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Cuando se trasladó al quinto sistema éxter, el grupo de ataque GEDEÓN dominaba el arte del exterminio con la precisión de una ciencia. Por sus cursos de historia militar en la Escuela de Mando, el padre capitán De Soya sabía que casi todas las batallas espaciales libradas a más de media UA de un planeta, luna, asteroide o punto estratégico del espacio se iniciaban por acuerdo mutuo. Recordaba que lo mismo sucedía con las primitivas flotas oceánicas de la Tierra pre-Hégira, donde las grandes batallas navales se había librado a la vista de tierra en las mismas regiones acuáticas, con sólo cambios lentos en la tecnología de las naves de superficie, desde la trirreme griega hasta el acorazado de acero. Los portaaviones y sus aviones de largo alcance habían alterado eso para siempre, permitiendo que las flotas se atacaran mar adentro y a gran distancia, pero estas batallas eran muy diferentes de los legendarios enfrentamientos donde las naves combatían a distancia visible. Aun antes que los misiles de crucero, las ojivas nucleares tácticas y las toscas armas de partículas terminaran para siempre con la era del combatiente marino de superficie, las flotas marítimas de Vieja Tierra habían sentido nostalgia por los días de los cañonazos y abordajes.

La guerra espacial había traído un retorno al enfrentamiento por acuerdo mutuo. Las grandes batallas de tiempos de la Hegemonía —como las guerras intestinas con el general Horace Glennon-Height y los de su calaña, o los siglos de guerra entre los mundos de la Red y los enjambres éxters— se habían librado cerca de un planeta o de un portal teleyector instalado en el espacio. Y las distancias entre los combatientes eran absurdamente cortas —cientos o decenas de miles de kilómetros, con frecuencia menos— en comparación con los años-luz y pársecs que habían recorrido. Pero esta aproximación al enemigo era necesaria por el tiempo que tardaba un haz láser o un misil común en recorrer siquiera una UA: la luz tardaba siete minutos en viajar del atacante al blanco, el misil con mejor propulsión tardaba mucho más. La caza, persecución y destrucción podían llevar días de búsqueda y evasión, ataque y rechazo. Las naves con capacidad C-plus no tenían incentivo para permanecer en el espacio enemigo, esperando esos misiles buscadores, y la restricción eclesiástica sobre las IAs en las ojivas nucleares limitaba la eficacia de estas armas. La forma de las batallas espaciales durante los siglos de la Hegemonía, pues, había sido sencilla: flotas que se trasladaban al espacio en disputa y encontraban otras flotas que se trasladaban o defensas internas menos móviles, una rápida aproximación a distancias más letales, un breve pero mortífero intercambio de energía, y la inevitable retirada de las fuerzas más devastadas —o destrucción total si las fuerzas defensoras no tenían adonde retirarse— seguida por la consolidación de las ganancias por parte de la flota vencedora.

Técnicamente, las naves más lentas que De Soya había utilizado previamente tenían una poderosa ventaja táctica sobre los arcángeles de motor instantáneo. Los tripulantes de una nave Hawking tardaban sólo horas, a veces minutos, en despertar de la fuga criogénica, así que estaban preparados para luchar poco después de emerger de C-plus. Con los arcángeles, a pesar de la dispensa papal para los acelerados y arriesgados ciclos de resurrección de dos días, los elementos humanos de las naves tardaban cincuenta horas estándar o más en estar preparados para la batalla. Teóricamente esto daba una gran ventaja a los defensores. Teóricamente, Pax podría haber enviado naves Gedeón no tripuladas, pilotadas por IAs, para que invadieran el espacio enemigo, causaran estragos y se marcharan antes que los defensores se enterasen de lo que ocurría.

Pero esa teoría no se aplicaba aquí. La Iglesia nunca permitiría inteligencias autónomas capaces de esa lógica probabilística avanzada. Más aún, la flota de Pax había diseñado las estrategias de ataque para que cumplieran los requerimientos de la resurrección, de modo que los defensores no obtuvieran ninguna ventaja. En otras palabras, no se libraría ninguna batalla por acuerdo mutuo. Los siete arcángeles estaban diseñados para caer sobre el enemigo como el puño acerado de Dios, y eso era precisamente lo que estaban haciendo.

En las tres primeras incursiones del grupo GEDEÓN en el espacio éxter, el Gabriel, la nave de la madre capitana Stone, se trasladó primero y desaceleró dentro del sistema, lanzando sondas electromagnéticas y de neutrinos y otros sensores de largo alcance. Las IAs restringidas del Gabriel eran suficientes para catalogar la posición e identidad de todas las posiciones defensivas y los centros de población del sistema, mientras controlaban simultáneamente el lento movimiento de todos los vehículos mercantes y militares éxters.

Treinta minutos después, el Uriel, el Rafael, el Remiel, el Sariel, el Miguel y el Raquel entraban en el sistema. Bajando a tres cuartos de la velocidad de la luz, los atacantes se movían como balas en comparación con las velocidades de tortuga de las naves-antorcha éxters en aceleración. Recibiendo datos que el Gabriel enviaba por haz angosto, la flota abría fuego con armas que no respetaban las limitaciones de la velocidad de la luz. Los misiles Hawking hipercinéticos mejorados aparecían de golpe entre las naves enemigas y sobre los centros de población, algunos usando la velocidad y puntería precisa para destruir los blancos, otros detonando en promiscuos estallidos de plasma o termonucleares. En el mismo instante, sondas Hawking recobrables saltaban a blancos posibles y se trasladaban al espacio real, irradiando haces láser convencionales y haces de partículas como letales erizos de mar, destruyendo todo en un radio de cien mil kilómetros.

Más aún, los rayos de muerte salían de los arcángeles como guadañas invisibles, propagándose a lo largo de la estela Hawking de las sondas y misiles y trasladándose al espacio real como la terrible espada de Dios. En un instante freían billones de sinapsis. Decenas de miles de éxters murieron sin saber que los atacaban.

Y luego el grupo GEDEÓN regresaba al sistema sobre estelas flamígeras de mil kilómetros, disponiéndose a completar la faena.

Habían sondeado los siete sistemas estelares enemigos con naves automáticas instantáneas, confirmando la presencia de éxters y asignando blancos preliminares. Esos siete sistemas tenían nombre —una designación alfanumérica del Nuevo Catálogo General Revisado—, pero el equipo de mando del Uriel les puso nombres en código que respondían a los siete archidemonios mencionados en el Antiguo Testamento.

El padre capitán De Soya juzgaba excesiva esta numerología cabalística: siete arcángeles, siete sistemas estelares, siete archidemonios, siete pecados capitales. Pero pronto adoptó la costumbre de hablar de los blancos con esta nomenclatura.

Los sistemas eran Belfegor (pereza), Leviatán (envidia), Belcebú (gula), Satanás (ira), Asmodeo (lascivia), Mamón (avaricia) y Lucifer (soberbia).

Belfegor era un sistema con una enana roja que a De Soya le recordaba el sistema de Estrella de Barnard, pero, en vez del encantador y terraformado Mundo de Barnard flotando cerca del sol, Belfegor solo tenía un gigante gaseoso semejante al hijo olvidado de Estrella de Barnard, Remolino. Alrededor de este gigante gaseoso sin nombre había blancos militares genuinos: estaciones de reaprovisionamiento para las naves-antorcha éxters que atacaban la Gran Muralla, gigantescas naves-cuchara que llevaban los gases desde el mundo a la órbita, embarcaderos y astilleros orbitales. El Rafael los atacó sin vacilación, transformándolos en lava orbital.

GEDEÓN encontró la mayoría de los auténticos centros de población éxter en los puntos troyanos, más allá del gigante gaseoso, veintenas de bosques orbitales llenos de miles de «ángeles» adaptados al espacio, la mayoría aleteando presa del pánico ante la aproximación de los atacantes. Los siete arcángeles sembraron estragos en esas delicadas ecoestructuras, destruyendo los bosques, los asteroides pastores y los cometas de irrigación, incinerando a los ángeles fugitivos como mariposas, y todo sin reducir significativamente la velocidad entre los puntos de traslación de entrada y salida.

El segundo sistema, Leviatán, a pesar de su nombre imponente, era una enana blanca tipo Sirio B con sólo una docena de asteroides éxters apiñados cerca de su pálido fuego. Aquí no había esos obvios blancos militares que De Soya había atacado tan fieramente en el sistema Belfegor: eran asteroides indefensos, tal vez embarcaderos y ámbitos presurizados huecos para éxters que no se habían adaptado al vacío y la radiación dura. El grupo GEDEÓN los barrió con rayos de muerte y siguió viaje.

El tercer sistema, Belcebú, era una enana roja tipo Alpha Centauri C, sin mundos ni colonias, con una sola base militar éxter pendiendo en la oscuridad a treinta UA de distancia, y cincuenta y siete naves de guerra sorprendidas atrapadas en pleno reabastecimiento o reparación. Treinta y nueve de estas naves, que por tamaño y armamento abarcaban desde diminutos exploradores hasta un portanaves clase Orion, estaban en condiciones de combatir y se lanzaron contra GEDEÓN. La batalla duró dos minutos y dieciocho segundos. Las cincuenta y siete naves éxters y la base fueron reducidos a moléculas de gas o sarcófagos sin vida. Ningún arcángel resultó averiado durante el enfrentamiento. El grupo de ataque siguió adelante.

El cuarto sistema, Satanás, no albergaba naves, sólo colonias desperdigadas hasta la nube de Oort. GEDEÓN pasó once días en este sistema, incinerando a los ángeles de Lucifer.

El quinto sistema, Asmodeo, centrado en una enana anaranjada tipo K semejante a Epsilon Eridiani, envió oleadas de naves-antorcha en defensa de su poblado cinturón de asteroides. Las naves fueron barridas con una economía nacida de la práctica. El Gabriel informó sobre la existencia de ochenta y dos rocas habitadas en el cinturón, con una población estimada en un millón y medio de éxters adaptados y no adaptados. Ochenta y un asteroides fueron destruidos desde lejos. Luego la almirante Aldikacti ordenó capturar prisioneros. El grupo GEDEÓN desaceleró en una larga elipse de cuatro días que lo llevó al cinturón y su única roca habitada restante, un asteroide con forma de patata de menos de cuatro kilómetros de largo y un kilómetro de extensión en su parte más ancha. El radar Doppler mostró que giraba en una órbita aleatoria sólo comprendida por los dioses del caos, pero que rotaba sobre su eje como un espetón, en un décimo de gravedad. El radar profundo reveló que estaba hueco. Las sondas indicaron que estaba habitado por unos diez mil éxters. El análisis sugería que era un asteroide de nacimiento.

Seis saltadores desarmados se lanzaron contra la fuerza de ataque. El Uriel los convirtió en plasma a una distancia de ochenta y seis mil kilómetros. Mil ángeles éxters, algunos armados con armas energéticas de bajo rendimiento o rifles sin retroceso, abrieron sus alas y volaron en el viento solar hacia las naves de Pax en largas elipses. Eran tan lentos que habrían tardado días en recorrer esa distancia. El Gabriel se encargó de incinerarlos con mil parpadeos de luz coherente.

Los arcángeles se comunicaban por haz angosto. El Rafael y el Gabriel reconocieron las órdenes y se aproximaron a mil kilómetros del silencioso asteroide. Abrieron sus compuertas y doce figuras diminutas —comandos de la Guardia Suiza, infantes y tropas de asalto, seis de cada nave— recibieron la luz de la enana anaranjada mientras se impulsaban hacia la roca. No hubo resistencia. Los atacantes encontraron dos cámaras de presión con escudo. Con toda precisión, volaron las puertas externas y entraron en equipos de tres.

—Bendígame, padre, porque he pecado. Han pasado dos meses estándar desde mi última confesión.

—Adelante.

—Padre, la acción de hoy… me molesta, padre.

—¿Sí?

—Algo no está bien.

El padre capitán De Soya guardó silencio. Había observado el ataque del sargento Gregorius por los canales tácticos virtuales. Había escuchado los informes después de la misión. Ahora sabía que los escucharía de nuevo en la oscuridad del confesionario.

—Adelante, sargento —murmuró.

—Sí, señor —dijo el sargento del otro lado del tabique—. Quiero decir, sí, padre.

De Soya oyó que Gregorius recobraba el aliento.

—Llegamos a la roca sin oposición. Yo y los cinco jóvenes. Estábamos en contacto con el escuadrón del sargento Kluge, del Gabriel, por haz angosto. Y, desde luego, con los capitanes de fragata Barnes-Avne y Uchikawa.

De Soya guardó silencio. El confesionario era desarmable, destinado a permanecer guardado cuando el Rafael estaba en aceleración o en combate, lo cual era casi siempre, pero ahora olía a madera, sudor, terciopelo y pecado, como cualquier confesionario. El padre capitán había encontrado esta media hora durante la última etapa de su ascenso hacia el punto de traslación para el sexto sistema éxter, Mamón, y ofreció a la tripulación tiempo para confesarse, pero sólo el sargento Gregorius había asistido.

—Así que descendimos, señor… padre. Ordené a los jóvenes de mi escuadrón que tomaran la cámara de presión del polo sur, igual que en las simulaciones. Volamos las puertas sin ninguna dificultad, padre, y luego activamos nuestros campos para combatir en los túneles.

De Soya asintió. Los trajes de combate de la Guardia Suiza siempre habían sido los mejores del universo humano —capaces de sobrevivir, desplazarse y combatir en el aire, el agua, el vacío, la radiación dura, o bajo fuego de proyectiles, rayos energéticos y altos explosivos de hasta un quilotón—, pero los nuevos trajes llevaban sus propios campos de contención clase cuatro, que podían operar sobre los campos más potentes de las naves.

—Los éxters nos atacaron allí, padre, luchando en el oscuro laberinto de los túneles de acceso. Algunos eran criaturas adaptadas al espacio, ángeles sin las alas extendidas. Pero la mayoría sólo era gente con dermotrajes comunes. Nos atacaron con haces energéticos, rifles y rayos, pero usaban gafas nocturnas elementales para amplificar el opaco fulgor de las rocas, y nosotros los vimos primero con nuestros filtros. Los vimos primero y disparamos primero. —El sargento Gregorius jadeó—. Sólo tardamos minutos en llegar a las cámaras internas, padre. Todos los éxters que intentaron detenernos en los túneles terminaron flotando allí…

El padre capitán De Soya esperó.

—Adentro, padre, bien… —Gregorius se aclaró la garganta—. Ambos escuadrones volaron las puertas interiores en el mismo instante, el polo norte y sur simultáneamente. Los globos repetidores que dejamos en los túneles retransmitían bien las emisiones de haz angosto, así que nunca perdimos contacto con la gente de Kluge ni con las naves, como usted sabe, padre. Había salvaguardas de seguridad en las puertas internas, tal como esperábamos, pero también las volamos, y las membranas de emergencia un segundo después. El interior de la roca era totalmente hueco, padre… Sabíamos eso, desde luego… pero yo nunca había estado dentro de un asteroide de nacimiento, padre. Muchas rocas militares, sí, pero nunca una de nacimiento…

De Soya esperó.

—Tenía un kilómetro de diámetro, con muchas de esas delgadas torres de bambú de baja gravedad en el espacio central, padre. La corteza interior no era esférica ni lisa, sino que seguía la forma del exterior de la roca…

—Una patata —dijo el padre capitán De Soya.

—Sí, señor. Y llena de agujeros y cráteres por dentro, padre. Cuevas y grutas por todas partes… guaridas para las éxters encintas, supongo.

De Soya asintió en la oscuridad y miró el cronómetro, preguntándose si el sargento, habitualmente tan conciso, llegaría a describir sus pecados antes de que tuvieran que guardar el confesionario para la traslación C-plus.

—Debe haber sido puro caos para los éxters, padre… ese aullido huracanado de la despresurización, la atmósfera saliendo por las cámaras destruidas como agua por el desagüe de la bañera, el aire lleno de polvo y desechos y éxters volando como hojas en la tormenta… Teníamos encendidos nuestros receptores externos, padre, y el ruido fue increíble hasta que el aire perdió densidad y no pudo transmitirlo: viento rugiente, éxters gritando, sus armas y las nuestras crepitando como relámpagos, granadas de plasma estallando y el sonido rebotando en esa gran caverna de roca, los ecos prolongándose durante minutos… Era ensordecedor, padre.

—Sí —dijo De Soya en la oscuridad.

El sargento Gregorius jadeó de nuevo.

—Bien, padre, teníamos orden de llevar dos muestras de todo… varones adultos, adaptados al espacio, no adaptados; mujeres adultas, encintas y no encintas, un par de niños éxters, prepúberes, bebés… ambos sexos. Así que el equipo de Kluge y el mío se encargaron de aturdirlos y embolsarlos. Había apenas gravedad suficiente en la superficie interior de la roca, un décimo de g, para mantener las bolsas en su sitio.

Hubo un silencio. De Soya estaba a punto de hablar, de terminar con la confesión, cuando el sargento susurró en la oscuridad.

—Lo lamento, padre, sé que usted sabe todo esto. Es que… bien, ésta fue la parte difícil, padre. A estas alturas la mayoría de los éxters no modificados, no adaptados al espacio, estaban muertos o moribundos. Por descompresión, fuego energético o granadas. No usamos las varas de muerte que nos entregaron. Ni Kluge ni yo les dijimos nada a los muchachos… pero nadie usó esas cosas.

»Los éxters adaptados adoptaron su forma angélica, y sus cuerpos se pusieron brillantes cuando activaron sus campos de fuerza personales. No podían extender las alas del todo, y de nada les habría servido, pues no había luz solar y en todo caso un décimo de g era demasiado… pero aun así adoptaron su forma angélica. Algunos intentaron usar sus alas como armas contra nosotros.

El sargento Gregorius resopló, un sonido tosco que parecía la parodia de una risotada.

—Nosotros teníamos campos clase cuatro, padre, y ellos nos atacaban con esas alas transparentes… Los incineramos, enviamos a tres de cada escuadrón afuera con los especímenes embolsados, y Kluge y yo tomamos a los muchachos restantes para despejar las cavernas, tal como estaba ordenado.

De Soya esperó. En menos de un minuto tendría que poner fin a la confesión.

—Sabíamos que era una roca de nacimiento, padre. Sabíamos… todos saben… que los éxters, incluso los que han activado las máquinas de sus células y su sangre, y ya no parecen humanos, no han logrado que sus mujeres tengan a sus hijos en cero g y radiación dura, padre. Sabíamos que era una roca de nacimiento cuando entramos en el condenado asteroide… Lo lamento, padre…

De Soya guardó silencio.

—Pero aun así, padre… esas cavernas eran como hogares… camas, cubículos y equipos vid de pantalla chata, cocinas… cosas que no estamos acostumbrados a pensar que los éxters tienen, padre. Pero la mayoría de esas cavernas eran…

—Cuartos para niños —dijo el padre capitán De Soya.

—Sí, señor, cuartos para niños. Camas pequeñas con bebés pequeños… no monstruos éxters, padre, no esas criaturas pálidas y lustrosas contra las que combatimos, no esos malditos ángeles de Lucifer con alas de cien kilómetros de envergadura en la luz estelar… sólo bebés. Cientos, padre, miles. Caverna tras caverna. La mayoría de las habitaciones ya se habían despresurizado, matando a los pequeños. Algunos de esos cuerpecitos habían volado con la despresurización, pero otros estaban amarrados. Algunas habitaciones aún retenían aire, padre. Nos abrimos paso a disparos. Madres, mujeres con túnicas, mujeres encintas con el cabello desmelenado volando en un décimo de g… nos atacaron con uñas y dientes, padre. Las ignorábamos hasta que el viento las hacía volar o morían de asfixia, pero en esas cajas de plástico había bebés, veintenas de ellos.

—Incubadoras —dijo el padre capitán De Soya.

—Sí —susurró el sargento Gregorius con agotamiento—. Y preguntamos por haz angosto qué querían que hiciéramos con ellos. Con las veintenas de bebés éxters que había en los incubadoras. Y el capitán Barnes-Avne ordenó…

—Continuar —susurró De Soya.

—Sí, padre, así que nosotros…

—Cumplieron órdenes, sargento.

—Usamos las últimas granadas en esos cuartos, padre. Y cuando acabaron las granadas de plasma, rociamos las incubadoras con rayos energéticos. Habitación tras habitación, caverna tras caverna. El plástico se derretía alrededor de los bebés, los cubría. Las mantas ardían. Las cajas debían contener oxígeno puro, padre, porque muchas explotaron como granadas… tuvimos que activar nuestros trajes, padre, y aun así tardé dos horas en limpiar mi armadura de combate. Pero la mayoría de las incubadoras no estallaron, padre, sólo ardieron como madera seca, ardieron como antorchas, y todo lo que contenían se cocinaba como en un horno. Y ahora todas las habitaciones y cavernas estaban en el vacío, pero las cajas, las incubadoras, todavía contenían atmósfera y ardían, y apagamos nuestros receptores externos, señor. Todos lo hicimos. Pero aún podíamos oír los llantos y gritos por los campos de contención y los cascos. Todavía los oigo, padre…

—Sargento —dijo De Soya con voz perentoria.

—Sí, señor.

—Usted cumplía órdenes, sargento. Todos cumplíamos órdenes. Su Santidad declaró tiempo atrás que los éxters han renunciado a su humanidad con esos nanoaparatos que introducen en su sangre, con los cambios que han hecho en sus cromosomas…

—Pero los gritos, padre.

—Sargento, el Consejo Vaticano y el Santo Padre han decretado que esta cruzada es necesaria para salvar a la familia humana de la amenaza éxter. Usted recibió órdenes. Las obedeció. Somos soldados.

—Sí, señor —susurró el sargento.

—No tenemos más tiempo, sargento. Hablaremos de esto más tarde. Por ahora, quiero que haga penitencia… no por ser un soldado y cumplir sus órdenes, sino por cuestionarlas. Cincuenta avemarías, sargento, y cien padrenuestros. Y quiero que rece por esto, que rece para comprender.

—Sí, padre.

—Ahora haga un sincero acto de contrición… pronto…

En cuanto el sargento empezó a murmurar, el padre capitán alzó la mano para bendecirlo mientras le daba la absolución.

Ego te absolvo

Ocho minutos después, el padre capitán y su tripulación yacían en sus nichos de resurrección y el motor Gedeón del Rafael se activaba, llevándolos instantáneamente al sistema Mamón mediante una muerte terrible y un lento y doloroso renacimiento.

El gran inquisidor había muerto e ido al infierno. Era su segunda muerte y resurrección y no había disfrutado de esas experiencias. Y Marte era el infierno.

El cardenal John Domenico Mustafa y su contingente de veintiún administradores y agentes de seguridad del Santo Oficio —incluido el padre Farrell, su indispensable asistente— habían viajado al sistema de la Vieja Tierra en la nueva nave estelar arcángel Jibril y habían contado con un generoso plazo de cuatro días para recobrarse de la resurrección antes de iniciar su labor en la superficie de Marte. El gran inquisidor se había asesorado sobre el planeta rojo y había llegado a una conclusión tajante. Marte era el infierno.

—En realidad —respondió el padre Farrell la primera vez que el gran inquisidor mencionó esta conclusión en voz alta—, uno de los otros planetas de este sistema, Venus, congenia más con esta descripción, excelencia. Temperaturas hirvientes, presiones aplastantes, lagos de metal líquido, vientos semejantes a escapes de cohete…

—Cállate —dijo el gran inquisidor con un gesto fatigado.

Marte: el primer mundo colonizado por la raza humana a pesar de su baja puntuación de 2,5 en la vieja escala Solmev, el primer intento de terraformación, el primer fracaso en terraformación. Un mundo soslayado después que el miniagujero negro destruyó la Vieja Tierra… por el motor Hawking, por los imperativos de la Hégira, y porque nadie quería vivir en esa roja esfera escarchada cuando la galaxia ofrecía una cantidad casi infinita de mundos más gratos, más saludables, más viables.

Durante siglos Marte había sido un planeta tan apartado que la Red de Mundos no había establecido allí portales teleyectores, un planeta desierto que sólo interesaba a los huérfanos de Nueva Palestina (el legendario coronel Fedmahn Kassad había nacido en los campos palestinos, como Mustafa se sorprendió de saber) y a los cristianos zen que regresaban a la cuenca de Hellas para revivir la iluminación del maestro Schrauder en el Macizo Zen. Durante un siglo se había creído que el vasto proyecto de terraformación funcionaría —los mares llenaron los gigantescos cráteres y helechos reciclados proliferaron a orillas del río Marineris—, pero luego aparecieron los inconvenientes, no hubo fondos para luchar contra la entropía y llegó una era glacial de sesenta mil años.

En la cumbre de la civilización de la Red de Mundos, el ala militar de la Hegemonía, FUERZA, había llevado teleyectores al mundo rojo y había creado hábitats en el enorme volcán, el Mons Olympus, para su Escuela de Mando Olímpica. El aislamiento de Marte era adecuado para FUERZA y el planeta había sido base militar hasta la Caída de los Teleyectores. En el siglo posterior a la Caída, restos de FUERZA habían instaurado una insidiosa dictadura militar —la Máquina de Guerra Marciana— que extendía su dominio hasta los sistemas Centauri y Tau Ceti y bien pudo convertirse en semilla de un segundo imperio interestelar si no hubiera llegado Pax, que sometió las flotas marcianas, expulsó a la Máquina de Guerra y obligó a sus derrotados cabecillas a ocultarse en las ruinas de las bases orbitales de FUERZA y en los viejos túneles del Mons Olympus. Pax instaló bases en el cinturón de asteroides y entre las lunas de Júpiter, y al fin envió misioneros y gobernadores al Marte pacificado.

En ese mundo color herrumbre no había mucho trabajo para los misioneros ni los gobernadores. El aire era fino y frío; las grandes ciudades habían sido saqueadas y abandonadas; habían reaparecido los grandes simunes de polvo que soplaban de polo a polo; la pestilencia asolaba los helados desiertos, diezmando a las últimas bandas de nómadas que descendían de la noble raza de los marcianos; y en vez de manzanares y campos de bayas sólo había cactos raquíticos.

Curiosamente, los que sobrevivieron y prosperaron fueron los oprimidos y maltratados palestinos de la escarchada meseta de Tharsis. Los huérfanos de la Diáspora Nuclear del año 2038 se habían adaptado a la tosca vida de Marte y habían extendido su cultura islámica a muchas tribus nómadas y ciudades-estado libres cuando llegaron los misioneros de Pax. Los neopalestinos, que habían resistido más de un siglo contra la implacable Máquina de Guerra, no demostraban el menor interés en someterse a la Iglesia.

Era precisamente en la capital palestina de Arafat-kaffiyeh donde había aparecido el Alcaudón, matando a cientos de personas. El gran inquisidor conferenció con sus asistentes, se reunió con comandantes de la flota en órbita y aterrizó con todas sus fuerzas. El principal puerto espacial de la capital de San Malaquías estaba cerrado a todo el tráfico salvo el militar. No era un gran inconveniente, pues no había vuelos mercantes ni de pasajeros planeados para esa semana. Seis naves de asalto precedieron a la nave de descenso del gran inquisidor, y cuando el cardenal Mustafa pisó el suelo marciano —la pista de Pax, para mayor precisión— un centenar de comandos de la Guardia Suiza y del Santo Oficio había acordonado el puerto espacial. La delegación oficial de bienvenida, que incluía al arzobispo Robeson y la gobernadora Clare Palo, fue registrada sónicamente antes de recibir autorización para pasar.

Desde el puerto espacial, la comitiva del Santo Oficio viajó en vehículos terrestres, por calles ruinosas, hasta el nuevo palacio de gobierno de Pax en las inmediaciones de San Malaquías. La seguridad era estricta. Además de la fuerza personal del gran inquisidor, los infantes de Pax, los efectivos del gobernador y el contingente de guardias suizos del arzobispo, había un regimiento de infantería blindada de la Guardia Interna apostada alrededor del palacio. Allí el gran inquisidor presenció pruebas de que el Alcaudón había visitado la meseta de Tharsis dos semanas antes.

—Es absurdo —dijo el gran inquisidor la noche antes de volar al escenario del ataque—. Estos holos y vids tienen dos semanas o se tomaron desde gran altura. Veo holos de lo que debe ser el Alcaudón y unas borrosas escenas de carnicería. Veo fotos de los cuerpos que los milicianos encontraron al entrar en la ciudad. ¿Pero dónde están los lugareños? ¿Dónde están los testigos? ¿Dónde están los dos mil setecientos ciudadanos de Arafat-kaffiyeh?

—No lo sabemos —dijo la gobernadora Clare Palo.

—Nos comunicamos con el Vaticano por medio de un correo arcángel. El arcángel regresó con órdenes de que no tocáramos las pruebas —dijo el arzobispo Robeson—. Nos ordenaron que le esperásemos a usted.

El gran inquisidor sacudió la cabeza y alzó una foto bidimensional.

—¿Y qué es esto? ¿Una base de Pax en las inmediaciones de Arafat-kaffiyeh? Este puerto espacial es más nuevo que San Malaquías.

—No pertenece a la flota de Pax —dijo Wolmak, capitán del Jibril y nuevo comandante del grupo de tareas del sistema de Vieja Tierra—. Pero estimamos que de treinta a cincuenta naves diarias usaron estas instalaciones durante la semana previa a la aparición del Alcaudón.

—Treinta a cincuenta naves diarias —repitió el gran inquisidor—. Y no pertenece a la flota de Pax. ¿A quién pertenece entonces?

Miró al arzobispo y al gobernador con cara de pocos amigos.

—¿Mercantilus? —apremió el gran inquisidor al no recibir respuesta.

—No —dijo el arzobispo al cabo de otro instante—. No Mercantilus.

El gran inquisidor se cruzó de brazos con impaciencia.

—Las naves tenían licencia del Opus Dei —dijo tímidamente la gobernadora Palo.

—¿Con qué propósito? —preguntó el gran inquisidor. Sólo se permitían guardias del Santo Oficio en esa suite del palacio, y estaban apostados contra la pared de piedra con intervalos de seis metros.

La gobernadora abrió las manos.

—No lo sabemos, excelencia.

—Domenico —dijo el arzobispo con voz trémula—, se nos ordenó no hacer preguntas.

El gran inquisidor perdió los estribos.

—¿No hacer preguntas? ¿Quién lo ordenó? ¿Quién tiene autoridad para ordenar al arzobispo y a la gobernadora de un mundo que no interfieran? ¡En el nombre de Cristo! ¿Quién tiene semejante poder?

El arzobispo se enfrentó al cardenal Mustafa con ojos compungidos pero desafiantes.

—En el nombre de Cristo, precisamente, excelencia. Los representantes del Opus Dei tenían discos oficiales de la Comisión Pontificia de Justicia y Paz. Nos dijeron que lo de Arafat-kaffiyeh era una cuestión de seguridad. Nos dijeron que no era de nuestra incumbencia. Nos ordenaron no interferir.

El gran inquisidor sintió un ardor de rabia en la cara.

—Los asuntos de seguridad de Marte, o de cualquier otra parte de Pax, son responsabilidad del Santo Oficio —declaró—. La Comisión Pontificia de Justicia y Paz no tiene jurisdicción aquí. ¿Dónde están los representantes de la Comisión? ¿Por qué no han asistido a esta reunión?

La gobernadora Clare Palo alzó una mano y señaló la foto que sostenía el gran inquisidor.

—Allí, excelencia. Allí están las autoridades de la Comisión.

El cardenal Mustafa miró la lustrosa fotografía. En las rojas y polvorientas calles de Arafat-kaffiyeh se veían cuerpos vestidos de blanco. A pesar de las imágenes granulosas, era obvio que los cuerpos estaban grotescamente despedazados e hinchados por la descomposición. El gran inquisidor habló suavemente, sobreponiéndose al impulso de ordenar a gritos que torturasen y fusilasen a esos imbéciles.

—¿Por qué no han resucitado e interrogado a estas personas? —murmuró.

El arzobispo Robeson intentó sonreír.

—Lo verá mañana, excelencia. Mañana quedará sobradamente claro.

Los VEMs eran inútiles en Marte. Usaron deslizadores blindados de Seguridad de Pax para volar a la meseta de Tharsis. El Jibril y varias naves-antorcha controlaron su avance. Cazas Escorpión patrullaban el aire y el espacio. A doscientos kilómetros de la meseta, cinco escuadrones de infantería descendieron de los deslizadores y se adelantaron a poca altura, barriendo la zona con sondas acústicas y organizando posiciones de fuego.

Nada se movía en Arafat-kaffiyeh salvo la arena.

Los deslizadores de seguridad del Santo Oficio aterrizaron primero, posando las patas en la arena del ejido oval de la ciudad, donde antes había crecido hierba. Las otras naves establecieron un campo de contención clase seis que hizo que los edificios de la plaza cimbrearan como en plena canícula. Los infantes habían creado un círculo defensivo centrado en el ejido. Los efectivos del gobernador y la Guardia interna establecieron un segundo perímetro externo en las calles de los alrededores de la plaza. Los ocho guardias suizos del arzobispo aseguraron el círculo fuera del campo de contención. Al fin los efectivos de seguridad del Santo Oficio descendieron por las rampas de los deslizadores y establecieron un perímetro interno.

—Despejado —declaró la voz del sargento de infantería en el canal táctico.

—Nada se mueve ni vive a un kilómetro de la zona uno —jadeó el teniente de la Guardia Interna—. Cuerpos en la calle.

—Aquí despejado —dijo el capitán de la Guardia Suiza.

—Confirmado, nada se mueve en Arafat-kaffiyeh salvo nuestra gente —dijo el capitán del Jibril.

—Afirmativo —dijo el comandante Browning de Seguridad del Santo Oficio.

Sintiéndose tonto y malhumorado, el gran inquisidor bajó por la rampa al arenoso ejido. La máscara osmótica que tenía que usar no contribuía a mejorar su ánimo, con el respirador circular echado sobre el hombro como un medallón flojo.

El padre Farrell, el arzobispo Robeson, la gobernadora Palo y varios funcionarios corrieron para seguirle el paso mientras el cardenal Mustafa pasaba junto a los soldados arrodillados y, con gesto imperativo, ordenaba abrir un portal en el campo de contención. Lo atravesó a pesar de las protestas del comandante Browning y los soldados de armadura negra, que corrían para alcanzarlo.

—¿Dónde está el primero de los…? —exclamó el gran inquisidor mientras corría por la calle angosta. Aún no se acostumbraba a la escasa gravedad.

—A la vuelta de esa esquina —jadeó el arzobispo.

—Realmente deberíamos esperar a que los campos externos… —dijo la gobernadora Palo.

—Aquí —dijo el padre Farrell, señalando calle abajo.

El grupo de quince se paró tan súbitamente que los asistentes y guardias de retaguardia tuvieron que frenarse para no chocar contra las autoridades.

—Dios santo —murmuró el arzobispo Robeson, persignándose y palideciendo.

—¡Cristo! —murmuró la gobernadora Clare Palo—. He visto los holos y fotos durante dos semanas pero… Cristo.

—Ah —jadeó el padre Farrell, acercándose al primer cuerpo.

El gran inquisidor se acercó y se arrodilló en la arena roja. La forma desfigurada parecía como si alguien hubiera modelado una escultura abstracta con la carne, el hueso y el cartílago. No habría sido reconociblemente humana de no ser por los dientes que relucían en la boca estirada y una mano tendida en el arremolinado polvo marciano.

—¿Esto es obra de animales? —preguntó el gran inquisidor—. ¿Aves carroñeras? ¿Ratas?

—Negativo —dijo el mayor Piet, comandante de la fuerza terrestre del gobernador—. No hay aves en la meseta de Tharsis desde que la atmósfera empezó a perder densidad hace dos siglos. Y los detectores de movimiento no han captado ratas ni otras criaturas vivientes desde que esto sucedió.

—¿El Alcaudón hizo esto? —dijo el gran inquisidor, poco convencido. Se incorporó y caminó hacia el segundo cuerpo. Podría haber sido una mujer. Daba la impresión de que la habían vuelto del revés y desgarrado—. ¿Y esto?

—Eso creemos —dijo la gobernadora Palo—. Los milicianos que encontraron esto trajeron la cámara de seguridad que filmó ese holo de treinta y ocho segundos que le hemos mostrado.

—Parecía una docena de Alcaudones matando a una docena de personas —dijo el padre Farrell—. Era borroso.

—Había una tormenta de arena —dijo el mayor Piet—. Y había un solo Alcaudón… Hemos estudiado las imágenes individuales. Se desplazaba tan deprisa en medio de la multitud que parecía varias criaturas.

—Se desplazaba en medio de la multitud… —murmuró el gran inquisidor. Se acercó a un tercer cuerpo que parecía ser el de un niño o una mujer menuda—. Haciendo esto.

—Haciendo esto —repitió la gobernadora Palo. Miró al arzobispo Robeson, que se había apoyado en una pared.

Había una veintena de cuerpos en ese sector de la calle.

El padre Farrell se arrodilló y pasó su mano enguantada por el pecho y la cavidad pectoral del primer cadáver. La carne estaba congelada, al igual que la sangre, que caía en una cascada de hielo negro.

—¿Y no había rastros del cruciforme? —preguntó.

La gobernadora Palo sacudió la cabeza.

—No en los dos cuerpos que los milicianos recobraron para tratar de resucitarlos. No había el menor rastro del cruciforme. Si hubiera quedado el menor vestigio, aun un milímetro de nódulo o trozo de fibra en el tronco encefálico…

—Sabemos eso —rugió el gran inquisidor, interrumpiendo la explicación.

—Muy extraño —dijo el obispo Erdle, experto en resurrección del Santo Oficio—. Que yo sepa, nunca hubo un caso donde el cadáver quedara tan entero y no encontráramos un vestigio del cruciforme. La gobernadora Palo tiene razón, por cierto. Un ínfimo resto del cruciforme es todo lo que se necesita para el Sacramento de la Resurrección.

El gran inquisidor se detuvo para inspeccionar un cuerpo que habían arrojado contra una baranda de hierro, con tal fuerza que lo habían empalado en doce puntos.

—Parece que el Alcaudón buscaba los cruciformes. Les arrancó hasta el último jirón.

—No es posible —dijo el obispo Erdle—. Simplemente no es posible. Hay más de quinientos metros de microfibra en las extensiones nodulares celulares de…

—No es posible —convino el gran inquisidor—. Pero apuesto a que ninguno de estos cuerpos será recuperable cuando los enviemos. El Alcaudón les habrá arrancado el corazón, los pulmones y la garganta, pero primero les arrancó el cruciforme.

El comandante Browning rodeó la esquina con cinco soldados de armadura negra.

—Excelencia —dijo por un canal táctico que sólo el gran inquisidor podía oír—. Lo peor está a una manzana… por aquí.

El séquito siguió al hombre de armadura negra, pero con lentitud y desgana.

Catalogaron trescientos sesenta y dos cuerpos. Muchos estaban en la calle, la mayoría en edificios de la ciudad o dentro de los cobertizos, hangares y naves del nuevo puerto espacial del linde de Arafat-kaffiyeh. Se tomaron holos y los equipos forenses del Santo Oficio se hicieron cargo, grabando cada escena antes de llevar los cuerpos al depósito de cadáveres de las afueras de San Malaquías. Se determinó que todos los cuerpos pertenecían a gente de otros mundos. No había palestinos locales ni marcianos nativos entre ellos.

El puerto espacial era lo que más intrigaba a los expertos de Pax.

—Ocho naves de descenso prestando servicio en ese campo —dijo el mayor Piet—. Son muchas. El puerto de San Malaquías sólo usa dos. —Miró el purpúreo cielo marciano—. Suponiendo que las naves estelares tuvieran sus propias naves de descenso adonde iban, por lo menos dos cada una, si eran cargueros, estamos hablando de logística en gran escala.

El gran inquisidor miró al arzobispo de Marte, pero Robeson sólo alzó las manos.

—No sabíamos nada de estas operaciones. Como expliqué antes, era un proyecto del Opus Dei.

—Bien —dijo el gran inquisidor—, por lo que sabemos, todo el personal del Opus Dei ha muerto irrecuperablemente, así que es responsabilidad del Santo Oficio. ¿No sabe para qué construyeron este puerto? ¿Metales pesados, quizás? ¿Alguna especie de proyecto minero?

La gobernadora Palo negó con la cabeza.

—Este mundo ha tenido explotación minera durante más de mil años. No quedan metales pesados dignos de embarcar. No hay minerales que justifiquen una operación local, y mucho menos del Opus Dei.

El mayor Piet alzó su visor y se frotó la barba crecida.

—Algo se embarcaba en grandes cantidades desde aquí, excelencias. Ocho naves de descenso, un sofisticado sistema de cuadrículas, seguridad automatizada…

—Si el Alcaudón, o lo que fuera, no hubiera destruido los sistemas informáticos y de grabación… —comenzó el comandante Browning. El mayor Piet sacudió la cabeza.

—No fue el Alcaudón. Los ordenadores ya habían sido destruidos con cargas explosivas y virus ADN. —Echó una ojeada al edificio administrativo desierto. La arena roja ya se filtraba por portales y rendijas—. Sospecho que estas personas destruyeron sus registros antes de que llegara el Alcaudón. Creo que estaban preparándose para marcharse. Por eso las naves estaban en modalidad prelanzamiento, con sus sistemas a punto para el despegue.

El padre Farrell asintió.

—Pero sólo tenemos las coordenadas orbitales. No consta con quién iban a encontrarse allá.

El mayor Piet miró la tormenta de polvo por la ventana.

—Hay veinte autobuses terrestres en ese terreno —murmuró, como hablando consigo mismo—. Cada cual puede transportar hasta ochenta personas. Demasiados recursos logísticos si el contingente del Opus Dei se limitaba a las trescientas sesenta personas cuyos cuerpos hemos encontrado.

La gobernadora Palo frunció el ceño y cruzó los brazos.

—No sabemos cuánto personal del Opus Dei había aquí, mayor. Como usted señaló, la documentación fue destruida. Tal vez había miles…

El comandante Browning se aproximó a las autoridades.

—Con permiso, gobernadora, pero las barracas del perímetro podían albergar a unas cuatrocientas personas. Creo que el mayor puede estar en lo cierto… todo el personal del Opus Dei se limitaba a los cadáveres que hemos encontrado.

—No podemos estar seguros, comandante —dijo la gobernadora Palo con cierto disgusto.

—No, gobernadora.

Ella señaló la tormenta de polvo que oscurecía los autobuses aparcados.

—Y tenemos pruebas de que necesitaban transporte para muchas personas más.

—Quizá fuera un contingente de avanzada —dijo el comandante Browning—. Allanando el camino para una población mucho más numerosa.

—¿Entonces por qué destruir la documentación y las IAs restringidas? —preguntó el mayor Piet—. ¿Por qué da la impresión de que se disponían a marcharse para siempre?

El gran inquisidor se aproximó y extendió su mano enguantada de negro.

—Por ahora terminaremos con las especulaciones. El Santo Oficio comenzará a tomar declaraciones y a realizar interrogatorios mañana. Gobernadora, ¿podemos usar su oficina del palacio?

—Desde luego, excelencia. —Palo bajó el rostro, ya fuera para mostrar deferencia o para ocultar sus expresión.

—Muy bien —dijo el gran inquisidor—. Comandante, mayor, llamen a los deslizadores. Dejaremos aquí al personal forense y del depósito de cadáveres. —El cardenal Mustafa miró la tormenta, cuyo aullido atravesaba las diez capas de ventanas de plástico—. ¿Cómo llaman a esta tormenta de polvo?

—Simún —dijo la gobernadora Palo—. Estas tormentas solían cubrir todo el planeta. Cada año marciano son más intensas.

—Los lugareños dicen que son los antiguos dioses marcianos —susurró el arzobispo Robeson—. Reclamando lo que es suyo.

A menos de catorce años-luz del sistema de Vieja Tierra, sobre el mundo llamado Vitus-Gray-Balianus B, una nave estelar que antes se llamaba Rafael pero que ahora no tenía nombre terminó de frenar y entró en órbita geosincrónica. Las cuatro criaturas de a bordo flotaban en cero g frente a la pantalla, la mirada fija en la imagen de ese mundo desértico.

—¿Cuán fiable es nuestra lectura de las perturbaciones del campo teleyector? —preguntó la mujer llamada Scylla.

—Más fiable que muchas otras pistas —dijo su gemela, Rhadamanth Nemes—. Verificaremos.

—¿Empezamos con una base de Pax? —preguntó el varón llamado Gyges.

—La más grande —dijo Nemes.

—Ésa es la base de Bombasino —dijo Briareus, verificando el código—. Hemisferio norte, canal central. Una población de…

—No nos interesa saber la población —interrumpió Rhadamanth Nemes—. Sólo nos interesa saber si la niña Aenea, el androide y ese bastardo Endymion han venido por aquí.

—Nave de descenso preparada —dijo Scylla.

Entraron chirriando en la atmósfera, extendieron las alas al cruzar el terminador, transmitieron el código del Vaticano para autorizar el aterrizaje y se posaron entre cazas Escorpión, deslizadores de transporte y VEMs blindados. Un agitado teniente los saludó y los acompañó hasta la oficina del comandante.

—¿Así que son miembros de la Guardia Noble? —preguntó el comandante Solznykov, estudiándoles la cara y mirando los datos del disco.

—Nosotros se lo hemos dicho —replicó secamente Rhadamanth Nemes—. Nuestros papeles, chips y discos se lo han dicho. ¿Cuántas repeticiones necesita, comandante?

Solznykov enrojeció. Miró el holo de interfase en vez de replicar. Técnicamente, estos oficiales de la Guardia Noble —miembros de una de las nuevas unidades exóticas del papa— podían impartirle órdenes. Técnicamente, podían ordenar que lo fusilaran o excomulgaran, pues su rango de jefes de cohorte de la Guardia Noble combinaba los poderes de la flota de Pax y del Vaticano. Técnicamente —según la redacción y encriptado de prioridad del disco— podían impartir órdenes a un gobernador planetario o dictar normas eclesiásticas al arzobispo de un mundo. Técnicamente, Solznykov hubiera deseado que esos engendros nunca hubieran aparecido en ese mundo de mala muerte.

El comandante sonrió forzadamente.

—Nuestras fuerzas están a disposición de ustedes. ¿En qué puedo ayudar?

La delgada mujer llamada Nemes extendió una holotarjeta y la activó. Las cabezas en tamaño natural de tres personas flotaron sobre el escritorio. Mejor dicho, dos personas, pues el tercer rostro pertenecía obviamente a un androide de tez azul.

—¿Pero queda algún androide en Pax? —dijo Solznykov.

—¿Ha recibido informes sobre la presencia de alguno de estos tres en su territorio, comandante? —preguntó Nemes, ignorando su pregunta—. Es probable que hayan aparecido a orillas del gran río que va desde el polo norte hasta el ecuador.

—En realidad es un canal —aclaró Solznykov, pero se interrumpió. Ninguno de esos cuatro demostraba interés en la charla menuda ni la información adicional. Llamó a la oficina a su asistente, el coronel Vinara.

—¿Sus nombres? —preguntó Solznykov mientras Vinara esperaba con su comlog preparado.

Nemes dio tres nombres que no significaban nada para el comandante.

—No son nombres locales —dijo mientras el coronel Vinara examinaba los registros—. Los miembros de la cultura aborigen, la Hélice del Espectro de Amoiete, suelen juntar nombres como mi perro de caza de Patawpha juntaba garrapatas. Tienen matrimonios tripartitos donde…

—Éstos no son lugareños —interrumpió Nemes. Su rostro descolorido contrastaba con el cuello rojo del uniforme—. Vienen de otros mundos.

—Ah —dijo Solznykov, alegrándose de no tener que habérselas con esos fenómenos de la Guardia Noble por más de un minuto o dos—, entonces no podemos ayudar. Bombasino es el único puerto espacial operativo en Vitus-Gray-Balianus B ahora que hemos cerrado la operación aborigen en Keroa Tambat, y aquí no hay inmigración con excepción de algunos desertores que terminan en nuestra brigada. Todos los lugareños pertenecen a la Hélice del Espectro. Les gustan los colores, sin duda, pero un androide destacaría como… ¿Y bien, coronel?

El coronel Vinara buscaba en su base de datos.

—Ni las imágenes ni los nombres concuerdan con nuestros registros, excepto un boletín general enviado por la flota de Pax hace cuatro años y medio estándar. —Miró inquisitivamente a la gente de la Guardia Noble.

Nemes y sus hermanos no respondieron.

El comandante Solznykov extendió las manos.

—Lo lamento. Hemos estado ocupados en un gran ejercicio de adiestramiento en las dos últimas semanas locales, pero si hubiera aparecido alguien que concordara con estas descripciones…

—Señor —dijo el coronel Vinara—, estaban esos cuatro espaciales desertores.

Maldición, pensó Solznykov. En voz alta dijo:

—Cuatro espaciales de Mercantilus que abandonaron su nave para que no los acusaran de uso de drogas ilegales. Según recuerdo, todos eran hombres, y sesentones… —Miró significativamente al coronel Vinara, tratando de ordenarle en silencio que cerrara el pico—. Y encontramos sus cuerpos en el Gran Grasiento, ¿verdad, coronel?

—Tres cuerpos, señor —dijo el coronel Vinara, sin captar las señales de su comandante. De nuevo miraba su base de datos—. Uno de nuestros deslizadores cayó cerca de Keroa Tambat y enviamos equipo médico… la doctora Abne Molina fue canal abajo con un misionero, para atender a los tripulantes heridos.

—¿A qué demonios viene todo eso, coronel? —rezongó Solznykov—. Estos oficiales buscan a una adolescente, un hombre de unos treinta años y un androide.

—Sí, señor —respondió Vinara, sobresaltado—. Pero la doctora Molina transmitió que había tratado a un forastero enfermo en Childe Lamond. Nosotros supusimos que era el cuarto desertor…

Rhadamanth Nemes avanzó tan bruscamente que el comandante Solznykov no pudo contener una mueca de alarma. Había algo inhumano en los movimientos de esa esbelta mujer.

—¿Dónde está Childe Lamond? —preguntó Nemes.

—Es sólo una aldea a orillas del canal, ochenta kilómetros al sur de aquí —dijo Solznykov. Miró al coronel Vinara como si la conmoción fuera culpa de su asistente—. ¿Cuándo traerán al prisionero?

—Mañana por la mañana, señor. Un deslizador médico debe recoger a los tripulantes en Keroa Tambat a las cero seiscientas horas y pasará por…

El coronel calló cuando los cuatro oficiales de la Guardia Noble giraron sobre los talones y se dirigieron a la puerta.

Nemes se detuvo apenas un instante.

—Comandante —dijo—, despeje nuestra trayectoria de vuelo entre la base y Childe Lamond. Usaremos la nave de descenso.

—Ah, eso no es necesario —dijo el comandante, mirando la pantalla de su escritorio—. Este desertor está arrestado y será entregado…

Los cuatro oficiales de la Guardia Noble habían bajado la escalinata de la oficina y atravesaban la pista. Solznykov los siguió a la carrera.

—Las naves de descenso no pueden operar en la atmósfera salvo para descender en Bombasino. ¡Oiga! Enviaremos un deslizador. ¡Oiga! Ese desertor no debe ser uno de los… Está bajo custodia…

Ninguno de los cuatro lo miró mientras se dirigían a su nave, hacían bajar una escalerilla y la abordaban. Sonaron sirenas en la base y el personal buscó refugio mientras la pesada nave despegaba con sus impulsores, pasaba a EM y aceleraba hacia el sur.

—Joder —jadeó el comandante Solznykov.

—¿Cómo ha dicho, señor? —preguntó el coronel Vinara.

Solznykov le clavó una mirada que habría derretido plomo.

—Despache dos deslizadores de combate… no, que sean tres. Quiero una escuadra de infantes a bordo de cada deslizador. Éste es nuestro territorio, y no quiero que esos fantoches anémicos de la Guardia Noble ni siquiera arrojen desperdicios sin nuestra autorización. Quiero que los deslizadores lleguen primero y arresten a ese condenado espacial… aunque tengamos que arrasar todas las poblaciones aborígenes de aquí a Childe Lamond. ¿Enterado, coronel?

Vinara miró boquiabierto a su comandante.

—¡Muévase! —gritó el comandante Solznykov.

El coronel Vinara se movió.