En la noche anterior a la recepción estoy cansado pero no puedo dormir. A. Bettik se ha ido, y se aloja en Jo-kung con George y Jigme y las treinta cargas de material de construcción que debieron llegar ayer pero fueron retenidas en la ciudad por una huelga de porteadores. A. Bettik contratará nuevos porteadores por la mañana y los conducirá hasta el templo.
Inquieto, me levanto del sofá y me pongo los pantalones, la camisa, las botas y la chaqueta térmica. Al salir de la pagoda, veo que la luz de un farol alumbra las ventanas opacas y la puerta shoji de la pagoda de Aenea. De nuevo trabajando hasta tarde. Caminando despacio, para no molestarla al mecer la plataforma, bajo por una escalerilla hasta el nivel principal del Templo Suspendido en el Aire.
Siempre me asombra que este lugar esté tan vacío de noche. Al principio pensé que era porque se marchaban los obreros —la mayoría vive en las inmediaciones de Jo-kung—, pero he comprendido que muy poca gente pasa la noche en el complejo del templo. George y Jigme suelen dormir en un galpón del complejo, pero esta noche están en Jo-kung con A. Bettik. El abad Kempo Ngha Wang Tashi se aloja con los monjes algunas noches, pero esta noche ha regresado a su casa de Jo-kung. Un puñado de monjes prefieren sus austeros aposentos de aquí al monasterio de Jo-kung, entre ellos Chim Din, Labsang Barriten y la mujer, Donka Nyapso. En ocasiones el volador, Lhomo, se aloja en los aposentos de los monjes o en un altar vacío, pero no este noche. Lhomo ha salido temprano hacia el Palacio de Invierno, pues pensaba escalar Nanda Devi, al sur de Potala.
Así, aunque veo un fulgor tenue en los aposentos de los monjes, en el nivel más bajo del linde oriental del complejo —un fulgor que se extingue aun mientras lo miro—, el resto del complejo está oscuro y silencioso bajo la luz de las estrellas. Ni Oráculo ni las demás lunas han despuntado aún, aunque el horizonte del este comienza a resplandecer con su llegada. Las estrellas son increíblemente brillantes, casi tanto como cuando se ven desde el espacio. Esta noche veo miles —más de las que recordaba en el cielo nocturno de Hyperion o Vieja Tierra— y estiro el cuello hasta ver ese astro lento que es la diminuta luna donde supuestamente se oculta la nave. Llevo el disco de comunicaciones, y sólo necesitaría susurrar para llamar a la nave, pero Aenea y yo hemos decidido que, dada la cercanía de Pax, aun las transmisiones de banda angosta se deben reservar para situaciones de emergencia.
Espero sinceramente que no haya situaciones de emergencia.
Voy por escalerillas, escaleras y puentes hasta el lado oeste del complejo, camino por la cornisa de ladrillo y piedra al pie de los edificios más bajos. El viento nocturno sopla y la madera cruje mientras las plataformas se adaptan al frío. Arriba flamean las banderas y abajo la luz de las estrellas baña las nubes arremolinadas que lamen la roca. El viento no lanza ese aullido de lobo que me despertaba en mis primeras noches, pero su paso por las fisuras y maderas y rendijas pone al mundo a murmurar y susurrar.
Llego a la escalera de la Sabiduría y subo por el pabellón del Entendimiento Recto. Me quedo un momento en el balcón para mirar los oscuros y silenciosos aposentos de los monjes, en una roca del este. Acaricio las habilidosas tallas de las hermanas Kuku y Kay Se. Ciñéndome la chaqueta, subo por la escalera de caracol hasta la pagoda del Pensamiento Recto. En la pared oriental de esta pagoda restaurada, Aenea ha diseñado una gran ventana redonda que mira hacia la parte baja de los riscos, donde Oráculo hace su aparición. Ahora la luna se eleva y sus rayos brillantes iluminan el techo de la pagoda y la pared de yeso donde están talladas estas palabras del Sutta Nipatta:
Así como la llama apagada por el viento
reposa y no puede ser definida,
el sabio liberado de la individualidad
reposa y no puede ser definido.
Ha ido más allá de las imágenes,
más allá del poder de las palabras.
Sé que este pasaje trata sobre la enigmática muerte de Buda, pero lo leo en el claro de luna preguntándome si podría aplicarse a Aenea o a mí. No parece aplicable. A diferencia de los monjes que buscan la iluminación, yo no tengo el menor afán de trascender la individualidad. El mundo —las miríadas de mundos que he tenido el privilegio de ver y recorrer— me fascina y me deleita. No deseo dejar atrás el mundo ni mis imágenes sensoriales del mundo. Y sé que Aenea siente lo mismo: la vida es como la comunión católica, sólo que el mundo es la hostia y debe ser masticado.
Aun así, me afecta la idea de que la esencia de las cosas —las personas, la vida— trascienda las imágenes y el poder de las palabras. He intentado en vano volcar en palabras la esencia de este lugar, de estos días, y he descubierto que es un esfuerzo fútil.
Dejando el eje de la Sabiduría, cruzo la larga plataforma de la cocina y subo por las escaleras, puentes y plataformas del eje de la Moralidad. Oráculo se ha alejado de los riscos y junto con sus dos compañeras pinta con espesa luz la roca y la madera roja.
Atravieso los pabellones del Lenguaje Recto y la Acción Recta, deteniéndome para recobrar el aliento en la pagoda circular de la Vida Recta. Hay un tonel de bambú con agua potable junto a la pagoda del Esfuerzo Recto, y bebo un buen sorbo. Las banderas flamean en las terrazas y aleros mientras atravieso la larga plataforma que conduce a las estructuras más altas.
El pabellón de la Mentalidad Recta forma parte del trabajo reciente de Aenea y todavía huele a cedro bonsai fresco. Diez metros más alto por la abrupta escalerilla, el pabellón se yergue sobre la mole del templo y su ventana se abre a la pared del risco. Me quedo allí unos minutos, comprendiendo por primera vez que la sombra de la pagoda se proyecta sobre esa losa de roca cuando la luna sube como ahora, y que Aenea ha diseñado el techo del pabellón de modo que su sombra se conecte con grietas naturales y descoloramientos de la roca para crear un trazo que reconozco como el caracter chino que designa a Buda.
Siento un escalofrío, aunque el viento sopla igual que antes. Tengo la carne de gallina. Comprendo —no, veo— que la misión de Aenea, sea cual fuere, está condenada al fracaso. Ella y yo seremos capturados, interrogados, quizá torturados y ejecutados. Mis promesas al viejo poeta, en Hyperion, eran un gasto de aliento. Derrocar Pax, había dicho yo. Pax con sus miles de millones de fieles, sus millones de efectivos armados, sus miles de naves de guerra… Recobrar Vieja Tierra, había dicho. Bien, al menos la había visitado.
Miro por la ventana para ver el cielo, pero sólo veo la pared de roca bajo el claro de luna y las sombras que forman el caracter que representa el nombre de Buda, los tres trazos verticales como tinta sobre pergamino color pizarra, los tres trazos horizontales entrelazados, formando tres rostros blancos en los espacios negativos, tres rostros mirándome en la oscuridad.
Había prometido proteger a Aenea. Juro que moriré haciéndolo.
Combatiendo el frío y mi ominoso presentimiento, voy a la plataforma de la Meditación, me engancho a un cable y cruzo treinta metros en el vacío hasta llegar a la plataforma que está debajo de la terraza más alta, donde se encuentran las pagodas que Aenea y yo usamos para dormir. Subo la última escalerilla del último nivel, pensando: Tal vez ahora me duerma.
No anoté esto en mi diario. Lo recuerdo ahora al escribir.
La luz de Aenea estaba apagada, por suerte. Se quedaba hasta muy tarde, trabajaba demasiado. Los andamiajes y cables no eran sitio para una arquitecta exhausta.
Entré en mi habitación, cerré la puerta shoji y me quité las botas. Las cosas estaban tal como las había dejado: el biombo externo un poco corrido, la luz de la luna sobre mi estera, el viento raspando las paredes en su suave conversación con las montañas. Ninguno de mis faroles estaba encendido, pero tenía la luz de la luna y mi recuerdo de esa pequeña habitación en la oscuridad. El suelo era tatami desnudo excepto por mi sofá y un baúl que contenía mi mochila, alimentos, un vaso de cerveza, los respiradores que había traído de la nave y mi equipo de escalamiento; no había nada con qué tropezar.
Colgué la chaqueta, me salpiqué la cara con agua del cuenco, me quité la camisa, los calcetines, los pantalones y la ropa interior, guardándolas en una bolsa dentro del baúl. Mañana era día de lavar ropa. Suspirando, sintiendo que la sombría premonición que había tenido en el pabellón de la meditación se diluía en mera fatiga, me acerqué a la estera. Siempre he dormido desnudo salvo cuando estaba en la Guardia Interna y cuando viajaba en la nave del cónsul con mis dos amigos.
Hubo un leve movimiento en la oscuridad, más allá de la brillante franja de luz lunar. Sobresaltado, adopté una posición de lucha. La desnudez me hace sentir vulnerable. Entonces pensé que A. Bettik debía haber regresado temprano y me tranquilicé.
—¿Raul? —dijo Aenea. Se inclinó en el claro de luna. Se había envuelto la parte inferior del cuerpo con mi manta, pero tenía desnudos los hombros, los pechos y el abdomen. Oráculo le tocó el cabello y los pómulos con su luz tenue.
Abrí la boca, pensé en ir a buscar mi ropa, decidí no caminar tanto, caí de rodillas en la estera, cubriéndome con la sábana del sofá. No era un mojigato, pero ésta era Aenea. ¿Qué diablos…?
—Raul —repitió, y esta vez su voz no era interrogativa. Se me acercó de rodillas. La sábana cayó.
—Aenea —dije estúpidamente—. Aenea, yo… tú…
Aenea me apoyó un dedo en los labios y lo apartó un segundo después, pero antes de que yo pudiera hablar puso sus labios donde antes apoyaba el dedo.
Cada vez que tocaba a mi joven amiga, el contacto era eléctrico, he mencionado esto y siempre me siento tonto al comentarlo, pero lo atribuía a su aura, su personalidad. Era real, no era una metáfora. Pero nunca había sentido ese torrente de electricidad como en este instante.
Al principio reaccioné pasivamente, recibiendo el beso en vez de compartirlo. Pero luego su calidez y su insistencia superaron la reflexión, superaron la duda, superaron todos mis sentidos, y participé en su beso, abrazándola y estrechándola mientras ella me acariciaba la espalda con sus fuertes dedos. Más de cinco años atrás para ella, cuando se despedía en aquel río de Vieja Tierra, me había dado un beso urgente, eléctrico, lleno de preguntas y mensajes, pero todavía era el beso de una joven de dieciséis años. Este beso era el contacto cálido, húmedo y abierto de una mujer, y yo respondí en un instante.
Nos besamos por una eternidad. Yo era vagamente consciente de mi desnudez y excitación como de algo que debía preocuparme o avergonzarme, pero era algo distante, secundario frente al creciente calor y urgencia de esos besos que no paraban. Cuando al fin nuestros labios se separaron, hinchados, casi magullados, ansiosos de besarse de nuevo, nos besamos las mejillas, los párpados, la frente, los oídos. Bajé el rostro y le besé la garganta, sintiendo la pulsación contra mis labios e inhalando el aroma perfumado de su piel.
Ella avanzó de rodillas, arqueando la espalda de modo que sus pechos me rozaron la mejilla. Tomé uno y besé el pezón casi con reverencia. Aenea cogió mi cabeza en su palma, y sentí su aliento acelerado mientras inclinaba su cara hacia mí.
—Espera, espera —dije, irguiendo la cara y apartándome—. No, Aenea, ¿estás…? Quiero decir que no creo que…
—Shhh —dijo ella, inclinándose de nuevo sobre mí, besándome de nuevo, mirándome de tal modo que sus ojos oscuros parecían llenar el mundo—. Shhh, Raul. Sí.
Me besó de nuevo, ladeándose de tal modo que ambos nos reclinamos en la estera, sin dejar de besarnos, mientras la brisa hacia crujir las paredes de papel de arroz y toda la plataforma se mecía con la profundidad de nuestro beso y el movimiento de nuestros cuerpos.
Es un problema. Contar estas cosas. Compartir el momento más íntimo y sagrado. Volcar estas cosas en palabras es como una violación. Y no hacerlo es una mentira.
Ver y sentir a nuestro ser amado desnudo por primera vez es una de las epifanías puras e irreductibles de la vida. Si existe una religión Verdadera en el universo, debe incluir la verdad de este contacto o ser hueca para siempre. Hacer el amor con la única persona que merece ese amor es una de las pocas retribuciones absolutas de la condición humana, y compensa todo el dolor, la pérdida, la torpeza, la soledad, la idiotez, las concesiones y la ineptitud que acompañan esa condición. Hacer el amor con la persona indicada compensa muchos errores.
Yo nunca había hecho el amor con la persona indicada. Lo supe la primera vez que Aenea y yo nos besamos y abrazamos, aun antes de que comenzáramos a movernos… despacio, rápidamente, de nuevo despacio. Comprendí que en realidad nunca había hecho el amor con nadie, que las andanzas sexuales del joven soldado entre mujeres amistosas o las aventuras ocasionales donde había creído explorar y descubrirlo todo no eran ni siquiera el principio.
Esto fue el principio. Recuerdo que en un momento Aenea se irguió sobre mí, su mano en mi pecho, su pecho empapado de sudor, mirándome con cálida intensidad, como si nuestra mirada nos uniera tan íntimamente como nuestros muslos y genitales. Y en el futuro yo recordaría este instante cada vez que hiciéramos el amor, como si estos primeros momentos de intimidad fueran un recuerdo prospectivo de esos momentos venideros.
Tendidos a la luz de la luna entre sábanas y mantas enredadas, mientras el fresco viento del norte secaba nuestros cuerpos sudados, su mejilla sobre mi pecho y mi muslo sobre su cadera, seguíamos tocándonos; sus dedos jugaban con el vello de mi pecho, mis dedos seguían la línea de su mejilla, mi pie se deslizaba por su pierna, curvándose alrededor de los fuertes músculos de su pantorrilla.
—¿Esto fue un error? —susurré.
—No. A menos…
Mi corazón dio un brinco.
—¿A menos…?
—A menos que en la Guardia Interna no te hayan dado esas inyecciones que sin duda te dieron —susurró Aenea. Yo estaba tan alarmado que ni siquiera noté que bromeaba.
—¿Qué? ¿Inyecciones? ¿Qué? —dije, rodando sobre un codo—. Ah, inyecciones. Maldición. Sabes que me las pusieron. Cielos.
—Sé que te las pusiste —susurró Aenea, y su sonrisa era audible.
Cuando los jóvenes de Hyperion ingresábamos en la Guardia Interna, las autoridades nos administraban la habitual batería de inyecciones aprobadas por Pax: antimalaria, anticáncer, antivirus y control de natalidad. En un universo donde la mayoría de los individuos escogían el cruciforme —escogían el intento de ser inmortales— el control de natalidad era personal. Uno podía solicitar el antídoto a las autoridades de Pax o comprarlo en el mercado negro cuando decidía iniciar una familia. Y si uno no escogía la cruz ni la familia, duraría hasta que la vejez o la muerte restaran importancia al asunto. Yo no había pensado en la inyección durante años. Creo que A. Bettik me había preguntado por ella en la nave del cónsul, una década atrás, cuando hablábamos de medicina preventiva y yo había mencionado la batería de la Guardia Interna mientras nuestra amiga de once o doce años leía un libro de la biblioteca, al parecer sin prestar atención.
—No —dije, todavía apoyado en el codo—. Un error, de veras. Tú eres…
—Yo.
—Tienes veintiún años estándar. Yo soy…
—Tú.
—Yo soy mayor, tengo once años más.
—Increíble —dijo Aenea. El claro de luna bañó su rostro cuando me miró—. Puedes hacer cuentas. En semejante momento.
Suspiré y me apoyé sobre el estómago. Las sábanas tenían nuestro olor. El viento arreciaba, haciendo crujir las paredes.
—Tengo frío —susurró Aenea.
En los días y meses venideros, yo la abrazaría cuando ella dijera esas palabras, pero esa noche la interpreté literalmente y me levanté para cerrar la puerta shoji. El viento estaba más fresco que de costumbre.
—No —dijo Aenea.
—¿Qué?
—No la cierres del todo. —Estaba sentada, la sábana hasta la cintura.
—Pero hace…
—El claro de luna cae sobre ti —susurró Aenea.
Tal vez su voz causó mi reacción física. O verla allí, esperándome en las sábanas. Además de retener nuestros olores, la habitación olía a paja fresca por el nuevo tatami y el ryokan del techo. Y al aire fresco y límpido de las montañas. Pero la brisa fría no contrarrestó mi reacción.
—Ven aquí —susurró Aenea, y abrió la sábana para cubrirme.
Es la mañana siguiente y estoy colocando el alero y camino como un sonámbulo. Parte del problema es la falta de sueño —Oráculo se había puesto y despuntaba la aurora cuando Aenea regresó a su pabellón— pero el principal motivo es la mera estupefacción. La vida ha cobrado un rumbo que yo no había previsto ni imaginado.
Estoy instalando soportes en el peñasco. Los operarios Haruyuki, Kenshiro y Voytek Majer abren agujeros en la piedra mientras Kim Byung-soon y Viki Groselj ponen ladrillos y el carpintero Changchi Kenchung, detrás de mí, coloca el suelo de madera de la terraza. No habría nada para frenar una caída si Lhomo no hubiera ofrecido su espectáculo de ayer, fijando sogas y cables. Ahora, mientras saltamos de viga en viga, sólo enganchamos nuestros arneses en la próxima soga. Me he caído antes y la soga detuvo mi caída: puede sostener cinco veces mi peso.
Ahora brinco de una viga fija a la otra, acercando una viga que cuelga de un cable. El viento arrecia y amenaza con arrojarme al espacio, pero apoyo una mano en la viga colgante y tres dedos en la roca.
Llego al final de la tercera cuerda fija, me desengancho y me dispongo a engancharme en la cuarta de las siete cuerdas que Lhomo preparó.
No sé qué pensar de anoche. Sé qué sentir —euforia, confusión, éxtasis, amor— pero no qué pensar. Traté de ver a Aenea antes del desayuno en el comedor comunal, cerca de los aposentos de los monjes, pero ella ya había comido y había ido a ver a los talladores de la terraza, que tenían problemas en el nuevo alero del este. Luego A. Bettik, George Tsarong y Jigme Norbu llegaron con los porteadores y pasamos un par de horas seleccionando materiales y transportando vigas, cinceles, tablones y otros elementos a los nuevos andamios. Fui a la cornisa del este antes de ponerme a trabajar en las vigas, pero A. Bettik y Tsipon Shakabpa deliberaban con Aenea, así que regresé a los andamios y puse manos a la obra. Ahora saltaba a la última viga colocada esta mañana, listo para instalar la próxima en el agujero que Haruyuki y Kenshiro habían abierto en la roca con pequeñas cargas explosivas. Luego Voytek y Viki fijarán el poste con cemento. Dentro de treinta minutos estará tan firme como para que Changchi ponga encima una plataforma. Me he acostumbrado a saltar de viga en viga, haciendo equilibrio y acuclillándome para poner la próxima viga en su sitio, y ahora lo hago con la última, moviendo el brazo izquierdo para balancearme mientras toco con los dedos la viga que pende del cable. De pronto la viga se mece demasiado y pierdo el equilibrio, salto al vacío. Sé que el cable de seguridad me frenará, pero odio caer y quedar colgado entre la última viga y el agujero recién abierto. Si no tengo impulso suficiente para regresar a la viga, tendré que esperar a que Kenshiro u otro operario venga a rescatarme.
En una fracción de segundo tomo una decisión y salto, cogiendo la viga oscilante y pateando con fuerza. Como la cuerda de seguridad tiene varios metros de tolerancia, todo mi peso está ahora sobre mis dedos. La viga es demasiado gruesa para que pueda aferrarla bien y mis dedos resbalan en la dura madera. Pero en vez de caer hasta el extremo elástico de mi cuerda fija, me esfuerzo para afianzarme, logro impulsar el pesado poste hacia la última viga instalada y salto los dos últimos metros, aterrizando en la viga resbaladiza y aleteando con los brazos. Riendo de mi propia tontería, recobro el equilibrio, jadeo, miro las nubes que hierven contra la roca miles de metros más abajo.
Changchi Kenchung salta hacia mí de viga en viga, aferrándose a las sogas fijas con urgencia. Hay algo parecido al horror en sus ojos, y por un segundo estoy seguro de que algo le ha ocurrido a Aenea. Mi corazón palpita con tal fuerza y siento tanta angustia que casi pierdo el equilibrio. Pero lo recobro y me balanceo sobre la viga fija, esperando a Changchi con aprensión.
Cuando llega a la última viga, está demasiado agitado para hablar. Gesticula con urgencia, pero no entiendo el ademán. Tal vez vio mis cómicas piruetas y estaba preocupado. Para tranquilizarlo, toco la cuerda de mi arnés mostrándole que el gancho está bien sujeto.
No hay gancho. Nunca me sujeté a la última cuerda fija. Di todos estos saltos sin cable de segundad. Nada me separaba del…
Sintiendo vértigo y náusea, camino hasta la pared del peñasco y me apoyo en la fría piedra. El saliente me rechaza. Es como si toda la montaña se inclinara para empujarme.
Changchi tira de la cuerda fija, alza un gancho de mi arnés, me sujeta. Asiento con gratitud y trato de no vomitar el desayuno mientras él está conmigo.
A diez metros, Haruyuki y Kenshiro gesticulan. Han abierto otro agujero perfecto. Quieren que siga colocando las vigas.
El grupo que asistirá a la recepción del Dalai Lama en Potala sale después de almorzar en el comedor. Veo allí a Aenea, pero salvo por una mirada cómplice y una sonrisa que me afloja las rodillas, no tenemos comunicación íntima.
Nos reunimos en el nivel inferior mientras cientos de operarios, monjes, cocineros, estudiosos y porteadores saludan y ovacionan desde las plataformas de arriba. Nubes de lluvia ruedan entre los riscos, pero el cielo de Hsuan'k'ung Ssu todavía está azul y las banderas rojas que ondean en las altas terrazas destacan con una claridad desconcertante.
Todos usamos ropa de viaje, llevando la ropa formal en sacos herméticos colgados del hombro o, en mi caso, en la mochila. Tradicionalmente las recepciones del Dalai Lama se celebran tarde, y faltan más de diez horas para que se requiera nuestra presencia, pero es un viaje de seis horas por la Vía Alta, y los mensajeros y un volador que fueron a Jo-kung más temprano dicen que hay mal tiempo más allá del risco K'un Lun, así que nos ponemos en marcha.
El orden de la comitiva se establece por protocolo. Charles Chi kyap Kempo, alcalde de Jo-kung y chambelán del Templo Suspendido en el Aire, camina unos pasos delante de Kempo Ngha Wang Tashi, abad del templo. Las «ropas de viaje» de ambos son más suntuosas que mi ropa formal, y están rodeados por un enjambre de asistentes, monjes y personal de segundad.
Detrás de los políticos sacerdotes caminan Gyalo Thondup, el joven monje y primo del actual Dalai Lama, y Labsang Samten, el monje de tres años que es hermano del Dalai Lama. Tienen el andar fácil y la risa aún más fácil de jóvenes que están en la flor de la salud física y la lucidez mental. Sus dientes blancos destellan en sus caras pardas. Labsang usa una chuba roja y brillante que le da la apariencia de ser una bandera rezadora ambulante mientras nuestra procesión se dirige al oeste por la estrecha senda de la fisura de Jo-kung.
Tsipon Shakabpa, supervisor oficial del proyecto de Aenea, camina con George Tsarong, nuestro rechoncho capataz. El compañero inseparable de George, Jigme Norbu, está ausente; ofendido por no haber sido invitado, Jigme se ha quedado en el templo. Creo que es la primera vez que no vemos sonreír a George. Tsipon compensa el silencio de George, sin embargo, contando anécdotas con brazos movedizos y gestos extravagantes. Varios obreros caminan con ellos, al menos hasta Jo-kung.
Tromo Trochi de Dhomu, el elegante agente comercial del sur, camina con la única compañía que ha tenido en muchos meses de viaje, la enorme cigocabra que transporta sus mercancías. Tres cencerros cuelgan del velludo pescuezo de la cigocabra, tintineando como las campanillas del templo. Lhomo Dondrub nos encontrará en Potala, pero su presencia en el grupo está representada simbólicamente por un paño de nueva tela para su paravela en el lomo de la cigocabra.
Aenea y yo vamos al final de la procesión. Varias veces intento hablar de anoche, pero ella me hace callar llevándose un dedo a los labios y señalando al comerciante y otros miembros de la procesión. Me dedico a hablar de los últimos días de trabajo en el templo, pero mi mente sigue llena de preguntas.
Pronto llegamos a Jo-kung, donde las rampas y senderos están atestados de multitudes que agitan pendones y banderas. Desde las terrazas y galpones, los ciudadanos ovacionan a su alcalde y al resto de nosotros.
Más allá de Jo-kung, cerca de las plataformas de la única cablevía que usaremos en este viaje a Potala, encontramos otro grupo que se dirige a la recepción: la Dorje Phamo y sus nueve sacerdotisas. La Dorje Phamo viaja en un palanquín llevado por cuatro varones musculosos: es la abadesa de la gompa de Samden, un monasterio masculino que está a treinta kilómetros, sobre la pared sur del mismo risco donde el Templo Suspendido en el Aire se yergue en la pared norte. La Dorje Phamo tiene noventa y cuatro años estándar y se descubrió que era la encarnación de la Dorje Phamo original, la Marrana del Rayo, cuando tenía tres años estándar. Es un personaje de suma importancia que dirige un monasterio de mujeres —el Gompa del Oráculo, en Yamdrok Tso, sesenta kilómetros más lejos sobre la peligrosa pared del risco— desde hace más de setenta años estándar. Ahora la Marrana del Rayo, sus nueve compañeras y una treintena de porteadores y guardias aguardan en la cablevía para sujetar las enormes grapas del palanquín.
La Dorje Phamo se asoma por las cortinas, mira a nuestro grupo y llama a Aenea. Por los comentarios informales de Aenea, sé que ha viajado al Gompa del Oráculo de Yamdrok Tso varias veces para reunirse con la Marrana y que las dos son muy amigas. También sé por los comentarios confidenciales de A. Bettik que la Dorje Phamo ha dicho recientemente a sus sacerdotisas y monjes del gompa y a los monjes de Samden Gompa que la encarnación de Buda viviente de la misericordia es Aenea, no Su Santidad el Dalai Lama. El rumor de esta herejía se ha difundido, según A. Bettik, pero dada la popularidad de la Marrana del Rayo en el mundo de T'ien Shan, el Dalai Lama aún no ha respondido a la impertinencia.
Las dos mujeres, mi joven Aenea y la anciana del palanquín, charlan y se ríen espontáneamente mientras ambos grupos esperan para cruzar el abismo de Langma. La Dorje Phamo debe haber insistido en que vayamos delante de su grupo, pues los porteadores apartan el palanquín del camino y las nueve sacerdotisas hacen una profunda reverencia mientras Aenea pide a nuestro grupo que avance en la plataforma. Charles Chi-kyap Kempo y Kempo Ngha Wang Tashi parecen contrariados mientras sus asistentes los sujetan al cable, no por temor a un accidente, lo sé, sino por alguna ruptura del protocolo que me he perdido y que no me interesa particularmente. Lo que me interesa es hablar a solas con Aenea. O tal vez sólo besarla de nuevo.
Llueve intensamente durante la marcha a Potala. Durante mis tres meses en este mundo he experimentado varios chubascos estivales, pero ésta es la intensa lluvia que precede a los monzones, helada y neblinosa. Terminamos el viaje por cable antes de que se aproximen las nubes, pero cuando nos acercamos al lado este del risco K'un Lun, la Vía Alta está resbaladiza por el hielo.
La Vía Alta consiste en cornisas de roca, senderos de ladrillo en el flanco del peñasco, de madera en el risco noroeste de Hua Shan, la Montaña de la Flor, y una larga serie de plataformas y puentes colgantes que unen estas heladas cumbres con K'un Lun. Luego está el segundo puente colgante del planeta en longitud, que une el risco de K'un Lun con Phari, seguido por otra serie de senderos, puentes y rebordes que conducen al sudoeste por la ladera este del risco de Phari hasta el mercado de Phari. Allí atravesamos la fisura y cogemos el camino de Potala.
Normalmente es una marcha de seis horas bajo el sol, pero esta tarde es un agotador y peligroso trajín en medio de la ondulante niebla y la gélida lluvia. Los asistentes que viajan con el alcalde Charles Chi-kyap Kempo y el abad Kempo Ngha Wang Tashi intentan proteger a los notables con brillantes paraguas rojos y amarillos, pero el helado borde a menudo es angosto y los dignatarios se mojan cuando deben avanzar uno por uno. Los puentes colgantes son de pesadilla. El «suelo» es un cable de cáñamo trenzado con sogas verticales de cáñamo, sogas horizontales como pasamanos y un segundo cable grueso más arriba. Aunque habitualmente es juego de niños hacer equilibrio en el cable inferior mientras se aferran las sogas laterales, se requiere gran concentración bajo esta lluvia. Pero los lugareños lo han hecho durante muchos monzones y se mueven deprisa; sólo Aenea y yo titubeamos mientras los puentes oscilan bajo nuestro peso y las heladas cuerdas amenazan con resbalarse de las manos.
A pesar —o a causa— de la tormenta alguien ha encendido las antorchas de la Vía Alta en la ladera este del risco de Phari, y los braseros que arden en la niebla nos ayudan a guiarnos mientras las tortuosas sendas de madera suben y bajan por escaleras cubiertas de hielo y desembocan en más puentes. Llegamos al mercado de Phari al atardecer, aunque parece mucho más tarde por la oscuridad. Se nos unen otros grupos que van al Palacio de Invierno y hay por lo menos setenta personas que se dirigen al oeste. El palanquín de la Dorje Phamo aún nos acompaña y sospecho que no soy el único que envidia un poco ese refugio seco.
Confieso que estoy defraudado: pensábamos llegar a Potala al caer el día, cuando aún quedaban reflejos en los riscos y los picos del norte y del oeste del palacio. Nunca he visto el palacio y esperaba la oportunidad de ver esta región. En estas circunstancias, la ancha Vía Alta que une Phari y Potala es sólo una serie de salientes y senderos iluminados por antorchas. He traído la linterna láser en la mochila, como fútil gesto defensivo si las cosas salen mal en el palacio, o para encontrar el camino en la oscuridad, no estoy seguro. El hielo cubre rocas, plataformas, escaleras y barandas en este transitado sendero. No me animaría a viajar por cablevía esta noche, pero se rumorea que algunos de los invitados más aventureros viajan por ese medio.
Llegamos a la Ciudad Prohibida dos horas antes del comienzo de la recepción. El cielo está más despejado, la lluvia amaina, y nuestro primer atisbo del Palacio de Invierno me quita el aliento y me hace olvidar mi decepción por no haber llegado en el crepúsculo.
El Palacio de Invierno está construido sobre un gran pico que se eleva desde el risco Sombrero Amarillo, con los picos más altos de Koko Nor detrás, y lo primero que vemos a través de las nubes es Drepung, un monasterio que alberga a treinta y cinco mil monjes, una capa tras otra de altos edificios de piedra en las cuestas verticales, miles de ventanas iluminadas por faroles, antorchas en los balcones, terrazas y entradas. Detrás y encima del Drepung, con techos dorados que tocan las arremolinadas nubes, está Potala, el Palacio de Invierno del Dalai Lama. No sólo irradia luz, sino que aun en la tormentosa oscuridad recibe la luz refleja de los picos del Koko Nor, azotados por relámpagos.
Los asistentes y acompañantes emprenden el regreso, y sólo los peregrinos invitados seguimos viaje a la Ciudad Prohibida.
La Vía Alta se achata y se ensancha, convirtiéndose en una avenida de cincuenta metros de anchura, pavimentada con adoquines dorados, bordeada por antorchas, rodeada por un sinfín de templos, chortens, gompas menores, edificios externos del imponente monasterio y puestos de guardia militar. La lluvia ha cesado pero la áurea avenida reluce mientras cientos de peregrinos de atuendo brillante y residentes de la Ciudad Prohibida caminan de aquí para allá frente a las enormes murallas y puertas del Drepung y el Potala. Monjes con túnica color azafrán avanzan en silencio; funcionarios palaciegos con brillantes indumentarias rojas y purpúreas y sombreros amarillos que parecen platillos invertidos desfilan frente a soldados de uniforme azul con picas de rayas blancas y negras; mensajeros oficiales pasan corriendo con ceñidos trajes anaranjados y rojos o azules y dorados; mujeres de la corte se deslizan por las piedras doradas con largos vestidos de susurrante seda azul, lapislázuli y cobalto; los sacerdotes de la secta del Sombrero Rojo son instantáneamente reconocibles por sus sombreros de seda carmesí, mientras los drungpas —la gente del valle boscoso— pasan con lanosos sombreros de piel de cigocabra y trajes adornados con plumas blancas, rojas, marrones y doradas, llevando sus grandes espadas ceremoniales de oro en las fajas; y la gente común de la Ciudad Prohibida es tan pintoresca como los altos dignatarios: cocineros, jardineros, sirvientes, tutores, albañiles y criados personales con chubas de seda verde, azul, dorada y naranja; los que trabajan en los aposentos del Dalai Lama o el Palacio de Invierno —varios miles— visten de carmesí y oro y usan sombreros de seda con bandas de Cigocabra, con alas rígidas de cincuenta centímetros de ancho, para preservar su pálida tez palaciega en los días soleados y protegerse de la lluvia en la época de los monzones.
Nuestro empapado grupo de peregrinos parece opaco y andrajoso en comparación, pero pienso poco en nuestra apariencia cuando atravesamos el portón de sesenta metros de altura de una pared externa del monasterio de Drepung y comenzamos a cruzar el puente Kyi Chu.
Este puente tiene veinte metros de anchura y ciento quince de longitud, y está hecho del más moderno plastiacero de carbono. Brilla como cromo negro. Debajo no hay nada. El puente franquea una grieta que desciende miles de metros hasta las nubes de fosgeno. En el lado este —el lado desde el cual llegamos— las estructuras del Drepung se elevan dos o tres kilómetros: paredes chatas, ventanas relucientes y una telaraña de cables entre el monasterio y el palacio. En el lado oeste —delante de nosotros— el Potala se eleva más de seis kilómetros sobre el peñasco; miles de facetas de piedra y cientos de techos dorados reflejan los vibrantes relámpagos de las nubes bajas. En caso de ataque, el puente Kyi Chu puede retraerse en el peñasco occidental en menos de treinta segundos, dejando medio kilómetro de piedra vertical hasta las primeras almenas, sin escaleras, sostenes, cornisas ni ventanas.
El puente no se retrae cuando cruzamos. Los flancos están llenos de soldados con uniforme de ceremonia, cada cual con una pica o rifle energético. En el extremo del puente, nos detenemos ante el Pargo Kaling —la Puerta Occidental—, un arco de ochenta y cinco metros de altura. El arco gigante despide una luz que asoma por mil dibujos intrincados, y el fulgor más intenso viene de dos grandes ojos de diez metros de ancho que miran sin pestañear hacia el este.
Nos detenemos al pasar bajo el Pargo Kaling. Con el próximo paso entraremos en el terreno del Palacio de Invierno, aunque la entrada todavía está a treinta pasos. Después de la puerta están los mil escalones que nos llevarán al palacio propiamente dicho. Aenea me ha dicho que los peregrinos vienen de todo T’ien Shan caminando de rodillas, y en algunos casos postrándose a cada paso —midiendo literalmente los cientos o miles de kilómetros con sus cuerpos—, para que les dejen atravesar la Puerta Occidental y tocar este último tramo del puente Kyi Chu con la frente, como homenaje al Dalai Lama.
Aenea y yo cruzamos juntos, mirándonos de reojo.
Después de presentar nuestras invitaciones a los guardias y funcionarios de la entrada, subimos los mil escalones. Me asombra descubrir que se asciende con una escalera mecánica, aunque Tromo Trochi de Dhomu susurra que con frecuencia se desactiva para permitir a los fieles un último esfuerzo antes de llegar al palacio.
Arriba, en los primeros niveles públicos, otro regimiento de sirvientes revisa nuestras invitaciones, nos quita la ropa mojada y nos escolta hasta habitaciones donde podremos bañarnos y cambiarnos. El chambelán Charles Chi-kyap Kempo tiene derecho a una pequeña suite de habitaciones en el nivel setenta y ocho del palacio, y después de una interminable caminata por los pasillos externos —las ventanas de la derecha muestran los rojos tejados del monasterio de Drepung chispeando a la luz de la tormenta— nos reciben más criados que hacen nuestra voluntad. Cada integrante del grupo tiene por lo menos un nicho con cortinas, para dormir después de la recepción formal, y los cuartos de baño contiguos ofrecen agua caliente, bañera y modernas duchas sónicas. Sigo a Aenea y le sonrío cuando me guiña el ojo al salir de la humeante habitación.
No tenía ropa formal en el Templo Suspendido en el Aire —ni en la nave que se oculta en la tercera luna, llegado el caso—, pero Lhomo Dondrub y otros de mi talla me han aprovisionado para la ocasión: pantalones negros y brillantes, botas negras y altas, camisa de seda blanca bajo chaleco dorado, una sobreveste de lana rojinegra con forma de X, sujeta en la cintura con una faja de seda carmesí. La capa está hecha de la mejor seda de los confines occidentales de Muztagh Alta y es negra, aunque con intrincados festones rojos, dorados, plateados y amarillos. Es una de las capas preferidas de Lhomo y dejó bien claro que me arrojaría de la plataforma más alta si yo la manchaba, rasgaba o perdía. Lhomo es un hombre agradable de carácter risueño —algo casi inaudito en un volador solitario, según me han dicho—, pero creo que en esto no bromeaba.
A. Bettik me prestó los brazaletes de plata requeridos para la recepción, adquiridos por él en los hermosos mercados de Hsi wang-mu. Me pongo sobre los hombros la capucha de plumas y roja lana de cigocabra que me prestó Jigme Norbu, que en vano ha esperado toda su vida una invitación al Palacio de Invierno. Alrededor del cuello llevo un talismán de jade y plata del Reino Medio, cortesía del maestro carpintero y amigo Changchi Kenchung, quien me dijo esta mañana que ha asistido a tres recepciones del palacio y siempre se aburrió como un hongo.
Criados vestidos de seda dorada llegan a nuestra cámara para anunciar que es hora de reunirse en la habitación contigua a la sala del trono. Cientos de huéspedes circulan por los corredores, con susurro de sedas y tintineo de joyas, y el aire está impregnado de olor a perfume, colonia, jabón y cuero. Delante de nosotros, veo a la anciana Dorje Phamo escoltada por dos de sus nueve sacerdotisas, todas ellas con elegantes túnicas color azafrán. La Marrana no usa joyas, pero lleva el cabello blanco sujeto en complejos montículos y bellas trenzas.
El vestido de Aenea es simple pero deslumbrante: seda azul con una estola color cobalto en los hombros, un talismán de plata y jade en el pecho y una peineta de plata en el cabello, sosteniendo un delgado medio velo. Muchas mujeres usan un púdico velo esta noche, y comprendo con cuánta astucia esto oculta el semblante de mi amiga.
Me coge el brazo y atravesamos los incesantes corredores, doblando a la derecha y subiendo por escaleras mecánicas en espiral hacia el Dalai Lama.
—¿Nerviosa? —susurro.
Veo el destello de su sonrisa debajo del velo y ella me estruja la mano.
—Pequeña —insisto—, a veces ves el futuro. Lo sé. ¿Saldremos vivos de aquí esta noche?
Me inclino para oír su respuesta.
—Pocas cosas están fijas en nuestro futuro, Raul. La mayoría de las cosas son líquidas como… —Señala una fuente cantarina que dejamos atrás—. Pero no veo razones para preocuparnos. Hay miles de huéspedes esta noche. El Dalai Lama sólo puede saludar a pocos en persona. Sus invitados de Pax, sean quieres fueren, no tienen motivos para pensar que estamos aquí.
Asiento, pero no estoy convencido.
Labsang Samten, el hermano del Dalai Lama, baja ruidosamente por la escalera ascendente, violando todo protocolo. El monje sonríe con entusiasmo. Nos habla a nosotros, pero cientos pueden oírle.
—Los invitados del espacio son muy importantes —exclama—. Estuve hablando con nuestro instructor, que es asistente del ayudante del ministro de Protocolo. Nuestros visitantes no son meros misioneros.
—¿No? —dice el chambelán Charles Chi-kyap Kempo, espléndido con sus capas de seda roja y dorada.
—No —sonríe Labsang Samten—. Hay un cardenal de la Iglesia. Un cardenal muy importante. Con algunos de sus dignatarios principales.
Siento un nudo en el estómago.
—¿Qué cardenal? —pregunta Aenea, con voz serena e interesada. Nos aproximamos al final de nuestro viaje en escalera y miles de murmullos llenan el aire.
Labsang Samten se ajusta la túnica de monje.
—Un tal Mustafa —dice con una sonrisa—. Alguien muy cercano al papa de Pax, creo. Pax honra a mi hermano al enviarlo como embajador.
Aenea me aprieta la mano, pero el velo no me permite ver su expresión.
—Y hay otros importantes huéspedes de Pax —continúa el monje, volviéndose mientras nos aproximamos a la recepción—. Incluidas unas extrañas mujeres. Militares, creo.
—¿Conseguiste sus nombres? —pregunta Aenea.
—Una de ellas —dice Labsang—. La general Nemes. Es muy pálida. —El hermano del Dalai Lama sonríe a Aenea—. El cardenal desea conocerte, M. Aenea. A ti y a tu acompañante, M. Endymion. El ministro de Protocolo quedó muy sorprendido, pero ha dispuesto una recepción privada para ti con la gente de Pax y el regente y, desde luego, mi hermano, Su Santidad el Dalai Lama.
Nuestro ascenso termina. La escalera entra en el piso de mármol. Con Aenea del brazo, entro en el bullicio y el controlado caos del salón de recepción.