3

El gran inquisidor estaba atrasado.

El control de tráfico del Vaticano dirigió el VEM hacia el espacio aéreo del puerto espacial, normalmente cerrado, clausuró todo el tráfico aéreo al este del Vaticano y detuvo un carguero robot de treinta mil toneladas en aproximación orbital final hasta que el vehículo del inquisidor atravesó la esquina sureste de la cuadrícula de descenso.

Dentro del VEM blindado, el gran inquisidor —su eminencia el cardenal John Domenico Mustafa— no miraba por la ventanilla ni por los monitores el hermoso paisaje del Vaticano, sus murallas rosadas en la luz de la mañana, ni la atestada carretera de veinte carriles llamada Ponte Vittorio Emanuele, que titilaba como un río iluminado al reflejarse el sol en los parabrisas y techos transparentes. El gran inquisidor se concentraba en los datos de inteligencia que rodaban por su comlog.

Cuando hubo terminado, memorizado y borrado el último párrafo, el gran inquisidor le dijo a su asistente, el padre Farrell:

—¿Y no hubo más reuniones con Mercantilus?

El padre Farrell, un hombre delgado de ojos chatos y grises, nunca sonreía, pero un temblor del músculo de la mejilla comunicó al cardenal un remedo de humor.

—Ninguna.

—¿Seguro?

—Totalmente.

El gran inquisidor se reclinó en los cojines del VEM y se permitió una breve sonrisa. Mercantilus sólo había hecho esa desastrosa aproximación a un candidato papal —el sondeo de Lourdusamy— y el inquisidor había oído la grabación completa de la reunión. El cardenal se permitió prolongar su sonrisa: Lourdusamy tenía razón al pensar que su sala de conferencias era a prueba de intromisiones, que estaba totalmente protegida contra todo dispositivo de grabación. Cualquier grabador —aun implantado en uno de los participantes— habría sido detectado y localizado. Todo intento de enviar transmisiones por ultralínea habría sido detectado y bloqueado. Obtener la grabación visual y auditiva de esa reunión había sido uno de sus mayores logros.

Dos años locales atrás monseñor Lucas Oddi se había internado en el hospital del Vaticano para un reemplazo rutinario de los ojos, los oídos y el corazón. El padre Farrell había abordado al cirujano, amenazando con aplastarlo con todo el peso del Santo Oficio si el pobre médico no implantaba ciertos adminículos de avanzada tecnología en el cuerpo del monseñor. El cirujano lo hizo y poco después murió la muerte verdadera —sin resurrección posible— en un accidente automovilístico en el Gran Bajío Norte.

Monseñor Lucas Oddi no tenía aparatos electrónicos ni mecánicos en su organismo, pero había siete nanograbadores totalmente biológicos conectados a su nervio óptico. Había cuatro nanograbadores de audio conectados a su sistema nervioso auditivo. Estos biograbadores no transmitían dentro del cuerpo, sino que almacenaban los datos químicamente y los trasladaban físicamente por la corriente sanguínea hasta un transmisor —también totalmente orgánico— situado en el ventrículo izquierdo. Cuando Oddi abandonó la zona segura de la oficina del cardenal Lourdusamy, el transmisor irradió una grabación comprimida de la reunión a una repetidora. No era una intrusión en tiempo real —un detalle que aún preocupaba al cardenal Mustafa— pero era lo más parecido que se podía lograr con la tecnología actual.

—Isozaki está asustado —dijo el padre Farrell—. Él cree…

El gran inquisidor alzó un dedo. Farrell se interrumpió.

—No sabes si está asustado —dijo el cardenal—. No sabes lo que cree. Sólo puedes saber lo que dice y hace e inferir sus pensamientos y reacciones. Nunca te bases en suposiciones acerca de tus enemigos, Martin. Puede ser una autocomplacencia fatal.

El padre Farrell inclinó la cabeza sumisamente.

El VEM se posó en la pista del Castel Sant'Angelo. El gran inquisidor salió por la escotilla y bajó la rampa con tanta rapidez que Farrell tuvo que trotar para alcanzarlo. Comandos de seguridad vestidos con la armadura roja del Santo Oficio los escoltaron por delante y por detrás, pero el gran inquisidor los ahuyentó con un gesto. Quería terminar su conversación con el padre Farrell. Tocó el brazo izquierdo de su asistente —no por afecto, sino cerrando los circuitos de conducción ósea para poder subvocalizar— y dijo:

—Isozaki y los dirigentes de Mercantilus no están asustados. Si Lourdusamy quisiera deshacerse de ellos, ya estarían muertos. Isozaki quiso comunicar su mensaje de apoyo al cardenal y lo consiguió, los que están asustados son los militares de Pax.

Farrell frunció el ceño y subvocalizó en el circuito óseo.

—Los militares. Pero todavía no han jugado su carta. No han cometido ninguna deslealtad.

—Precisamente —dijo el gran inquisidor—. Mercantilus ha hecho su jugada y sabe que Lourdusamy acudirá a ellos cuando llegue el momento. Durante años la flota de Pax y el resto han temido elegir erróneamente. Ahora temen haber esperado demasiado.

Farrell asintió. Habían bajado en ascensor hasta las entrañas del Castel Sant'Angelo y atravesaban un corredor oscuro lleno de guardias armados y campos de fuerza letales. Ante una puerta sin marcas, dos comandos vestidos de rojo se cuadraron alzando los rifles energéticos.

—Dejadnos —ordenó el gran inquisidor, apoyando la palma en la placa de identificación de la puerta. El panel de acero se deslizó.

El corredor era pétreo y sombrío. La habitación era luminosa y brillante, con instrumentos y superficies asépticas. Los técnicos alzaron la cabeza cuando entraron el gran inquisidor y Farrell. En una pared de la habitación había puertas cuadrangulares que parecían cajones de un antiguo depósito de cadáveres. Una de las puertas estaba abierta y un hombre desnudo yacía en la camilla que habían sacado del refrigerador.

El gran inquisidor y Farrell se detuvieron a ambos lados de la camilla.

—Está reviviendo bien —dijo el técnico que manejaba la consola—. Lo estamos sosteniendo por debajo de la superficie. Podemos despertarlo en segundos.

—¿Cuánto duró su último sueño frío? —preguntó el padre Farrell.

—Dieciséis meses locales —dijo el técnico—. Trece y medio estándar.

—Despiértalo —ordenó el gran inquisidor.

Segundos después el hombre movió los párpados. Era un sujeto menudo, musculoso y compacto, y no había marcas ni magulladuras en su cuerpo. Tenía las muñecas y los tobillos sujetos con cuerda adhesiva. Detrás de la oreja izquierda le habían implantado un empalme cortical que estaba conectado con la consola por un manojo casi invisible de microfibras.

El hombre de la camilla gimió.

—Cabo Bassin Kee —dijo el gran inquisidor—. ¿Me oye?

El cabo Kee emitió un sonido ininteligible. El gran inquisidor asintió con satisfacción.

—Cabo Kee —dijo afablemente—, ¿podemos reanudar nuestra charla?

—Cuánto tiempo… —murmuró Kee con labios secos y rígidos—. Cuánto tiempo he estado…

El padre Farrell se acercó a la consola y le hizo una seña al gran inquisidor.

Ignorando la pregunta del cabo, el cardenal John Domenico Mustafa murmuró:

—¿Por qué usted y el padre capitán De Soya dejaron ir a la niña?

El cabo Kee abrió los ojos, pestañeó como si la luz le doliera, los cerró de nuevo. No habló.

El gran inquisidor le hizo una seña al padre Farrell, que pasó la mano sobre los iconos de la consola, aunque sin activar ninguno.

—Una vez más —dijo el gran inquisidor—. ¿Por qué usted y De Soya dejaron que la niña y sus cómplices criminales escaparan en Bosquecillo de Dios? ¿Para quién trabajaban? ¿Cuál fue su motivación?

El cabo Kee, tendido de espaldas, cerraba los ojos con fuerza. No respondió.

El gran inquisidor ladeó la cabeza y el padre Farrell movió dos dedos sobre uno de los iconos. Los iconos eran abstractos como jeroglíficos para el ojo inexperto, pero Farrell los conocía bien. El que había escogido se podía traducir como «testículos aplastados».

El cabo Kee jadeó y trató de gritar, pero los inhibídores neurales bloquearon esa reacción. Abrió las mandíbulas tanto como pudo y el padre Farrell oyó el estiramiento de los músculos y los tendones.

El gran inquisidor movió la cabeza y Farrell apartó los dedos de la zona de activación del icono. El cabo Kee sufrió un espasmo que le contrajo los músculos del estómago.

—Es sólo dolor virtual, cabo Kee —susurró el gran inquisidor—. Una ilusión neuronal. Su cuerpo no tiene marcas.

Kee procuraba erguir la cabeza para mirarse el cuerpo, pero la banda de cuerda adhesiva le mantenía la cabeza en su sitio.

—O tal vez no —continuó el cardenal—. Tal vez esta vez hayamos recurrido a métodos más antiguos, menos refinados. —Se acercó a la camilla para que el hombre le viera la cara—. Una vez más… ¿por qué usted y el padre capitán De Soya dejaron escapar a la niña en Bosquecillo de Dios? ¿Por qué atacó a su cotripulante, Rhadamanth Nemes?

El cabo Kee abrió la boca hasta mostrar los dientes de atrás.

—Púdrete —logró decir, apretando las mandíbulas en medio del temblor.

—Desde luego —dijo el gran inquisidor, haciéndole una seña al padre Farrell.

Farrell activó un icono que podía traducirse como «calambre candente detrás del ojo derecho».

El cabo Kee abrió la boca en un grito silencioso.

—Una vez más —murmuró el gran inquisidor—. Háblenos.

—Perdón, eminencia —dijo el padre Farrell, mirando su comlog—, pero la misa del Cónclave comienza dentro de cuarenta y cinco minutos.

El gran inquisidor agitó los dedos.

—Tenemos tiempo, Martin, tenemos tiempo. —Tocó el brazo del cabo Kee—. Cuéntenos estas cosillas, cabo, y será bañado, vestido y liberado. Usted ha pecado contra la Iglesia y el Señor con esta traición, pero la esencia de la Iglesia es el perdón. Explique su traición y todo será perdonado.

Asombrosamente, el cabo Kee se echó a reír en medio de sus convulsiones.

—Púdrete —repitió—. Ya me has hecho decir todo lo que sé con la droga de la verdad. Sabes por qué matamos a esa cosa y dejamos escapar a la niña. Y nunca me dejarás ir. Púdrete.

El gran inquisidor se encogió de hombros y retrocedió. Mirando su comlog de oro, murmuró:

—Tenemos tiempo. Mucho tiempo.

Le hizo una seña al padre Farrell.

El icono que parecía un paréntesis doble en la consola de dolor virtual significaba «espada ancha y candente en el esófago». Con un grácil ademán, el padre Farrell la activó.

El padre capitán Federico de Soya resucitó en Pacem y pasó dos semanas como prisionero de facto en la rectoría vaticana de los Legionarios de Cristo. La rectoría era cómoda y apacible. El rechoncho capellán de resurrección que lo atendía, el padre Baggio, era amable y solícito como de costumbre. De Soya odiaba ese lugar y odiaba a ese sacerdote.

Nadie le dijo al padre capitán De Soya que no podía abandonar la rectoría, pero se le dio a entender que debía quedarse allí hasta que lo llamaran. Hacía una semana que se había recobrado de la resurrección cuando lo llamaron al cuartel general de la flota de Pax, donde se reunió con la almirante Wu y su jefe, el almirante Marusyn.

El padre capitán De Soya hizo poco durante la reunión salvo cuadrarse y escuchar. El almirante Marusyn le explicó que una revisión de la corte marcial que lo había condenado cuatro años atrás había mostrado varias irregularidades e incoherencias en la causa del fiscal. Una nueva revisión había permitido una reversión de la decisión del tribunal. De Soya recobraría su cargo de capitán de la flota y pronto le asignarían una nave de combate.

—Su vieja nave-antorcha Baltasar estará en dique seco por un año —dijo el almirante Marusyn—. Un reajuste completo… se le darán características de escolta arcángel. Su reemplazo, la madre capitana Stone, realizó una excelente tarea.

—Sí, señor —dijo De Soya—. Stone era una ejecutiva excelente. Sin duda ha sido buena capitana.

El almirante Marusyn asintió distraídamente mientras hojeaba su libreta.

—Sí, sí. Tan buena, en realidad, que la hemos recomendado como capitana de uno de los nuevos arcángeles clase planetaria. También tenemos un arcángel en mente para usted, padre capitán.

De Soya pestañeó, tratando de disimular sus emociones.

—¿El Rafael, señor?

El almirante sonrió.

—Sí, el Rafael, pero no el que usted capitaneó. Hemos destinado ese prototipo al servicio postal y lo hemos bautizado de nuevo. El nuevo arcángel Rafael es… bien… ¿ha oído hablar de los arcángeles clase planetaria, padre capitán?

—No, señor. —De Soya sólo había oído rumores en su mundo desértico, cuando los mineros hablaban a voz en cuello en la única cantina del pueblo.

—Cuatro años estándar —murmuró el almirante, sacudiendo la cabeza. Tenía el pelo blanco peinado hacia atrás—. Ponga a Federico al corriente, almirante.

Marget Wu asintió y tocó el disco de una consola táctica de la pared. El holo de una nave estelar apareció entre ella y De Soya. El padre capitán vio de inmediato que la nave era más grande, más elegante, más refinada y más mortífera que su viejo Rafael.

—Su Santidad ha pedido a cada mundo industrial de Pax que construyera, o al menos financiara, uno de estos acorazados arcángel clase planetaria, padre capitán —dijo secamente la almirante Wu—. En los últimos cuatro años se han terminado veintiuno, y ya están en servicio activo. Hay otros sesenta a punto de completarse. —El holo rotó y creció hasta mostrar un corte transversal de la cubierta principal. Era como si un haz láser hubiera partido la nave por la mitad—. Como ve, las zonas de vivienda, las cubiertas de mando y los centros tácticos C-tres son mucho más amplios que en el Rafael anterior… incluso más amplios que en su vieja nave-antorcha. Los motores, tanto el Gedeón instantáneo C-plus como la planta de fusión, se han reducido un tercio en tamaño y han ganado en eficiencia y facilidad de mantenimiento. El nuevo Rafael lleva tres naves de descenso atmosféricas y un explorador de alta velocidad. A bordo hay nichos de resurrección automáticos para veintiocho tripulantes y hasta veintidós infantes o pasajeros.

—¿Defensas? —preguntó el padre capitán De Soya, todavía en descanso, las manos entrelazadas sobre la espalda.

—Campos de contención clase diez —explicó Wu—. La más flamante tecnología evasiva. Sensores clase omega y capacidad de bloqueo. Además de la habitual selección de defensas hipercinéticas y energéticas.

—¿Capacidad de ataque? —preguntó De Soya. Podía verlo en el croquis holográfico, pero quería oírlo.

El almirante Marusyn respondió con tono orgulloso, como si alardeara de un nuevo nieto.

—Todos los chismes —dijo—. Haces de luz coherente, desde luego, pero que se alimentan del motor C-plus y no del motor de fusión. Incineran todo dentro de una UA. Nuevos misiles hipercinéticos Hawking, reducidos a la mitad de la masa y tamaño de los que usted llevaba en el Baltasar. Agujas de plasma con casi el doble de rendimiento de las ojivas de hace cinco años. Haces de muerte…

El padre capitán De Soya contuvo una exclamación. Los haces de muerte estaban prohibidos en la flota de Pax.

Marusyn notó algo en su expresión.

—Las cosas han cambiado, Federico. Es una pelea a muerte. Los éxters se reproducen como moscas en la oscuridad, y arrasarán Pacem dentro de un par de años si no los detenemos.

El padre capitán De Soya asintió.

—¿Puedo preguntar qué mundo pagó por la construcción de este nuevo Rafael, señor?

Marusyn sonrió y señaló el bolo. El casco de la nave pareció lanzarse hacia De Soya al aumentar la magnificación. La toma atravesó el casco y se aproximó al puente táctico, enfocando el borde del holofoso. El padre capitán distinguió una plaqueta de bronce con el nombre RAFAEL y, debajo, en letra más pequeña; CONSTRUIDO Y ENCARGADO POR LA GENTE DE PUERTAS DEL CIELO PARA LA DEFENSA DE TODA LA HUMANIDAD.

—¿Por qué sonríe, padre capitán? —preguntó el almirante Marusyn.

—Bien, señor, es sólo que… estuve en el mundo de Puertas del Cielo, señor. Eso fue hace más de cuatro años estándar, pero el planeta estaba desierto salvo por una docena de agrimensores y una guarnición orbital de Pax. No existía una auténtica población allí desde la invasión éxter de hace trescientos años. Me cuesta imaginar que ese mundo haya financiado una de estas naves. Me parece que se necesitaría el PBI de una sociedad como Vector Renacimiento para pagar un solo arcángel.

Marusyn no dejaba de sonreír.

—Precisamente, padre capitán. Puertas del Cielo es un infierno… atmósfera venenosa, lluvia ácida, lodazales, bajíos de azufre… Nunca se recobró del ataque éxter. Pero Su Santidad pensó que era mejor transferir la administración de ese mundo a la empresa privada. El planeta aún posee una fortuna en metales pesados y sustancias químicas. Así que lo hemos vendido.

De Soya parpadeó.

—¿Vendido? ¿Un mundo entero?

Marusyn sonrió pícaramente.

—Al Opus Dei, padre capitán —explicó la almirante Wu.

De Soya no habló, pero tampoco demostró comprensión.

—La «Obra de Dios» era una organización religiosa menor —siguió Wu—. Creo que tiene mil doscientos años. Se fundó en el 1920 de la era cristiana. En los últimos años, no sólo se ha convertido en gran aliada de la Santa Sede, sino en digna competidora de Pax Mercantilus.

—Ah, sí —dijo el padre capitán De Soya. Se imaginaba a Mercantilus comprando mundos enteros, pero no se imaginaba que ese grupo comercial permitiera que un rival obtuviera tanto poder en los pocos años en que él había estado aislado. No importaba. Se volvió hacia el almirante Marusyn—. Una última pregunta, señor.

El almirante miró el cronómetro del comlog y asintió con un brusco movimiento de cabeza.

—Hace cuatro años que estoy fuera de servicio —murmuró De Soya—. No he usado uniforme ni recibido una actualización técnica en todo ese tiempo. El mundo donde yo servía como sacerdote estaba tan alejado de todo que bien pude estar en fuga criogénica. ¿Cómo puedo recibir el mando de una nave estelar arcángel de última generación?

Marusyn frunció el ceño.

—Lo pondremos al corriente, padre capitán. La flota de Pax sabe lo que hace. ¿Se niega a aceptar la misión?

De Soya titubeó visiblemente.

—No, señor —dijo—. Agradezco que usted y la flota demuestren confianza en mí. Daré lo mejor de mí, almirante. —De Soya era disciplinado por partida doble: no sólo como sacerdote y jesuita, sino también como oficial de la flota de Su Santidad.

El rostro pétreo de Marusyn se ablandó.

—Claro que sí, Federico. Nos agrada tenerle de vuelta. Nos gustaría que permanezca en la rectoría de los Legionarios hasta que la nave esté disponible, si le parece bien.

Maldición, pensó De Soya. Todavía prisionero de esos malditos Legionarios.

—Desde luego —dijo—. Es un lugar agradable.

Marusyn miró de nuevo su comlog. La entrevista obviamente había terminado.

—¿Algún requerimiento antes que la designación sea oficial, padre capitán?

De Soya titubeó de nuevo. Sabía que era inapropiado hacer un requerimiento, pero aun así habló.

—Sí, señor, uno. Había tres hombres que estuvieron a mi mando en el viejo Rafael, los comandos de la Guardia Suiza que llevé de Hyperion… El lancero Rettig murió, pero el sargento Gregorius y el cabo Kee estuvieron conmigo hasta el final, y me preguntaba…

Marusyn asintió con impaciencia.

—Los quiere en el nuevo Rafael. Parece razonable. Yo tenía un cocinero que llevaba de nave en nave… el pobre diablo murió durante la segunda rebelión del Saco de Carbón. No sé qué será de estos hombres… —Miró a Marget Wu.

—Por gran coincidencia —dijo la almirante Wu—, me encontré con sus expedientes mientras revisaba los papeles de reinstalación del padre capitán. El sargento Gregorius sirve actualmente en los territorios del Anillo. Sin duda podrá arreglarse la transferencia. Pero me temo que el cabo Kee…

De Soya sintió un nudo en el estómago. El cabo Kee había estado con él en Bosquecillo de Dios —habían devuelto a Gregorius al nicho después de una resurrección frustrada— y lo había visto por última vez después del regreso al espacio de Pacem, cuando Pax Mercantilus los llevaba a celdas separadas después del arresto. De Soya había estrechado la mano del cabo, asegurándole que volverían a verse.

—Me temo que el cabo Kee murió hace dos años estándar —concluyó Wu—. Lo mataron durante un ataque éxter en Saliente de Sagitario. Entiendo que recibió la Medalla de Plata de San Miguel… póstumamente, desde luego.

De Soya asintió.

—Gracias —dijo.

El almirante Marusyn le ofreció su paternal sonrisa de político y le extendió la mano.

—Buena suerte, Federico. Y buena cacería con el Rafael.

La sede de Pax Mercantilus no estaba en Pacem sino en el punto troyano L3 que se arrastraba a sesenta grados orbitales del planeta. Entre el mundo vaticano y el enorme y hueco Torus Mercantilus —una rosquilla de carbono-carbono de 270 metros de espesor, con un kilómetro de anchura y veintiséis de diámetro, que contenía una telaraña de diques secos, antenas de comunicaciones y muelles de carga— flotaba la mitad del poder de fuego orbital de la flota. Kenzo Isozaki calculó una vez que un intento de asonada lanzado desde Torus Mercantilus duraría 12.06 nanosegundos antes de ser vaporizado.

La oficina de Isozaki estaba en un bulbo claro, en el tallo de una flor de carbono que se elevaba cuatrocientos metros sobre el borde exterior del toroide. El casco curvo del bulbo podía ser opaco o transparente, a gusto del ejecutivo que estaba en su interior.

Hoy era transparente, salvo por la sección polarizada que atenuaba el resplandor del sol amarillo de Pacem. El espacio parecía negro en ese momento, pero al rotar el toroide el bulbo llegaría a la sombra del anillo; al mirar hacia arriba Isozaki vería aparecer instantáneamente las estrellas, como si hubieran descorrido una gruesa cortina negra para revelar miles de candelas brillantes y fijas. O los miles de fogatas de mis enemigos, pensó Isozaki mientras «anochecía» por vigésima vez en ese día de trabajo.

Con las paredes totalmente transparentes, su oficina oval —con su modesto escritorio, sus sillas y lámparas tenues— parecía una plataforma alfombrada a solas en la inmensidad del espacio, el interior alumbrado por el destello de las estrellas y la larga franja de la Vía Láctea. Pero no fue este espectáculo familiar lo que instó al ejecutivo de Mercantilus a mirar arriba: en el campo estelar se distinguían las colas de fusión de tres cargueros entrantes, como borrones en un holo astronómico. Isozaki era tan hábil para medir las distancias y velocidades que calculó de una ojeada cuánto tardarían esos cargueros en atracar, e incluso qué naves eran. El Moldahar Effectuator se había reaprovisionado en un gigante gaseoso del sistema Epsilon Eridani y su llama era más roja que de costumbre. La capitana del Emma Constant estaba en su prisa habitual para llevar su cargamento de metales de reacción de Pegaso 61 al toroide y desaceleraba un quince por ciento por encima de las recomendaciones de Mercantilus. Por último, el borrón más pequeño sólo podía ser el Elemosineria Apostólica saliendo de su traslación C-plus desde el sistema de Renacimiento. Isozaki conocía los trescientos puntos de traslación óptima visibles en su parte del cielo del sistema de Pacem.

El tubo del ascensor emergió del piso convirtiéndose en un cilindro transparente, su pasajero iluminado por la luz de las estrellas. Isozaki sabía que el cilindro era transparente sólo por fuera: sus ocupantes no veían la oficina desde el interior espejado, y miraban su propio reflejo hasta que Isozaki les abría la puerta.

Anna Pelli Cognani era la única pasajera. Isozaki inclinó la cabeza y su IA abrió la puerta del cilindro. Su colega y protegida se le acercó sin siquiera mirar el campo estelar en movimiento.

—Buenas tardes, Kenzo-san.

—Buenas tardes, Anna.

Isozaki señaló la silla más cómoda, pero Cognani sacudió la cabeza y permaneció de pie. Nunca se sentaba en la oficina de Isozaki. Isozaki nunca dejaba de invitarla.

—La misa del Cónclave está por terminar —dijo Cognani.

Isozaki asintió. La IA de su oficina oscureció las paredes curvas y proyectó la emisión ultralínea del Vaticano.

Esa mañana la Basílica de San Pedro estaba bañada en púrpura y escarlata y blanco y negro, mientras los ochenta y tres cardenales que pronto se encerrarían en el Cónclave se inclinaban, rezaban, se arrodillaban, se levantaban y cantaban. Detrás de la terna de candidatos al papado había cientos de obispos y arzobispos, diáconos y miembros de la Curia, oficiales militares y funcionarios civiles de Pax, gobernantes planetarios y funcionarios electos que en el momento de la muerte del papa estaban en Pacem o a tres semanas de deuda temporal, delegados de los dominicos, los jesuitas, los benedictinos, los Legionarios de Cristo, los mariaístas, los salesianos y un representante de los pocos franciscanos que quedaban. También estaban los «huéspedes valiosos» de las filas de atrás, delegados honorarios de Pax Mercantilus, el Opus Dei, el Instituto per Opere di Religione, también conocido como Banco Vaticano, delegados de las alas administrativas de la Prefettura, el Servizio Assistenziale del Santo Padre, de la Administración del Patrimonio de la Santa Sede, así como de la cámara apostólica del cardenal camarlengo. En los bancos traseros también había honorables invitados de la Academia Pontificia de las Ciencias, la Comisión Papal de Paz y Justicia Interestelar, academias papales tales como la Academia Eclesiástica Pontificia y otras organizaciones cuasiteológicas necesarias para la administración del vasto estado de Pax. También estaban los brillantes uniformes del Corps Helvética o Guardia Suiza, así como comandantes de la Guardia Palatina reconstituida por el papa Julio, y el comandante de la hasta ahora secreta Guardia Noble, un hombre pálido de cabello oscuro con uniforme rojo, en su primera aparición.

Isozaki y Cognani contemplaron este fasto con ojos expertos. A ambos los habían invitado a la misa, pero era tradición de los ejecutivos de Pax Mercantilus honrar las principales ceremonias de la Iglesia con su ausencia, enviando sólo delegados oficiales. Ambos observaron mientras el cardenal Couesnongle celebraba esta Misa del Espíritu Santo y vieron al cardenal camarlengo como el fantoche que era; fijaban los ojos en Lourdusamy, Mustafa y otros poderosos de los bancos delanteros.

Con la bendición final, la misa terminó y los cardenales votantes se dirigieron en solemne procesión a la Capilla Sixtina. La puerca de entrada del Cónclave se aseguró con cerrojo por dentro y con candado por fuera, y el comandante de la Guardia Suiza y el Prefecto de la Casa Pontificia declararon oficialmente la inauguración del Cónclave. La prensa del Vaticano pasó a comentarios y especulaciones mientras fijaba la imagen en la puerta cerrada.

—Suficiente —dijo Kenzo Isozaki.

La imagen se apagó, la burbuja se volvió transparente y la luz del sol inundó la oficina bajo un cielo negro.

Anna Pelli Cognani sonrió.

—La votación no demorará demasiado.

Isozaki había regresado a su silla. Entrelazó los dedos y se tocó el labio inferior.

—Anna, ¿crees que aquí, en la dirección de Mercantilus, tenemos verdadero poder?

La expresión neutra de Cognani demostró su sorpresa.

—Durante el ultimo año fiscal, Kenzo-san, mi división arrojó una ganancia de treinta y seis mil millones de marcos.

Isozaki no movió los dedos.

—M. Cognani, ¿serías tan amable de quitarte la chaqueta y la camisa?

Su protegida no pestañeó. En los veintiocho años estándar que habían sido colegas —mejor dicho, subalterna y jefe— M. Isozaki nunca había hecho, dicho ni sugerido nada que pudiera interpretarse como una insinuación sexual. Cognani titubeó sólo un segundo, se quitó la chaqueta, la apoyó en la silla donde nunca se sentaba y se abrió la camisa. La plegó sobre la chaqueta, en el respaldo de la silla.

Isozaki se levantó y se le acercó.

—También tu ropa interior —dijo, quitándose la chaqueta y desabotonándose la anticuada camisa. Tenía un pecho saludable y musculoso pero lampiño.

Cognani se quitó la ropa interior. Tenía pechos pequeños pero bien formados, rosados en las puntas.

Kenzo Isozaki alzó la mano como si fuera a tocarla, señaló y luego movió la mano hacia su propio pecho y se tocó el cruciforme que iba desde el esternón hasta el ombligo.

—Esto es poder —dijo.

Se apartó y empezó a vestirse. Al cabo de un momento Anna Pelli Cognani se abrazó el cuerpo y también comenzó a vestirse.

Cuando ambos estuvieron vestidos, Isozaki se sentó detrás del escritorio y señaló la otra silla. Para asombro de Isozaki, M. Anna Pelli Cognani se sentó.

—Estás diciendo —señaló Cognani— que por mucho que logremos volvernos indispensables para el nuevo papa, si hay un nuevo papa, la Iglesia siempre tendrá la gran ventaja de la resurrección.

—No —dijo Isozaki, entrelazando de nuevo los dedos como si el interludio anterior no hubiera ocurrido—. Estoy diciendo que el poder que controla el cruciforme controla el universo humano.

—La Iglesia… Por cierto, el cruciforme es sólo parte de la ecuación de poder. El TecnoNúcleo brinda a la Iglesia el secreto de la resurrección. Pero ha estado en connivencia con la Iglesia durante doscientos ochenta años…

—Con su propio propósito —murmuró Isozaki—. ¿Cuál es ese propósito, Anna?

La oficina rotó hacia la noche, bajo una explosión de estrellas. Cognani irguió la cara hacia la Vía Láctea para reflexionar.

—Nadie lo sabe —dijo al fin—. La ley de Ohm.

Isozaki sonrió.

—Muy bien. Tal vez aquí el camino de menor resistencia no pase por la Iglesia sino por el Núcleo.

—Pero el consejero Albedo sólo se reúne con Su Santidad y Lourdusamy.

—Hasta donde sabemos —corrigió Isozaki—. Pero se trata de traer el Núcleo al universo humano.

Cognani asintió. Comprendía la sugerencia implícita: las IAs ilícitas, tipo Núcleo, que Mercantilus estaba desarrollando podían encontrar el camino del plano de datos y seguirlo hasta el Núcleo. Durante casi trescientos años, el principal mandamiento de la Iglesia y Pax había sido: «No construirás una máquina pensante igual o superior a la humanidad». Las IAs usadas por Pax eran más «instrumentos asistenciales» que «inteligencias artificiales» como las que habían evolucionado alejándose de la humanidad casi un milenio antes: máquinas pensantes idiotas como la IA de la oficina de Isozaki o el obtuso ordenador de la vieja nave de De Soya, el Rafael. Pero en los últimos doce años, departamentos secretos de investigaciones de Pax Mercantilus habían recreado las IAs autónomas, similares o superiores a las de uso común en tiempos de la Hegemonía. Los riesgos y beneficios de este proyecto eran inconmensurables: dominio absoluto del comercio de Pax y una ruptura del viejo equilibrio de poder entre la flota de Pax y Pax Mercantilus, si tenía éxito; excomunión, tortura en las mazmorras del Santo Oficio y ejecución, si la Iglesia lo descubría. Y ahora esta perspectiva.

Anna Pelli Cognani se puso de pie.

—Por Dios —murmuró—, sería una goleada.

Isozaki asintió y sonrió de nuevo.

—¿Sabes dónde se originó el término, Anna?

—¿Goleada? No… supongo que en algún deporte.

—Un antiquísimo deporte que era un sustituto de la guerra y se llamaba fútbol —dijo Isozaki.

Cognani sabía que la irrelevancia de este detalle era aparente. Tarde o temprano su jefe le explicaría por qué el dato era importante. Esperó.

—La Iglesia tenía algo que el Núcleo quería y necesitaba —dijo Isozaki—. La dominación del cruciforme fue su parte del trato. La Iglesia tenía que ofrecer algo de igual valor.

¿De igual valor que la inmortalidad de un billón de seres humanos?, pensó Cognani.

—Siempre sospeché —dijo— que cuando Lenar Hoyt y Lourdusamy establecieron contacto con los elementos supervivientes del Núcleo, hace más de dos siglos, la Iglesia ofreció al TecnoNúcleo la posibilidad de regresar secretamente al espacio humano.

Isozaki abrió las manos.

—¿Con qué fin, Anna? ¿Cuál es el beneficio para el Núcleo?

—Cuando el Núcleo formaba parte de la Hegemonía y controlaba la Red de Mundos y la ultralínea, usaba las neuronas de los millones de cerebros humanos que atravesaban los teleyectores como una especie de red neuronal, parte de su proyecto Inteligencia Máxima.

—En efecto. Pero ahora no hay teleyectores. Y si están usando seres humanos… ¿cómo? ¿Cuándo?

Sin proponérselo, Anna Pelli Cognani se llevó una mano al pecho.

Isozaki sonrió.

—Irritante, ¿verdad? Como tener una palabra en la punta de la lengua sin poderla articular. Un acertijo con una pieza faltante. Pero hay una pieza faltante que se acaba de encontrar.

Cognani enarcó las cejas.

—¿La niña?

—De vuelta en el espacio de Pax —dijo Isozaki—. Nuestros agentes próximos a Lourdusamy confirman que el Núcleo ha revelado esto. Sucedió después de la muerte de Su Santidad… sólo lo saben el secretario de Estado, el gran inquisidor y los más altos dirigentes de la flota de Pax.

—¿Dónde está ella?

Isozaki sacudió la cabeza.

—Si el Núcleo lo sabe, no lo ha revelado a la Iglesia ni a ningún otro agente humano. Pero la flota de Pax ha llamado a ese capitán, De Soya, después de la noticia.

—El Núcleo predijo que él participaría en la captura de la niña —dijo Cognani. Una sonrisa se le escapaba por las comisuras de la boca.

—¿Sí? —dijo Isozaki, orgulloso de su alumna.

—La ley de Ohm —dijo Cognani.

—Precisamente.

Cognani se irguió y nuevamente se tocó el pecho sin darse cuenta.

—Si encontramos a la niña primero, tendremos ventaja para iniciar las negociaciones con el Núcleo. Y los medios, con las nuevas capacidades que tendremos en línea. —Ninguno de los ejecutivos que conocían el proyecto secreto IA lo mencionaba en voz alta, a pesar de sus oficinas a prueba de intrusiones.

—Si tenemos a la niña y los medios para negociar —continuó Cognani—, contaremos con la ventaja que necesitamos para suplantar a la Iglesia en los tratos del Núcleo con la humanidad.

—Si podemos descubrir lo que el Núcleo obtendrá de la Iglesia a cambio del control del cruciforme —murmuró Isozaki—. Y ofrecer lo mismo o algo mejor.

Cognani asintió distraídamente. Ahora veía en qué se relacionaba esto con sus tareas como ejecutiva del Opus Dei. En todo, comprendió de inmediato.

—Debemos encontrar a la niña antes que los demás… La flota de Pax debe estar utilizando recursos que nunca revelaría al Vaticano.

—Y viceversa —dijo Isozaki. Esa clase de competencia le agradaba mucho.

—Y tendremos que hacer lo mismo —dijo Cognani, volviéndose hacia el tubo del ascensor—. Todos los recursos. —Le sonrió a su mentor—. Un incomparable juego de suma cero con tres participantes, ¿verdad, Kenzo-san?

—En efecto. Todo para el ganador: poder, inmortalidad y riquezas inimaginables. Para el perdedor, la destrucción, la muerte verdadera y la esclavitud eterna para sus descendientes. Pero no son tres participantes, Anna, sino seis.

Cognani se detuvo junto al ascensor.

—Veo al cuarto —dijo—. El Núcleo tiene su propio imperativo para encontrar a la niña primero. Pero…

Isozaki bajó la mano.

—Debemos suponer que la niña tiene sus propios objetivos en este juego, ¿verdad? Y quien la haya introducido como pieza… bien, ése sería nuestro sexto jugador.

—O uno de los otros cinco —dijo Cognani, sonriendo. También ella disfrutaba de un juego donde había apuestas altas.

Isozaki asintió e hizo girar la silla para contemplar el siguiente amanecer encima de la curva del Torus Mercantilus.

No se volvió cuando se cerró la puerta del ascensor y Anna Pelli Cognani se marchó.

Encima del altar, un Jesucristo de rostro severo e implacable dividía a los hombres en buenos y malos, rectos y réprobos. No había un tercer grupo.

El cardenal Lourdusamy se sentó en su sitial de la Capilla Sixtina y miró el Juicio Final de Miguel Ángel. Siempre había pensado que ese Cristo era prepotente, autoritario y despiadado, tal vez un icono adecuado para supervisar la selección de un nuevo vicario de Cristo.

La pequeña capilla estaba abarrotada con los ochenta y tres sitiales ocupados por los ochenta y tres cardenales presentes. Un espacio vacío permitía la activación de los holos que representaban a los treinta y siete cardenales ausentes, un holo por vez.

Era la primera mañana desde que habían «encerrado» a los cardenales en el Palacio Vaticano. Lourdusamy había descansado y comido bien; había dormido en un catre en su oficina y se había alimentado con un plato cocinado por las monjas de la casa de huéspedes del Vaticano: comida sencilla y un vino blanco barato servido en los suntuosos apartamentos Borgia. Ahora todos estaban reunidos en la Capilla Sixtina, en sus altos sitiales con dosel. Lourdusamy sabía que ese espléndido espectáculo había faltado en el Cónclave durante muchos siglos —desde que la cantidad de cardenales había crecido demasiado para albergar los sitiales en la pequeña capilla, poco antes de la Hégira, en el siglo diecinueve o veinte—, pero la Iglesia había menguado tanto en tiempos de la Caída de los Teleyectores que sus cuarenta cardenales podían caber de nuevo. El papa Julio había mantenido un número pequeño, nunca más de ciento veinte cardenales, a pesar del crecimiento de Pax. Y como casi cuarenta de ellos no podían viajar a tiempo al Cónclave, la Capilla Sixtina podía albergar los asientos de los cardenales que residían en Pacem.

El momento había llegado. Todos los electores se levantaron como un solo hombre. Cerca de la mesa de los escrutadores, al lado del altar, titilaron los holos de los treinta y siete electores ausentes. Como había poco lugar, los holos eran pequeños, figuras del tamaño de muñecas en asientos de madera para muñecas, flotando en el aire como fantasmas de electores del pasado. Lourdusamy sonrió, pues el tamaño reducido de esos electores ausentes siempre le parecía apropiado.

El papa Julio siempre había sido elegido por aclamación. Uno de los tres cardenales que actuaban como escrutadores alzó la mano: aunque el Espíritu Santo inspirase a esos hombres y mujeres, se requería cierta coordinación. Cuando el escrutador bajara la mano, los ochenta y tres cardenales y los treinta y siete holos debían hablar al unísono.

—¡Eligo al padre Lenar Hoyt! —exclamó el cardenal Lourdusamy, y vio que el cardenal Mustafa gritaba las mismas palabras desde su sitial.

El escrutador aguardó frente al altar. La aclamación había sido resonante y clara, pero no unánime. Esto era una novedad. Durante doscientos setenta años, la aclamación había sido inmediata.

Lourdusamy contuvo una sonrisa. Sabía cuál de los nuevos cardenales había exclamado otro nombre. Sabía la fortuna que había costado sobornar a estos hombres y mujeres. Sabía el terrible riesgo que corrían. Lourdusamy sabía todo esto porque había contribuido a orquestarlo.

Al cabo de un instante de consulta con los demás, el escrutador que había propuesto la aclamación dijo:

—Procederemos por escrutinio.

Los cardenales parlotearon alborotadamente mientras preparaban y entregaban los votos. Esto nunca había sucedido antes en la vida de la mayoría de estos príncipes de la Iglesia. Los holos de aclamación de los electores ausentes se habían vuelto irrelevantes. Aunque algunos cardenales ausentes habían preparado sus chips interactivos para el escrutinio, la mayoría no se había molestado.

Los maestros de ceremonias caminaron entre los sitiales, distribuyendo tarjetas de votación, tres para cada elector. Los escrutadores recorrieron el bosque de sitiales para asegurarse de que cada cardenal tuviera una pluma. Cuando todo estuvo dispuesto, el diácono de los escrutadores alzó la mano para exhortar a la votación.

Lourdusamy miró su tarjeta. En la esquina superior izquierda estaba impresa la inscripción Eligo in Summum Pontificem. Debajo había espacio para un nombre. El cardenal Lourdusamy escribió Lenar Hoyt, plegó la tarjeta y la sostuvo en alto para que se viera. Al cabo de un minuto, los ochenta y tres cardenales alzaron su tarjeta, al igual que media docena de los holos interactivos.

El escrutador comenzó a llamar a los cardenales en orden de precedencia. El cardenal Lourdusamy fue el primero. Caminó hasta la mesa de los escrutadores bajo la mirada del terrible Cristo del fresco. Haciendo una genuflexión ante el altar, Lourdusamy inclinó la cabeza en una muda plegaria. Al levantarse dijo en voz alta:

—Tomo como testigo al Señor Cristo, quien será mi juez, de que mi voto es otorgado a quien considero ante Dios digno de ser elegido.

Lourdusamy apoyó su tarjeta plegada en la bandeja de plata que había sobre la urna. El voto cayó en la urna cuando levantó la bandeja.

El diácono de los escrutadores asintió; Lourdusamy se inclinó ante el altar y regresó a su sitial.

El cardenal Mustafa, el gran inquisidor, avanzó majestuosamente hacia el altar para arrojar el segundo voto.

Más de una hora después se hizo el recuento. El primer escrutador sacudió la urna para mezclar los votos. El segundo escrutador los contó, incluidos los seis votos copiados de los holos interactivos, y los depositó en una segunda urna. La cuenta igualaba la cantidad de cardenales votantes. El escrutinio continuó.

El primer escrutador desplegó una tarjeta, anotó el nombre y entregó la tarjeta al segundo escrutador, quien tomó nota y se la pasó al tercer y último escrutador. Este hombre —el cardenal Couesnongle— dijo el nombre en voz alta antes de anotarlo.

Cada cardenal anotó el nombre en una pizarra provista por los escrutadores; al final del Cónclave, las pizarras serían borradas para que no quedara ningún registro de la votación.

Y así continuó la ceremonia. Para Lourdusamy y el resto de los cardenales presentes, el único misterio era si los electores disidentes introducirían un nuevo nombre.

Una vez leída cada tarjeta, el último escrutador pasaba una aguja por la palabra Eligo y deslizaba la tarjeta por el hilo. Una vez leídos todos los votos en voz alta, hicieron nudos en cada extremo del hilo.

El candidato vencedor fue recibido en la capilla. Frente al altar, en simple sotana negra, el hombre parecía humilde y un poco abrumado.

—¿Aceptas tu elección canónica como supremo pontífice? —le preguntó el diácono.

—Acepto —dijo el sacerdote.

Pusieron un sitial delante del sacerdote. El diácono alzó las manos y entonó:

—Aceptando tu elección canónica, esta asamblea, a los ojos de Dios Todopoderoso, te reconoce como obispo de la Iglesia de Roma, papa verdadero y jefe del Colegio de Obispos. Que Dios te aconseje bien mientras te otorga pleno y absoluto poder sobre la Iglesia de Jesucristo.

—Amén —dijo el cardenal Lourdusamy, tirando de la cuerda que bajaba el dosel de su sitial. Ochenta y tres doseles físicos y treinta y siete holográficos bajaron al mismo tiempo, hasta que sólo quedó levantando el del nuevo papa. El sacerdote, ahora pontífice, se reclinó en el asiento bajo el dosel papal.

—¿Qué nombre escoges como supremo pontífice? —preguntó el diácono.

—Escojo el nombre Urbano XVI —dijo el sacerdote.

Los cardenales murmuraron. El diácono extendió la mano y él y los demás escrutadores se llevaron al sacerdote de la capilla. Los murmullos y susurros se intensificaron.

El cardenal Mustafa se inclinó en su sitial y le dijo a Lourdusamy:

—Debe estar pensando en Urbano II. Urbano XV fue un pusilánime del siglo veintinueve que no hacía más que leer novelas policíacas y escribir cartas para su ex-amante.

—Urbano II —reflexionó Lourdusamy—. Sí, por supuesto.

Al cabo de unos minutos, los escrutadores regresaron con el sacerdote, ahora papa, vestido de puro blanco: una sotana con capa blanca, un zuchetto o gorra blanca, una cruz pectoral y una faja blanca. El cardenal Lourdusamy se arrodilló en el piso de piedra, como todos los demás cardenales, reales y holográficos, mientras el nuevo pontífice daba su primera bendición.

Los escrutadores y los cardenales presentes quemaron en la estufa los votos unidos por un hilo negro, añadiendo suficiente bianco químico para que fumata fuera bien blanca.

Los cardenales se marcharon de la Capilla Sixtina y atravesaron los antiguos corredores y senderos de San Pedro, y el diácono salió solo al balcón para anunciar el nombre del nuevo pontífice a las multitudes.

Entre los quinientos mil individuos que esperaban esa mañana en la abarrotada Plaza de San Pedro estaba el padre capitán De Soya. Lo habían liberado de su prisión de facto unas horas antes. Esa tarde debía presentarse en el puerto espacial de Pax para dirigirse a su nuevo puesto. Atravesando el Vaticano, De Soya había seguido las multitudes —que luego lo habían engullido— mientras hombres, mujeres y niños desembocaban en la plaza como un gran río.

Estalló una gran ovación cuando las volutas de humo blanco salieron de la chimenea. La numerosa multitud creció a medida que se sumaban otros miles. Cientos de guardias suizos contenían a la muchedumbre en la entrada de la Basílica y frente a las zonas privadas.

Cuando salió el diácono para anunciar que el nuevo papa se llamaría Urbano XVI, la muchedumbre jadeó. De Soya se quedó boquiabierto de sorpresa. Todos habían esperado a Julio XV. La idea de que otro fuera papa era impensable.

Entonces el nuevo pontífice salió al balcón y los jadeos se convirtieron en jubilosos hurras.

Era el papa Julio, el rostro de siempre, la frente alta, los ojos tristes. El padre Lenar Hoyt, el salvador de la Iglesia, había sido elegido una vez más. Su Santidad bendijo a la multitud y esperó a que se hiciera silencio, pero la muchedumbre no dejaba de ovacionar. El rugido surgía de medio millón de gargantas y continuaba sin cesar.

¿Por qué Urbano XVI?, se preguntó el padre capitán De Soya. Había leído y estudiado la historia de la Iglesia en sus años de jesuita. Repasó rápidamente lo que recordaba de los papas llamados Urbano. La mayoría eran olvidables. ¿Por qué…?

—Maldición —vociferó De Soya, aunque el juramento se perdió en el rugido continuo de los fieles que llenaban la Plaza de San Pedro—. Maldición.

Aun antes que la multitud callara para que el viejo y nuevo pontífice pudiera explicar la elección del nombre, anunciar lo que De Soya sabía que debía anunciarse, el padre capitán comprendió. Y al comprender sintió abatimiento.

Urbano II había sido papa del 1088 al 1099 de la era cristiana. En el sínodo que había convocado en Clermont, en noviembre de 1095, Urbano II convocó a la guerra santa guerra contra el Islam, para el rescate de Bizancio y para la liberación de los Santos Lugares cristianos en el Oriente musulmán. Así se había iniciado la Primera Cruzada, la primera de muchas campañas sangrientas.

La muchedumbre calló al fin. El papa Urbano XVI empezó a hablar, y su voz conocida pero renovada vibró en los oídos del medio millón de fieles que escuchaba en persona y en los millones que seguían la transmisión en vivo.

De Soya intentó alejarse. Se abrió paso a empujones, tratando de escapar de la plaza, que de pronto le causaba claustrofobia.

Fue en vano. La muchedumbre estaba embelesada y feliz y De Soya estaba atrapado en la multitud. Las palabras del nuevo pontífice también eran felices y apasionadas. El padre capitán desistió de su esfuerzo e inclinó la cabeza. Mientras la multitud ovacionaba y exclamaba ¡Deus le volt! —«¡Dios lo quiere!»—, De Soya rompió a llorar.

Cruzada. Gloria. La solución definitiva del problema éxter. Muerte y devastación inimaginables. El padre capitán De Soya cerró los ojos, pero aún veía haces de partículas hendiendo la negrura del espacio, mundos enteros ardiendo, océanos vaporizados y continentes incinerados, bosques orbitales estallando en humo, cuerpos calcinados rodando en gravedad cero, frágiles criaturas aladas en llamas…

De Soya lloró mientras miles de millones ovacionaban.