6

Ha sido mi experiencia que inmediatamente después de ciertas separaciones traumáticas —abandonar la familia para ir a la guerra, la muerte de un familiar, separarse de una persona amada sin certeza de reencuentro— hay una extraña calma, casi una sensación de alivio, como si hubiera ocurrido lo peor y no fuera preciso temer nada mas. Así sucedió en esa lluviosa mañana en que me despedí de Aenea en la Vieja Tierra.

El kayak era pequeño y el Mississippi era grande. Al principio, en la oscuridad, remé con una atención intensa rayana en el miedo, forzando los ojos para distinguir ramas, bancos de arena y restos de naufragio en la furiosa corriente. El río era muy ancho, calculé que casi una milla —el Viejo Arquitecto usaba las antiguas unidades inglesas de longitud y distancia, pies, yardas, millas, y en Taliesin la mayoría habíamos terminado por imitarlo—, y los márgenes parecían inundados, con árboles muertos mostrando dónde las aguas se habían elevado cientos de metros sobre las orillas originales, empujando el río hacia acantilados altos en ambos lados.

Una hora después de despedirme de mi amiga, la luz llegó lentamente, primero mostrando la separación entre las nubes grises y las rocas negras a mi izquierda, luego arrojando una luz fría en la superficie del río.

Yo había tenido razón en temer la oscuridad: el río estaba erizado de ramas y bancos de arena; árboles grandes e hinchados con raíces que parecían cabezas de hidra pasaban junto a mí en las corrientes centrales, embistiendo todo a su paso con la fuerza de arietes gigantes. Escogí lo que parecía la corriente más benigna, remé con fuerza para alejarme de los restos flotantes y traté de disfrutar del amanecer.

Toda esa mañana remé hacia el sur, sin ver indicios de habitación humana en ninguna de ambas riberas salvo un atisbo de antiguos edificios, otrora blancos, sumergidos entre los árboles muertos y las aguas sucias de lo que antaño había sido la orilla oeste y ahora era un pantano al pie de los acantilados. Dos veces desembarqué en islas, una para hacer mis necesidades y otra para guardar la pequeña mochila que era mi único equipaje. En esta segunda parada —a media mañana, bajo el calor del sol— me senté en un tronco en la orilla arenosa y comí uno de los bocadillos de carne fría y mostaza que Aenea me había preparado durante la noche. Había llevado dos botellas de agua —una para el cinturón, la otra para la mochila— y bebí con moderación, sin saber si el agua del Mississippi era potable ni dónde podría abastecerme.

Era de tarde cuando vi la ciudad y el arco.

Un poco antes, un segundo río se había unido con el Mississippi a la derecha, ensanchando el canal. Yo estaba seguro de que debía ser el Missouri, y cuando consulté el comlog, la memoria de la nave confirmó mi corazonada. Poco después vi el arco.

Este portal teleyector parecía diferente de los que habíamos atravesado durante nuestro viaje a la Vieja Tierra: más grande, más viejo, más opaco, con más estrías de óxido. En un tiempo debía erguirse en la seca orilla oeste del río, pero ahora sobresalía de las aguas a cientos de metros de la costa. Restos esqueléticos de edificios inundados —«rascacielos» bajos de tiempos pre-Hégira, según mis nuevos conocimientos arquitectónicos— también se elevaban de las perezosas aguas.

«St. Louis —me informó el comlog de pulsera cuando interrogué a la IA de la nave—. Destruida antes de las Tribulaciones. Abandonada antes del Gran Error del '08.»

—¿Destruida? —pregunté, apuntando el kayak hacia el aro gigante y viendo que la orilla oeste trazaba un semicírculo perfecto, formando un lago de poca profundidad. Árboles antiguos bordeaban el cerrado arco de la costa. Un cráter, pensé, aunque sin diferenciar si era el cráter de un meteorito, de una bomba, de un rayo energético u otro hecho violento—. ¿Cómo?

«No hay información —dijo el brazalete—. Sin embargo, tengo unos datos que se correlacionan con el arco».

—Es un portal teleyector, ¿verdad? —pregunté, luchando contra la corriente del lado oeste del canal principal para dirigir el kayak hacia el arco que daba hacia el este.

«Originalmente no —murmuró la voz—. El tamaño y la orientación del artefacto coinciden con la posición y las dimensiones del Gateway Arch, una rareza arquitectónica construida en la ciudad de St. Louis en tiempos del estado-nación Estados Unidos de América a mediados del siglo veinte de la era cristiana. Simbolizaba la expansión occidental de los pioneros hegemónicos protonacionalistas de origen europeo que migraron aquí en su esfuerzo para desplazar a los aborígenes anteriores a la Reserva».

—Los indios —dije, jadeando mientras impulsaba el kayak a través de la corriente y me alineaba con el enorme arco. Había tenido un par de horas de intensa luz solar, pero ahora volvían el viento frío y las nubes grises. Las gotas de lluvia tamborileaban sobre la fibra de vidrio del kayak y hacían ondear las olas. La corriente llevó el kayak hacia el centro del arco, y dejé el remo un instante, cerciorándome de no tocar accidentalmente el misterioso botón rojo—. Así que este portal teleyector se construyó para honrar a la gente que mató a los indios —dije, apoyándome sobre los codos.

«El Gateway Arch original no tenía función teleyectora», aclaró la voz de la nave.

—¿Sobrevivió al desastre que causó esto? —pregunté, señalando el cráter y los edificios inundados.

«Ninguna información», dijo el comlog.

—¿Y no sabes si es un teleyector? —pregunté, jadeando de nuevo mientras remaba con fuerza. Ahora el arco se erguía sobre nosotros, con cien metros de altura en su ápice. La luz invernal rebotaba en sus flancos oxidados.

«No —dijo la memoria de la nave—. No existen registros de ningún teleyector en la Vieja Tierra».

Claro que no existía ese registro. La Vieja Tierra había caído en el agujero negro del Gran Error —o había sido secuestrada por los leones y tigres y osos— por lo menos un siglo y medio antes de que el TecnoNúcleo diera a la Hegemonía la tecnología del teleyector. Sin embargo, existía un arco teleyector pequeño pero funcional sobre ese río —riacho, en realidad— del oeste de Pennsylvania donde Aenea y yo habíamos entrado desde Bosquecillo de Dios cuatro años antes. Y yo había visto otros en mis viajes.

—Bien —dije, más para mí mismo que para la obtusa IA del comlog—, si no es éste, seguiremos río abajo. Aenea tenía una razón para botarnos donde lo hizo.

Yo no estaba tan seguro. Debajo de este arco no se veía ningún parpadeo ondulante, ningún atisbo de luz solar ni estelar. Sólo el cielo oscuro y la negra franja boscosa de la costa, más allá del lago.

Me recliné para mirar el arco, y noté con asombro que faltaban paneles y asomaban costillas de acero. El kayak ya estaba debajo y no había transición, ningún cambio súbito de luz y gravedad acompañado de aromas alienígenas. Esa cosa era sólo un derruido adefesio arquitectónico que por casualidad se parecía a un…

Todo cambió.

En un momento el kayak y yo nos mecíamos en el ventoso Mississippi, dirigiéndonos hacia el lago que había sido la ciudad de St. Louis, y al siguiente era de noche y el bote de fibra de vidrio y yo nos deslizábamos por un canal angosto entre edificios iluminados, bajo una claraboya oscura que se erguía a medio kilómetro de mi cabeza.

—Cristo —susurré.

«Antigua figura mesiánica —dijo el comlog—. Las religiones basadas en sus presuntas enseñanzas incluyen el cristianismo, el cristianismo zen, el antiguo y moderno catolicismo y sectas protestantes tales como…».

—Cállate —dije—. Modalidad de niño obediente. —Este mando hacía que el comlog sólo pudiera hablar cuando le hablaban.

Había otras personas remando en este canal, si eso era. Veintenas de botes, veleros y kayaks se desplazaban río arriba y río abajo. En las cercanías, en veredas y explanadas, en aerovías que se elevaban sobre las luminosas aguas, cientos más caminaban en parejas y grupos. Individuos corpulentos vestidos con ropas brillantes trotaban a solas.

Sentí el peso de la gravedad en los brazos cuando intenté alzar el remo —media gravedad terrícola más, fue mi primera impresión— y lentamente elevé el rostro hacia esos cientos o miles de ventanas y torres iluminadas, aceras y balcones y pistas de aterrizaje, trenes cromados zumbando en tubos transparentes, VEMs surcando el aire, plataformas de levitación y ferries aéreos transportando gente. Entonces comprendí.

Lusus. Tenía que ser Lusus.

Había conocido lusianos: cazadores ricos que iban a Hyperion a cazar patos, apostadores más ricos en los casinos de Nueve Colas donde yo había trabajado como cuidador, incluso algunos expatriados de nuestra Guardia Interna, delincuentes que sin duda huían de la justicia de Pax. Todos tenían el semblante hosco de esos corredores bajos, robustos y musculosos que trotaban en las veredas y explanadas, como primitivas pero potentes máquinas de vapor.

Nadie me prestaba atención. Esto me sorprendió: desde la perspectiva de ellos, yo debía haber salido de la nada, materializándome bajo el portal teleyector.

Miré atrás y comprendí por qué mi aparición había pasado inadvertida. El portal teleyector era viejo, desde luego, parte de la caída Hegemonía y del ex río Tetis, y el arco estaba construido dentro de las murallas de la Colmena, cubierto por plataformas y veredas, así que el tramo de canal o río que pasaba debajo estaba sumido en sombras profundas. Cuando miré atrás, una lancha pequeña salió de esas sombras, recibió el fulgor de las luces de sodio y pareció salir de la nada como yo un instante antes.

Vestido con mi suéter y chaqueta, enfundado en el nailon de mi kayak, tal vez se me veía tan robusto como los lusianos que estaban a ambos lados. Un hombre y una mujer con esquíes de chorro saludaron al pasar junto a mí.

Devolví el saludo.

—Cristo —repetí, más un rezo que una blasfemia. Esta vez el comlog no hizo comentarios.

Me interrumpiré aquí.

En este momento de la narración me sentía tentado, aun sabiendo que el gas de cianuro puede invadir la caja de gato de Schrödinger en cualquier momento, de describir mi odisea entre los mundos con gran detalle. En realidad, era lo más parecido a una auténtica aventura desde que Aenea y yo habíamos llegado a la Vieja Tierra cuatro años estándar antes.

En las treinta horas transcurridas desde que Aenea anunció perentoriamente mi partida inmediata por teleyector, yo había entendido que el viaje sería similar al anterior. Desde Vector Renacimiento hasta Vieja Tierra, habíamos atravesado parajes desiertos o abandonados a través de mundos como Hebrón, Nueva Meca, Bosquecillo de Dios y mundos sin nombre como el planeta selvático donde habíamos dejado oculta la nave del cónsul. En uno de los pocos planetas donde habíamos encontrado habitantes —irónicamente, Mare Infinitus, un mundo oceánico poco poblado— el contacto había sido catastrófico para todos los participantes: yo había volado la mayor parte de su plataforma flotante, ellos me habían capturado, apuñalado, disparado y casi ahogado. En el ínterin, yo había perdido algunos de los bienes más valiosos que llevábamos, entre ellos la vieja alfombra voladora que databa de los tiempos de la leyenda de Siri y Merin y la antigua pistola calibre 45 que quizás hubiera pertenecido a la madre de Aenea, Brawne Lamia.

Pero en casi todo nuestro trayecto el río Tetis nos había llevado por paisajes despoblados… ominosamente despoblados en Hebrón y Nueva Meca, como si algo hubiera espantado a los habitantes.

Esto era distinto. Lusus desbordaba de vitalidad. Por primera vez comprendí por qué estos panales planetarios se llamaban Colmenas.

Viajando por regiones deshabitadas, la niña, el androide y yo habíamos quedado librados a nuestros propios recursos. Ahora, solo y desarmado en mi kayak, me encontré saludando a policías de Pax y sacerdotes renacidos. El canal sólo tenía treinta metros de anchura, con bordes de hormigón y plástico, sin tributarios ni escondrijos. Había sombras bajo los puentes y rampas, como bajo el portal teleyector de río arriba, pero el tráfico fluvial atravesaba continuamente esos lugares oscuros. No había sitio donde esconderse.

Por primera vez pensé en la locura del viaje por teleyector. Mi ropa llamaría la atención en cuanto saliera del kayak. Mi tipo físico era una rareza. Mi acento de Hyperion sería extraño. No tenía dinero, chip de identidad, licencia para VEM, tarjetas de crédito, documentos de Pax ni lugar de residencia. Deteniendo el kayak junto a un bar costero —el olor a bistec asado o comidas similares me hacía salivar de hambre, el olor a levadura me hacía pensar en cerveza fría— comprendí que me arrestarían a los dos minutos de entrar en ese lugar.

Había gente que viajaba entre los mundos de Pax —millonarios, empresarios y aventureros dispuestos a afrontar meses de sueño criogénico y años de deuda temporal viajando con transporte de Mercantilus entre las estrellas, con la certidumbre de que el trabajo, el hogar y la familia los aguardarían en su estable universo cristiano a su regreso—, pero era infrecuente, y nadie viajaba entre los mundos sin dinero y sin autorización de Pax. En cuanto yo entrara en ese café, bar, restaurante o lo que fuera, alguien llamaría a la policía local o los militares de Pax. Al registrarme verían que no tenía la cruz, que era un pagano en un universo de cristianos renacidos.

Relamiéndome los labios, con un gruñido en el estómago, los brazos pesados por la fatiga y la gravedad adicional, los ojos lagrimeando por falta de sueño y frustración, me alejé del café y seguí río abajo, esperando que el próximo teleyector no estuviera muy lejos.

Y aquí resisto la tentación de describir las maravillosas imágenes y sonidos, la gente extraña que vi y los riesgos que corrí. Nunca había estado en un mundo tan colonizado, tan apiñado, tan interior como Lusus, y me podría haber pasado un mes explorando la hirviente Colmena que entreví desde el río de orillas de hormigón.

Al cabo de seis horas de viajar corriente abajo por el canal, pasé bajo el arco y aparecí en Freude, un mundo activo y poblado sobre el cual sabía poco y que no podría haber identificado sin los archivos de navegación del comlog. Aquí dormí al fin, ocultando el kayak en un tubo de cloaca de cinco metros, encorvado bajo tentáculos de fibro-plástico industrial enredados en una alambrada.

Dormí un día y una noche estándar en Freude, pero allí los días eran de treinta y nueve horas estándar y apenas anochecía cuando encontré el próximo arco, menos de cinco kilómetros río abajo, y me trasladé de nuevo.

Desde el soleado Freude, poblado por ciudadanos de Pax con sus trajes de arlequín y capas brillantes, el río me llevó a Nevermore, con sus cavilosas aldeas talladas en la roca y sus castillos de piedra encaramados sobre barrancos bajo cielos lúgubres. En la noche de Nevermore los cometas surcaban el firmamento y criaturas semejantes a cuervos —más parecidas a gigantescos murciélagos que a aves— batían alas membranosas tapando el fulgor de los cometas con sus cuerpos negros.

Aquí me saludaron balsas comerciales, y devolví el saludo, remando hacia un tramo de aguas blancas que casi volcó el kayak y puso a prueba mi destreza de remero. Sonaban sirenas en los avizores castillos de Nevermore cuando atravesé el siguiente portal y me encontré bajo el opresivo sol de un mundo que el comlog me describió como Vitus-Gray-Balianus B. Nunca lo había oído nombrar, ni siguiera en los viejos atlas de la Hegemonía que Grandam guardaba en su vehículo, y que yo había estudiado con sigilo cuando podía.

El río Tetis nos había llevado por mundos desérticos en el viaje a Vieja Tierra, pero éstos habían sido los mundos extrañamente despoblados de Hebrón y Nueva Meca… desiertos sin vida, ciudades abandonadas. En Vitus-Gray-Balianus B, casas de adobe se apiñaban a orillas del río, y a cada kilómetro había una acequia por donde el agua era extraída para irrigar los sembradíos. Por suerte el río servía aquí como calle mayor y carretera central, y yo había salido de la sombra del antiguo teleyector al amparo de una enorme chalana, así que seguí remando tranquilamente en medio del intenso tráfico fluvial: esquifes, balsas, barcazas, remolcadores, lanchas eléctricas, casas flotantes e incluso barcas de levitación EM desplazándose a tres o cuatro metros de la superficie del río.

La gravedad era leve, quizá menos de dos tercios de Vieja Tierra o Hyperion, y por momentos pensaba que mis golpes de remo elevarían el kayak por encima del agua. Pero si la gravedad era leve, la luz del sol era tan agobiante como una palma gigantesca y sudorosa. Al cabo de media hora había agotado la segunda botella de agua y supe que tendría que detenerme para buscar más.

Se pensaría que un mundo de gravedad menor tendría habitantes esbeltos —la antítesis vertical de los toneles lusianos— pero la mayoría de los hombres, mujeres y niños que vi en los transitados carriles del río eran bajos y robustos como lusianos. Las ropas eran brillantes, como los atuendos de arlequín de los pobladores de Freude, pero cada persona usaba un solo tono: ceñidos trajes carmesíes, capas de intenso tono cerúleo, vestidos de chiffon color esmeralda con complejos sombreros y bufandas, fluidas colas de chiffon amarillo y turbantes de ámbar brillante. Las puertas y postigos de las casas, tiendas y tabernas de adobe también estaban pintados con estos colores distintivos y me pregunté cuál sería el significado. ¿Casta? ¿Preferencia política? ¿Posición económica o social? ¿Parentesco? Fuera lo que fuese, yo no pasaría inadvertido cuando fuera a la costa a buscar agua, con mi ropa de opaco color caqui y algodón gastado.

Pero debía ir a la costa o morirme de sed. Al pasar una de las muchas acequias, amarré el kayak mientras una barcaza salía de la acequia y caminé hacia una estructura circular de madera y adobe, esperando que fuera un pozo artesiano. Había visto que muchas mujeres de túnica color azafrán llevaban algo que parecían vasijas de agua. Sólo temía que al extraer agua de allí violara alguna ley, corolario, regla de casta, mandamiento religioso o costumbre local. No había visto ninguna presencia de Pax en el río —ni el negro de los sacerdotes ni el rojo y negro de la policía—, pero eso no significaba nada. Según el comlog, había muy pocos mundos —aun en el Confín, donde estaba Vitus-Gray-Balianus B—, donde Pax no tuviera cierta presencia. Me calcé el cuchillo de caza en el bolsillo trasero, bajo el chaleco, y mi único plan era abrirme paso a puñaladas hasta el bote si se formaba una multitud. Si llegaba la policía de Pax, con pistolas paralizantes o de dardos, mi viaje habría terminado.

Pronto terminaría, al menos por un tiempo, por razones muy diferentes, pero yo no tenía modo de saberlo (salvo por el dolor de espalda que me acompañaba desde antes de irme de Lusus) mientras me aproximaba cautelosamente al pozo, si eso era.

Era un pozo.

Nadie se alarmó por mi altura y mis colores opacos. Nadie —ni siquiera los niños vestidos de rojo y azul que interrumpieron su juego para mirarme un instante— se interpuso ni pareció reparar en ese dudoso forastero. Mientras bebía y llenaba ambas botellas, tuve la impresión —aunque ignoro por qué— de que los habitantes de Vitus-Gray-Balianus B, o al menos de esta aldea a orillas de la abandonada ruta teleyectora del río Tetis, eran demasiado corteses para señalarme, mirarme o preguntarme qué me proponía. Mientras tapaba la segunda botella disponiéndome a regresar al kayak, tuve la sensación de que un mutante de tres cabezas —o, exagerando la nota, el Alcaudón mismo— podría haber bebido de ese pozo artesiano en esa grata tarde sin que los ciudadanos lo importunaran con preguntas.

Había dado tres pasos en el polvoriento camino cuando sentí el dolor. Me encorvé, jadeando sin aliento, y caí sobre una rodilla, y luego de lado. Me arqueé de dolor. Habría gritado si la desgarradora punzada me hubiera dejado aliento y energía. Boqueando como un pez, me puse en posición fetal y cabalgué sobre olas de tormento.

Debo aclarar que el dolor y la incomodidad no me eran desconocidos. Cuando estaba en la Guardia Interna, un estudio de las fuerzas armadas de Hyperion mostró que la mayoría de los conscriptos enviados al sur para luchar contra los rebeldes de la Garra de Hielo tenían poco estómago para el dolor. Los habitantes de las ciudades del norte de Aquila y las más refinadas ciudades de las Nueve Colas rara vez habían experimentado un sufrimiento que no pudieran eliminar con una píldora, un autocirujano o un autodoc.

Como pastor y campesino, yo tenía más experiencia en tolerancia al dolor: cortes accidentales, un pie pisoteado por una bestia de carga, magulladuras y contusiones por caídas en terreno pedregoso, una contusión practicando lucha en el campamento, ampollas por cabalgar, incluso los labios hinchados y los ojos morados de las riñas del campamento durante la Convocatoria de los Varones. Y en mi servicio militar me habían herido tres veces: en dos ocasiones, traumatismos provocados por esquirlas cuando unas minas mataron a mis compañeros; en la tercera, el rayo de un francotirador, y esta última lesión fue tan grave que acudió un sacerdote para pedirme que aceptara el cruciforme antes de que fuera demasiado tarde.

Pero nunca había experimentado un dolor como éste.

Gimiendo y resollando, mientras los corteses ciudadanos al fin reparaban en el forastero, alcé la muñeca y exigí una explicación al comlog. No me respondió. Entre oleadas de dolor insoportable, pregunté de nuevo. Ninguna respuesta. Entonces recordé que la maldita cosa estaba en modalidad de niño obediente. La llamé por el nombre y repetí la pregunta.

«¿Puedo activar la función biosensora latente, M. Endymion?», preguntó esa imbécil IA.

Yo no sabía que el aparato tenía una función biosensora, latente o no. Asentí con un gemido y me encorvé en una posición fetal aún más cerrada. Era como si alguien me hubiera apuñalado la espalda y retorciera la hoja. El dolor me atravesaba como corriente circulando por un cable. Vomité en el polvo. Una bella mujer de túnica blanca retrocedió un paso y alzó una sandalia blanca.

—¿Qué es? —resoplé—. ¿Qué está pasando?

Me palpé la espalda, buscando sangre o una herida. Esperaba encontrar una flecha o una lanza, pero no había nada.

«Inicio de estado de choque, M. Endymion —dijo esa IA lobotomizada de la nave del cónsul—. La presión sanguínea, la resistencia dérmica, el ritmo cardíaco y el recuento de atropina, todo ello lo confirma».

—¿Por qué? —insistí con un largo gemido, mientras el dolor rodaba desde mi espalda hacia todo mi cuerpo.

Vomité de nuevo. Tenía el estómago vacío pero seguía vomitando. Esa gente de atuendo brillante se mantenía a distancia, sin formar una muchedumbre de curiosos, sin cometer la impertinencia de mirar o cuchichear, pero obviamente demorándose en su camino.

—¿Qué está mal? —jadeé, tratando de susurrarle al comlog—. ¿Qué es lo que causa esto?

«Una perdigonada —dijo la voz de hojalata—. Puñalada. Lanza, cuchillo, flecha. Herida de arma energética. Rayo, láser, cuchillo omega, hoja pulsátil. Concentración de dardos. Tal vez una aguja larga y fina insertada en la parte superior del riñón, el hígado y el bazo».

Retorciéndome, me palpé de nuevo la espalda, saqué el cuchillo envainado y lo tiré. El chaleco y la camisa no estaban quemados ni chamuscados. Ningún objeto afilado salía de mis carnes.

El dolor me arrasó de nuevo y gemí. No había hecho eso cuando me disparó el francotirador ni cuando aquella bestia me pisó el pie.

Me costaba pensar, pero mi pensamiento seguía esta dirección: Nativos… poder mental… envenenamiento… agua… rayos invisibles… castigándome por

Desistí del esfuerzo y gemí de nuevo. Alguien se acercó. Tenía una falda o toga azul brillante y sandalias inmaculadas, las uñas de los pies pintadas de azul.

—Perdón —murmuró en inglés de la vieja Red con mucho acento—. ¿Estás en apuros?

—Aaaahhhh —respondí, acentuando el gemido con más vómito seco.

—¿Puedo ayudar?

—Ohh… ahhh… —dije, casi desmayándome de dolor. Puntos negros bailaron en mi visión hasta que ya no pude ver las sandalias ni las uñas azules, pero el tormento no cesaba, no podía escapar hacia la inconciencia.

Túnicas y togas susurraban a mi alrededor. Olí perfume, colonia, jabón, sentí manos fuertes en los brazos, en las piernas y en los costados. Cuando quisieron levantarme, una punzada me perforó la espalda y la nuca.