19

El Dalai Lama sólo tiene ocho años estándar, Yo lo sabía —Aenea, A. Bettik, Theo y Rachel lo han mencionado más de una vez—, pero todavía me sorprendo cuando veo al niño sentado en su alto trono con cojines.

Debe haber tres o cuatro mil personas en la inmensa sala de recepción. Anchas escaleras mecánicas descargan huéspedes en una antecámara del tamaño de un hangar: columnas doradas se elevan veinte metros hasta un techo pintado, el suelo de mosaicos azules y blancos presenta complejas imágenes del Bardo Thodrol, el libro tibetano de los muertos, e ilustraciones de la vasta migración de los budistas de Vieja Tierra. Pasamos bajo enormes arcos dorados para entrar en la sala de recepción, y la sala de recepción es aún más vasta. El techo es una gigantesca claraboya por donde se ven las arremolinadas nubes, los vibrantes relámpagos y la iluminada ladera de la montaña. Los tres o cuatro mil huéspedes usan ropas brillantes: seda fluida, lino esculpido, lana teñida, profusiones de plumas rojas, negras y blancas, complejos peinados, sutiles pero bellos brazaletes, collares, tobilleras, aros, tiaras y cinturones de plata, amatista, oro, jade, lapislázuli y muchos otros minerales preciosos. Y desperdigados entre tanto fasto hay monjes y abades con sencillas túnicas de color naranja, oro, amarillo, azafrán y rojo, y sus cabezas rasuradas brillan bajo la luz de cien braseros con trípode. Pero la habitación es tan grande que estos miles de personas no logran llenarla; el parqué chispea a la luz del fuego y hay un espacio de veinte metros entre la muchedumbre y el trono dorado.

Suenan pequeñas trompetas mientras hileras de huéspedes pasan de las escaleras mecánicas a la antesala. Son instrumentos de bronce y cuerno y los monjes que los soplan van desde las escaleras hasta los arcos de entrada, más de sesenta metros de ruido constante. Los cientos de trompetas sostienen una nota unos minutos y luego pasan a otra nota baja sin una señal de un trompetista al otro y cuando entramos en la sala de recepción —la antesala actuando como gigantesca cámara de ecos a nuestras espaldas— veinte cuernos de cuatro metros de largo retoman y amplifican estas notas graves a ambos lados de la procesión. Los monjes que tocan estos monstruosos instrumentos ocupan pequeños nichos de las paredes, apoyando los gigantescos cuernos en soportes instalados sobre el parqué, y el extremo de cada cuerno se curva como una flor de loto de un metro de ancho. A esta constante serie de notas graves —que evocan la sirena de un buque envuelta en el estruendo de un glaciar— se suman las reverberaciones de un enorme gong de cinco metros de diámetro, golpeado a intervalos precisos. El aire huele a incienso y un velo de humo fragante flota sobre las cabezas enjoyadas de los huéspedes y parece oscilar con el vaivén de las notas de las trompetas, los cuernos y el gong.

Todos los rostros se vuelven hacia el Dalai Lama, su cortejo y sus huéspedes. Cojo la mano de Aenea y nos movemos a la derecha, alejándonos del trono y la tarima. Constelaciones de huéspedes importantes caminan nerviosamente entre nosotros y el distante trono.

Cesan los trompetazos. Se apagan las resonantes vibraciones del gong. Todos los huéspedes están presentes. Los criados cierran las enormes puertas. En el súbito silencio crepitan las llamas de muchos braseros. La lluvia tamborilea en la claraboya de cristal.

El Dalai Lama sonríe, sentado de piernas cruzadas en los cojines de seda, encima de una plataforma que lo pone al nivel de sus huéspedes. Tiene la cabeza rapada y usa una sencilla túnica roja. A su derecha, en un trono más bajo, se sienta el regente que gobernará —asesorado por otros altos sacerdotes— hasta que Su Santidad el Dalai Lama alcance la mayoría de edad a los dieciocho años estándar. Aenea me ha hablado de este regente, un hombre llamado Reting Tokra, que parece ser la encarnación de la astucia, pero a esta distancia sólo veo la habitual túnica roja y un rostro angosto, fruncido y pardo con ojos entornados y un bigote diminuto.

A la izquierda del Dalai Lama está el chambelán, abad de abades. Este hombre es muy viejo y sonríe satisfecho ante la multitud de huéspedes. A su izquierda está el Oráculo del Estado, una joven delgada de pelo corto, con una camisa de lino amarillo bajo la túnica roja. Aenea me explicó que su función es predecir el futuro mientras se encuentra en un trance profundo. A la izquierda del Oráculo del Estado, detrás de las doradas columnas del trono del Dalai Lama, hay cinco emisarios de Pax. Distingo a un hombre bajo con atuendo rojo de cardenal, tres sotanas negras y un uniforme militar.

A la derecha del trono del regente se encuentra el jefe de los heraldos y custodios de Su Santidad, el legendario Carl Linga William Eiheji, arquero zen, acuarelista, maestro de karate, filósofo, ex volador y experto en arreglos florales. Eiheji, cuyos músculos parecen nudosos cables de acero, se adelanta y llena el inmenso salón con su voz.

—Honorables huéspedes, visitantes de otros mundos, dugpas, drukpas, drungpas, moradores de los altos riscos, las nobles fisuras y las cuestas del valle boscoso, dzasas, honorables funcionarios, miembros del Sombrero Rojo y del Sombrero Amarillo, monjes, abades, novicios getsel, Kosas del cuarto rango y superior, benditos que usáis el su gi, cónyuges de dichos honorables, buscadores de la iluminación, es mi placer daros la bienvenida en nombre de Su Santidad, Getswang Ngwang Lobsang Tengin Gyapso Sisunwangyur Tshungpa Mapai Dhepal Sangpo, el santo, la gentil gloria, poderoso en el habla, puro en la mente, divino en su sabiduría, defensor de la fe, ancho como el océano.

Las trompetas de bronce y hueso emiten notas agudas y claras. Los grandes cuernos braman como dinosaurios. El gong nos hace vibrar los huesos y los dientes.

El jefe de heraldos Eiheji retrocede. Su Santidad el Dalai Lama habla, y su voz de niño es suave pero clara y firme.

—Gracias a todos por venir esta noche. Saludaremos a nuestros nuevos amigos de Pax en circunstancias más íntimas. Muchos habéis pedido verme… recibiréis mi bendición en audiencia privada, esta noche. He solicitado hablar con algunos de vosotros. Me encontraréis en audiencia privada esta noche. Nuestros amigos de Pax hablarán con muchos de vosotros esta noche y en los días venideros. Al hablar con ellos, recordad que son nuestros hermanos y hermanas en el Dharma, en la busca de Iluminación. Recordad que nuestro aliento es su aliento, y que todos nuestros alientos son el aliento de Buda. Gracias. Por favor, disfrutad de nuestra celebración.

Y la tarima, con trono y todo, se desliza en silencio hacia la pared que se abre, queda oculta tras una cortina, luego otra, y luego por la pared misma, y los miles de la sala de recepción suspiran como si su aliento fuera uno.

Aquella velada fue una combinación surrealista de baile de gala con recepción papal. Yo nunca había visto una recepción papal —el misterioso cardenal era el funcionario eclesiástico más alto que conocía—, pero el entusiasmo de los que eran recibidos por el Dalai Lama debía ser similar al de un cristiano que conoce al papa, y la pompa y circunstancia que rodeaban la presentación eran impresionantes. Monjes soldados con túnica roja y sombrero amarillo o rojo escoltaban a los pocos privilegiados a través de sucesivos cortinados, y al fin a través de una puerta, hasta la presencia del Dalai Lama, mientras los demás caminábamos por el suelo de parqué, o mirábamos las largas mesas de excelente comida, o bailábamos al son de una pequeña orquesta (aquí no había trompetas de bronce y hueso ni cuernos de cuatro metros). Invité a Aenea a bailar, pero ella se negó con una sonrisa y condujo a nuestro grupo a una mesa. Pronto entablamos conversación con la Dorje Phamo y algunas de sus sacerdotisas.

Sabiendo que podía cometer una torpeza, pregunté a esa bella anciana por qué la llamaban la Marrana del Rayo. Mientras comíamos albóndigas de tsampa y bebíamos un delicioso té, la Dorje Phamo se echó a reír y nos contó la historia.

En Vieja Tierra, la primera abadesa de un monasterio budista tibetano masculino se había ganado la reputación de ser la reencarnación de la Marrana del Rayo, una semidiosa de temible poder. Se decía que esa primera Dorje Phamo había transformado a todos los lamas de su monasterio en cerdos para ahuyentar a los soldados enemigos.

Cuando pregunté a esta última reencarnación de la Marrana del Rayo si había conservado el poder de convertir a las persona en marranos, la elegante anciana declaró con firmeza:

—Si así ahuyentara a estos nuevos invasores, lo haría en un instante.

En esas tres horas en que Aenea y yo conversamos, escuchamos música y contemplamos los relámpagos por la suntuosa claraboya, éste fue el único comentario negativo que oímos —en voz alta— acerca de los emisarios de Pax, aunque bajo las sedas y la alegría formal parecía existir cierta angustia. Era de esperar, pues el mundo de T'ien Shan había permanecido aislado de Pax —excepto por algunas naves comerciales— y del resto de la humanidad poshegemónica durante casi tres siglos.

Al pasar las horas, empecé a convencerme de que Labasang Samten se había equivocado al decir que el Dalai Lama y los emisarios de Pax deseaban vernos, cuando varios funcionarios palaciegos con grandes sombreros curvos rojos y amarillos, que me recordaron ciertas ilustraciones de antiguos yelmos griegos, nos fueron a buscar para pedirnos que los acompañáramos hasta el trono del Dalai Lama.

Miré a mi amiga, dispuesto a huir con ella si manifestaba renuencia, pero Aenea asintió y me cogió el brazo. El mar de huéspedes nos cedió el paso mientras cruzábamos esa vasta sala, caminando despacio, cogidos del brazo como si yo fuera su padre entregándola en una boda cristiana tradicional, o como si siempre hubiéramos sido una pareja. En mi bolsillo llevaba la linterna láser y el disco de comunicaciones. El láser sería útil si la gente de Pax estaba decidida a capturarnos, pero había decidido llamar a la nave si ocurría lo peor. Antes que permitir que capturasen a Aenea, haría descender la nave para que despedazara esa exquisita claraboya con sus toberas de reacción.

Atravesamos la primera cortina y entramos en un recinto con dosel donde los sonidos de la orquesta y de los festejos todavía eran audibles. Varios funcionarios de sombrero rojo nos pidieron que extendiéramos los brazos con las palmas hacia arriba. Pusieron una estola de seda blanca en nuestras manos, y atravesamos la segunda cortina. Aquí el chambelán nos saludó con una inclinación —Aenea respondió con una grácil reverencia, yo con un torpe movimiento— y nos condujo por la puerta hasta la pequeña habitación donde el Dalai Lama aguardaba con sus huéspedes. Esta sala privada era como una extensión del trono del joven Dalai Lama: oro, brocado, tapices con esvásticas invertidas entre imágenes de capullos en flor, dragones ondeantes y mandalas giratorios. Las puertas se cerraron a nuestras espaldas y los sonidos de la fiesta desaparecieron por completo, salvo por los receptores de audio de tres monitores de video puestos en la pared de nuestra izquierda.

Llegaban proyecciones de video en tiempo real de la fiesta desde diversos lugares de la sala de recepción, y el niño y sus invitados observaban con interés.

Nos detuvimos hasta que el chambelán nos indicó que avanzáramos. Nos susurró algo cuando nos aproximamos al trono y el Dalai Lama nos miró.

—No es preciso inclinarse hasta que Su Santidad alce la mano. Luego os debéis inclinar hasta que él deje de tocaros.

Nos detuvimos a tres pasos del fastuoso trono. Carl Linga William Eiheji, jefe de heraldos, dijo con voz suave pero resonante:

—Su Santidad, la arquitecta que está a cargo de la construcción de Hsuan'k'ung Ssu y su asistente.

Su asistente. Avancé detrás de Aenea, confundido, pero agradeciendo que el heraldo no hubiera dicho nuestros nombres. Veía a los cinco integrantes de Pax por el rabillo del ojo, pero el protocolo exigía que mantuviera la mirada gacha, aunque en dirección del Dalai Lama.

Aenea se detuvo frente a la plataforma, los brazos extendidos, la estola tensa entre las manos. El chambelán puso varios objetos en la estola y el niño los cogió rápidamente, poniéndolos a su derecha en la plataforma. Un sirviente se acercó y se llevó la estola blanca. Aenea unió las manos como si rezara y se arqueó. El niño sonrió dulcemente mientras se inclinaba para tocar la cabeza de mi amiga —mi amada—, poniendo los dedos como una corona sobre el cabello castaño. Comprendí que era una bendición. Cuando apartó los dedos, alzó una estola roja de una pila que tenía al lado y la puso sobre la mano izquierda de Aenea. Luego le cogió la mano derecha y la estrechó, sonriendo aún más. El chambelán indicó a Aenea que se parase frente al trono del regente mientras yo me adelantaba y me sometía a la misma ceremonia.

Apenas tuve tiempo de notar que los objetos puestos en la estola blanca incluían un pequeño relieve en oro de tres montañas que representaba —como Aenea me explicaría luego— el mundo de T'ien Shan, una imagen del cuerpo humano, un libro estilizado que representaba el habla y una chortera o templo que representaba la mente.

Ese acto de prestidigitación terminó antes de que pudiera prestarle más atención, y luego tuve la estola roja en una mano mientras el niño me estrechaba la otra. Su apretón era asombrosamente firme. Yo mantenía la mirada baja, pero aún veía su ancha sonrisa. Retrocedí, acercándome a Aenea.

La misma ceremonia se repitió con el regente: estola blanca, objetos simbólicos, estola roja. Pero el regente no nos dio la mano. Cuando recibimos la bendición del regente, el chambelán nos indicó que alzáramos la cabeza y la vista.

Casi eché mano de la linterna láser y me puse a disparar. Además del Dalai Lama, sus sirvientes, el chambelán, el regente, el oráculo del estado, el heraldo, el cardenal, los tres hombres de sotana negra, había una mujer con un uniforme rojo y negro de Pax. Acababa de adelantarse y pudimos verle la cara por primera vez. Fijaba los ojos oscuros en Aenea. Su cabello corto colgaba sobre su frente pálida en mechones flojos. Tenía piel cetrina y mirada de reptil, remota e intensa al mismo tiempo.

Era la criatura que había intentado matarnos en Bosquecillo de Dios cinco años atrás, más de diez para Aenea. Era esa inhumana máquina de matar que había derrotado al Alcaudón y se habría llevado la cabeza de Aenea en un saco si De Soya no hubiera intervenido desde su nave; el padre capitán había usado la energía de fusión de la nave para hundir al monstruo en un caldero de roca hirviente.

Y aquí estaba de nuevo, clavando sus ojos negros e inhumanos en el rostro de Aenea. Obviamente la había buscado a través de los años y los años-luz, y ahora la tenía. Nos tenía.

Mi corazón se aceleró y se me aflojaron las piernas, pero a pesar del choque mi mente funcionaba como una IA. Tenía el láser en un bolsillo del lado derecho de la capa, la unidad de comunicaciones en el bolsillo izquierdo del pantalón. Con la mano derecha lanzaría un rayo cortante a los ojos de esa mujer, luego pondría el selector en haz ancho y cegaría a los sacerdotes de Pax. Con la mano izquierda activaría un mensaje pregrabado para enviarlo a la nave por haz angosto.

Pero aunque la nave respondiera de inmediato y no fuera interceptada por Pax, tardaría minutos en descender por la claraboya del palacio. Para entonces estaríamos muertos.

Y yo conocía la celeridad de esta criatura. Había desaparecido cuando luchaba con el Alcaudón, un borrón de cromo. No llegaría a sacar el láser ni el disco del bolsillo. Estaríamos muertos antes que mi mano tocara el arma.

Entonces advertí que Aenea, aunque debía haber reconocido a la mujer, no había reaccionado como yo. En apariencia ni siquiera había reaccionado. Aún sonreía. Había mirado a los visitantes de Pax, el monstruo incluido, y luego se había vuelto hacia el niño del trono.

El primero en hablar fue el regente Reting Tokra.

—Nuestros huéspedes solicitaron esta audiencia. Su Santidad les comentó que se estaba realizando la reconstrucción del Templo Suspendido en el Aire y deseaban conocer a la joven arquitecta —dijo, con voz tan afectada e inexpresiva como su apariencia.

Entonces habló el Dalai Lama, con una voz generosa que contrastaba con la cautela del regente.

—Amigos míos —dijo, señalándonos a Aenea y a mí—, os presento a nuestros distinguidos visitantes de Pax. El cardenal John Domenico Mustafa, del Santo Oficio de la Iglesia Católica, el arzobispo Jean Daniel Breque, del Cuerpo Diplomático Papal, el padre Martin Farrell, el padre Gerard LeBlanc, y la comandante Rhadamanth Nemes de la Guardia Noble.

Inclinamos la cabeza. Lo mismo hicieron los dignatarios de Pax, incluido el monstruo. Si Su Santidad violaba el protocolo al encargarse de las presentaciones, nadie pareció notarlo.

El cardenal Mustafa dijo con voz sedosa:

—Gracias, Su Santidad. Pero has presentado a estas personas excepcionales sólo como la arquitecta y su asistente. —El cardenal nos sonrió, mostrando dientes pequeños y afilados—. Supongo que tendréis nombre.

Mi pulso se aceleró. Los dedos de mi mano derecha buscaban espasmódicamente la linterna láser. Aenea aún sonreía, pero no parecía dispuesta a responder al cardenal. Me devané los sesos tratando de inventar alias. ¿Pero para qué? Sin duda sabían quiénes éramos. Esto era una trampa. Nemes no nos dejaría salir de esta habitación, o nos estaría esperando cuando lo hiciéramos.

Asombrosamente, fue el Dalai Lama quien habló de nuevo.

—Me complacería mucho terminar mis presentaciones, eminencia. Nuestra estimada arquitecta se llama Ananda y su asistente, uno de sus muchos y diestros asistentes, se llama Subhadda.

Esto me desconcertó. ¿Alguien le había dicho estos nombres al Dalai Lama? Aenea me había contado que Ananda había sido el principal discípulo de Buda y un maestro a su vez; Subhadda era un asceta errante que conoció a Buda pocas horas antes de que éste muriera se convirtió en su último discípulo directo. También me dijo que el Dalai Lama había inventado esos nombres para nuestra presentación, al parecer encantado con la ironía. Ese humor no me causaba gracia.

—M. Ananda —dijo el cardenal Mustafa, inclinándose levemente—. M. Subhadda. —Nos echó un vistazo—. Perdona mi rudeza y mi ignorancia, M. Ananda, pero no pareces pertenecer a la misma raza que la mayoría de la gente que hemos visto en Potala u otras zonas de T'ien Shan.

Aenea asintió.

—Hay que cuidarse de las generalizaciones, eminencia. Hay zonas de este mundo colonizadas por gente de muchas regiones de Vieja Tierra.

—Desde luego. Y debo decir que tu inglés de la Red tiene muy poco acento. ¿Puedo preguntarte qué región de T'ien Shan es tu hogar y el de tu asistente?

—Por supuesto —respondió Aenea, con voz tan calma como la del cardenal—. Llegué al mundo en una región escabrosa que está más allá de los montes Moriah y Sión, al noroeste de Muztagh Alta.

El cardenal asintió. Noté entonces que su collar —lo que Aenea luego describió como rabat o rabbi en terminología de la Iglesia— era de seda escarlata, del mismo color que su sotana roja y su gorra.

—¿Profesas la fe hebrea o musulmana —continuó el cardenal—, que según nuestros anfitriones prevalece en esas regiones?

—No profeso ninguna fe —dijo Aenea—, si se define la fe como creencia en lo sobrenatural.

El cardenal alzó levemente las cejas. El hombre llamado Farrell miró de soslayo a su jefe. Rhadamanth Nemes no nos quitaba los ojos de encima.

—No obstante, trabajas para erigir un templo a las creencias budistas —dijo afablemente el cardenal Mustafa.

—Fui contratada para reconstruir un bello complejo. Me enorgullece que me hayan escogido para esta tarea.

—¿Aunque no creas en lo sobrenatural? —dijo Mustafa. Pude oír la Inquisición en su voz. Aun en los brezales de Hyperion habíamos oído hablar del Santo Oficio.

—Tal vez por eso mismo, eminencia —dijo Aenea—. Y porque confío en mis aptitudes humanas, y las de mis compañeros de trabajo.

—¿La tarea es su propia justificación? —insistió el cardenal—. ¿Aunque no tenga un sentido más profundo?

—Tal vez una tarea bien hecha sea el sentido más profundo —respondió Aenea.

El cardenal Mustafa rió entre dientes. No era una risa agradable.

—Bien dicho, jovencita. Bien dicho.

El padre Farrell se aclaró la garganta.

—La región que está más allá del monte Sión —dijo reflexivamente—. Durante nuestra inspección orbital notamos que había un portal teleyector en un risco de esa zona. Creíamos que T'ien Shan nunca había formado parte de la Red, pero nuestra documentación mostró que el portal se construyó poco antes de la Caída.

—¡Pero no se usó nunca! —exclamó el joven Dalai Lama, alzando un dedo—. Nadie ha usado el teleyector de la Hegemonía para entrar o salir de las Montañas del Cielo.

—¿De veras? —murmuró el cardenal Mustafa—. Bien, eso supusimos, pero debo pedir disculpas, Su Santidad. Nuestra nave, en su afán de analizar la estructura del viejo portal teleyector desde órbita, derritió accidentalmente las rocas que lo rodeaban. Me temo que el portal quedó sepultado para siempre bajo la roca.

Miré a Rhadamanth Nemes cuando dijeron esto. Ni siquiera pestañeó. Sólo clavaba los ojos en Aenea.

El Dalai Lama extendió la mano en un gesto generoso.

—No importa, eminencia. No sabríamos qué hacer con un teleyector que no se usó nunca… a menos que Pax haya encontrado un modo de reactivar los teleyectores. —Se rió de esa idea. Era una agradable risa de niño, pero llena de inteligencia.

—No, Su Santidad —dijo el cardenal Mustafa, sonriendo—. Ni siquiera la Iglesia ha encontrado un modo de reactivar la Red. Y por cierto es mejor que nunca lo hagamos.

Mi tensión se estaba transformando en náusea. Ese feo hombrecillo le estaba diciendo a Aenea que sabía cómo había llegado a T'ien Shan y que no podría escapar por ese medio. Miré de soslayo a mi amiga, pero ella parecía tranquila y poco interesada en la conversación. ¿Existiría un segundo portal teleyector del cual Pax no sabía nada? Al menos esto explicaría por qué aún estábamos con vida: Pax había tapado la cueva del ratón y tenía varios gatos —su nave diplomática en órbita, y sin duda más naves de guerra escondidas en el sistema— al acecho. Si yo hubiera llegado unos meses después, habrían capturado o destruido nuestra nave y todavía tendrían a Aenea donde querían. ¿Pero por qué esperar? ¿Y por qué este juego?

—Nos interesaría mucho ver el Templo Suspendido en el Aire. Parece fascinante —dijo el arzobispo Breque.

El regente Tokra frunció el ceño.

—Puede ser difícil de coordinar, excelencia —dijo—. Se aproximan los monzones, las cablevías serán muy peligrosas y aun la Vía Alta es inestable durante las tormentas de invierno.

—¡Pamplinas! —exclamó el Dalai Lama, ignorando el mal ceño del enjuto regente—. Nos alegraría organizar esa expedición. Debéis ver Hsuan'k'ung Ssu, por cierto. Y todo el Reino Medio… incluso el T'ai Shan, el Gran Pico, donde la escalera de veintisiete mil escalones sube hasta el Templo del Emperador de Jade y la Princesa de las Nubes Azules.

—Su Santidad —murmuró el chambelán, la cabeza inclinada, pero sólo después de intercambiar una mirada paternalista con el regente—, debo recordaros que sólo es posible llegar al Gran Pico del Reino Medio por cablevía en los meses de primavera, por la elevación de las nubes venenosas. En los próximos siete meses, T'ai Shan será inaccesible para el resto del Reino Medio y del mundo.

El Dalai Lama dejó de sonreír, no por malhumor, pensé, sino porque le disgustaba que lo trataran con paternalismo. Sus próximas palabras tenían el filo de la autoridad. Yo no conocía a muchos niños, pero había conocido a bastantes oficiales militares y, a juzgar por mi experiencia, este niño llegaría a ser un hombre y un comandante digno de respeto.

—Chambelán —dijo el Dalai Lama—, claro que sé que se cierra la cablevía. Todos lo saben. Pero también sé que en la temporada invernal algunos voladores intrépidos vuelan desde Sung Shan hasta el Gran Pico. ¿De qué otra manera comunicaríamos nuestros edictos a nuestros amigos, los fieles de T'ai Shan? Y algunas paravelas pueden sustentar a más de un volador… incluso pasajeros, ¿verdad?

El chambelán se inclinó tanto que temí que su frente tocara los mosaicos.

—Sí, sí, desde luego, Su Santidad —dijo con voz trémula—. Sabía que lo sabías, señor… Sólo quise decir…

—Sin duda el chambelán quiso decir, Su Santidad —intervino el regente Tokra—, que aunque algunos voladores efectúan el viaje todos los años, muchos más perecen en el intento. No querríamos poner en peligro a nuestros huéspedes.

El Dalai Lama volvió a sonreír, pero esta vez la sonrisa no era aniñada sino más astuta y más adulta, casi socarrona.

—Tú no temes morir, ¿verdad, eminencia? —le dijo al cardenal Mustafa—. Ése es el propósito de tu visita, ¿no? Mostrarnos las maravillas de tu resurrección cristiana.

—No es el único propósito, Su Santidad —murmuró el cardenal—. Venimos ante todo para compartir la buena nueva de Cristo con quienes desean oírla y también para hablar sobre posibles relaciones comerciales con tu hermoso mundo. —El cardenal sonrió—. Y aunque la cruz y el Sacramento de la Resurrección son regalos directos de Dios, Su Santidad, es preciso recobrar una parte del cuerpo o del cruciforme para que el sacramento se conceda. Entiendo que nadie regresa de vuestro mar de nubes.

—Nadie —convino el niño, sonriendo aún más.

El cardenal Mustafa agitó las manos.

—Entonces quizá limitemos nuestra visita al Templo Suspendido en el Aire y otros destinos accesibles —dijo.

Hubo un silencio y miré de nuevo a Aenea, pensando que era el momento de irnos, preguntándome cuál sería la señal, creyendo que el chambelán nos conduciría afuera, sintiendo la carne de gallina ante la hambrienta mirada que Nemes le dirigía a Aenea. De pronto el arzobispo Jean Daniel Breque rompió el silencio.

—Antes comentaba con su alteza, el regente Tokra —dijo mirando a los demás, como si debiéramos zanjar la cuestión—, que nuestro milagro de la resurrección es asombrosamente similar a la milenaria creencia budista en la reencarnación.

—Ah —dijo el Dalai Lama con rostro vivaz, como si el tema le interesara—, pero no todos los budistas creen en la reencarnación. Aun antes de la migración a T'ien Shan y de los grandes cambios filosóficos que se han producido aquí, no todas las sectas budistas aceptaban el concepto del renacer. Sabemos con certeza que Buda se negó a especular con sus discípulos acerca de la existencia de una vida después de la muerte. Consideraba que ese interrogante no era relevante para la práctica de la Vía y no se podía responder dentro de las restricciones de la existencia humana. Veréis, caballeros, gran parte del budismo se puede explorar, valorar y utilizar como herramienta de iluminación sin incursiones en lo sobrenatural.

El arzobispo quedó pasmado, pero el cardenal Mustafa señaló:

—Pero tengo entendido que Buda dijo… y creo que una de vuestras escrituras le atribuye estas palabras, pero corrígeme si me equivoco…: «Existe lo no nacido, lo no originado, lo no hecho, lo no mezclado; de lo contrario, no habría escapatoria del mundo de lo nacido, lo originado, lo hecho, lo mezclado».

El niño no dejó de sonreír.

—Eso dijo, eminencia, en efecto. Muy bien. ¿Pero acaso no existen elementos, aún no comprendidos del todo, dentro de nuestro universo físico, ligados por las leyes de nuestro universo físico, que se podrían describir como no nacidos, no originados, no hechos y no mezclados?

—Que yo sepa no, Su Santidad —dijo afablemente el cardenal Mustafa—. Pero no soy científico. Sólo un pobre sacerdote.

A pesar de este gesto diplomático, el Dalai Lama parecía empecinado en continuar con el tema.

—Como decíamos anteriormente, cardenal Mustafa, nuestra forma de budismo ha evolucionado desde que aterrizamos en este mundo montañoso. Ahora está muy impregnada del espíritu del zen. Y uno de los grandes maestros zen de Vieja Tierra, el poeta William Blake, dijo una vez: «La eternidad está enamorada de los frutos del tiempo».

La sonrisa fija del cardenal Mustafa reveló su falta de comprensión.

El Dalai Lama ya no sonreía. Su expresión era agradable pero seria.

—¿Crees acaso que M. Blake quería decir que el tiempo sin fin es tiempo derrochado, cardenal Mustafa? ¿Qué un ser liberado de la mortalidad, incluso Dios, podría envidiar a los hijos del tiempo lento?

El cardenal cabeceó pero no expresó su acuerdo.

—Santidad, no entiendo por qué Dios envidiaría a la pobre y mortal humanidad. Ciertamente Dios no es capaz de envidia.

El niño arqueó sus cejas casi invisibles.

—No obstante, ¿no es vuestro Dios cristiano omnipotente por definición? Sin duda él, ella, ello, debe ser capaz de envidia.

—Ah, una paradoja destinada a los niños, Su Santidad. Confieso que no estoy formado en la apologética lógica ni en metafísica. Pero como príncipe de la Iglesia de Cristo, sé por mi catecismo y en mi alma que Dios no es capaz de envidia… y menos de envidia por sus defectuosas creaciones.

—¿Defectuosas? —preguntó el niño.

El cardenal Mustafa sonrió con condescendencia y habló con el tono de un sacerdote culto dirigiéndose a un chiquillo.

—La humanidad es defectuosa por su propensión al pecado. Nuestro Señor no podría envidiar a alguien que es capaz de pecar.

El Dalai Lama movió la cabeza lentamente.

—Uno de nuestros maestros zen, un hombre llamado Ikkyu, una vez escribió un poema a ese efecto:

Todos los pecados cometidos

en los Tres Mundos

desaparecerán

conmigo.

El cardenal Mustafa aguardó un instante, pero como el poema no continuaba, preguntó:

—¿A qué tres mundos se refería, santidad?

—Esto fue antes del vuelo espacial —dijo el niño, moviéndose ligeramente en su trono—. Los Tres Mundos son el pasado, el presente y el futuro.

—Muy bonito —dijo el cardenal del Santo Oficio. Su ayudante, el padre Farrell, miraba al niño con una especie de fría repulsión—. Pero los cristianos no creemos que el pecado, o los efectos del pecado, o la responsabilidad por el pecado, terminen con la vida de uno, Su Santidad.

—Precisamente. —El niño sonrió—. Por eso me despierta curiosidad que prolonguéis la vida artificialmente con vuestra criatura cruciforme. Nosotros creemos que la muerte borra las viejas cuentas. Vosotros creéis que trae un juicio. ¿Por qué postergar ese juicio?

—Consideramos el cruciforme como un sacramento dado a nosotros por Nuestro Señor Jesucristo —murmuró el cardenal Mustafa—. Este juicio fue postergado inicialmente por el sacrificio de Nuestro Salvador en la cruz, Dios mismo aceptó el castigo por nuestros pecados, dándonos la opción de una vida eterna en el ciclo si la escogemos. El cruciforme es otro don de nuestro Salvador, que quizá nos dé tiempo para poner nuestra casa en orden antes de ese juicio final.

—Ah, sí —suspiró el niño—. Pero quizás Ikkyu quería decir que no hay pecadores. Que no hay pecado. Que «nuestra» vida no nos pertenece…

—Precisamente, Su Santidad —interrumpió el cardenal Mustafa, como si se las viera con un alumno lerdo. Noté que el regente, el chambelán y otros funcionarios ponían mala cara ante la interrupción—. Nuestra vida no nos pertenece, sino que pertenece a Nuestro Señor y Salvador… y para servirle a él, a Nuestra Santa Madre Iglesia.

—No nos pertenece a nosotros, sino al universo —continuó el niño—. Y nuestros actos, buenos y malos, también son propiedad del universo.

El cardenal Mustafa frunció el ceño.

—Bonita frase, Su Santidad, pero quizá demasiado abstracta. Sin Dios, el universo sólo puede ser una máquina… irreflexiva, indiferente, insensible.

—¿Por qué? —preguntó el niño.

—¿Cómo, Su Santidad?

—¿Por qué el universo debe ser irreflexivo, indiferente e insensible sin vuestra definición de Dios? —murmuró el niño. Cerró los ojos y recitó:

El rocío de la mañana

huye

y ya no existe.

¿Quién puede permanecer

en este mundo nuestro?

El cardenal Mustafa unió los dedos y se tocó los labios como si rezara o sintiera una vaga frustración.

—Muy bonito, Su Santidad. ¿También de Ikkyu?

El Dalai Lama sonrió satisfecho.

—No, mío. Escribo un poco de poesía zen cuando no puedo dormir.

Los sacerdotes rieron discretamente. Nemes clavaba los ojos en Aenea.

El cardenal Mustafa se volvió hacia mi amiga.

—M. Ananda, ¿tienes alguna opinión sobre estos importantes asuntos?

Por un segundo no supe a quién se dirigía, pero luego recordé que el Dalai Lama había presentado a Aenea como Ananda, principal discípulo de Buda.

—Conozco otro pequeño poema de Ikkyu que expresa mi opinión —dijo Aenea.

Más frágil e ilusorio

que números escritos en el agua;

pedir a Buda

dicha en otra vida.

El arzobispo Breque se aclaró la garganta e intervino en la conversación.

—Eso parece bastante claro, jovencita. No crees que Dios escuche nuestras plegarias.

Aenea sacudió la cabeza.

—Creo que él quería decir dos cosas, eminencia. Primero, que Buda no nos ayudará. No es su trabajo, como quien dice. En segundo lugar, que es necio planificar para la otra vida porque somos, por naturaleza, atemporales, eternos, no nacidos, inmortales y omnipotentes.

El arzobispo enrojeció.

—Esos adjetivos sólo pueden aplicarse a Dios, M. Ananda. —Sintió la mirada penetrante del cardenal Mustafa y recordó su lugar como diplomático—. O eso creemos nosotros.

—Por ser una persona joven, una arquitecta, pareces conocer el zen y la poesía, M. Ananda —observó afablemente el cardenal Mustafa, procurando aliviar la tensión—. ¿Hay otros poemas de Ikkyu que consideres relevantes?

Aenea asintió.

Solos llegamos a este mundo,

solos partimos.

También esto es ilusión.

Os enseñaré el camino:

no ir ni venir.

—Ese sería un buen truco —dijo el cardenal Mustafa con falsa jovialidad.

El Dalai Lama se inclinó hacia delante.

—Ikkyu nos enseñó que es posible vivir al menos parte de nuestra vida en un mundo sin tiempo ni espacio donde no hay nacimiento ni muerte, ni ida ni venida —dijo—. Un lugar donde no hay separación en el tiempo, ni distancia en el espacio, ni barrera que nos separe de los que amamos, ni pared de vidrio entre la experiencia y nuestro corazón.

El cardenal Mustafa lo miró atónito.

—Mi amiga M. Ananda también me enseñó esto —dijo el niño.

Por un segundo, el cardenal torció la cara en una mueca burlona. Se volvió hacia Aenea.

—Me agradaría que la joven nos enseñara este ingenioso truco de magia —dijo incisivamente.

—Eso espero —dijo Aenea.

Rhadamanth Nemes avanzó un paso hacia mi amiga. Apoyé la mano en mi capa, rozando el disparador de la linterna láser.

El regente tocó un gong con una vara envuelta en un paño. El chambelán se acercó para escoltarnos. Aenea se inclinó ante el Dalai Lama y yo la imité torpemente.

La audiencia había terminado.

Bailo con Aenea en el vasto salón de recepción al son de una orquesta de setenta y dos instrumentos mientras las damas, caballeros, sacerdotes y ministros plenipotenciarios de T'ien Shan nos miran desde el linde de la pista de baile o giran alrededor de nosotros impulsados por la misma música. Bailo con Aenea, volvemos a cenar antes de medianoche ante las largas mesas continuamente reaprovisionadas de comida, y luego bailamos de nuevo.

La estrecho mientras nos movemos juntos por la pista. No recuerdo haber bailado antes —al menos estando sobrio— pero bailo esta noche, abrazando a Aenea mientras la luz de los braseros se extingue y Oráculo arroja sombras en el parqué.

Es casi de madrugada y los invitados más viejos se han retirado, todos los monjes, alcaldes y estadistas, salvo la Marrana del Rayo, que ha reído, cantado y aplaudido en cada pieza, zapateando con sus sandalias, y sólo quedan cuatrocientas o quinientas personas. La orquesta toca piezas cada vez más lentas, como si su energía musical se agotara. Confieso que me habría acostado hace horas si no fuera por Aenea: ella quiere bailar. Así que bailamos, moviéndonos despacio, su mano pequeña en mi mano enorme, mi otra mano en su espalda —sintiendo sus fuertes músculos a través de la delgada seda del vestido—, su cabello contra mi mejilla, sus pechos blandos contra mi cuerpo, la curva de su cabeza contra mi cuello y mi barbilla. Ella parece un poco triste, pero aún tiene energía, aún quiere fiesta.

Las audiencias privadas terminaron hace horas y se anunció que el Dalai Lama se había acostado antes de medianoche, pero nosotros seguimos con la fiesta: Lhomo Dondrub, nuestro amigo volador, riendo y sirviendo champán y cerveza de arroz para todos; Labsang Samten, el hermano del Dalai Lama, saltando sobre los braseros llenos de rescoldos; el grave Tromo Trochi de Dhomu convirtiéndose de pronto en mago, haciendo trucos con fuego y aros y levitaciones. La Dorje Phamo canta un solo a cappella con una dulce voz que aún ronda mis sueños, y al fin los demás se unen en la Canción de Oráculo mientras la orquesta se dispone a marcharse antes que la aurora aclare el cielo nocturno.

La música se interrumpe. Los bailarines se quedan quietos. Aenea y yo nos detenemos y miramos alrededor.

Hace horas que no hay indicios de los huéspedes de Pax, pero de repente uno de ellos, Rhadamanth Nemes, sale de las sombras de la sala del Dalai Lama. Se ha cambiado el uniforme y ahora está totalmente vestida de rojo. Hay dos más con ella, y por un momento pienso que son los sacerdotes, pero veo que las dos figuras vestidas de negro son copias de Nemes; una mujer y un hombre, ambos en traje de combate, ambos con mechones flojos y negros sobre la frente pálida, ambos con ojos que son brasas muertas.

El trío se nos acerca entre los bailarines detenidos. Por instinto me interpongo entre mi amiga y estas criaturas, pero el varón y su compañera comienzan a rodearnos. Pongo a Aenea detrás de mí, pero ella se pone a mi lado.

Los bailarines quietos no hacen ruido. La orquesta guarda silencio. Aun el claro de luna parece congelado en franjas sólidas en el aire polvoriento.

Saco la linterna láser y la sostengo al costado. Nemes muestra sus pequeños dientes. El cardenal Mustafa sale de las sombras y se para detrás de ella. Las cuatro criaturas de Pax fijan los ojos en Aenea. Por un instante creo que el universo se ha detenido, que los bailarines están literalmente congelados en el espacio y el tiempo, que la música cuelga sobre nosotros como estalactitas listas para astillarse y caer, pero entonces oigo el murmullo de la multitud, susurros temerosos, un jadeo de angustia.

No hay amenaza visible —sólo cuatro huéspedes de Pax moviéndose por la pista, con Aenea como eje de un círculo que se cierra— pero la sensación de cacería es demasiado fuerte, igual que el olor del miedo a través del perfume, el talco y la colonia.

—¿Por qué esperar? —dice Rhadamanth Nemes, mirando a Aenea pero hablando con alguien más, tal vez sus hermanos o el cardenal.

—Creo… —dice el cardenal Mustafa, y se paraliza.

Todos se paralizan. Los grandes cuernos de la entrada murmuran gravemente, como placas continentales al desplazarse. Nadie está en los nichos para tocarlos. Las trompetas de hueso y bronce cierran la tenante nota de los cuernos. El gran gong hace vibrar los huesos.

Hay un murmullo y un grito ahogado. Los bailarines miran las escaleras, la antesala, el arco de entrada. La raleada multitud se dispersa aún más, apartándose como el suelo ante un arado de acero.

Algo se mueve detrás de las cortinas cerradas.

Algo ha atravesado las cortinas, no separándolas sino rasgándolas. Algo centellea bajo la luz de Oráculo y se desliza por el parqué como si flotara a centímetros del piso. Jirones rojos cuelgan de la alta silueta de tres metros, y demasiados brazos asoman entre los pliegues de esa túnica carmesí. Parece que las manos empuñaran hojas de acero. Los bailarines se alejan y se oye un jadeo general. Un silencioso relámpago opaca el claro de luna y se refleja en los pisos bruñidos, eclipsando a Oráculo. Cuando llega el trueno, segundos después, no se distingue del rumor grave y vibrante de los cuernos que aún reverberan en la entrada.

El Alcaudón se detiene a cinco pasos de Aenea y de mí, a cinco pasos de Nemes, a diez pasos de los hermanos de Nemes, a ocho pasos del cardenal. Pienso que el Alcaudón envuelto en esos jirones de cortina roja parece una caricatura cromada del cardenal Mustafa. Los clones de Nemes, con sus uniformes negros, parecen sombras de puñales contra las paredes.

En uno de los oscuros rincones de la sala de recepción, un alto reloj da lentamente la hora: uno, dos, tres, cuatro. Es el número de máquinas de matar que están delante y detrás de nosotros. Hace más de cuatro años que vi al Alcaudón, pero su presencia no es menos terrible ni más agradable a pesar de su intercesión. Los ojos rojos centellean como láseres bajo una capa de agua. Las fauces de acero cromado se abren para mostrar hileras de dientes afilados. Las púas y cuchillas de la criatura atraviesan la cortina roja que la envuelve. No pestañea. No parece respirar. Ahora que ha dejado de deslizarse, está tan inmóvil como una escultura de pesadilla.

Rhadamanth Nemes le sonríe.

Aún empuñando el estúpido láser, recuerdo la confrontación de Bosquecillo de Dios. Nemes se volvió plateada y borrosa y desapareció, reapareciendo de golpe junto a la niña Aenea. Planeaba cortar la cabeza de mi amiga y llevársela en un saco de arpillera, y lo habría hecho si no hubiera aparecido el Alcaudón. Nemes sabía que yo no atinaría a reaccionar, porque estas criaturas se movían fuera del tiempo. Siento el dolor de un padre que ve a su hijo ponerse en el camino de un vehículo acelerado, incapaz de actuar a tiempo para protegerlo. A este terror se suma el dolor de un amante incapaz de proteger a su amada.

No vacilaría un segundo en morir para proteger a Aenea de estas cosas, incluido el Alcaudón, y es posible que muera en menos de un segundo, pero mi muerte no la protegerá. Aprieto los dientes con frustración.

Moviendo sólo los ojos, temiendo precipitar la matanza si muevo un músculo, veo que el Alcaudón no mira a Aenea ni a Nemes. Mira al cardenal Mustafa. Este sacerdote con cara de rana debe sentir el peso de esa mirada roja, pues ha palidecido por completo.

Aenea se mueve. Poniéndose a mi izquierda, mete su mano derecha en mi mano izquierda y me aprieta los dedos. No es una niña pidiendo tranquilidad, sino que ella me tranquiliza a mí.

—Sabes cómo terminará —le dice al cardenal, ignorando a los clones que se tensan como felinos al acecho.

El gran inquisidor se relame los gruesos labios.

—No, no lo sé. Hay tres…

—Sabes cómo terminará —interrumpe Aenea—. Estuviste en Marte.

¿Marte?, pienso. ¿Qué demonios tiene que ver Marte con todo esto? Otro relámpago vibra en la claraboya, arrojando sombras movedizas. Los rostros de cientos de bailarines aterrados son óvalos blancos sobre terciopelo negro. Comprendo, en un rapto de intuición tan repentino y esclarecedor como el relámpago, que la biosfera metafísica de este mundo —al margen de la evolución zen— está atestada de demonios míticos y espíritus malévolos de la mitología tibetana: cancerosos espíritus nyen de la tierra; «señores del suelo» sadag que acosan a los constructores que perturban sus reinos; rojos espíritus tsen que viven en las rocas; espíritus gyelpo de reyes difuntos que han faltado a sus votos, muertos, mortíferos, vestidos con armaduras pálidas; espíritus dud que son tan malévolos que se alimentan sólo de carne humana y usan una negra piel de escarabajo; deidades femeninas mamo, feroces como marejadas invisibles; hechiceras matrika de los cementerios y las plataformas crematorias, cuyo aliento huele a carroña; deidades planetarias grabas que provocan epilepsia y otras enfermedades espasmódicas; guardianes noddin de las riquezas del suelo, letales para los que trabajan en las minas de diamante; y muchas otras criaturas nocturnas, criaturas dentudas, criaturas con zarpas, criaturas asesinas. Lhomo y los demás me han contado las historias con frecuencia. Miro los rostros blancos intimidados por el Alcaudón y los clones de Nemes y pienso: Esta noche no será tan insólita en los relatos de esta gente.

—El demonio no puede vencer a los tres —dice el cardenal Mustafa, pronunciando la palabra «demonio» al tiempo que yo pienso en ella. Comprendo que habla del Alcaudón.

Aenea ignora el comentario.

—Primero tomará tu cruciforme —murmura—. No puedo impedir que lo haga.

El cardenal Mustafa echa la cabeza hacia atrás como si lo hubieran abofeteado.

Su semblante pálido palidece aún más. Siguiendo una señal de Rhadamanth Nemes, los clones se cierran como si acumularan energía para una terrible transformación. Nemes vuelve a clavar su mirada negra en Aenea y sonríe mostrando todos los dientes.

—¡Alto! —exclama el cardenal Mustafa, y su grito resuena en la claraboya y el suelo.

Los grandes cuernos dejan de tocar. Los bailarines se aferran en un susurro de uñas sobre seda. Nemes mira con odio al cardenal.

—¡Alto! —repite el sacerdote, y comprendo que habla con sus propias criaturas—. ¡Invoco la orden de Albedo y del Núcleo! ¡Lo ordeno por la autoridad de los Tres Elementos!

Este grito desesperado tiene la cadencia de un exorcismo, un ritual profundo, pero aun yo puedo distinguir que no es católico ni cristiano. No es un conjuro para detener al Alcaudón sino a sus propios demonios.

Nemes y sus clones retroceden como tironeados por cuerdas invisibles. Los clones se reúnen con Nemes frente a Mustafa.

El cardenal sonríe, pero es un gesto trémulo.

—Mis mascotas no actuarán hasta que hablemos de nuevo. Te doy mi palabra como príncipe de la Iglesia, niña impía. ¿Tengo tu palabra de que este demonio no me acechará hasta entonces? —Señala al Alcaudón envuelto en sus jirones de terciopelo.

Aenea no ha perdido la calma.

—Yo no lo controlo —dice—. Sólo estarás seguro si abandonas este mundo en paz.

El cardenal mira al Alcaudón. Parece dispuesto a brincar en cuanto la alta figura flexione apenas una cuchilla. Nemes y sus compañeros siguen de pie entre él y el Alcaudón.

—¿Qué seguridad tengo de que la criatura no me seguirá al espacio… o de vuelta a Pacem?

—Ninguna —responde Aenea.

El gran inquisidor señala a mi amiga, con un largo dedo.

—Aquí tenemos asuntos que no se relacionan contigo —declara—, pero tú nunca saldrás de este mundo. Te lo juro por las entrañas de Cristo.

Aenea lo mira en silencio.

Mustafa da media vuelta y se marcha haciendo ondear su túnica roja. Sus sandalias susurran en el piso bruñido. Los clones de Nemes retroceden siguiendo al sacerdote, mirando al Alcaudón, mientras Nemes traspasa a Aenea con la mirada. Atraviesan las cortinas de la habitación privada del Dalai Lama y desaparecen.

El Alcaudón se queda donde está, sin vida, los cuatro brazos paralizados, recibiendo en los dedos las últimas chispas de luz de Oráculo antes de que la luna se pierda tras la montaña.

Los bailarines se dirigen hacia las salidas en una oleada de susurros y exclamaciones. La orquesta se retira, empacando instrumentos entre detonaciones, vibraciones y silbidos. Aenea aún me sostiene la mano mientras un pequeño círculo permanece alrededor de nosotros.

—¡Por el trasero de Buda! —exclama Lhomo Dondrub, y se acerca al Alcaudón, pasando el dedo por una espina metálica que nace en el pecho de la criatura. Veo sangre en su dedo bajo la luz evanescente—. Increíble —exclama Lhomo, bebiendo un sorbo de cerveza de arroz.

La Dorje Phamo se aproxima a Aenea. Coge la mano izquierda de mi amiga, se arrodilla y se apoya la palma de Aenea en la frente arrugada. Aenea aparta su mano de la mía mientras coge a la Marrana del Rayo por los brazos y la ayuda a levantarse.

—No —susurra.

—Bendita —responde la Dorje Phamo—. Amata, Inmortal; Arhat, Perfecta; Sammasambuddha, Plenamente Despierta. Lidéranos, enséñanos el dhamma.

—No —replica Aenea, siempre cordial con la anciana mientras la ayuda a incorporarse, pero con semblante severo—. Enseñaré lo que sé y compartiré lo que tengo cuando llegue el momento. No puedo hacer más. La hora del mito ha pasado.

Mi amiga se vuelve, me coge la mano y me lleva por la pista, dejando atrás al Alcaudón inmóvil, dirigiéndose a las cortinas destrozadas y la escalera mecánica detenida. Los demás se apartan tan rápidamente como cuando entró el Alcaudón.

Nos detenemos ante la escalera de acero. Brillan faroles en el pasillo que conduce a nuestros dormitorios.

—Gracias —dice Aenea, mirándome con ojos húmedos.

—¿Qué? ¿Por qué? No entiendo.

—Gracias por el baile —dice Aenea, y me besa suavemente los labios.

La electricidad de su contacto me hace pestañear. Señalo a la muchedumbre, la pista donde ya no está el Alcaudón, los guardias de Potala que irrumpen en el vasto salón, la habitación con cortinajes donde han desaparecido Mustafa y sus criaturas.

—No podemos dormir aquí esta noche, pequeña. Nemes y los otros dos…

—No harán nada. Confía en mí. No nos molestarán esta noche. Más aún, abandonarán su gompa y volverán a su nave. Regresarán, pero no esta noche.

Suspiro.

Ella me coge la mano.

—¿Tienes sueño? —pregunta Aenea.

Claro que tengo sueño. Estoy inexpresablemente exhausto. La noche anterior parece estar a semanas de distancia, y sólo tuve dos o tres horas de sueño liviano porque… porque habíamos… porque nosotros…

—En absoluto —respondo.

Aenea sonríe y me conduce a nuestro dormitorio.