Teilhard, ni con el jesuita original ni con el papa. Mi madre conoció al padre Duré y al farsante actual, el padre Hoyt.
Pestañeé. Supongo que lo sabía, pero recordar esa realidad… los contactos de mi amiga a través de los tres últimos siglos… eso me desconcertaba un poco.
—De un modo u otro —continuó Aenea—, la ciencia evolutiva se ha estancado en el último milenio. Primero el Núcleo se opuso activamente a esas investigaciones porque temía la ingeniería genética diseñada por humanos, una explosión de nuestra especie en variaciones inservibles para los parásitos del Núcleo. Durante siglos la Hegemonía ignoró la evolución y las biociencias por influencia del Núcleo, y ahora Pax siente terror de ello.
—¿Porqué?
—¿Por qué Pax siente terror de la investigación biológica y genética?
—No, creo entender eso. El Núcleo quiere mantener a los seres humanos en la forma que les resulta conveniente, y lo mismo quiere la Iglesia. Definen a los seres humanos contando brazos, piernas y demás. ¿Pero por qué redefinir la evolución? ¿Por qué reanudar la discusión acerca de su rumbo o falta de rumbo? ¿La teoría antigua no se sostiene?
—No —dijo Aenea. Escalarnos varios minutos en silencio—. Salvo por místicos como el Teilhard original, la mayoría de los primeros científicos de la evolución procuraban no pensar en «objetivos» ni «propósitos». Eso era religión, no ciencia. La mera idea de un rumbo era anatema para los científicos pre-Hégira. Sólo podían hablar de «tendencias» de la evolución, caprichos estadísticos recurrentes.
—¿Entonces?
—Era un prejuicio miope, así como el de Teilhard de Chardin era su fe. Hay rumbos de la evolución.
—¿Cómo lo sabes? —murmuré, dudando de que me respondiera.
Respondió al instante.
—Algunos datos que vi antes de nacer, a través de los contactos de mi padre cíbrido con el Núcleo. Las inteligencias autónomas han comprendido la evolución humana durante siglos, aun si los humanos permanecían en la ignorancia. Como hiperhiperparásitos, las IAs sólo evolucionan hacia un mayor parasitismo. Sólo pueden mirar las criaturas vivientes y su curva evolutiva y observarla… o tratar de detenerla.
—¿Y hacia dónde se dirige la evolución? ¿Hacia una mayor inteligencia? ¿Hacia una mente de colmena, una mente colectiva con poderes divinos? —Sentía curiosidad por su percepción de los leones y tigres y osos.
—Mente de colmena. Puaj. ¿No se te ocurre nada más aburrido ni desagradable?
No dije nada. Había supuesto que ésta era la dirección de sus enseñanzas en cuanto al idioma de los muertos y todo eso. Decidí escuchar mejor la próxima vez que ella enseñara.
—Casi todo lo interesante de la experiencia humana es resultado de experiencias, experimentos, explicaciones y comuniones individuales —dijo mi joven amiga—. Una mente de colmena sería como las antiguas emisiones televisivas, o la vida en la cumbre de la esfera de datos… una idiotez consensual.
—De acuerdo —dije, aún confundido—. ¿Hacia dónde se dirige la evolución?
—Hacia más vida. La vida gusta de la vida. Es así de simple. Pero, más asombrosamente, la no-vida también gusta de la vida… y quiere participar de ella.
—No entiendo.
—En la Tierra pre-Hégira, en la década de 1920, hubo un geólogo de un estado-nación llamado Rusia que comprendía estas cosas. Se llamaba Vladimir Vernadsky y acuñó el término «biosfera», el cual, si las cosas suceden como creo, pronto cobrará un nuevo sentido para nosotros dos.
—¿Porqué?
—Ya lo verás, amigo mío —dijo Aenea, tocando mi mano enguantada con su mano enguantada—. De todos modos, Vernadsky escribió en 1926: «Los átomos, una vez atraídos al torrente de la materia viva, no la abandonan de buena gana».
Pensé en ello un momento. No tenía muchos conocimientos científicos —lo poco que sabía se lo debía a Grandam y la biblioteca de Taliesin— pero esto tenía sentido.
—Hace mil doscientos años se expresó en forma más científica en la Ley de Dollo. La esencia es que la evolución no retrocede… las excepciones como la ballena de Vieja Tierra, tratando de convertirse de nuevo en pez después de vivir como mamífero terrestre, son precisamente eso… raras excepciones. La vida avanza… continuamente encuentra nuevos nichos para invadir.
—Sí. Como cuando la humanidad abandonó Vieja Tierra en sus naves sembradoras y vehículos Hawking.
—No así en realidad. Ante todo, lo hicimos prematuramente, por influencia del Núcleo y porque la Vieja Tierra agonizaba con un agujero negro en el vientre… también obra del Núcleo. En segundo lugar, con las naves Hawking, pudimos saltar por nuestro brazo de la galaxia para encontrar mundos similares a la Tierra, altos en la escala Solmev, la mayoría de los cuales igual terraformamos y poblamos con formas de vida terrícolas, empezando con bacterias del suelo y lombrices, hasta llegar a los patos que cazabas en los marjales de Hyperion.
Asentí, pero tenía mis reservas. ¿De qué otro modo pudimos arreglarnos como especie que se aventuraba en el espacio? ¿Qué tenía de malo ir a sitios que olieran y se parecieran a nuestro hogar, sobre todo cuando no había hogar al cual volver?
—Hay algo más interesante en las observaciones de Vernadsky y la Ley de Dollo —dijo Aenea.
—¿Qué es, pequeña? —pregunté, todavía pensando en patos.
—La vida no retrocede.
—¿En qué sentido? —pregunté, y lo comprendí en cuanto hice la pregunta.
—Sí —dijo mi amiga, viendo que yo entendía—. En cuanto la vida logra afincarse en un sitio, se queda allí. No importa el lugar… el frío ártico, el desierto escarchado de Marte, fuentes termales, una ladera abrupta como en T'ien Shan, incluso en programas de inteligencia autónoma… Una vez que la vida pisa el umbral, se queda allí para siempre.
—¿Y cuáles son las implicaciones?
—Muy sencillas. La vida, librada a sus propios recursos, que son recursos muy ingeniosos, un día llenará el universo. Empezará por una galaxia verde, y luego pasará a cúmulos y galaxias vecinas.
—Es una idea perturbadora.
Me miró extrañada.
—¿Por qué, Raul? Creo que es hermosa.
—He visto planetas verdes. Una atmósfera verde es imaginable, pero extraña.
Ella sonrió.
—No tienen que ser sólo plantas. La vida se adapta… aves, hombres y mujeres en máquinas voladoras, tú y yo en paravelas, gente adaptada al vuelo…
—Eso no ha sucedido aún. Pero me refería a que… bien, para tener una galaxia verde, gente y animales y…
—Y máquinas vivientes. Y androides, vida artificial en mil formas…
—Sí, gente, animales, máquinas, androides, lo que sea… tendrían que adaptarse al espacio… no veo cómo…
—Lo hemos hecho. Y otros lo harán en poco tiempo. —Llegamos al próximo escalón de descanso y nos detuvimos.
—¿Qué otros rumbos hay en la evolución que hayamos ignorado? —dije cuando reanudamos el ascenso.
—Incremento de la diversidad y complejidad. Los científicos han discutido sobre estos rumbos durante siglos, pero no hay duda de que con el tiempo la evolución favorece ambos atributos. Y entre ambos, la diversidad es el más importante.
—¿Por qué? —pregunté. Aenea debía estar harta de mis «por qué». Hasta yo me daba cuenta de que parecía un niño de tres años.
—Los científicos pensaban que los diseños evolutivos básicos seguían multiplicándose —dijo Aenea—. Eso se llama disparidad. Pero resultó ser que no era así. La variedad en los planes básicos tiende a disminuir a medida que aumenta el potencial antientrópico de la vida, la evolución. Mira a todos los huérfanos de Vieja Tierra, por ejemplo… el mismo ADN, desde luego, pero también los mismos planos básicos: formas con entrañas tubulares, simetría radial, ojos, bocas para alimentarse, dos sexos… casi todo en el mismo molde.
—Pero dijiste que la diversidad era importante.
—Lo es. Pero diversidad no es lo mismo que disparidad sobre un plan básico. Una vez que la evolución obtiene un buen diseño básico, suele desechar las variantes y concentrarse en la inagotable diversidad de ese diseño… miles de especies emparentadas… decenas de miles.
—Trilobites —dije, comprendiendo.
—Sí, y cuando…
—Escarabajos. Todas esas malditas especies de escarabajos.
Aenea sonrió.
—Precisamente. Y cuando…
—Bichos. Cada mundo donde he estado tiene los mismos enjambres de malditos bichos. Mosquitos. Un sinfín de…
—Has comprendido —dijo Aenea—. La vida pasa a otra etapa cuando el plan básico de un organismo está establecido y se abren nuevos nichos. La vida se afinca en esos nuevos nichos ajustando la diversidad dentro de la forma básica de esos organismos. Nuevas especies. Miles de nuevas especies de plantas y animales han surgido tan sólo en este milenio, desde que empezó el vuelo interestelar… y no todas son producto de la bioingeniería. Algunas simplemente se adaptaron rápidamente a los nuevos mundos terraformes donde las arrojaron.
—Los triálamos —dije, recordando Hyperion—. Los siempreazules. La raíz hembrabosque. ¿Los árboles tesla?
—Eran nativos —dijo Aenea.
—Así que la diversidad es buena —dije, tratando de volver al origen de la conversación.
—La diversidad es buena —convino Aenea—. Como te decía, permite que la vida pase a otra etapa y continúe con la terca tarea de hacer verde el universo. Pero hay por lo menos una especie de Vieja Tierra que no se ha diversificado tanto, al menos no en los mundos que colonizó.
—Nosotros. Los humanos.
Aenea asintió.
—Nos hemos atascado en una sola especie desde que nuestros antepasados Cro-Magnon contribuyeron a eliminar a los despabilados Neanderthal. Ahora es nuestra oportunidad de diversificarnos rápidamente, y las instituciones como la Hegemonía, Pax y el Núcleo lo están impidiendo.
—¿La necesidad de diversidad se extiende a las instituciones humanas? ¿Las religiones? ¿Los sistemas sociales? —Estaba pensando en la gente que me había ayudado en Vitus-Gray-Balianus B, Dem Ria, Dem Loa y sus familias. Estaba pensando en la Hélice del Espectro de Amoiete y sus complejas y rebuscadas creencias.
—Sin duda —dijo Aenea—. Mira allá.
A. Bettik se había detenido ante una losa de mármol donde estaban talladas estas palabras en chino e inglés de la Red:
El alto Pico Oriental
raudo se eleva al cielo azul.
Entre las rocas, una oquedad,
secreta, muda, misteriosa,
sin tallas ni cinceladuras,
protegida por natural techo de nubes.
¿Qué cosa sois, tiempo y estaciones,
que a mi vida traéis cambio incesante?
Me alojaré por siempre en esta oquedad
donde primaveras y otoños pasan inadvertidas.
TAO-YUN, esposa del general
Wang Ningchih, 400 d.C.
Seguimos escalando. Creí ver algo rojo en lo alto del siguiente tramo de escaleras.
¿La Puerta Meridional del Cielo, la cuesta que conducía a la cima? Ya era hora.
—¿No era hermoso? —dije, refiriéndome al poema—. ¿La continuidad no es importante para las instituciones humanas tanto o más que la diversidad?
—Es importante —convino Aenea—. Pero es casi lo único que la humanidad ha hecho en el último milenio, Raul… recrear instituciones e ideas de Vieja Tierra en mundos diferentes. Mira la Hegemonía. Mira la Iglesia y Pax. Mira este mundo.
—¿T'ien Shan? Creo que es maravilloso.
—También yo. Pero todo es prestado. El budismo ha evolucionado un poco, alejándose de la idolatría y del ritual para volver a la apertura mental que lo caracterizaba al principio, pero todo lo demás es un intento de recobrar cosas perdidas en Vieja Tierra.
—¿Cómo cuáles?
—Como el idioma, la indumentaria, los nombres de las montañas, las costumbres locales… diantre, Raul, incluso esta peregrinación y el Templo del Emperador de Jade, si alguna vez llegamos allí.
—¿Quieres decir que había un monte T'ien Shan en Vieja Tierra?
—Claro que sí. Con su Ciudad de la Paz, sus Puertas Celestiales y su Boca del Dragón. Confucio lo escaló hace más de tres mil años. Pero la escalera de Vieja Tierra sólo tenía siete mil escalones.
—Ojalá hubiéramos subido ésa —dije, pensando que ya no podía más. Los escalones eran cortos, pero eran muchísimos—. Pero entiendo a qué te refieres.
Aenea asintió con un gesto de la cabeza.
—Es maravilloso preservar la tradición, pero un organismo sano evoluciona, cultural y físicamente.
—Lo cual nos lleva de vuelta a la evolución. ¿Cuáles son las otras direcciones, tendencias, objetivos que hemos ignorado en los últimos siglos?
—Hay sólo unas pocas más. Una es la creciente cantidad de individuos. A la vida le gusta que haya un sinfín de especies, pero ama aún más que haya un sinfín de individuos. En cierto sentido, el universo está sintonizado para los individuos. En la biblioteca de Taliesin había un libro llamado Sistemas jerárquicos evolutivos, de un tío de Vieja Tierra llamado Stanley Salthe. ¿Lo viste?
—No, debo habérmelo perdido cuando leía esas novelas holoporno de principios del siglo veintiuno.
—Ya —dijo Aenea—. Bien, Salthe lo expresó con mucha elegancia: «Una cantidad indefinida de individuos singulares puede existir en un mundo material finito si unos anidan dentro de otros y ese mundo se está expandiendo».
—Si unos anidan dentro de otros —repetí, pensando en ello—. Sí, entiendo. Como las bacterias de Vieja Tierra en nuestras tripas, y los paramecios que hemos llevado al espacio, y las demás células de nuestro cuerpo… más mundos, más gente… sí.
—La clave es más gente. Tenemos cientos de miles de millones, pero entre la Caída y Pax, la población humana real de la galaxia, sin contar los éxters, se ha reducido en los últimos siglos.
—Bien, el control de natalidad es importante —dije, repitiendo lo que nos enseñaban en Hyperion—. Sobre todo si el cruciforme es capaz de mantener viva a la gente durante siglos…
—Exacto. La inmortalidad artificial trae más estancamiento físico y cultural. Se da por sentada.
Fruncí el ceño.
—Pero eso no es motivo para negar a la gente la oportunidad de una vida más prolongada, ¿verdad?
Aenea habló con voz distante, como si pensara en algo mucho más amplio.
—No —dijo al fin—. En sí mismo no.
—¿Cuáles son los rumbos evolutivos? —pregunté, viendo que la pagoda roja estaba más cerca y esperando que la conversación me salvara de caer exhausto y rodar por los veinte mil escalones que habíamos subido.
—Sólo quedan tres dignos de mención. Mayor especialización, mayor codependencia y mayor potencialidad evolutiva. Todos son importantes, pero sobre todo el último.
—¿En qué sentido, pequeña?
—Quiero decir que la evolución misma evoluciona. Es necesario. La potencialidad evolutiva es en sí un rasgo de supervivencia heredado. Los sistemas, vivientes o no, tienen que aprender a evolucionar y, en cierto modo, controlar la dirección y el ritmo de su evolución. Nosotros, la especie humana, estábamos a punto de hacerlo hace mil años, y el Núcleo nos lo arrebató. Al menos a la mayoría.
—¿Qué significa «la mayoría»?
—Prometo que lo verás dentro de pocos días, Raul.
Llegamos a la Puerta Meridional del Cielo y traspusimos la entrada, un arco rojo bajo un techo curvo y dorado. Más allá estaba la Vía Celestial, una suave cuesta que conducía a una cima apenas visible. La Vía Celestial era sólo una senda sobre roca negra y desnuda. Era como caminar en una luna sin aire, como la de Vieja Tierra. Aquí las condiciones para la vida eran casi igualmente inhóspitas. Iba a decirle a Aenea que éste era un nicho donde la vida no se había afincado cuando ella echó a andar hacia un templete de piedra en medio de escarpadas rocas y fisuras, a pocos cientos de metros de la cumbre. Había una cámara de presión que parecía tan antigua como si procediera de una de las primeras naves sembradoras. Asombrosamente, funcionaba. Aenea la activó y los tres permanecimos dentro hasta que terminó su ciclo y se abrió la puerta interna. Entramos.
Era una habitación pequeña, casi desnuda salvo por una maceta de bronce con flores frescas, algunas ramitas verdes sobre una tarima baja y una bella estatua —otrora dorada— de una mujer en tamaño natural, con una túnica que parecía hecha de oro. La mujer tenía mejillas mofletudas y semblante agradable, una especie de Buda femenino; parecía usar una corona de hojas y detrás de la cabeza tenía una aureola de oro remachado, extrañamente cristiana.
A. Bettik se quitó el casco.
—El aire es bueno. La presión es sumamente adecuada.
Aenea y yo nos quitamos la capucha de los dermotrajes. Era un placer respirar regularmente. Había velas de incienso y una caja de cerillas al pie de la estatua. Aenea se arrodilló y encendió una vela con una cerilla. El olor del incienso era muy fuerte.
—Esta es la Princesa de las Nubes Azules —dijo, sonriéndole al rostro sonriente—. La diosa del alba. Al encender esto, acabo de hacer una ofrenda para que nazcan nietos.
Yo iba a sonreír, pero me contuve. Ella tiene un hijo. Mi amada ya ha tenido un hijo. Se me cerró la garganta y desvié los ojos, pero Aenea se me acercó y me cogió el brazo.
—¿Comemos? —preguntó.
Me había olvidado de nuestro envoltorio marrón. Sería difícil comer con los cascos y las máscaras osmóticas.
Nos sentamos en esa penumbrosa habitación sin ventanas, en medio del humo flotante y el aroma del incienso, y comimos los emparedados preparados por los monjes.
—¿Adonde vamos ahora? —pregunté mientras Aenea abría la puerta de la cámara de presión.
—He oído que en el linde oriental de la cima hay un precipicio llamado Peñasco del Suicidio —dijo A. Bettik—. Era un lugar de sacrificios. Se dice que al saltar desde allí se obtiene una comunión instantánea con el Emperador de Jade y se asegura la concesión de nuestros deseos. Si realmente quieres tener nietos, podrías saltar.
Miré atónito al androide. Nunca sabía si tenía sentido del humor o sólo una personalidad retorcida.
Aenea se echó a reír.
—Vayamos primero al Templo del Emperador de Jade. Veamos si hay alguien.
Fuera, quedé impresionado por el aislamiento del dermotraje y por la claridad de los contornos. La máscara osmótica estaba opaca, pues el sol del mediodía no tenía filtros a esta altitud. Las sombras se recortaban con crudeza. Estábamos a cincuenta metros de la cima y del templo cuando una silueta salió de la negra sombra de una roca y nos cerró el paso. Pensé en el Alcaudón y tontamente adopté una actitud defensiva sin siquiera ver qué era.
Un hombre muy alto estaba ante nosotros, vestido con una vapuleada armadura de combate como la que usaban los infantes de Pax y los guardias suizos. Pude ver su rostro a través del visor blindado: tez negra, rasgos fuertes, cabello corto y blanco. Tenía cicatrices recientes y moradas en el rostro moreno. Sus ojos no eran amistosos. Portaba un rifle de asalto múltiple, y nos apuntó.
—¡Alto! —transmitió por la banda del dermotraje.
Nos detuvimos.
El gigante parecía indeciso. Pax nos ha capturado al fin, pensé.
Aenea avanzó un paso.
—¿Sargento Gregorius? —preguntó por la banda del dermotraje.
El hombre ladeó la cabeza pero no bajó el arma. Yo no dudaba que el rifle funcionaría perfectamente en el vacío: nube de dardos, lanza energética, haz de partículas, bala sólida, hipercinéticos. El cañón apuntaba al rostro de mi amada.
—¿Cómo sabes mi…? —murmuró el gigante, y luego pareció trastabillar—. Eres tú. Eres ella. La niña que buscamos tanto tiempo en tantos sistemas. Aenea.
—Sí —dijo Aenea—. ¿Hay más supervivientes?
—Tres —dijo el hombre que ella había llamado Gregorius. Señaló a la derecha y distinguí una cicatriz negra sobre roca negra, con los restos ennegrecidos de algo que parecía la cápsula de escape de una nave estelar.
—¿El padre capitán De Soya está entre ellos? —preguntó Aenea.
Recordé el nombre. Recordé la voz de De Soya en la radio de la nave de descenso, cuando nos había encontrado y salvado de Nemes, y luego nos había dejado en libertad en Bosquecillo de Dios, casi diez años atrás para él y para Aenea.
—Sí —dijo el sargento Gregorius—, el capitán está con vida, pero apenas. Ha sufrido quemaduras en el Rafael. Estaría tan destruido como la nave si no se hubiera desmayado, dándome la oportunidad de rescatarlo. Los otros dos están heridos, pero el padre capitán está muriendo. —Bajó el rifle y se apoyó en él fatigosamente—. Muriendo la muerte verdadera… no tenemos nicho de resurrección y el querido padre capitán me hizo prometer que lo pulverizaría después de su muerte, para impedir que resucitara hecho un imbécil sin voluntad.
Aenea asintió.
—¿Puedes llevarme a él? Necesito hablarle.
Gregorius cargó la pesada arma.
—¿Y estos dos…? —murmuró con suspicacia.
—Este es mi querido amigo —dijo Aenea, tocando el brazo de A. Bettik. Cogió mi mano—. Y él es mi amado.
El gigante asintió, dio media vuelta y nos condujo por la cuesta hacia el Templo del Emperador de Jade.