Admito que estaba confundido y deprimido cuando llegué a las Montañas del Cielo. Dormí en fuga criogénica durante tres meses y dos semanas. Pensaba que no había sueños en la fuga criogénica, pero me equivocaba. Tuve pesadillas casi todo el viaje y desperté desorientado y aprensivo.
El punto de traslación estaba a sólo diecisiete horas, pero en el sistema T'ien Shan tuvimos que trasladarnos de C-plus más allá del último planeta y desacelerar dentro del sistema durante tres días completos. Corrí por las cubiertas, subí y bajé la escalera de caracol, salí al balcón. Quise convencerme de que estaba tratando de poner mi pierna en forma —aún me dolía, aunque la nave afirmaba que el autodoc la había curado—, pero sabía que estaba tratando de desahogarme. Creo que nunca había sentido tanta ansiedad.
La nave insistía en contarme todos los detalles acerca de este sistema estelar: estrella amarilla tipo G, blablablá —bien, eso estaba a la vista—, once mundos, tres gigantes gaseosos, dos cinturones de asteroides, alto porcentaje de cometas en el sistema interior, blablablá. Sólo me interesaba T'ien Shan, y me senté en el holofoso alfombrado para verlo crecer. Era un mundo brillante. Cegadoramente brillante. Una perla rutilante en el espacio negro.
«Lo que estás viendo es la capa permanente de nubes —ronroneaba la nave—. El albedo es impresionante. Hay nubes más altas. ¿Ves esos remolinos de tormentas en la parte inferior derecha del hemisferio diurno? ¿Esos cirros altos que proyectan sombras cerca del casquete polar ártico? Son las nubes que determinan la meteorología de las zonas habitadas».
—¿Dónde están las montañas? —pregunté.
«Allá —dijo la nave, sobrevolando una sombra gris en el hemisferio norte—. Según mis viejos mapas, hay un gran pico en los confines septentrionales del hemisferio oriental, Chomo Lori, la "Reina de las Nieves". ¿Ves esas estrías al sur? ¿Ves que se aglomeran hasta pasar el ecuador y luego se propagan cada vez más hasta desaparecer en las masas nubosas del polo sur? Son los dos grandes macizos centrales, Phari y K'un Lun. Fueron las primeras cordilleras habitadas del planeta y son excelentes ejemplos de la violenta erupción cretácea que derivó en…».
Blablablá. Y yo sólo podía pensar en Aenea, Aenea, Aenea.
Era extraño entrar en un sistema sin naves de Pax, sin defensas orbitales, sin bases lunares, ni siquiera una base en el centro de esa gigantesca luna redonda —que parecía un balazo en medio de una esfera anaranjada y lisa—, sin registros de estelas Hawking ni emisiones de neutrinos ni lentes gravitatorias ni rastros de naves Bussard, ningún indicio de alta tecnología. La nave dijo que había algunas emisiones de microondas en ciertas zonas del planeta, pero cuando las detecté resultaron estar en chino pre-Hégira. Esto me desconcertó. Nunca había estado en un mundo donde la mayoría de los humanos hablaran en algo que no fuera una versión del inglés de la Red.
La nave entró en órbita geosincrónica por encima del hemisferio oriental.
—Tus instrucciones eran encontrar el pico llamado Heng Shan, seiscientos cincuenta kilómetros al sureste de Chomo Lori. Allá.
La visión telescópica se centró en un bello colmillo de hielo y nieve que atravesaba tres capas de nubes y cuya cumbre clara y brillante relucía encima de la atmósfera.
—Cielos —susurré—. ¿Y dónde está Hsuan'k'ung Ssu, el Templo Suspendido en el Aire?
«Debería estar… allá», dijo triunfalmente la nave.
Mirábamos una protuberancia de hielo, nieve y roca gris. Rodaban nubes al pie de ese increíble peñasco. Aún mirándolo desde el holovisor, tuve que aferrar los cojines, presa del vértigo.
—¿Dónde? —pregunté. No había edificios a la vista.
«Aquel triángulo oscuro —dijo la nave, sobrevolando lo que me parecía una sombra sobre una roca gris—. Y esta línea… aquí…».
—¿Cuál es la magnificación?
«El triángulo tiene aproximadamente un metro veinte en el borde más largo», dijo la voz de mi comlog a la que me había acostumbrado tanto.
—Un edificio bastante pequeño para que viva gente —señalé.
«No, no —dijo la nave—. Esto es sólo una estructura de construcción humana asomando bajo lo que debe ser un saliente de roca. Calculo que el Templo Suspendido en el Aire está bajo el saliente. La roca es más que vertical en este punto. Se curva hacia dentro unos sesenta u ochenta metros».
—¿Puedes darme una visión lateral para que vea el templo?
«Podría —dijo la nave—. Tendríamos que adoptar una órbita más septentrional para usar el telescopio para mirar al sur por encima del pico de Heng Shan, y pasar a infrarrojo para mirar a través de la masa nubosa que está a ocho mil metros, entre el pico y esa protuberancia donde está construido el Templo. También tendría que…».
—Olvídalo. Sólo transmite en haz angosto a toda esa zona y verifica si Aenea nos está esperando.
«¿Qué frecuencia?».
Aenea no había mencionado ninguna frecuencia. Sólo había dicho que no podríamos aterrizar, pero que descendiera en Hsuan'k'ung Ssu de todos modos. Mirando esa pared vertical de nieve e hielo, entendí a qué se refería.
—Irradia en cualquier frecuencia común que hubiéramos usado si llamaras por una extensión comlog —dije—. Si no hay respuesta, recorre todas las frecuencias que tengas. Podrías probar suerte con las frecuencias que captaste antes.
«Provenían del cuadrante meridional del hemisferio occidental —dijo la nave con voz paciente—. No capté emisiones de microondas en este hemisferio».
—Hazlo, por favor.
Nos quedamos allí media hora, transmitiendo hacia el risco en haz angosto y lanzando señales de radio generales a todos los picos de la zona, luego acribillando el hemisferio con breves preguntas. No hubo respuesta.
—¿Puede haber un mundo habitado donde nadie use radio? —pregunté.
«Por cierto —dijo la nave—, en Ixión está contra la ley y la costumbre usar comunicaciones de microonda. En Nueva Tierra había un grupo que…».
—De acuerdo, de acuerdo —dije. Por milésima vez, me pregunté si habría un modo de reprogramar esta inteligencia autónoma para que no fuera tan fastidiosa—. Desciende.
«¿En qué lugar? Hay grandes zonas habitadas en el pico alto del este, que en mi mapa se llama T'ai Shan, y en el risco K'un Lun hay otra ciudad que según creo se llama Hsi wang-mu, y otros habitáculos en el risco Phari y en un paraje del oeste designado Koko Nor. También…».
—Desciende en el Templo Suspendido en el Aire.
Afortunadamente, el campo magnético del planeta era totalmente adecuado para los propulsores EM de la nave, así que bajamos flotando en vez de tener que descender sobre una estela de llamas de fusión.
Salí al mirador para ver algo, aunque las pantallas del holofoso o del dormitorio habrían sido más prácticas.
Aunque me parecieron horas, a los pocos minutos flotábamos a ocho mil metros, entre el majestuoso pico del norte, Heng Shan, y el risco donde estaba Hsuan'k'ung Ssu. Había visto el terminador avanzando desde el este mientras descendíamos, y según la nave ahora atardecía. Llevé un par de binoculares al mirador y observé. Veía claramente el templo. Lo veía, pero no podía creerlo.
Lo que había parecido un mero juego de luces y sombras bajo las enormes, acanaladas y salientes láminas de granito gris era una serie de estructuras que se extendía cientos de metros al este y al oeste. Vi de inmediato la influencia asiática: edificios con forma de pagoda con techos inclinados y aleros curvos, tejas doradas y lustrosas bajo la brillante luz del sol; ventanas redondas y portones curvos en las secciones de ladrillos, airosos porches de madera con barandas esculpidas; delicadas columnas de madera pintadas del color de la sangre seca; estandartes rojos y amarillos colgando de aleros, portales y barandas; complejas tallas en las vigas y las torres; y puentes colgantes y escaleras festoneados con lo que luego conocería como «ruedas rezadoras» y «banderas rezadoras», que ofrecían una plegaria al Buda cada vez que una mano humana o el viento las hacía girar.
El templo aún estaba en construcción. Vi gente que transportaba madera a plataformas altas, gente que cincelaba la ladera del risco, vi andamiajes, toscas escalerillas y puentes de material vegetal trenzado con soga, y vi figuras erguidas que subían cestos vacíos por las escalerillas y puentes, y figuras encorvadas que bajaban cestos similares llenos de piedras, hasta una losa ancha donde vaciaban la mayoría de los cestos. Estábamos tan cerca que pude ver que muchas de esas figuras humanas usaban túnicas coloridas hasta los tobillos —algunas ondulando en el viento que acariciaba la ladera— y que esas túnicas eran gruesas y abrigaban. Luego aprendería que eran las ubicuas chuba, que se podían fabricar con la gruesa e impermeable lana de cigocabra, con seda ceremonial o algodón, aunque esta última tela era rara y muy valorada.
La idea de mostrar la nave a los lugareños me ponía nervioso —temía provocar pánico, un ataque láser o algo parecido—, pero no sabía qué otra cosa hacer. Aún estábamos a varios kilómetros, así que a lo sumo seríamos un inusitado destello de sol sobre metal oscuro flotando contra el fondo blanco del pico norte. Esperaba que la tomaran por un pájaro —la nave y yo habíamos visto muchos pájaros por la pantalla, muchos de ellos con una envergadura de varios metros—, pero perdí esa esperanza cuando vi que algunos obreros del templo interrumpían su labor para mirar en nuestra dirección. Nadie fue presa del pánico. Nadie corrió en busca de refugio ni de armas —no vi armas a la vista en ninguna parte—, pero evidentemente nos habían visto. Dos mujeres en túnica subieron por la serie ascendente de edificios, puentes, escaleras, escalerillas y andamiajes hasta la plataforma más oriental, donde el trabajo parecía consistir en abrir boquetes en la pared de roca. Allí había una especie de galpón. Una de las mujeres entró allí y salió poco después con otras personas.
Aumenté la magnificación de los binoculares, sintiendo ansiedad, pero el humo de la construcción me impedía distinguir si la persona más alta era Aenea. Pero a través de los velos de humo curvo llegué a ver un destello de cabello castaño claro y corto, y por un momento bajé los binoculares y me quedé mirando la pared distante, sonriendo como un idiota.
—Nos hacen señas —dijo la nave.
Miré de nuevo por los binoculares. Otra persona —mujer, creo, pero con cabello mucho más oscuro— agitaba dos banderas.
«Es un antiguo código de señales —explicó la nave—. Se llama morse. Las primeras palabras son…».
—Cállate —dije. Habíamos aprendido el código morse en la Guardia Interna y una vez lo había usado con dos vendas ensangrentadas para llamar a los deslizadores médicos en la Garra.
VUELA DIEZ KILÓMETROS HASTA FISURA NORESTE… FLOTA ALLÍ… ESPERA INSTRUCCIONES.
—¿Entendiste, nave?
«Sí». La nave siempre hablaba con frialdad cuando yo la trataba groseramente.
—Vamos. Creo ver una grieta diez kilómetros al noreste. Quedémonos lo más lejos posible y entremos desde el este. No creo que puedan vernos desde el Templo, y no veo otras estructuras en la ladera en esa dirección.
Sin más comentario, la nave rodeó la escarpada ladera hasta llegar a la fisura, una grieta vertical que bajaba miles de metros hasta cerrarse cuatrocientos metros sobre el nivel del Templo, que ahora estaba oculto por la curva de roca del oeste.
La nave flotó verticalmente hasta llegar a cincuenta metros del fondo de la fisura. Me sorprendió ver arroyos bajando por las empinadas paredes de roca de los flancos, descendiendo al centro de la fisura antes de lanzarse al aire en una cascada. Había árboles, musgos, líquenes y plantas florecientes en la grieta, prados que se elevaban cientos de metros a orillas de los arroyos hasta convertirse en estrías de liquen multicolor que trepaban hacia el hielo. Al principio pensé que no había señales de intrusión humana, pero luego vi los rebordes cincelados de la pared norte —con anchura apenas suficiente para estar de pie— y los senderos que atravesaban el musgo verde y brillante y las piedras del arroyo, y el diminuto y sufrido edificio —demasiado pequeño para ser una cabaña, más parecido a un mirador— que se erguía bajo árboles perennes modelados por el viento a lo largo del arroyo y cerca del punto alto del verde paso de la fisura. Señalé un punto y la nave se aproximó al mirador. Comprendí por qué sería difícil aterrizar allí. La nave del cónsul no era grande —había permanecido oculta en la torre de piedra de la vieja ciudad de Endymion durante siglos— pero, aunque aterrizara verticalmente sobre sus aletas o patas plegadizas, aplastaría árboles, hierba, musgo y plantas. En ese mundo de roca parecían demasiado raros para destruirlos de esa manera.
Así que revoloteamos. Y esperamos. Y al cabo de treinta minutos, una mujer joven dobló por el sendero y nos saludó con entusiasmo.
No era Aenea.
Admito mi decepción. Mi deseo de ver de nuevo a mi joven amiga había llegado al extremo de la obsesión, y supongo que tenía fantasías absurdas: Aenea y yo corriendo por un prado, ella de nuevo una niña, yo su protector, ambos riendo de placer mientras yo la alzaba y la balanceaba…
Bien, al menos había un prado. La nave siguió revoloteando y extendió una escalera. La joven mujer cruzó el arroyo, saltando en las piedras con perfecto equilibrio, y se acercó sonriendo.
Tenía poco más de veinte años, con una gracia y aplomo que recordaba de mil imágenes de mi joven amiga. Pero yo nunca había visto a esta mujer.
¿Aenea pudo cambiar tanto en cinco años? ¿Se habrá disfrazado para ocultarse de Pax? ¿O yo me he olvidado de su aspecto? Esto parecía improbable. No, imposible. La nave me había asegurado que para Aenea habían transcurrido cinco años y algunos meses si me esperaba en este mundo, pero todo mi viaje —incluida la fuga criogénica— había durado sólo cuatro meses. Yo sólo había envejecido unas semanas. No podía haberla olvidado. Nunca la olvidaría.
—Hola, Raul —saludó la joven de cabello oscuro.
—Hola.
Ella se acercó y me ofreció la mano. Su apretón era firme.
—Soy Rachel. Aenea te describió perfectamente. —Se echó a reír—. Desde luego, no esperábamos que nadie más nos visitara en una nave estelar… —Señaló la nave que flotaba allí como un globo meciéndose en el viento.
—¿Cómo está Aenea? —pregunté, y mi voz me sonó extraña—. ¿Dónde está?
—Está en el templo, trabajando. Es el turno más intenso, y no pudo escaparse. Me pidió que viniera a ayudarte a disponer de tu nave.
No pudo escaparse. ¿Qué cuernos era esto? Había pasado por un infierno con cálculos renales y una pierna rota, tropas de Pax que me perseguían, un mundo sin tierra, un alienígena que me había devorado y regurgitado… ¿y ella no podía escaparse? Me mordí el labio, resistiendo el impulso de decir lo que pensaba. Admito que mis emociones eran fuertes en ese momento.
—¿Disponer de mi nave? ¿A qué te refieres? —pregunté, mirando en torno—. Tiene que haber un sitio donde pueda aterrizar.
—No lo hay —dijo la joven llamada Rachel. Mirándola bajo la brillante luz del sol, comprendí que quizá fuera un poco mayor que Aenea. Tenía ojos pardos e inteligentes, el cabello desaliñado como el de Aenea, la tez bronceada por largas horas de sol, las manos callosas, arrugas en las comisuras de los ojos.
—¿Por qué no hacemos lo siguiente? —propuso Rachel—. ¿Por qué no bajas lo que necesitas de la nave, traes un comlog o comunicador para llamarla cuando desees, sacas dos dermotrajes y dos respiradores del armario y le dices a la nave que regrese a la tercera luna? Allí hay un cráter profundo donde podrá ocultarse, pero esa luna está en órbita cuasigeosincrónica y mantiene una cara hacia este hemisferio todo el tiempo. Si la llamas, regresará en pocos minutos.
La miré con suspicacia.
—¿Para qué dermotrajes y respiradores? —La nave los tenía. Estaban diseñados para ámbitos de vacío benigno donde no se requería una armadura espacial—. El aire parece bastante denso aquí.
—Lo es —dijo Rachel—. A esta altitud hay una atmósfera asombrosamente rica en oxígeno. Pero Aenea me encargó que te pidiera los dermotrajes y respiradores.
—¿Por qué? —pregunté.
—No sé, Raul —dijo Rachel. Sus ojos eran plácidos, aparentemente libres de engaño o maldad.
—¿Por qué esconder la nave? ¿Pax está aquí?
—Todavía no, pero hace seis meses que los esperamos. En este momento no hay naves espaciales en la zona de T'ien Shan, con excepción de la tuya. Tampoco hay naves aéreas. Ni deslizadores, VEMs, tópteros ni cópteros, sólo las paravelas de los voladores, y nunca estarían tan alto.
Asentí con un titubeo.
—Hoy los dugpas vieron algo que no pudieron explicar —continuó Rachel—. La mancha de tu nave contra Chomo Lori, quiero decir. Pero al fin lo explicarán todo como tendrel, así que no será un problema.
—¿Qué es tendrel? ¿Y quiénes son los dugpas?
—Tendrel son señales. Adivinaciones dentro de la tradición budista chamanista predominante en esta región de las Montañas del Cielo. Los dugpas son los… bien, la palabra significa literalmente «más altos». Las gentes que viven a mayor altura. También están los drukpas, las gentes del valle, las fisuras inferiores, y los drungpas, las gentes del valle boscoso, los que viven en los grandes bosques de helecho y bambú de los confines occidentales de Phari.
—¿Conque Aenea está en el Templo? —insistí, resistiéndome a seguir la «sugerencia» de ocultar la nave.
—Sí.
—¿Cuándo puedo verla?
—En cuanto vayamos allá. —Rachel sonrió.
—¿Cuánto hace que conoces a Aenea?
—Cuatro años, Raul.
—¿Naciste en este mundo?
Ella sonrió de nuevo, paciente con mi interrogatorio.
—No. Cuando conozcas a los dugpas y los demás, verás que no soy nativa. La mayoría de la gente de esta región tiene sus raíces en la China, el Tibet y otros lugares del Asia.
—¿De dónde eres tú? —pregunté de mal humor.
—Nací en Mundo de Barnard, un apartado planeta agrícola. Maizales, bosques, largos atardeceres y algunas buenas universidades, pero no mucho más.
—Oí hablar de él —dije. Eso me despertaba más sospechas. Las «buenas universidades» que habían dado fama a Mundo de Barnard en tiempos de la Hegemonía se habían convertido tiempo atrás en academias y seminarios de la Iglesia. Tuve el súbito deseo de ver el pecho de esa mujer, de comprobar si llevaba un cruciforme. Habría sido demasiado fácil deshacerme de la nave y caer en una trampa de Pax—. ¿Dónde conociste a Aenea? ¿Aquí?
—No, no aquí. En Amritsar.
—¿Amritsar? Nunca lo oí nombrar.
—No me extraña. Amritsar es un mundo marginal en la escala Solmev, en los confines del Confín. Sólo fue colonizado hace un siglo… refugiados de una guerra civil en Parvati. Varios miles de sijs y de sufíes sobreviven allí. Aenea fue contratada para diseñar un centro comunitario en el desierto y yo fui contratada para estudiar el terreno y supervisar las cuadrillas de construcción. He estado con ella desde entonces.
Asentí, poco convencido. Sentía algo que no era sólo decepción. Se parecía a la furia pero rayaba en los celos. Pero eso era absurdo.
—¿Y A. Bettik? —pregunté, temiendo súbitamente que el androide hubiera muerto—. ¿Está…?
—Ayer partió para el mercado de Phan en nuestro viaje quincenal de aprovisionamiento —dijo la mujer llamada Rachel. Me tocó el brazo—. A. Bettik está bien. Regresará mañana con el claro de luna. Vamos. Busca tus petates. Dile a la nave que se oculte en la tercera luna. Será mejor que Aenea te lo explique todo.
Terminé por llevar poco más que una muda de ropa, buenas botas, mis pequeños binoculares, un pequeño cuchillo, los dermotrajes y respiradores y una miniunidad de comunicaciones. Guardé todo en una mochila, bajé al prado y le ordené a la nave lo que debía hacer. Había llegado a tal extremo de antropomorfismo que esperaba que la nave se resistiera a volver a modalidad de hibernación —para colmo en una luna sin aire—, pero la nave reconoció la orden, sugirió comunicarse una vez por día para verificar si la unidad de comunicaciones funcionaba y se alejó, reduciéndose hasta desaparecer como un globo al que le han cortado el cordel.
Rachel me dio un chuba de lana y me lo puse sobre la chaqueta térmica. Reparé en el arnés de nailon que ella llevaba sobre la chaqueta y los pantalones, el equipo metálico de escalamiento, y le pregunté qué era.
—Aenea tiene un arnés para ti en el templo —dijo, colocando las cosas en la abrazadera—. Esta es la tecnología más avanzada de este mundo. Los metalúrgicos de Potala cobran una cifra principesca por este material… grapas, poleas, hachas, martillos, ganchos, flechas, tubos.
—¿Lo necesitaré? —pregunté dubitativamente. En la Guardia Interna habíamos aprendido algunas técnicas elementales de escalada (uso de cuerdas, aprovechamiento de las grietas, esas cosas) y yo había escalado un poco cuando trabajaba con Avrol Hume en el Pico, pero no sabía auténtico montañismo. No me agradaban las alturas.
—Lo necesitarás, pero te acostumbrarás pronto —me aseguró Rachel, y se puso en marcha, brincando sobre las piedras y subiendo por la senda hacia el borde del peñasco. Su equipo tintineaba como los cencerros de una cabra montes.
La marcha de diez kilómetros por la abrupta ladera fue bastante fácil una vez que me acostumbré al reborde angosto, el vertiginoso precipicio, el resplandor de la increíble montaña del norte y las arremolinadas nubes de abajo, y la desbordante energía de esa rica atmósfera.
—Sí —dijo Rachel cuando mencioné el aire—. Esta atmósfera tan rica en oxígeno sería un problema si hubiera bosques o sabanas inflamables. Tendrías que ver las tormentas eléctricas del monzón. Pero el bosque de bonsai de la fisura y los bosques de helechos del lado lluvioso de Phari es todo lo que tenemos en material combustible. Son todas especies resistentes al fuego. La madera de bonsai que usamos en el edificio es tan compacta que casi no arde.
Caminamos un rato en silencio. Mi atención estaba en el reborde. Acabábamos de doblar un recodo estrecho que me obligó a agachar la cabeza bajo el saliente cuando el borde se ensanchó, la vista se abrió y me encontré frente a Hsuan'k'ung Ssu, el Templo Suspendido en el Aire.
Desde ese lugar bajo al este del Templo, aún parecía mágicamente suspendido en el aire. Algunos edificios más viejos tenían bases de ladrillo o piedra, pero la mayoría estaban construidos sobre aire. Estas pagodas estaban protegidas por el saliente de roca que se elevaba a setenta y cinco metros de los edificios principales, pero las escaleras y plataformas zigzagueaban casi hasta el vientre del saliente.
Nos mezclamos con la gente. Los chubas multicolores y las cuerdas no eran el único común denominador: la mayoría de los rostros que me escudriñaban con amable curiosidad parecían ser asiáticos; eran personas relativamente bajas por ser un mundo de gravedad estándar; saludaban y se apartaban respetuosamente mientras trepábamos por escalas, atravesábamos salas que olían a incienso y sándalo, cruzábamos porches y puentes colgantes y subíamos delicadas escaleras. Pronto estuvimos en los niveles superiores del templo, donde la construcción avanzaba deprisa. Las pequeñas figuras que yo había visto con los binoculares ahora cobraban vida, seres humanos jadeando bajo pesados cestos llenos de piedras, individuos que olían a sudor y trabajo. La silenciosa eficiencia que yo había presenciado desde la terraza de la nave se convirtió en una algarabía de martillazos, vibraciones de cincel, ecos de picos y obreros que gritaban y gesticulaban en medio del caos controlado típico de toda obra en construcción.
Después de varias escaleras y tres largas escalas que llegaban a la plataforma más alta, me detuve para recobrar el aliento antes de subir la última escalerilla. A pesar de la abundancia de oxígeno, escalar era trabajoso. Noté que Rachel me miraba con una tolerancia que bien se podía confundir con indiferencia.
Una mujer joven se asomó por la plataforma alta y bajó grácilmente. Por un segundo sentí fuertes palpitaciones —¡Aenea!—, pero luego vi cómo se movía la mujer, vi su cabello corto y oscuro, y supe que no era mi amiga.
Rachel y yo nos alejamos del pie de la escalerilla en cuanto la mujer brincó en los últimos peldaños. Era corpulenta y maciza, tan alta como yo, con rasgos fuertes y asombrosos ojos violetas. Aparentaba cuarenta o cincuenta años estándar, estaba muy bronceada y en gran estado físico y, por las arrugas que tenía en las comisuras de los ojos y la boca, parecía que también disfrutaba de la risa.
—Raul Endymion —dijo, extendiendo la mano—. Soy Theo Bernard. Ayudo a construir cosas.
Asentí. Su apretón era tan firme como el de Rachel.
—Aenea está terminando. —Theo Bernard señaló la escalerilla.
Miré de reojo a Rachel.
—Sube —me dijo Rachel—. Nosotras tenemos cosas que hacer.
Inicié el ascenso. La escalerilla de bambú tendría sesenta escalones, y mientras subía noté que la plataforma de abajo era angosta y el abismo no tenía fondo.
Al llegar a la plataforma, vi las toscas cabañas y las piedras cinceladas donde se alzaría el último edificio. Reparé en las incontables toneladas de piedra que comenzaban diez metros por encima de mí, donde el saliente se curvaba hacia fuera y hacia arriba como un techo de granito. Avecillas con cola bifurcada revoloteaban entre las grietas y fisuras.
Luego fijé mi atención en la figura que salía del galpón más grande.
Era Aenea: ojos francos y oscuros, sonrisa desinhibida, pómulos afilados y manos delicadas, el cabello claro cortado al descuido y ondeando en el viento fuerte. No era mucho más alta que la última vez —podría haberle besado la frente sin agacharme— pero estaba cambiada.
Contuve el aliento. Había visto crecer y madurar a otras personas, pero la mayoría eran amigos míos cuando yo también crecía. No tenía hijos, y sólo había podido observar atentamente a alguien que maduraba durante los cuatro años de mi amistad con esta niña. Comprendí que en muchos sentidos Aenea aún era como al cumplir los dieciséis años —cinco atrás, para ella—, aunque ahora estaba menos mofletuda, con pómulos más afilados y rasgos más firmes, caderas más anchas y senos más prominentes. Usaba pantalones de sarga, botas altas, una camisa verde que yo recordaba de Taliesin Oeste, una chaqueta color caqui que flameaba al viento. Sus brazos y piernas eran más fuertes, más musculosos, que en Vieja Tierra.
Todo había cambiado en ella. La niña había desaparecido. La reemplazaba una mujer, una mujer extraña que se me acercó deprisa por la tosca plataforma. No eran sólo los rasgos fuertes y las carnes más firmes. Era su solidez, su presencia. Aenea siempre había sido la persona más vital, más animosa, más completa que yo había conocido, aun en su niñez. Ahora la niña ya no estaba, o estaba sumergida en la adulta, y yo veía la solidez dentro de esa aura animada.
—¡Raul! —exclamó, acercándose y aferrándome los brazos.
Por un segundo creí que iba a besarme en la boca, como lo había hecho la niña de dieciséis años durante nuestros últimos minutos en vieja Tierra. En cambio, alzó la mano y me tocó la cara, acariciándome la mejilla. Sus ojos oscuros relucían con… ¿qué? No era mera alegría. Vitalidad, quizá. Felicidad, esperaba yo.
Me quedé mudo. Intenté hablar, me interrumpí, alcé la mano derecha para tocarle la mejilla, la bajé.
—Raul… caray. ¡Es tan bueno verte! —Ella me apartó la mano de la cara y me abrazó con violenta intensidad.
—Lo mismo digo, pequeña. —Le palmeé la espalda, sintiendo el tosco paño de su chaqueta.
Ella retrocedió sonriendo, me aferró los brazos.
—¿Fue terrible el viaje para conseguir la nave? Cuéntame.
—¡Cinco años! —exclamé—. ¿Por qué no me dijiste…?
—Lo dije. Lo grité.
—¿Cuándo? ¿En Hannibal? ¿Cuándo yo estaba…?
—Sí. Luego grité que te amaba, ¿recuerdas?
—Recuerdo eso pero… si supieras… cinco años…
Ambos hablábamos al mismo tiempo. Quería contarle todo: los teleyectores, el cálculo renal en Vitus-Gray-Balianus B, la gente de la Hélice del Espectro de Amoiete, el mundo nuboso, el calamar aéreo. Le hacía preguntas y no la dejaba responder.
Aenea sonreía de oreja a oreja.
—Estás igual, Raul. Estás igual. Pero claro, para ti sólo han sido un par de semanas de viaje y un sueño frío a bordo de la nave.
Sentí un chispazo de furia en medio del vértigo de felicidad.
—Maldición, Aenea. Debiste hablarme de la deuda temporal. Y de la teleyección a un mundo sin ríos ni suelo sólido. Pude haber muerto.
Aenea asentía.
—Pero no lo sabía con certeza, Raul. No había certidumbres… sólo las posibilidades habituales. Por eso A. Bettik y yo incluimos la vela en el kayak. —Sonrió de nuevo—. Parece que funcionó.
—Pero sabías que sería una larga separación. Años para ti. —No lo planteé como pregunta.
—Sí.
Me puse a hablar, sentí que mi enfado se disipaba tan pronto como había surgido, le cogí los brazos.
—Es bueno verte, pequeña.
Ella me abrazó de nuevo, besándome en la mejilla como cuando era niña y yo la divertía con bromas o comentarios.
—Vamos —dijo—. El turno vespertino ha terminado. Te mostraré nuestra plataforma y te presentaré a nuestra gente.
¿Nuestra plataforma? La seguí por escalerillas y puentes que no había visto mientras caminaba con Rachel.
—¿Te encuentras bien, Aenea? ¿Está todo bien?
—Sí. —Ella miró por encima del hombro y me sonrió de nuevo—. Todo está bien, Raul.
Cruzamos una terraza en el costado de la más alta de las tres pagodas que estaban una encima de otra. La plataforma temblaba un poco mientras recorríamos la angosta terraza, y toda la estructura vibró cuando pisamos la estrecha plataforma que unía las pagodas. Noté que había gente que salía de la pagoda del oeste y cogía el angosto camino de la ladera.
—Esta parte tiembla, pero es muy resistente —dijo Aenea, notando mi aprensión—. Se abren agujeros en la roca y se insertan vigas de resistente pino bonsai. Eso soporta toda la infraestructura.
—Se deben pudrir —dije mientras la seguía por un puente colgante. Oscilamos en el viento.
—Así es. Las han reemplazado varias veces en los ocho siglos que tiene el templo. Nadie sabe cuántas veces. Sus registros son más endebles que los suelos.
—¿Y te han contratado para mejorar el lugar? —dije. Habíamos llegado a una terraza de madera color vino. En una punta había una escalerilla que conducía a otra plataforma y a un puente más angosto.
—Sí —dijo Aenea—. Soy en parte arquitecta, en parte maestra mayor de obras. Supervisé la construcción de un templo taoísta cerca de Potala cuando llegué, y el Dalai Lama pensó que podría terminar las obras en el Templo Suspendido en el Aire. Han sido motivo de frustración para varios aspirantes en las últimas décadas.
—Cuando llegaste —repetí. Habíamos llegado a una plataforma alta en el centro de la estructura. Estaba rodeada por barandas bellamente talladas y había dos pequeñas pagodas justo en el borde. Aenea se detuvo en la puerta de la primera pagoda.
—¿Un templo? —dije.
—Mi casa.
Aenea sonrió, señalando el interior. Me asomé. La habitación cuadrangular tenía sólo tres metros por tres, un piso de madera bruñida con dos pequeñas esteras tatami. Lo más asombroso era la pared de enfrente… que no existía. Habían puesto biombos shoji y la habitación terminaba en el aire.
Un sonámbulo podía precipitarse al vacío. La brisa que barría la ladera agitaba las hojas de tres ramas de sauce, puestas en una bella vasija color mostaza sobre una tarima de madera, contra la pared oeste. Era el único adorno.
—Nos quitamos los zapatos en los edificios, salvo en los corredores por donde pasaste antes —dijo Aenea. Me condujo a la otra pagoda. Era casi idéntica a la primera, salvo por los biombos shoji, que aquí estaban cerrados, y un diván en el piso—. Cosas de A. Bettik —dijo Aenea, señalando un armario pintado de rojo—. Aquí es donde dormirás tú. Entra.
Se quitó las botas, fue hasta la estera tatami, abrió el shoji y se sentó en la estera con las piernas cruzadas. Yo me quité las botas, apoyé la mochila en la pared sur y fui a sentarme junto a ella.
—Bien —dijo, cogiéndome de nuevo los brazos—. Cáspita.
Por un minuto no pude hablar. Me pregunté si la altitud o la abundancia de oxígeno me estaban provocando tanta emoción. Me puse a mirar las hileras de personas que salían del templo y recorrían las veredas y puentes. Frente a nuestra puerta abierta se erguía el reluciente macizo de Heng Shan, con hielos chispeantes a la luz del atardecer.
—Cielos, pequeña —murmuré—. Esto es hermoso.
—Sí. Y mortífero si no te andas con cuidado. Mañana A. Bettik te llevará a la ladera y te dará un curso para refrescar tus conocimientos de montañismo.
—Un curso para principiantes, mejor dicho.
No podía dejar de mirarle la cara, los ojos. Temía provocar una descarga eléctrica si le tocaba la piel. Recordé el cosquilleo que sentía cada vez que nos tocábamos cuando ella era niña.
—Bien, cuando llegaste aquí, el Dalai Lama, sea quien fuere, dijo que podías trabajar en el templo. ¿Pues cuándo llegaste aquí? ¿Cómo llegaste aquí? ¿Cuándo conociste a Rachel y Theo? ¿A quién más conoces aquí? ¿Qué sucedió después de que nos despedimos en Hannibal? ¿Qué pasó con la gente de Taliesin? ¿Te buscan las tropas de Pax? ¿Dónde aprendiste tanta arquitectura? ¿Todavía hablas con los leones y tigres y osos? ¿Cómo…?
Aenea se echó a reír y alzó una mano.
—Una cosa por vez, Raul. También yo necesito que me hables de tu viaje.
La miré a los ojos.
—Soñé que conversábamos —le dije—. Tú mencionabas los cuatro pasos… aprender el idioma de los muertos… aprender…
—El idioma de los vivos —concluyó ella—. Sí, yo también tuve ese sueño.
Sin duda enarqué las cejas.
Aenea sonrió y me cogió las manos. Tenía manos más grandes, y me cubrían el puño. Recordé que antes sus dos manos desaparecían en una de las mías.
—Recuerdo el sueño, Raul. Y soñé que tenías dolor en la espalda…
—Cálculo renal —dije con disgusto.
—Sí. Bien, supongo que si podemos compartir sueños a años-luz de distancia, todavía somos amigos.
—Años-luz —repetí—. De acuerdo, ¿cómo los recorriste, Aenea? ¿Cómo llegaste aquí? ¿Qué otra cosa has sido?
Ella asintió y empezó a hablar. El viento que atravesaba los biombos le agitaba el cabello. Mientras hablaba, la luz del atardecer se intensificaba y trepaba por la alta montaña del norte y el peñasco del este y el oeste.
Aenea había sido la última en marcharse de Taliesin Oeste, pero eso fue sólo cuatro días después de que yo inicié mi viaje por el Mississippi. Los otros aprendices se habían marchado por diferentes teleyectores, y la nave de descenso había usado el resto de su potencia para trasladarlos a los portales: en el puente Golden Gate, en el borde del Gran Cañón, sobre los rostros de piedra del monte Rushmore, más allá de las oxidadas rampas de lanzamiento del parque histórico del Puerto Espacial Kennedy, al parecer en todo el hemisferio occidental de Vieja Tierra. El teleyector de Aenea estaba en la casa de adobe de una aldea pueblo, al norte de la desierta ciudad de Santa Fe. A. Bettik se había teleyectado con ella. Sentí un aguijonazo de celos, pero no dije nada.
Su primera teleyección la había llevado a un mundo de alta gravedad llamado Ixión. Pax tenía efectivos allí, pero se concentraban en el hemisferio opuesto. Ixión nunca se había recobrado totalmente de la Caída, y la alta meseta selvática adonde habían llegado Aenea y A. Bettik era un laberinto de malezas y ruinas pobladas por tribus guerreras de neomarxistas y resurgencistas nativoamericanos, una mezcla volátil desestabilizada por grupos de ARNistas errabundos que procuraban recobrar todas las especies registradas de los dinosaurios de Vieja Tierra.
Aenea contó la historia con gracia. Cómo ocultaron la piel azul de A. Bettik y su carácter de androide con grandes manchas de la pintura facial que usaban los lugareños, el descaro de una niña de dieciséis años exigiendo dinero —en este caso, alimentos y pieles— para dirigir obras de reconstrucción en las viejas ciudades de Canbar, Iliumut y Villa Mao… Pero había funcionado. No sólo Aenea había contribuido a reconstruir tres de los viejos centros urbanos y muchos hogares, sino que había iniciado una serie de «círculos de discusión» que atraían apersonas de varias tribus guerreras.
Aenea hablaba con reserva, pero quise saber qué eran esos «círculos de discusión».
—Nada del otro mundo. Ellos planteaban cosas, yo sugería temas de reflexión, la gente hablaba.
—¿Les enseñabas? —pregunté, pensando en la profecía según la cual la hija del cíbrido John Keats sería La Que Enseña.
—En el sentido socrático, supongo.
—¿Qué significa…? Ah sí.
Recordé que en la biblioteca de Taliesin me había iniciado en la lectura de Platón. Sócrates, maestro de Platón, enseñaba mediante preguntas, extrayendo verdades que ya estaban dentro de la gente. Yo pensaba que esa técnica era sumamente dudosa en el mejor de los casos.
Aenea continuó. Algunos miembros de su grupo de discusión se habían convertido en adherentes devotos que regresaban todas las noches y la seguían cuando ella se mudaba de una ciudad de Ixión a otra.
—Discípulos —señalé.
Aenea frunció el ceño.
—No me gusta mucho esa palabra, Raul.
Me crucé de brazos y miré el fulgor de las nubes de abajo y la brillante luz del atardecer en el pico del norte.
—Tal vez no te guste, pequeña, pero me parece la palabra correcta. Los discípulos siguiendo a su maestra por doquier, tratando de vislumbrar una nueva chispa de conocimiento.
—Alumnos siguiendo a su maestra —corrigió Aenea.
—De acuerdo —dije, pues no deseaba distraerla con una discusión—. Adelante.
No había mucho que contar acerca de Ixión, dijo ella. Aenea y A. Bettik estuvieron en ese mundo un año local, cinco meses estándar. La mayor parte de las construcciones se hacían con bloques de piedra y el diseño era clásico antiguo, casi griego.
—¿Qué hay de Pax? ¿Nunca fueron a curiosear?
—Algunos misioneros participaron en las discusiones. Uno de ellos, un tal padre Clifford, se hizo buen amigo de A. Bettik.
—¿No te denunció? Aún nos deben estar buscando.
—Estoy segura de que el padre Clifford no me denunció. Pero al fin algunos efectivos de Pax comenzaron a buscarnos en el hemisferio occidental donde trabajábamos. Las tribus nos ocultaron un mes más. El padre Clifford asistía a las discusiones nocturnas aun mientras los deslizadores sobrevolaban la jungla para encontrarnos.
—¿Qué sucedió?
Me sentía como un chiquillo que hacía preguntas sólo para que la otra persona siguiera hablando. Habían sido sólo unos meses de separación —incluido ese sueño frío lleno de sueños— pero había olvidado cuánto adoraba el sonido de la voz de mi joven amiga.
—Nada. Terminé el último trabajo, un viejo anfiteatro para obras dramáticas y reuniones comunitarias. A. Bettik y yo nos marchamos. Algunos de mis alumnos también se fueron.
Pestañeé.
—¿Contigo? —Rachel había dicho que había conocido a Aenea en un mundo llamado Amritsar y había viajado con ella hacia aquí. Tal vez Theo hubiera venido de Ixión.
—No, nadie vino conmigo desde Ixión —murmuró Aenea—. Tenían otros sitios adonde ir, cosas que enseñar.
La miré un instante.
—¿Quieres decir que los leones y tigres y osos ahora permiten que otros se teleyecten? ¿O se están abriendo todos los portales?
—No —respondió Aenea, aunque no supe a cuál pregunta—. Los teleyectores siguen muertos como siempre. Es sólo… algunos casos especiales.
Preferí no insistir en ello. Aenea continuó.
Después de Ixión, se había teleyectado al mundo de Alianza Maui.
—¡El mundo de Siri! —exclamé, recordando la voz de Grandam cuando me enseñaba las cadencias de los Cantos de Hyperion. Ese era el ámbito de uno de los cuentos de los peregrinos.
Aenea asintió y continuó. Alianza Maui había sido escenario de una revolución y de ataques de la Hegemonía en tiempos de la Red, se había recobrado durante el interregno de la Caída. Nuevos colonos habían llegado en tiempos de la expansión de Pax y los lugareños, en la mejor tradición de Siri, habían luchado desde sus islas móviles y junto a sus delfines hasta que la flota de Pax y la Guardia Suiza los aplastaron con dureza. Ahora Alianza Maui estaba totalmente cristianizado. Los residentes del único continente grande, el Archipiélago Ecuatorial, y los miles de islas migratorias eran enviados a «academias cristianas» para su reeducación.
Pero Aenea y A. Bettik habían atravesado una isla móvil que aún pertenecía a los rebeldes, grupos de neopaganos llamados siristas que navegaban de noche, flotaban entre archipiélagos migratorios de islas desiertas durante el día y combatían contra Pax en cada oportunidad.
—¿Qué construiste? —pregunté. Creía recordar por los Cantos que las islas móviles llevaban pocas cosas, excepto casas arbóreas bajo sus árboles-mástil.
—Casas arbóreas —dijo Aenea, sonriendo—. Muchas de ellas. Y algunas cúpulas subacuáticas. Allí pasaban los paganos casi todo el tiempo.
—Conque diseñaste casas arbóreas.
—¿Bromeas? Estos tíos, junto con los desaparecidos templarios de Bosquecillo de Dios, son los mejores constructores de casas arbóreas del espacio humano. Aprendí a construir casas arbóreas. Tuvieron la gentileza de permitir que A. Bettik y yo les ayudáramos.
—Trabajo esclavo —dije.
—Exacto.
Había pasado sólo tres meses estándar en Alianza Maui. Allí había conocido a Theo Bernard.
—¿Una rebelde pagana? —pregunté.
—Una fugitiva cristiana —corrigió Aenea—. Había ido a Alianza Maui como colona. Huyó de las colonias y se unió a los siristas.
Fruncí el ceño sin darme cuenta.
—¿Lleva cruciforme? —pregunté. Los cristianos renacidos todavía me ponían nervioso.
—Ya no.
—¿Pero cómo…? —Yo no conocía ningún modo de liberarse del cruciforme, salvo el ritual secreto de la excomunión, que sólo la Iglesia cristiana podía realizar.
—Te lo explicaré luego —dijo Aenea. Antes de concluir su relato, usaría esta frase varias veces.
Después de Alianza Maui, Aenea, A. Bettik y Theo Bernard se habían teleyectado a Vector Renacimiento.
—¡Vector Renacimiento! —exclamé. Era un baluarte de Pax. Casi nos habían derribado allí. Era un mundo hiperindustrializado, lleno de ciudades, fábricas robot y centros de Pax.
—Vector Renacimiento.
Aenea sonrió. No había sido fácil. Habían tenido que disfrazar a A. Bettik de víctima de quemaduras, con una máscara de carne sintética. Él se había sentido incómodo durante los seis meses que habían permanecido allí.
—¿Qué hiciste allí? —pregunté. Me costaba imaginar a mi amiga y sus acompañantes ocultos en la atestada ciudad-mundo que era Vector Renacimiento.
—Sólo un trabajo —dijo Aenea—. Trabajamos en la nueva catedral de San Mateo, en Da Vinci.
Tardé un minuto en recobrarme.
—¿Trabajaste en una catedral? ¿Una catedral de Pax? ¿Una iglesia cristiana?
—Por supuesto. Trabajé con algunos de los mejores albañiles, vidrieros, constructores y artesanos del oficio. Al principio fui aprendiz, pero antes de partir era asistente del maestro que trabajaba en la nave de la iglesia.
Sacudí la cabeza.
—¿Y tuviste círculos de discusión?
—Sí. En Vector Renacimiento recibimos más gente que en los demás mundos. Miles de alumnos.
—Me asombra que no te delataran.
—Me delataron. Pero no fue un alumno. Uno de los vidrieros nos denunció a la guarnición de Pax. A. Bettik, Theo y yo apenas logramos escapar.
—Por teleyector.
—Sí… por teleyector —dijo Aenea. Sólo mucho tiempo después comprendí que había titubeado.
—¿Y otros partieron contigo?
—No conmigo. Pero cientos se teleyectaron a otras partes.
—¿Adonde? —pregunté desconcertado.
Aenea suspiró.
—¿Recuerdas nuestra discusión, Raul? ¿Recuerdas cuando dije que Pax pensaba que yo era un virus? ¿Y que tenían razón?
—Sí.
—Bien, estos alumnos míos también portan el virus. Tenían sitios adonde ir. Lugares que infectar.
La letanía de mundos y trabajos continuó. Tres meses en Patawpha, donde había usado su experiencia en casas arbóreas para construir mansiones en las ramas y troncos entrelazados que crecían en los vastos pantanos. Cuatro meses en Amritsar, donde había trabajado estándar en las tiendas del desierto y los lugares de reunión de los grupos nómades de sijs y sufíes que recorrían las verdes arenas.
—Allí conociste a Rachel.
—Así es.
—¿Cuál es el apellido de Rachel? Ella no me lo dijo.
—Tampoco me lo ha dicho a mí —dijo Aenea, y continuó con su relato.
Desde Amritsar, ella, A. Bettik y sus dos amigas se teleyectaron a Groombridge Dyson D. La terraformación de este mundo había fracasado durante la Hegemonía; la menguante cantidad de colonos había abandonado los glaciales de metano y amoníaco y los huracanes de cristal de hielo para recluirse en biodomos y cobertizos orbitales. Pero los pobladores —la mayoría ingenieros musulmanes sumías del fallido Proyecto de Recuperación Genética Transafricano— se negó a morir durante la Caída, y terminó terraformando Groombridge Dyson D hasta convertirlo en una tundra lapona con aire respirable y flora y fauna terrícola adaptada, incluidos lanosos mamuts que vagaban por las serranías ecuatoriales. Los millones de hectáreas de pastos eran perfectos para los caballos —caballos de Vieja Tierra como los que habían desaparecido durante las Tribulaciones, antes del colapso del mundo natal—, así que los diseñadores genéticos tomaron el material de la nave sembradora y criaron caballos por miles, luego por decenas de miles. Grupos nómadas recorrían los llanos del continente meridional, viviendo en una suerte de simbiosis con los grandes rebaños, mientras los granjeros y habitantes de las ciudades se mudaban a las altas colinas del ecuador. Allí había depredadores violentos, liberados durante siglos de experimentación ARN acelerada y autodirigida: carroñeros imitantes y espantos nocturnos, serpientes de treinta metros de longitud descendientes de las del Mar de Hierba de Hyperion, tigres monteses de Fuji, lobos inteligentes y osos pardos con Cl incrementado.
Los humanos tenían la tecnología para extinguir a esas fieras en un año o menos, pero los residentes de ese mundo escogieron otro camino: los nómadas correrían sus riesgos con los depredadores, protegiendo las manadas de caballos, mientras los habitantes de las ciudades construían una muralla, una muralla única que al fin tendría cinco mil kilómetros de longitud. Los agrestes parajes de las serranías quedarían separados de las sabanas donde vivían los caballos y de los bosques del sur. Y la muralla sería algo más que una muralla. Se convertiría en la gran ciudad lineal de Groombridge Dyson D, con treinta metros de altura en su parte más baja, con almenas erizadas de mezquitas y minaretes, con una calzada tan ancha como para permitir el cómodo tránsito de tres carruajes.
Los colonos eran pocos y estaban demasiado ocupados en otros proyectos para dedicarse totalmente a la muralla, pero programaron robots y descargaron androides de las bóvedas de la nave sembradora para llevar a cabo el trabajo. Aenea y sus amigos participaron en el proyecto, trabajando seis meses estándar mientras la pared cobraba forma e iniciaba su inexorable avance por el pie de las serranías y el linde de las llanuras.
—A. Bettik encontró allí a dos de sus hermanos —murmuró Aenea.
—Por Dios —susurré. Casi lo había olvidado. Cuando estábamos en Sol Draconi Septem unos años atrás, sentados al calor de un cubo calefactor en el estudio del padre Glaucus, dentro de un rascacielos que a la vez estaba dentro del glaciar eterno de la atmósfera congelada de ese mundo, A. Bettik había mencionado una de sus razones para participar en nuestra odisea con la niña Aenea: contra toda lógica esperaba encontrar a sus hermanos, tres varones y una mujer. Los habían separado poco después de su período de instrucción en su infancia, si los acelerados años iniciales de un androide podían llamarse «infancia».
—Conque los encontró —dije maravillado.
—A dos de ellos —repitió Aenea—. Uno de los varones, A. Antibe, y la mujer, A. Darria.
—¿Eran como él? —pregunté. El viejo poeta usaba androides en la desierta ciudad de Endymion, pero yo no les había prestado mucha atención. Sucedían demasiadas cosas demasiado deprisa.
—Muy parecidos. Pero también muy diferentes. Tal vez él te cuente más.
Concluyó su historia. Después de seis meses estándar en la ciudad lineal de Groombridge Dyson D, tuvieron que marcharse.
—¿Pax? —pregunté.
—La Comisión de Justicia y Paz, para mayor precisión. No queríamos irnos, pero no teníamos opción.
—¿Qué es la Comisión de Justicia y Paz? —pregunté. Su modo de pronunciar esas palabras me había puesto la carne de gallina.
—Te lo explicaré luego.
—De acuerdo, pero explícame otra cosa ahora.
Aenea asintió.
—Dices que pasaste cinco meses estándar en Ixión. Tres meses en Alianza Maui, seis meses en Vector Renacimiento, tres meses en Patawpha, cuatro meses estándar en Amritsar, seis meses en Groombridge Dyson D…
Aenea asintió.
—¿Y dices que has estado aquí un año estándar?
—Sí.
—Eso suma sólo treinta y nueve meses estándar. Tres años y tres meses estándar.
Ella esperó. Movió levemente las comisuras de la boca, pero comprendí que no iba a sonreír. Más bien parecía que trataba de contener el llanto.
—Siempre fuiste bueno en matemáticas, Raul —dijo al fin.
—Mi viaje duró cinco años de deuda temporal —murmuré—. Eso representa sesenta meses estándar para ti, pero sólo me has hablado de treinta y nueve. ¿Dónde están los veintidós meses que faltan, pequeña?
Vi lágrimas en sus ojos. Le tembló la boca, pero trató de hablar con ligereza.
—Para mí fueron sesenta y dos meses, una semana y seis días estándar —dijo—. Cinco años, dos meses y un día de deuda temporal en la nave, cuatro días de aceleración y desaceleración y ocho días de tiempo de viaje. Olvidaste el tiempo de viaje.
—De acuerdo, pequeña —dije, notando que se alteraba. Le temblaban las manos—. ¿Quieres hablar de esos…? ¿Cuánto era?
—Veintitrés meses, una semana y seis horas.
Casi dos años estándar, pensé. Y no quiere contarme lo que sucedió. Nunca le había visto ejercer un control tan rígido; era como si tratara de combatir físicamente una terrible fuerza centrífuga.
—Hablaremos de ello después —dijo Aenea, señalando el peñasco que estaba al oeste del templo—. Mira.
Apenas pude distinguir unas figuras —bípedas y cuadrúpedas— en el angosto reborde. Estaban a kilómetros de distancia. Caminé hasta mi mochila, cogí los binoculares y estudié esas siluetas.
—Los animales de carga son cigocabras —dijo Aenea—. Los porteadores se contratan en el mercado de Phari y regresarán por la mañana. ¿Ves a algún conocido?
Así era. El rostro azul, envuelto en su capucha, estaba igual que cinco años antes. Me volví hacia Aenea, pero obviamente ella había terminado de hablar sobre sus dos años faltantes. Le permití cambiar de tema una vez más.
Aenea me hizo preguntas, y todavía estábamos hablando cuando llegó A. Bettik. Las mujeres, Rachel y Theo, llegaron minutos después. Una de las esteras tatami ocultaba un brasero, cerca de la pared abierta, y Aenea y A. Bettik se pusieron a cocinar para todos. Otros entraron y fueron presentados: los capataces George Tsarong y Jigme Norbu, dos hermanas que estaban a cargo de las tallas de las barandas, Kuku y Kay Se, Gyalo Thondup con su túnica de seda formal, Jigme Taring con ropa de soldado, el monje Chim Din y su maestro, Kempo Ngha Wang Tashi, abad del gompa del Templo Suspendido en el Aire, una monja llamada Donka Nyapso, un agente comercial llamado Tromo Trochi de Dhomu, Tsipon Shakabpa, supervisor de construcción del Dalai Lama, y el célebre escalador y volador Lhomo Dondrub, tal vez el hombre más sorprendente que yo había visto y —descubrí más tarde— uno de los pocos voladores que bebía cerveza o compartía el pan con dugpas, drukpas y drungpas.
La comida consistía en tsampa y momo, cebada asada que se mezclaba con té y mantequilla de cigocabra, para formar una pasta que se enrollaba en bolas y se comía con otras bolas de pasta ahumada que contenían setas, lengua fría de cigocabra, tocino azucarado y trozos de peras que según me contó A. Bettik eran de los fabulosos jardines de Hsi wang-mu. Más gente entró mientras se repartían los cuencos: Labsang Samten —quien, me susurró A. Bettik, era el hermano mayor del Dalai Lama y hacía tres años que era monje en el templo— y varios drungpas de las grietas boscosas, entre ellos el maestro carpintero Changchi Kenchung con sus largos bigotes encerados, el intérprete Perri Samdup y Rimsi Kyipup, un melancólico obrero de los andamiajes. No todos los monjes que nos visitaron esa noche descendían de viejos colonos chinos o tibetanos. También reían y bebían con nosotros los temerarios constructores Haruyuki Otaki y Kenshiro Endo, los maestros artesanos del bambú Moytek Majer y Janusz Kurtyka, y los fabricantes de ladrillos Kim Byung-Soon y Viki Groselj. Allí estaba Charles Chi-kyap Kempo, alcalde de Jo-kung —la ciudad más cercana—, quien también era chambelán de los funcionarios sacerdotales del templo, miembro del Tsongdu, la asamblea regional de ancianos, y asesor del Yik-Ts-hang, literalmente «Nido de Letras», un cuerpo secreto de cuatro personas que supervisaba el progreso de los monjes y designaba a todos los sacerdotes. Charles Chi-kyap Kempo fue el primero del grupo en dormirse de embriaguez. Chim Din y otros monjes lo alejaron del borde de la plataforma y lo dejaron durmiendo en un rincón.
Había otros —por lo menos cuarenta personas llenaban la pagoda mientras la luz del sol se desvanecía y la luz de Oráculo y otras tres lunas bañaba las nubes—, pero esa noche olvidé sus nombres mientras comíamos tsampa y momo, bebíamos cerveza a carretadas y las antorchas de Hsuan'k'ung Ssu ardían con esplendor.
Horas después salí a hacer mis necesidades. A. Bettik me indicó el camino hasta los retretes. Había supuesto que se usaba el borde de las plataformas, pero él me aseguró que en un mundo donde las estructuras habitables tenían varios niveles uno encima de otro esto se consideraba de pésima educación. Los retretes estaban construidos en el flanco del peñasco, con tabiques de bambú, y las disposiciones sanitarias consistían en ingeniosos tubos y válvulas que desembocaban en grietas profundas y en tinas talladas en la piedra. Incluso había duchas y agua calentada con energía solar para lavarse.
Después de lavarme las manos y la cara, volví a la plataforma. La brisa helada me ayudó a despejarme. Me quedé con A. Bettik en el claro de luna y miré la reluciente pagoda donde la multitud había formado círculos concéntricos con mi joven amiga en el centro. Las risas y la bulla habían cesado. Uno por uno, los monjes, sacerdotes, constructores, carpinteros, abades, alcaldes y albañiles le hacían preguntas a la joven, y ella respondía.
La escena me recordó una imagen reciente, y tardé sólo un minuto en evocarla: la desaceleración de cuarenta UA en este sistema estelar, mientras la nave me ofrecía holoimágenes del sol tipo G con sus once planetas, sus dos cinturones de asteroides y sus incontables cometas. Aenea era definitivamente el sol de este sistema, y esos hombres y mujeres giraban en su órbita igual que los mundos, asteroides y cometas de la proyección.
Me apoyé en un poste de bambú y miré a A. Bettik.
—Será mejor que se cuide —murmuré, pronunciando cuidadosamente cada palabra— o comenzarán a tratarla como a un dios.
A. Bettik movió apenas la cabeza.
—No creen que M. Aenea sea un dios, M. Endymion —murmuró.
—Bien. —Apoyé el brazo en el hombro del androide—. Bien.
—Pero muchos se están convenciendo de que es Dios, aunque ella les asegura lo contrario.