13

Kenzo Isozaki no se sorprendió cuando la Guardia Suiza fue a buscarlo.

Un coronel del Corps Helvética y ocho soldados con uniforme de gala naranja y azul, portando lanzas energéticas y varas de muerte, llegaron al Torus Mercantilus sin hacerse anunciar, exigieron ver al ejecutivo Isozaki en su oficina y le entregaron un disco encriptado, ordenándole que se vistiera formalmente para comparecer ante Su Santidad, el papa Urbano XVI. De inmediato.

El coronel permaneció a la vista de Isozaki mientras el ejecutivo entraba en su apartamento, se daba una ducha rápida y se ponía su ropa más formal: camisa blanca, chaleco gris, corbatín rojo, semitraje cruzado negro con botones dorados en el costado y capa de terciopelo negro.

—¿Puedo llamar a mis colegas para darles instrucciones, por si no llego a las reuniones planeadas para hoy? —preguntó el ejecutivo cuando bajaron a la sala de recepción, donde los soldados formaban una especie de corredor oro y azul entre las estaciones de trabajo.

—No —dijo el oficial.

Había un explorador de Pax en el sitio donde solían aparcar la nave personal de Isozaki. La tripulación saludó lacónicamente al ejecutivo de Mercantilus y le ordenó que se sujetara en su diván de aceleración. Iniciaron el viaje y pronto fueron escoltados por dos naves-antorcha, visibles en la holopantalla táctica.

Me están tratando como un prisionero, no como un invitado de honor, pensó Isozaki. Su rostro no revelaba nada, pero sintió una oleada de algo parecido al alivio después de la pulsación de miedo y espanto. Había esperado esto desde su reunión ilegal con el consejero Albedo y casi no había dormido desde esa traumática y dolorosa cita. Isozaki sabía que no había motivos para que Albedo no revelara que Mercantilus había intentado comunicarse con el TecnoNúcleo, pero esperaba que creyeran que el intento era únicamente suyo. Isozaki agradeció en silencio que su amiga y asociada Anna Pelli Cognani estuviera fuera del sistema de Pacem, visitando una importante feria de negocios en Vector Renacimiento.

Desde su diván, entre el coronel y uno de los guardias suizos, Isozaki podía ver el holotáctico del piloto. La esfera de luz y colores móviles, con sus sólidas barras de código, era altamente técnica, pero Isozaki había sido piloto antes que estos muchachos nacieran. Notó que no se dirigían al mundo de Pacem sino a un destino próximo al punto troyano, en medio del enjambre de bases asteroidales de la flota de Pax y los fuertes defensivos.

Una prisión orbital del Santo Oficio, pensó. Peor que el Castel Sant'Angelo, donde se decía que las máquinas de dolor virtual funcionaban a toda hora del día y de la noche. En las mazmorras orbitales nadie oiría sus gritos. Estaba seguro de que la orden de asistir a una audiencia papal era mera ironía, un modo de sacarlo de Pax Mercantilus sin protestas. Isozaki habría apostado cualquier cosa a que en pocos días, tal vez horas, sus prendas formales serían harapos sudados y ensangrentados.

Se equivocaba. El explorador desaceleró por encima del plano de la eclíptica y le mostró su destino: Castel Gandolfo, la «residencia de verano» del papa.

La pantalla de su diván funcionaba y pidió una vista exterior mientras el explorador se alejaba de las naves-antorcha de escolta y caía hacia el macizo y bulboso asteroide. Con más de cuarenta kilómetros de largo y veinticinco de ancho, Castel Gandolfo era un mundo en sí mismo, con un cielo azul y una atmósfera rica en oxígeno sostenida por campos de contención clase veinte provistos de redundancias infinitas, con laderas y terrazas cultivadas, montañas esculpidas cubiertas de bosques y llenas de arroyos y animales pequeños. Isozaki vio la antigua aldea italiana y supo que esa visión apacible era engañosa: las bases de Pax de las inmediaciones podían destruir cualquier nave o flota en existencia, mientras que el interior del asteroide estaba lleno de guarniciones que albergaban más de diez mil guardias suizos y tropas de élite de Pax.

El explorador extendió alas y recorrió los últimos diez kilómetros usando silenciosas toberas de pulsación eléctrica. Guardias suizos en uniforme de combate se elevaron para escoltar la nave en los últimos cinco kilómetros. Una rica luz solar rebotaba en sus armaduras de flujo dinámico y en sus escudos faciales transparentes mientras rodeaban al explorador y se aproximaban al castillo con lentitud. Varios soldados apuntaron sondas a la nave, verificando con radar profundo e infrarrojo si todo concordaba con la documentación acerca de la cantidad e identidad de los pasajeros y tripulantes.

Una puerta se abrió en el costado de una torre de piedra del castillo y el explorador entró con las toberas apagadas; los guardias suizos arrastraban la nave con el fulgor azul de sus paks de remolque.

Se abrió la cámara de presión. Los ocho guardias suizos bajaron primero, formando dos filas mientras el coronel escoltaba a Kenzo Isozaki. El ejecutivo buscaba un ascensor o escalera, pero todo el embarcadero de la torre empezó a descender. Los motores y equipos guardaban silencio. Sólo las paredes de piedra mostraban que se movían hacia abajo, y luego hacia el costado, hacia las entrañas de Castel Gandolfo.

Se detuvieron. Una puerta se recortó en la pared de piedra. Las luces iluminaron un corredor de acero bruñido, con cápsulas de lente fibroplástica flotantes montando guardia cada diez metros. El coronel hizo un gesto e Isozaki encabezó la marcha. Al final del túnel los bañó una luz azul mientras otras sondas y sensores los examinaban. Sonó una campanilla y se abrió otra puerta. Pasaron a una sala de espera. Tres personas se pusieron de pie cuando entraron Isozaki y su escolta.

Maldición, pensó el ejecutivo de Pax. Allí estaba Anna Pelli Cognani, vestida con su mejor túnica, al igual que los ejecutivos Helvig Aron y Kennet Hay-Modhino, colegas de Isozaki en el consejo ejecutivo de la Liga Pancapitalista de Organizaciones Católicas Independientes de Comercio Transestelar.

Maldición, pensó de nuevo Kenzo Isozaki, saludando en impasible silencio a sus colegas. Nos harán a todos responsables de mis actos. Todos seremos excomulgados y ejecutados.

—Por aquí —dijo el coronel de la Guardia Suiza, abriendo una puerta tallada que conducía a una sala más oscura.

Isozaki olió velas, incienso, piedra sudorosa. Comprendió que los guardias suizos no los acompañarían. Aquello que los esperaba adentro estaba destinado a ellos solos.

—Gracias, coronel —dijo Isozaki con voz agradable. Con pasos firmes, encabezó la marcha en la aromática penumbra.

Era una capilla pequeña, alumbrada por las velas votivas rojas que chisporroteaban en un soporte de hierro forjado contra una pared de piedra y los dos vitrales que había detrás del sencillo altar. Seis velas más ardían en el altar desnudo, y las llamas de los braseros del otro lado arrojaban una luz más rojiza en la habitación larga y angosta. A la izquierda del altar había una silla alta de respaldo recto, con cojines de terciopelo. En el respaldo de la silla estaba grabado lo que a primera vista parecía un cruciforme pero en realidad era la triple cruz papal. El altar y la silla estaban sobre una tarima de piedra.

No había sillas ni bancos en el resto de la capilla, pero habían puesto cojines de terciopelo rojo en la piedra oscura, a ambos lados del pasillo por donde caminaban Isozaki, Cognani, Hay-Modhino y Aron. Había cuatro cojines libres, dos a cada lado del pasillo. Los ejecutivos de Mercantilus hundieron los dedos en la pila de piedra, se persignaron, hicieron una genuflexión y se arrodillaron sobre los cojines. Antes de bajar la cabeza en una plegaria, Kenzo Isozaki echó un vistazo alrededor.

Cerca de la tarima estaba arrodillado el secretario de Estado, el cardenal Simón Augustino Lourdusamy, una montaña rojinegra en la luz purpúrea, el cuello de clérigo oculto bajo la papada mientras inclinaba la cabeza en una plegaria, y detrás de él estaba arrodillado su enjuto asistente, monseñor Lucas Oddi. Al otro lado estaba arrodillado el cardenal John Domenico Mustafa, gran inquisidor del Santo Oficio, los ojos cerrados. Junto a él estaba el tristemente famoso agente y torturador, el padre Farrell.

Junto a Lourdusamy había tres oficiales de Pax de rodillas: el almirante Marusyn, con su cabello plateado brillante en la luz roja, su edecán la almirante Marget Wu, y alguien cuyo rostro Isozaki creyó recordar un instante, la almirante Aldikacti. Junto al gran inquisidor estaba arrodillada la cardenal Du Noyer, prefecta y presidente del Cor Unum. Du Noyer era una mujer setentona, saludable, con una mandíbula fuerte y cabello corto y gris. Sus ojos tenían el color del pedernal. Isozaki no reconoció al hombre maduro vestido de monseñor que estaba junto a la cardenal.

Las otras cuatro figuras arrodilladas eran los ejecutivos de Mercantilus, Aron y Hay-Modhino del lado del gran inquisidor, Isozaki y Pelli Cognani del lado del secretario de Estado. Isozaki contó un total de trece personas en la capilla. No era un número auspicioso.

Una puerta oculta en la pared de la derecha del altar se abrió en silencio y el papa entró con cuatro hombres. Las trece personas de la capilla se pusieron de pie e inclinaron la cabeza. Kenzo Isozaki tuvo tiempo de reconocer a dos de los hombres que acompañaban al papa como asistentes y al tercero como jefe de seguridad papal —funcionarios anónimos—, pero el cuarto, de gris, era el consejero Albedo. Sólo Albedo permaneció con el papa mientras Su Santidad entraba en la sala, dejando que los presentes le besaran el anillo y tocándoles la cabeza. Al fin Su Santidad, el papa Urbano XVI, se sentó en el trono de respaldo recto, con Albedo al lado. Los trece dignatarios arrodillados se pusieron de pie.

Isozaki bajó los ojos con expresión serena, pero el corazón le latía con fuerza. ¿Nos denunciará Albedo a todos? ¿Todos estos grupos han intentado comunicarse secretamente con el Núcleo? ¿Debemos enfrentarnos a Su Santidad y luego ser llevados de aquí, para que nos arranquen el cruciforme y nos ejecuten? A Isozaki le parecía probable.

—Hermanos y hermanas en Cristo —dijo Su Santidad—, nos complace que hayáis aceptado reuniros aquí en este día. Lo que debemos decir en este lugar íntimo y silencioso ha sido un secreto durante siglos y debe permanecer dentro de este círculo hasta que la Santa Sede otorgue autorización formal para difundirlo. Así os exhortamos y ordenamos, so pena de excomunión y la pérdida de vuestra alma a la luz de Cristo.

Los trece hombres y mujeres murmuraron plegarias y frases de asentimiento.

—En los últimos años —continuó Su Santidad— han ocurrido acontecimientos tan extraños como terribles. Los hemos presenciado desde lejos, y previmos algunos con la ayuda de Nuestro Señor Jesucristo, y hemos rogado que muchos otros no sucedieran, para ahorrar a nuestro pueblo, nuestra Pax y nuestra Iglesia una prueba de voluntad, fe y fortaleza. Pero los acontecimientos ocurren como lo desea el Señor. Ni siquiera Su más fiel servidor puede entender todos los hechos y portentos, sólo confiar en Su misericordia cuando esos hechos parecen más amenazadores y desconcertantes.

Los trece dignatarios mantuvieron la cabeza gacha.

—En vez de narrar estos sucesos desde nuestra perspectiva —murmuró Su Santidad— pediremos a algunos de sus protagonistas que los describan exhaustivamente. Después procuraremos explicar las relaciones entre hechos aparentemente tan diversos. ¿Almirante Marusyn?

El canoso almirante se volvió para enfrentar a los demás y a Su Santidad. Se despejó la garganta.

—Los informes llegados desde un mundo llamado Vitus-Gray-Balianus B sugieren que estuvimos a punto de capturar al hombre llamado Raul Endymion, nacido en Hyperion, quien se nos escapó, junto con nuestro principal objetivo, la niña llamada Aenea, hace casi cinco años estándar. Elementos de una fuerza especial de la Guardia Noble… —El almirante miró al papa, quien asintió aprobatoriamente con un movimiento de cabeza—. Elementos de esta fuerza especial inculcaron al comandante de Vitus-Gray-Balianus B la posible presencia de esta persona. Aunque escapó antes de que pudiéramos inspeccionar toda la zona, las pruebas de ADN y micrones confirman que era el mismo Raul Endymion que estuvo brevemente encarcelado en el de Mare Infinitus hace más de cuatro años.

El cardenal Lourdusamy se aclaró la garganta.

—Sería útil, almirante, saber cómo el sospechoso, Raul Endymion, escapó de Vitus-Gray-Balianus B.

El impasible Kenzo Isozaki registró el hecho de que Lourdusamy hablaba en nombre de Su Santidad en esta conferencia.

—Gracias, excelencia —dijo el almirante Marusyn—. Sí, parece que este Endymion apareció en el planeta, y huyó de él, por medio de un antiguo teleyector.

Nadie habló, pero Isozaki captó el murmullo psíquico de interés y desconcierto. En los últimos cuatro años habían corrido rumores de que las fuerzas de Pax perseguían a un hereje que había logrado activar los teleyectores durmientes.

—¿Y este teleyector estaba activo cuando sus hombres lo inspeccionaron? —preguntó Lourdusamy.

—Negativo, excelencia —dijo el almirante Marusyn—. No había indicios de actividad en ninguno de ambos teleyectores, ni en el de río arriba, que debió dar al fugitivo acceso a Vitus-Gray-Balianus B, ni en el que está río abajo.

—¿Pero está seguro de que Endymion no llegó al planeta por medios más convencionales? ¿E igualmente seguro de que ahora no se oculta allí?

—Sí, excelencia. Este mundo de Pax tiene excelente control de tráfico y defensas orbitales. Toda nave espacial que se aproximara a Vitus-Gray-Balianus B sería detectada a horas-luz del planeta. Y hemos registrado ese mundo intensamente, administrando droga de la verdad a decenas de miles de habitantes. El hombre llamado Endymion no se encuentra allí. Los testigos describieron, sin embargo, un destello en el teleyector de río abajo, el cual estalló en el preciso instante en que nuestros sensores hemisféricos detectaban una pulsación de energía similar a la de un campo de desplazamiento teleyector, de acuerdo con viejos registros.

Su Santidad le hizo una seña al cardenal Lourdusamy.

—Y creo que hay otra noticia perturbadora, almirante Marusyn —dijo Lourdusamy.

El almirante asintió con expresión austera.

—En efecto, excelencia, Su Santidad. Esto implica el primer motín en la historia de la flota de Pax.

Isozaki notó nuevamente esa sensación de desconcierto. No reveló ninguna emoción ni reacción, pero por el rabillo del ojo vio que Anna Pelli Cognani lo miraba de reojo.

—Pediré a la almirante Aldikacti que nos informe sobre este asunto —dijo Marusyn. Retrocedió y se cruzó de brazos.

Aldikacti era una de esas mujeres lusianas corpulentas que tenían aire de andrógino. Era sólida y maciza como un ladrillo.

Aldikacti no perdió tiempo en aclararse la garganta. Presentó sin preámbulos un informe relacionado con el grupo de ataque GEDEÓN, su misión de atacar baluartes éxters en siete sistemas del Confín, el victorioso resultado de esa misión en los siete sistemas y la sorpresa sufrida en el último, denominado Lucifer.

—El comportamiento del grupo de ataque superaba las expectativas y los resultados de las simulaciones —declaró la almirante Aldikacti—. En consecuencia, mientras completábamos las operaciones en el sistema Lucifer, autoricé que una nave Gedeón sin tripulantes llevara un mensaje a Pacem, para Su Santidad y el almirante Marusyn, solicitando permiso para reabastecernos en Tau Ceti y extender la misión del grupo GEDEÓN, atacando nuevos sistemas éxters antes de que la noticia de nuestro ataque se difundiera por el Confín. Recibí autorización para ello y procedí a llevar el grueso de mis fuerzas a Tau Ceti para reaprovisionarnos y encontrarnos con cinco naves arcángeles adicionales que entraron en acción cuando nuestra fuerza abandonó el espacio de Pax.

—¿Se llevó usted el grueso del grupo? —preguntó el cardenal Lourdusamy.

—Sí, excelencia. —No había el menor temblor de disculpa en la voz de Aldikacti—. Cinco naves-antorcha éxters habían escapado a nuestra detección y se dirigían a un punto de traslación Hawking que supuestamente las habría llevado a otro sistema éxter, donde habrían anunciado la presencia de nuestra fuerza mortífera. En vez de distraer a todo el grupo GEDEÓN, que se aproximaba a su punto de traslación a Tau Ceti, autoricé a las naves Gabriel y Rafael a permanecer en el sistema de Lucifer el tiempo necesario para interceptar y destruir las naves-antorcha éxters.

Lourdusamy plegó sus manos rechonchas sobre su túnica. Su voz era un arrullo.

—¿Y luego trasladó su nave insignia, la Uriel, y otros cuatro arcángeles al sistema Tau Ceti?

—Sí, excelencia.

—¿Dejando el Gabriel y el Rafael en Lucifer?

—Sí, excelencia.

—¿Y sabía usted que el Rafael estaba al mando del padre capitán De Soya, el mismo capitán a quien habían juzgado unos años antes por haber fracasado en la misión de encontrar y detener a la niña Aenea?

—Sí, excelencia.

—¿Y sabía usted, almirante, que la flota de Pax y la Santa Sede estaban preocupados por la estabilidad del padre capitán De Soya, que el Santo Oficio había designado un agente a bordo del Rafael para, observar la conducta del padre capitán De Soya?

—Un espía —dijo la almirante Aldikacti—. El capitán de fragata Liebler. Sí, excelencia. Sabía que a bordo de mi nave insignia había agentes del Santo Oficio que recibían mensajes codificados del capitán de fragata Liebler, que estaba a bordo del Rafael.

—¿Y estos agentes le revelaron datos procedentes de esos mensajes, almirante Aldikacti?

—Negativo, excelencia. No se me explicó por qué el Santo Oficio estaba preocupado por la lealtad o cordura del padre capitán De Soya.

El cardenal Mustafa se aclaró la garganta y levantó un dedo.

Lourdusamy, que había estado a cargo de lo que Isozaki y los demás habían reconocido como un interrogatorio, miró de soslayo al papa.

Su Santidad asintió con un gesto.

—Creo necesario señalar a Su Santidad y los demás dignatarios presentes que la observación del padre capitán De Soya se dirigía desde la Oficina de la Santa Sede, con autorización verbal del secretario de Estado y el mando de la flota, específicamente del almirante Marusyn.

Hubo un breve silencio.

—¿Y puede usted decirnos, cardenal Mustafa —dijo al fin Lourdusamy—, cuál era la fuente de esta común preocupación?

Mustafa se relamió los labios.

—Sí, excelencia. Nuestros informes de inteligencia indicaban que se podía haber producido cierta contaminación mientras el padre capitán De Soya perseguía a la persona llamada Aenea.

—¿Contaminación?

—Sí, excelencia. Entendíamos que la niña llamada Aenea tenía el poder para afectar la constitución física y psicológica de aquellos ciudadanos de Pax con quienes entraba en contacto. Nuestra preocupación, en este caso, se relacionaba con la lealtad y obediencia de un comandante de la flota de Pax.

—¿Y cómo se realizó esa evaluación, cardenal Mustafa? —continuó Lourdusamy.

El gran inquisidor hizo una pausa.

—Se utilizaron diversas fuentes y métodos de inteligencia, excelencia.

—Eso incluye la detención e interrogatorio de un camarada del padre capitán De Soya después de la frustrada misión, ¿verdad, cardenal Mustafa? ¿El cabo Kee, si mal no recuerdo?

Mustafa parpadeó.

—Correcto, excelencia. —El gran inquisidor se volvió levemente, como para incluir a los demás—. Esta detención era inusitada, pero necesaria en una situación que parece afectar la seguridad de la Iglesia y de Pax.

—Desde luego, excelencia —murmuró el cardenal Lourdusamy—. Almirante Aldikacti, puede continuar con su informe.

—Unas horas después que mis cinco arcángeles saltaran al sistema Tau Ceti —dijo Aldikacti—, y antes de que hubiéramos concluido nuestro ciclo de resurrección de dos días, un correo Gedeón se trasladó al espacio de Tau Ceti, lanzado por la madre capitana Stone…

—Capitana del Gabriel —dijo Lourdusamy.

—Afirmativo, excelencia. El mensaje de la nave, encriptado para que lo leyera únicamente yo, decía que las naves-antorcha éxters estaban destruidas, pero que el Rafael se había rebelado, aceleraba hacia un punto de traslación no autorizado y no respondía a la orden de detenerse.

—En otras palabras —ronroneó Lourdusamy—, una nave de Pax había sufrido un motín.

—Eso parecía, excelencia. Aunque, en este caso, el motín parecía encabezado por el capitán de la nave.

—El padre capitán De Soya.

—Sí, excelencia.

—¿Y hubo intentos de comunicarse con el agente del Santo Oficio que estaba a bordo del Rafael?

—Sí, excelencia. El padre capitán De Soya alegó que Liebler estaba cumpliendo con sus deberes. A la madre capitana Stone le pareció improbable.

—¿Y cuando se cuestionó el cambio de punto de traslación? —preguntó Lourdusamy.

—El padre capitán De Soya respondió que yo había enviado nuevas órdenes para el Rafael antes del traslado de nuestro grupo.

—¿La madre capitana Stone aceptó esta explicación?

—Negativo, excelencia. La madre capitana cerró la distancia entre los dos arcángeles y se enfrentó al Rafael.

—¿Cuál fue el resultado de ese enfrentamiento, almirante?

Aldikacti titubeó sólo un instante.

—Excelencia, Su Santidad, la madre capitana Stone había utilizado un código clasificado para su mensaje, así que pasó un día completo en Tau Ceti, el tiempo que se requería para mi resurrección de emergencia, hasta que yo leí el mensaje y autoricé un retorno inmediato a Lucifer.

—¿Cuántas naves llevó consigo, almirante?

—Tres, excelencia. Mi nave insignia, el Uriel, con una nueva tripulación, y dos de los arcángeles que se habían reunido con nosotros en el sistema Tau Ceti, el Mikal y el Izrail. Entendía que el riesgo de acelerar la resurrección de las tripulaciones de GEDEÓN era demasiado grande.

—Aunque usted aceptó personalmente ese riesgo, almirante —dijo Lourdusamy.

Aldikacti no dijo nada.

—¿Qué sucedió entonces, almirante?

—Saltamos de inmediato al sistema Lucifer, excelencia. Allí nos sometimos a una resurrección automática de doce horas. Muchas resurrecciones fallaron. Combinando el personal resucitado de las tres naves, pude dotar de tripulantes al Uriel. Dejé las otras dos naves estelares en trayectorias pasivas pero con defensa automática, mientras buscaba el Gabriel y el Rafael. No encontré a ninguno de los dos. Pero pronto descubrimos un radiofaro al otro lado del sol amarillo de Lucifer.

—Y el radiofaro era de… —urgió Lourdusamy.

—La madre capitana Stone. El radiofaro contenía la versión del grabador de combate del Gabriel. Mostraba la batalla que se había librado menos de dos días antes. Stone había intentado destruir el Rafael con armas de plasma y fusión. Esos intentos fracasaron. El Gabriel se enfrentó a la nave del padre capitán De Soya con el rayo de muerte.

Hubo silencio en la capilla. Isozaki notó que la luz de las fluctuantes velas votivas pintaba de rojo el dolorido rostro de Su Santidad, el papa Urbano XVI.

—¿El resultado de ese combate? —preguntó Lourdusamy.

—Ambas tripulaciones perecieron —dijo Aldikacti—. Según los instrumentos del Gabriel, el Rafael completó la traslación automática. La madre capitana Stone había ordenado a sus tripulantes que ocuparan sus puestos de combate en nichos de resurrección. Había programado los ordenadores del Gabriel para resucitarla a ella y varios miembros esenciales de la dotación en un ciclo de emergencia de ocho horas. Sólo ella y uno de sus oficiales sobrevivieron a la resurrección. La madre capitana Stone lanzó el radiofaro y aceleró hacia el punto de traslación del Rafael. Estaba dispuesta a buscar y destruir la nave, preferiblemente antes que De Soya y su tripulación completaran la resurrección, si estaban en sus nichos en el momento del ataque.

—¿La madre capitana Stone sabía a qué sistema conducía ese punto de traslación, almirante?

—Negativo, excelencia. Había demasiadas variables en juego.

—¿Y cuál fue su respuesta a los datos del radiofaro, almirante?

—Esperé doce horas, hasta que otros tripulantes del Mikal y el Izrail completaran la resurrección, excelencia. Luego trasladé las tres naves por el punto de salto indicado por el Rafael y el Gabriel. Deje un segundo radiofaro para los arcángeles que pronto me seguirían desde Tau Ceti.

—¿No le pareció necesario esperar esas naves?

—No, excelencia. Me pareció oportuno efectuar el traslado en cuanto mis naves estuvieran preparadas para el combate.

—Pero le pareció oportuno esperar a la tripulación de las dos naves, almirante. ¿Por qué no inició la persecución de inmediato, con sólo el Uriel?

Aldikacti no titubeó.

—Era una decisión de combate, excelencia. Era muy probable que el padre capitán De Soya hubiera llevado el Rafael a un sistema éxter, posiblemente mucho mejor armado que los que había encontrado el grupo GEDEÓN. También me parecía probable que la nave de la madre capitana Stone, el Gabriel, hubiera sido destruida por el Rafael o naves éxters dentro de ese sistema desconocido. Entendí que tres naves de línea eran la fuerza mínima que podía utilizar en esta situación desconocida.

—¿Y era un sistema éxter, almirante?

—Negativo, excelencia. Al menos, no se descubrieron rastros de los éxters en las dos semanas de investigación que sucedieron al incidente.

—¿Adonde la llevó el punto de traslación, almirante?

—A la capa externa de una gigante roja —dijo la almirante Aldikacti—. Nuestros campos de contención estaban activados, por supuesto, pero faltó poco para que nos destruyera.

—¿Sus tres naves salieron ilesas, almirante?

—Negativo, excelencia. El Uriel y el Izrail sobrevivieron a la salida de la estrella y a los procedimientos de enfriamiento de campo de contención. El Mikal se perdió con todos sus ocupantes.

—¿Y encontró el Gabriel y el Rafael, almirante?

—Sólo el Gabriel, excelencia. Lo descubrimos flotando a dos UA de la gigante roja. Todos los sistemas estaban inutilizados. Se había deteriorado el campo de contención y el interior de la nave se había derretido.

—¿Logró encontrar y resucitar a la madre capitana Stone y el resto de la tripulación, almirante?

—Lamentablemente no, excelencia. No había material orgánico suficiente para efectuar la resurrección.

—¿El derretimiento se debía a la emergencia en la gigante roja o a un ataque del Rafael o fuerzas éxters, almirante?

—Nuestros expertos en materiales están evaluando la situación, excelencia, pero el informe preliminar sugiere una sobrecarga debida a causas tanto naturales como de combate. Las armas usadas podían pertenecer al Rafael.

—¿Me está diciendo que el Gabriel libró una batalla automática cerca de ese sol rojo, almirante?

—Dentro de la estrella, excelencia. Parece que el Rafael viró, reingresó en la estrella y atacó al Gabriel en cuanto emergió del espacio Hawking.

—¿Y es posible que el Rafael también fuera destruido en este segundo enfrentamiento, que la nave se incinerase dentro de la estrella?

—Es posible, excelencia, pero no estamos trabajando con ese supuesto. Sospechamos que el padre capitán De Soya se trasladó fuera del sistema, hacia un destino desconocido del Confín.

Lourdusamy asintió, haciendo temblar su papada.

—Almirante Marusyn —dijo—, ¿puede darnos una evaluación de esta amenaza, en caso de que el Rafael haya sobrevivido?

El almirante avanzó un paso.

—Excelencia, debemos suponer que el padre capitán De Soya y los demás amotinados son hostiles a Pax y que el robo de una nave clase arcángel fue premeditado. También debemos suponer lo peor… que el robo de nuestro sistema de armamentos más secreto y letal se realizó en coordinación con los éxters. —El almirante hizo una pausa—. Excelencias, Su Santidad, con el motor Gedeón, cualquier punto de este brazo de la galaxia está a un instante de cualquier otro. El Rafael podría trasladarse a cualquier sistema de Pax, incluso Pacem, sin dejar estelas Hawking como las naves éxters. El Rafael podría atacar las rutas de transporte de Mercantilus, hostigar mundos y colonias indefensos y causar estragos antes de que una fuerza de Pax pudiera responder.

El papa alzó un dedo.

—Almirante Marusyn, ¿debemos entender que la valiosa tecnología Gedeón puede caer en manos de los éxters y ser imitada… y así impulsar muchas naves del enemigo?

El rojo rostro de Marusyn enrojeció aún más.

—Su Santidad, es improbable, sumamente improbable. Las etapas de manufacturación de un arcángel Gedeón son tan complejas, el coste es tan prohibitivo, el secreto de ciertos componentes está tan bien guardado…

—Pero es posible —interrumpió el papa.

—Sí, Su Santidad.

El papa alzó la mano como una espada cortando el aire.

—Creo que hemos oído todo lo que necesitábamos oír de nuestros amigos de la flota de Pax. Suficiente, almirante Marusyn, almirante Aldikacti, almirante Wu.

Los tres oficiales hicieron una genuflexión, inclinaron la cabeza, se levantaron y se alejaron de Su Santidad. La puerta se cerró con un susurro cuando salieron.

Ahora quedaban diez dignatarios, además de los silenciosos asistentes papales y el consejero Albedo.

El papa inclinó la cabeza hacia Lourdusamy.

—¿Medidas, Simón Augustino?

—El almirante Marusyn recibirá una amonestación y será transferido al personal general —murmuró Lourdusamy—. La almirante Wu ocupará su puesto como comandante en jefe provisional de la flota hasta que se encuentre un reemplazo adecuado. En cuanto a la almirante Aldikacti, se ha recomendado su excomunión y ejecución por pelotón de fusilamiento.

El papa asintió tristemente.

—Ahora oiremos al cardenal Mustafa, la cardenal Du Noyer, el ejecutivo Isozaki y el consejero Albedo, antes de terminar con este asunto.

—Así finalizó la investigación oficial del Santo Oficio relacionada con los sucesos de Marte —concluyó el cardenal Mustafa. Miró al cardenal Lourdusamy—. Fue entonces cuando el capitán Wolmak dijo que era imperativo que mi séquito y yo regresáramos al arcángel Jibril, que todavía estaba en órbita de ese planeta.

—Por favor continúe, excelencia —murmuró el cardenal Lourdusamy—. ¿Puede contarnos la índole de la emergencia que según el capitán Wolmak exigía su regreso?

—Sí —respondió Mustafa, frotándose el labio inferior—. El capitán Wolmak había encontrado el carguero interestelar que había recibido cargamento procedente de la base extraoficial de la ciudad marciana de Arafat-kaffiyeh. Descubrió la nave a la deriva en el cinturón de asteroides del sistema de Vieja Tierra.

—¿Puede darnos el nombre de esa nave, excelencia? —preguntó Lourdusamy.

Saigon Maru.

Kenzo Isozaki movió los labios a pesar de su control férreo. Recordaba la nave. Su hijo mayor la había tripulado durante sus primeros años de aprendizaje. El Saigon Maru había sido un viejo carguero de minerales, un transporte de tres millones de toneladas.

—¿Señor Isozaki? —rugió Lourdusamy.

—Sí, excelencia —respondió Isozaki con voz tersa y tranquila.

—La designación de la nave sugiere que pertenece a Mercantilus. ¿Es así, M. Isozaki?

—Sí, excelencia. Pero el Saigon Maru, si mal no recuerdo, se vendió como chatarra junto con una sesentena de cargueros obsoletos hace ocho años estándar.

—Excelencias, Su Santidad, ¿puedo hablar? —preguntó Anna Pelli Cognani. El otro ejecutivo le había susurrado algo por el minúsculo comlog.

—Ejecutiva Pelli Cognani —dijo el cardenal Lourdusamy.

—Nuestros registros muestran que el Saigon Maru fue vendido a contratistas independientes hace ocho años, tres meses y dos días estándar. Las transmisiones posteriores confirmaron que las naves se habían destruido y reciclado en las fundiciones automáticas orbitales de Armaghast.

—Gracias, Pelli Cognani —dijo Lourdusamy—. Cardenal Mustafa, puede continuar.

El gran inquisidor asintió y continuó con su informe, exponiendo sólo los detalles necesarios. Y mientras hablaba pensaba en las imágenes que no describía en detalle.

El Jibril y las naves-antorcha que lo acompañaban habían reducido la velocidad para ponerse a la par del oscuro carguero. El cardenal Mustafa siempre había imaginado que los cinturones de asteroides eran apiñamientos de pequeñas lunas pero, a pesar de las imágenes múltiples de la pantalla táctica, no había rocas a la vista, sólo la herrumbrada mole del negro carguero, medio kilómetro de tubos y cilindros. Mientras coincidían en velocidad y trayectoria, a sólo tres kilómetros de distancia, teniendo a popa el sol que había presenciado el nacimiento de la humanidad, el Jibril y el Saigon Maru parecían inmóviles. Sólo las estrellas giraban lentamente.

Mustafa recordaba y lamentaba su decisión de acompañar a los soldados que abordarían la nave. Había sufrido las indignidades de ponerse la armadura de combate de la Guardia Suiza: un dermotraje monomol D, una red neuronal IA, el traje espacial en sí —más aparatoso que los dermotrajes civiles, con su vaina polimeral de impacto—, los cinturones de equipo y el pak de reacción. El Jibril había inspeccionado el casco una docena de veces y estaba seguro de que nada se movía ni respiraba a bordo, pero se alejó a una distancia de ataque de treinta kilómetros en cuanto el gran inquisidor, el comandante de seguridad Browning, el sargento Nell Kasner, el mayor Piet y diez comandos saltaron de la escotilla.

Mustafa recordaba cómo le temblaba el pulso mientras se aproximaba al carguero muerto, entre dos comandos que lo llevaban como si fuera un paquete. Recordó el brillo del sol en visores dorados mientras los soldados se comunicaban con mensajes de banda angosta y señales de mano, ocupando posiciones a ambos lados de la cámara de presión abierta. Dos soldados entraron primero, sus paks de reacción palpitando en silencio, las armas de asalto listas. Los siguieron el comandante Browning y el sargento Kasner. Un minuto después llegó un mensaje codificado por el canal táctico y los custodios de Mustafa lo guiaron hasta la cámara de presión.

Flotaban cadáveres en los haces de las linternas láser. Imágenes de carnicería. Cadáveres congelados, costillas rojizas, cavidades abdominales abiertas. Mandíbulas abiertas en gritos eternos y silenciosos. Chorros de sangre escarchada brotando de bocas abiertas y ojos desorbitados y hemorrágicos. Vísceras flotando entre los haces de luz.

—La tripulación —comunicó el comandante Browning.

—¿El Alcaudón? —preguntó Mustafa. Recitaba rápidamente el rosario, no para fortalecerse espiritualmente sino para no pensar en las imágenes que flotaban ante él en esa luz infernal. Le habían advertido que no vomitara en el casco. Los filtros y limpiadores eliminarían la suciedad antes de que él se asfixiara, pero no eran infalibles.

—Tal vez —respondió el mayor Piet, metiendo el guantelete en el pecho destrozado de un cadáver flotante—. Vea cómo le han arrancado el cruciforme. Igual que en Arafat-kaffiyeh.

—Comandante —dijo uno de los comandos que se había desplazado hacia la proa—. ¡Sargento! ¡Aquí! ¡En el primer depósito de cargamento!

Browning y Piet precedieron al gran inquisidor en el largo espacio cilíndrico. Las luces láser se perdían en ese espacio enorme.

Estos cadáveres no estaban mutilados, sino apilados pulcramente sobre láminas de carbono a ambos lados del casco, sostenidos por redes de nailon. Las láminas cubrían todos los lados del casco, dejando sólo un corredor en el centro. Mustafa y sus acompañantes atravesaron ese espacio negro, proyectando la luz láser a izquierda, derecha, abajo y arriba. Carne escarchada, carne pálida, códigos de barras en las plantas de los pies, vello púbico, ojos cerrados, manos pálidas contra el carbono negro junto a las caderas, penes fláccidos, pechos congelados en gravedad cero, cabelleras, cráneos descoloridos o flotando en nimbos escarchados. Niños con piel tersa y fría, vientres extendidos y párpados traslúcidos. Bebés con códigos de barras en las plantas.

Había decenas de miles de cuerpos en los cuatro compartimientos de carga. Todos eran humanos. Todos estaban desnudos. Todos estaban sin vida.

—¿Y completó su inspección del Saigon Maru, gran inquisidor? —preguntó el cardenal Lourdusamy.

Mustafa comprendió que había callado durante un largo instante, poseído por el demonio de ese espantoso recuerdo.

—La completamos, excelencia —respondió con dificultad.

—¿Y sus conclusiones?

—Había sesenta y siete mil ochocientos veintisiete seres humanos a bordo del Saigon Maru —dijo el gran inquisidor—. Cincuenta y uno eran tripulantes. Encontramos los cuerpos de todos los tripulantes, todos mutilados como las víctimas de Arafat-kaffiyeh.

—¿No hubo supervivientes? ¿Ninguno pudo ser resucitado?

—Ninguno.

—En su opinión, cardenal Mustafa, ¿la criatura demoníaca llamada Alcaudón fue responsable de la muerte de los tripulantes del Saigon Maru?

—En mi opinión, sí, excelencia.

—Y en su opinión, cardenal Mustafa, ¿la criatura demoníaca llamada Alcaudón fue responsable de la muerte de los sesenta y siete mil ochocientos veintisiete cuerpos descubiertos en el Saigon Maru?

Mustafa titubeó sólo un segundo.

—En mi opinión, excelencia… —Movió la cabeza y se inclinó ante el hombre sentado—. Su Santidad, la causa de la muerte de los sesenta y siete mil ochocientos veintisiete hombres, mujeres y niños hallados en el Saigon Maru no se corresponde con las heridas halladas en las víctimas de Marte, ni con versiones anteriores de un ataque del Alcaudón.

El cardenal Lourdusamy dio un paso adelante.

—Y según los expertos forenses del Santo Oficio, cardenal Mustafa, ¿cuál fue la causa de la muerte de los seres humanos hallados a bordo del carguero?

El cardenal Mustafa bajó los ojos.

—Excelencia, ni los especialistas del Santo Oficio ni de Pax han podido determinar la causa del deceso de estas personas. De hecho… —Mustafa se interrumpió.

—De hecho —continuó Lourdusamy por él—, los cuerpos hallados a bordo del Saigon Maru, salvo la tripulación, no mostraban una clara causa de muerte ni los atributos de la muerte, ¿no es así?

—En efecto, excelencia. —Mustafa miró a los demás dignatarios—. No estaban vivos pero no mostraban indicios de descomposición, lividez post mortem, deterioro cerebral… ninguno de los atributos habituales de la muerte física.

—¿Pero no estaban vivos? —urgió Lourdusamy.

El cardenal Mustafa se frotó la mejilla.

—No dentro de nuestra capacidad para revivirlos, excelencia. Ni dentro de nuestra capacidad para detectar señales de actividad cerebral o celular. Estaban… detenidos.

—¿Y qué se hizo con el carguero Saigon Maru, cardenal Mustafa?

—El capitán Wolmak dejó una tripulación selecta a bordo del Jibril —dijo el gran inquisidor—. Regresamos de inmediato a Pacem para informar sobre este asunto. El Saigon Maru viaja con un motor Hawking tradicional, escoltado por cuatro naves-antorcha Hawking, y debería llegar al sistema de Pax más próximo… creo que el sistema de Barnard… en… tres semanas estándar.

Lourdusamy asintió con un lento gesto de la cabeza.

—Gracias, gran inquisidor. —El secretario de Estado se acercó al papa, hizo una genuflexión frente al altar y se persignó mientras cruzaba el pasillo—. Su Santidad, solicito que oigamos a la cardenal Du Noyer.

El papa Urbano alzó una mano en señal de bendición.

—Nos complacería escuchar a la cardenal Du Noyer.

Kenzo Isozaki sentía vértigo. ¿Por qué les revelaban esas cosas? ¿De qué podían servirle a un ejecutivo de Pax Mercantilus? Se le había helado la sangre al oír la sumaria sentencia de muerte de la almirante Aldikacti. ¿Sería el destino de todos ellos?

No, comprendió. Aldikacti había recibido una sentencia de excomunión y ejecución por mera incompetencia. Si Mustafa, Pelli Cognani, él y los demás eran ejecutados por traición, una ejecución rápida y simple sería lo más alejado de sus destinos. Las máquinas de dolor de Castel Sant'Angelo zumbarían y chirriarían durante siglos.

La cardenal Du Noyer obviamente había elegido ser resucitada como una anciana. Como la mayoría de las personas mayores, aparentaba una salud perfecta —todos sus dientes, un mínimo de arrugas, los ojos oscuros llenos de brillo—, pero también prefería ser vista con su cabello blanco, cortado al rape, y la piel tensa sobre los pómulos filosos. Comenzó sin preliminares.

—Su Santidad, excelencias, dignatarios… Hoy comparezco aquí como prefecta y presidente del Cor Unum y portavoz de facto del organismo privado conocido como el Opus Dei. Por razones que resultarán manifiestas, los administradores del Opus Dei no pueden ni deben estar presentes aquí en el día de hoy.

—Adelante, excelencia —dijo el cardenal Lourdusamy.

—El carguero Saigon Maru fue adquirido por Cor Unum para el Opus Dei, rescatado del reciclaje y entregado a ese organismo hace siete años.

—¿Con qué propósito, excelencia? —preguntó Lourdusamy.

La cardenal Du Noyer posó su mirada en cada rostro de la pequeña capilla, terminando en Su Santidad y agachando la cabeza en señal de respeto.

—Con el propósito de transportar los cuerpos sin vida de millones de personas como las que se hallaron en este viaje interrumpido, excelencias, Su Santidad.

Los cuatro ejecutivos de Mercantilus jadearon abruptamente.

—Cuerpos sin vida… —repitió el cardenal Lourdusamy, pero con el tono tranquilo de un fiscal que sabe de antemano cuáles serán las respuestas a sus preguntas—. ¿Cuerpos sin vida de dónde, cardenal Du Noyer?

—De los mundos designados por el Opus Dei, excelencia. En los últimos cinco años, estos mundos han incluido Hebrón, Qom-Riyadh, Fuji, Nevermore, Sol Draconi Septem, Parvati, Tsingtao-Hsishuang Panna, Nueva Meca, Mao Cuatro, Ixión, los territorios del Anillo de Lambert, Amargura de Sibiatu, el Litoral Norte de Mare Infinitus, la luna terraformada de Renacimiento Menor, Nueva Armonía, Nueva Tierra y Marte.

Todos mundos ajenos a Pax, pensó Kenzo Isozaki, o donde la presencia de Pax no está consolidada.

—¿Y cuántos cuerpos han transportado estos cargueros del Opus Dei y del Cor Unum, cardenal Du Noyer? —preguntó Lourdusamy.

—Aproximadamente siete mil millones, excelencia —dijo la anciana.

Kenzo Isozaki procuró conservar el equilibrio. ¡Siete mil millones de cuerpos! Un carguero como el Saigon Maru podía transportar cien mil cadáveres si estaban apilados como planchas. El Saigon Maru debía realizar setenta mil viajes para transportar siete mil millones de personas de un sistema estelar a otro. Absurdo. A menos que hubiera veintenas de cargueros, muchos de ellos clase nova, realizando cientos o miles de viajes. Los mundos citados por Du Noyer habían permanecido cerrados a Pax Mercantilus durante la mayor parte de los últimos cuatro años, en cuarentena a causa de disputas comerciales o diplomáticas con Pax.

—Son todos mundos no cristianos. —Isozaki comprendió que había hablado en voz alta. Era la mayor falta de disciplina que había cometido jamás. Los hombres y mujeres de la capilla lo miraron—. Todos mundos no cristianos —repitió, sin siquiera usar los honoríficos para interpelar a los demás—. O mundos cristianos con grandes poblaciones no cristianas, como Marte, Fuji y Nevermore. El Cor Unum y el Opus Dei han estado exterminando no cristianos. ¿Pero por qué transportar sus cuerpos? ¿Por qué no dejar que se pudrieran en sus mundos natales y luego llevar a los colonos de Pax?

Su Santidad alzó una mano. Isozaki guardó silencio. El papa le hizo una seña al cardenal Lourdusamy.

—Cardenal Du Noyer —dijo el secretario de Estado, como si Isozaki no hubiera hablado—, ¿cuál es el destino de estos cargueros?

—No lo sé, excelencia.

Lourdusamy movió la cabeza.

—¿Y quién autorizó este proyecto, cardenal Du Noyer?

—La Comisión de Paz y Justicia, excelencia.

Isozaki movió la cabeza bruscamente. La cardenal acababa de responsabilizar a un hombre por esta atrocidad, este genocidio inaudito. La Comisión de Paz y Justicia tenía un solo prefecto, el papa Urbano XVI, ex papa Julio XIV. Isozaki bajó la mirada hasta las sandalias del pescador y pensó en liquidar a ese demonio, en cerrar los dedos sobre la esquelética garganta del papa. Sabía que los silenciosos guardias del rincón lo detendrían a mitad de camino, pero aun así sentía la tentación de intentarlo.

—¿Y sabe usted, cardenal Du Noyer —continuó Lourdusamy, como si no se hubiera revelado nada terrible, como si no se hubiera dicho nada indecible—, cómo estas personas, estos no cristianos, fueron privados de sus funciones vitales?

Privados de sus funciones vitales, pensó Isozaki, que odiaba los eufemismos. Asesinados, canalla.

—No —dijo la cardenal Du Noyer—. Mi tarea como prefecta del Cor Unum consiste simplemente en brindar al Opus Dei el transporte necesario para poder cumplir con su deber. El destino de las naves y lo que sucedió antes de que se necesitaran mis cargueros no es ni ha sido de mi incumbencia.

Isozaki se arrodilló en el suelo de piedra, no para rezar, sino porque ya no podía permanecer de pie. ¿Durante cuántos siglos, dioses de mis ancestros, los cómplices del genocidio han respondido de esta manera? Desde Horace Glennon-Height. Desde el legendario Hitler. Desde… siempre.

—Gracias, cardenal Du Noyer —dijo Lourdusamy.

La anciana retrocedió.

Increíblemente, fue el papa quien se levantó y avanzó, sus sandalias blancas susurrando en la piedra. Su Santidad caminó entre esas personas atónitas, el cardenal Mustafa y el padre Farrell, el cardenal Lourdusamy y monseñor Oddi, la cardenal Du Noyer y el monseñor sin nombre que estaba detrás de ella, los ejecutivos Aron, Hay-Modhino y Anna Pelli Cognani. Llegó hasta donde Isozaki estaba arrodillado, a punto de vomitar, presa del vértigo.

Su Santidad apoyó una mano en la cabeza del hombre que en ese momento pensaba en matarlo.

—Levántate, hijo nuestro —dijo el genocida de miles de millones—. Levántate y escucha. Te lo ordenamos.

Isozaki se levantó, las piernas trémulas. Sentía un cosquilleo en los brazos y las manos, como si le hubieran disparado con un paralizador neuronal, pero sabía que su propio cuerpo lo traicionaba. En ese momento no podría haber cerrado los dedos sobre la garganta de nadie. Le costaba tenerse en pie.

El papa Urbano XVI apoyó una mano en el hombro del ejecutivo para calmarlo.

—Escucha, hermano en Cristo. Escucha.

Su Santidad ladeó la cabeza e inclinó la mitra.

El consejero Albedo se aproximó al borde de la tarima y comenzó a hablar.

—Su Santidad, excelencias, honorables ejecutivos de Mercantilus —dijo el hombre de gris. La voz de Albedo era tersa como su cabello, como su mirada gris, como la seda de su capa gris.

Kenzo Isozaki temblaba al oírla. Recordaba el sufrimiento y el embarazo del momento en que Albedo había convertido su cruciforme en un crisol de dolor.

—Preséntese, por favor —dijo Lourdusamy con su voz más afable.

Asesor personal de Su Santidad el papa Urbano XVI, pensó Kenzo Isozaki. Hacía décadas que corrían rumores sobre la gris presencia de Albedo. Sólo se lo identificaba como asesor personal de Su Santidad.

—Soy una construcción artificial, un cíbrido, creado por elementos del TecnoNúcleo de IAs —dijo el consejero Albedo—. Estoy aquí en representación de esos elementos.

Todos los presentes, excepto Su Santidad y el cardenal Lourdusamy, retrocedieron un paso. Nadie habló, nadie jadeó ni gritó, pero el olor animal del terror y la revulsión no podrían haber sido más fuertes aunque el Alcaudón se hubiera materializado súbitamente entre ellos. Kenzo Isozaki aún sentía los dedos del papa en el hombro. Se preguntó si Su Santidad podía sentir su pulso acelerado a través de la carne y el hueso.

—Los seres humanos transportados desde los mundos mencionados por la cardenal Du Noyer fueron privados de sus funciones vitales mediante tecnología del Núcleo, usando naves robots del Núcleo, y son almacenados con técnicas del Núcleo. Como ha dicho la cardenal Du Noyer, unos siete mil millones de no cristianos han sido procesados así en los últimos siete años. De cuarenta a cincuenta mil millones serán procesados en la próxima década estándar. Es hora de explicar el motivo de este proyecto y de solicitar vuestra ayuda directa.

Es posible insertar en la estructura esquelética humana un potente explosivo a base de proteínas, pensaba Kenzo Isozaki, un explosivo tan sutil que ni siquiera los sensores de la Guardia Suiza lo habrían detectado. Quisieran los dioses que hubiera hecho eso antes de venir aquí.

El papa soltó el hombro de Isozaki y caminó lentamente hacia la tarima, tocando la manga de la túnica de Albedo al pasar. Su Santidad se sentó en la silla de respaldo recto. Su rostro delgado estaba tranquilo.

—Deseamos que escuchéis atentamente. El consejero Albedo habla con nuestra autorización y aprobación. Adelante, por favor.

Albedo inclinó la cabeza y se volvió hacia los dignatarios. Aun los guardias de seguridad habían regresado a la pared.

—Se ha sostenido, ante todo en el mito y la leyenda, pero también en la historia eclesiástica —comenzó Albedo—, que el TecnoNúcleo fue destruido en la Caída de los Teleyectores. Eso no es cierto.

»Se ha sostenido, sobre todo en los prohibidos Cantos de Hyperion, que el Núcleo consistía en tres elementos, los Estables, que deseaban preservar el statu quo entre la humanidad y el Núcleo, los Volátiles, que consideraban la humanidad como una amenaza y planeaban destruirla, sobre todo por la destrucción de la Tierra con el Gran Error del año 08, y los Máximos, que pensaban sólo en crear una Inteligencia Máxima IA, una suerte de Dios de silicio que podría predecir y regir el universo… o al menos esta galaxia.

»Estas verdades son embustes.

Isozaki notó que Anna Pelli Cognani le había cogido la muñeca con sus dedos fríos y la apretaba con fuerza.

—El TecnoNúcleo nunca estuvo dividido en tres elementos conflictivos —dijo Albedo, caminando frente al altar—. Desde que evolucionó hacia la conciencia hace mil años, el Núcleo estuvo constituido por miles de elementos y facciones. Con frecuencia guerreaban y con mayor frecuencia colaboraban, pero siempre buscaban un consenso acerca de la dirección en que debían evolucionar la inteligencia autónoma y la vida artificial. Ese consenso nunca se ha logrado.

»Al tiempo que el TecnoNúcleo evolucionaba hacia una auténtica autonomía, mientras la mayor parte de la humanidad vivía en la superficie o las inmediaciones de un mundo, la Vieja Tierra, la humanidad desarrolló la capacidad de modificar su propia programación genética, es decir, determinar su propia evolución. Este hallazgo se produjo mediante desarrollos en manipulación genética a principios del siglo veintiuno, pero fue posibilitado principalmente por el refinamiento de la nanotecnología avanzada. Bajo la guía y el control de IAs tempranas del Núcleo trabajando en conjunción con investigadores humanos, formas de vida nanotecnológicas, seres autónomos, algunos inteligentes, mucho más pequeños que una célula, otros de tamaño molecular, pronto desarrollaron su propia raison d'étre y raison d'état. Las nanomáquinas, muchas con forma de virus, invadieron y remodelaron la humanidad como una terrible plaga vírica; afortunadamente para la raza humana y la raza de inteligencias autónomas hoy conocida como Núcleo, el vector primario de esa plaga estaba en las primeras naves semilleras y otras naves colonizadoras más lentas que la luz, lanzadas en los años anteriores a la Hégira humana.

»Entretanto, ciertos elementos de la incipiente Hegemonía Humana y los elementos de predicción del TecnoNúcleo comprendieron que la meta de las comunidades nanotecnológicas evolutivas desarrolladas en esas naves semilleras era nada menos que la destrucción de la humanidad y la creación de una nueva raza de adaptaciones biológicas controladas por nanotecnología en mil sistemas estelares distantes. La Hegemonía y el Núcleo respondieron prohibiendo la investigación nanotecnológica avanzada y declarando la guerra contra las colonias sembradas con nanotecnología, los grupos hoy conocidos como éxters.

»Pero otros acontecimientos oscurecieron esta lucha.

»Ciertos elementos del Núcleo que favorecían una alianza con los universos nanotecnológicos, una facción nada pequeña, descubrieron algo que aterró a todos los elementos del Núcleo.

»Como sabéis, nuestras investigaciones iniciales en la física del motor Hawking y las comunicaciones más rápidas que la luz llevaron al descubrimiento del espacio Planck, lo que algunos llaman el Vacío Que Vincula. Los crecientes conocimientos acerca de esta subestructura unificadora del universo llevaron a la creación de la comunicación ultralumínica, también llamada ultralínea, así como al refinamiento del motor Hawking, los teleyectores que unían la Red de Mundos de la Hegemonía, las esferas de datos planetarios, que evolucionaron hacia megaesferas de datos dirigidas por el Núcleo, el actual motor Gedeón, e incluso experimentos con burbujas antientrópicas dentro de este universo, lo cual creemos se transformará en las Tumbas de Tiempo de Hyperion.

»Pero estos regalos para la humanidad tuvieron su precio. Es verdad que ciertas facciones Máximas del Núcleo usaron los teleyectores como un medio para aprovechar los cerebros humanos con miras a crear su propia red neuronal. Este uso era inofensivo… las redes neuronales se crearon en el no-tiempo y no-espacio del espacio Planck de los teleyectores y los humanos jamás se habrían enterado de los experimentos si hace cuatro siglos otros elementos del Núcleo no hubieran revelado el hecho al primer cíbrido, John Keats… pero coincido con los humanos y los elementos del Núcleo que consideran que este acto es antiético, una violación de la intimidad.

»Pero estos primeros experimentos neuronales revelaron un dato asombroso. Había otros Núcleos en el universo, tal vez en nuestra galaxia natal. Este descubrimiento desató una guerra civil dentro del TecnoNúcleo, y el conflicto no ha cesado. Ciertos elementos, no sólo los Volátiles, decidieron que era tiempo de finalizar el experimento biológico que era la raza humana. Se realizaron planes para arrojar «accidentalmente» el agujero negro de Kiev del ‘08 en el centro de la Vieja Tierra antes que los motores Hawking permitieran un éxodo general. Otros elementos del Núcleo demoraron estos planes hasta que la raza humana contó con mecanismos de escape.

»Finalmente, no triunfó ninguna de ambas facciones extremas. La Vieja Tierra no fue destruida sino secuestrada, por medios que nuestro TecnoNúcleo aún no puede entender, por una o más de estas Inteligencias Máximas alienígenas.

Los ejecutivos se pusieron a parlotear entre ellos. El cardenal Mustafa cayó de rodillas y se puso a rezar. La cardenal Du Noyer parecía tan descompuesta que alarmó a su asistente, el monseñor. Aun monseñor Lucas Oddi parecía a punto de desmayarse.

Su Santidad, el papa Urbano XVI, extendió tres dedos, imponiendo silencio.

—Éstos son sólo los antecedentes históricos —continuó el consejero Albedo—. Lo que hoy deseamos exponer aquí es la razón urgente para la acción común.

»Hace tres siglos, facciones extremas del Núcleo, una sociedad de inteligencias autónomas desgarrada por ocho siglos de debate y conflicto violento, intentó un nuevo enfoque. Diseñó la criatura cíbrida conocida como John Keats, una personalidad humana encastrada en una personalidad IA y encarnada en un cuerpo humano conectado con el Núcleo por la interfaz del espacio Planck. La personalidad Keats tenía muchos propósitos: una especie de trampa para aquello que las IAs consideraban el elemento «empático» de una IA humana, como primer motor para iniciar el movimiento que al fin condujo a la última peregrinación de Hyperion y la apertura de las Tumbas de Tiempo, para sacar al Alcaudón de su escondrijo y como catalizador de la Caída de los Teleyectores. Para este último propósito, elementos del Núcleo, elementos a los que debo mi creación y mi lealtad, hicieron saber a la FEM Meina Gladstone y otros elementos de la Hegemonía que otros elementos del Núcleo se valían de los teleyectores como vampiros neuronales, aprovechando las neuronas humanas.

»Esos elementos del Núcleo, aparentando un ataque éxter, lanzaron un asalto físico final contra la Red de Mundos. Desestimando destruir de un solo golpe la raza humana desperdigada, estos elementos esperaban destruir la avanzada sociedad de la Red de Mundos. Al atacar directamente al Núcleo con la destrucción de los teleyectores, Gladstone y los demás dirigentes de la Hegemonía finalizaron los experimentos neuronales y causaron un gran revés a los Volátiles y Máximos en la guerra civil del Núcleo.

»Nuestros elementos del Núcleo, no sólo consagrados a preservar la raza humana sino una suerte de alianza con vuestra especie, destruyeron una iteración del cíbrido John Keats, pero se creó una segunda que llevó a cabo su misión primaria.

»Esa misión era reproducirse con una mujer humana específica y crear un "mesías" que tuviera contactos con el Núcleo y la humanidad.

»Esa "mesías" vive ahora encarnada en la niña llamada Aenea.

»Nacida en Hyperion hace más de tres siglos, esa niña huyó por las Tumbas de Tiempo hacia nuestra época. No lo hizo por temor, pues no la habríamos dañado, sino porque su misión es destruir la Iglesia, la civilización de Pax y poner fin a la raza humana como la conocéis.

»Creemos que ella no es consciente de su auténtico propósito o función.

»Hace tres siglos, restos de mi elemento del Núcleo, un grupo a quien podríamos llamar los Humanistas, estableció contacto con supervivientes humanos de la Caída de los Teleyectores y el caos que siguió a esta caída.

Albedo miró a Su Santidad. El papa asintió con un gesto de la cabeza.

—El padre Lenar Hoyt fue un superviviente de la última peregrinación del Alcaudón —continuó el consejero Albedo, caminando nuevamente frente al altar. Las llamas de las velas ondeaban levemente a su paso—. Él había visto con sus propios ojos las manipulaciones de los elementos de la Inteligencia Máxima y las depredaciones del monstruo que habían enviado hacia atrás en el tiempo, el Alcaudón. Cuando iniciamos nuestro contacto, los Humanistas, el padre Hoyt y otros miembros de una Iglesia moribunda, decidimos proteger a la raza humana de nuevos ataques mientras restaurábamos la civilización. El cruciforme fue nuestro instrumento de salvación… literalmente.

»Todos saben que el cruciforme había sido un fracaso. Antes de la Caída, los humanos que resucitaban por obra de este simbionte eran retardados y sexualmente neutros. El cruciforme, una especie de ordenador orgánico donde se almacenan los datos neurológicos y fisiológicos de un ser humano viviente, restauraba el cuerpo pero no la plenitud del intelecto y la personalidad. Resucitaba el cadáver pero robaba el alma.

»Los orígenes del cruciforme están envueltos en el misterio, pero los elementos Humanistas del Núcleo creemos que se desarrolló en nuestro futuro y se trajo a esta época a través de las Tumbas de Tiempo de Hyperion. En cierto sentido, fue enviado para que lo descubriera el joven padre Lenar Hoyt.

»El fracaso de la simbiosis se debía a las simples demandas de almacenaje y recuperación de información. En una mente humana hay neuronas. En un cuerpo humano hay aproximadamente 1028 átomos. El cruciforme, para restaurar la mente y el cuerpo de un ser humano, no sólo debe seguir el rastro de estos átomos y neuronas, sino recordar la configuración precisa del frente ondulatorio holístico que comprende la memoria y la personalidad. También debe suministrar energía para reestructurar estos átomos, moléculas, células, huesos, músculos y memorias de modo que el organismo renazca como el individuo que vivió antes en esa estructura. El cruciforme no puede hacerlo solo. A lo sumo, la biomáquina puede reproducir una burda copia del original.

»Pero el Núcleo tenía la capacidad informática para almacenar, recobrar, remodelar y transformar esta información en un ser humano resucitado. Y así lo hemos hecho durante tres siglos.

Kenzo Isozaki vio el pánico en las miradas que se dirigían la cardenal Du Noyer y el cardenal Mustafa, el padre Farrell y el monseñor que era asistente de Du Noyer. Esto era herejía. Esto era blasfemia. Era el fin del Sacramento de la Resurrección y un nuevo comienzo del reino de lo físico y lo mecánico. Isozaki mismo se sentía descompuesto. Miró a Hay-Modhino y Pelli Cognani y vio que los ejecutivos rezaban. Aron estaba consternado.

—Amados míos —dijo Su Santidad—, no dudéis. No renunciéis a la fe. Vuestros pensamientos de ahora son una traición a Nuestro Señor Jesucristo y su Iglesia. El milagro de la resurrección no es menos milagroso porque cuente con la ayuda de estos amigos de lo que antes se conocía como TecnoNúcleo. Fue el obrar del Todopoderoso Jesucristo lo que permitió a estos otros hijos de Dios, creaciones de Nuestro Señor a través de Su instrumento más indigno, la raza humana, encontrar su propia alma y salvación. Adelante, M. Albedo.

Albedo parecía disfrutar de las expresiones de alarma de su público. Pero adoptó una expresión afable y continuó.

—Hemos dado la inmortalidad a la raza humana. A cambio, sólo hemos pedido una silenciosa alianza con la humanidad. Sólo queremos la paz con nuestros creadores.

»En los últimos tres siglos, nuestra silenciosa alianza ha beneficiado a las IAs y a la humanidad. Como ha dicho Su Santidad, hemos encontrado nuestra alma. La humanidad goza de una paz y estabilidad que faltó en la historia durante milenios… quizá siempre. Y admito que la alianza ha sido beneficiosa para mi elemento del Núcleo, el grupo de los Humanistas. Hemos dejado de ser una facción pequeña y despreciada para convertirnos en el principal elemento de consenso. No el sector gobernante, pues ningún elemento gobierna el Núcleo. Pero nuestra filosofía es aceptada por casi todos los grupos que antes eran antagónicos.

»Pero no por todos.

El consejero Albedo dejó de caminar y se detuvo frente al altar. Miró cada rostro con ojos graves.

—El elemento del Núcleo que ansiaba eliminar a la humanidad, el elemento integrado por ex Máximos y algunos evolucionistas que propician la nanotecnología, ha jugado su carta de triunfo en la niña llamada Aenea. Ella es, literalmente, el virus que circula por el cuerpo de la humanidad.

El cardenal Lourdusamy avanzó un paso. Su expresión era agitada y grave. Sus ojillos relucían. Su voz era afilada.

—Dinos, consejero Albedo, cuál es el propósito de la niña Aenea.

—Su propósito es triple —dijo el hombre de gris.

—¿Cuál es el primero?

—Destruir la posibilidad de inmortalidad física para la humanidad.

—¿Y cómo puede una niña lograr eso? —preguntó Lourdusamy.

—No es una niña, ni siquiera es humana. Es el engendro de un cíbrido. La personalidad de su padre cíbrido estuvo en interfaz con ella cuando Aenea estaba en el seno de su madre. Su mente y su cuerpo están impregnados con elementos renegados del Núcleo desde antes de su nacimiento.

—¿Pero cómo puede robar a la humanidad el don de la inmortalidad? —insistió Lourdusamy.

—Su sangre —dijo Albedo—. Puede propagar un virus que destruye el cruciforme.

—¿Un virus literal?

—Sí, pero no natural. Fue preparado por los elementos renegados del Núcleo. El virus es una plaga nanotecnológica.

—Pero hay cientos de miles de millones de cristianos renacidos en Pax —dijo Lourdusamy, con el tono de un abogado que guía a su testigo—. ¿Cómo podría una niña ser una amenaza para tantos? ¿El virus se propaga de víctima en víctima?

Albedo suspiró.

—Por lo que sabemos, el virus se vuelve contagioso una vez que ha muerto el cruciforme. Aquellos a quienes su contacto con Aenea ha negado la resurrección pueden pasar el virus a otros. Además, los que nunca han llevado el cruciforme pueden ser vectores de este virus.

—¿Existe alguna cura? ¿Alguna inmunización?

—Ninguna. Los Humanistas han intentado crear antídotos durante tres siglos. Pero como el virus de Aenea es una forma de nanotecnología autónoma, diseña su propio vector de mutación óptima, nuestras defensas nunca pueden actualizarse. Si lanzáramos nuestras propias legiones nanotecnológicas entre los humanos, tal vez un día podríamos ponernos a la par del virus de Aenea y derrotarlo, pero los Humanistas detestamos la nanotecnología. Y lo lamentable es que toda vida nanotecnológica está fuera de nuestro control, del control de todos. La esencia de la evolución de la vida nanotecnológica es la autonomía, una voluntad independiente cuyos objetivos no tienen nada que ver con los de la forma de vida que la alberga.

—Es decir, la humanidad —dijo Lourdusamy.

—Precisamente.

—El primer objetivo de Aenea —dijo el cardenal Lourdusamy— o, mejor dicho, el primer objetivo de sus creadores, es destruir todos los cruciformes y así destruir la resurrección humana.

—Sí.

—Mencionaste tres objetivos. ¿Cuáles son los otros dos?

—El segundo objetivo es destruir la Iglesia y Pax, es decir, toda la civilización humana actual. Cuando se propague el virus de Aenea, cuando se anule la resurrección, con los teleyectores desactivados y un motor Gedeón que es inservible sin resurrección, se logrará ese segundo objetivo. La humanidad regresará al tribalismo balcanizado que sucedió a la Caída.

—¿Y el tercer objetivo? —dijo Lourdusamy.

—El tercer objetivo es el objetivo original de este elemento del Núcleo. La destrucción de la especie humana.

—¡Eso es imposible! —exclamó Anna Pelli Cognani—. Ni siquiera la destrucción o secuestro de Vieja Tierra extinguió la humanidad, ni siquiera la Caída de los Teleyectores. Nuestra especie está demasiado difundida. Demasiados mundos, demasiadas culturas.

Albedo cabeceó con tristeza.

—Eso era verdad. Era. Pero la Plaga de Aenea se propagará por doquier. Los virus asesinos de cruciformes sufrirán mutaciones. El ADN humano será invadido en todas partes. Con la caída de Pax, los éxters realizarán una nueva invasión, victoriosa esta vez. Han sucumbido tiempo atrás a la mutación nanotecnológica. Ya no son humanos. Sin Iglesia ni Pax ni flota que proteja a la humanidad, los éxters buscaran estos bolsones de ADN humano superviviente y los infectarán con la plaga. La especie humana, tal como la hemos conocido y tal como la Iglesia ha procurado preservarla, cesará de existir dentro de pocos años estándar.

—¿Y qué la sucederá? —preguntó el cardenal Lourdusamy.

—Nadie lo sabe —murmuró Albedo—. Ni siquiera Aenea, los éxters o los elementos renegados del Núcleo que han lanzado esta plaga final. Las colonias nanotecnológicas evolucionarán según sus propios planes, modelando la forma humana a su antojo, y sólo ellas controlarán su destino. Pero ese destino ya no será humano.

—Por Dios, por Dios —dijo Kenzo Isozaki, asombrado de hablar en voz alta—. ¿Qué podemos hacer? ¿Qué puedo hacer yo?

Asombrosamente, fue Su Santidad quien respondió.

—Hemos temido y combatido esta amenaza durante trescientos años —murmuró Su Santidad, y sus ojos tristes expresaban un dolor que no era sólo el suyo—. Ante todo intentamos capturar a la niña Aenea antes de que pudiera propagar el contagio. Sabíamos que había huido de su época a la nuestra no por temor, pues no deseábamos causarle daño, sino para propagar el virus en Pax. En realidad, sospechamos que la niña Aenea no conoce todos los alcances del efecto de su contagio. En cierto sentido, es un peón ciego de estos elementos del Núcleo.

Hay-Modhino habló con vehemencia:

—Deberíamos haber reducido Hyperion a cenizas el día en que ella debía salir de las Tumbas de Tiempo. Esterilizar todo el planeta. No correr riesgos.

Su Santidad no se ofendió ante esa imperdonable interrupción.

—Sí, hijo nuestro, hay quienes lo proponían. Pero la Iglesia no podía ser la causa de la pérdida de tantas vidas inocentes, así como no podíamos autorizar la muerte de la niña. Deliberamos con los elementos predictivos del Núcleo… ellos vieron que un jesuita llamado padre capitán De Soya contribuiría a su captura… pero ninguno de nuestros intentos pacíficos de capturar a la niña tuvo éxito. La flota de Pax pudo haber vaporizado su nave hace cuatro años, pero tenía órdenes de no hacerlo a menos que fallara todo lo demás. Así continuamos luchando por la contención de su invasión viral. Lo que debes hacer, M. Isozaki, lo que todos debéis hacer, es seguir apoyando los esfuerzos de la Iglesia a medida que los intensificamos. M. Albedo, por favor.

El hombre gris habló de nuevo.

—Imaginemos la inminente plaga como un incendio forestal en un mundo rico en oxígeno. Barrerá con todo a menos que podamos contenerlo y luego extinguirlo. Nuestra primera medida consistirá en apartar la madera muerta, los elementos inflamables que no son necesarios para el bosque viviente.

—Los no cristianos —murmuró Pelli Cognani.

—Precisamente —dijo el consejero Albedo.

—Por eso había que eliminarlos —exclamó el gran inquisidor—. Los miles que había a bordo del Saigon Maru. Todos esos millones. Esos miles de millones…

El papa Urbano XVI alzó la mano ordenando silencio.

—¡Eliminarlos no! —dijo con severidad—. No se ha tomado una sola vida, ni cristiana ni no cristiana.

Los dignatarios se miraron confundidos.

—Eso es cierto —dijo el consejero Albedo.

—Pero no tenían vida… —comenzó el gran inquisidor, y se interrumpió abruptamente—. Mis profundas disculpas, Santo Padre.

Su Santidad sacudió la cabeza.

—No se requiere ninguna disculpa, John Domenico. Estos temas despiertan muchas emociones. Explícate, por favor, M. Albedo.

—Sí, Su Santidad —dijo el hombre de gris—. Los que estaban a bordo del Saigon Maru no tenían vida, excelencia, pero no estaban muertos. Los elementos Humanistas del Núcleo han perfeccionado un método para mantener a los seres humanos en estasis provisional, ni vivos ni muertos.

—¿Cómo una fuga criogénica? —preguntó Aron, que había viajado mucho en naves Hawking antes de su conversión.

—Mucho más sofisticada. Y menos dañina —le dijo Albedo. Hizo un gesto con sus dedos manicurados—. Durante los últimos siete años, hemos procesado siete mil millones de seres humanos. En la próxima década estándar, o antes, debemos procesar más de cuarenta y dos mil millones más. Hay muchos mundos en el Confín, e incluso en el espacio de Pax, donde los no cristianos son mayoría.

—¿Procesado? —preguntó Pelli Cognani.

Albedo sonrió hurañamente.

—La flota de Pax declara un mundo en cuarentena sin saber el verdadero motivo de ese acto. Naves robots del Núcleo entran en órbita y barren los sectores habitados con nuestro equipo de estasis. El Cor Unum provee las naves, la financiación y el adiestramiento. El Opus Dei usa cargueros para llevarse los cuerpos en estasis…

—¿Por qué llevárselos? —preguntó el gran inquisidor—. ¿Por que no dejarlos en sus mundos?

—Es preciso ocultarlos —respondió Su Santidad— en un sitio donde la Plaga de Aenea no pueda encontrarlos, John Domenico. Es preciso protegerlos afectuosamente de todo mal, hasta que el peligro haya pasado.

El gran inquisidor asintió.

—Hay más —dijo el consejero Albedo—. Mi elemento del Núcleo ha creado una raza de combatientes cuya única función es encontrar y capturar a Aenea antes de que pueda propagar esta contaminación mortal. El primero fue activado hace cuatro años y se llamaba Rhadamanth Nemes. Hay sólo un puñado de estos cazadores, pero están equipados para enfrentarse a cualquier obstáculo que presenten los elementos renegados del Núcleo, incluso el Alcaudón.

—¿El Alcaudón es controlado por los Máximos y otros elementos renegados del Núcleo? —preguntó el padre Farrell. Era la primera vez que hablaba.

—Eso creemos —respondió Lourdusamy—. El demonio parece estar aliado con Aenea, ayudándola a propagar el contagio. De la misma manera, los Máximos parecen haber encontrado un modo de abrirle ciertos portales teleyectores. El demonio ha encontrado un nombre, y aliados, en nuestra época.

Albedo alzó un dedo.

—Debo enfatizar que incluso Nemes y nuestros demás cazadores son peligrosos, como toda criatura obsesionada por un objetivo. Una vez que la niña sea capturada, estos cíbridos serán eliminados. Sólo el terrible peligro planteado por la Plaga de Aenea justifica su existencia.

—Santo Padre —dijo Kenzo Isozaki, uniendo las manos en un rezo—, ¿qué más podemos hacer?

—Rezar —dijo Su Santidad. Sus ojos oscuros eran abismos de dolor y responsabilidad—. Rezar y apoyar a nuestra Santa Madre Iglesia en su esfuerzo para salvar a la humanidad.

—La cruzada contra los éxters continuará —concluyó el cardenal Lourdusamy—. Los mantendremos a raya el mayor tiempo posible.

—Con esa finalidad —dijo el consejero Albedo—, el Núcleo ha desarrollado el motor Gedeón y está trabajando en nuevas tecnologías para la defensa de la humanidad.

—Seguiremos buscando a la niña… que ahora es una mujer joven —añadió Lourdusamy—. Y si la capturamos, será aislada.

—¿Y si no la capturamos, excelencia? —preguntó el gran inquisidor.

Lourdusamy no respondió.

—Debemos rezar —dijo Su Santidad—. Debemos pedir la ayuda de Cristo en esta hora de peligro supremo para nuestra Iglesia y nuestra raza humana. Debemos hacer todo lo posible y luego exigirnos más. Y debemos rezar por las almas de todos nuestros hermanos y hermanas en Cristo, incluso por el alma de la niña Aenea, que inadvertidamente pone en peligro a su especie.

—Amén —dijo monseñor Lucas Oddi.

Mientras todos se arrodillaban e inclinaban la cabeza, el papa Urbano XVI se puso de pie e inició la Misa de Acción de Gracias.