8

Mientras se realizaban estos desplazamientos de tropas, mientras grandes flotas de naves negras abrían agujeros en el continuo espacio-temporal del cosmos, en el preciso instante en que el gran inquisidor de la Iglesia fue despachado a Marte y el máximo ejecutivo de Pax Mercantilus asistía a una cita secreta en el espacio con un interlocutor no humano, yo yacía en cama con un dolor tremendo en la espalda y el vientre.

El dolor es interesante y desconcertante. Pocas cosas en la vida nos exigen una atención tan excluyente, y pocas cosas son más aburridas como tema de conversación o lectura.

Este dolor era totalmente absorbente. Quedé asombrado por su carácter implacable y dominante. Durante las horas de dolor que había sufrido y sufriría, intenté concentrarme en mi entorno, pensar en otras cosas, tratar con la gente que me rodeaba, incluso hacer sencillas tablas de multiplicación en mi cabeza, pero el dolor se introducía en todos los compartimientos de mi conciencia como acero fundido en las fisuras de un crisol rajado.

Percibía vagamente estas cosas: estaba en un mundo que mi comlog identificaba como Vitus-Gray-Balianus B y el dolor me había atacado cuando tomaba agua de una fuente; una mujer vestida con túnica azul, con las uñas de los pies pintadas de azul, había llamado a otras personas vestidas de azul y esas personas me habían llevado a la casa de adobe donde seguí combatiendo el dolor en una cama mullida; había varias personas más en la casa, otra mujer con un vestido azul y un pañuelo en la cabeza, un hombre más joven que también usaba túnica azul y turbante, por lo menos dos niños, también vestidos de azul; esas generosas personas no sólo habían tolerado mis gemidos de disculpa y mis gemidos de dolor, sino que me hablaban constantemente, me acariciaban, me ponían compresas húmedas en la frente, me habían quitado las botas, los calcetines y el chaleco, y seguían susurrándome palabras alentadoras en su suave dialecto mientras yo intentaba conservar la dignidad en medio de las punzadas que sentía en la espalda y el abdomen.

Varias horas después —vi por la ventana que el cielo azul se había puesto rosado— la mujer que me había encontrado cerca de la fuente dijo:

—Ciudadano, hemos pedido ayuda al sacerdote misionero y él ha ido a buscar un médico en la base de Pax de Bombasino. Por alguna razón, todos los deslizadores y demás aeronaves de Pax están ocupados, así que el sacerdote y el médico, siempre que el médico venga, deben viajar cincuenta pujos río abajo, pero con suerte estarán aquí antes del amanecer.

Yo no sabía cuánto era un pujo ni cuánto se tardaba en recorrer cincuenta, ni siquiera cuánto duraba la noche en ese mundo, pero la idea de que podía haber un final para mi sufrimiento bastó para hacerme lagrimear.

—Por favor —susurré sin embargo—, ningún doctor de Pax.

La mujer me apoyó dedos frescos en la frente.

—Es preciso. Ya no hay médico en Lamonde. Tememos que mueras sin ayuda médica.

Gemí y rodé en la cama. El dolor me atravesó como un alambre caliente. Un médico de Pax sabría de inmediato que yo era un forastero y presentaría un informe a la policía o los militares —siempre que el «cura misionero» no lo hubiera hecho ya— y seguramente me interrogarían y detendrían. Mi misión para Aenea terminaba prematuramente y con un fracaso. Cuando el viejo poeta, Martin Silenus, me había enviado en esta odisea cuatro años y medio antes, había brindado con champán: «Por los héroes». Si hubiera sabido cuan lejos de la realidad estaba ese brindis… Tal vez lo sabía.

La noche pasó con glacial lentitud. Varias veces las dos mujeres pasaron a mirarme y los niños, con batas azules que quizá fueran ropa de dormir, se asomaron varias veces desde el pasillo oscuro. No usaban toca y vi que la niña tenía el cabello rubio, como Aenea cuando nos habíamos conocido, cuando ella tenía casi doce años y yo veintiocho. El niño —menor que la niña, que debía ser su hermana— se veía especialmente pálido y tenía la cabeza rapada. Cada vez que se asomaba, movía los dedos en un tímido saludo. Entre las oleadas de dolor, yo devolvía el saludo débilmente pero, cada vez que abría los ojos para mirar, el niño se había ido.

El médico no había llegado al amanecer, y me venció la desesperanza. No podía resistir este terrible dolor una hora más. Sabía por instinto que si las amables personas de esa casa tuvieran un analgésico me lo habrían dado. Había pasado la noche tratando de pensar en las cosas que llevaba en el kayak, pero los únicos medicamentos eran desinfectante y aspirinas. Estas no servirían de nada contra esta marejada de dolor.

Decidí resistir otros diez minutos. Me habían quitado el comlog de pulsera y lo habían puesto en un reborde de adobe cerca de la cama, pero yo no había pensado en medir las horas de la noche con él. Logré recobrarlo, mientras el dolor me traspasaba como un alambre candente, y me lo puse en la muñeca. Le susurré a la IA de la nave:

—¿La función biomonitora aún está activada?

«Sí», dijo el brazalete.

—¿Me estoy muriendo?

«Los signos vitales no son críticos —dijo la nave con su voz inexpresiva—. Pero has sufrido un shock. La presión sanguínea…». Siguió enumerando datos técnicos hasta que le ordené que se callara.

—¿Has deducido qué me ha causado esto? —jadeé. Oleadas de náusea seguían al dolor. Ya había vomitado todo lo que contenía mi estómago, pero las arcadas me doblaban el cuerpo.

«No es incoherente con un ataque de apendicitis», dijo el comlog.

—Apendicitis… ¿Tengo apéndice? —le susurré al brazalete. Esos órganos inservibles se habían eliminado genéticamente tiempo atrás.

«Negativo —dijo el comlog—. Sería muy raro, a menos que fueras un aventurero genético. Las probabilidades en contra…».

—Silencio —susurré.

Las dos mujeres de túnica azul entraron con otra mujer, más alta y delgada, obviamente nacida en otro mundo. Llevaba un mono oscuro con el emblema de la cruz y el caduceo del cuerpo médico de la flota de Pax en el hombro izquierdo.

—Soy la doctora Molina —dijo, abriendo un maletín negro—. Todos los deslizadores de la base realizan maniobras y tuve que venir en bote con el joven que me fue a buscar. —Puso un adhesivo de diagnóstico en mi pecho desnudo y otro en mi vientre—. Y no te halagues pensando que vine hasta aquí por ti… Uno de los deslizadores de la base se estrelló cerca de Keroa Tambat, ochenta kilómetros al sur, y tengo que atender a los tripulantes heridos mientras esperan la evacuación. Nada grave, sólo magulladuras y una pierna rota. No querían retirar un deslizador de las maniobras sólo para eso. —Extrajo un adminículo del maletín y verificó si los adhesivos transmitían—. Y si eres uno de esos espaciales de Mercantilus que desertaron en el puerto hace unas semanas, no creas que podrás sacarme drogas ni dinero. Viajo con dos guardias de seguridad y están esperando fuera. —Se puso unos auriculares—. ¿Cuál es el problema?

Sacudí la cabeza, apreté los dientes cuando una oleada de dolor me desgarró la espalda. Cuando pude, respondí:

—No sé, doctora… mi espalda… náuseas…

Ella me ignoró mientras revisaba el adminículo. Se inclinó y me palpó el lado izquierdo del abdomen.

—¿Eso duele?

Contuve un grito.

—Sí —dije cuando pude hablar.

Ella asintió con un gesto de la cabeza y se volvió hacia la mujer de azul que me había salvado.

—Dígale al sacerdote que me fue a buscar que traiga el maletín más grande. Este hombre está totalmente deshidratado. Necesitamos una intravenosa. Cuando esté lista le administraré la ultramorfina.

Comprobé lo que sabía desde mi infancia, cuando vi a mi madre morir de cáncer: al margen de la ideología y la ambición, más allá del pensamiento y la emoción, sólo había dolor. Y salvación del dolor. En ese momento habría hecho cualquier cosa por esa ruda y parlanchina doctora de la flota.

—¿Qué es? —le pregunté mientras ella preparaba un frasco y tubos—. ¿De dónde viene este dolor? —Ella tenía en la mano una anticuada jeringa y la estaba llenando con un pequeño frasco de ultramorfina. Si me decía que había contraído una enfermedad fatal y moriría antes del anochecer, no me importaría con tal de que me inyectara el calmante.

—Cálculo renal —dijo la doctora Molina.

Debo haber mostrado mi incomprensión, pues continuó:

—Una piedrecita en el riñón… demasiado grande para pasar… tal vez hecha de calcio. ¿Ha tenido problemas para orinar en los últimos días?

Traté de recordar. Últimamente había bebido poca agua y había atribuido los ocasionales dolores a ese hecho.

—Sí, pero…

—Cálculo renal —repitió, frotándome la muñeca izquierda—. Sentirás un pinchazo. —Insertó la aguja intravenosa y la pegó en su sitio. El pinchazo de la aguja se perdió en la cacofonía de dolor de mi espalda. Extendió el tubo intravenoso y adhirió la jeringa a una punta—. Esto tardará un minuto en surtir efecto. Pero debería eliminar la incomodidad.

Incomodidad. Cerré los ojos para que nadie viera mis lágrimas de alivio. La mujer que me había encontrado junto a la fuente me cogió la mano.

Un minuto después el dolor comenzó a menguar, y su ausencia fue más que bienvenida. Era como si un ruido enorme y terrible se hubiera apagado y ahora pudiera pensar. Recobré el juicio en cuanto el sufrimiento alcanzó los niveles que yo conocía por las heridas de cuchillo y los huesos rotos. Esto era algo que podía afrontar reteniendo mi dignidad y mi identidad. La mujer de azul me acariciaba la muñeca mientras la ultramorfina surtía efecto.

—Gracias —dije con mis labios secos y cuarteados, estrujándole la mano—. Y gracias a usted, doctora Molina.

La doctora Molina se inclinó sobre mí, acariciándome las mejillas.

—Dormirás un rato, pero primero necesito algunas respuestas. No te duermas sin hablar conmigo.

Asentí.

—¿Cómo te llamas?

—Raul Endymion. —Comprendí que no podía mentirle. Debía haber puesto droga de la verdad en el tubo intravenoso.

—¿De dónde eres, Raul Endymion? —Sostenía el dispositivo de diagnóstico como un grabador.

—Hyperion. El continente de Aquila. Mi clan era…

—¿Cómo llegaste a Childe Lamonde en Vitus-Gray-Balianus B, Raul? ¿Eres uno de los espaciales que desertó del carguero de Mercantilus el mes pasado?

—Kayak —me oí decir mientras todo empezaba a distanciarse. Una gran calidez me invadió, casi indistinguible de la sensación de alivio—. Remé río abajo en el kayak. Atravesé el teleyector. No, no soy uno de los espaciales…

—¿Teleyector? —repitió la doctora con asombro—. ¿Qué significa que atravesaste el teleyector, Raul Endymion? ¿Quiere decir que pasaste debajo remando, como nosotros? ¿Qué pasaste junto a él viajando río abajo?

—No —respondí—. Lo atravesé. Viniendo de otro mundo.

La doctora miró a la mujer de azul y se volvió de nuevo hacia mí.

—¿Atravesaste el teleyector para venir de otro mundo? ¿Quieres decir que… funciona? ¿Qué te teleyectó hacia aquí?

—Sí.

—¿Desde dónde? —preguntó la médica, palpándome el pulso con la mano izquierda.

—Vieja Tierra. Vine de la Tierra.

Floté jubilosamente, libre del dolor, mientras la doctora salía al pasillo para hablar con las mujeres. Oí jirones de conversación.

—Mentalmente desequilibrado, es obvio —decía la doctora—. No pudo haber atravesado el… ilusiones de Vieja Tierra… tal vez uno de esos espaciales, drogado…

—Me alegrará hospedarlo —dijo la mujer de túnica azul—. Lo cuidaré hasta…

—El sacerdote y un guardia se quedarán aquí… —dijo la doctora—. Cuando el deslizador médico vaya a Keroa Tambat nos detendremos aquí para recogerlo mientras regresamos a la base… mañana o pasado mañana… no deje que se vaya… tal vez la policía militar desee…

Meciéndome en la creciente ola de júbilo provocada por la ausencia de dolor, me dejé arrastrar por la corriente hacia los brazos del sueño.

Soñé con una conversación que Aenea y yo habíamos entablado unos meses antes. Era una fresca noche estival en el desierto y estábamos sentados en el vestíbulo del refugio, bebiendo té y mirando las estrellas. Habíamos estado hablando de Pax; a cada planteamiento negativo que hacía yo, Aenea respondía con algo positivo. Al fin me enfadé.

—Mira —dije—, hablas de Pax como si no hubiera intentado capturarte y matarte. Como si las naves de Pax no nos hubieran perseguido por todo el brazo en espiral y no nos hubieran derribado en Vector Renacimiento. Si no hubiera sido por ese teleyector…

—No Pax, sino algunos elementos de Pax —murmuró la niña—. Hombres y mujeres que seguían órdenes del Vaticano o de otra parte.

—Bien, pues sólo necesitan algunos elementos para dispararnos y matarnos… —Hice una pausa—. ¿Cómo que del Vaticano o de otra parte? ¿Crees que hay otros que dan las órdenes? ¿Aparte del Vaticano?

Aenea se encogió de hombros en un gesto irritante, una de las más desagradables de sus muy desagradables mañas de adolescente.

—¿Hay otros? —insistí, con tono más brusco del que solía usar con mi joven amiga.

—Siempre hay otros —dijo Aenea con calma—. Tenían razón al tratar de capturarme, Raul. O matarme.

En mi sueño, igual que en la realidad, dejé la taza de té en el piso de piedra del vestíbulo y miré a Aenea.

—¿Estás diciendo que deberían capturarnos y matarnos como animales…? ¿Qué tienen ese derecho?

—Claro que no —dijo la niña, cruzándose de brazos mientras el té humeaba en el aire fresco—. Estoy diciendo que Pax tiene razón, desde su perspectiva, al usar medidas extraordinarias para tratar de detenerme.

Sacudí la cabeza.

—No te oí decir nada tan subversivo como para que enviaran escuadrones de naves estelares detrás de ti, pequeña. Lo más subversivo y herético que te oí decir es que el amor es la fuerza básica del universo, como la gravedad o el electromagnetismo. Pero eso es sólo…

—¿Cháchara?

—Una vaguedad.

Aenea sonrió y se acarició el pelo corto.

—Raul, amigo mío, lo que digo no les pone en peligro, sino lo que… lo que enseño al hacer… al tocar.

La miré. Casi había olvidado todos esos comentarios sobre La Que Enseña que su tío Martin Silenus había incluido en sus Cantos. Aenea debía ser la mesías que el viejo poeta había profetizado en su largo y confuso poema dos siglos antes, o eso me había dicho él. Hasta ahora no había visto que la niña tuviera pasta de mesías, a menos que contara su viaje a través de la Esfinge de las Tumbas de Tiempo y la obsesión de Pax por capturarla o matarla, una obsesión que me incluía, ya que yo había sido su custodio durante el accidentado viaje hasta Vieja Tierra.

—No te he oído enseñar muchas cosas que sean heréticas o peligrosas —insistí—. Ni te he visto hacer nada que represente una amenaza para Pax. —Señalé la noche, el desierto, los distantes e iluminados edificios de la Hermandad Taliesin, y ahora, en ese sueño de ultramorfina que era más recuerdo que sueño, me vi hacer ese gesto como si observara desde la oscuridad, desde fuera del refugio iluminado.

Aenea sacudió la cabeza y bebió su té.

—Tú no lo ves, Raul, pero ellos sí. Ya se han referido a mí como un virus. Tienen razón… eso es exactamente lo que yo podría ser para la Iglesia. Un virus, como la antigua cepa del HIV en Vieja Tierra o la muerte roja que arrasó el Confín después de la Caída… un virus que invade las células del organismo y reprograma el ADN… o que, al menos, infecta tantas células que el organismo se desmorona, falla… muere.

En mi sueño, flotaba sobre el refugio de lona y piedra como un halcón en la noche, aleteando entre las desconocidas estrellas de Vieja Tierra, viendo a la niña y al hombre sentados a la luz de la lámpara de queroseno como almas perdidas en un mundo perdido. Y eso éramos, precisamente.

Durante dos días floté entre el dolor y la conciencia como un esquife suelto en el mar flotaría entre chubascos y momentos de sol. Bebí gran cantidad de agua que las mujeres de azul me traían en copas de cristal. Iba hasta el retrete dando tumbos y orinaba por un filtro, tratando de atrapar la piedra que me causaba ese sufrimiento intermitente. Nada. Cada vez que regresaba a la cama esperaba que volviera el dolor. Y siempre volvía. Aun en ese momento, comprendí que esto no era el material propio de las aventuras heroicas.

Antes de que la doctora se marchara para viajar hasta donde se había estrellado el deslizador, me dieron a entender que el guardia de Pax y el cura local tenían unidades de comunicaciones y llamarían a la base si yo causaba problemas. La doctora Molina me hizo saber qué sucedería si el comandante de la flota tenía que sacar un deslizador de las maniobras para ir a buscar prematuramente a un prisionero; entretanto, me aconsejó que bebiera mucha agua y orinara cada vez que pudiera. Si la piedra no salía, me llevaría a la enfermería carcelaria de la base y la desintegraría con ondas sónicas. Le dejó cuatro inyecciones de ultramorfina a la mujer de azul y partió sin despedirse. El guardia —un lusiano maduro del doble de mi peso, con una pistola de dardos en su funda y una picana neuronal pórtate-bien en el cinturón— me miró con cara de pocos amigos y volvió a apostarse en la puerta del frente. Dejaré de llamar «la mujer de azul» a la dueña de casa. Durante esas primeras horas de sufrimiento ella sólo había sido eso para mí —aparte de mi salvadora— pero por la tarde del primer día supe que se llamaba Dem Ria, que su primera socia matrimonial era la otra mujer, Dem Loa, que el tercer miembro de su matrimonio tripartito era el hombre joven, Alem Mikail Dem Alem; que la chica adolescente de la casa se llamaba Ces Ambre y era hija de un trinomio anterior de Alem; que ese niño pálido y lampiño que aparentaba ocho años estándar se llamaba Bin Ria Dem Loa Alem y era hijo de este matrimonio, aunque nunca descubrí de cuál de ambas mujeres, y que se estaba muriendo de cáncer.

—Nuestro médico, que murió el mes pasado y no fue reemplazado, envió a Bin a nuestro hospital de Keroa Tambat el invierno pasado, pero sólo pudieron administrarle radiación y quimioterapia y esperar lo mejor —dijo Dem Ria, sentada junto a mi cama esa tarde. Dem Loa estaba cerca en otra silla. Yo había preguntado por el niño para que la conversación no se centrara en mis problemas. Las túnicas azules de las mujeres resplandecían mientras detrás de ellas un sol rojo como sangre se reflejaba en las paredes de adobe del interior. Cortinas de encaje dividían la luz y las sombras en complejos espacios negativos. Charlábamos durante las treguas que me daba el dolor. Sentía la espalda como si me hubieran aporreado, pero este malestar era tolerable en comparación con el dolor caliente que provocaba el movimiento de la piedra. La doctora había dicho que el dolor era una buena señal, pues significaba que la piedra se movía. Y el dolor parecía centrado en la parte inferior del abdomen. Pero la doctora también había dicho que la piedra podía tardar meses en pasar, siempre que su tamaño le permitiera pasar naturalmente. Explicó que muchas piedras debían ser pulverizadas o extraídas quirúrgicamente. Volví a pensar en la salud del niño.

—Radiación y quimioterapia —repetí, pronunciando las palabras con disgusto. Era como si Dem Ria hubiera dicho que el médico había recetado sanguijuelas y dosis de mercurio. La Hegemonía sabía cómo tratar el cáncer, pero gran parte del conocimiento y la tecnología genética se había perdido después de la Caída. Y lo que no se había perdido resultaba demasiado costoso para compartirlo con las masas después que desapareció la Red de Mundos: Pax Mercantilus transportaba productos y materia prima entre las estrellas, pero el proceso era lento, costoso y limitado. La medicina había retrocedido varios siglos. Mi propia madre había muerto de cáncer, rechazando la radiación y la quimioterapia cuando la clínica de los brezales le dio el diagnóstico.

¿Pero por qué curar una enfermedad fatal cuando uno podía recobrarse al morir y resucitar con el cruciforme? Durante la resurrección, la reestructuración del cuerpo «curaba» incluso algunas enfermedades de transmisión genética. Y la muerte, como la Iglesia repetía continuamente, era un sacramento, tanto como la resurrección. Se podía ofrecer como una plegaria. La persona común podía transformar el dolor y la desesperanza de la enfermedad y la muerte en la gloria del sacrificio redentor de Cristo. Siempre que la persona común llevara un cruciforme. Me aclaré la garganta.

—Bin no tiene… quiero decir… —Cuando el niño me había saludado de noche, su bata suelta mostraba un pecho pálido y sin cruz.

Dem Loa negó con la cabeza. La capucha azul de su túnica era de una tela transparente similar a la seda.

—Ninguno de nosotros ha aceptado la cruz todavía. Pero el padre Clifton ha tratado de convencernos.

Me limité a asentir. El dolor traspasó mi espalda y mi entrepierna como una corriente eléctrica.

Debería explicar qué significaban las túnicas de color que usaban los ciudadanos de Childe Lamond en el mundo de Vitus-Gray-Balianus B. Dem Ria me había contado en su melódico susurro que poco más de un siglo atrás la mayoría de las personas que vivían a orillas del río habían emigrado allí desde el cercano sistema estelar Lacaille 9352. Ese mundo, originalmente llamado Amargura de Sibiatu, había sido recolonizado por los fanáticos religiosos de Pax, que lo llamaron Gracia Inevitable e iniciaron una campaña de proselitismo entre las culturas aborígenes que sobrevivieron a la Caída. La cultura de Dem Ria —una cultura afable y filosófica que enfatizaba la cooperación— prefirió emigrar a convertirse. Veintisiete mil personas gastaron su fortuna y arriesgaron la vida para reconstruir una antigua nave semillera de la Hégira y transportar a todos —hombres, mujeres, niños, mascotas, ganado— en un viaje de cuarenta y nueve años de sueño frío hacia la Cercana Vitus-Gray-Balianus B, donde los habitantes de tiempos de la red de Mundos habían perecido después de la Caída.

La gente de Dem Ria se hacía llamar la Hélice del Espectro de Amoiete, por el holopoema sinfónico filosófico y épico de Halpul Amoiete. En su poema, Amoiete usaba los colores del espectro como metáfora de los valores humanos positivos y mostraba las yuxtaposiciones, interacciones, sinergias y colisiones helicoidales creadas por estos valores. La Sinfonía de la Hélice del Espectro de Amoiete estaba destinada a ser ejecutada, y la sinfonía, la poesía y el espectáculo holográfico representaban la interacción filosófica. Dem Ria y Dem Loa me explicaron que su cultura había tomado los significados de los colores de Amoiete: el blanco para la pureza de la honestidad intelectual y el amor físico; el rojo para la pasión del arte, la convicción política y el coraje físico; el azul para las revelaciones introspectivas de la música, la matemática, la terapia personal para ayudar a otros y el diseño de telas y texturas; el verde esmeralda para la consonancia con la naturaleza, el confort con la tecnología y la preservación de las formas de vida amenazadas; el ébano para la creación de misterios humanos, y así sucesivamente. Los matrimonios tripartitos, la no violencia y otras particularidades culturales derivaban del pensamiento de Amoiete y de la rica cultura cooperativa que la gente del Espectro había creado en Amargura de Sibiatu.

—¿Y el padre Clifton os está convenciendo de entrar en la Iglesia? —pregunté cuando el dolor me dio una tregua.

—Sí —dijo Dem Loa. Su tricónyuge, Alem Mikail Dem Alem, había entrado para sentarse en el alféizar de adobe. Escuchaba pero hablaba poco.

—¿Y qué opináis de eso? —pregunté, moviéndome un poco para distribuir el dolor de mi espalda. No había pedido ultramorfina en varias horas. Era muy consciente del deseo de pedirla ahora.

Dem Ria alzó la mano en un complejo movimiento que me recordó el gesto favorito de Aenea.

—Si todos aceptamos la cruz, el pequeño Bin Ria Dem Loa Alem tendrá derecho a tratamiento médico en la base de Bombasino. Aunque no curen el cáncer, Bin regresará a nosotros… después. —Bajó la mirada y ocultó sus expresivas manos en los pliegues de la túnica.

—No permiten que sólo Bin acepte la cruz —dije.

—Oh no —dijo Dem Loa—. Ellos sostienen que toda la familia debe convertirse. Comprendemos el porqué. Al padre Clifton lo entristece, pero tiene esperanzas de que aceptemos los sacramentos de Jesucristo antes que sea demasiado tarde para Bin.

—¿Y qué piensa la niña, Ces Ambre, de ser una cristiana renacida? —pregunté, comprendiendo que estas preguntas eran muy personales. Pero sentía curiosidad, y la dolorosa decisión que ellos afrontaban me ayudaba a olvidar mi dolor, muy real pero menos importante.

—A Ces Ambre le encanta la idea de unirse a la Iglesia y ser ciudadana plena de Pax —dijo Dem Loa, alzando el rostro bajo la cogulla azul—. Entonces se le permitiría asistir a la academia eclesiástica de Bombasino o Keroa Tambat, y cree que allí los jóvenes tienen mejores perspectivas matrimoniales.

Vacilé, pero al fin hablé.

—Pero el matrimonio tripartito no estaría… quiero decir, ¿Pax permitiría…?

—No —dijo Alem desde la ventana. Frunció el ceño y noté tristeza en sus ojos grises—. La Iglesia no permite matrimonios entre miembros del mismo sexo ni cónyuges múltiples. Nuestra familia sería destruida.

Noté que los tres se miraban un segundo, y el amor y la angustia que vi en esas miradas me acompañaría durante años.

Dem Ria suspiró.

—Pero esto es inevitable, de todos modos. Creo que el padre Clifton tiene razón. Debemos hacerlo ahora, por Bin, en vez de esperar a que sufra la muerte verdadera y lo perdamos para siempre… y después entrar en la Iglesia. Preferiría llevar a nuestro niño a misa los domingos y reír con él a la luz del sol que ir a la catedral a encender una vela en su memoria.

—¿Por qué es inevitable? —pregunté.

Dem Loa hizo de nuevo ese gesto grácil.

—La sociedad de la Hélice del Espectro depende de todos sus miembros… todos los pasos y componentes de la Hélice deben estar en su sitio para que haya un movimiento hacia el progreso humano y el bien moral. Cada vez más gente del Espectro abandona sus colores e ingresa en Pax. El centro no se sostendrá.

Dem Ria me tocó el antebrazo como para enfatizar sus palabras.

—Pax no nos obliga a nada —murmuró con su acento encantador, que subía y bajaba como el susurro del viento—. Respetamos el hecho de que reserven sus medicamentos y su milagro de la resurrección para quienes se les unen… —Hizo una pausa.

—Pero es duro —dijo Dem Loa con voz suave.

Alem Mikail Dem Alem se levantó del alféizar y fue a arrodillarse entre las dos mujeres. Tocó la muñeca de Dem Loa con infinita dulzura, rodeó con el brazo a Dem Ria. Por un instante los tres se ausentaron del mundo, rodeados por su amor y su pena.

El dolor me acuchilló la espalda y la entrepierna, y gemí contra mi voluntad. Los tres se separaron con movimientos gráciles y Dem Ria fue a buscar una jeringa de ultramorfina.

El sueño comenzó igual que antes: yo volaba de noche sobre el desierto de Arizona, mirando las figuras de Aenea y de mí mismo mientras bebíamos té y charlábamos en el vestíbulo de su refugio, pero esta vez la charla iba mucho más allá del recuerdo y de nuestra conversación de aquella noche.

—¿Por qué eres un virus? —le pregunté a la adolescente—. ¿Cómo podría ser cualquier cosa que enseñes una amenaza para algo tan vasto y poderoso como Pax?

Aenea escrutó la noche del desierto, aspirando la fragancia de los capullos florecientes. Habló sin mirarme.

—¿Sabes cuál es el mayor error de los Cantos del tío Martin, Raul?

—No —respondí. Durante los últimos años ella me había mostrado varios errores, omisiones o conjeturas infundadas, y juntos habíamos descubierto algunos durante nuestro viaje a Vieja Tierra.

—Era doble —murmuró Aenea. Un halcón cantó en la noche del desierto—. Primero, él creía lo que el TecnoNúcleo le dijo a mi padre.

—¿Acerca de que ellos habían secuestrado la Tierra?

—Acerca de todo —dijo Aenea—. Ummon le mintió al cíbrido John Keats.

—¿Por qué? Sólo planeaban destruirlo.

La niña me miró.

—Pero mi madre estaba allí para grabar la conversación. Y el Núcleo sabía que ella se lo contaría al viejo poeta.

Asentí lentamente.

—Y que él incluiría el dato en el poema épico que estaba escribiendo —dije—. ¿Pero por qué querrían mentir acerca de…?

—El segundo error es más grave y sutil —dijo Aenea, interrumpiéndome sin elevar la voz. Un fulgor pálido colgaba aún detrás de las montañas, al norte y al oeste—. El tío Martin creía que el TecnoNúcleo era el enemigo de la humanidad.

Apoyé mi taza de té en la piedra.

—¿Por qué es un error? ¿No es nuestro enemigo?

La niña no respondió y yo alcé la mano, mostrando los cinco dedos.

—Primero, según los Cantos, el Núcleo fue el verdadero instigador del ataque contra la Hegemonía que condujo a la Caída de los Teleyectores. No los éxters, sino el Núcleo. La Iglesia lo ha negado, ha responsabilizado a los éxters. ¿Estás diciendo que la Iglesia está en lo cierto y el viejo poeta estaba equivocado?

—No —dijo Aenea—. El Núcleo orquestó ese ataque.

—Perecieron miles de millones —protesté—. La Hegemonía se derrumbó. La Red fue destruida. La ultralínea se cortó…

—El TecnoNúcleo no cortó la ultralínea —dijo Aenea.

—De acuerdo —dije, tomando aliento—. Eso fue obra de una entidad misteriosa… tus leones y tigres y osos. Pero aun así, el Núcleo instigó el ataque.

Aenea asintió y se sirvió más té.

Plegué el pulgar contra la palma y toqué el índice con la otra mano.

—Segundo, ¿acaso el TecnoNúcleo no usó los teleyectores como una especie de sanguijuela cósmica para sorber redes neuronales humanas en su proyecto de la Inteligencia Máxima? Cada vez que alguien se teleyectaba, era usado por esas inteligencias autónomas. ¿Verdadero o falso?

—Correcto —dijo Aenea.

—Tercero —dije, plegando el índice y tocando el que seguía en la fila—, el poema dice que Rachel, la hija del peregrino Sol Weintraub, que retrocedió desde el futuro junto con las Tumbas de Tiempo, habla de un tiempo venidero en que «la guerra final estalló entre la IM engendrada por el Núcleo y el espíritu humano». ¿Esto era un error?

—No —dijo Aenea.

—Cuarto —dije, empezando a sentirme ridículo con el uso de los dedos—, ¿acaso el Núcleo no le confesó a tu padre que lo creó, que creó al cíbrido John Keats, como una trampa para lo que llamaban el componente empático de la Inteligencia Máxima humana, que supuestamente debe surgir en algún momento del futuro?

—Eso dijo —convino Aenea, bebiendo té. Parecía disfrutarlo, y eso me enfureció más.

—Quinto —dije, moviendo el último dedo, de modo que mi mano derecha era un puño—. ¿Acaso el Núcleo y Pax… mejor dicho, Pax bajo las órdenes del Núcleo… no intentaron atraparte y matarte en Hyperion, en Vector Renacimiento, en Bosquecillo de Dios, en todo el brazo en espiral?

—Sí —murmuró ella.

—¿Y no fue el Núcleo —continué con furia, olvidando mi lista y olvidando que hablábamos de los errores del viejo poeta— el que creó esa cosa, esa mujer monstruosa que logró arrancarle el brazo al pobre A. Bettik en Bosquecillo de Dios, y que tendría tu cabeza en una bolsa si no hubiera sido por la intervención del Alcaudón? —Sacudí el puño, tan furioso estaba—. ¿Acaso el maldito Núcleo no intentó matarme también a mí, y tal vez nos mate si cometemos la estupidez de regresar al espacio de Pax?

Aenea asintió.

Yo resollaba como si hubiera corrido cincuenta metros.

—¿Entonces? —concluí, abriendo la mano.

Aenea me tocó la rodilla. Su contacto, como de costumbre, me provocó una vibración eléctrica en el cuerpo.

—Raul, yo no dije que el Núcleo no tuviera malas intenciones. Solo dije que el tío Martin había cometido un error al describirlo como enemigo de la humanidad.

—Pero si todos estos datos son ciertos… —Estaba confundido.

—Hay elementos del Núcleo que atacaron a la Red antes de la Caída —dijo Aenea—. Por la visita de mi padre a Ummon sabemos que el Núcleo no estaba de acuerdo con muchas de sus decisiones.

—Pero…

Aenea me silenció con un gesto.

—Usaban nuestras redes neuronales para su proyecto IM, pero no hay pruebas de que esto dañara a los humanos.

Quedé boquiabierto. La idea de que esas malditas IAs usaran cerebros humanos como burbujas neuronales en su maldito proyecto me daba ganas de vomitar.

—¡No tenían derecho! —exclamé.

—Claro que no —dijo Aenea—. Debieron haber pedido permiso. ¿Qué les habrías respondido tú?

—Que se jodieran —respondí, comprendiendo que era absurdo aplicar esa frase a inteligencias autónomas.

Aenea sonrió de nuevo.

—Y tal vez recuerdes que nosotros hemos usado sus poderes mentales durante más de mil años. No creo que hayamos pedido permiso a sus antepasados cuando creamos las primeras IAs de silicio… ni la primera burbuja magnética y las entidades ADN, llegado el caso.

Gesticulé con furia.

—Es diferente.

—Desde luego —dijo Aenea—. El grupo IA de los Máximos ha fastidiado a la humanidad en el pasado y lo hará en el futuro… incluso tratará de matarnos a nosotros dos… pero es sólo una parte del Núcleo.

Sacudí la cabeza.

—No entiendo, pequeña —dije con más calma—. ¿Estás diciendo que hay IAs buenas e IAs malas? ¿No recuerdas que quisieron destruir la raza humana? ¿Y que aún pueden hacerlo si nos ponemos en su camino? A mi entender, eso los convierte en enemigos.

Aenea me tocó de nuevo la rodilla. Sus ojos oscuros estaban serios.

—No olvides, Raul, que la humanidad también estuvo a punto de destruir la raza humana. Los capitalistas y los comunistas estaban dispuestos a volar la Tierra cuando era el único planeta donde vivíamos. ¿Y por qué?

—Sí —concedí—, pero…

—Y la Iglesia está dispuesta a destruir a los éxters en este preciso momento. Genocidio en una escala que nuestra raza jamás ha visto.

—La Iglesia, como muchos otros, no cree que los éxters sean seres humanos —respondí.

—Pamplinas —barbotó Aenea—. Claro que son humanos. Evolucionaron a partir de orígenes humanos comunes, al igual que las IAs del TecnoNúcleo. Las tres razas son huérfanos en la tormenta.

—Las tres razas… —repetí—. Cielos, Aenea, ¿incluyes al Núcleo en tu definición de la humanidad?

—Nosotros los creamos. Usamos ADN humano para aumentar su capacidad informática, su inteligencia. Antes teníamos robots. Ellos crearon cíbridos a partir del ADN humano y de personalidades IA. En este momento tenemos en el poder una institución humana que otorga toda la gloria y exige todo el poder en nombre de su fidelidad a Dios… la Máxima Inteligencia humana. Tal vez el Núcleo tenga una situación similar, con los Máximos en control.

Me quedé mirando a la niña. No comprendía.

Aenea me apoyó otra mano en la rodilla. Sentí sus dedos fuertes a través de mis pantalones.

—Raul, ¿recuerdas lo que la IA Ummon le dijo al segundo cíbrido Keats? Eso se registró con precisión en los Cantos. Ummon hablaba en algo parecido a los koans zen. Al menos así tradujo el tío Martin la conversación.

Cerré los ojos para recordar esa parte del poema épico. Había pasado mucho tiempo desde que Grandam y yo nos turnábamos para recitar la historia alrededor de la fogata. Aenea dijo las palabras mientras empezaban a formarse en mi memoria.

—Ummon le dijo al segundo cíbrido Keats:

[Debes comprender/

Keats/

nuestra única oportunidad

era crear un híbrido/

Hijo del Hombre/

Hijo de la Máquina\\

Y hacer ese refugio tan atractivo

que la Empatía furtiva

no deseara otro lugar/\

Una conciencia ya casi divina

tanto como pudo ofrecerla la humanidad en treinta

generaciones\

una imaginación que abarca

el espacio y el tiempo\\

Y en tal ofrenda/

y unión/

forma un vínculo entre mundos

que podrían permitir

que ese mundo exista

para ambos.]

Reflexioné. El viento nocturno agitó la lona de la entrada del refugio y trajo dulces aromas del desierto. Estrellas desconocidas pendían en el horizonte sobre las viejas montañas de la Tierra.

—La Empatía era el componente fugitivo de la IM humana —dije lentamente, como resolviendo un acertijo—. Parte de nuestra conciencia humana evolucionada en el futuro, regresando en el tiempo.

Aenea me miró.

—El híbrido era el cíbrido John Keats —continué—. Hijo del Hombre y de la Máquina.

—No —murmuró Aenea—. Ese fue el segundo malentendido del tío Martin. Los cíbridos Keats no fueron creados para ser el refugio de la Empatía en estos tiempos. Fueron creados para ser el instrumento de esa fusión entre el Núcleo y la humanidad. En otras palabras, para tener descendencia.

Miré la mano que la niña me apoyaba en la pierna.

—¿Conque tú eres esa «conciencia ya casi divina, tanto como pudo ofrecerla la humanidad en treinta generaciones»?

Aenea se encogió de hombros.

—¿Y tienes «una imaginación que abarca el espacio y el tiempo»?

—Todos los seres humanos la tienen —dijo Aenea—. Pero cuando yo sueño e imagino, puedo ver cosas que existirán de veras. ¿Te acuerdas de que he dicho que recuerdo el futuro?

—Sí.

—Bien, ahora estoy recordando que tú soñarás con esta conversación dentro de unos meses, mientras estás en cama, terriblemente dolorido, en un mundo de nombre complicado, en una casa donde la gente se viste de azul.

—¿Qué?

—No importa. Tendrá sentido cuando suceda. Así ocurre con todas las improbabilidades cuando las ondas probabilísticas se condensan en hechos.

—Aenea —me oí decir mientras volaba en círculos cada vez más altos sobre el refugio del desierto, mirando la menguante imagen de la niña y de mí—, dime cuál es tu secreto, el secreto que te convierte en mesías, en «vínculo entre mundos».

—De acuerdo, Raul, amor mío —dijo, apareciendo súbitamente como una mujer adulta, justo antes de que yo me elevara demasiado para distinguir los detalles u oír las palabras en medio del soplido del aire contra mis alas oníricas—. Te lo diré. Escucha.