Habían ordenado al gran inquisidor que compareciera con su asistente para una audiencia papal a las ocho, hora del Vaticano. A las 07.52, su VEM negro llegó a la entrada de la Vía del Belvedere. El inquisidor y su asistente, el padre Farrell, pasaron por portales detectores y sensores manuales, primero en el registro de la Guardia Suiza, luego en la estación de la Guardia Palatina y al fin en el puesto de la recién constituida Guardia Noble.
El cardenal John Domenico Mustafa, el gran inquisidor, dirigió una sutil mirada a su asistente mientras pasaban este último puesto. La Guardia Noble parecía consistir en gemelos clonados, hombres y mujeres delgados de cabello lacio, tez cetrina y mirada muerta. Un milenio atrás, como bien sabía Mustafa, la Guardia Suiza era la fuerza mercenaria del papa, la Guardia Palatina consistía en lugareños de confianza, siempre romanos de nacimiento, que brindaban una guardia de honor a Su Santidad en sus apariciones públicas, y la Guardia Noble se integraba con aristócratas, como recompensa papal por su lealtad. Hoy la Guardia Suiza era la élite de las fuerzas regulares de la flota, los palatinos habían sido reinstaurados sólo un año antes por el papa Julio XIV y ahora el papa Urbano parecía confiar su segundad personal a esta extraña hermandad de la nueva Guardia Noble.
El gran inquisidor sabía que los gemelos de la Guardia Noble eran clones, primeros prototipos de la legión secreta, vanguardias de una nueva fuerza de combate solicitada por el papa y su secretario de Estado y diseñada por el Núcleo. El inquisidor había pagado un alto precio por esta información, y sabía que su posición, tal vez su vida, correrían peligro si Lourdusamy o Su Santidad descubrían lo que él sabía.
Tras atravesar los puestos de guardia, mientras el padre Farrell se alisaba la sotana después del cacheo, el cardenal Mustafa ahuyentó con un gesto al asistente papal que se ofreció para conducirlos arriba. El cardenal abrió la puerta del antiguo ascensor que los llevaría a los aposentos papales.
Esta entrada privada comenzaba en el subsuelo, pues el Vaticano reconstruido se hallaba en una colina, con la entrada de la Vía del Belvedere debajo del subsuelo habitual. Subiendo en esa jaula crujiente, donde el padre Farrell acariciaba nerviosamente su pizarra y su carpeta, el gran inquisidor se distendió al pasar el patio de San Dámaso, en la planta baja. Dejaron atrás el segundo piso, con los suntuosos apartamentos Borgia y la Capilla Sixtina, así como los aposentos papales oficiales, la Sala Consistorial, la biblioteca, la sala de audiencias y las bellas habitaciones de Rafael. En el tercer piso se detuvieron y se abrieron las puertas del ascensor.
El cardenal Lourdusamy y su ayudante, monseñor Lucas Oddi, movieron la cabeza y sonrieron.
—Domenico —dijo Lourdusamy, cogiendo la mano del gran inquisidor y apretándola con fuerza.
—Simón Augustino —dijo el gran inquisidor con una inclinación. Conque el secretario de Estado estaría presente. Mustafa lo había sospechado y temido. Saliendo del ascensor y caminando con los demás hacia los aposentos privados del papa, el gran inquisidor echó una ojeada a las oficinas de la Secretaría de Estado y por enésima vez envidió el acceso de este hombre al papa.
El papa recibió al grupo en la ancha e iluminada galería que conectaba la Secretaría de Estado con los dos pisos de habitaciones que constituían el dominio privado de Su Santidad. El serio pontífice sonreía. Usaba una sotana con capa blanca y un zuchetto blanco en la cabeza, con una faja blanca en la cintura. Sus zapatos blancos susurraban en los pisos de mosaico.
—Ah, Domenico —dijo el papa Urbano XVI, extendiendo la mano—. Simón, qué amable eres al venir.
El padre Farrell y monseñor Oddi esperaron de rodillas hasta que el Santo Padre les permitió besar el anillo de san Pedro.
Su Santidad tenía buen aspecto, pensó el gran inquisidor, sin duda más joven y descansado que antes de su muerte más reciente. La alta frente y los ojos flamígeros eran los mismos, pero Mustafa notó que esa mañana el papa resucitado tenía un aire más enérgico y satisfecho.
—Estábamos a punto de dar nuestro paseo matinal por el jardín —dijo Su Santidad—. ¿Queréis acompañarnos?
Los cuatro hombres asintieron y siguieron el rápido andar del papa mientras él recorría la galería y subía por las lisas y anchas escaleras hasta la azotea. Los asistentes personales de Su Santidad mantenían la distancia, los guardias suizos de la entrada del jardín permanecían rígidos, la mirada fija. Lourdusamy y el gran inquisidor caminaban a sólo un paso del Santo Padre, mientras monseñor Oddi y el padre Farrell iban dos pasos atrás.
Los jardines papales consistían en un laberinto de pérgolas con flores, fuentes cantarinas, setos perfectamente podados y árboles con pajareras de trescientos mundos de Pax, senderos de piedra y maravillosos arbustos florecientes. Un campo de contención fuerza diez —transparente desde este lado, opaco para los observadores externos— brindaba intimidad y protección. El cielo de Pacem estaba despejado y radiante.
—¿Alguien recuerda cuando nuestro cielo era amarillo? —preguntó Su Santidad mientras caminaban por el sendero.
El cardenal Lourdusamy rió sonoramente entre dientes.
—Ah, sí. Recuerdo cuando el cielo tenía ese amarillo enfermizo y el aire era irrespirable. Hacía un frío continuo y la lluvia no cesaba nunca. Pacem era entonces un mundo marginal, el único motivo por el cual la Hegemonía permitió que la Iglesia se instalara aquí.
El sonriente papa Urbano XVI señaló el cielo azul y la cálida luz del sol.
—Así que hubo algunas mejoras durante nuestro tiempo de servicio, ¿eh, Simón Augustino?
Ambos cardenales rieron suavemente. Habían atravesado la azotea, y Su Santidad cogió otro sendero por el centro del jardín. Los dos cardenales y sus asistentes siguieron en fila al pontífice. De pronto Su Santidad se detuvo y giró. Una fuente gorgoteaba a sus espaldas.
—¿Sabéis que la fuerza de ataque de la almirante Aldikacti se ha trasladado más allá de la Gran Muralla? —preguntó con toda seriedad.
Ambos cardenales asintieron.
—Esta es sólo la primera de muchas incursiones —dijo el Santo Padre—. No lo esperamos ni lo predecimos… lo sabemos.
El director del Santo Oficio y el secretario de Estado y sus asistentes aguardaron.
El papa los miró uno por uno.
—Esta tarde, amigos míos, pensamos viajar a Castel Gandolfo.
El gran inquisidor se abstuvo de mirar arriba, sabiendo que el asteroide papal no sería visible durante el día. Sabía que el pontífice empleaba el plural mayestático y no los estaba invitando a acompañarlo.
—Allí rezaremos y meditaremos varios días mientras preparamos nuestra siguiente encíclica —continuó el papa—. Se llamará Redemptor Hominis y será el documento más importante de nuestra gestión como pastores de nuestra Santa Madre Iglesia.
El gran inquisidor inclinó la cabeza. El redentor de la humanidad, pensó. Podría ser sobre cualquier cosa.
Cuando el cardenal Mustafa alzó la mirada, Su Santidad sonreía como si le leyera los pensamientos.
—Será sobre nuestra sagrada obligación de mantener humana la humanidad, Domenico. Ampliará y aclarará lo que se ha dado en conocer como nuestra Encíclica de la Cruzada. Definirá el deseo… mejor dicho, el mandamiento de Nuestro Señor de que la humanidad conserve forma y semblanza de humanidad, y no se contamine con mutaciones y mutilaciones deliberadas.
—La solución final para el problema éxter —murmuró el cardenal Lourdusamy.
Su Santidad asintió con impaciencia.
—Eso y mucho más. Redemptor Hominis analizará el papel de la Iglesia en la definición del futuro, queridos amigos. En cierto sentido, sentará las bases para los próximos mil años.
Madre misericordiosa, pensó el gran inquisidor.
—Pax ha sido un instrumento útil —continuó el Santo Padre—, pero en los días, meses y años venideros, echaremos los cimientos de una mayor participación de la Iglesia en la vida cotidiana de todos los cristianos.
Sometiendo los mundos de Pax a un control más estricto, interpretó el gran inquisidor, la cabeza gacha. ¿Pero cómo, con qué mecanismo?
El papa Urbano XVI sonrió de nuevo. El cardenal Mustafa notó una vez más que las sonrisas del Santo Padre nunca afectaban sus ojos doloridos y cautelosos.
—Con el lanzamiento de la encíclica —dijo Su Santidad— se percibe más claramente el papel que prevemos para el Santo Oficio, para nuestro servicio diplomático y para entidades e instituciones tan desaprovechadas como el Opus Dei, la Comisión Pontificia de Justicia y Paz y el Cor Unum.
El gran inquisidor trató de ocultar su sorpresa. ¿Cor Unum? La Comisión Pontificia, oficialmente conocida como Pontificum Consilium «Cor Unum» de Humana et Christiana Progressione Fovenda, había sido apenas un comité impotente durante siglos. Mustafa tenía que pensar para recordar a su presidente… la cardenal Du Noyer, creía. Una burócrata menor. Una anciana que nunca había figurado en la política del Vaticano. ¿Qué demonios sucede aquí?
—Es una época interesante —comentó el cardenal Lourdusamy.
—Ya lo creo —concedió el gran inquisidor, recordando la vieja maldición china a ese efecto.
El papa echó a andar de nuevo y los cuatro se dieron prisa para alcanzarlo. Una brisa atravesó el campo de contención e hizo ondular los capullos dorados de un roblesanto esculpido.
—Nuestra nueva encíclica se encargará también del creciente problema de la usura en nuestro tiempo —dijo Su Santidad.
El gran inquisidor casi se paró en seco. Tuvo que dar un rápido paso para seguir andando, pero le costó mantener una expresión neutra. Casi podía sentir la conmoción del padre Farrell.
¿Usura?, pensó. La iglesia ha sido estricta al regular el comercio de PAX y Pax Mercantilus durante tres siglos, pues no deseaba un retorno a los días del capitalismo puro, pero la mano del control ha sido leve. ¿Ésta es una maniobra para someter toda la vida política y económica al control de la Iglesia? ¿Julio… Urbano… está dispuesto a abolir la autonomía civil de Pax y la libertad de comercio de Mercantilus en estos tiempos tardíos? ¿Y cuál es la posición de las fuerzas armadas en todo esto?
Su Santidad se detuvo junto a un hermoso arbusto de capullos blancos y hojas azules y brillantes.
—Nuestra genciana iliria florece bien aquí —murmuró—. Fue un presente del arzobispo Poske, de Galabia Pescassus.
Usura, pensó el confundido inquisidor. Pena de excomunión, pérdida del cruciforme por violación de estrictos controles del comercio y las ganancias. Intervención directa del Vaticano. Madre de Dios.
—Pero no es por eso que os invitamos aquí —dijo el papa Urbano XVI—. Simón Augustino, ¿serías tan amable de explicar al cardenal Mustafa el dato inquietante que recibiste ayer?
Saben que tenemos bioespías, pensó Mustafa, aterrado. El corazón le latía con fuerza. Saben que tenemos agentes, y que el Santo Oficio intenta establecer contacto directo con el Núcleo, que hemos sondeado a los cardenales antes de la elección… todo. Mantuvo la expresión apropiada, alerta, interesada, alarmada sólo en un sentido profesional ante el uso de la palabra «inquietante» por parte del Santo Padre.
El corpulento cardenal Lourdusamy pareció aumentar de tamaño. Sus tonantes palabras parecían surgir del pecho o del vientre más que de la boca. En contraste, monseñor Oddi le recordaba a Mustafa los espantajos de los campos de su juventud, en el mundo agrícola de Renacimiento Menor.
—El Alcaudón ha reaparecido —dijo el cardenal.
¿El Alcaudón? ¿Qué tiene que ver eso con…? El perspicaz Mustafa estaba desorientado y no lograba aprehender todos los matices y revelaciones. Aún sospechaba una trampa. Comprendiendo que el secretario de Estado había hecho una pausa y esperaba una respuesta, el gran inquisidor murmuró:
—¿Pueden las autoridades militares de Hyperion ocuparse de él, Simón Augustino?
—Ese demonio no ha reaparecido en Hyperion, Domenico —aclaro Lourdusamy, moviendo la papada.
Mustafa manifestó la sorpresa adecuada. Por el interrogatorio del cabo Kee sé que el monstruo apareció en Bosquecillo de Dios hace cuatro años estándar, supuestamente en un intento de frustrar el asesinato de la niña llamada Aenea. Para obtener esa información, tuve que organizar la falsa muerte y el secuestro de Kee después de su reasignación a la flota. ¿Ellos lo saben? ¿Y por qué contármelo ahora? El gran inquisidor aún esperaba que la espada metafórica cayera sobre su cuello muy real.
—Hace ocho días estándar —continuó Lourdusamy— una criatura monstruosa que sólo podía ser el Alcaudón apareció en Marte. La lista de muertes… muertes verdaderas, pues la criatura arranca el cruciforme del cuerpo de sus víctimas… ha sido muy elevada.
—Marte —repitió estúpidamente el cardenal Mustafa. Miró al Santo Padre buscando una explicación, una guía, incluso la condena que temía, pero el pontífice examinaba los pimpollos de un rosal. El padre Farrell avanzó un paso, pero el gran inquisidor detuvo a su asistente—. ¿Marte? —repitió. Hacía décadas que no se sentía tan tonto y mal informado, quizá siglos.
Lourdusamy sonrió.
—Sí… uno de los mundos terraformados del sistema de Vieja Tierra. FUERZA tenía allí su centro de mando antes de la Caída, pero ese mundo es de poca utilidad o importancia dentro de Pax. Demasiado alejado. No hay motivos para que tú lo supieras, Domenico.
—Sé donde está Marte —dijo el gran inquisidor, con voz un poco más chillona de lo que se proponía—. Pero no entiendo cómo el Alcaudón puede estar allí.
¿Y qué demonios tiene que ver conmigo?
Lourdusamy asintió.
—Es verdad que, por lo que sabemos, el demonio Alcaudón nunca salió del mundo de Hyperion. Pero no hay dudas. Esta ola de terror en Marte… La gobernadora ha declarado un estado de emergencia y el arzobispo Robeson ha solicitado personalmente la ayuda de Su Santidad.
El gran inquisidor se frotó el cuello y asintió con la cabeza preocupadamente.
—La flota de Pax…
—Ya se han despachado elementos de la flota que se hallaban en el Viejo Vecindario, desde luego —dijo el secretario de Estado.
El supremo pontífice apoyaba la mano en la rama nudosa y diminuta de un árbol bonsai, como si le diera la bendición. No parecía estar escuchando.
—Las naves tendrán un complemento de infantes y guardias suizos —continuó Lourdusamy—. Esperamos que sometan y/o destruyan a la criatura.
Mi madre me enseñó a no confiar en nadie que usara la expresión «y/o», pensó Mustafa.
—Desde luego —dijo—. Diré una misa con esa plegaria en mente.
Lourdusamy sonrió. El Santo Padre dejó de mirar el árbol diminuto.
—Precisamente —dijo Lourdusamy, y en esas sílabas Mustafa oyó el ruido del gato gordo saltando sobre el desdichado ratón—. Coincidimos en que este asunto concierne más a la fe que a la flota. El Alcaudón, tal como se le reveló al Santo Padre hace más de dos siglos, es realmente un demonio, tal vez el principal agente del Oscuro.
Mustafa sólo pudo asentir con un gesto.
—Entendemos que sólo el Santo Oficio está realmente instruido, equipado y preparado, tanto espiritual como materialmente, para investigar esta aparición y para salvar a los desdichados hombres, mujeres y niños de Marte.
Joder, pensó el cardenal John Domenico Mustafa, gran inquisidor y prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, también conocida como Suprema Congregación de la Santa Inquisición del Error Herético. Automáticamente ofreció un acto de contrición mental por esta obscenidad.
—Entiendo —dijo en voz alta, sin entender nada pero admirando el ingenio de sus enemigos—. Nombraré de inmediato una comisión…
—No, no, Domenico —dijo Su Santidad, tocándole el brazo—. Debes ir de inmediato. Esta materialización del demonio amenaza todo el Cuerpo de Cristo.
—Ir… —repitió estúpidamente Mustafa.
—Hemos requisado una nave estelar arcángel de la flota de Pax, una de las más nuevas —dijo Lourdusamy—. Tendrá veintiocho tripulantes, pero puedes llevar hasta veintiún miembros de tu personal y servicio de seguridad… además de ti mismo, por cierto.
—Por supuesto —dijo el cardenal Mustafa, y sonrió—. Sí.
—La flota está batallando con los agentes corpóreos de Satán, los éxters, en este mismo instante —tronó Lourdusamy—. Pero esta amenaza demoníaca debe ser enfrentada, y derrotada, por el poder sagrado de la Iglesia misma.
—Sí —repitió el gran inquisidor. Marte, pensó. El trasero del universo civilizado. Hace tres siglos habría podido usar la ultralínea, pero ahora estaré fuera de contacto mientras me retengan allá. Sin información. Sin modo de dirigir a los míos. Y el Alcaudón… si el monstruo aún es controlado por la blasfema Inteligencia Máxima del Núcleo, tal vez esté programado para matarme en cuanto llegue. Brillante—. Por cierto, Santo Padre, ¿cuándo partiré? Si pudiera contar con algunos días o semanas para ordenar los asuntos del Santo Oficio en…
El papa sonrió y le estrujó el brazo.
—El arcángel aguarda para transportarte hoy mismo con el contingente que elijas, Domenico. Dicen que lo óptimo sería dentro de seis horas.
—Por supuesto —repitió el cardenal Mustafa por última vez. Se arrodilló para besar el anillo papal.
—Dios te acompañe y te proteja siempre —dijo el Santo Padre, tocando la cabeza inclinada del cardenal mientras pronunciaba una bendición más formal en latín.
Besando el anillo, saboreando la fría amargura de la piedra y el metal, el gran inquisidor admiró mentalmente la astucia de aquellos a quienes había querido vencer en ingenio.
El padre capitán De Soya no tuvo la oportunidad de hablar con el sargento Gregorius hasta los últimos minutos del primer salto del Rafael más allá del Confín.
Este primer salto era un ejercicio en un sistema inexplorado a veinte años-luz de la Gran Muralla. Como Epsilon Eridani, la estrella de este sistema era un sol tipo K; a diferencia de la enana naranja de Eridani, este sol tipo K era una estrella gigante tipo Arcturus.
El grupo de ataque GEDEÓN se trasladó sin incidentes, los nuevos nichos de resurrección de dos días funcionaron perfectamente y el tercer día encontró a los siete arcángeles desacelerando en el sistema de la gigante, realizando juegos de guerra tácticos con nueve naves-antorcha clase Hawking. Se había ordenado a las naves-antorcha que se ocultaran dentro del sistema. La misión de los arcángeles eran hallarlas y destruirlas.
Tres de las naves-antorcha estaban en el interior de la nube de Oort, flotando en medio de los protocometas de la región, los motores apagados, las comunicaciones silenciadas, los sistemas internos al mínimo. El Uriel las detectó a una distancia de 0,86 años-luz y lanzó tres Hawking virtuales hipercinéticos. De Soya estaba con los otros seis capitanes en el espacio táctico, con el sol del sistema a la altura del cinturón y las estelas de doscientos kilómetros de siete motores de fusión arcángel como diamantes sobre vidrio negro. Brumosos holos se formaban y desmaterializaban en la nube de Oort, rastreando teóricos proyectiles hipercinéticos mientras salían del espacio Hawking, buscaban las naves-antorcha y registraban dos bajas virtuales y un «graves averías seguras, alta probabilidad de destrucción» en el tablero táctico.
Este sistema no tenía planetas, pero cuatro de las naves-antorcha restantes acechaban en el disco de acreción planetaria, a lo largo del plano de la eclíptica. El Remiel, el Gabriel y el Rafael atacaron a larga distancia y registraron bajas antes que los sensores de las naves-antorcha pudieran detectar la presencia de los arcángeles intrusos.
Las dos últimas naves-antorcha se ocultaban en la heliosfera de la estrella tipo K, escudándose en campos de contención clase diez y expulsando calor por monofilamentos de medio millón de kilómetros de longitud. La flota de Pax no aprobaba este tipo de maniobra durante los enfrentamientos simulados, pero De Soya tuvo que admirar la audacia de los comandantes de las naves; era la clase de cosa que él habría hecho una década antes.
Estas últimas naves-antorcha salieron de la estrella K a toda velocidad, sus campos expulsando calor en el espectro visible, dos ardientes protoestrellas escupidas por su enorme madre, tratando de aproximarse al grupo de ataque que surcaba el sistema a tres cuartos de la velocidad de la luz. El arcángel más próximo, el Sariel, las destruyó sin reducir la potencia del campo Bussard que debía mantener a cien kilómetros de la proa para despejar el camino en el sistema abarrotado de moléculas. Esas terribles velocidades cobraban un terrible precio si los campos fallaban un instante.
Luego, mientras la almirante Aldikacti protestaba por ese resultado «probable» en la nube de Oort, la fuerza de ataque desaceleró en un gran arco alrededor de la gigante tipo K para que los capitanes y ejecutivos se reunieran en el espacio táctico y deliberasen sobre la simulación antes de que las naves de GEDEÓN se trasladaran al espacio éxter.
De Soya consideraba estas conferencias un estímulo para la soberbia: una treintena de hombres y mujeres con el uniforme de Pax, de pie como gigantes —en este caso, sentados como gigantes, pues usaban el plano de la eclíptica como mesa virtual—, comentando bajas, estrategias, errores del equipo y tasas de adquisición de blancos mientras el sol tipo K ardía en el centro del espacio y las naves magnificadas se desplazaban en sus lentas elipses newtonianas como rescoldos ardiendo en terciopelo negro.
Durante la conferencia de tres horas, se decidió que la «baja probable» era inaceptable y tenían que haber disparado un abanico de hipercinéticos pilotados por IAs contra blancos tan difíciles, recobrando los proyectiles no utilizados una vez que las tres bajas fueran seguras. Siguió una discusión sobre elementos desechables, tasas de fuego y ecuaciones de matanza, conservación y reserva en una misión como ésta, donde no habría reabastecimiento. Se decidió una estrategia por la cual uno de los arcángeles entraría en cada sistema treinta minutos-luz antes que los demás, sirviendo como «punta» para atraer la detección de sensores y ECM; otro seguiría media hora-luz detrás, barriendo todos los «probables».
Al cabo de un día de veintidós horas transcurrido principalmente en puestos de combate, y con todos los tripulantes luchando contra los conflictos emocionales posresurrección, el Uriel irradió las coordenadas de un sistema infestado de éxters. Los siete arcángeles aceleraron hacia el punto de traslación, y el padre capitán De Soya recorrió la nave para hablar con su nueva tripulación. Dejó al sargento Gregorius y sus cinco guardias suizos para el final.
Una vez, durante su larga persecución de la niña llamada Aenea, y tras compartir vanos meses en la vieja Rafael, el padre capitán De Soya se cansó de llamar «sargento Gregorius» al sargento Gregorius, y buscó los antecedentes del hombre para descubrir su nombre de pila. El sorprendido De Soya descubrió que el sargento no tenía nombre de pila. El corpulento suboficial se había criado en el continente septentrional del mundo pantanoso de Patawpha, en una cultura guerrera donde todos nacían con ocho nombres —siete de ellos «nombres de debilidad»— y donde sólo los supervivientes de las «siete pruebas» tenían el privilegio de desechar los nombres de debilidad para ser conocidos sólo por su «nombre de fuerza». La IA de la nave explicó que entre los guerreros que intentaban las «siete pruebas» sólo uno de cada tres mil sobrevivía y lograba desechar todos los nombres de debilidad. El ordenador no tenía información acerca de la naturaleza de las pruebas. Además, los registros mostraban que Gregorius era el primer escocés-maorí de Patawpha que había llegado a ser un infante condecorado en la flota, luego seleccionado para la Guardia Suiza. De Soya siempre había querido preguntar al sargento qué eran las «siete pruebas», pero nunca se había armado de coraje.
Ese día, cuando De Soya bajó por el pozo de cero g y pasó por la sala de recreo, el sargento Gregorius parecía tan feliz de verlo que parecía dispuesto a abrazar al padre capitán. En cambio, enganchó los pies descalzos bajo una barra, se cuadró y gritó:
—¡Oficial en cubierta!
Sus cinco soldados abandonaron sus ocupaciones —lectura, aseo o limpieza de campo— y trataron de plantarse en el piso. Pizarras, revistas, cuchillos, armaduras y rifles energéticos quedaron flotando en la sala.
De Soya saludó al sargento y pasó revista a los cinco comandos, tres varones, dos mujeres, todos muy jóvenes. Eran flacos, musculosos, diestros en cero g y obviamente aptos para la lucha. Todos eran veteranos. Todos se habían distinguido y por eso los habían escogido para esta misión. De Soya vio su ansia de combatir y eso lo entristeció.
Después de las presentaciones y las charlas, De Soya le indicó a Gregorius que lo siguiera y se elevó a la sala de lanzamiento. Cuando estuvieron a solas, el padre capitán extendió la mano.
—Maldición, sargento, qué gusto verle.
Gregorius le estrechó la mano y sonrió. La cara cuadrada y llena de cicatrices, el pelo al rape, eran iguales, y la sonrisa era tan ancha y brillante como la recordaba De Soya.
—El gusto es mío, padre capitán. ¿Y desde cuándo un sacerdote maldice, señor?
—Desde que está al mando de esta nave, sargento. ¿Cómo está usted?
—Bien, señor. Perfectamente.
—Usted luchó en la Incursión de San Antonio y Saliente de Sagitario. ¿Estaba con el cabo Kee cuando murió?
El sargento Gregorius se frotó la barbilla.
—Negativo, señor. Estuve en Saliente hace dos años, pero nunca vi a Kee. Supe que habían derribado su transporte. También tenía otro par de amigos a bordo de esa nave, señor.
—Lo lamento —dijo De Soya. Los dos flotaban cerca de un compartimiento de hipercinéticos. El padre capitán cogió un cabo y se reclinó para mirar a Gregorius a los ojos—. ¿Le fue bien con el interrogatorio, sargento?
Gregorius se encogió de hombros.
—Me retuvieron en Pacem unas semanas, señor. Repetían las mismas preguntas de varias maneras. No parecían creer mi versión de lo que pasó en Bosquecillo de Dios… la mujer demonio, el Alcaudón. Al fin se cansaron de hacerme preguntas, me degradaron a cabo y me embarcaron.
De Soya suspiró.
—Lo lamento, sargento. Yo lo había recomendado para un ascenso y una condecoración. —Rió con amargura—. No le sirvió de mucho. Tenemos suerte de que no nos excomulgaran y ejecutaran.
—Así es, señor —dijo Gregorius, mirando el campo estelar por la escotilla—. No estaban conformes con nosotros, sin duda. ¿Y usted, señor? Oí decir que le habían quitado el mando.
De Soya sonrió.
—Volví a ser cura de parroquia.
—En un mundo desértico, sucio y árido, oí decir. Un lugar donde la orina se vende a diez marcos la bota.
—Es verdad —dijo De Soya, sin dejar de sonreír—. Madre de Dios, mi mundo natal.
—Mierda, señor —dijo el sargento, cerrando las manazas con embarazo—. No quería faltarle el respeto, señor. Es decir… yo no…
De Soya le tocó el hombro.
—No se preocupe, sargento. Usted tiene razón. La orina se vende, pero no a diez marcos la bota sino a quince.
—Sí, señor —dijo Gregorius, ruborizándose.
—Otra cosa, sargento.
—Sí, señor.
—Serán quince avemarías y diez padrenuestros por ese exabrupto escatológico. Recuerde que todavía soy su confesor.
—Sí, señor.
La implantación de De Soya vibró al tiempo que los comunicadores de a bordo tintineaban.
—Treinta minutos para traslación —dijo el padre capitán—. Ponga a su gente en sus nichos, sargento. El próximo salto va en serio.
—A la orden, señor. —El sargento pateó para abrir pero se detuvo un instante—. ¿Padre capitán?
—Sí, sargento.
—Es sólo una sensación, señor —dijo el guardia suizo, frunciendo el ceño—, pero he aprendido a confiar en mi instinto.
—Yo también he aprendido a confiar en su instinto, sargento. ¿De qué se trata?
—Cuídese la espalda, señor —dijo Gregorius—. Es decir… nada concreto. Pero cuídese la espalda.
—De acuerdo —dijo el padre capitán. Esperó a que Gregorius estuviera de vuelta en la sala de recreo y cerrara la compuerta y se dirigió a su diván de muerte y nicho de resurrección.
El sistema de Pacem estaba congestionado: tráfico de Mercantilus, naves de Pax, hábitats enormes como el Torus Mercantilus, bases militares y puestos de escucha, asteroides desplazados y terraformados como Castel Gandolfo, ciudades orbitales de bajo alquiler para los millones ansiosos de estar cerca del centro del poder pero demasiado pobres para pagar las tarifas exorbitantes de Pacem, y la mayor concentración de naves privadas del universo conocido. Por eso, cuando M. Kenzo Isozaki, gerente general y presidente del Consejo Ejecutivo de la Liga Pancapitalista de Organizaciones Católicas Independientes de Comercio Transestelar deseaba estar totalmente a solas, tenía que pedir una nave particular y viajar treinta y dos horas en alta gravedad para alejarse de la estrella de Pacem.
Aun la elección de una nave había sido un problema. Pax Mercantilus mantenía una pequeña flota de costosas lanzaderas ejecutivas, pero Isozaki sospechaba que a pesar de sus intentos de eliminar los dispositivos de espionaje, todas estaban comprometidas. Para esta cita había pensado en desviar un carguero de Mercantilus que circulaba por las rutas comerciales entre cúmulos orbitales, pero sospechaba que sus enemigos —el Vaticano, el Santo Oficio, los servicios de inteligencia de Pax, el Opus Dei, los rivales internos de Mercantilus y muchos otros— estaban dispuestos a plantar esos dispositivos en toda la vasta flota comercial de Mercantilus.
Al final, Kenzo Isozaki se había disfrazado, había ido a los embarcaderos públicos del Torus, había comprado un antiguo saltador asteroidal y había pedido a la IA ilegal de su comlog que condujera la nave hacia la eclíptica. Durante el viaje, su nave fue detenida seis veces por patrullas de seguridad y puestos de Pax, pero el saltador tenía licencia, había rocas en el sitio al que él se dirigía —explotadas una y otra vez, por cierto, pero aun así destinos legítimos para un minero desesperado— y lo dejaron pasar sin interrogatorios personales.
Todo esto le parecía una melodramática pérdida de su valioso tiempo. Habría recibido a su contacto en su oficina del Torus si su contacto hubiera aceptado. El contacto no había aceptado, e Isozaki tuvo que admitir que habría viajado hasta Aldebarán para esta reunión.
Treinta y dos horas después de dejar el Torus, el saltador anuló su campo de contención interna, vació su tanque de alta gravedad y lo despertó. El ordenador de la nave era demasiado estúpido para hacer algo más que darle coordenadas y lecturas sobre las rocas locales, pero la IA ilegal del comlog escrutó la región en busca de naves —apagadas o activas— y declaró que esa esfera del sistema del espacio de Pacem estaba vacía.
—¿Y cómo ha llegado aquí si no hay nave? —masculló Isozaki.
—El único modo es por medio de una nave, señor —dijo la IA—. A menos que ya esté aquí, lo cual parece improbable, dado que…
—Silencio —ordenó Kenzo Isozaki. Se sentó en la penumbra de la burbuja de mando del saltador, impregnada de olor a lubricante, y observó el asteroide que estaba a medio kilómetro. El saltador y el asteroide coincidían en sus giros, así que lo que parecía moverse era el campo estelar de Pacem. Aparte del asteroide, allí no había más que vacío, radiación dura y frío silencio.
De pronto sonó un golpe en la puerta externa de la cámara de presión.