Permanecí despierto toda esa larga noche y el día siguiente, contorsionándome de dolor, yendo al baño con mi tubo intravenoso a cuestas, tratando de orinar y revisando ese absurdo filtro en busca del cálculo que me estaba matando. En algún momento de la mañana eliminé esa cosa.
Al principio no pude creerlo. El dolor había disminuido en la última media hora, y sólo era un eco en mi espalda y mi entrepierna, pero mientras miraba esa cosa diminuta y rojiza —mayor que un grano de arena pero mucho menor que un guijarro— no pude creer que me hubiera causado tanto sufrimiento durante tantas horas.
—Créelo —dijo Aenea, sentada en la repisa del cuarto de baño, mientras yo me acomodaba la camisa del pijama—. A menudo las cosas más pequeñas de la vida son las que nos causan más dolor.
—Seguro —respondí. Sabía vagamente que Aenea no estaba allí, que nunca habría orinado así frente a nadie, y mucho menos frente a la niña. Había alucinado su presencia desde la primera inyección de ultramorfina.
—Felicitaciones —dijo la alucinación Aenea.
Su sonrisa parecía bastante real —esa mueca picara y burlona en el lado derecho de la boca— y noté que llevaba los pantalones de denim verde y la camisa de algodón blanco que usaba para trabajar en el calor del desierto. Pero también veía el fregadero y las toallas a través de ella.
—Gracias —dije, y regresé a la cama. No podía creer que el dolor no regresaría. Más aún, la doctora Molina había dicho que podía haber varias piedras.
Aenea se había ido cuando Dem Ria, Dem Loa y el guardia entraron en la habitación.
—¡Oh, maravilloso! —dijo Dem Ria.
—Nos alegramos tanto —dijo Dem Loa—. Esperábamos que no tuvieras que ir a la enfermería de Pax para que te operasen.
—Pon la mano derecha aquí —dijo el soldado, y me esposó al cabezal de bronce.
—¿Estoy arrestado? —pregunté aturdido.
—Siempre lo estuviste —gruñó el soldado. Su tez oscura estaba sudada bajo el visor del casco—. El deslizador pasará mañana por la mañana para recogerte. No querrás perderte el paseo. —Regresó a la sombra del árbol del frente.
—Ah —dijo Dem Loa, tocándome la muñeca esposada—. Lo lamentamos, Raul Endymion.
—No es culpa vuestra —respondí, tan cansado y drogado que mi lengua no funcionaba bien—. Habéis sido amables, muy amables. —Los ecos del dolor me mantenían despierto.
—El padre Clifton quiere venir a hablar contigo. ¿Está bien?
En ese momento la idea de charlar con un misionero me resultaba tan agradable como ratas-araña royéndome los dedos de los pies.
—Claro —respondí—. ¿Por qué no?
El padre Clifton era más joven que yo, bajo —aunque no tan bajo como Dem Ria, Dem Loa o los de su raza— y rechoncho, con cabello ralo y claro sobre un rostro afable y rubicundo. El tipo me parecía conocido. En la Guardia Interna había un capellán parecido al padre Clifton, ferviente, inofensivo, un chico mimado que quizá se hizo sacerdote para no tener que crecer y hacerse responsable de sí mismo. Mi bisabuela, Grandam, comentaba que los curas de parroquia de las aldeas de los brezales de Hyperion solían ser aniñados: sus feligreses los trataban con deferencia, las amas de llave y las mujeres de todas las edades los mimaban, nunca estaban en auténtica competencia con otros adultos varones. No creo que Grandam fuera activamente anticlerical a pesar de su negativa a aceptar la cruz, sólo que le divertía esta tendencia de los curas de parroquia en el vasto y poderoso imperio de Pax.
El padre Clifton quería hablar de teología.
Creo que gemí entonces, pero el buen sacerdote debió atribuirlo al cálculo renal, pues se inclinó, me palmeó el brazo y murmuró:
—Calma, hijo, calma.
¿He mencionado que tenía cinco o seis años menos que yo?
—Raul… ¿Puedo llamarte Raul?
—Claro, padre. —Cerré los ojos como si me durmiera.
—¿Qué opinas de la Iglesia, Raul?
No podía creerlo.
—¿La Iglesia, padre? —pregunté.
El padre Clifton esperó.
Me encogí de hombros. Mejor dicho, lo intenté. No es tan fácil cuando uno tiene la muñeca esposada encima de la cabeza y una sonda intravenosa clavada en el otro brazo.
El padre Clifton debió comprender mi torpe gesto.
—¿Entonces te resulta indiferente? —murmuró.
Tan indiferente como se puede ser ante una organización que intentó capturarme y matarme, pensé.
—No indiferente, padre. Es sólo que la Iglesia… bien, no ha sido relevante en mi vida.
El misionero enarcó sus claras cejas.
—Caramba, Raul… la Iglesia es muchas cosas, y no todas son inmaculadamente buenas, pero no creo que puedas acusarla de ser irrelevante.
Pensé en encogerme de hombros de nuevo, pero decidí que con un espasmo de ese tipo era suficiente.
—Entiendo a qué se refiere —dije, esperando que la conversación hubiera terminado.
El padre Clifton se inclinó aún más, los codos sobre las rodillas, las manos unidas frente a él, pero más en actitud de persuasión y razonamiento que de plegaria.
—Raul, sabes que por la mañana te llevarán a la base Bombasino.
Asentí. Aún podía mover la cabeza con libertad.
—Sabes que el castigo de la flota de Pax y Mercantilus por la deserción es la muerte.
—Sí —dije—, pero sólo después de un juicio justo.
El padre Clifton ignoró mi sarcasmo. Arrugó la frente con preocupación, aunque yo no sabía si por mi destino o por mi alma eterna. Tal vez por ambos.
—Para los cristianos… —dijo, e hizo una pausa—. Para los cristianos esa ejecución representa un castigo, cierta incomodidad, quizá terror momentáneo, pero luego enmiendan sus costumbres y continúan con su vida. Para ti…
—La nada —dije, ayudándole a terminar la frase—. El gran pozo. La oscuridad eterna. La aniquilación. Guisado para gusanos.
Al padre Clifton no le causó gracia.
—No tiene por qué ser así, hijo mío.
Suspiré y miré por la ventana. Era por la tarde en Vitus-Gray-Balianus B. La luz del sol no era como en otros mundos que conocía, Hyperion, Vieja Tierra, incluso Mare Infinitus y otros lugares que había visitado breve pero intensamente, pero la diferencia era tan sutil que me habría costado describirla. Aun así era hermosa. Eso era indiscutible. Miré el cielo color cobalto, surcado por nubes violáceas, la luz espesa que bañaba el adobe rosado y el alféizar de madera; escuché el alboroto de los niños que jugaban en el callejón, la suave conversación de Ces Ambre y su hermano enfermo, Bin, las súbitas risas cuando algo los divertía en su juego. ¿Perder esto para siempre?, pensé.
Y aluciné la voz de Aenea, diciendo: Perder todo esto para siempre es la esencia de la condición humana, amor mío.
El padre Clifton se aclaró la garganta.
—¿Alguna vez oíste hablar de la apuesta de Pascal, Raul?
—Sí.
—¿De veras? —preguntó sorprendido el padre Clifton. Tuve la sensación de que lo había descolocado—. Entonces sabes por qué tiene sentido —añadió con blandura.
Suspiré de nuevo. Ahora el dolor era uniforme, en vez de palpitar en oleadas como en los últimos días. Recordé que había conocido a Blaise Pascal en mis conversaciones con Grandam cuando era niño, había hablado sobre él con Aenea en el crepúsculo de Arizona, y al fin había buscado sus Pensamientos en la excelente biblioteca de Taliesin Oeste.
—Pascal era un matemático —dijo el padre Clifton—. Anterior a la Hégira… mediados del siglo dieciocho, creo…
—En realidad vivió en el siglo diecisiete. De 1623 a 1662, creo. —Era una bravuconada. Las fechas parecían correctas, pero no habría apostado mi vida. Recordaba la época porque Aenea y yo habíamos pasado un par de semanas de invierno discutiendo sobre el iluminismo y su efecto en la gente y las instituciones antes de la Hégira, antes de Pax.
—Sí —dijo el padre Clifton—, pero la época en que vivió no es tan importante como su apuesta. Piénsalo, Raul. Por una parte, la oportunidad de la resurrección, la inmortalidad, una eternidad en el cielo, gozando de la luz de Cristo. Por la otra… ¿cómo fue que lo llamaste?
—El gran pozo —dije—. La aniquilación.
—Peor que eso —dijo el joven sacerdote, la voz trémula de convicción—. La aniquilación significaría la nada, un sueño sin sueños. Pero Pascal comprendió que la ausencia de la redención de Cristo es peor que eso. Es lamentación eterna… añoranza… tristeza infinita.
—¿El infierno? ¿El castigo eterno?
El padre Clifton unió las manos, obviamente incómodo con ese aspecto de la ecuación.
—Quizá —dijo—. Pero aunque el infierno fuera sólo el eterno reconocimiento de las oportunidades perdidas, ¿por qué arriesgarse? Pascal comprendió que si la Iglesia estaba equivocada, nada se perdía con abrazar la esperanza. Y si él tenía razón…
Sonreí.
—Un poco cínico, ¿no le parece, padre?
Los ojos claros del sacerdote se clavaron en los míos.
—No tan cínico como ir a la muerte sin motivo, Raul, cuando puedes aceptar a Cristo como tu Señor, hacer buenas obras entre otros seres humanos, servir a tu comunidad y tus hermanos en Cristo y de paso salvar tu vida física y tu alma inmortal.
Asentí.
—Tal vez la época en que él vivió sí era importante —dije al cabo de un minuto.
El padre Clifton parpadeó.
—Blaise Pascal —aclaré—. Él vivió una revolución intelectual rara vez vista en la historia de la humanidad. Para colmo, Copérnico, Kepler y otros de la misma talla estaban abriendo el universo. El Sol se estaba convirtiendo en una simple estrella, padre. Todo se desplazaba, se corría, se alejaba del centro. Pascal dijo una vez: «Me aterra el silencio eterno de esos espacios infinitos».
El padre Clifton se inclinó aún más. Pude oler el jabón y la crema de rasurar en su piel tersa.
—Más razón aún para considerar la sabiduría de su apuesta, Raul.
Parpadeé, ansiando alejarme de esa cara rosada, fregada y redonda. Temía oler a sudor, dolor y miedo. No me había cepillado los dientes en veinticuatro horas.
—No creo que desee hacer ninguna apuesta si eso significa reconocer una Iglesia corrupta que transforma la obediencia y la sumisión en el precio por salvar la vida de un hijo —dije.
El padre Clifton retrocedió como si lo hubiera abofeteado. Su tez clara se puso más roja. Se levantó y me palmeó el hombro.
—Trata de dormir. Hablaremos de nuevo mañana, antes de que te vayas.
Pero para mí no habría «mañana». Si en ese momento hubiera estado fuera, mirando el cuadrante indicado del cielo del atardecer, habría visto la lengua de llamas que atravesaba la cúpula color cobalto mientras la nave de Nemes descendía en la base de Bombasino.
Cuando el padre Clifton se marchó, me dormí.
Miré desde arriba mientras Aenea y yo continuábamos nuestra conversación en su refugio en la noche del desierto.
—He tenido antes este sueño —dije, mirando en torno y tocando la piedra que había bajo la lona de su refugio. La roca aún retenía el calor diurno.
—Sí —dijo Aenea. Bebía una nueva taza de té.
—Ibas a contarme el secreto que te convierte en mesías —me oí decir—. El secreto que te convierte en ese «vínculo entre mundos» del cual hablaba la IA Ummon.
—Sí —dijo mi joven amiga, y asintió de nuevo—, pero primero dime si crees que tu respuesta al padre Clifton era adecuada.
—¿Adecuada? —Me encogí de hombros—. Yo estaba furioso.
Aenea bebió té. El humo de la taza le tocó las pestañas.
—Pero realmente no respondiste a su pregunta sobre la apuesta de Pascal.
—Era la única respuesta que necesitaba dar —repliqué con irritación—. El pequeño Bin Ria Dem Loa Alem se está muriendo de cáncer. La Iglesia usa el cruciforme para forzar una conversión. Eso es corrupto… sucio. No lo toleraré.
Aenea me miró por encima de la taza humeante.
—Pero si la Iglesia no fuera corrupta, Raul… si ofreciera el cruciforme sin precio ni reservas, ¿lo aceptarías?
—No. —Me sorprendió la contundencia de mi respuesta.
La niña sonrió.
—Conque no es la corrupción de la Iglesia lo que está en el centro de tu objeción. Rechazas la resurrección en sí.
Iba a hablar, vacilé, fruncí el ceño y luego reformulé mi idea.
—Rechazo esta clase de resurrección, sí.
—¿Existe otra? —preguntó Aenea, siempre sonriendo.
—Así pensaba la Iglesia. Durante casi tres mil años ofreció la resurrección del alma, no del cuerpo.
—¿Y crees en esa otra clase de resurrección?
—No —repetí, tan prontamente como antes. Sacudí la cabeza—. La apuesta de Pascal nunca me atrajo. Parece lógicamente… vacía.
—Tal vez porque sólo plantea dos opciones —me dijo Aenea. Un búho lanzó un graznido breve y agudo en la noche del desierto—. Resurrección espiritual e inmortalidad o muerte y condenación.
—Las dos últimas no son la misma cosa.
—No, pero quizá lo eran para alguien como Blaise Pascal. Alguien aterrado por el «eterno silencio de esos espacios infinitos».
—Agorafobia espiritual —dije.
Aenea se echó a reír. El sonido era tan franco y espontáneo que no pude dejar de amarlo. De amarla a ella.
—Parece que la religión siempre nos ha ofrecido esa falsa dualidad —dijo Aenea, apoyando la taza de té en una piedra chata—. Los silencios del espacio infinito o el acogedor confort de la certidumbre interior.
Chasqueé la lengua.
—La Iglesia de Pax nos ofrece una certidumbre más pragmática.
Aenea asintió.
—Tal vez sea su único recurso en la actualidad. Tal vez nuestra reserva de fe espiritual se haya agotado.
—Tal vez debió agotarse mucho tiempo atrás —dije con severidad—. La superstición ha cobrado un precio terrible a nuestra especie. Guerras, persecuciones, resistencia contra la lógica, la ciencia y la medicina… por no mencionar la acumulación de poder en manos de gentes como los que dirigen Pax.
—¿Entonces toda religión es superstición, Raul? ¿Toda la fe es locura?
Pestañeé. La luz pálida del interior del refugio y la luz más pálida de las estrellas jugaban sobre sus pómulos afilados y la suave curva de su barbilla.
—¿A qué te refieres? —pregunté, esperando una trampa.
—Si tuvieras fe en mí, ¿sería una locura?
—Fe en ti… ¿cómo? —dije, oyendo mi voz recelosa, casi huraña—. ¿Cómo amiga? ¿O como mesías?
—¿Cuál es la diferencia? —preguntó Aenea, sonriendo de nuevo con ese gesto que siempre implicaba un desafío.
—La fe en una amiga es… amistad. Lealtad. —Vacilé—. Amor.
—¿Y la fe en un mesías? —dijo Aenea, recibiendo la luz en los ojos.
—Eso es religión —respondí con brusquedad.
—¿Y si el mesías es tu amiga? —dijo ella, sonriendo abiertamente.
—Querrás decir «¿Y si tu amiga se cree mesías?» —repliqué, encogiéndome de hombros—. Supongo que debes ser leal a ella y tratar de mantenerla alejada del manicomio.
Aenea dejó de sonreír, pero intuí que no era por mi rudo comentario. Su mirada se había vuelto hacia su interior.
—Ojalá fuera tan sencillo, mi querido amigo.
Conmovido, embargado por una angustia tan palpable como la náusea, dije:
—Ibas a contarme por qué fuiste elegida como mesías, pequeña. Por qué eres el vínculo entre dos mundos.
La niña —la joven mujer— asintió solemnemente.
—Fui escogida simplemente porque fui esa primera hija del Núcleo y la humanidad.
Me lo había dicho antes. Esta vez asentí.
—¿Conque esos son los mundos que conectas… el Núcleo y nosotros?
—Dos de esos mundos, sí —dijo Aenea, mirándome de nuevo—. No son los dos únicos. Eso es precisamente lo que hacen los mesías, unen mundos diferentes. Épocas diferentes. Brindan el vínculo entre dos conceptos inconciliables.
—¿Y tu conexión con estos dos mundos te convierte en mesías?
Aenea se impacientó. Algo parecido a la furia brilló en sus ojos.
—No —dijo bruscamente—. Soy mesías por lo que puedo hacer.
Me asombró su vehemencia.
—¿Qué puedes hacer, pequeña?
Aenea extendió la mano y me tocó suavemente.
—¿Recuerdas que dije que la Iglesia y Pax tenían razón en cuanto a mí, Raul? ¿Qué yo era un virus?
—Sí.
Ella me apretó la muñeca.
—Yo puedo transmitir ese virus, Raul. Puedo contagiar a otros. En progresión geométrica. Una plaga de portadores.
—¿Portadores de qué? ¿Del mesianismo?
Aenea negó con la cabeza. Su expresión era tan triste que me dio ganas de consolarla, de rodearla con los brazos. Aún me aferraba la muñeca con fuerza.
—No —dijo—. Sólo del próximo paso en lo que somos. Lo que podemos ser.
Contuve la respiración.
—Hablaste de enseñar la física del amor. De entender el amor como una fuerza básica del universo. ¿Ese es el virus?
Sin soltarme la muñeca, me miró un largo instante.
—Ésa es la fuente del virus —murmuró—. Lo que yo enseño es cómo usar esa energía.
—¿Cómo? —murmuré.
Aenea parpadeó, como si fuera ella la que soñaba y estaba a punto de despertar.
—Digamos que hay cuatro pasos. Cuatro etapas. Cuatro niveles.
Esperé. Sus dedos formaron un círculo alrededor de mi muñeca capturada.
—La primera etapa consiste en aprender el idioma de los muertos —dijo.
—¿Qué significa…?
—Cállate. —Aenea se llevó el índice de la mano libre a los labios—. La segunda consiste en aprender el idioma de los vivos.
Asentí sin comprender.
—La tercera consiste en oír la música de las esferas —me susurró Aenea.
En mis lecturas de Taliesin Oeste me había topado con este antiguo giro: se asociaba con la astrología, con la era precientífica de la Vieja Tierra, con los pequeños modelos de madera de un sistema solar de Kepler basado en formas perfectas, con estrellas y planetas movidos por ángeles, con toneladas de ambigüedades. Ignoraba de qué hablaba mi amiga y cómo se aplicaría a una época en que la humanidad se desplazaba por la galaxia a mayor velocidad que la luz.
—La cuarta etapa —dijo ella, de nuevo fijando su mirada en su interior— consiste en aprender a dar el primer paso.
—El primer paso —repetí confundido—. ¿Te refieres al primer paso que mencionaste… aprender el idioma de los muertos?
Aenea negó con la cabeza, imponiéndome concentración. Era como si por un instante hubiera estado en otra parte.
—No, quiero decir dar el primer paso.
Conteniendo el aliento, dije:
—De acuerdo, estoy listo, pequeña. Enséñame.
Aenea sonrió de nuevo.
—Ésa es la ironía, Raul, amor mío. Si elijo hacer esto, siempre seré conocida como La Que Enseña. Pero en realidad no tengo que enseñarlo. Sólo tengo que compartir este virus para mostrar estas etapas a quienes desean aprender.
Miré sus dedos enrollados alrededor de mi muñeca.
—¿Así que ya me has contagiado el virus? —pregunté. No sentía nada salvo el cosquilleo eléctrico que su contacto me producía siempre.
Mi amiga no.
—No, Raul. No estás preparado. Y se requiere una comunión para compartir el virus, no sólo contacto. Y no he decidido qué hacer, siempre que lo haga.
—¿Compartir conmigo? —dije, pensando: ¿Comunión?
—Compartir con todos —susurró ella con seriedad—. Con todos los que estén preparados para aprender. —De nuevo me miró directamente. En alguna parte del desierto aullaba un coyote—. Estos niveles, o etapas, no pueden coexistir con un cruciforme, Raul.
—¿Los renacidos no pueden aprender? —pregunté. Eso descartaba a la gran mayoría de los seres humanos.
Ella negó con la cabeza.
—Pueden aprender… pero no pueden seguir siendo renacidos. Deben deshacerse del cruciforme.
Suspiré. No comprendía casi nada de esto, pero eso era porque me parecía ambiguo. ¿Acaso todos los mesías no hablan ambiguamente?, preguntó mi lado cínico con la voz seca de Grandam.
—No hay modo de extraer el cruciforme sin matar a la persona que lo lleva —dije en voz alta—. La muerte verdadera. —Siempre me había preguntado si por esto me negaba a aceptar la cruz. O quizá fuera mi juvenil creencia en mi propia inmortalidad.
Aenea no respondió directamente.
—La gente de la Hélice del Espectro de Amoiete te agrada, ¿verdad? —dijo.
Pestañeando, traté de entender. ¿Había soñado con esa frase, esa gente, ese dolor? ¿No estaba soñando ahora? ¿O éste era el recuerdo de una conversación real? Pero Aenea no sabía nada sobre Dem Ria, Dem Loa y los demás. La noche y el refugio de piedra y lona parecían ondular como un sueño hecho jirones.
—Me gustan —dije, notando que mi amiga alejaba sus dedos de mi muñeca. ¿Ya no estaba mi muñeca esposada al cabezal?
Aenea asintió y bebió su té.
—Hay esperanza para la gente de la Hélice del Espectro. Y para los miles de culturas que han surgido o resurgido desde la Caída. La Hegemonía significaba homogeneidad, Raul. Pax significa aún más homogeneidad. El genoma humano… el alma humana… desconfía de lo homogéneo, Raul. Siempre está dispuesta a arriesgarse, a afrontar el cambio y la diversidad.
—Aenea —dije, extendiendo la mano—. Yo no… nosotros no podemos…
Tuve una sensación de caída y el sueño se despedazó como cartón delgado bajo la lluvia. Mi amiga desapareció.
—Despierta, Raul. Vienen a por ti. Es Pax.
Traté de despertarme, trepando hacia la conciencia como una máquina lenta reptando cuesta arriba, pero el peso de la fatiga y los calmantes me arrastraban hacia abajo. No comprendía por qué Aenea quería que me despertara. La charla era muy agradable en el sueño.
—Despierta, Raul Endymion.
No era Aenea. Aun antes de despabilarme reconocí la voz blanda y el dialecto de Dem Ria.
Me incorporé. ¡La mujer me estaba desvistiendo! Noté que me había quitado la bata y me ponía una camiseta limpia que olía a brisa fresca, pero que era sin duda mi camiseta. Ya me había puesto los calzoncillos. Mis pantalones de sarga, mi camisa y mi chaleco estaban al pie de la cama. ¿Cómo había hecho esto con la esposa sobre mi…?
Me miré la muñeca. Las esposas abiertas estaban sobre la manta. La circulación del brazo se normalizaba con un doloroso hormigueo. Me lamí los labios y traté de hablar sin que me resbalara la voz.
—¿Pax? ¿Vienen para aquí?
Dem Ria me puso la camisa como si yo fuera su hijo Bin. Le aparté las manos y traté de cerrar los botones con dedos repentinamente torpes. En Taliesin Oeste usaban botones en vez de sellos adhesivos, y creía haberme acostumbrado a ellos, pero esto me llevaba una eternidad.
—Oímos por radio que una nave había aterrizado en Bombasino. Había cuatro personas con uniforme desconocido, dos hombres y dos mujeres. Le preguntaron por ti al comandante. Luego despegaron… esa nave y tres deslizadores. Estarán aquí dentro de cuatro minutos, tal vez menos.
—¿Radio? —pregunté estúpidamente—. Creí que la radio no funcionaba. ¿No es por eso que el sacerdote fue a la base a buscar a la doctora?
—La radio del padre Clifton no funcionaba —susurró Dem Ria, obligándome a levantarme. Me sostuvo mientras yo me ponía los pantalones—. Nosotros tenemos radios… transmisores de haz angosto… retransmisores por satélite, sobre los cuales Pax no sabe nada. Y espías en varios sitios. Uno nos ha advertido… deprisa, Raul Endymion. Las naves pronto estarán aquí.
Entonces me despejé, barrido por una ola de furia y desesperanza que amenazaba con arrastrarme. ¿Por qué estos malditos no me dejan en paz? Cuatro personas con un uniforme desconocido. Pax, obviamente. Evidentemente la persecución no había terminado cuando el sacerdote capitán De Soya nos dejó escapar de la trampa de Bosquecillo de Dios más de cuatro años antes.
Miré el cronómetro de mi comlog. Las naves aterrizarían en cualquier momento. No tenía tiempo de correr a ningún sitio donde los efectivos de Pax no me encontraran.
—Déjame ir —dije, apartándome de la mujer de túnica azul. La brisa de la tarde entraba por la ventana abierta. Creí oír el zumbido casi ultrasónico de los deslizadores—. Tengo que alejarme de esta casa.
Imaginé fuerzas de Pax quemando la casa con los pequeños Ces Ambre y Bin en su interior.
Dem Ria me alejó de la ventana. En ese momento el hombre de la casa, el joven Alem Mikail Dem Alem, entró con Dem Loa. Cargaban con el corpulento soldado lusiano que habían dejado para cuidarme. Ces Ambre, con un destello en los ojos oscuros, sostenía los pies del guardia mientras Bin procuraba quitarle una bota. El lusiano estaba profundamente dormido, boquiabierto, y la baba le humedecía el cuello del uniforme.
Miré a Dem Ria.
—Dem Loa le llevó té hace quince minutos —murmuró. Agitó la manga azul de su túnica en un gesto grácil—. Me temo que utilizamos el resto de tu ultramorfina, Raul Endymion.
—Debo irme —insistí. El dolor de mi espalda era soportable, pero me temblaban las piernas.
—No —dijo Dem Ria—. Te atraparán en pocos minutos.
Señaló la ventana. Desde fuera llegó el inequívoco rumor subsónico de una nave de descenso en propulsión EM, seguido por el ladrido de sus impulsores. La nave debía estar sobrevolando la aldea, buscando un lugar de aterrizaje. Un segundo después la ventana vibró con un triple estruendo sónico y dos deslizadores negros revolotearon sobre los edificios de adobe vecinos.
Alem Mikail había desnudado al lusiano dejándolo en ropa interior y lo había tendido en la cama. Sujetó la enorme muñeca del hombre con una esposa y cerró la otra esposa sobre el cabezal. Dem Loa y Ces Ambre juntaron la ropa de combate, el blindaje corporal y las enormes botas y las guardaron en una bolsa. El pequeño Bin Ria Dem Loa Alem arrojó el casco del guardia en la bolsa. El delgado niño llevaba la pesada pistola de dardos. Eso me sobresaltó. La combinación de niños con armas me resultaba temible desde que yo mismo era niño y aprendía a manejar armas de potencia mientras recorríamos los brezales de Hyperion, pero Alem sonrió y le quitó la pistola, palmeándole la espalda. Por el modo en que Bin sostenía el arma —alejando los dedos del gatillo, apuntando hacia otro lado, mirando el seguro—, supe que no era la primera vez que manejaba una.
Bin sonrió, cogió la pesada bolsa con la ropa del guardia y salió corriendo de la habitación. Fuera crecía el ruido. Miré por la ventana.
Un deslizador negro levantó polvo a menos de treinta metros de la calle que bordeaba el canal. Pude verlo a través de un resquicio entre las casas. La gran nave de descenso aterrizó hacia el sur, tal vez en el llano herboso donde el cálculo renal me había tumbado de dolor, cerca de la fuente.
Acababa de ponerme las botas y de sujetarme el chaleco cuando Alem me entregó la pistola de dardos. Revisé el seguro y los indicadores de carga por costumbre, pero luego sacudí la cabeza.
—No —dije—, sería un suicidio atacar a tropas de Pax con esto. Sus armaduras… —En ese momento no pensaba en sus armaduras sino en las armas de asalto que arrasarían esa casa en un instante. Pensé en ese niño llevando la ropa del soldado—. Bin… Si lo atrapan…
—Lo sabemos —dijo Dem Ria, guiándome hacia el corredor. Yo no recordaba esta parte de la casa. Mi universo de las últimas cuarenta y pico de horas había consistido en el dormitorio y el lavabo contiguo—. Ven, ven.
Me aparté de nuevo, entregándole la pistola a Alem.
—Dejadme correr —dije con agitación. Señalé al lusiano dormido—. No creerán ni por un segundo que ése soy yo. Pueden comunicarse con la doctora para identificarme, siempre que ella no esté en uno de esos deslizadores. —Miré sus rostros amistosos—. Decidles que yo reduje al guardia y os amenacé con un arma…
Pero comprendí que el guardia desmentiría esa versión en cuanto despertara. La complicidad de la familia con mi fuga sería evidente. Miré de nuevo la pistola de dardos, dispuesto a empuñarla. Un estallido de agujas de acero y el soldado dormido no despertaría para delatarme y poner en peligro a estas buenas gentes.
Pero no podía hacerlo. Podía disparar contra un soldado de Pax en una lucha justa —más aún, el furioso torrente de adrenalina que sentía en medio de mi debilidad y mi terror me decía que sería un gran alivio tener esa oportunidad— pero no podría disparar contra un hombre dormido.
Pero no habría lucha justa. Los soldados de Pax con armadura de combate —por no mencionar a esos misteriosos cuatro sujetos de la nave de descenso, que quizá fueran guardias suizos— serían inmunes a los dardos y a todo lo que no fueran las armas de asalto de Pax. La Guardia Suiza sería inmune a éstas. Estaba jodido. Estas buenas gentes estaban jodidas.
Se abrió una puerta trasera y Bin entró en el pasillo, la túnica levantada, mostrando piernas raquíticas cubiertas de polvo. Lo miré, pensando que el niño no obtendría su cruciforme y moriría de cáncer. Era posible que los adultos pasaran la próxima década en una cárcel de Pax.
—Lo lamento —dije, buscando las palabras apropiadas. Oí la conmoción en la calle mientras los soldados se abrían paso en la muchedumbre de peatones.
—Raul Endymion —dijo Dem Loa con su voz suave, entregándome la mochila que habían traído de mi kayak—, por favor, cállate y síguenos. De inmediato.
Había un túnel debajo del piso del pasillo. Yo siempre había creído que los pasadizos ocultos eran típicos de los holodramas, pero seguí a Dem Ria de buena gana. Éramos una extraña procesión: Dem Ria y Dem Loa precediéndome en la empinada escalera, yo llevando la pistola de dardos y acomodándome la mochila sobre la espalda, el pequeño Bin seguido por su hermana Ces Ambre, Alem Mikail Dem Alem cerrando el escotillón. Nadie se quedó atrás. La casa estaba vacía excepto por el lusiano dormido.
La escalera iba más abajo que un subsuelo normal, y al principio creí que las paredes eran de adobe como las de arriba. Luego noté que el pasaje estaba cavado en roca blanda, tal vez piedra arenisca. Veintisiete escalones y llegamos al fondo del pozo vertical. Dem Ria nos condujo por un pasaje angosto iluminado por pálidos globos químicos. Me pregunté por qué esa casa común de clase obrera tenía un pasaje subterráneo.
Como leyéndome la mente, Dem Loa me susurró:
—La Hélice del Espectro de Amoiete exige una comunicación discreta entre todos los hogares. Sobre todo durante la Doble Oscuridad.
—¿Doble Oscuridad? —repetí, agachándome bajo uno de los globos. Ya nos habíamos alejado más de veinte metros del río o canal, y el pasaje aún seguía curvándose a la derecha.
—El lento y doble eclipse del sol por las dos lunas de este mundo —susurró Dem Loa—. Dura precisamente diecinueve minutos. Es la razón primaria por la cual elegimos este mundo… con perdón del retruécano.
—Ah —dije. No comprendía, pero en ese momento no parecía importar—. Los efectivos de Pax tienen sensores para encontrar estos agujeros. Tienen radar profundo para escudriñar la roca. Tienen…
—Sí, sí —dijo Alem detrás de mí—, pero la alcaldesa y los demás los retendrán unos minutos.
—¿La alcaldesa? —repetí estúpidamente. Aún sentía las piernas débiles después de dos días de cama y dolor. Me dolían la espalda y la entrepierna, pero era una molestia menor en comparación con las que había pasado (y lo que había pasado a través de mí).
—La alcaldesa cuestiona el derecho de Pax a investigar —explicó Dem Ria. El pasaje se ensanchó y continuó en línea recta al menos cien metros. Pasamos dos túneles que se bifurcaban. Esto no era un túnel, sino una catacumba—. Pax reconoce la autoridad de la alcaldesa en Childe Lamond —susurró. Las sedosas túnicas azules de los cinco miembros de la familia también susurraban contra la piedra arenisca mientras descendíamos por el pasaje—. Todavía tenemos ley y tribunales en Vitus-Gray-Balianus B, así que no se les permiten derechos ilimitados de inspección y captura.
—Pero pedirán permiso a cualquier autoridad que sea necesaria —respondí, tratando de seguirles el paso. Llegamos a otra bifurcación y doblaron a la derecha.
—Más tarde —dijo Dem Loa—, pero ahora las calles están llenas con todos los colores de la rama Childe Lamond de la Hélice… rojo, blanco, verde, ébano, amarillo… miles de personas de nuestra aldea. Y muchos más vendrán de las acequias cercanas. Nadie revelará en qué casa te retenían. Hemos alejado al padre Clifton con una treta, así que él no podrá ayudar a las tropas de Pax. Los nuestros han retenido a la doctora Molina en Keroa Tambat, así que ahora no está en contacto con sus superiores. Y tu guardia dormirá por lo menos otra hora más. Por aquí.
Doblamos a la izquierda, cogimos un pasaje más ancho, nos detuvimos ante la primera puerta que veíamos, esperamos a que Dem Ria la abriera con su palma y entramos en un espacio amplio y resonante. Estábamos en una escalera de metal que descendía a lo que parecía ser un garaje subterráneo, con media docena de vehículos largos y esbeltos con ruedas enormes, alas de popa, velas y pedales, reunidos por los colores primarios. Parecían carretas con elásticos delgados; obviamente usaban viento y energía muscular, y tenían cubiertas de madera, telas poliméricas brillantes y pérspex.
—Eolociclos —dijo Ces Ambre.
Varios hombres y mujeres con túnica verde esmeralda y botas altas preparaban tres carretas para la partida. Mi kayak estaba amarrado en la parte trasera de una de ellas.
Todos bajaron por la resonante escalera, pero yo me paré en seco. Mi detención fue tan abrupta que Bin y Ces Ambre casi tropezaron conmigo.
—¿Qué pasa? —preguntó Alem Mikail.
Yo me había calzado la pistola en el cinturón y abrí las manos.
—¿Por qué hacéis esto? ¿Por qué todos ayudan? ¿Qué está pasando?
Dem Ria retrocedió un paso y se apoyó en la baranda de la escalera. Sus ojos eran tan brillantes como los de su hija.
—Si te capturan, Raul Endymion, te matarán.
—¿Cómo lo sabéis? —pregunté. Hablé en voz baja, pero la acústica del garaje subterráneo era tan eficiente que los hombres y mujeres de verde me miraron desde abajo.
—Hablaste en sueños —dijo Dem Loa.
Ladeé la cabeza sin entender. Yo había soñado con Aenea y nuestra conversación. ¿Qué podía significar eso para esta gente?
Dem Ria subió un escalón, dio un paso y me tocó la muñeca.
—La Hélice del Espectro de Amoiete ha anunciado a esa mujer, Raul Endymion. La mujer llamada Aenea. Nosotros la llamamos La Que Enseña.
Se me puso la carne de gallina en la gélida luz de ese lugar sepultado. El viejo poeta, el tío Martin, había hablado de mi joven amiga como una mesías, pero su cinismo impregnaba todo lo que él decía o hacía. La gente de Taliesin Oeste respetaba a Aenea, pero de ahí a creer que esta adolescente fuera realmente una figura histórica… Y la niña y yo habíamos hablado de ello en la vida real y en mis sueños de ultramorfina pero… por Dios, yo me encontraba en un mundo que estaba a veintenas de años-luz de Hyperion y a infinita distancia de la Nube Magallánica Menor donde estaba escondida la Vieja Tierra. ¿Cómo podía esta gente…?
—Halpul Amoiete conocía la existencia de La Que Enseña cuando compuso la Sinfonía de la Hélice —dijo Dem Loa. Todas las gentes del Espectro descendían de razas empáticas. La Hélice era y es un modo de refinar esa capacidad de empatía.
Sacudí la cabeza.
—Lo lamento. No entiendo…
—Entiende esto, Raul Endymion —dijo Dem Ria, apretándome la muñeca hasta hacer que doliera—. Si no huyes de este lugar, Pax se adueñará de tu alma y de tu cuerpo. Y La Que Enseña necesita ambas cosas.
Miré a la mujer, pensando que bromeaba, pero vi que me hablaba con toda seriedad.
—Por favor —dijo el pequeño Bin, tironeándome con su manita—. Por favor, Raul, apresúrate.
Bajé la escalera. Uno de los hombres de verde me entregó una túnica roja. Alem Mikail me ayudó a plegarla y acomodarla sobre mi ropa. Envolvió la túnica con rápidos movimientos. Yo nunca habría podido plegarla correctamente. Vi con asombro que toda la familia —las dos mujeres, la adolescente Ces Ambre, el pequeño Bin— se habían quitado sus túnicas azules y se ponían túnicas rojas. Entonces noté que me había equivocado al pensar que se parecían a los lusianos. Aunque eran bajos y musculosos, eran totalmente proporcionados. Los adultos no tenían vello ni cabello. En cierto modo, esto volvía más atractivos sus cuerpos compactos y saludables.
Le ofrecí la pistola de dardos a Alem, pero él me sugirió que la conservara y me mostró cómo guardarla en una de las muchas fajas de la larga túnica carmesí. Recordé que no tenía armas en mi mochila —salvo el cuchillo navajo y la linterna láser— y asentí con gratitud.
Monté con las mujeres y los niños en la parte trasera del eolociclo que llevaba mi kayak y nos cubrieron con una tela roja. Tuvimos que agazaparnos cuando nos pusieron encima una segunda capa de tela, algunos tablones de madera y varios cestos y toneles. Apenas pude distinguir un destello de luz entre la puerta trasera y la cubierta. Oí pasos en la piedra mientras Alem iba al frente y subía a una de las dos sillas de pedaleo. Otro hombre, también con túnica roja, montó en el asiento del otro flanco.
Con los mástiles bajos y las velas plegadas, salimos del garaje por una larga rampa.
—¿Adonde vamos? —le pregunté a Dem Ria, quien estaba a mi lado. La madera olía como cedro.
—Al arco teleyector de río abajo.
Pestañeé.
—¿Conocéis su existencia?
—Te dieron droga de la verdad —susurró Dem Loa desde el otro lado de una caja—. Hablaste en sueños.
Bin estaba junto a mí en la oscuridad.
—Sabemos que La Que Enseña te ha enviado en una misión —dijo, casi con felicidad—. Sabemos que debemos llevarte hasta el próximo arco. —Acarició el kayak—. Ojalá pudiera ir contigo.
—Esto es demasiado peligroso —jadeé, notando que la carreta salía del túnel. La luz del sol iluminó la tela. La carreta se detuvo un segundo mientras los dos hombres subían el mástil y desplegaban la vela. Con «demasiado peligroso» me refería a que ellos me llevaran al teleyector, no a la misión en que me había enviado Aenea—. Si ellos saben quién soy, estarán vigilando el arco.
Vi la silueta de su capucha mientras Dem Loa asentía.
—Estarán vigilando, Raul Endymion. Y es peligroso. Pero casi anochecerá. Dentro de catorce minutos.
Miré mi comlog. Faltaban más de noventa minutos para el ocaso según lo que yo había observado los dos días anteriores. Y casi otra hora para el anochecer.
—Hay sólo seis kilómetros hasta el arco —susurró Ces Ambre desde el otro lado del kayak—. Las aldeas estarán llenas de festejantes.
Comprendí.
—¿La Doble Oscuridad? —susurré.
—Sí —dijo Dem Ria. Me palmeó la mano—. Ahora debemos callar. Nos mezclaremos con el tráfico del camino de sal.
—Demasiado peligroso —susurré por última vez mientras el crujiente eolociclo se internaba en el tráfico. Oí el chirrido de la cadena debajo del suelo y sentí que el viento inflaba la vela. Demasiado peligroso, me dije a mí mismo.
Si hubiera sabido lo que sucedía a pocos cientos de metros, habría comprendido hasta qué punto tenía razón.
Espié por una rendija mientras andábamos por el camino de sal. Esta carretera parecía una franja de sal dura como roca entre las aldeas de las orillas del canal y el desierto que se extendía hacia el norte.
—El Wahhabi de los Desechos —me susurró Dem Ria mientras ganábamos velocidad y nos dirigíamos al sur por el camino de sal. Otras carretas nos pasaban dirigiéndose al sur, las velas hinchadas, sus conductores pedaleando con fuerza. Otras carretas con lonas aún más brillantes iban hacia el norte, con las velas configuradas de otro modo, y sus conductores hacían equilibrio mientras los crujientes eolociclos se sostenían sobre dos ruedas y las otras dos giraban en el aire.
Recorrimos los seis kilómetros en diez minutos y salimos del camino de sal a una rampa pavimentada que atravesaba un caserío —piedra blanca en vez de adobe— y luego Alem y el otro hombre recogieron la vela y pedalearon lentamente por la calle adoquinada que había entre las casas y el canal. Altos y velludos helechos crecían en las orillas entre elegantes muelles, miradores y embarcaderos con ornamentadas casas flotantes. La ciudad parecía terminar allí, donde el canal se ensanchaba en un cauce más semejante a un río. Vi un enorme arco teleyector cientos de metros corriente abajo. Más allá del arco oxidado sólo se veía un helechal sobre los márgenes y un desierto al este y al oeste. Alem llevó el eolociclo hasta una rampa de carga y se detuvo a la sombra de unos helechos altos.
Miré mi comlog. Faltaban menos de dos minutos para la Doble Oscuridad.
Sentimos un torrente de aire caliente y una sombra pasó sobre nosotros. Nos agazapamos mientras el deslizador negro de Pax sobrevolaba el río a menos de cien metros de altura; su aerodinámica silueta con forma de ocho se ladeó mientras revoloteaba sobre las naves que se dirigían al norte y al sur a través del arco. El tráfico fluvial era intenso en esta zona: esbeltos botes de carrera con remeros, relucientes lanchas de motor que dejaban estelas brillantes, veleros que iban desde barcas monoplaza hasta juncos de velas cuadradas, canoas y chinchorros, majestuosas casas flotantes navegando contra la corriente, un puñado de silenciosos hovercrafts eléctricos con sus aureolas de espuma, algunas balsas que me recordaron mi viaje con Aenea y A. Bettik.
El deslizador sobrevoló estas embarcaciones, se dirigió al sur pasando sobre el arco teleyector, viró hacia el norte y desapareció en la dirección de Childe Lamond.
—Ven —dijo Alem Mikail, plegando la lona sobre nosotros y tirando del kayak—. Debemos darnos prisa.
De pronto sopló una ráfaga de aire tórrido seguida por una brisa más fresca que arrancó polvo de la orilla; los helechos susurraron y se mecieron sobre nosotros, y el cielo se volvió rojo y luego negro. Despuntaron estrellas. Al mirar arriba vi una corona perlada alrededor de una de las lunas, y a menor altura el disco ardiente del segundo satélite.
Desde el norte del río, siguiendo la dirección de esa ciudad lineal que incluía Childe Lamond, vino el sonido más cautivador y plañidero que había oído jamás: un largo gemido, seguido por una nota sostenida que se ahondaba hasta caer en lo subsónico. Comprendí que había oído el sonido de miles de cuernos acompañados por un coro de miles de voces humanas.
La oscuridad se intensificaba. Las estrellas resplandecían. El disco de la luna inferior era como una cúpula iluminada que amenazara con caer sobre el mundo ensombrecido. De pronto todas las embarcaciones tocaron sirenas y cuernos, un aullido cacofónico que contrastaba con la armonía descendente del coro inicial, y luego comenzaron a disparar bengalas y fuegos de artificio: estrellas multicolores, rugientes ruedas de Santa Catalina, bengalas rojas con forma de paracaídas, trenzas de fuego amarillo, azul, verde, rojo y blanco —¿la Hélice del Espectro?— y un sinfín de bombas aéreas. El ruido y la luz eran abrumadores.
—Deprisa —repitió Alem, sacando el kayak de la carreta. Salté para ayudarle, me quité la túnica y la arrojé al eolociclo. El minuto siguiente fue un frenesí de movimientos coordinados mientras Dem Ria, Dem Loa, Ces Ambre, Bin y yo ayudábamos a Alem y el otro hombre a llevar el kayak hasta la orilla del río y ponerlo a flote. Me interné en el agua tibia, metí la mochila y la pistola de dardos en la cabina, estabilicé el kayak y miré a las dos mujeres, los dos niños y los dos hombres de túnica ondeante.
—¿Qué pasará con vosotros? —pregunté. Me dolía la espalda por efecto del cálculo renal, pero más me dolía el nudo que se me había hecho en la garganta.
Dem Ria sacudió la cabeza.
—Nada malo nos pasará, Raul Endymion. Si las autoridades de Pax intentan causar problemas, desapareceremos en los túneles del Wahhabi de los Desechos hasta que sea tiempo de reunimos con el Espectro en otra parte. —Sonrió y se acomodó la túnica sobre el hombro—. Pero haznos una promesa, Raul Endymion.
—Lo que sea —dije—. Si puedo hacerlo, lo haré.
—Si es posible, pide a La Que Enseña que regrese contigo a Vitus-Gray-Balianus B y visite a la gente de la Hélice del Espectro de Amoiete. Trataremos de no convertirnos al cristianismo de Pax hasta que ella venga a hablar con nosotros.
Asentí, mirando el cráneo rapado de Bin Ria Dem Loa Alem, su capirote rojo ondeando en la brisa, sus mejillas consumidas por la quimioterapia, sus ojos donde el entusiasmo brillaba más que el reflejo de los fuegos de artificio.
—Sí —dije—. Si es posible, lo haré.
Todos me tocaron entonces. No me dieron la mano, sino que tocaron mi chaleco, mi brazo, mi rostro o mi espalda. Yo los toqué a mi vez, orienté la proa del kayak en la corriente y monté en la embarcación. El remo estaba donde lo había dejado. Me ceñí el nailon de la cabina como si me esperaran aguas blancas, apoyé la mano en la cubierta de plástico, sobre el botón rojo de «pánico» que Aenea me había mostrado, mientras ponía la pistola adentro —y si este episodio no me había causado pánico, no sabía qué podía lograrlo—, sostuve el remo en la mano izquierda y me despedí con la derecha. Las seis siluetas se fusionaron con las sombras de los helechos mientras el kayak se lanzaba hacia la corriente del medio.
El arco teleyector creció. Arriba, la primera luna se desplazaba más allá del disco del Sol, pero la segunda luna, la más grande, comenzó a cubrirlos a ambos con su mole. Los fuegos de artificio y las sirenas continuaban, incluso crecían en intensidad. Me aproximé al margen derecho al acercarme al teleyector, tratando de mantenerme entre las embarcaciones pequeñas que iban corriente abajo pero sin aproximarme a ninguna.
Si van a interceptarme, pensé, lo harán aquí. Sin pensarlo, apoyé la pistola de dardos en el casco. La rápida corriente me arrastraba, así que apoyé el remo y esperé hasta llegar al teleyector. No habría otras embarcaciones bajo el teleyector cuando se activara. Encima de mí, el arco era una curva negra contra el cielo estrellado.
De pronto hubo una violenta conmoción en la orilla, menos de veinte metros a mi derecha.
Alcé la pistola y miré, sin comprender lo que veía y oía.
Dos explosiones semejantes a estruendos sónicos. Vibraciones de luz blanca.
¿Más fuegos de artificio? No, estos relámpagos eran mucho más intensos. ¿Fuego de armas energéticas? Demasiado brillantes, demasiado difusas. Se parecían más a pequeñas explosiones de plasma.
Entonces distinguí algo, más un destello que una auténtica visión: dos siluetas estrechadas en un abrazo violento, imágenes invertidas como en el negativo de una fotografía antigua, movimientos repentinos y bruscos, otro estruendo sónico, una centella blanca que me cegó aun antes de que la imagen se registrara en mi cerebro —pinchos, espinas, dos cabezas unidas, seis brazos frenéticos—, chispazos, una forma humana y algo más grande, chirridos de metal, gritos más estridentes que las sirenas que gemían río abajo. La onda de choque avanzó por el río, meció mi kayak y continuó por el agua como una cortina de espuma blanca.
Entonces llegué al arco teleyector: vi el fogonazo y sentí el vértigo de costumbre, una luz brillante me rodeó y me encandiló, y el kayak y yo iniciamos la caída.
Una auténtica caída. Girando en el vacío. El agua que había sido teleyectada debajo de mí cayó en una pequeña cascada, y entonces el kayak dejó de flotar, rodando al caer, y en mi pánico solté la pistola y aferré el casco, haciéndolo girar más frenéticamente en su caída. Parpadeé en medio del resplandor, tratando de mirar abajo mientras el kayak caía de punta. Cielo azul arriba. Nubes alrededor. Enormes estratocúmulos, miles de metros hacia arriba y miles de metros hacia abajo. Cirros, muchos kilómetros encima de mí; nubarrones negros, muchos kilómetros debajo. Sólo había cielo y yo caía en él. Debajo de mí, la pequeña cascada de agua de río se había disuelto en gigantescas lágrimas de humedad, como si alguien hubiera cogido cien cubos de agua y los hubiera arrojado a un abismo sin fondo.
El kayak giró y amenazó con volcarse. Me eché hacia delante y estuve a punto de caer, y sólo mis piernas cruzadas y la funda de nailon me retuvieron.
Aferré el borde de la cabina. El aire frío me azotaba y rugía mientras el kayak y yo acelerábamos, lanzándonos a velocidad terminal. Miles y miles de metros de aire vacío se extendían hasta las relampagueantes nubes de abajo. El remo se zafó del tolete y voló en caída libre.
Hice lo único que podía hacer en esas circunstancias. Abrí la boca y grité.