14

Aenea.

Su nombre se anteponía a todo otro pensamiento consciente. Pensaba en ella antes de poder pensar en mí mismo.

Aenea.

Y luego hubo dolor y ruido y una turbulencia húmeda. Fue el dolor lo que me despertó.

Abrí un ojo. El otro parecía estar pegado con sangre seca o algo similar. Antes de recordar quién era y dónde estaba, sentí el dolor de un sinfín de magulladuras y cortes, pero también de algo mucho peor en la pierna derecha. Luego recordé quién era. Y luego recordé dónde había estado.

Reí. Mejor dicho, traté de reír. Tenía los labios partidos e hinchados y había más sangre o viscosidad cerrando una comisura de mi boca. Mi risa parecía un gemido demente.

Una especie de calamar aéreo me había engullido en un mundo que era todo atmósfera, nubes y relámpagos. Aun ahora era digerido en el ruidoso vientre de la bestia.

Más que ruidoso, era explosivo. Truenos, detonaciones, un pistoneo blando. Como lluvia en un bosque tropical. Miré con el único ojo. Oscuridad. Un destello de luz blanca. Oscuridad y contornos rojos. Más destellos blancos.

Recordé los tornados y la tormenta de tamaño planetario que se abalanzaba sobre mí mientras flotaba en el kayak bajo la paravela, antes que la bestia me tragara. Pero esto no era la tormenta. Era lluvia en una selva. El material que me golpeaba la cara y el pecho era nailon en jirones, los restos de la paravela, palmeras húmedas y trozos de fibra de vidrio astillada. Miré abajo y esperé el próximo relámpago. El kayak estaba allí, pero hecho pedazos. Mis piernas estaban allí, todavía metidas en la cabina del kayak, la pierna izquierda intacta y móvil, pero la derecha… Grité de dolor. La pierna derecha estaba quebrada. No veía huesos rotos a través de la carne, pero estaba seguro de que había una fractura en el muslo.

Por lo demás parecía ileso. Estaba magullado y con diversos rasguños. Tenía sangre seca en la cara y las manos. Mis pantalones eran harapos. Mi camisa y mi chaleco eran jirones. Pero mientras giraba y arqueaba la espalda, estiraba los brazos y flexionaba los dedos, movía el pie izquierdo y trataba de mover el derecho, pensé que estaba más o menos entero. Ni espalda rota ni costillas astilladas ni daños en los nervios salvo quizás en la pierna derecha, donde el dolor era como aguijonazos en las venas.

Cuando estallaron más relámpagos, traté de evaluar mi entorno. El kayak roto y yo parecíamos atascados en la techumbre de una selva, entre ramas astilladas, envueltos en la paravela destrozada, abofeteados por hojas de palmera en una tormenta tropical, en una oscuridad sólo interrumpida por relámpagos, colgando a cierta distancia del suelo.

¿Árboles? ¿Suelo?

El mundo que sobrevolaba antes no tenía suelo, o al menos no tenía un suelo al que se pudiera llegar sin ser triturado por la presión. Y parecía improbable que hubiera árboles en ese mundo joviano donde el hidrógeno era reducido a una forma metálica. Así que no estaba en ese mundo. Tampoco estaba en el vientre de la bestia. ¿Dónde estaba?

El trueno estallaba como granadas de plasma. El viento sacudía el kayak en su posición precaria y me hacía gritar de dolor. Debí perder la conciencia unos instantes, pues cuando abrí los ojos de nuevo el viento había amainado y la lluvia me golpeaba como mil puños fríos. Me enjugué la lluvia y la sangre pegajosa de los ojos y noté que tenía fiebre, que mi piel ardía aun bajo esa lluvia helada. ¿Cuánto tiempo he estado aquí? ¿Qué microbios dañinos han encontrado mis heridas abiertas? ¿Qué bacterias compartían conmigo las entrañas de ese calamar aéreo?

La lógica sugería que el recuerdo de ese nuboso mundo joviano y del calamar aéreo era un delirio febril, que me había teleyectado aquí después de escapar de Vitus-Gray-Balianus B y que todo lo demás era un sueño. Pero estaban los restos de la vela desplegada en la noche húmeda. Y estaba la vividez de mis recuerdos. Y estaba el hecho lógico de que la lógica no funcionaba en esta odisea.

El viento sacudió el árbol. El kayak roto resbaló en su precario nido de frondas y ramas destrozadas. Mi pierna rota me asestaba puñaladas de dolor.

Comprendí que sería mejor aplicar cierta lógica a la situación. En cualquier momento el kayak patinaría, o las ramas se partirían, y toda la masa de fibra de vidrio astillada, varillas de nailon y harapos de vela se precipitaría a la oscuridad, arrastrándome a mí con mi pierna rota. A pesar de los relámpagos, que ahora estallaban con menos regularidad, dejándome en esa oscuridad húmeda, no veía nada debajo de mí excepto más ramas, tinieblas y gruesos troncos grisáceos que se anudaban en una estrecha espiral. No reconocía ese tipo de árbol.

¿Dónde estoy? Aenea, ¿adonde me has enviado?

Ahuyenté ese pensamiento. Era casi una plegaria, y no incurriría en el hábito de rezarle a la niña con quien había viajado, a quien había protegido, con quien había cenado y discutido durante cuatro años. Aun así, pensé, podrías haberme enviado a lugares menos difíciles, pequeña. Si es que podías escoger, digo.

El trueno rugió pero no estalló ningún relámpago que iluminara la escena. El kayak se movió y se inclinó al ladearse la rama rota. Busqué con los brazos la rama gruesa que había visto durante los destellos anteriores. Había ramas partidas por doquier, tallos astillados y apilados como navajas, y los bordes dentados de las frondas mismas. Traté de sacar mi pierna rota del kayak destrozado, pero las ramas estaban flojas y sólo logré salir un poco, descompuesto de dolor. Supuse que había puntos negros bailando en mi visión, pero la noche era tan oscura que daba lo mismo. Vomité sobre la borda del oscilante kayak y de nuevo traté de encontrar un sostén firme en el laberinto de ramas astilladas.

¿Cómo diablos llegué a estos árboles?

No importaba. Nada importaba por el momento, excepto salir de ese revoltijo de fibra de vidrio y tela.

El cuchillo. Podría cortar esta maraña hasta liberarme.

El cuchillo no estaba. Mi cinturón no estaba. Los bolsillos del chaleco estaban destrozados, el chaleco era un andrajo. Apenas me quedaba camisa. La pistola de dardos que había sostenido como un talismán contra ese calamar aéreo había desaparecido. Recordaba vagamente que la pistola y mi mochila habían caído cuando el tornado destruyó la paravela. Ropa, linterna láser, pak de raciones… todo se había ido.

Estalló un relámpago, aunque el rugido del trueno se había alejado. Mi muñeca brilló bajo la lluvia.

El comlog. Esa maldita banda debe ser indestructible.

¿De qué me serviría el comlog? No lo sabía, pero era mejor que nada. Acercándome la muñeca izquierda a la boca bajo el tamborileo de la lluvia, grité:

—¡Nave, comunícate! ¡Nave!

Ninguna respuesta. Recordé que el aparato había enviado advertencias de sobrecarga durante la tormenta eléctrica en el mundo joviano. Inexplicablemente, tuve una sensación de pérdida. La memoria de la nave copiada en el comlog era un idiot savant, pero había estado conmigo largo tiempo. Yo me había acostumbrado a su presencia. Y me había ayudado a pilotar la nave de descenso que nos había llevado desde Fallingwater hasta Taliesin Oeste. Y…

Me sobrepuse a mi nostalgia y busqué de nuevo un punto de apoyo, aferrándome a las varillas que colgaban alrededor. Esto funcionó. Los restos de paravela debían estar firmemente afianzados en las ramas superiores, y algunas varillas soportaron mi peso mientras movía el pie izquierdo sobre la fibra de vidrio para sacar mi pierna muerta de los restos. El dolor me hizo desmayar un instante. Esto era tan malo como el cálculo renal en su peor momento, sólo que venía en olas entrecortadas. Pero cuando recobré la lucidez, estaba aferrado al tronco espiralado de la palmera en vez de yacer entre los restos. Minutos después una ráfaga de viento atravesó la techumbre de la selva y el kayak cayó. Las varillas aún intactas frenaron un fragmento, el resto se precipitó en la oscuridad.

¿Y ahora qué?

Esperar el alba, supongo.

¿Y si no hay alba en este mundo?

Entonces espera a que el dolor se aplaque.

¿Qué se aplaque? Es obvio que el fémur fracturado está desgarrando nervios y músculos. Tienes una fiebre galopante. Dios sabe cuánto tiempo estuviste bajo la lluvia y las frondas, inconsciente, con las heridas abiertas a cada microbio asesino que desee entrar. Podría haber gangrena. Ese tufo a vegetación podrida que hueles podrías ser tú.

La gangrena no llega tan pronto, ¿verdad?

Ninguna respuesta.

Traté de aferrar el tronco con el brazo izquierdo y palparme el muslo lesionado con la mano derecha, pero el menor contacto me hacía gemir y temblar. Si me desmayaba de nuevo, podía caerme de la rama. Decidí tantear la parte inferior de la pierna derecha; estaba insensible pero parecía intacta. Tal vez sólo una simple rotura en el muslo.

¿Una simple rotura, Raul? ¿En un mundo selvático y en medio de una tormenta que quizá sea constante? ¿Sin kit médico, sin modo de encender una fogata, sin herramientas ni armas? Sólo una pierna astillada con fiebre alta. Bien, mientras sólo sea una fractura.

Cállate.

Evalué la situación bajo el tamborileo de la lluvia. Podía pasarme allí el resto de la noche, que podía durar diez minutos o treinta horas, o podía tratar de bajar hasta el suelo.

¿Dónde te esperan los depredadores? Buen plan.

Cállate, repetí. El suelo podía brindarme un lugar para refugiarme de la lluvia, un sitio blando para apoyar la pierna, ramas y lianas para hacer un entablillado.

—De acuerdo —dije en voz alta, y busqué a tientas una varilla, liana o rama para iniciar el descenso.

Calculo que tardé de dos a tres horas en bajar. Pudo haber sido el doble o la mitad. Los relámpagos habían cesado y habría sido casi imposible encontrar puntos de apoyo en esa oscuridad, pero un fulgor extraño, tenue y rojizo despuntó por encima de la techumbre de la selva y permitió que mis ojos se adaptaran lo suficiente para encontrar una liana allí, una rama maciza más allá.

¿El amanecer? No lo creía. El fulgor parecía demasiado difuso, demasiado tenue, demasiado químico.

Calculé que había estado a veinticinco metros de altura. Las gruesas ramas seguían hasta abajo, pero la densidad de las afiladas frondas disminuía cerca del suelo. No había suelo. Apoyándome en la bifurcación de dos ramas, recobrándome del dolor y el mareo, traté de bajar y sólo encontré agua. Levanté rápidamente la pierna izquierda. El fulgor rojizo me mostraba agua en derredor, torrentes de agua fluyendo entre los troncos en espiral, remolinos de agua negra pasando como ríos de petróleo.

—Maldición —dije. No iría más lejos esa noche. Pensé en construir una balsa. Estaba en otro mundo, así que debía haber un teleyector corriente arriba y otro corriente abajo. Había llegado aquí de algún modo. Había construido una balsa antes.

Sí, cuando estabas sano, bien alimentado, con dos piernas y herramientas, con un hacha y una linterna láser. Ahora ni siquiera tienes dos piernas.

Por favor, cállate. Por favor.

Cerré los ojos y traté de dormir. La fiebre me causaba escalofríos. Lo ignoré todo y traté de pensar en las historias que le contaría a Aenea cuando nos volviéramos a ver.

No te creerás en serio que la volverás a ver, ¿eh?

—Cállate —repetí, y mi voz se perdió en el gorgoteo de la lluvia y del agua furibunda que corría medio metro debajo de mí. Comprendí que debía trepar un par de metros por las ramas por donde acababa de bajar con tanto esfuerzo y dolor. El agua podía subir. Era irónico haberme tomado tanto trabajo para que me arrastrara con más facilidad. Tres o cuatro metros más arriba estaría mejor. Empezaría en un minuto. Primero recobraría el aliento y dejaría que amainaran las olas de dolor. Dos minutos a lo sumo.

Desperté bajo un sol que parecía melaza. Estaba despatarrado sobre unas ramas flojas, a pocos centímetros de la arremolinada superficie gris del caudal de agua que se movía entre los troncos en espiral. Reinaba una penumbra crepuscular. Aparentemente me había pasado el día durmiendo y pronto iniciaría otra noche interminable. Aún llovía, pero era apenas una llovizna. La temperatura era tropical, aunque mi fiebre lo hacía difícil de juzgar, y la humedad era casi absoluta.

Me dolía por todas partes. Era difícil separar el obtuso dolor de la pierna quebrada del dolor en mi cabeza, mi espalda y mis entrañas. Me parecía tener una bola de mercurio dentro del cráneo, pues se movía pesadamente cuando ladeaba la cabeza. El vértigo me provocó nuevas náuseas, pero no me quedaba nada que lanzar. Me colgué de la maraña de ramas y pensé en las glorias de la aventura.

La próxima vez que tengas un encargo, pequeña, manda a A. Bettik.

La luz no se disipó, pero tampoco se intensificó. Cambié de posición y estudié el agua: gris, arremolinada, llevaba restos de frondas y vegetación muerta. Miré arriba, pero no vi rastros del kayak ni de la paravela. La fibra de vidrio y la tela habían caído durante la larga noche y la corriente las había arrastrado.

Parecía una inundación, como la crecida de primavera en los marjales, encima de la bahía Toschahi de Hyperion, donde el sedimento se acumulaba durante otro año entero, pero yo sabía que esta selva sumergida, estos incesantes pantanos, podían ser permanentes en ese lugar. Fuera cual fuese ese lugar.

Estudié el agua. Era opaca, turbia como leche gris, y podía tener unos centímetros o muchos metros de profundidad. Los troncos sumergidos no daban ninguna pista. La corriente era rápida, pero no tanto como para arrastrarme si me aferraba bien de las ramas que colgaban sobre la espumosa superficie. Con suerte, si no había un equivalente local de los lodoquistes o los mosquitos drácula de los marjales de Hyperion, podría caminar hacia… algo.

Para caminar se necesitan dos piernas, amigo Raul. Tú tendrás que ir brincando por el lodo.

De acuerdo, brincando por el lodo. Cogí una rama con ambas manos y hundí la pierna izquierda en la corriente mientras apoyaba la pierna herida en la rama ancha donde estaba acostado. Esto provoco nuevos dolores, pero insistí, bajando el pie en el agua grumosa, luego el tobillo y la pantorrilla, luego la rodilla, luego moviéndome para verificar si podía sostenerme, forzando brazos y bíceps, deslizando la pierna herida de la rama con un dolor desgarrador.

El agua tenía menos de un metro y medio de profundidad. Podía apoyarme en la pierna buena mientras el agua gorgoteaba alrededor de mi cintura y me salpicaba el pecho. Era tibia y parecía calmar el dolor de mi pierna rota.

Ah, esos bonitos y jugosos microbios de este tibio caldo, muchos de ellos mutados desde los días de la nave semillera. Se están relamiendo, amigo Raul.

—Cállate —murmuré, mirando alrededor. Tenía el ojo izquierdo hinchado y cubierto por una costra, pero podía ver. Me dolía la cabeza.

Incesantes troncos de árboles elevándose desde las aguas grises, frondas y ramas mojadas cuyo verdor grisáceo era tan oscuro que parecía negro. Había un poco más de luz a mi izquierda. Y el lodo parecía más firme en esa dirección.

Empecé a avanzar hacia ese lado, moviendo el pie izquierdo hacia delante mientras me colgaba del ramaje con las manos, a veces agachándome bajo las frondas, a veces moviéndome de costado como un torero en cámara lenta para eludir ramas flotantes u otros desechos. El avance hacia la luz me llevó horas, pero no tenía nada mejor que hacer.

La selva sumergida terminaba en un río. Me aferré de la última rama, palpé la corriente tratando de mover la pierna buena y miré la gran extensión de aguas grises. No podía ver el otro margen, pero no porque el agua fuera ilimitada. Por la corriente y los remolinos que se movían de derecha a izquierda comprobé que era un río y no un lago o un mar, pero la niebla o las nubes bajas llegaban casi a la superficie, tapando todo lo que estuviera a más de cien metros. Aguas grises, árboles grises, nubes grises. Todo perdía color. Se acercaba la noche.

Había llegado hasta donde podía con esa pierna. La fiebre se agudizaba. A pesar del calor selvático, me castañeteaban los dientes y me temblaban las manos. En algún momento de mi torpe avance había agravado la fractura al extremo de que ansiaba gritar. No, admito que había gritado. Suavemente al principio, pero al prolongarse las horas y ahondarse el dolor y empeorar la situación, me puse a ladrar letras de viejas marchas de la Guardia Interna, y luego canciones obscenas que había aprendido cuando era barquero en el río Kans. Luego sólo grité.

Al cuerno con la balsa.

Me estaba acostumbrando a esa voz incisiva en mi cabeza. La voz y yo habíamos hecho las paces cuando comprendí que no me exhortaba a acostarme y morir, sino que sólo criticaba la ineptitud de mis intentos de supervivencia.

Allá va tu balsa, amigo Raul.

El río arrastraba un árbol entero, haciendo rodar el tronco nudoso. Yo tenía agua hasta el hombro, y estaba a diez metros de la corriente.

—Sí —dije en voz alta. Mis dedos resbalaron sobre la corteza lisa de la rama de la cual me aferraba. Cambié de posición y me elevé un poco. Algo rechinó en mi pierna y esta vez estuve seguro de que puntos negros me oscurecían la visión—. Sí —repetí. ¿Cuáles son las probabilidades de que conserve la conciencia, o de que dure la luz, o de que permanezca con vida el tiempo suficiente para coger uno de esos árboles viajeros? Era imposible nadar hasta uno. Mi pierna derecha no servía y mis otras tres extremidades temblaban espasmódicamente. Apenas tenía fuerzas suficientes para seguir aferrado de esa rama—. Maldición.

«Perdón, M. Endymion. ¿Me hablabas?».

La voz me sobresaltó. Sin soltar la rama, bajé la muñeca izquierda y la estudié en la luz evanescente. El comlog tenía un leve fulgor que no estaba allí la última vez que había mirado.

—Bien, que me cuelguen. Pensé que estabas roto.

«Este instrumento está dañado, señor. La memoria fue borrada. Los circuitos neuronales están muertos. Sólo funcionan los chips de comunicaciones con potencia de emergencia».

Fruncí el ceño.

—No entiendo. Si han borrado tu memoria y tus circuitos neuronales están…

El río tironeó de mi pierna rota, instándome a soltar la rama. Por un momento no pude hablar.

—Nave —dije al fin.

«Sí, M. Endymion».

—Estás aquí.

«Desde luego, M. Endymion. Cumpliendo tus órdenes y las de M. Aenea. Me alegra decir que todas las reparaciones necesarias están…».

—Muéstrate —ordené. Era casi de noche. Zarcillos de niebla fluctuaban sobre el río negro.

La nave estelar se elevó horizontalmente, chorreando agua como una roca, la proa a sólo veinte metros en la corriente central, un leviatán negro escupiendo agua en ruidosos borbotones. Las luces de navegación parpadeaban en la proa y en la aleta de tiburón de la popa.

Me eché a reír. O rompí a llorar. O tal vez sólo gemí.

«¿Deseas nadar hacia mí? ¿O voy a buscarte?».

Mis dedos resbalaban.

—Ven a buscarme —dije, y cogí la rama con ambas manos.

Había un autodoc en el cubículo de fuga criogénica donde dormía Aenea cuando nos fuimos de Hyperion. El autodoc era antiguo —toda la nave era antigua— pero estaba bien provisto y, como la parlanchina nave había dicho cuatro años antes, los éxters lo habían arreglado en tiempos del cónsul. Funcionaba.

Me tendí en el calor ultravioleta mientras blandos apéndices me sondeaban la piel, curaban mis magulladuras, suturaban mis heridas, administraban calmantes por vía intravenosa y completaban el diagnóstico.

«Es una fractura compleja, M. Endymion —dijo la nave—. ¿Deseas ver los rayos X y el ultrasonido?».

—No, gracias. ¿Qué se debe hacer?

«Ya hemos comenzado. En este momento se está reparando el hueso. El emplasto y el injerto ultrasónico comenzarán mientras duermes. Dada la reparación de nervios dañados y tejido muscular, el cirujano recomienda por lo menos diez horas de sueño mientras inicia el procedimiento».

—Está bien.

«La mayor preocupación es la fiebre, M. Endymion».

—Es resultado de la fractura, ¿verdad?

—Negativo. Parece que hay una infección renal bastante virulenta. Sin tratamiento, te habría matado antes que los efectos secundarios de la rotura del fémur.

—Qué idea tan alegre.

«¿En qué sentido?».

—Olvídalo. ¿Dices que estás totalmente reparada?

«Totalmente, M. Endymion. Mejor que antes del accidente, si se me permite alardear un poco. Dada la pérdida de ciertos materiales, temía tener que sintetizar plantillas de carbono-carbono a partir de los impuros sustratos rocosos de este río, pero pronto descubrí que reciclando algunos componentes prescindibles de los amortiguadores de compresión, vueltos superfluos por las modificaciones éxters, podía lograr un incremento del treinta y dos por ciento en eficiencia de autorreparación si…».

—No importa, nave —dije. La ausencia de dolor casi me causaba vértigo—. ¿Cuánto tardaste en terminar las reparaciones?

«Cinco meses estándar. Ocho meses y medio locales. Este mundo tiene un extraño ciclo lunar con dos lunas muy irregulares que a mi entender son asteroides capturados por…».

—Cinco meses —dije—. ¿Y has estado esperando otros tres años y medio?

«Sí —dijo la nave—. Siguiendo las instrucciones. Espero que A. Bettik y M. Aenea se encuentren bien».

—Yo también, nave. Pero pronto lo averiguaremos. ¿Estás lista para abandonar este lugar?

«Todos los sistemas están operativos, M. Endymion. Esperando tu orden».

—Pues aquí tienes la orden. En marcha.

La nave presentó un holo que mostraba nuestro ascenso sobre el río. Ahora era de noche, pero las lentes de visión nocturna mostraban el río hinchado y el arco teleyector a pocos cientos de metros corriente arriba. Yo no lo había visto en la niebla. Nos elevamos sobre el río, sobre las sinuosas nubes.

—El río ha subido desde la última vez que estuve aquí —dije.

«Sí —dijo la nave. Vi la curva del planeta, el sol elevándose sobre nubes algodonosas—. Se inunda durante un período de tres meses estándar por cada ciclo orbital local, lo cual equivale aproximadamente a once meses estándar».

—¿Conque ahora sabes qué mundo es? No estabas segura cuando te abandonamos.

«Estoy muy segura de que este planeta no figuraba entre los dos mil ochocientos sesenta y siete mundos del índice del catálogo general. Mis observaciones astronómicas muestran que no está en el espacio de Pax ni en la ex Red de Mundos ni en el Confín».

—Ni en la ex Red de Mundos ni en el Confín —repetí—. ¿Dónde está entonces?

«A unos doscientos ochenta años-luz del sistema del Confín conocido como NNGC 4645 Delta, hacia el noroeste galáctico».

Un poco mareado por el calmante, dije:

—Un mundo nuevo. Más allá del Confín. ¿Entonces por qué tenía teleyectores? ¿Por qué formaba parte del río Tetis?

«Lo ignoro, M. Endymion. Pero debo mencionar que hay una multitud de interesantes formas de vida que observé con los remotos mientras descansaba en el lecho del río. Además de la criatura con forma de manta que M. Aenea, A. Bettik y tú observasteis río abajo, hay más de trescientas especies observadas de aves y por lo menos dos especies de humanoides».

—¿Humanoides? Querrás decir humanos.

«Negativo —dijo la nave—. Humanoides. Definitivamente no son humanos de Vieja Tierra. Hay una variedad muy pequeña, con poco más de un metro de altura, con simetría bilateral pero con estructura esquelética variante y tez rojiza».

Recordé el monolito de roca roja que Aenea y yo habíamos visto desde la alfombra voladora durante nuestra breve estancia. Pasos diminutos tallados en la piedra lisa. Sacudí la cabeza para despejarme.

—Interesante, nave. Pero fijemos nuestro destino. —La curva del planeta se había vuelto pronunciada y las estrellas relucían sin parpadear. La nave continuó su ascenso. Pasamos frente a una luna con forma de patata y nos alejamos de la órbita. El mundo sin nombre se convirtió en una cegadora esfera de nubes iluminadas por el sol.

—¿Conoces el mundo llamado T'ien Shan, o «Montañas del Cielo»?

«T'ien Shan —repitió la nave—. Sí. Según mi memoria, nunca estuve allí, pero tengo las coordenadas. Un pequeño mundo del Confín, colonizado por refugiados de la Tercera Guerra Civil China, a finales de la Hégira».

—¿No tendrás problemas en llegar allá?

«No creo. Un simple salto hawking. Aunque recomiendo que uses el autocirujano como cubículo de fuga criogénica durante el salto».

Sacudí la cabeza de nuevo.

—Permaneceré despierto, nave. Al menos después que el autodoc me cure la pierna.

«Yo no lo recomendaría, M. Endymion».

—¿Por qué? Aenea y yo permanecimos despiertos durante los otros saltos.

«Sí, pero eran viajes relativamente cortos dentro de la ex Red de Mundos. Lo que llamáis espacio de Pax. Esto será un poco más largo».

—¿Cuán largo? —dije. Mi cuerpo desnudo sintió un repentino escalofrío. Nuestro salto más largo, hasta el sistema de Vector Renacimiento, había requerido diez días de tiempo de a bordo y cinco meses de deuda temporal para la flota de Pax que nos aguardaba—. ¿Cuán largo?

«Tres meses, dieciocho días, seis horas y algunos minutos estándar», dijo la nave.

—No es una deuda temporal tan grande —le dije. Había visto a Aenea cuando ella acababa de cumplir dieciséis años. Ganaría unos meses sobre mí. Tal vez tuviera el cabello más largo—. Tuvimos una deuda temporal más grande saltando al sistema de Renacimiento.

«Ésa no es la deuda temporal, M. Endymion. Es el tiempo de a bordo».

Sentí un nuevo escalofrío. Me costaba mover la lengua.

—Tres meses de tiempo de a bordo… ¿Cuánta deuda temporal?

«¿Para alguien que espere en T'ien Shan? —preguntó la nave. El mundo selvático se tornaba borroso a medida que ascendíamos al punto de traslación—. Cinco años, dos meses y un día. Como sabrás, el algoritmo de deuda temporal no es una función lineal de la duración C-plus, pero incluye factores tales como…».

—Cielos —dije, llevándome la muñeca a la pegajosa frente—. Maldición.

«¿Dolorido, M. Endymion? El dolorómetro sugiere que no, pero tu pulso se ha vuelto errático. Podemos elevar el nivel de calmante… Incluye factores tales como…».

—¡No! No, está bien. Yo sólo… Cinco años… Maldición.

¿Aenea lo sabía? ¿Sabía que nuestra separación abarcaría años de su vida? Tal vez debí llevar la nave por el teleyector de río abajo. No, Aenea había dicho que buscara la nave y la llevara a T'ien Shan. La última vez el teleyector nos había llevado a Mare Infinitus. Quién sabe adonde me habría llevado ahora.

—Cinco años —murmuré—. Demonios. Ella será… maldición, nave, ella tendrá veintiún años. Una mujer crecida. Me habré perdido… no veré… ella no recordará…

«¿Estás seguro de no sentir dolor, M. Endymion? Tus signos vitales son turbulentos».

—Ignóralo, nave.

«¿Preparo el autocirujano para la fuga criogénica?».

—Pronto, nave. Dile que me duerma mientras sana mi pierna esta noche y trata la fiebre. Quiero por lo menos diez horas de sueño. ¿Cuánto falta para el punto de traslación?

«Sólo diecisiete horas. Está muy dentro de este sistema».

—Bien. Despiértame dentro de diez horas. Prepara un buen desayuno. Lo que solía comer cuando celebrábamos el «domingo» en nuestro viaje.

«Muy bien. ¿Algo más?».

—Sí, ¿tienes alguna holo grabación de Aenea en nuestro último viaje?

«He almacenado varias horas de grabación, M. Endymion. La vez en que nadaste en la burbuja de gravedad cero en el balcón externo. La discusión sobre religión y racionalidad. Las lecciones de vuelo en el pozo central, cuando…».

—Bien —dije—. Pídelas. Las veré durante el desayuno.

«Prepararé el autoricujano para tres meses de sueño criogénico después del interludio de siete horas de mañana».

—De acuerdo —suspiré.

«El cirujano desea empezar la reparación de las lesiones nerviosas y la inyección de antibióticos, M. Endymion. ¿Deseas dormir?».

—Sí.

«¿Con o sin sueños? La medicación puede adaptarse para ambos estados neurológicos».

—Sin sueños. No quiero sueños ahora. Después habrá tiempo de sobra para eso.

«De acuerdo, M. Endymion. Que duermas bien».