15

Estoy en el mercado de Phari con A. Bettik, Jigme Norby y George Tsarong cuando oigo la noticia de que naves y tropas de Pax han llegado finalmente a T'ien Shan, las «Montañas del Cielo».

—Deberíamos avisar a Aenea —digo.

Alrededor, encima y debajo de nosotros, miles de toneladas de andamios se mecen y crujen con el peso de la humanidad abarrotada que compra, vende, comercia, discute y ríe. Muy pocos han oído la noticia de la llegada de Pax. Muy pocos comprenderán las implicaciones cuando la oigan. La noticia fue traída por un monje llamado Chim Din que acaba de regresar de la capital, Potala, donde trabaja como maestro en el Palacio de Invierno del Dalai Lama. Afortunadamente, Chim Din también trabaja otras semanas como artesano del bambú en Hsuan'k'ung Ssu, el «Templo Suspendido en el Aire», el proyecto de Aenea, y nos saluda en el mercado de Phari mientras se dirige al templo. Estamos entre los primeros en enterarnos de la llegada de Pax fuera de la corte de Potala.

—Cinco naves —ha dicho Chim Din—. Varias veintenas de cristianos. La mitad son guerreros con uniforme rojo y negro. La mitad de la mitad restante son misioneros, todos de negro. Han alquilado la vieja gompa de la Secta del Sombrero Rojo, a orillas del Rhan Tso, el Lago de las Nutrias, cerca del Falo de Shiva. Han consagrado parte de la gompa como capilla para su Dios trino. El Dalai Lama no les permite usar sus máquinas volantes ni ir más allá del risco sur del Reino Medio, pero les permite viajar libremente por esta región.

—Debemos avisar a Aenea —le repito a A. Bettik, acercándome para que me oiga en medio del bullicio del mercado.

—Debemos avisar a todos en Jo-kung —dice el androide. Les dice a George y Jigme que terminen las compras y no se olviden de contratar porteadores para llevar los pedidos de cable y bambú de bonsai para la construcción. Levanta su enorme mochila, se ciñe su equipo de escalada y me hace una seña.

Alzo mi pesada mochila y encabezo la marcha mientras salimos del mercado y bajamos la escalera hasta el nivel del cable.

—Creo que la Vía Alta será más rápida que la Vía Baja, ¿verdad?

El hombre azul asiente. Yo vacilaba en sugerir la Vía Alta para el viaje de retorno, pues para A. Bettik será engorroso manejar los cables y deslizaderos con una sola mano. Cuando nos reencontramos, me sorprendió que no se hubiera fabricado un garfio de metal —su brazo izquierdo todavía termina en un muñón a mitad de camino entre la muñeca y el codo—, pero pronto vi que usaba una correa y varios aditamentos de cuero para compensar los dígitos faltantes.

—Sí, M. Endymion —dice—. La Vía Alta. Es mucho más rápida. A menos que prefieras enviar a un volador como correo.

Lo miro, pensando que bromea. Los voladores son una raza aparte y están locos. Lanzan sus paravelas desde los edificios altos, subiendo en las turbulencias, volando entre riscos y picos donde no hay cables ni puentes, observando las aves, buscando corrientes ascendentes como si la vida les fuera en ello… porque la vida les va en ello. No hay zonas llanas donde un volador pueda posarse si cambian los traicioneros vientos, si el ascenso falla, si se averían sus paravelas. Un aterrizaje forzoso en un risco casi siempre significa la muerte. El descenso a las nubes siempre significa la muerte. El menor error de cálculo con los vientos, las corrientes ascendentes, las corrientes descendentes, las ráfagas… cualquier error significa la muerte para un volador. Por eso viven solos, participan en un culto secreto y cobran una fortuna para llevar mensajes del Dalai Lama desde Potala, o cintas de plegarias durante una celebración budista, o notas urgentes de un comerciante a su casa central para derrotar a la competencia o, según dice la leyenda, para visitar el pico este de T'ai Shan, aislado durante meses por más de cien kilómetros de aire y nubes mortíferas.

—No creo que convenga confiar esta noticia a un volador —digo.

A. Bettik asiente.

—Sí, M. Endymion, pero las paravelas se pueden comprar en el mercado. En el puesto del Gremio de Voladores. Podríamos comprar dos y coger el camino más corto. Son muy costosas, pero podemos vender algunas cigocabras.

Nunca sé si mi amigo androide bromea. Recuerdo la última vez que estuve bajo una paravela y tengo que contener un escalofrío.

—¿Alguna vez has volado en este mundo? —pregunto.

—No, M. Endymion.

—¿En algún mundo?

—No, M. Endymion.

—¿Cuáles serían nuestras probabilidades si lo intentáramos?

—Una sobre diez —dice sin vacilar.

—¿Y cuáles son nuestras probabilidades en los cables y el deslizador a esta hora del día?

—Nueve sobre diez antes del anochecer. Menos si nos sorprende el poniente antes de llegar al deslizadero.

—Cojamos los cables y el deslizadero.

Esperamos en la corta cola de compradores que se marchan por cable, y al fin nos llega el turno. La plataforma de bambú está veinte metros debajo del andamiaje más bajo del mercado, y sobresale cinco metros encima del abismo. Abajo hay miles de metros de aire, y en el fondo de ese vacío se agita el ubicuo mar de nubes que rueda sobre los riscos como una marea blanca chocando contra pilotes de piedra. Varios kilómetros debajo de esas nubes hay gases venenosos y el mar ácido que cubre todo este mundo salvo en las montañas.

El maestro cablero nos llama y A. Bettik y yo entramos juntos en la plataforma. Desde este nexo, una veintena de cables se extienden sobre el abismo, creando una negra telaraña que desaparece en lontananza. La terminal más próxima está un kilómetro y medio al norte, en un colmillo de roca que sobresale contra la blanca gloria de Chomo Lori, la «Reina de las Nieves». Pero nosotros vamos hacia el este y nuestra terminal está a más de veinte kilómetros, y el cable que desciende en esa dirección parece terminar en medio del aire mientras se funde con el fulgor vespertino de la distante pared de roca. Y nuestro destino final está más de treinta y cinco kilómetros después, al norte y al este. Caminando, tardaríamos seis horas en realizar el largo viaje al norte por el risco de Phari y luego al este por el sistema de puentes y pasarelas. Viajando por cable y deslizadero tardamos la mitad de ese tiempo, pero es muy tarde y el deslizadero es peligroso. Miro de nuevo el sol bajo y me pregunto si esta decisión es prudente.

—Listos —gruñe el maestro cablero, un hombrecillo pardo con una chuba manchada. Masca raíz de besil y escupe hacia el vacío mientras subimos a la plataforma.

—Listos —decimos A. Bettik y yo al unísono.

—Mantened la distancia —gruñe el maestro cablero, indicándome que salga primero.

Saco los soportes de mi arnés, deslizo las manos sobre la abrazadera donde llevamos el equipo, encuentro al tacto la polea, la sujeto a un soporte con un gancho, paso un nudo por un segundo gancho para forzar el freno de la polea, encuentro mi mejor argolla y la uso para asegurar la polea, y luego paso mi cable de seguridad por los dos primeros ganchos mientras ajusto una grapa, y al final la sujeto al arnés de mi pecho, bajo los soportes. Todo esto lleva menos de un minuto. Alzo ambas manos, cojo los controles de la polea, salto arriba y abajo, probando la polea y mis ganchos. Todo está firme.

El maestro cablero inspecciona la argolla y la grapa con ojos de experto. Desliza la polea, cerciorándose de que los soportes no estén trabados. Apoya todo su peso en mis hombros y mi arnés, colgando sobre mí como una segunda mochila, y me suelta para asegurarse de que las argollas y los frenos se sostienen. Sin duda no le importa si yo me mato en una caída, pero si la polea se atasca en algún punto de los veinte kilómetros de cable de monofilamento trenzado, será él quien deberá solucionar el problema, suspendido sobre kilómetros de aire mientras los viajeros que aguardan pierden la paciencia. Parece satisfecho con el equipo.

—Adelante —dice, palmeándome el hombro.

Salto al espacio, acomodándome la mochila en la espalda. La red del arnés se estira, el cable se arquea, los soportes zumban y me deslizo a mayor velocidad cuando suelto el freno. Segundos después vuelo colgado del cable. Alzo las piernas y me acomodo en el arnés de un modo que se ha vuelto familiar en los últimos tres meses. El risco K'un Lun, nuestro destino, reluce mientras las sombras del poniente llenan el abismo y la penumbra del atardecer cubre la pared del risco de Phan a mis espaldas.

Siento un cambio en la tensión del cable y oigo un zumbido cuando A. Bettik inicia su descenso detrás de mí. Mirando hacia atrás, veo que abandona la plataforma, las piernas derechas, hamacándose bajo los soportes elásticos. Apenas distingo la cuerda que conecta la correa de cuero de su brazo izquierdo con el freno de la polea. A. Bettik saluda y yo saludo, girando en mi arnés para mirar el cable chirriante mientras continúo mi viaje sobre el abismo. A veces se posan pájaros sobre el cable. A veces hay un trozo de hielo o un fleco afilado. En ocasiones aparece la polea de alguien que ha sufrido un accidente o ha cortado su arnés por razones que nadie más conoce. Muy raras veces, aunque suficientes para recordarlas, un psicópata o resentido sujeta una cuña o trampa con resorte al cable, dejando una pequeña sorpresa para el próximo viajero. Este delito se castiga con la muerte y el culpable es arrojado desde la plataforma de Potala o Jo-kung, pero eso es poco consuelo para la persona que se topa con la cuña o trampa.

Ninguna de estas eventualidades se presenta mientras me deslizo sobre el vacío. Sólo oigo el zumbido del freno y el suave susurro del aire. Todavía hay luz y es el final de la primavera en este mundo, pero el aire siempre está helado por encima de los ocho mil metros. Respirar no es problema. Todos los días, desde que llegué a T'ien Shan, agradezco a los dioses de la evolución planetaria que a pesar de una gravedad más leve —0,954 estándar— el oxígeno sea más rico a esta altitud. Mirando las nubes de abajo, pienso en el hirviente mar sometido a esa ciega presión, agitado por vientos de fosgeno y denso CO2. No hay auténtica superficie en T'ien Shan, sólo esa espesa sopa planetaria y los incontables picos y riscos que se elevan miles de metros en la capa de O2 y la radiante luz solar, semejante a la de Hyperion.

Tengo recuerdos. Pienso en otro paisaje nuboso de hace unos meses. Pienso en mi primer día en la nave, antes de llegar al punto de traslación, mientras sanaban mi fiebre y mi pierna.

Me pregunto cómo pasé por el teleyector de aquí. Mi último recuerdo es de un mundo gigante…

La nave respondió proyectando un holo filmado desde una de sus boyas mientras permanecía en el fondo del río. Era una imagen realzada por la luz estelar —estaba lloviendo— y mostraba el verde y reluciente arco del teleyector y las copas de los árboles. De pronto un tentáculo más largo que la nave atravesó la abertura del teleyector, llevando lo que parecía ser un kayak de juguete envuelto en una masa de tela. El tentáculo se arqueó grácilmente y la vela, el kayak y la figura de la cabina se deslizaron cien metros hasta desaparecer en las oscilantes copas de los árboles.

—¿Por qué no viniste a buscarme? —pregunté sin ocultar mi irritación. Aún me dolía la pierna—. ¿Por qué esperar toda la noche mientras yo colgaba bajo la lluvia? Pude haber muerto.

«No tenía instrucciones de recogerte a tu regreso —dijo la arrogante pero obtusa voz de la nave—. Tal vez estuvieras realizando una tarea importante que no toleraba interrupciones. Si no hubiera tenido noticias en varios días, habría enviado una sonda a la jungla para preguntar por tu bienestar».

Le expliqué a la nave lo que opinaba acerca de su razonamiento.

«Extraña exhortación —dijo la nave—. Aunque mi subestructura incluye ciertos elementos orgánicos y poseo componentes informáticos de ADN, no soy, en rigor, un organismo biológico. No tengo sistema digestivo ni necesidad de excreción, salvo por algunos gases y efluvios de los pasajeros. En consecuencia, no tengo ano en un sentido real ni figurado. En consecuencia, no creo que se me pueda pedir que introduzca…».

—Cállate —dije.

El viaje dura menos de quince minutos. Freno cautamente cuando aproxima la gran muralla del risco de K'un Lun. Durante los últimos cientos de metros, mi sombra y la de A. Bettik se proyectan contra la roca vertical y reluciente y nos convertimos en marionetas de sombra, dos extrañas figuras con apéndices movedizos que maniobran con los soportes y mecen las piernas preparándose para aterrizar. El zumbido del freno se convierte en gruñido cuando aminoro la velocidad en el tramo final. La plataforma de aterrizaje es un saliente de piedra de seis metros, con la pared forrada de vellocino de cigocabra podrido y oscurecido por la intemperie.

Me detengo a tres metros de la pared. Me apoyo en la roca, desengancho la polea y el cable de seguridad con una celeridad nacida de la práctica. A. Bettik llega poco después. Aun con una mano, el androide es mucho más grácil que yo; usa menos de un metro de piedra para aterrizar.

Nos quedamos un minuto mirando el sol que se mece sobre el risco de Phari, la luz baja que tiñe la cima cubierta de hielo. Cuando terminamos de ajustar el arnés y las abrazaderas, digo:

—Estará oscuro cuando lleguemos al Reino Medio.

A. Bettik asiente con un gesto de la cabeza.

—Preferiría dejar atrás el deslizadero antes de que anochezca del todo, M. Endymion, pero creo que no será así.

La sola idea de atravesar el deslizadero en la oscuridad me tensa el escroto. Me pregunto si un androide varón tiene una reacción fisiológica similar.

—Pongámonos en marcha —digo, bajando del saliente al trote.

Perdimos varios metros de altura al bajar por el cable, y ahora tendremos que compensarlos. El saliente se acaba pronto —hay pocos lugares llanos en los picos de las Montañas del Cielo— y nuestras botas resuenan mientras bajamos por una pasarela de bambú que cuelga de la pared del peñasco. Aquí no hay barandas. Los vientos nocturnos están arreciando y cierro mi chaqueta térmica y mi chuba de lana de cigocabra. La pesada mochila rebota en mi espalda.

La zona de ascenso está menos de un kilómetro al norte de la plataforma de aterrizaje. No nos cruzamos con nadie en la pasarela, pero vemos que del otro lado del valle nuboso encienden las antorchas en la Vía Baja que une Phari con Jo-kung. Los andamiajes y el laberinto de puentes colgantes de ese lado del Gran Abismo se llenan de personas que van al norte, algunas sin duda al Templo Suspendido en el Aire para asistir a la sesión pública nocturna de Aenea. Quiero llegar allá antes que ellas.

La zona de ascenso consiste en cuatro cables fijos que suben setecientos metros por la pared vertical. Los cables rojos son para el ascenso. A pocos metros cuelgan los cables azules de descenso. Nos cubren las sombras y el viento está helado.

—¿Lado a lado? —le pregunto a A. Bettik, señalando una de las cuerdas del medio.

El androide asiente. Su semblante azul es tal como lo recordaba de nuestro viaje desde Hyperion, casi diez años atrás. ¿Qué esperaba? ¿Qué un androide envejeciera?

Sacamos los elevadores de potencia y los enganchamos en cables contiguos, sacudiendo los cables de microfibras para verificar su firmeza. Los maestros cableros no revisan con frecuencia estos cables, y un gancho pudo destrozarlos, una protuberancia rocosa pudo desflecarlos, o pueden estar cubiertos de hielo. Pronto lo sabremos.

Enganchamos cadenas y estribos a los elevadores de potencia. A. Bettik desenrolla ocho metros de cable y lo sujetamos a los arneses. Así, si falla uno de los cables fijos, la otra persona puede frenar la caída del primer escalador. Eso dice la teoría.

Los elevadores de potencia constituyen la tecnología más sofisticada para la mayoría de los ciudadanos de T'ien Shan: alimentados por una batería solar hermética, poco más grandes que nuestras manos, son aparatos elegantes. A. Bettik verifica sus amarras y asiente con un gesto de la cabeza. Enciendo mis elevadores. Los indicadores se ponen verdes. Subo el elevador derecho un metro, lo trabo, alzo el pie derecho hasta el estribo, verifico si todo está en orden, subo el elevador izquierdo, lo trabo, alzo el pie izquierdo, y así sucesivamente. Así escalamos los setecientos metros, deteniéndonos ocasionalmente para mirar el valle donde arden las antorchas de la Vía Baja. Se ha puesto el sol y el cielo se tiñe de violeta mientras despuntan las estrellas más brillantes. Estimo que nos quedan veinte minutos de crepúsculo. Recorreremos el deslizadero en la oscuridad.

Tirito en medio del viento aullante.

Los cables fijos cuelgan sobre hielo vertical en los últimos doscientos metros. Ambos llevamos grapas plegables en nuestros sacos, pero no las necesitamos en nuestro fatigoso ritual de ascenso. Tardarnos casi cuarenta minutos en recorrer los setecientos metros. Está oscuro cuando llegamos a la plataforma.

T'ien Shan tiene cinco lunas: cuatro son asteroides capturados en una órbita baja y reflejan bastante luz; el quinto es casi tan grande como la luna de Vieja Tierra, pero su cuadrante superior derecho está fracturado por un cráter cuyas grietas se extienden como una telaraña, esta luna grande, Oráculo, se eleva en el noreste mientras A. Bettik y yo caminamos hacia el norte por el angosto risco de hielo, aferrándonos a cables fijos para que el gélido viento no nos derribe.

Me he puesto la capucha térmica y la máscara facial, pero aun así el viento me muerde los ojos y la carne expuesta. No podemos demorarnos mucho tiempo aquí. Pero el afán de pararme a mirar es intenso, como cada vez que me detengo en la terminal del risco de K'un Lun y contemplo el Reino Medio y el mundo de las Montañas del Cielo.

En el campo de hielo de la cima del deslizadero me detengo para girar en todas las direcciones, admirando el paisaje. Al sur y al oeste encima de las nubes iluminadas por las lunas, el risco de Phari resplandece bajo la luz de Oráculo. Al norte de Phari las antorchas indican la Vía Baja, y más al norte veo los puentes colgantes iluminados.

Más allá del mercado de Phari hay un fulgor en el cielo, y me imagino que es el resplandor de Potala, el palacio de invierno de Su Santidad el Dalai Lama y el monumento arquitectónico más majestuoso del planeta. Sé que pocos kilómetros al norte Pax acaba de obtener un enclave en Rhan Tso, a la sombra de Shivling, el «Falo de Shiva». Sonrío imaginando la reacción de los misioneros cristianos ante esta desfachatez pagana.

Más allá de Potala, cientos de kilómetros al oeste, está la zona rocosa de Koko Nor, con sus incontables aldeas colgantes y peligrosos puentes. Muy al sur, sobre el gran espinazo de roca llamado Lobsang Gyatso, se encuentra la comarca de la Secta del Sombrero Amarillo, que termina en el pico de Nanda Devi, donde se dice que mora la diosa hinduista del júbilo. Al sudoeste de ellos, tan a la vuelta de la curva del mundo que el ocaso aún arde allí, está Muztagh Alta con sus decenas de miles de moradores islámicos custodiando las tumbas de Alí y los demás santos musulmanes. Al norte de Muztagh Alta, los riscos entran en un territorio que nunca he visto, ni siquiera desde órbita, que alberga los altos hogares de los judíos errantes en las inmediaciones de los montes Sión y Moriah, donde las ciudades gemelas de Abraham e Isaak poseen las mejores bibliotecas de T'ien Shan. Al norte y al oeste se elevan el monte Sumeru —centro del universo— y Harney Peak —curiosamente también centro del universo—, ambos seiscientos kilómetros al sudoeste de los cuatro picos de San Francisco, donde la cultura hopi-esquimal sobrevive en los fríos riscos y helechales, también seguras de que sus picos constituyen el centro del universo.

Al volverme hacia el norte, veo la mayor montaña de nuestro hemisferio y el límite septentrional de nuestro mundo, pues el risco desaparece bajo nubes de fosgeno pocos kilómetros al norte de aquí: Chomo Lori, «Reina de las Nieves». El ocaso aún alumbra la cima helada de Chomo Lori mientras Oráculo baña sus riscos orientales con una luz más suave.

Más allá de Chomo Lori se yerguen las cumbres de K'un Lun y Phari, y la brecha que las separa se ensancha hasta alcanzar distancias infranqueables al sur de la cablevía que acabamos de cruzar. Doy la espalda al viento norte y miro al sur y al este, siguiendo la sinuosa línea del risco de K'un Lun, imaginando que puedo ver las antorchas doscientos kilómetros al sur, donde la ciudad de Hsi wang-mu, «Reina Madre del Oeste» (el «oeste» está al sudoeste del Reino Medio), alberga unas treinta y cinco mil personas en sus recovecos y fisuras.

Al sur de Hsi wang-mu, con sólo su alta cima visible por encima de los vientos, se eleva el gran pico del monte Koya, donde —según los fieles que viven en sus túneles de hielo— yace Kobo Daishi, el fundador del budismo shingon, sepultado en su tumba de hielo, esperando las condiciones adecuadas antes de emerger de su trance meditativo.

Al este del monte Koya, más allá de la curvatura del mundo, están el monte Kalais, hogar de Kubera, dios hinduista de la riqueza, y de Shiva, a quien evidentemente no le importa estar separado de su falo por más de mil kilómetros de nubosidad. Se dice que en el monte Kalais también vive Parvati, la esposa de Shiva, aunque nadie sabe qué opina de esta separación.

El androide viajó al monte Kalais durante su primer año en este mundo. Dice que es un pico hermoso, uno de los más altos del planeta —más de diecinueve mil metros sobre el nivel del mar—, y lo describe como una escultura de mármol sobre un pedestal de roca estriada. También dice que en la cima del monte Kalais, en campos de hielo donde el viento es tan poco denso que ni se siente, se yergue un templo de aleación de carbono consagrado a la deidad budista de la montaña, Demchog, el «del Supremo Júbilo», un gigante de diez metros de altura, azul como el cielo, envuelto en guirnaldas de cráneos y abrazando felizmente a su consorte mientras baila. A. Bettik dice que la deidad azul se le parece un poco. El palacio está en el centro exacto de la redonda cima, que a su vez está en el centro de un mandala constituido por picos menores, todo ello abrazando el círculo sagrado —el mandala físico— del espacio divino de Demchog, donde los que meditan descubrirán la sabiduría que los liberará del ciclo del sufrimiento.

Desde el mandala de Demchog, dice A. Bettik, y tan al sur que el pico está sepultado bajo glaciares de kilómetros de profundidad, se ve Helgafell, «El salón de hidromiel de los muertos», donde algunos centenares de islandeses que llegaron en tiempos de la Hégira restauraron las costumbres vikingas.

Miro al sudoeste. Si un día pudiera recorrer el arco del Círculo Antártico, me cruzaría, con picos como Gunung Agung, el ombligo del mundo (uno de tantos en T'ien Shan), donde el festival Eka Dasa Rudra está en el año vigesimoséptimo de su ciclo de seiscientos años, y donde se dice que las mujeres balinesas bailan con belleza y gracia insuperables. Más de mil kilómetros al noroeste, en la serranía de Gunung Agung, está Kilimachaggo, donde los moradores de las terrazas superiores desentierran a sus muertos de las fisuras de légamo al cabo de un período decente y suben los huesos más allá de la atmósfera respirable —trepando en dermotrajes cosidos a mano y máscaras de presión— para sepultar nuevamente a sus familiares en el duro hielo que está cerca de los dieciocho mil metros, desde donde los cráneos miran la cima con eterna esperanza.

Más allá de Kilimachaggo, el único pico que conozco por nombre es Croagh Patrick, que tiene fama de no albergar serpientes. Pero, por lo que sé, no hay serpientes en ninguna parte de las Montañas del Cielo.

Miro hacia el noreste. El viento y el frío me apremian, pero aprovecho este minuto final para contemplar nuestro destino. A. Bettik tampoco parece llevar prisa, aunque quizá sea la preocupación por el deslizadero lo que le hace detenerse un instante conmigo.

Al norte y al este, más allá de la abrupta pared de K'un Lun, se encuentra el Reino Medio. Sus cinco picos relucen bajo la luz de farol de Oráculo.

Al norte, la Vía Baja y varios puentes colgantes conducen a la ciudad de Jo-kung y al Sung Shang, el «Altivo», que a pesar de su nombre es el pico más bajo del Reino Medio.

Adelante, unida con el sudoeste sólo por el abrupto risco de hielo donde se encuentra el sinuoso deslizadero, se eleva Hua Shan, la «Montaña de la Flor», la cumbre más occidental del Reino Medio y quizá el más bello de los cinco picos. Desde Hua Shan, los últimos kilómetros de cable unen la Montaña de la Flor con los filosos picos del norte de Jo-kung, donde Aenea trabaja en Hsuan'k'ung Ssu, el Templo Suspendido en el Aire, situado en una ladera abrupta que mira al norte, hacia Heng Shan, la Sagrada Montaña del Norte.

Doscientos kilómetros al sur una segunda Heng Shan marca el límite del Reino Medio, pero es un mero montículo comparado con las escarpadas paredes, las grandes crestas y el majestuoso perfil de su versión septentrional. Mirando al norte a través de la nevisca arremolinada, recuerdo el momento en que flotaba en la nave del cónsul, entre el noble Heng Shan y el templo, en la primera hora que pasé en este planeta.

Mirando de nuevo al este y al norte, más allá de Hua Shan y el corto pico central de Sung Shan, veo el increíble pico de T'ai Shan, perfilado contra Oráculo a más de trescientos kilómetros. Éste es el Gran Pico del Reino Medio, con 18.200 metros de altura, con su poblado de Tai'an, la Ciudad de la Paz, a 9000 metros, y su legendaria escalera de 27.000 peldaños, que nace en Tai'an y sube por campos de nieve y paredes de roca hasta el mítico Templo del Emperador de Jade, en la cima.

Sé que más allá de nuestra Montaña Sagrada del Norte se yerguen las Cuatro Montañas de la Peregrinación para los fieles budistas: O-mei Shan al oeste; Chiu-hua Shan, la «Montaña de las Nueve Flores», al sur; Wu-t'ai Shan, la «Montaña de las Cinco Terrazas» con su acogedor Palacio Púrpura, al norte; y la baja pero sutilmente bella P'ut'o Shan al este.

Me tomo unos segundos en este risco castigado por el viento, mirando hacia Jo-kung con la esperanza de ver las antorchas que alumbran el paso de Hsuan'k'ung Ssu, pero las nubes o la niebla enturbian el paisaje y sólo se ve un borrón alumbrado por Oráculo.

Volviéndome hacia A. Bettik, señalo el deslizadero y hago un gesto aprobatorio. Es imposible hablar con este viento.

El androide asiente y saca el trineodúctil de un bolsillo externo de su mochila. Noto que mi pulso se acelera, y no sólo por el esfuerzo, cuando saco mi propio trineo y lo llevo a la plataforma de lanzamiento.

El deslizadero de Tise es rápido. Esta es su atracción, y su mayor peligro.

Todavía hay lugares de Pax, sin duda, donde existe la antigua costumbre del tobogán. En ese deporte, uno se sienta en un trineo de fondo plano y se lanza por una pista de hielo preparada. Esto se parece mucho al deslizadero, salvo que A. Bettik y yo, en vez de un trineo de fondo plano, usamos un trineodúctil, que tiene menos de un metro de largo y se curva como una cuchara. El trineodúctil es más dúctil que un trineo, blando como un envoltorio hasta que usamos la energía de nuestros elevadores para enviar un mensaje piezoeléctrico que endurece la estructura de aluminio. Los trineos se inflan, cobrando forma en pocos segundos.

Aenea me ha contado que antes había cables fijos de carbono-carbono a lo largo del deslizadero, y los viajeros se enganchaban como si fuera una cablevía, usando una argolla especial de baja fricción similar a la polea del cable para no perder velocidad. Así uno podía frenar usando el cable o, si el trineo se desviaba hacia el precipicio, usar el cable como arnés para detenerse. Con ese cable de seguridad habría magulladuras y huesos rotos, pero el cuerpo no volaba por los aires junto con el trineo.

Pero según Aenea los cables no habían funcionado. Costaba mucho trabajo mantenerlos despejados y en funcionamiento. Las repentinas tormentas de hielo los congelaban y alguien que viajaba a ciento cincuenta kilómetros por hora se topaba de pronto con una inamovible lámina de hielo. Ya cuesta bastante mantener despejada la cablevía; los cables fijos del deslizadero habían sido inmanejables.

Así que los deslizaderos se abandonaron. Al menos hasta que adolescentes en busca de emociones y adultos realmente apurados encontraron que nueve veces de cada diez uno podía mantener los trineo-dúctiles en el surco con sólo deslizarse, es decir, usando picos como freno y viajando a poca velocidad. «Poca velocidad» significaba por debajo de los ciento cincuenta kilómetros por hora. Nueve veces de cada diez funcionaba. Si uno era hábil. Y si las condiciones eran perfectas. Y si era de día.

El androide y yo habíamos usado el deslizadero tres veces, una al regresar de Phari con medicamentos que se necesitaban para salvar la vida de una joven y dos para memorizar los recodos y los tramos rectos. Habían sido experiencias excitantes y aterradoras, pero habíamos llegado sanos y salvos. Claro que era de día, no soplaba viento y nos precedían otros viajeros que nos indicaban el camino.

Ahora está oscuro, y la pista reluce perversamente en el claro de luna. La superficie está helada y áspera como piedra. Ignoro si alguien ha recorrido este tramo hoy, o esta semana, si alguien ha revisado las fisuras, superficies débiles, fracturas, hundimientos, rendijas, protuberancias de hielo u otros obstáculos. No sé qué longitud tenían las antiguas pistas de toboganes, pero este deslizadero tiene más de veinte kilómetros, y bordea la abrupta protuberancia Abruzzi, que une el risco de K'un Lun con las cuestas de Hua Shan, aplanándose en los declives del lado oeste de la Montaña de la Flor, kilómetros al sur de la más segura y lenta Vía Baja que desciende desde el norte. Desde Hua Shan, hay sólo nueve kilómetros y tres fáciles tramos de cable hasta el andamiaje de Jo-kung y luego una vivaz caminata por el paso hasta bajar a las escarpadas veredas de Hsuan'k'ung Ssu.

El androide y yo estamos sentados lado a lado como niños esperando un empellón de mamá o papá. Aferro el hombro de mi amigo y le grito a través del material térmico de su capucha y su máscara facial. El viento me arroja hielo en la cara.

—¿Te parece bien que vaya delante? —grito.

El androide mueve el rostro y nuestras mejillas cubiertas de tela se tocan.

—M. Endymion, creo que yo debería ir delante. He recorrido este deslizadero dos veces más que tú.

—¿En la oscuridad?

El androide niega con la cabeza.

—Pocos lo intentan en la oscuridad, M. Endymion. Pero recuerdo muy bien cada curva y tramo recto. Creo que puedo indicarte dónde frenar.

Titubeo sólo un segundo.

—De acuerdo —digo. Le aprieto la mano enguantada.

Con gafas de visión nocturna, esto debería ser tan fácil como un viaje en pleno día… que no es nada fácil. Pero yo perdí mis gafas en mi odisea por los teleyectores; la nave llevaba pares de reemplazo, pero los dejé a bordo. «Trae dos dermotrajes y respiradores», me había dicho Rachel de parte de Aenea. Podría haber mencionado las gafas de visión nocturna.

Se suponía que el viaje de hoy sería una fácil excursión hasta el mercado de Phari, con una noche en la hostería, y un viaje de vuelta con George Tsarong, Jigme Norbu y una larga hilera de porteadores, cargando el pesado material para la construcción.

Tal vez mi reacción ante la noticia del aterrizaje de Pax sea exagerada. Demasiado tarde. Aunque diéramos la vuelta, el regreso por las líneas fijas de K'un Lun sería tan problemático como este descenso. O eso trato de creer.

A. Bettik mete su martillo de hielo de 38 centímetros en el nudo del brazalete del brazo izquierdo; luego prepara su hacha normal de 75 centímetros. Sentado en el trineodúctil, empuño mi martillo con la mano izquierda y arrastro mi hacha más larga con la mano derecha; le hago otra seña aprobatoria a A. Bettik y él parte en el claro de luna, girando una vez, equilibrando expertamente el trineo con su martillo corto, haciendo volar astillas, y luego saltando sobre el borde y perdiéndose de vista durante unos segundos. Espero hasta dejar un intervalo de diez metros —suficiente para evadir la espuma de hielo de su trineo, pero también para verlo bajo la luz naranja de Oráculo— y arranco.

Veinte kilómetros. A una velocidad media de ciento veinte kilómetros por hora, deberíamos recorrerla en diez minutos. Diez minutos de frío, adrenalina, tensión, terror palpitante y estado de alerta.

El androide es brillante. Gira perfectamente en cada recodo, llega a las curvas de tal modo que su apogeo —y el mío unos segundos después— está justo en el linde de la barranca helada, sale del recodo a la velocidad correcta para el próximo tramo recto, se desliza por la rampa helada tan rápido que la visión se borronea. El golpeteo sube por mi espalda duplicando y triplicando la visión, el traqueteo me hace doler la cabeza, y hay un nuevo borrón cuando vuelan astillas de hielo, creando brillantes aureolas en el claro de luna, mientras las quietas estrellas giran sobre nosotros, estrellas brillantes que compiten con el fulgor de Oráculo y el resplandor de las lunas asteroidales. Frenamos y rebotamos y nos elevamos de nuevo, haciendo un brusco giro a la izquierda que me quita el aliento, entrando en un giro más brusco, luego saltando y volando por un tramo recto tan empinado que parece caída libre. Por un minuto miro las nubes de fosgeno iluminadas por la luna, verdes como gas mostaza, y luego ambos entramos en una serie de espirales, de hélices de ADN, nuestros trineos vacilando en el borde de cada barranco de modo que dos veces mi hacha muerde el aire helado, pero ambas veces volvemos a caer y emerger, escupidos como bólidos, dos balas de rifle disparadas encima del hielo. Saltamos otra vez, aceleramos en un tramo recto, corremos por los ocho kilómetros de una pared de hielo en Abruzzi, la pared del deslizadero como suelo, mi hacha arrojando astillas al espacio vertical mientras nuestra velocidad aumenta, cada vez más, se convierte en algo más que velocidad mientras el aire frío me azota la máscara y el abrigo y los guantes y las botas hasta congelar la carne y cortar el músculo. Siento la piel helada de las mejillas estirándose bajo la máscara térmica mientras sonrío como un idiota, un rictus de terror y de pura exaltación, brazos y manos ajustándose constante, automática, instantáneamente al ritmo del hacha y del martillo.

De pronto A. Bettik vira a la izquierda, arrancando astillas al hundir ambas hachas. No tiene sentido. Semejante maniobra nos hará salir despedidos de la pared interna, la pared vertical, hacia el aire negro. Pero confío en él y tomo la decisión en menos de un segundo; clavo mi hacha grande, golpeando con el martillo, sintiendo el corazón en la garganta mientras patino de costado y amenazo con deslizarme a la derecha en vez de a la izquierda, a punto de salir girando del reborde de hielo a ciento cuarenta kilómetros por hora, pero me estabilizo y sobrevuelo un agujero donde habríamos caído de no ser por este abrupto desvío, aterrizando en un reborde de seis u ocho metros de anchura, un escotillón para la muerte. A. Bettik rebota en la pared interna, coge la pista haciendo chisporrotear el hacha en el claro de luna y continúa su descenso por el Abruzzi hacia la serie final de curvas que conducen a las cuestas de hielo de Hua Shan.

Y lo sigo.

En la Montaña de la Flor, ambos estamos demasiado helados y conmovidos y nos quedamos en el trineo varios minutos. Luego, juntos, nos ponemos de pie, conectamos a tierra las cargas piezoeléctricas de los trineos, las desactivamos y las guardamos en las mochilas. Rodeamos en silencio la protuberancia de Hua Shan, yo asombrado por los reflejos y el coraje de A. Bettik, él en un silencio que espero fervientemente no sea enfado por mi precipitada decisión de regresar por este camino.

Los últimos tres tramos en cablevía son un anticlímax, sólo notables por la belleza del claro de luna en los picos y riscos, y por la dificultad que tengo para cerrar los dedos sobre las argollas de freno.

El resplandor de las antorchas de Jo-kung es agradable después de esas cuestas desérticas, pero eludimos los andamiajes principales y cogemos las escaleras que bajan al paso. Pronto nos rodea la oscuridad de la ladera norte, interrumpida por las antorchas de la alta vereda de Hsuan'k'ung Ssu. Corremos durante el último kilómetro.

Llegamos cuando Aenea inicia su sesión del atardecer. Hay cien personas en la pequeña pagoda. Ella mira por encima de las cabezas de la gente, ve mi rostro, le pide a Rachel que inicie la conversación y se acerca a la ventosa puerta donde aguardamos A. Bettik y yo.