11

Kenzo Isozaki podía decir con franqueza que nunca había tenido miedo en su vida. Criado como samurai de negocios en las islas de helechos de Fuji, había aprendido desde la infancia a desdeñar el miedo y despreciar a quien lo sentía. Se permitía la cautela —para él se había convertido en indispensable herramienta empresarial— pero el miedo era ajeno a su naturaleza y su estructurada personalidad.

Hasta este momento.

M. Isozaki retrocedió cuando se abrió la puerta interna de la cámara de presión. Aquello que aguardaba en el interior había estado un minuto antes en la superficie de un asteroide sin aire. Y no usaba traje espacial.

Isozaki había optado por no llevar un arma en el saltador; él y la nave estaban inermes. En ese momento, mientras los cristales de hielo ondeaban como niebla en la puerta de la cámara y entraba una figura humanoide, Kenzo Isozaki se preguntó si había sido una elección prudente.

La figura humanoide era humana, al menos en apariencia. Tez bronceada, cabello gris, un traje gris de buen corte, ojos grises bajo pestañas bordeadas de escarcha, una sonrisa blanca.

—M. Isozaki —dijo el consejero Albedo.

Isozaki se inclinó. Había controlado sus palpitaciones y su respiración, y procuró mantener la voz serena y uniforme.

—Es amable de su parte responder a mi invitación.

Albedo se cruzó de brazos. Aún sonreía, pero Isozaki no se dejaba engañar. Los mares que rodeaban las islas de helechos de Fuji estaban llenos de tiburones, procedentes de las recetas ADN y los embriones congelados de las primeras naves semilleras Bussard.

—¿Invitación? —preguntó el consejero Albedo con voz espesa—. ¿O convocatoria?

Isozaki mantuvo la cabeza levemente inclinada, las manos a los costados.

—Nunca una convocatoria, M…

—Creo que usted sabe mi nombre —dijo Albedo.

—Los rumores dicen que usted es el mismo consejero Albedo que asesoró a Meina Gladstone hace casi tres siglos, señor —dijo el máximo ejecutivo de Pax Mercantilus.

—Entonces yo era más holograma que sustancia —dijo Albedo, abriendo los brazos—. Pero la personalidad es la misma. Y no es preciso que me llame señor.

Isozaki se inclinó levemente.

El consejero Albedo avanzó unos pasos. Acarició las consolas, el diván del piloto y el tanque de alta gravedad vacío.

—Una nave modesta para una persona tan poderosa, M. Isozaki.

—Creí que sería mejor practicar la discreción, consejero. ¿Puedo llamarle así?

En vez de responder, Albedo se acercó agresivamente al ejecutivo. Isozaki no se inmutó.

—¿Le parece discreto lanzar un telotaxis viral IA en la tosca esfera de datos de Pacem para que busque nódulos del TecnoNúcleo? —La voz de Albedo llenó la cabina.

Kenzo Isozaki alzó los ojos para afrontar la mirada gris del hombre más alto.

—Sí, consejero. Si el Núcleo aún existía, era imperativo que yo… que Mercantilus… estableciera un contacto personal. El telotaxis estaba programado para autodestruirse si lo detectaban los programas antivirales de Pax, y para inocular sólo si recibía una inequívoca respuesta del Núcleo.

El consejero Albedo se echó a reír.

—Su telotaxis IA era tan sutil como excremento flotando en la ponchera, Isozaki-san.

El ejecutivo de Mercantilus parpadeó de sorpresa ante esa grosería.

Albedo se sentó en el diván de aceleración, se desperezó.

—Siéntese, amigo. Se tomó mucho trabajo para encontrarnos. Se arriesgó a la tortura, la excomunión, la ejecución verdadera y la pérdida de sus privilegios de aparcamiento en el Vaticano. Si quiere hablar, hable.

El desconcertado Isozaki buscó otra superficie donde sentarse. Escogió un sector despejado de la pantalla de trayectorias. Le disgustaba la gravedad cero, así que el tosco campo de contención interno mantenía un diferencial que simulaba una gravedad, pero el efecto era tan incongruente que mantenía a Isozaki al borde del vértigo. Trató de organizar sus pensamientos.

—Usted está al servicio del Vaticano —dijo.

—El Núcleo no está al servicio de nadie, hombre de Mercantilus —interrumpió Albedo.

Isozaki decidió empezar de nuevo.

—Los intereses del Núcleo y los del Vaticano se han superpuesto al punto de que el TecnoNúcleo brinda asesoramiento y tecnología vital para la supervivencia de Pax…

El consejero Albedo sonrió y esperó.

Por lo que diré a continuación, pensó Isozaki, Su Santidad me entregará al gran inquisidor. Estaré en la máquina de dolor durante cien vidas.

—Algunos integrantes del Consejo Ejecutivo de la Liga Pancapitalista de Organizaciones Católicas Independientes de Comercio Transestelar —dijo— entienden que los intereses de la Liga y los intereses del TecnoNúcleo pueden tener más en común que los intereses del Núcleo y los del Vaticano. Entendemos que una investigación de esos objetivos e intereses comunes sería beneficioso para ambas partes.

Albedo mostró sus dientes perfectos sin decir nada.

Sintiendo la textura de la soga que se estaba poniendo alrededor del cuello, Isozaki continuó:

—Durante casi tres siglos, la Iglesia y las autoridades civiles de Pax han sostenido la versión oficial de que el TecnoNúcleo fue destruido con la Caída de los Teleyectores. Millones de personas cercanas al poder en los mundos de Pax conocen los rumores sobre la supervivencia del Núcleo…

—Los rumores de nuestra muerte son sumamente exagerados —dijo el consejero Albedo—. ¿Entonces?

—Entonces —continuó Isozaki—, con el entendimiento de que esta alianza entre las personalidades del Núcleo y el Vaticano ha sido beneficiosa para ambas partes, consejero, la Liga desearía explicar por qué una alianza similar con nuestra organización comercial llevaría beneficios más inmediatos y tangibles a esa asociación.

—Explíquese, Isozaki-san —dijo el consejero Albedo, reclinándose en la silla del piloto.

—Primero —dijo Isozaki, con voz más firme—, Pax Mercantilus está expandiéndose demasiado para una organización religiosa, a pesar de su jerarquía o aceptación universal. El capitalismo está recobrando poder en Pax. Es el auténtico pegamento que mantiene unidos los cientos de mundos.

»Segundo, la Iglesia continúa su interminable guerra contra los éxters y los elementos rebeldes de la esfera de influencia de Pax. Pax Mercantilus considera que esos conflictos son un derroche de energía y de preciosos recursos humanos y materiales. Más aún, implican al TecnoNúcleo en enfrentamientos humanos que no pueden promover los intereses del Núcleo ni acercarlo a sus objetivos.

»Tercero, mientras la Iglesia y Pax utilizan tecnologías obviamente derivadas del Núcleo, como el impulso Gedeón instantáneo y los nichos de resurrección, la Iglesia no reconoce el mérito del TecnoNúcleo por estas invenciones. Más aún, la Iglesia aún considera al Núcleo como un enemigo para sus millones de fieles, alegando que las entidades del Núcleo fueron destruidas porque estaban unidas con el demonio. Pax Mercantilus no necesita estos prejuicios y artificios. Si el Núcleo optara por el ocultamiento al aliarse con nosotros, respetaríamos esa política, pero siempre estaríamos dispuestos a presentar al Núcleo como un socio visible y estimado. En el ínterin, sin embargo, la Liga procuraría erradicar de la historia, la tradición y la mentalidad de los seres humanos la noción de que el TecnoNúcleo es el enemigo supremo.

El consejero Albedo pareció reflexionar. Tras mirar el asteroide por la ventana, dijo:

—¿Conque ustedes nos harán ricos y respetables?

Kenzo Isozaki calló. Sabía que su futuro y el equilibrio de poder en el espacio humano pendía sobre el filo de un cuchillo. Albedo le resultaba elusivo, y el sarcasmo del cíbrido bien podía ser un preludio para la negociación.

—¿Qué haríamos con la Iglesia? —preguntó Albedo—. Son casi tres siglos humanos de alianza secreta.

Isozaki dominó una vez más sus palpitaciones.

—No deseamos interrumpir ninguna relación que el Núcleo considere útil o rentable —murmuró—. Como gentes de negocios, en la Liga estamos preparados para ver las limitaciones de toda sociedad interestelar basada en la religión. El dogma y la jerarquía son inherentes a dichas estructuras… más aún, son las estructuras de cualquier teocracia. Como personas de negocios que creen en el provecho mutuo, vemos modos en que un segundo nivel de cooperación entre el Núcleo y los humanos, por secreto o limitado que sea, beneficiaría a ambas partes.

El consejero asintió de nuevo con la cabeza.

—Isozaki-san, ¿recuerda que en su oficina privada del Torus usted pidió a su asociada, Anna Pelli Cognani, que se quitara la ropa?

Isozaki mantuvo su expresión neutra, pero con un supremo esfuerzo de voluntad. El hecho de que el Núcleo observara su oficina privada, grabando cada transacción, le helaba la sangre literalmente.

—Usted preguntó entonces —continuó Albedo— por qué habíamos ayudado a la Iglesia a refinar el cruciforme. «Con qué fin», creo que preguntó usted. ¿Dónde está el beneficio para el Núcleo?

Isozaki miró al hombre de gris, pero en esa pequeña nave se sentía como encerrado con una cobra mortífera.

—¿Alguna vez tuvo un perro, Isozaki-san? —preguntó Albedo.

Aún pensando en cobras, el ejecutivo de Mercantilus abrió la boca.

—¿Un perro? No. Los perros no eran comunes en mi mundo natal.

—Ah, es verdad —dijo Albedo, mostrando de nuevo los dientes blancos—. Los tiburones eran la mascota preferida en su isla. Creo que usted tuvo un bebé tiburón que trató de domesticar cuando tenía seis años estándar. Usted lo llamó Keigo, si mal no recuerdo.

En ese momento Isozaki no podría haber hablado aunque la vida le fuera en ello.

—¿Y cómo impidió que su bebé tiburón lo devorase cuando nadaban juntos en la laguna de Shioko, Isozaki-san?

Al cabo de un instante, Isozaki logró articular:

—Un collar.

—¿Cómo ha dicho? —El consejero Albedo se inclinó hacia él.

—Un collar —repitió el ejecutivo. Pequeñas manchas negras bailaban en su visión periférica—. Collar de choque. Teníamos que llevar las teclas transmisoras. El mismo aparato que usaban nuestros pescadores.

—Ah sí —dijo Albedo, aún sonriendo—. Si su mascota se portaba mal, usted la ponía en cintura. Con sólo mover el dedo. —Extendió la mano, ahuecándola como si sostuviera un teclado invisible. Su dedo bronceado tocó un botón invisible.

No fue tanto un shock eléctrico lo que atravesó el cuerpo de Kenzo Isozaki, sino algo más parecido a ondas de dolor puro. Comenzaba en el pecho, en el cruciforme incrustado en la piel, la carne y el hueso, y se expandía como señales telegráficas de dolor por los cientos de metros de fibras, nematodos y nódulos de tejido cruciforme que hacían metástasis en su cuerpo como tumores.

Isozaki gritó y se arqueó de dolor. Se derrumbó en el suelo.

—Creo que sus teclas podían infligir a Keigo descargas crecientes si se ponía agresivo —reflexionó el consejero Albedo—. ¿Verdad, Isozaki-san? —Palpó de nuevo el aire, como tocando un teclado.

El dolor se agudizó. Isozaki se orinó en el traje especial y habría vaciado sus entrañas si ya no estuvieran vacías. Trató de gritar de nuevo pero se le cerraron las mandíbulas, como presa de un tétano violento. El esmalte de sus dientes se rajó y se desmenuzó. Saboreó sangre al morderse la lengua.

—En una escala de diez, eso habría sido un dos para el viejo Keigo creo —dijo el consejero Albedo. Se puso de pie y caminó hacia la cámara de aire, tecleando la combinación.

Retorciéndose en el suelo, su cuerpo y su cerebro eran apéndices inservibles del cruciforme que lo atormentaba. Isozaki trató en vano de gritar con las mandíbulas cerradas. Los ojos se le salían de las órbitas. Le brotaba sangre de la nariz y los oídos.

Tras teclear la combinación de la cámara, el consejero Albedo tocó la tecla invisible de su palma una vez más.

El dolor desapareció. Isozaki vomitó en la cubierta. Cada músculo de su cuerpo sufría un espasmo mientras sus nervios parecían actuar a tontas y a locas.

—Llevaré su propuesta a los Tres Elementos del TecnoNúcleo —dijo formalmente el consejero Albedo—. Se dará seria consideración a la propuesta. Entretanto, amigo mío, contamos con su discreción.

Isozaki trató de articular un ruido inteligible, pero sólo pudo arquearse y vomitar en el suelo de metal. Para su horror, sus entrañas espasmódicas soltaban gases en una onda de flatulencia.

—Y no habrá más telotaxis virales IA en ninguna esfera de datos, ¿verdad, Isozaki-san? —Albedo entró en la cámara y cerró la puerta.

Fuera, la torturada roca del asteroide sin nombre giraba en una dinámica sólo conocida para los dioses de la matemática del caos.

Rhadamanth Nemes y sus tres hermanos tardaron sólo unos minutos en llevar la nave desde la base Bombasino hasta la aldea de Childe Lamond, en el seco mundo de Vitus-Gray-Balianus B, pero el viaje se complicó por la presencia de tres deslizadores que ese idiota del comandante Solznykov había enviado como escolta. Por el tráfico «confidencial» de haz angosto entre la base y los deslizadores, Nemes sabía que el comandante había enviado a su asistente, el torpe coronel Vinara, a encargarse personalmente de la expedición. Más aún, Nemes sabía que el coronel no estaría a cargo de nada, pues estaría tan conectado con receptores y mensajes en holosimulación y haz angosto que Solznykov estaría al mando de los efectivos de Pax sin mostrar la cara.

Cuando revoloteaban sobre la aldea —aunque «aldea» parecía un término demasiado formal para esa franja de cuatro niveles de casas de adobe que estaba en el margen oeste del río, al igual que cientos de otras casas durante casi todo el trayecto desde la base— los deslizadores los alcanzaron y se disponían a aterrizar mientras Nemes buscaba una zona apropiada y firme para la nave.

Las puertas de las casas de adobe estaban pintadas con brillantes colores primarios. En la calle la gente usaba túnicas del mismo tono. Nemes sabía la razón para este espectáculo de color: había consultado la memoria de la nave y los archivos encriptados de Bombasino sobre la gente de la Hélice del Espectro. Los datos eran interesantes sólo porque sugerían que estas rarezas humanas eran reacias a convertirse a la cruz y aún más reacias a someterse a Pax. En otras palabras, gente propensa a ayudar a una niña, un hombre y un androide manco si eran rebeldes que deseaban esconderse de las autoridades.

Los deslizadores aterrizaron en la carretera que bordeaba el canal. Nemes llevó su nave hasta un parque, destruyendo parcialmente un pozo artesano.

Gyges la miró inquisitivamente desde el asiento del copiloto.

—Scylla y Briareus saldrán para efectuar la búsqueda formal —dijo Nemes—. Tú quédate conmigo. —Había notado sin orgullo ni vanidad que los otros clones se sometían a su autoridad, a pesar de la inequívoca amenaza de muerte de los Tres Elementos en caso de que ella volviera a fracasar.

Los dos nombrados bajaron por la rampa y se abrieron paso en la multitud de gente de túnicas de color. Soldados en armadura de combate, las viseras bajas, les salieron el encuentro. Observando por el canal óptico común, Nemes reconoció la voz del coronel Vinara.

—La alcaldesa, una mujer llamada Ses Gia, nos niega permiso para revisar las casas.

Nemes pudo ver la desdeñosa sonrisa de Briareus reflejada en el visor bruñido del coronel. Era como mirar un reflejo de sí misma con una estructura ósea un poco más fuerte.

—¿Y usted permite que esta alcaldesa le dé órdenes? —preguntó Briareus.

El coronel Vinara alzó una mano enguantada.

—Pax reconoce a las autoridades aborígenes hasta que formen parte del protectorado.

—Usted dijo que la doctora Molina dejó un soldado de Pax como guardia —dijo Scylla.

Vinara asintió. El casco amarillo amplificaba su respiración.

—No hay rastros de ese soldado. Hemos intentado comunicarnos desde que partimos de Bombasino.

—¿Este soldado no tiene un chip de rastreo implantado quirúrgicamente? —dijo Scylla.

—No, está incluido en su armadura.

—¿Y?

—Encontramos la armadura en un pozo, a varias calles de distancia —dijo el coronel Vinara.

La voz de Scylla no se alteró.

—Supongo que el soldado no estaba en la armadura.

—No —dijo el coronel—, sólo la armadura y el casco. No había ningún cuerpo en el pozo.

—Qué lástima —dijo Scylla. Iba a marcharse, pero se volvió hacia el coronel—. Sólo la armadura, dice usted. ¿Ningún arma?

—No —respondió Vinara con voz compungida—. He ordenado revisar las calles e interrogaremos a los ciudadanos hasta que alguien nos señale la casa donde la doctora Molina arrestó al prisionero. Luego la rodearemos y exigiremos la rendición de todos los ocupantes. He pedido a los tribunales civiles de Bombasino que tengan en cuenta nuestra solicitud de una orden de registro.

—Buen plan, coronel —dijo Briareus—. Siempre que los glaciares no cubran la aldea antes que le entreguen la orden.

—¿Glaciares? —preguntó el coronel Vinara.

—Olvídelo —dijo Scylla—. Si le resulta aceptable, le ayudaremos a inspeccionar las calles adyacentes y esperaremos la autorización adecuada para buscar casa por casa.

Por banda interna le preguntó a Nemes:

«¿Qué hacemos ahora?».

«Quédate con él y haz lo que acabas de ofrecerle —respondió Nemes—. Sé cortés y respeta la ley. No nos conviene encontrar a Endymion ni a la niña en presencia de estos idiotas. Gyges y yo pasaremos a tiempo rápido».

«Buena cacería», transmitió Briareus.

Gyges ya esperaba en la cámara de presión.

—Yo me encargaré del poblado —dijo Nemes—, tú sigue río abajo hasta el arco teleyector y asegúrate de que nada lo atraviese en ninguna dirección sin que tú lo verifiques. Cambia de fase para enviar un mensaje y yo cambiaré periódicamente para revisar la banda. Si encuentras a Endymion o a la niña, toca la alarma. —Era posible comunicarse por la banda común en cambio de fase, pero el gasto de energía era enorme, mucho mayor que el requerido para el cambio de fase, así que era más económico salir de fase periódicamente para revisar la banda común. Aun una llamada de alarma podía usar el equivalente de todo el presupuesto energético anual de ese mundo. Por mucha ventaja que le llevaran Endymion y sus aliados, los alcanzaría. A Nemes le habría gustado degollar a ese picapleitos mientras aún estaba en fase (los testigos en tiempo real verían la decapitación como sobrenatural, obra de un verdugo invisible) pero necesitaba sonsacarle información. Sin embargo, no lo necesitaba consciente. El plan más sencillo sería alejar a Endymion de sus amigos de la Hélice del Espectro, rodearlo con el mismo campo de fase que protegía a Nemes, clavarle una aguja en el cerebro para inmovilizarlo, llevarlo a la nave, guardarlo en el nicho de resurrección y luego prestarse a la farsa de agradecer la ayuda del coronel Vinara y del comandante Solznykov. Podrían «interrogar» a Raul Endymion una vez que la nave hubiera abandonado la órbita. Nemes le insertaría microfibras en el cerebro, extrayendo ARN y recuerdos a voluntad. Endymion nunca recobraría la conciencia: cuando ella y sus hermanos hubieran aprendido lo necesario, lo liquidaría y arrojaría el cuerpo al espacio. El objetivo era encontrar a la niña llamada Aenea.

De pronto las luces se apagaron.

Mientras estoy en fase, pensó Nemes. Imposible. Nada podía suceder tan rápidamente.

Se detuvo. No había ninguna luz en el túnel, nada que ella pudiera amplificar. Pasó a infrarrojo, escrutando el pasadizo. Vacío. Abrió la boca y lanzó un grito sonar, volviéndose para hacer lo mismo en la dirección contraria. Vacío. El alarido ultrasónico rebotó en el extremo del túnel. Modificó el campo que la rodeaba para lanzar una pulsación de radar profundo en ambas direcciones. El túnel estaba vacío, pero el radar profundo registraba kilómetros de laberintos de túneles similares en todas las direcciones. A treinta metros, más allá de una gruesa puerta metálica, había un garaje subterráneo con una selección de vehículos y formas humanas.

Todavía suspicaz, Nemes salió de fase un instante para averiguar por qué las luces se habían apagado en un microsegundo.

La forma estaba justo frente a ella. Nemes tuvo menos de una diezmilésima de segundo para cambiar de fase mientras cuatro puños afilados la embestían con la fuerza de cien mil topadoras. Rodó por el túnel, la escalera y la pared de roca maciza, cayendo en lo más hondo de la piedra. Las luces seguían apagadas.

En los veinte días estándar que el gran inquisidor pasó en Marte, aprendió a odiar ese mundo más que al infierno mismo.

Los simunes planetarios soplaban todos los días. Aunque él y su equipo de veinte personas habían ocupado el palacio de gobierno de las inmediaciones de San Malaquías, y aunque el palacio era teóricamente tan hermético como una nave de Pax, con filtración constante del aire, con ventanas que consistían en cincuenta y dos capas de plástico de alto impacto, con entradas que parecían más cámaras de presión que puertas, el polvo marciano penetraba.

Cuando el cardenal John Domenico Mustafa tomaba la ducha de agujas por la mañana, el polvo que había acumulado por la noche bajaba en rojos riachuelos de lodo por el desagüe. Cuando el criado del gran inquisidor le ayudaba a ponerse la sotana limpia por la mañana, ya había rastros de polvillo rojo en los pliegues sedosos. Cuando Mustafa desayunaba —a solas en el comedor del palacio—, el polvillo crujía entre sus muelas. Durante las entrevistas e interrogatorios del Santo Oficio celebradas en la vasta sala de baile del palacio, el gran inquisidor sentía que el polvo se le acumulaba en el tobillo, el cuello, el cabello y bajo las uñas manicuradas.

Era ridículo. Los deslizadores y los cazas Escorpión permanecían en tierra. El puerto espacial operaba sólo unas horas al día, durante las breves treguas del simún. Los vehículos terrestres aparcados pronto se convertían en montículos y ventisqueros de arena roja, y ni siquiera los filtros impedían que las partículas rojas invadieran los motores y los módulos de estado sólido. Algunos antiguos vehículos todo terreno y lanzaderas de fusión mantenían la entrada de alimentos e información en la capital, pero en la práctica el gobierno y las fuerzas armadas de Pax estaban aislados en Marte.

Al quinto día del simún llegaron informes de ataques palestinos contra bases de Pax en la meseta de Tharsis. El mayor Piet, el lacónico comandante de las fuerzas terrestres de la gobernadora, tomó una compañía de efectivos de Pax y la Guardia Interna y partió en vehículos reptadores y transportes con orugas. Los emboscaron a cien kilómetros de la meseta y sólo Piet y la mitad de su gente regresaron a San Malaquías.

En la segunda semana llegaron informes de ataques palestinos contra varias guarniciones de ambos hemisferios. Se perdió todo contacto con el contingente de Hellas y la estación polar sur comunicó al Jibril que se preparaba para rendirse ante los atacantes.

La gobernadora Clare Palo —trabajando desde una pequeña oficina que había pertenecido a uno de sus asistentes— habló con el arzobispo Robeson y el gran inquisidor y lanzó armas tácticas de fusión y plasma contra las guarniciones sitiadas. El cardenal Mustafa aprobó el uso del Jibril en la lucha contra los palestinos, y Sudpolar Uno fue barrida desde órbita. Los comandantes de la Guardia Interna, Pax, la infantería de la flota, la Guardia Suiza y el Santo Oficio se aseguraron de que San Malaquías, su catedral y el palacio de gobierno estuvieran a salvo de un ataque. En la implacable tormenta de polvo, todo aborigen que se aproximara a ocho kilómetros de la ciudad y no usara un transmisor de Pax era incinerado y su cuerpo recobrado después. No todos eran guerrilleros palestinos.

—El simún no puede durar para siempre —gruñó el comandante Browning, jefe de las fuerzas de segundad del Santo Oficio.

—Puede durar de tres a cuatro meses estándar —dijo el mayor Piet, enfundado en un yeso contra quemaduras—. Tal vez más.

El trabajo del Santo Oficio de la Inquisición no conducía a ninguna parte: los soldados que habían descubierto la matanza de Arafat-kaffiyeh fueron nuevamente interrogados con droga de la verdad y neurosonda, pero sus versiones no se modificaron; los expertos forenses del Santo Oficio trabajaron con los forenses de la enfermería de San Malaquías sólo para confirmar que no era posible resucitar a ninguno de los trescientos sesenta y dos cadáveres. El Alcaudón les había arrancado cada nódulo y milifibra del cruciforme; se enviaron preguntas a Pacem por nave correo, relacionadas con la identidad de las víctimas, la índole de las operaciones del Opus Dei en Marte y los motivos para ese avanzado puerto espacial, pero cuando la nave regresó al cabo de catorce días locales, sólo traía la identidad de las víctimas, sin explicaciones sobre su relación con el Opus Dei ni los motivos de esa organización para operar en Marte.

Al cabo de quince días de tormenta de polvo, nuevos informes sobre ataques palestinos contra convoyes y guarniciones y largos días de interrogatorio y análisis de pruebas que no llevaban a ninguna parte, el gran inquisidor se alegró al oír que el capitán llamaba por haz angosto desde el Jibril para anunciar que una emergencia requería que él y su séquito regresaran a órbita cuanto antes.

El Jibril era uno de los flamantes arcángeles estelares, y para el cardenal Mustafa era funcional y mortífero mientras sus naves de descenso se aproximaban. El gran inquisidor no sabía mucho sobre las naves de guerra de Pax, pero aun él podía ver que el capitán Wolmak había preparado la nave para la batalla: los botalones y sensores estaban retraídos, la mole del motor Gedeón presentaba un blindaje reflectante, y los portales de armamentos estaban despejados para la acción. Detrás del arcángel giraba Marte, un disco polvoriento del color de la sangre seca. El cardenal Mustafa deseó que fuera la última vez que viera ese lugar.

El padre Farrell comentó que las ocho naves-antorcha del grupo operativo del sistema estaban a quinientos kilómetros del Jibril, en una apretada formación defensiva, y el gran inquisidor comprendió que sucedía algo grave.

La nave de Mustafa fue la primera en atracar y Wolmak lo recibió en la antecámara. El campo de contención interna les daba gravedad.

—Mis disculpas por interrumpir su inquisición, excelencia —dijo el capitán.

—No tiene importancia —replicó el cardenal Mustafa, sacudiéndose la arena de la túnica—. ¿Qué es tan importante, capitán?

Wolmak titubeó, mirando al séquito que seguía al gran inquisidor: el padre Farrell, seguido por el comandante Browning, tres asistentes del Santo Oficio, el sargento Nell Kasner, el capellán de resurrección Erdle y el mayor Piet, ex comandante de fuerzas terrestres de la gobernadora Palo que el cardenal Mustafa había tomado a su servicio.

El gran inquisidor reparó en la vacilación del capitán.

—Puede hablar libremente, capitán. En este grupo todos tienen autorización del Santo Oficio.

Wolmak asintió.

—Excelencia, hemos encontrado la nave.

El cardenal Mustafa lo miró sin comprender.

—El carguero que debía abandonar la órbita de Marte el día de la matanza, excelencia —continuó el capitán—. Sabíamos que sus naves de descenso se habían citado con alguna nave ese día.

—Sí —dijo el gran inquisidor—, pero suponíamos que ya se habría ido, trasladándose al sistema estelar al cual se dirigía.

—Sí, señor —dijo Wolmak—, pero pedí una búsqueda dentro del sistema, por si la nave nunca se había elevado a C-plus. La encontramos en el cinturón de asteroides.

—¿Ese era su destino? —preguntó Mustafa.

—Creo que no, excelencia. El carguero gira a la deriva. Nuestros instrumentos no muestran vida a bordo, ni sistemas activados… ni siquiera el motor de fusión.

—¿Pero es un carguero estelar? —preguntó el padre Farrell.

El capitán Wolmak se volvió hacia ese hombre alto y delgado.

—Sí, padre. El Saigon Maru. Un carguero de minerales de tres millones de toneladas que está operativo desde tiempos de la Hegemonía.

—Mercantilus —murmuró el gran inquisidor.

Wolmak lo miró sombríamente.

—Originalmente, excelencia. Pero nuestros registros muestran que el Saigon Maru fue dado de baja de la flota de Mercantilus y transformado en chatarra hace ocho años estándar.

El cardenal Mustafa y el padre Farrell se miraron.

—¿Ya ha abordado la nave, capitán? —preguntó el comandante Browning.

—No —dijo Wolmak—. Dadas las implicaciones políticas, me pareció mejor que su excelencia estuviera a bordo para autorizar dicha inspección.

—Muy bien —dijo el gran inquisidor.

—Además —dijo el capitán Wolmak—, quería contar con todo el complemento de infantes y guardias suizos.

—¿Por qué? —preguntó el mayor Piet. Su uniforme parecía abultado sobre el yeso contra quemaduras.

—Hay algo raro —dijo el capitán, mirando al mayor y al gran inquisidor—. Hay algo realmente raro.

A más de doscientos años-luz del sistema de Marte, el grupo GEDEÓN terminaba su tarea de destruir Lucifer.

El séptimo y último sistema éxter de la expedición punitiva fue el más difícil de liquidar. Consistía en una estrella amarilla tipo G con seis mundos, dos de ellos habitables sin terraformación, y estaba abarrotado de éxters: bases militares más allá de los asteroides, rocas de nacimiento en el cinturón de asteroides, hábitats angélicos alrededor de un mundo acuático, bases de reaprovisionamiento en órbita del gigante gaseoso y un bosque orbital entre lo que habrían sido las órbitas de Venus y Vieja Tierra en el sistema Sol. GEDEÓN tardó diez días estándar en buscar y liquidar la mayoría de esos nódulos de vida éxter.

Cuando hubieron terminado, la almirante Aldikacti pidió una reunión física con los siete capitanes a bordo de la nave Uriel y reveló que los planes habían cambiado: la expedición había tenido tanto éxito que buscarían nuevos blancos y continuarían el ataque. Aldikacti había despachado un correo Gedeón a Pacem y había recibido autorización para prolongar la misión. Los siete arcángeles se trasladarían a la base de Pax más cercana, en el sistema Tau Ceti, donde se reaprovisionarían de armas y combustibles y se sumarían a cinco nuevos arcángeles. Las sondas habían localizado una docena de nuevos sistemas éxters, ninguno de los cuales tenía aún noticias de la estela de destrucción que había dejado GEDEÓN. Contando el tiempo de resurrección, atacarían de nuevo a los diez días estándar.

Los siete capitanes regresaron a sus naves y se prepararon para trasladarse del sistema Lucifer a la base de Tau Ceti.

A bordo del Rafael, el capitán de fragata Hoagan «Hoag» Liebler estaba inquieto. Aparte de su puesto oficial como oficial ejecutivo de la nave, lugarteniente del padre capitán De Soya, a Liebler le pagaban para espiar al padre capitán y denunciar cualquier conducta sospechosa, primero ante el jefe de seguridad del Santo Oficio que estaba a bordo de la nave insignia Uriel, y luego, aparentemente, por toda la cadena de mando hasta el legendario cardenal Lourdusamy. El problema de Liebler era que tenía sospechas pero no sabía explicar por qué.

El espía no podía denunciar a la tripulación del padre capitán De Soya por confesarse con excesiva frecuencia, pero eso lo tenía preocupado. Hoag Liebler no era espía por formación ni vocación: era un caballero de Renacimiento Menor venido a menos, obligado por los reveses económicos a ejercer su opción de unirse a las fuerzas armadas, y luego forzado —por lealtad a Pax y a la Iglesia, quería creer, más que por la necesidad constante de dinero para reclamar y restaurar sus propiedades— a espiar a este capitán.

Las confesiones no eran algo fuera de lo común. La tripulación estaba constituida por soldados cristianos fieles y renacidos, amantes de la Iglesia y la confesión, y las circunstancias en que se encontraban y la posibilidad de una muerte verdadera y eterna si un arma de fusión o haz cinético éxter atravesaba los campos de contención defensivos incentivaban esa fe, pero Liebler presentía que otro factor incidía en todas las confesiones que se sucedían desde el ataque contra el sistema Mamón. Durante las treguas en las enconadas batallas libradas en el sistema Lucifer, todos los tripulantes y el complemento de guardias suizos —unos veintisiete efectivos en total, sin contar al desconcertado oficial ejecutivo— habían desfilado por el confesionario como espaciales por un burdel de un puerto del Confín.

Y el confesionario era el único lugar donde ni siquiera el oficial ejecutivo podía fisgonear.

Liebler no se imaginaba qué conspiración podía estar en marcha. El motín no tenía sentido. Primero, era impensable. En los casi tres siglos de Pax ninguna tripulación de la flota se había amotinado. Segundo, era absurdo. Los amotinados no le confesarían al capitán que se proponían cometer el pecado de amotinarse.

Tal vez el padre capitán De Soya estuviera reclutando a esos hombres y mujeres para algún acto nefasto, pero Hoag Liebler no entendía qué podía ofrecerles a esos leales tripulantes y guardias suizos. Los tripulantes no simpatizaban con Hoag Liebler —él estaba acostumbrado a que sus compañeros lo detestaran, y sabía que era la maldición de su aristocracia natural—, pero no se los imaginaba confabulándose para hacerle daño a él. Si el padre capitán De Soya había logrado inducirlos a la traición, lo peor que podían hacer era tratar de robar el arcángel. Liebler sospechaba que esta posibilidad remota era el motivo por el cual lo habían designado espía, ¿pero con qué finalidad? El Rafael siempre permanecía en contacto con los demás arcángeles del grupo GEDEÓN, salvo en el instante de traslación C-plus y los dos días de apresurada resurrección, así que si los tripulantes se rebelaban e intentaban robar la nave, los otros seis arcángeles los alcanzarían en un instante.

Esa idea inquietaba a Hoag Liebler. Le disgustaba morir, y no quería morir más de lo necesario. Además, no sería una ayuda para su carrera nobiliaria en Renacimiento Menor ser recordado como parte de una tripulación de traidores. Era posible que el cardenal Lourdusamy —o quien estuviera en la cima de la cadena alimenticia del espionaje— lo hiciera torturar, excomulgar y condenar a la muerte verdadera junto con el resto de la tripulación tan sólo para ocultar que el Vaticano había introducido un espía a bordo.

Ese pensamiento inquietaba a Hoag Liebler.

Se consoló pensando que ese acto de traición no sólo era improbable sino demencial. No era como en los días de Vieja Tierra u otros mundos acuáticos sobre los que Liebler había leído, donde un buque de guerra oceánico se rebelaba y se dedicaba a la piratería, atacando naves mercantes y aterrorizando los puertos. Un arcángel robado no tenía adonde huir, ni dónde ocultarse, ni dónde reaprovisionarse. La flota de Pax lo haría pedazos.

A pesar de este razonamiento, Hoag Liebler aún se sentía inquieto Estaba en la cubierta de vuelo, a cuatro horas de su ascenso al punto de traslación al sistema Tau Ceti, cuando llegó un mensaje prioritario del Uriel, cinco destructores éxters clase nave-antorcha se habían ocultado en el toroide de partículas cargadas de la luna interior del gigante gaseoso exterior y ahora se dirigían a sus puntos de traslación, usando el sol tipo G como escudo entre ellos y el grupo GEDEÓN. El Gabriel y el Rafael debían desviarse de sus arcos de traslación para encontrar una trayectoria de disparo para sus restantes misiles hipercinéticos C-plus, destruir las naves-antorcha y reanudar su salida del sistema Lucifer. El Uriel estimaba que los dos arcángeles podrían ascender a la traslación unas ocho horas después que las otras cinco naves hubieran partido.

El padre capitán De Soya recibió el mensaje y ordenó un cambio de curso, y el capitán de fragata Liebler controló el tráfico de haz angosto mientras la madre capitana Stone hacía lo mismo a bordo del Gabriel.

La almirante no quiere dejar solo al Rafael, pensó el oficial ejecutivo. Mis jefes no son los únicos que desconfían de De Soya.

No era una persecución estimulante; pensándolo bien, ni siquiera era una persecución. Dada la dinámica gravitatoria de ese sistema, las viejas naves-antorcha Hawking de los éxters tardarían catorce horas en alcanzar velocidades relativistas antes del ascenso. Los dos arcángeles estarían en posición de disparar a las cuatro horas. Los éxters no tenían armas que pudieran cruzar el sistema para llegar a los arcángeles: el Gabriel y el Rafael aún disponían de armas suficientes para destruir las naves-antorcha varias veces. Si todo lo demás fracasaba, usarían los odiados rayos de muerte.

Liebler estaba al mando —el padre capitán había ido a su cubículo a dormir unas horas— cuando los dos arcángeles buscaron una posición de fuego. El resto de GEDEÓN se había trasladado. Liebler giraba en su silla de aceleración para llamar al capitán cuando el portal se abrió y entraron el padre capitán De Soya y varios otros. Por un instante Liebler olvidó sus sospechas… incluso olvidó que le habían pagado para sospechar. Además del capitán, estaba ese sargento de la Guardia Suiza, Gregorius, y dos de sus soldados. También estaban el oficial de sistemas de armamentos, capitán de fragata Carel Shan, el oficial de sistemas energéticos, teniente Pol Denish, el oficial de sistemas ambientales, capitán de fragata Bettz Argyle, y el ingeniero de sistemas de propulsión, teniente Elijah Hussein Meier.

—Qué demonios… —tartamudeó el oficial ejecutivo Liebler. El sargento de la Guardia Suiza le apuntaba con un paralizador neuronal.

Hoag Liebler había llevado una pistola de dardos escondida en la bota durante semanas, pero en ese momento la olvidó por completo.

Nunca le habían apuntado con un arma, ni siquiera con un paralizador, y el efecto le dio ganas de orinarse encima. Se concentró en no hacerlo. Eso le dejó poco margen para concentrarse en lo demás.

Una soldado se le acercó y le sacó la pistola de la bota. Liebler la miró como si nunca la hubiera visto.

—Hoag —dijo el padre capitán De Soya—, lamento esto. Hicimos una votación y decidimos que no había tiempo para tratar de convencerle. Tendrá que apartarse del camino por un rato.

Recordando los diálogos que había oído en los holodramas, Liebler empezó a despotricar.

—Nunca se saldrá con la suya. El Gabriel lo destruirá. Todos seréis torturados y colgados. Os arrancarán el cruciforme del…

El paralizador del sargento zumbó. Hoag Liebler habría caído de bruces en cubierta si la soldado no lo hubiera cogido para bajarlo delicadamente.

El padre capitán De Soya ocupó su sitio en la silla de mando.

—Cambio de curso —le ordenó al teniente Meier, a cargo del timón—. Fijar coordenadas de traslación. Aceleración de emergencia. Preparativos de combate. —El padre capitán miró a Liebler—. Llevadlo a su nicho de resurrección.

Los soldados se llevaron al hombre dormido.

Aun antes que el padre capitán De Soya ordenara fijar el campo de contención en cero g para la batalla, había tenido esa breve pero estimulante sensación de vuelo que se tiene al saltar de un peñasco, antes que la gravedad refirme sus imperativos absolutos. La nave ahora gruñía bajo más de seiscientas gravedades de aceleración por fusión, casi el ciento ochenta por ciento de la aceleración normal. Cualquier interrupción en el campo de contención los mataría en un santiamén. Pero el punto de traslación estaba a menos de cuarenta minutos.

De Soya no sabía si estaba actuando correctamente. Traicionar a la Iglesia y a la flota de Pax era para él lo más terrible del mundo. Pero si de veras tenía un alma inmortal, no había opción.

Le parecía un milagro —o al menos un improbable golpe de suerte— que otros siete hubieran decidido acompañarlo en este desventurado motín. Ocho, incluido él mismo, en una tripulación de veintiocho. Los otros veinte dormían en sus nichos de resurrección después de ser paralizados. De Soya sabía que esos ocho podían manejar los sistemas y operaciones del Rafael en la mayoría de las circunstancias. Era una suerte o una bendición que varios oficiales de vuelo esenciales se hubieran unido. Al principio pensaba que sólo serían Gregorius, sus dos jóvenes soldados y él mismo.

La primera sugerencia de motín había venido de los tres guardias Suizos después de la «limpieza» del segundo asteroide de nacimiento del sistema de Lucifer. A pesar de sus juramentos a Pax, la Iglesia y la Guardia Suiza, la matanza de bebés se parecía demasiado al asesinato.

Los lanceros Dona Foo y Enos Delrino habían acudido al sargento, y luego habían acudido al confesionario con Gregorius. Originalmente habían pedido la absolución si decidían desertar en el sistema éxter.

De Soya les había pedido que analizaran un plan alternativo.

El teniente Meier, ingeniero de sistemas de propulsión, se había ido a confesar con las mismas preocupaciones. El exterminio de los bellos ángeles —que él había presenciado en el espacio táctico— lo había sacado de quicio y lo había instado a volver a sus religiones ancestrales, el judaísmo y el Islam. En cambio se había ido a confesar para admitir su debilidad espiritual. De Soya asombró a Meier al decirle que sus preocupaciones no estaban en conflicto con el genuino cristianismo.

En los días siguientes, el capitán de fragata Bettz Argyle, oficial de sistemas ambientales, y el teniente Pol Denish, oficial de sistemas energéticos, fueron al confesionario instigados por sus conciencias. Denish estaba entre los más difíciles de convencer, pero las largas y susurradas conversaciones con su compañero de cubículo, el teniente Meier, lo persuadieron.

El capitán de fragata Carel Shan, oficial de sistemas de armamentos, fue el último en unirse: ya no podía autorizar ataques con rayos de muerte. No había dormido en tres semanas.

Durante su último día en el sistema de Lucifer, De Soya comprendió que los demás oficiales no desertarían. Consideraban que su labor era desagradable pero necesaria. Cuando la situación apremiara, la mayoría de los oficiales de vuelo y los tres guardias suizos restantes harían causa común con Hoag Liebler. De Soya y el sargento Gregorius decidieron no darles esa oportunidad.

—El Gabriel llama, padre capitán —dijo el teniente Denish. El oficial estaba enchufado al panel de comunicaciones, así como a su consola de sistemas energéticos.

De Soya asintió.

—Que todos se aseguren de que sus nichos estén activos.

Sabía que era una orden innecesaria. Cada tripulante ocupaba su puesto de combate o de traslación C-plus en su diván de aceleración, que a la vez funcionaba como nicho de resurrección automática.

Antes de pasar al espacio táctico, De Soya chequeó su trayectoria en la pantalla. Se estaban alejando del Gabriel, aunque el otro arcángel había alcanzando trescientas gravedades de aceleración y había alterado el curso para estar paralelo al Rafael. En el sistema solar de Lucifer, las cinco naves-antorcha éxters aún se arrastraban hacia sus puntos de traslación. De Soya les deseó suerte, sabiendo que la única razón por la cual esas naves aún existían era la momentánea distracción que el desconcertante curso del Rafael había causado al Gabriel. Se conectó en simulación táctica.

Al instante fue un gigante erguido en el espacio. Los seis mundos, las incontables lunas y los llameantes bosques orbitales de Lucifer se extendían al nivel de su cintura. Más allá del ardiente sol, las seis motas éxters se mecían sobre diminutas estelas de fusión. La estela del Gabriel era mucho más larga, y la del Rafael más larga aún, y su brillo rivalizaba con la estrella central. La madre capitana Stone esperaba a unos pasos.

—Federico —dijo—, ¿qué estás haciendo?

De Soya había pensado en no responder a la llamada del Gabriel. Si con eso hubiera ganado unos minutos más, habría guardado silencio. Pero conocía a Stone. Ella no vacilaría. Miró su curso en otro canal táctico. Treinta y seis minutos para el punto de traslación.

«¡Capitán! ¡Detectamos lanzamiento de cuatro misiles! ¡Traslación… ya!». Era el capitán de fragata Shan, oficial de sistemas de armamentos, en la línea confidencial.

De Soya estaba seguro de no haber demostrado su sobresalto frente a la madre capitana Stone, en el espacio táctico. En su propia línea confidencial, subvocalizó: «Está bien, Carel. Los puedo ver en táctico. Se dirigen a las naves éxters».

—Acabas de atacar a los éxters —le dijo a Stone en el espacio táctico.

—Desde luego —respondió adustamente Stone—. ¿Y tú por qué no lo has hecho, Federico?

En vez de responder, De Soya se acercó al sol central y observó los misiles que emergían del espacio Hawking frente a las seis naves-antorcha éxters. Detonaron pocos segundos después: dos de fusión, seguidos por dos de plasma. Todos los éxters tenían sus campos defensivos al máximo —un fulgor naranja en la simulación táctica—, pero los estallidos a quemarropa los sobrecargaron. Las imágenes pasaron del naranja al rojo al blanco, y tres de las naves dejaron de existir como objetos materiales. Dos se convirtieron en fragmentos desperdigados que rodaban hacia los puntos de traslación. Una nave-antorcha quedó intacta, pero su campo de contención se disipó y su estela de fusión se extinguió. Si alguien había sobrevivido a los efectos de la explosión, ahora moría bajo la granizada de radiación que asolaba la nave.

—¿Qué estás haciendo, Federico? —repitió la madre capitana Stone.

De Soya sabía que el nombre de pila de Stone era Halen, pero optó por no hacer personal esta parte de la conversación.

—Cumplo órdenes, madre capitana.

La duda de Stone era visible aun en simulación táctica.

—¿De qué hablas, padre capitán? —Ambos sabían que la conversación se grababa. Quien sobreviviera los próximos minutos tendría una constancia del diálogo.

De Soya mantuvo la voz firme.

—La nave insignia de la almirante Aldikacti transmitió un cambio de órdenes diez minutos antes de su traslación. Estamos cumpliendo esas órdenes.

Stone permaneció impasible, pero De Soya sabía que estaba sub-vocalizando, pidiendo a su oficial ejecutivo que confirmara si había habido una transmisión de haz angosto entre el Uriel y el Rafael. La transmisión existía, pero su contenido era trivial: actualización de coordenadas de reunión en el sistema Tau Ceti.

—¿Cuáles fueron esas órdenes, padre capitán De Soya?

—Eran confidenciales, madre capitana Stone. No conciernen al Gabriel. —En el circuito confidencial, le ordenó a Shan: «Fija las coordenadas de rayo de muerte y dame el dispositivo de activación, tal como convinimos». Un segundo después sintió el peso simulado de un arma energética en la mano derecha. El arma era invisible para Stone, pero totalmente palpable para De Soya. Trató de aparentar naturalidad mientras cerraba el dedo sobre el gatillo invisible. Por la posición del brazo de la madre capitana, De Soya comprendió que también ella empuñaba un arma virtual. Estaban a tres metros de distancia en el espacio táctico. Entre ellos, las estelas de fusión del Rafael y el Gabriel trepaban hacia sus pechos desde el plano de la eclíptica.

—Padre capitán De Soya, tu nuevo punto de traslación no te llevará al sistema Tau Ceti, como se ordenó.

—Esas órdenes fueron anuladas, madre capitana. —De Soya observaba los ojos de su ex primer oficial. Halen sabía ocultar sus emociones e intenciones. Más de una vez le había ganado al póquer en su vieja nave-antorcha, el Baltasar.

—¿Cuál es tu nuevo destino, padre capitán?

Treinta y tres minutos para traslación.

—Clasificado, madre capitana. Puedo decirte esto: el Rafael se reunirá con el grupo de ataque en Tau Ceti cuando haya concluido su misión.

Stone se frotó la mejilla con la mano izquierda. De Soya observó el dedo curvo de su mano derecha. No tendría que alzar la pistola invisible para disparar el rayo de muerte, pero el instinto humano instaba a apuntar el arma contra el oponente.

De Soya odiaba los rayos de muerte y sabía que Stone también. Eran armas cobardes, prohibidas por la flota de Pax y la Iglesia hasta esta expedición punitiva. A diferencia de las varas de muerte de la Hegemonía, que arrojaban un haz de disgregación neuronal, el haz de muerte no suponía una proyección coherente. Esencialmente, los potentes acumuladores Gedeón extendían una distorsión C-plus del espacio tiempo dentro de un cono finito. El resultado era una sutil torsión de la matriz espacio temporal —similar a una traslación fallida con motores Hawking— pero más que suficiente para destruir la delicada danza energética que era un cerebro humano.

Pero aunque Stone detestara esa arma, tenía sentido que la usara ahora. El Rafael representaba una vasta inversión de recursos, y su primer objetivo sería impedir que la tripulación la robara sin dañar la nave. Su problema, sin embargo, era que matar a la tripulación con rayos de muerte quizá no impidiera que el Rafael se trasladara. Todo dependía del grado en que la tripulación hubiera preprogramado la operación. Era tradicional que un capitán efectuara la traslación manualmente —o al menos estuviera preparado para anular el ordenador de a bordo con un interruptor—, pero Stone no sabía si De Soya respetaría esa tradición.

—Por favor, déjame hablar con el capitán de fragata Liebler —dijo la madre capitana.

De Soya sonrió.

—Mi oficial ejecutivo está cumpliendo sus deberes. —Y pensó: Conque Hoag era el espía. Esta es la confirmación que necesitábamos.

El Gabriel ya no podía alcanzarlos, ni siquiera acelerando a seiscientas gravedades más. El Rafael habría alcanzado los requerimientos de traslación antes de que la otra nave se aproximara. Para detenerlos, Stone tendría que matar a la tripulación e inmovilizar la nave utilizando el resto de su arsenal para sobrecargar los campos de contención externos del Rafael. Si se equivocaba —si De Soya estaba obedeciendo órdenes de último momento—, sería sometida a un consejo de guerra y expulsada de la flota. Si no hacía nada y De Soya estaba robando un arcángel de Pax, sería sometida a un consejo de guerra, expulsada, excomulgada y casi ciertamente ejecutada.

—Federico —murmuró—, por favor reduce el impulso para que nuestras velocidades coincidan. Aún puedes obedecer tus órdenes y ascender a tus coordenadas secretas. Sólo deseo abordar el Rafael y confirmar que todo está bien antes de tu traslación.

De Soya titubeó. No podía usar el pretexto de las órdenes para su precipitada partida a seiscientas gravedades, pues de un modo u otro la presunta misión tendría que esperar los dos días de resurrección de los tripulantes. Miró a los ojos de Stone mientras seguía la diminuta imagen del Gabriel sobre su columna de fuego blanco. Tal vez ella intentara sobrecargar los campos del Rafael con armas convencionales.

De Soya no deseaba devolver el fuego de misiles o de haces: un Gabriel vaporizado no era aceptable. Ahora era un traidor a la Iglesia y al Estado, pero no tenía intenciones de ser un asesino verdadero.

Tendría que ser el rayo de muerte.

—De acuerdo, Halen —respondió—. Le diré a Hoag que baje a doscientas gravedades para que puedas aproximarte. —Ladeó la cabeza como concentrándose en impartir órdenes.

Debió mover la mano. Stone también movió la suya, y la pistola invisible se elevó un poco mientras ella apretaba el gatillo.

En la fracción de segundo que precedió a la disgregación, el padre capitán De Soya vio las ocho chispas que salían del Gabriel: Stone no corría riesgos. Vaporizaría el Rafael antes que dejarlo escapar.

La imagen virtual de la madre capitana voló hacia atrás y se evaporó mientras el rayo de muerte penetraba su nave, cortando todos los contactos de comunicaciones mientras los humanos de a bordo perecían. Menos de un segundo después, el padre capitán De Soya se sintió arrojado del espacio de simulación mientras las neuronas de su cerebro se freían literalmente. Le brotó sangre de los ojos, la boca y los oídos, pero el padre capitán ya estaba tan muerto como todo ser consciente a bordo del Rafael, entre ellos el sargento Gregorius y sus dos subalternos en la cubierta C, Meier, Argyle, Denish y Shan en la cubierta de vuelo.

Dieciséis segundos después, los ocho misiles Hawking entraron en el espacio real y detonaron alrededor del silencioso Rafael.

Gyges observó en tiempo real el instante en que Raul Endymion se despedía de la gente de túnica roja y remaba hacia el arco teleyector. Un doble eclipse lunar oscurecía el mundo. Estallaban fuegos de artificio encima del río y miles de gargantas ululaban en la ciudad lineal. Gyges se dispuso a cruzar las aguas para arrancar al hombre de su kayak. Habían convenido en mantener a Raul Endymion con vida para interrogarlo en la nave estelar —el objetivo de la misión era encontrar el paradero de la niña Aenea—, pero nadie había dicho nada acerca de no dificultarle la resistencia o la fuga. Aun en cambio de fase, Gyges planeaba apresar a Endymion y cortarle los tendones de los antebrazos. Lo haría instantánea y quirúrgicamente, para que no hubiera peligro de que el humano se desangrara antes de ser depositado en la nave.

Gyges había corrido los seis kilómetros que lo separaban del teleyector en un santiamén, eludiendo peatones y eolociclos mientras pasaba frente a formas y figuras congeladas. Una vez en el arco, se ocultó entre unos sauces en la ribera del canal y volvió a tiempo lento. Su misión era custodiar la puerta trasera. Nemes lo llamaría cuando encontrara al espacial.

Durante los veinte minutos de espera, Gyges se comunicó con Scylla y Briareus por la banda común interna pero no oyó nada de Nemes. Esto era sorprendente. Todos habían pensado que ella encontraría al hombre en cuanto hubiera cambiado de fase. Gyges no estaba preocupado —no era capaz de preocuparse en el sentido real de la palabra— pero suponía que Nemes estaba buscando en arcos cada vez más anchos, usando tiempo real al cambiar de fase. Supuso que ella estaba en otra fase mientras los demás usaban la banda común. Además, aunque Nemes era una hermana de clonación, había sido la primera en salir de la cuba. Estaba menos acostumbrada que Scylla, Briareus y él a compartir la banda. A decir verdad, a Gyges no le habría importado si le hubieran ordenado sacar a Nemes de la roca de Bosquecillo de Dios para liquidarla en el acto.

El río estaba lleno de gente. Cada vez que un barco se aproximaba al arco teleyector desde el este o el oeste, Gyges cambiaba de fase y caminaba por la esponjosa superficie del río para investigarlo y mirar a los pasajeros. Tuvo que quitarles la túnica a algunos para asegurarse de que no fueran Endymion, el androide A. Bettik o la niña Aenea disfrazados. Los olía y tomaba biopsias minúsculas del ADN de la gente para asegurarse de que fueran nativos de Vitus-Gray-Balianus B. Todos lo eran.

Después de cada inspección, regresaba a la orilla y reanudaba la vigilancia. Hacía dieciocho minutos que había salido de la nave cuando un deslizador de Pax sobrevoló el teleyector. Habría sido fatigoso para Gyges tener que abordarlo en tiempo rápido, pero Scylla ya estaba a bordo con los soldados de Pax, así que le ahorró el esfuerzo.

«Esto es cansador», dijo ella por la banda común.

«Sí», convino Gyges.

«¿Dónde está Nemes?». Era Briareus, desde la ciudad. Los torpes soldados habían recibido su orden de registro por radio e iban de casa en casa.

«No he tenido noticias de ella», dijo Gyges.

Durante el eclipse y la ceremonia vio que un eolociclo se detenía y que Raul Endymion descendía de él. Gyges estaba seguro de que era Endymion. No sólo la apariencia visual concordaba a la perfección, sino que captó el aroma personal del que Nemes les había informado. Gyges podría haber cambiado de fase y caminado hasta ese cuadro congelado para tomar una biopsia de ADN, pero no fue necesario. Este era el hombre.

En vez de irradiar por la banda común para avisar a Nemes, Gyges aguardó otro minuto. Esta espera era placentera. Diluiría el placer, lo compartía. Además, razonó, sería mejor secuestrar a Endymion una vez que se separase de la familia de la Hélice que ahora se despedía de él.

Gyges observó mientras Raul Endymion empujaba el absurdo bote a la corriente del ancho canal. Comprendió que sería mejor capturar el kayak junto con Endymion: la gente de la Hélice esperaría que él desapareciera si sabía que intentaba escapar por el teleyector. Desde su punto de vista, habría un destello y Endymion se esfumaría. En realidad, Gyges aún estaría en cambio de fase, llevando al hombre y al kayak dentro de su escudo expandido. El kayak también sería útil para averiguar dónde se ocultaba Aenea: aromas planetarios, métodos de manufacturación.

En las riberas del norte, la gente festejaba y cantaba. El eclipse lunar estaba completo. Estallaron fuegos artificiales sobre el río, arrojando sombras barrocas sobre el oxidado arco teleyector. Endymion procuraba mantenerse en la corriente más fuerte mientras remaba hacia el teleyector.

Gyges se incorporó, se desperezó, se dispuso a cambiar de fase.

De pronto esa cosa de tres metros de altura estuvo a centímetros de él. Imposible, pensó Gyges, yo habría detectado las distorsiones de cambio de fase.

Cohetes explosivos derramaron una luz sangrienta sobre el caparazón de cromo. Los dientes de metal y los pinchos de cromo distorsionaban las expansivas flores amarillas, blancas y rojas sobre planos de mercurio. Por un instante Gyges vio su reflejo, distorsionado y estupefacto, y cambió de fase.

El cambio duraba menos de un microsegundo, pero una de las cuatro manos afiladas de la criatura penetró en el campo antes de que terminara de formarse. Los dedos cortantes escarbaron la carne sintética buscando uno de los corazones de Gyges.

Gyges no prestó atención al ataque sino que atacó a su vez. Movió el brazo plateado en cambio de fase, una guillotina horizontal. Habría cortado aleación de cristales de carbono como si fuera cartón mojado, pero no cortó la forma alta que tenía delante. Estallaron chispas y truenos mientras su brazo rebotaba: el radio y el cubito de metal quedaron destrozados.

La mano afilada que estaba dentro de él arrancó tiras de intestino, kilómetros de microfibra óptica. Gyges advirtió que lo habían abierto del ombligo a la clavícula. No importaba. Aún podía funcionar.

Empuñó una cachiporra puntiaguda e intentó clavarla en los chispeantes ojos rojos. Era un golpe mortífero, pero las enormes mandíbulas se abrieron y se cerraron a mayor velocidad que un cambio de fase y de pronto el brazo derecho de Gyges terminó por encima de la muñeca.

Gyges se lanzó contra esa aparición, tratando de fusionar los campos, intentando asestar una dentellada. Dos manazas lo aferraron, y los dedos cortantes atravesaron el campo de fase y la carne para sujetarlo. El cráneo de cromo clavó agujas en el ojo derecho de Gyges, penetrando el lóbulo frontal derecho del cerebro.

Gyges gritó, no de dolor, aunque por primera vez en su corta vida sentía algo parecido, sino de pura rabia. Sus dientes castañeteaban como hojas de acero mientras buscaba la garganta de la criatura, pero ésta aún lo sostenía a distancia.

El monstruo desgarró los dos corazones de Gyges y los arrojó a gran distancia. Un nanosegundo después mordió la garganta de Gyges y le partió la médula espinal de aleación de carbono. La cabeza de Gyges se desprendió del cuerpo. Trató de pasar a control telemétrico del cuerpo, que aún combatía, mirando con su ojo restante a través de los chorros de sangre y fluidos y transmitiendo por la banda común, pero la criatura le había perforado el transmisor del cráneo y arrancado el receptor del bazo.

El mundo giró: primero la corona del sol aureolando la segunda luna, luego los cohetes, luego la superficie multicolor del río, de nuevo el cielo, luego oscuridad. El desorientado Gyges comprendió que habían arrojado su cabeza al río. Antes de sumergirse en la oscuridad, la última imagen que vio fue su cuerpo decapitado y espasmódico abrazado al caparazón de la criatura, empalado en pinchos y espinas. El Alcaudón cambió de fase con un destello y la cabeza de Gyges chocó contra el agua y se hundió en las oscuras olas.

Rhadamanth Nemes llegó cinco minutos después. Cambió de fase. La orilla del río estaba desierta salvo por el cadáver decapitado de su hermano. El eolociclo y la familia de túnica roja se habían ido. No había botes visibles en ese tramo del río. El sol despuntaba detrás de la segunda luna.

«Gyges está aquí», irradió por la banda común. Briareus y Scylla aún estaban con las tropas en la ciudad. Habían encontrado al soldado de Pax dormido y lo habían liberado de las esposas. Ninguno de los ciudadanos interrogados quería decir de quién era esa casa. Scylla estaba pidiendo al coronel Vinara que se olvidara del asunto.

Nemes sintió una molestia al dejar el campo de fase. Todas sus costillas —hueso y acero— estaban fracturadas o dobladas. Varios órganos internos estaban reducidos a pulpa. Su mano izquierda no funcionaba. Había permanecido inconsciente casi veinte minutos estándar. ¡Inconsciente! No había perdido la conciencia por un segundo en los cuatro años que había permanecido en la roca solidificada de Bosquecillo de Dios. Y todos estos daños se habían causado a través del impenetrable campo.

No importaba. Dejaría que su cuerpo se autorreparase durante los días de inactividad, después de abandonar ese maldito mundo. Nemes se arrodilló junto al cadáver de su hermano. Le habían decapitado y arrancado las vísceras, casi deshuesado. Aún había espasmos, y los dedos rotos procuraban aferrar a un enemigo ausente.

Nemes tembló, no porque sintiera compasión por Gyges ni revulsión ante las heridas —estaba evaluando profesionalmente el ataque del Alcaudón y en todo caso sentía admiración— sino por la frustración de haberse perdido este enfrentamiento. El ataque en el túnel había sido tan rápido que no había podido reaccionar. La había sorprendido en medio del cambio de fase, lo cual le había parecido imposible.

«Lo encontraré», irradió, y cambió de fase. El aire se volvió espeso y grumoso. Nemes bajó por la ribera, se abrió paso en la espesa resistencia del agua y caminó por el fondo del río, llamando por la banda común y sondeando con radar profundo.

Encontró la cabeza de Gyges un kilómetro río abajo. Aquí la corriente era fuerte. Los crustáceos de agua dulce ya habían devorado los labios y el ojo restante y escarbaban las cuencas de los ojos. Nemes los desprendió de un manotazo y volvió a la orilla con la cabeza.

El transmisor de banda común de Gyges estaba triturado y él había perdido las cuerdas vocales. Nemes extrajo un filamento de fibra óptica y se conectó directamente con el centro de memoria. Le habían aplastado el lado izquierdo del cráneo, que derramaba materia gris y trozos de gel de proceso de ADN.

No le hizo preguntas. Cambió de fase y descargó la memoria, enviándola a sus dos hermanos restantes mientras la recibía.

«Alcaudón», envió Scylla.

«Brillante deducción, genio», replicó Briareus.

«Silencio —ordenó Nemes—. Terminad con esos idiotas. Limpiaré las cosas aquí y aguardaré en la nave».

La ciega cabeza de Gyges trataba de hablar, usando lo que le quedaba de lengua para articular sílabas sibilantes y glotales. Nemes se la acercó al oído.

—Sss-prfvr.

Por favor.

—Sss-ydm.

Ayúdame.

Nemes bajó la cabeza y estudió el cuerpo tendido en la orilla. Faltaban muchos órganos. Había metros de microfibra diseminados en los juncos y el lodo, algunos ondeando en la corriente. Había trozos de intestino gris y paks neuronales. Fragmentos de hueso centellearon en la luz mientras el sol emergía de la Doble Oscuridad. Ni la nave ni el autodoc del viejo arcángel podían ayudar a los que nacían en cubas. Y Gyges podía tardar meses estándar en autocurarse.

Nemes apoyó la cabeza mientras envolvía el cuerpo en sus propios microfilamentos, llenándolo de piedras. Se aseguró de que no hubiera embarcaciones a la vista y arrojó el cadáver decapitado a la corriente. Había visto que el río estaba lleno de carroñeros resistentes. Aún así, había partes de su hermano que no les resultarían apetecibles.

Alzó la cabeza de Gyges. La lengua aún cloqueaba. Metiendo el pulgar y el índice en las cuencas de los ojos, Nemes lanzó la cabeza, que se hundió rápidamente a lo lejos.

Nemes corrió hasta el arco teleyector, arrancó una lámina de acceso de la superficie herrumbrada, presuntamente impenetrable, y extrajo un filamento de su muñeca. Se enchufó.

«No entiendo —dijo Briareus en la banda común—. No fue a ninguna parte».

«No a ninguna parte —respondió Nemes, enrollando el filamento—. Sólo a ninguna parte de la vieja Red. Ninguna parte donde el Núcleo haya construido un teleyector».

«Imposible —dijo Scylla—. No hay teleyectores salvo los que ha construido el Núcleo».

Nemes suspiró. Sus hermanos eran idiotas.

«Callaos y regresad a la nave —respondió—. Debemos informar sobre esto en persona. El consejero Albedo querrá bajar los datos personalmente».

Cambió de fase y regresó a la nave trotando en ese aire espeso.