12

No me olvidé de que había un botón de pánico. El problema es simple: cuando hay verdadero pánico, uno no piensa en botones.

El kayak caía en un abismo de aire de miles de metros, sólo interrumpido por nubes que se elevaban hasta un lechoso techo de más nubes. Había soltado el remo y lo miraba rodar en caída libre. El kayak y yo caíamos a más velocidad que el remo por razones de aerodinámica y velocidad terminal que escapaban a mis poderes de cálculo en ese preciso momento. Grandes borbotones ovalados del agua del río que había dejado atrás caían delante y detrás de mí, separándose y formando esferas ovoides como las que yo había visto en gravedad cero, aunque luego el viento las deshilachaba. Era como si cayera en mi propia tormenta localizada. La pistola de dardos que había arrebatado al soldado dormido en el dormitorio de Dem Loa estaba apretada entre mi muslo y el borde de la cabina. Alzaba los brazos como un ave disponiéndose a volar. Apretaba los puños con espanto. Después de mi grito original, había cerrado las mandíbulas, triturándome las muelas. La caída no terminaba nunca.

Había visto el arco del teleyector arriba y detrás de mí, aunque «arco» ya no era la palabra apropiada: el enorme aparato que flotaba sin soporte era un anillo de metal, un toroide, una herrumbrada rosquilla. Por un fugaz segundo vi el cielo de Vitus-Gray-Balianus B a través del reluciente anillo, y luego la imagen se disipó y sólo vi nubes a través del aro en retroceso. Era la única cosa sustancial en ese paisaje de nubes y ya había caído más de mil metros. En un momento de pánico, vértigo y fantasía, me imaginé que si fuera un ave sólo tendría que volar hasta el anillo teleyector, posarme en su arco y esperar…

¿Esperar qué? Aferré los flancos del kayak mientras rotaba, volviéndome casi de cabeza mientras caía en picada hacia abismos purpúreos.

Entonces me acordé del botón. No lo toques por nada del mundo, había dicho Aenea cuando empujábamos el kayak en Hannibal. Es decir: No lo toques a menos que sea absolutamente necesario.

El kayak giraba de nuevo sobre su eje longitudinal, casi expulsándome. Mis posaderas ya no tocaban el cojín del fondo del casco. Estaba flotando dentro de la cabina, dentro de una constelación de agua, remo giratorio y kayak en descenso. Decidí que en este momento era «absolutamente necesario». Levanté la tapa de plástico y apreté el botón rojo con el pulgar.

Se abrieron paneles frente a la cabina, cerca de la proa y detrás de mí. Me agaché mientras surgían líneas y masas de tela. El kayak se enderezó y frenó con tal fuerza que casi me expulsó. Aferré tenazmente los flancos del bote de fibra de vidrio mientras se mecía salvajemente. La masa amorfa que tenía sobre la cabeza parecía estar formando algo más complicado que un paracaídas. Aun en medio del torrente de adrenalina y mi pánico, reconocí la tela: paño de memoria que A. Bettik y yo habíamos comprado en el mercado indio, cerca de Taliesin Oeste. El material piezoeléctrico de energía solar era casi transparente, ultraliviano, ultrafuerte, y podía recordar hasta una docena de configuraciones prehechas; habíamos pensado en comprar más y usarla para reemplazar la lona del estudio principal del arquitecto, pues la vieja cubierta se deterioraba y era preciso repararla y reemplazarla regularmente. Pero el señor Wright había querido conservar la vieja lona. Prefería esa luz lechosa. A. Bettik había llevado esa docena de metros de paño de memoria a su taller y yo no había pensado más en ello.

Hasta ahora.

Había dejado de caer. El kayak colgaba bajo una «paravela» sostenida por una docena de varillas que se elevaban desde posiciones estratégicas del casco. El bote y yo aún bajábamos, pero en un descenso gradual más que en una zambullida. Miré hacia arriba —el paño de memoria era traslúcido— pero el anillo teleyector estaba demasiado lejos y oculto por las nubes. Los vientos y las corrientes de aire me alejaban del teleyector.

Supongo que debía agradecer que mis amigos, la niña y el androide, previeran esta circunstancia y preparasen el kayak, pero mi primer pensamiento fue un agobiante: ¡Maldita sea! Esto era demasiado. Caer en un mundo de nubes y aire, sin suelo, era demasiado. Si Aenea sabía que yo sería teleyectado aquí, ¿por qué no…?

Sin suelo. Me apoyé en el borde del kayak y miré abajo. Tal vez el plan era que yo descendiera flotando hasta la invisible superficie.

No. Había kilómetros de aire vacío debajo de mí, y después capas rojas y negras, una oscuridad sólo atenuada por feroces relampagueos. Allá abajo la presión debía ser aplastante. Lo cual me llevaba a otra cosa: si era un mundo joviano —Remolino, Júpiter o cualquiera de los otros— ¿por qué estaba respirando oxígeno? Por lo que sabía, todos los gigantes gaseosos que había encontrado la humanidad estaban constituidos por gases irrespirables: metano, amoníaco, helio, monóxido de carbono, fosfino, cianuro de hidrógeno y otros elementos venenosos con pocos vestigios de agua. Nunca había oído hablar de un gigante gaseoso con una mezcla respirable de oxígeno y nitrógeno, pero estaba respirando. El aire era menos denso que en otros mundos por donde había viajado, y apestaba a amoníaco, pero sin duda era respirable. Y si no era un gigante gaseoso, ¿dónde diablos estaba?

Alcé la muñeca para hablar con el comlog.

—¿Dónde diablos estoy?

Por un instante creí que la cosa se había roto en Vitus-Gray-Balianus B. Luego habló con la voz arrogante de la nave:

«Desconocido, M. Endymion. Tengo algunos datos, pero son incompletos».

—Dime.

Me bombardeó con datos: temperaturas Kelvin, presión atmosférica en milibares, densidad media estimada en gramos por centímetro cúbico, probable velocidad de escape en kilómetros por segundo y campo magnético percibido en gauss, más una larga lista de gases atmosféricos y proporciones de elementos.

—Velocidad de escape de cincuenta y cuatro coma dos kilómetros por segundo —dije—. Eso es típico de un gigante gaseoso, ¿verdad?

«Ciertamente —dijo la voz de la nave—. La base joviana es cincuenta y nueve coma cinco kilómetros por segundo».

—Pero la atmósfera no es como la de un gigante gaseoso.

El estratocúmulo que tenía delante crecía como en un holodocumental proyectado a velocidad acelerada. La imponente nube debía elevarse diez kilómetros encima de mí, mientras su base se perdía en las honduras rojizas. En la base vibraban relámpagos. Del otro lado la luz solar parecía intensa y baja, una luz de atardecer.

«La atmósfera no se parece a nada que figure en mis registros —dijo el comlog—. El monóxido de carbono, el etano, el acetileno y otros hidrocarburos que violan los valores de equilibrio de Somev se pueden explicar fácilmente por la energía cinética molecular joviana, la descomposición del metano por obra de la radiación solar, y la presencia de monóxido de carbono es un resultado típico de la mezcla de metano y vapor de agua en capas profundas donde la temperatura supera los mil doscientos grados Kelvin, pero los niveles de oxígeno y nitrógeno…».

—¿Sí? —urgí.

«Indican vida», dijo el comlog.

Di media vuelta, escrutando las nubes y el cielo como si algo me acechara.

—¿Vida en la superficie? —dije.

«Dudoso. Si este mundo respeta las normas jovianas de Remolino, la presión de superficie rondaría los setenta millones de atmósferas de Vieja Tierra, con una temperatura de veinticinco mil grados Kelvin».

—¿A qué altura estamos?

«Incierto —dijo el instrumento—, pero con la actual presión atmosférica de cero coma siete seis Vieja Tierra, en un mundo joviano estándar estimaría que estarnos por encima de la troposfera y la tropopausa, en los límites inferiores de la estratosfera».

—¿A esa altura no haría más frío? Es casi el espacio exterior.

«No en un gigante gaseoso —dijo el comlog con su insufrible voz de catedrático—. El efecto invernadero crea una capa de inversión térmica, llevando capas de la estratosfera a temperaturas casi óptimas para los humanos. Aunque una diferencia de miles de metros puede mostrar pronunciados incrementos o descensos de temperatura».

—Miles de metros —murmuré—. ¿Cuánto aire hay encima y debajo de nosotros?

«Desconocido —repitió el comlog—, pero la extrapolación sugiere que el radio ecuatorial desde el centro de este mundo hasta su atmósfera superior sería de unos setenta mil kilómetros con esta capa de oxígeno, nitrógeno y dióxido de carbono extendiéndose de tres a ocho mil kilómetros, unos dos tercios de la distancia desde el centro hipotético del planeta».

—De tres a ocho mil kilómetros —repetí estúpidamente—. Cincuenta mil kilómetros encima de la superficie…

«Aproximadamente, aunque se debe notar que con presiones similares a las del núcleo, el hidrógeno molecular se convierte en metal…».

—De acuerdo. Suficiente por ahora. —Sentía ganas de vomitar.

«Debo señalar la anomalía de que la interesante coloración del estratocúmulo cercano sugiere la presencia de monosulfato o polisulfatos de amoníaco, aunque a altitudes apotroposféricas uno asumiría sólo la presencia de cirros de amoníaco, sin que se formaran nubes de agua líquida hasta profundidades de diez atmósferas estándar, dado que…».

—Suficiente —dije.

«Sólo señalo esto por la interesante paradoja atmosférica relacionada con…».

—Cállate —dije.

Refrescó al caer el sol. El ocaso es algo que recordaré hasta que muera.

En lo alto, retazos de lo que podría haber sido un cielo azul alcanzaron el tono lapislázuli de Hyperion y luego se pusieron violáceos. Las nubes que me rodeaban cobraron brillo mientras el cielo se oscurecía. Digo nubes, pero la palabra genérica es ridículamente incapaz de comunicar la majestuosa imponencia de lo que yo observaba.

Me crié entre pastores nómadas en los desnudos brezales que median entre el Gran Mar del Sur y la Meseta del Piñón: conozco las nubes.

En lo alto, cirros emplumados y ondulantes cirrocúmulos recibieron la luz del ocaso en una turbulencia de rosados tenues, fulgores rojizos y manchas violáceas sobre fondo dorado. Parecía un templo de techo alto y rosáceo sostenido por miles de columnas irregulares. Las columnas eran inmensas montañas de cúmulos y nimbos, y sus bases con forma de yunque desaparecían en penumbrosas honduras, miles de kilómetros bajo mi kayak flotante, mientras sus cimas redondeadas ondeaban en nimbados cirroestratos, miles de kilómetros encima de mí. Cada columna recibía los rayos de sol que atravesaban las nubes miles de kilómetros al oeste, y la luz las encendía como si fueran de material inflamable.

«Monosulfatos o polisulfatos», había dicho el comlog. Bien, al margen de la constitución de esos cúmulos pardos en la difusa luz diurna, el poniente los hacía arder con luz rojiza y radiantes estrías bermejas. Trazos sangrientos pendían de las masas nubosas como pendones carmesíes, y fibras rosadas unían el techo de cirros como músculos bajo la carne de un cuerpo viviente, cúmulos sinuosos tan blancos que me encandilaban, áureos cirroformes derramándose de las hirvientes torres de nimbos como cabellos rubios aureolando rostros pálidos. La luz cobró tal riqueza y profundidad que me arrancó lagrimas de los ojos, y luego se volvió aún más brillante. Vigas casi horizontales de luz divina atravesaron las columnas, iluminando algunas, ensombreciendo otras, traspasando nubes de hielo y franjas de lluvia vertical, derramando cientos de arcos iris simples y miles de arcos iris múltiples. Las sombras treparon desde las negras profundidades, cubriendo los espasmódicos cúmulos y nimbos, llegando al fin a los altos y vibrantes cirros, pero al principio no proyectaron tinieblas sino una infinita paleta de matices: oro reluciente virando hacia el bronce, blanco puro tornándose crema y sepia, carmesí pasando del brillo de la sangre derramada al color herrumbre de la sangre seca hasta desvanecerse en un pardo otoñal. El casco del kayak perdió su lustre y la paravela dejó de recibir la luz mientras este terminador vertical pasaba encima de mí. Estas sombras subieron lentamente. Debieron andar por lo menos treinta minutos, aunque yo estaba demasiado absorto en observarlas para mirar mi comlog. Cuando llegaron al techo de cirros, fue como si alguien hubiera extinguido todas las luces del templo.

Era un ocaso increíble.

Recuerdo que parpadeé, abrumado por el juego de luces y sombras y el movimiento perturbador de esas hirvientes masas nubosas, dispuesto a descansar la vista y organizar mis pensamientos mientras caía la oscuridad. Y fue entonces cuando estallaron los relámpagos y la aurora.

En Hyperion no había aurora boreal, o al menos yo nunca la había visto. Pero sí había visto las luces boreales de Vieja Tierra en una península que antaño había sido la República Escandinava mientras recorría ese planeta en mi nave: eran titilantes y sobrecogedoras, y danzaban convulsivamente en el horizonte septentrional como la túnica transparente de un bailarín fantasma.

La aurora de este mundo no tenía esa sutileza. Franjas de luz y estrías macizas —sólidas como las teclas de un piano— empezaron a bailar en el cielo en la dirección que yo consideraba el sur. Telones de verde, oro, rojo y cobalto chispearon contra el oscuro mundo de aire que tenía debajo. Estos se alargaron, se ensancharon y crecieron hasta fusionarse con otros telones de electrones saltarines. Era como si el planeta recortara muñecas de papel en la luz fluctuante. Al cabo de minutos, cintas de color verticales, oblicuas y cuasihorizontales vibraban en cada sector del cielo. Las torres de nubes fueron visibles de nuevo, con pendones ondulantes que reflejaban la palpitación de miles de estas luces frías. Casi podía oír el susurro de las partículas solares que atravesaban las aterradoras líneas de fuerza magnética que ceñían este mundo gigantesco.

De hecho, oí crujidos, murmullos, chasquidos, detonaciones, largas cadenas de ruidos crepitantes. Giré en el bote y me apoyé en la borda para mirar abajo. El relámpago y el trueno habían comenzado.

Había visto muchas tormentas eléctricas en los brezales de mi infancia. En Vieja Tierra, Aenea, A. Bettik y yo solíamos sentarnos de noche frente al refugio para mirar las grandes tormentas eléctricas que sobrevolaban las montañas del norte. Nada me había preparado para esto.

Lo que yo había llamado profundidades era apenas un suelo oscuro a enorme distancia, una hirviente promesa de presiones terribles y calor aún más terrible. Pero ahora esas profundidades titilaban, palpitando con tormentas eléctricas que se movían de un horizonte visible al otro como una cadena de explosiones nucleares. Podía imaginar hemisferios enteros de ciudades destruidas en una de esas tonantes reacciones en cadena. Aferré un lado del kayak y me dije que las tormentas estaban a cientos de kilómetros.

Las centellas treparon por las torres de nimbos. Relámpagos de luz blanca competían con los temblores de luz de color de las auroras. El estruendo era subsónico, luego sónico, al principio sutilmente aterrador, luego nada sutil y aún más aterrador. El kayak y la paravela oscilaban en las súbitas sacudidas de ráfagas calientes. Aferré los lados con frenesí y rogué para estar en cualquier otro mundo que no fuera éste.

Luego las descargas eléctricas comenzaron a saltar de una torre de nubes a la otra.

El comlog y mi propio razonamiento habían evaluado la escala de este lugar: una atmósfera de decenas de kilómetros de profundidad, un horizonte tan lejano que podían caber veintenas de Tierras o Hyperiones entre el poniente y yo, pero los rayos terminaron de convencerme de que era un mundo hecho para dioses y titanes, no para la humanidad.

Las descargas eléctricas eran más anchas que el Mississippi y más largas que el Amazonas. Yo había visto esos ríos y veía estos rayos. Lo sabía.

Me agazapé en mi cabina como si eso pudiera ayudarme cuando una de esas centellas se estrellara contra mi kayak volante. Tenía erizado el vello de los brazos y comprendí que el hormigueo que sentía en el cuello y el cuero cabelludo era precisamente eso, el pelo de mi cabeza contorsionándose como un nido de víboras. El comlog emitía alarmas de sobrecarga. Quizá también me estuviera gritando, pero yo no podría haberlo oído con los cañonazos que sonaban a diez centímetros de mi oreja en esa turbulencia. La paravela ondeaba y tironeaba de las varillas mientras el aire caliente y las implosiones de vacío nos sacudían. En un punto, siguiendo la estela de una centella que me había cegado, el kayak subió por encima de la horizontal, a mayor altura que la paravela. Pensé que las varillas se partirían y el kayak y yo caeríamos amortajados en la paravela, que caeríamos durante minutos u horas hasta que la presión y el calor acallaran mis alaridos.

El kayak recobró su posición y siguió balanceándose como un péndulo enloquecido, pero debajo de la vela.

Además de la tormenta eléctrica, además de la creciente cadena de explosiones en cada torre de cúmulos, además de los rayos que ahora orlaban las torres como una telaraña de neuronas en un cerebro desquiciado, bolas relampagueantes comenzaron a desprenderse de las nubes para flotar en los espacios oscuros donde volaba mi kayak.

Observé una de esas vibrantes esferas que flotaba cien metros debajo de mí: tenía el tamaño de un pequeño asteroide redondo, una luna eléctrica. El estrépito era indescriptible. Recordé un incendio forestal en los marjales de Aquila, el tornado que habíamos afrontado en los brezales cuando yo tenía cinco años, la detonación de las granadas de plasma contra el gran glaciar azul de la Garra. Ninguna combinación de estos recuerdos podía compararse con la violencia energética que sacudía el kayak como un terremoto de luz azul y dorada.

La tormenta duró más de ocho horas. La oscuridad duró otras ocho. Sobreviví a las primeras. Dormí durante las segundas. Cuando desperté, conmocionado y sediento, lleno de sueños de luz y de ruido, medio ensordecido, con ganas de orinar y temiendo caerme de la cabina mientras me arrodillaba para hacerlo, vi que la luz de la mañana pintaba el lado opuesto de las columnas de nubes que habían reemplazado las columnas del templo de la noche anterior. El amanecer era más simple que el ocaso: el resplandor blanco y dorado se derramaba desde el techo de cirros por los turbulentos flancos de los cúmulos y los nimbos, hasta la capa donde yo temblaba de frío. Tenía la piel, la ropa y el cabello mojados. Durante la locura de esa noche, había llovido intensamente.

Me arrodillé en el suelo acolchado, aferré el borde con la mano izquierda, estabilicé el kayak e hice mis necesidades. El hilillo dorado titiló en la luz de la mañana mientras caía en el infinito. Me dolía la espalda y recordé la pesadilla del cálculo renal. Eso parecía haber ocurrido mucho tiempo atrás, en otra vida. Bien, pensé, si está pasando otra piedrecita, hoy no la atraparé.

Me abotoné, acomodándome en la cabina, tratando de estirar las piernas doloridas sin caerme, pensando en la imposibilidad de encontrar otro anillo teleyector en ese cielo infinito después de los desvíos de esa noche —ni siquiera había seguido un curso del cual pudiera desviarme— cuando comprendí que no estaba solo.

Cosas vivientes emergían de las profundidades y flotaban alrededor de mí.

Al principio vi una sola criatura y no tenía escala para juzgar el tamaño de mi visitante. Podía tener unos centímetros de diámetro y estar a pocos metros de mi kayak flotante, o tener muchos kilómetros de diámetro y estar muy lejos. Luego el organismo nadó entre una distante columna de nubes y una más distante torre de cúmulos, y comprendí que su tamaño debía medirse en kilómetros. Cuando se aproximó, vi la miríada de formas más pequeñas que la acompañaban en el cielo de la mañana.

Antes de hablar de esas criaturas, debo decir que pocos episodios de la historia de la expansión de la humanidad en este brazo de la galaxia nos habían preparado para describir grandes organismos alienígenas. En los cientos de mundos explorados y colonizados durante y después de la Hégira, la mayor parte de la vida aborigen consistía en plantas y organismos simples, como los radiantes espejines de Hyperion. Los cazadores habían llevado al borde de la extinción las pocas formas animales grandes y evolucionadas, como el leviatán boca de lámpara de Mare Infinitus o los zeplins de Remolino. El resultado más común era un mundo con algunas formas de vida aborígenes y un sinfín de especies adaptadas por los humanos. La humanidad había terraformado esos mundos, llevando el ADN de bacterias, lombrices, peces, aves y animales terrestres, descongelando los embriones en las primeras naves semilleras, construyendo fábricas de procreación en las últimas expansiones. El resultado había sido muy similar al de Hyperion: plantas aborígenes como el árbol tesla, el chalma y el raraleña y algunos insectos supervivientes coexistiendo con trasplantes de Vieja Tierra y bioadaptaciones como el triálamo, los siempreazules, los robles, los patos, tiburones, colibríes y ciervos. No estábamos acostumbrados a los animales alienígenas.

Y estos animales eran decididamente alienígenas.

El más grande me recordaba el calamar de los bajíos cálidos del Gran Mar del Sur de Hyperion, otra especie adaptada de Vieja Tierra. Esta criatura era casi transparente, con órganos internos visibles, aunque admito que costaba diferenciar el exterior del interior mientras palpitaba cambiando de forma de segundo a segundo, como una nave estelar modificando sus contornos para la batalla. No tenía cabeza, ni siquiera una protuberancia chata y cefaloide, pero distinguí varios tentáculos, aunque frondas o filamentos sería una palabra más apropiada para definir esos apéndices oscilantes, retráctiles, extensibles y trémulos. Pero estos filamentos estaban no sólo dentro sino fuera del cuerpo transparente, y yo ignoraba si el desplazamiento de la criatura por el aire obedecía al movimiento natatorio de los filamentos o a los gases que el calamar gigante expulsaba al dilatarse y contraerse.

Por lo que recordaba de viejos libros y las explicaciones de Grandam, los zeplins de Remolino eran de apariencia mucho más simple: bolsas de gas con forma de dirigible, con su mezcla de hidrógeno y metano, almacenando y metabolizando el helio en toscos sacos impulsores, medusas gigantescas flotando en la atmósfera de hidrógeno, amoníaco y metano de Remolino. Por lo que recordaba, los zeplins comían un fitoplancton que flotaba en la atmósfera venenosa como maná. No había depredadores en Remolino, hasta que llegaron los humanos con sus batiscafos flotantes para cosechar los gases más raros.

Al aproximarse el calamar, vi la complejidad de sus entrañas: pálidos y palpitantes órganos, serpentinas semejantes a intestinos, filamentos que podían servir para la alimentación y tubos que podían ser para la reproducción o la excreción, apéndices que podían ser órganos sexuales, o tal vez ojos. Sin cesar se contraía, plegaba sus filamentos rizados y se impulsaba hacia delante, los tentáculos plenamente extendidos, como un calamar nadando en aguas claras. Tenía quinientos o seiscientos metros de longitud.

Me fijé en los demás organismos. Alrededor del calamar se apiñaban miles de criaturas doradas con forma de disco, algunas del tamaño de mi mano y otras más grandes que las mantas de río que arrastraban las barcazas en los ríos de Hyperion. Estas criaturas también eran transparentes, aunque sus entrañas estaban veladas por un fulgor verdoso, tal vez un gas inerte que el campo bioeléctrico del animal tornaba luminiscente. Estas criaturas rodeaban al calamar, y por momentos eran engullidas o absorbidas por uno u otro orificio, y luego reaparecían en el exterior. No juraría que vi al calamar comiendo los discos, pero en un momento creí ver una nube de esas cosas verdes y refulgentes moviéndose en el interior de las tripas del calamar como plaquetas fantasmales en una vena clara.

El monstruo se acercó con su nube de acompañantes, elevándose hasta que la luz del sol le atravesó el cuerpo. Corregí el cálculo de su tamaño: debía tener por lo menos un kilómetro de longitud y un tercio de esa distancia en anchura cuando se expandía. Los discos vivientes flotaban a ambos lados de mí. Vi que giraban además de ondular como mantas.

Extraje la pistola de dardos y le quité el seguro. Si el monstruo atacaba, le vaciaría medio cargador en el flanco, esperando que fuera tan delgado como transparente. Tal vez pudiera vaciarlo, dejarlo sin los gases que le permitían flotar en esta franja atmosférica de oxígeno.

En ese momento extendió sus filamentos de hidra en todas las direcciones, algunos a metros de mi paravela, y comprendí que no podría matar ni hundir al monstruo sin que destruyera mi vela con el movimiento de un tentáculo. Esperé, temiendo que en cualquier momento sus fauces me tragaran, si tenía fauces.

Nada sucedió. Mi kayak seguía un rumbo que yo consideraba «oeste», subiendo y bajando en las corrientes de aire. Las majestuosas nubes se erguían sobre mí, y el calamar y sus compañeros —que por algún motivo yo consideraba parásitos— se mantenían cientos de metros al «norte» y cientos de metros encima de mí. Me pregunté si la criatura me seguía por curiosidad o por hambre, si esas plaquetas verdes podrían atacarme en cualquier momento.

Dejé la inservible pistola de dardos en mi regazo, comí las últimas galletas y bebí agua. Me quedaba agua para menos de un día. Me maldije por no haber recogido agua de lluvia durante la terrible tormenta de la noche, aunque ignoraba si el agua de ese mundo era potable.

La larga mañana se convirtió en una larga tarde. Varias veces la paravela me llevó hacia una torre nubosa y erguí el rostro en la niebla, lamiendo gotas de mis labios y mi barbilla. El agua sabía a agua. Cada vez que emergía de la niebla, esperaba que el calamar se hubiera marchado, pero permanecía en su sitio, a la derecha y encima de mí. Una vez, después que ese halo que era el sol pasó el cénit, el kayak atravesó un retazo de nubes ascendentes, y la vela casi se plegó en la violenta corriente. Pero se estabilizó y esa vez, al salir de la nube, había ascendido unos kilómetros. El aire era más frío y menos denso. El calamar me había seguido.

Tal vez aún no tenga hambre. Tal vez se alimente después del anochecer. Éstos eran mis alentadores pensamientos.

Seguí escrutando el cielo en busca de otro anillo teleyector, pero no veía ninguno. Parecía descabellado esperar que encontraría uno. Las corrientes de aire me impulsaban hacia el oeste, pero los caprichos del viento me empujaban al norte o al sur. ¿Cómo podía encontrar el ojo de esa aguja después de tantas horas de flotar a la deriva? No parecía probable. Pero aun así escrutaba el cielo.

A media tarde vi otras criaturas abajo y al sur. Más calamares se movían en la base de una inmensa torre de nubes, y el sol destacaba sus cuerpos claros contra la negrura de las hirvientes profundidades. Debía haber centenares de esas criaturas palpitantes en la base de la nube. Estaba demasiado lejos para distinguir los parásitos, pero una luz difusa —como polvo flotante— sugería la presencia de miles o millones. Me pregunté si estos monstruos residirían habitualmente en los niveles atmosféricos inferiores y si el que me seguía se había aventurado hasta aquí por curiosidad.

Se me acalambraban los músculos; salí de la cabina y traté de estirarme en el casco del kayak, colgándome de las varillas de la paravela para mantener el equilibrio. Era peligroso, pero tenía que desperezarme. Me tendí de espaldas y pedaleé una bicicleta imaginaria con las piernas alzadas, hice flexiones, aferrándome del borde de la cabina para no caerme. Una vez que logré desentumecerme, regresé a la cabina y dormité.

Quizá sea raro admitirlo, pero mi mente divagó toda esa tarde, aun mientras el calamar alienígena nadaba a poca distancia y las plaquetas bailaban y revoloteaban a metros del kayak. La mente humana se acostumbra rápidamente a la extrañeza si ésta no exhibe una conducta interesante.

Me puse a pensar en los días pasados, los meses pasados, los años pasados. Pensé en Aenea y en todas las demás personas que había dejado atrás: A. Bettik y la comunidad de Taliesin Oeste, el viejo poeta en Hyperion, Dem Loa y Dem Ria y su familia en Vitus-Gray-Balianus, el padre Glaucus en los túneles de aire escarchado de Sol Draconi Septem, Cuchiat y Chiaku y Cuchtu y Chichticu y los demás Chitchatuk en ese mismo mundo. Aenea estaba segura de que habían asesinado al padre Glaucus y a nuestros amigos Chitchatuk cuando nos fuimos de allí, aunque nunca me explicó cómo lo sabía, y pensé en otros que había dejado atrás, llegando hasta la última vez que había visto a Grandam y los miembros de mi clan, despidiéndome para ingresar en la Guardia Interna muchos años atrás. Y mis pensamientos siempre volvían a Aenea.

Abandoné a demasiadas personas. Y dejé que demasiadas personas se encargaran de mi trabajo y de mis luchas. A partir de ahora lucharé por mi cuenta. Si encuentro de nuevo a la niña, me quedaré con ella para siempre.

Sentía una rabiosa determinación, alimentada por el desaliento: no encontraría otro teleyector en ese vasto paisaje nuboso.

CONOCES

A LA QUE ENSEÑA

ELLA TE HA TOCADO (!?!?).

Las palabras no eran sonidos llegando a mis oídos, sino golpes en el interior de mi cráneo. Giré literalmente sobre mí mismo, y tuve que aferrar los bordes del kayak para no caerme.

HAS SIDO

TOCADO/CAMBIADO

APRENDIENDO

A OÍR/VER/CAMINAR

CON LA QUE ENSEÑA

(????).

Cada palabra era una migraña, arrasadora como una hemorragia cerebral. Mi propia voz las gritaba dentro de mi cráneo. Quizás estuviera enloqueciendo.

Enjugándome las lágrimas, miré al calamar gigante y su enjambre de parásitos verdosos. El gran organismo palpitaba, se contraía, extendía los filamentos y nadaba en el aire helado. No podía creer que esa criatura enviara esas palabras. Era demasiado biológica. Y yo no creía en la telepatía. Miré los discos, pero su conducta revelaba tanta conciencia cómo la danza de las motas de polvo en una franja de luz, y menos que los movimientos de un cardumen o una bandada de murciélagos. Sintiéndome tonto, grité:

—¿Quién eres? ¿Quién habla?

Me preparé aprensivamente para el borbotón de palabras que me taladraría el cerebro, pero no hubo respuesta del organismo gigante ni de sus compañeros.

—¿Quién ha hablado? —le pregunté al viento. No hubo respuesta excepto las bofetadas de las varillas contra la lona de la paravela.

El kayak se ladeó a la derecha, se enderezó, se ladeó de nuevo. Giré a la izquierda, esperando ver otro monstruo al ataque, pero en cambio vi que se aproximaba algo mucho más malévolo.

Mientras yo me concentraba en la criatura alienígena del norte, un ondeante cúmulo negro me había rodeado por el sur. Pendones deshilachados y negros brotaban del nubarrón y vibraban debajo de mí como ríos de ébano. Vi relámpagos en las profundidades mientras la tormentosa columna negra escupía esferas eléctricas. Más cerca, mucho más cerca, colgando del río de nubes negras que fluía sobre mí, acechaba una docena de tornados cuyos embudos me buscaban como colas de escorpión. Cada embudo tenía el tamaño del calamar —kilómetros verticales de arremolinada locura— y cada cual engendraba su propio cúmulo de tornados menores. No había manera de que mi frágil vela resistiera el embate de esos vórtices, y no había manera de que esos embudos no me engulleran.

Me erguí en la cabina oscilante, aferrando una varilla con la mano izquierda. Con la mano derecha hice un puño y lo alcé hacia los tornados, hacia la bullente tormenta, hacia el cielo invisible.

—Bien, al demonio con vosotros —grité. Mis palabras se perdieron en el aullido del viento. Mi chaleco flameaba alrededor de mí. Una ráfaga casi me arrojó al remolino. Inclinándome sobre el casco del kayak, encorvándome en el viento como un esquiador en un instante de fugaz equilibrio antes del inevitable descenso, sacudí el puño de nuevo y grité—: Venid, maldición. Os desafío.

Como en respuesta, uno de los embudos se aproximó, moviendo la punta de su cono giratorio como si buscara una superficie dura para destruir. Me erró por cientos de metros, pero el vacío que dejó al pasar hizo girar el kayak y la paravela como un bote de juguete en una bañera. Privado de la oposición del viento, caí en el resbaladizo kayak y me habría precipitado al abismo si mis manos no hubieran aferrado una varilla. En ese momento tenía los pies fuera de la cabina.

Una granizada viajaba con el embudo. Los cartuchos de hielo se estrellaron contra la paravela, acribillaron el kayak como nubes de dardos y me pegaron en la pierna izquierda y la espalda. El dolor casi me hizo aflojar las manos. Y comprendí que eso importaba poco, pues la vela estaba hecha jirones. Sólo su protección había impedido que la granizada me hiciera pedazos, pero ahora estaba agujereada. Perdí altura tan súbitamente como la había ganado al principio y el kayak se precipitó hacia la oscuridad. Los tornados llenaban el cielo. Aferré la inservible varilla que entraba en el abollado casco, decidido a permanecer en esa posición hasta que el bote, la vela recogida y yo fuéramos aplastados por la presión o despedazados por los vientos. Comprendí que estaba gritando de nuevo, pero el ruido era diferente en mis oídos casi alegre.

Había caído menos de un kilómetro, y el kayak y yo nos disparábamos con una celeridad superior a la velocidad terminal de Hyperion o Vieja Tierra, cuando el calamar se me abalanzó. Debió moverse con cegadora velocidad, como un calamar buscando su presa. Supe que estaba hambriento y decidido a no perder su cena cuando los largos filamentos me rodearon como enormes tentáculos.

Si la criatura me hubiera frenado de golpe, dada la velocidad a que caíamos el bote y yo, nos habría hecho trizas. Pero el calamar cayó con nosotros, rodeando el bote con sus zarcillos más pequeños —cada cual de dos a cinco metros de grosor— y luego frenó, soltando gases con olor a amoníaco como una nave de descenso en su aterrizaje. Después reinició el ascenso, dirigiéndose hacia la tormenta donde aún bramaban los tornados y el estratocúmulo central rotaba con negra intensidad. Medio atontado, comprendí que el calamar se dirigía hacia esa nube turbulenta mientras movía el kayak hacia un orificio de su cuerpo inmenso y transparente.

Bien, pensé en mi aturdimiento, he encontrado su boca.

Varillas y jirones de vela me rodeaban como una enorme mortaja. El kayak parecía estar envuelto en una bandera descolorida. Traté de girar, pensé en regresar a la cabina para coger la pistola de dardos y liberarme de esa criatura.

La pistola de dardos ya no estaba, pues el zarandeo del bote la había expulsado. También se habían caído los cojines y mi mochila con la ropa, la comida, el agua y la linterna láser. Se había caído todo.

Traté de reír, pero no atiné a articular sonidos mientras los filamentos me arrastraban con el kayak hasta el orificio del vientre del calamar. Pude ver los órganos internos con mayor claridad, palpitantes y absorbentes, moviéndose en ondas peristálticas, algunos de ellos llenos de plaquetas verdes. Un potente olor a líquido de limpieza —amoníaco— me hizo lagrimear los ojos y arder la garganta.

Pensé en Aenea. No fue un pensamiento prolongado ni elocuente: sólo una imagen de la niña al cumplir los dieciséis años, con su pelo corto, sudada y bronceada después de sus meditaciones en el desierto. Formé este simple mensaje: Lo lamento, pequeña. Hice lo posible por llegar a la nave y recobrarla. Lo lamento.

Los largos filamentos se plegaron y me metieron con el bote en una boca sin labios que debía tener treinta o cuarenta metros de anchura. Pensé en la fibra de vidrio, en la tela de ultranylon de la vela, en las varillas de fibra de carbono, y tuve un último pensamiento: Espero que esto te dé dolor de barriga.

Y luego fui arrastrado hacia ese tufo de amoníaco y pescado, vagamente consciente de que el aire de las entrañas de la criatura no era respirable, resuelto a saltar del kayak para no ser digerido, pero me desmayé antes de que pudiera actuar o formar otro pensamiento coherente.

Sin mi conocimiento ni observación, el calamar siguió elevándose entre nubes más negras que una noche sin luna, cerrando la boca sin labios hasta borrarla de su lisa y carnosa superficie. El kayak, la paravela y yo éramos apenas una sombra en el contenido líquido de su conducto inferior.