En la semana en que el papa Julio murió por novena vez y el padre Duré fue asesinado por quinta vez, Aenea y yo estábamos a ciento sesenta mil años-luz de distancia, en el secuestrado planeta Tierra —la Vieja Tierra, la verdadera Tierra— girando alrededor de una estrella tipo G que no era el Sol, en la Nube Magallánica Menor, una galaxia que no era la galaxia natal de la Tierra.
Había sido una semana extraña. No sabíamos que el papa había muerto, pues no había contacto entre esta Tierra desplazada y el espacio de Pax, excepto por los dormidos portales teleyectores. Más aún, ahora sé que Aenea estaba al corriente de la muerte del papa por medios que entonces no sospechábamos, pero ella no mencionaba lo que sucedía en Pax y nadie pensaba en preguntárselo. Nuestra vida en la Tierra, durante esos años de exilio, era sencilla, apacible y profunda en sentidos que ahora cuesta analizar y casi duele recordar. En todo caso, esa semana había sido profunda pero no sencilla ni apacible: el Viejo Arquitecto con quien Aenea estudiaba desde hacía cuatro años había fallecido el lunes, y ese ventoso martes por la noche habíamos asistido al funeral, una triste y apresurada ceremonia en el desierto. El miércoles Aenea había cumplido dieciséis años, pero en la Hermandad Taliesin había tanta pena y confusión que sólo A. Bettik y yo tratamos de festejar el día con ella.
El androide había horneado una torta de chocolate, la favorita de Aenea, y yo había trabajado durante días para tallar un bastón de una gruesa rama que habíamos hallado durante una de las compulsivas excursiones del Viejo Arquitecto a las montañas cercanas. Esa noche comimos la torta y bebimos champán en el bello refugio de Aenea, pero ella estaba consternada por la muerte del viejo y el pánico que eso creó en la Hermandad. Ahora comprendo que también estaba consternada por la muerte del papa, por los acontecimientos violentos que se cernían sobre el horizonte del futuro y por el final de lo que serían los cuatro años más apacibles que pasaríamos juntos.
Recuerdo nuestra conversación del día de su cumpleaños. Había oscurecido temprano y el aire estaba helado. Fuera de la cómoda vivienda de piedra y lona que ella había construido cuatro años atrás, siendo aprendiz, el polvo soplaba y la salvia y la yuca crepitaban en el viento. Nos sentamos junto al farol susurrante, cambiamos nuestras copas de champán por tazas de té caliente y hablamos en voz baja mientras la arena gemía contra la lona.
—Es extraño —dije—. Sabíamos que estaba viejo y enfermo, pero nadie creía que moriría.
Me refería al Viejo Arquitecto, desde luego, no al distante papa que tan poco significaba para nosotros. Y en el exilio de la Tierra nadie usaba el cruciforme. La muerte del mentor de Aenea, a diferencia de la muerte del papa, era definitiva.
—Él parecía saberlo —murmuró Aenea—. El último mes llamó a todos sus aprendices para compartir sus últimas muestras de sabiduría.
—¿Y qué muestra de sabiduría compartió contigo? Supongo que no es secreta ni demasiado personal.
Aenea sonrió.
—Me recordó que el cliente siempre acepta pagar el doble de lo acordado si uno le envía los gastos adicionales poco a poco, una vez que la construcción está iniciada y la estructura está cobrando forma. Pasado el punto de no retorno, el cliente está enganchado como una trucha en el sedal.
A. Bettik y yo nos echamos a reír. No era una risa irrespetuosa —el Viejo Arquitecto había sido una de esas raras criaturas que combinan el auténtico genio con una personalidad arrolladora— pero, aún al recordarlo con tristeza y afecto, reconocíamos el egoísmo y la perversión que también formaban parte de su personalidad. Y no quiero ser elusivo al llamarlo Viejo Arquitecto: la plantilla de personalidad del cíbrido se había reconstruido a partir de un humano pre-Hégira llamado Frank Lloyd Wright que había trabajado en los siglos diecinueve y veinte de la era cristiana. En la Hermandad Taliesin aun los aprendices de su misma edad lo llamaban respetuosamente «señor Wright», pero para mí siempre había sido el Viejo Arquitecto, por las cosas que Aenea me había contado antes de que llegáramos a la Vieja Tierra.
Como pensando en lo mismo, A. Bettik comentó:
—Es raro, ¿verdad?
—¿A qué te refieres? —preguntó Aenea.
El androide sonrió y se frotó el brazo izquierdo, que terminaba en un muñón debajo del codo. Era una costumbre que había adquirido en los últimos años. El autocirujano de la nave que nos había llevado por el teleyector desde Bosquecillo de Dios lo había mantenido con vida, pero su química era tan peculiar que la nave no pudo hacerle crecer un nuevo brazo.
—Pese a la influencia de la Iglesia en los asuntos humanos —dijo—, aún no hay respuesta definitiva para la pregunta de si el ser humano posee un alma que abandona el cuerpo después de la muerte. Pero en el caso del señor Wright, sabemos que su personalidad cíbrida aún existe aparte del cuerpo, o que al menos existió durante un tiempo después del momento de su muerte.
—¿Lo sabemos con certeza? —pregunté. El té estaba caliente y sabroso. Aenea y yo lo adquiríamos mediante el trueque en el mercado indio del desierto, a la altura de donde había estado la ciudad de Scottsdale.
Fue Aenea quien respondió mi pregunta.
—Sí. La personalidad cíbrida de mi padre sobrevivió a la destrucción de su cuerpo y fue almacenada en el bucle Schrön del cráneo de mi madre. Y sabemos que después existió en la megaesfera y residió un tiempo en la nave del cónsul. La personalidad de un cíbrido sobrevive como un frente ondulatorio holístico que se propaga por las matrices del plano de datos o megaesfera hasta regresar a la fuente IA del Núcleo.
Yo lo sabía pero nunca lo había entendido.
—De acuerdo —dije—, ¿pero adónde fue el frente ondulatorio IA del señor Wright? No puede haber contactos con el Núcleo en la Nube Magallánica. Aquí no hay esferas de datos.
Aenea apoyó su taza vacía.
—Tiene que haber un contacto, pues de lo contrario el señor Wright y las demás personalidades cíbridas ensambladas aquí en la Tierra no podrían haber existido. Recuerda que el TecnoNúcleo usó el espacio Planck como medio y escondrijo antes de que la Hegemonía moribunda destruyera los teleyectores.
—El Vacío Que Vincula —dije, repitiendo la frase del viejo poeta de los Cantos.
—Sí —dijo Aenea—. Aunque siempre pensé que era un nombre insulso.
—Como se llame. No entiendo cómo puede llegar hasta aquí… hasta otra galaxia.
—El medio que el Núcleo usaba para los teleyectores llega a todas partes —dijo Aenea—. Impregna el espacio y el tiempo. —Mi joven amiga frunció el ceño—. No, eso no está bien… el espacio y el tiempo están envueltos en él… el Vacío Que Vincula trasciende el espacio y el tiempo.
Miré en torno. La luz del farol llenaba la pequeña tienda, pero afuera estaba oscuro y aullaba el viento.
—¿Entonces el Núcleo puede llegar aquí?
Aenea sacudió la cabeza. Ya habíamos tenido esta conversación. Yo no había entendido el concepto entonces, ni lo entendía ahora.
—Estos cíbridos están conectados con IAs que no son parte del Núcleo —dijo—. La personalidad del señor Wright no lo era. Tampoco mi padre, el segundo cíbrido Keats.
Ésta era la parte que yo nunca había entendido.
—Los Cantos dicen que los cíbridos Keats, incluido tu padre, fueron creados por Ummon, una IA del Núcleo. Ummon le dijo a tu padre que los cíbridos eran un experimento del Núcleo.
Aenea se levantó y caminó hacia la entrada de su refugio. El viento sacudía la lona, pero no entraba arena. Aenea lo había construido bien.
—El tío Martin escribió los Cantos —dijo—. Él contó la verdad tal como la conocía. Pero había elementos que no comprendía.
—Yo tampoco —dije, abandonando el tema. Me acerqué a Aenea y la rodeé con el brazo, sintiendo los sutiles cambios en su espalda, su hombro y sus brazos desde la primera vez que la había abrazado cuatro años atrás.
—Feliz cumpleaños, pequeña.
Ella me apoyó la mano en el pecho.
—Gracias, Raul.
Mi joven amiga había sufrido otros cambios desde que nos conocimos cuando ella lindaba los doce años estándar. Podría decir que había llegado a ser mujer en esos años, pero yo todavía no la veía como mujer, a pesar de sus caderas redondeadas y sus pechos nacientes. Ya no era una niña, por cierto, pero todavía no era mujer. Era… Aenea. Sus luminosos ojos oscuros eran iguales —inteligentes, inquisitivos, un poco tristones por efecto de un conocimiento secreto— y aún me causaban esa sensación de contacto físico cuando me miraban. Su cabello castaño se había oscurecido en los últimos años, y se lo había cortado la primavera pasada. Ahora lo usaba más corto que yo cuando había estado en la Guardia Interna de Hyperion, varios años antes. Cuando le apoyaba la mano en la cabeza, el cabello apenas sobresalía entre mis dedos, aunque había algunos mechones rubios, provocados por los largos días que pasaba trabajando bajo el sol de Arizona.
Mientras el polvo raspaba la lona y A. Bettik se erguía como una sombra silenciosa a nuestras espaldas, Aenea me cogió la mano entre las suyas. Aunque ese año cumpliera dieciséis, y fuera una joven en vez de una niña, sus manos aún eran diminutas en mí enorme palma.
—Raul —dijo.
La miré y aguardé.
—¿Harías algo por mí? —murmuró.
—Sí —respondí sin titubear.
Ella me estrujó la mano y miró en mi interior.
—¿Harías algo por mí mañana?
—Sí.
Ni su mirada ni la presión de su mano cedieron.
—¿Harías cualquier cosa por mí?
Vacilé. Sabía lo que podía implicar semejante promesa, aunque esta niña extraña y maravillosa nunca me había pedido que hiciera nada por ella. No me había pedido que la acompañara en esa descabellada odisea. Era una promesa que le había hecho al viejo poeta, Martin Silenus, antes de conocer a Aenea. Sabía que había cosas que yo no podía hacer, en buena o mala conciencia, pero una de estas cosas era que no podía decirle que no.
—Sí —dije—, haré cualquier cosa que me pidas. —En ese momento supe que estaba perdido, y resucitado.
Aenea asintió en silencio con un movimiento de cabeza, me estrujó la mano por última vez y se volvió hacia la luz, la torta y nuestro amigo androide. Al día siguiente sabría qué significaba su requerimiento, y cuán difícil sería honrar mi promesa.
Haré una pausa. Entiendo que no me conoces a menos que hayas leído los primeros cientos de páginas de mi relato, y como tuve que reciclar el micropergamino donde las escribí, ya no existen excepto en la memoria de esta pizarra electrónica. En esas páginas dije la verdad. O al menos la verdad tal como la conocía entonces. O al menos intenté decir la verdad. Casi siempre.
Como he reciclado las páginas de ese primer intento de contar la historia de Aenea, y como la pizarra nunca ha estado fuera de mi vista, debo suponer que nadie las ha leído. Lo cierto es que fueron escritas en una celda orbital ovoide que es como una caja de gato de Schrödinger, en torno del mundo estéril de Armaghast; la caja es una cápsula energética en posición fija que contiene mi atmósfera, mi aire y mi equipo de reciclaje de alimentos, mi cama, mi mesa, mi pizarra y un frasco de gas de cianuro que será liberado por una emisión aleatoria de isótopos. No creo, pues, que hayas leído estas páginas.
Pero no estoy seguro.
Cosas extrañas sucedían entonces. Cosas extrañas han sucedido después. No abriré juicio sobre la posibilidad de que alguien haya podido leer estas páginas o podrá leerlas alguna vez.
Entretanto, volveré a presentarme. Mi nombre es Raul Endymion; mi nombre de pila rima con Paul y mi apellido deriva de la ciudad universitaria abandonada de Endymion, en el alejado mundo de Hyperion. Acoto la palabra «abandonada», ya que en esa ciudad en cuarentena conocí al viejo poeta —Martin Silenus, el antiguo autor del poema épico prohibido los Cantos— y allí comenzó mi aventura. Uso la palabra «aventura» con cierta ironía, y tal vez en el sentido de que toda vida es una aventura. Pues aunque es verdad que el viaje comenzó como una aventura —el intento de rescatar a la pequeña Aenea y escoltarla sana y salva hasta la lejana Vieja Tierra— se convirtió luego en una vida de amor, pérdida y maravilla.
Sea como fuere, en este momento de la narración, durante la semana de la muerte del papa, la muerte del Viejo Arquitecto y el triste cumpleaños de Aenea en el exilio, yo tenía treinta y dos años. Todavía era alto y fuerte, todavía me especializaba en cazar, reñir y seguir el liderazgo de otros; todavía era inmaduro, y estaba a punto de enamorarme para siempre de la chiquilla a quien había protegido como una hermana menor y de la noche a la mañana se había convertido en una mujer niña que por ahora conocía como amiga.
Debo añadir que las otras cosas que relato aquí —los sucesos del espacio de Pax, el asesinato de Paul Duré, el rescate de esa criatura llamada Rhadamanth Nemes, los pensamientos del padre Federico de Soya— no son sospechas ni extrapolaciones ni inventos, como las viejas novelas de ficción de tiempos de Martin Silenus. Conozco estas cosas, incluidos los pensamientos del padre De Soya y el atuendo del consejero Albedo, pero no porque sea omnisciente sino por obra de hechos y revelaciones que posteriormente darían acceso a esa omnisciencia.
Esto cobrará sentido después. Eso espero, al menos.
Me disculpo por esta torpe reintroducción. El original del padre cíbrido de Aenea —un poeta llamado John Keats— dijo en su última carta de despedida a sus amigos «Siempre fui torpe para saludar». Lo mismo me sucede a mí, trátese de una despedida o de una bienvenida o, como quizás ocurra aquí, de un improbable reencuentro.
Así que volveré a mis recuerdos y pediré tu indulgencia si mi primer intento de compartirlos y darles forma resulta un poco confuso.
Aenea cumplió dieciséis años y el viento polvoriento aulló tres días y tres noches. La niña se había ido. En los últimos cuatro años yo me había acostumbrado a sus «descansos», como ella los llamaba entonces, y habitualmente no me inquietaba como las primeras veces que ella había desaparecido varios días. Esta vez, sin embargo, me preocupé más que de costumbre: la muerte del Viejo Arquitecto había causado angustia a los veintisiete aprendices y sesenta ayudantes de ese campamento del desierto que el Viejo Arquitecto llamaba Taliesin West.
La tormenta de polvo se sumó a esa angustia, como siempre ocurre con las tormentas de polvo. La mayor parte de las familias y del personal de soporte vivían en las inmediaciones, en uno de los dormitorios de mampostería que el señor Wright había ordenado construir al sur de los edificios principales, y el campamento parecía un fuerte, con sus paredes, patios y pasajes cubiertos —útiles para transitar entre los edificios durante una tormenta de polvo—, pero cada día que pasaba sin ver el sol y sin ver a Aenea me ponía más nervioso.
Varias veces por día iba a su refugio; era el más alejado del complejo principal, medio kilómetro al norte, hacia las montañas. Ella nunca estaba. Había dejado la puerta suelta y una nota donde decía que no me preocupara, que era sólo una de sus excursiones y llevaba agua en abundancia, pero cada vez que la visitaba yo valoraba más el refugio.
Cuatro años antes, cuando los dos llegamos en una nave de Pax, agotados, vapuleados y quemados, con un androide convaleciente en el autocirujano de la nave, el Viejo Arquitecto y los demás aprendices nos recibieron con calidez y cordialidad. El señor Wright no se sorprendió de que una niña de doce años se hubiera teleyectado de mundo en mundo para encontrarlo y ser su aprendiz. Recuerdo ese primer día en que el Viejo Arquitecto le preguntó qué sabía de arquitectura.
—Nada —respondió Aenea sin inmutarse—, salvo que usted es la persona que debe enseñarme.
Evidentemente era la respuesta correcta. El señor Wright le dijo que todos los demás aprendices (veintiséis) habían pasado una especie de examen de ingreso: el diseño y construcción de un refugio en el desierto. El Viejo Arquitecto le daría algunos materiales —lona, piedra, cemento, madera—, pero la niña debería encargarse del diseño y el trabajo.
Antes de poner manos a la obra, Aenea recorrió los demás refugios. La acompañé, aunque yo, no siendo aprendiz, sólo necesitaba una tienda cerca del complejo principal. La mayoría eran variaciones sobre tiendas de campaña. Eran funcionales y algunas revelaban cierto estilo —sobre todo una, aunque, como señaló Aenea, no servía para protegerse de la arena ni de la lluvia— pero ninguna era memorable.
Aenea trabajó once días en su refugio. Yo la ayudé a levantar objetos pesados y a excavar (A. Bettik aún se estaba recobrando, primero en el autocirujano, luego en la enfermería del complejo) pero la niña se encargó de los planos y la mayor parte de la tarea. El resultado fue ese maravilloso refugio que yo visitaba cuatro veces por día durante ese último «descanso» en el desierto. Aenea puso las secciones principales bajo el nivel del suelo. Luego colocó las losas, asegurándose de que calzaran bien, para crear un piso liso. Encima extendió felpudos y mantas de color que consiguió en el mercado indio que estaba a veinte kilómetros. Alrededor de la cavidad central levantó paredes de un metro de altura, aunque parecían más altas porque la habitación principal estaba hundida. Usó la misma «argamasa del desierto» que el señor Wright había usado para construir las paredes y la superestructura de los edificios principales del complejo. También usó la misma técnica, aunque nunca se la habían enseñado.
Primero recogió piedras del desierto y de los arroyos y riachos que rodeaban la colina del complejo. Las piedras eran de todo tamaño y color —morado, negro, rojo y pardo ferroso— y algunas contenían petroglifos o fósiles. Después Aenea construyó recipientes de madera y puso las piedras más grandes adentro, con el lado chato contra la cara interior del recipiente. Luego pasó días bajo el sol ardiente, paleando arena de los riachos y llevándola en carretilla, mezclándola con cemento para formar el hormigón que sostendría las piedras al endurecerse la mezcla. Era una tosca combinación de piedra y hormigón —«argamasa del desierto», como decía el señor Wright— pero era extrañamente bella, y las piedras de color asomaban por la superficie del hormigón, con fisuras y texturas por doquier. Una vez en su sitio, las paredes tenían un metro de altura y grosor suficiente para resistir el calor del desierto durante el día y retener el calor interno durante la noche.
El refugio era más complejo de lo que parecía a primera vista. Tardé meses en apreciar las sutilezas del diseño. Uno se agachaba para entrar en el vestíbulo de piedra y lona y tres anchos escalones bajaban hasta el portal de madera y argamasa que servía como entrada de la sala principal. Este vestíbulo sinuoso y descendente funcionaba como una cámara de presión, impidiendo el paso de la arena, y Aenea había mejorado este efecto al instalar las lonas como si fueran foques. La «sala principal» tenía apenas tres metros de diámetro y cinco de longitud, pero parecía mucho más grande. Aenea había instalado bancos alrededor de una mesa de piedra para crear un «comedor», y había puesto más nichos y asientos de piedra cerca de la pared norte del refugio. Allí había una chimenea de piedra en la pared, y no tocaba la lona ni la madera en ningún punto. Entre las paredes de piedra y la lona —a la altura del ojo cuando uno se sentaba— había ventanas que iban a lo largo de los lados norte y sur del refugio. Estas ventanas panorámicas se podían cubrir con persianas de lona y madera, operadas desde el interior.
Para modelar la lona, Aenea usó viejas varillas de fibra de vidrio que encontró en la pila de chatarra del complejo: arcos suaves, picos abruptos, bóvedas, nichos. Se había hecho un dormitorio para ella, separado de la sala principal por dos escalones en ángulo de sesenta grados, un hueco abierto en el suave declive y recostado contra una roca que había encontrado en el lugar. Allí no había agua ni fontanería —compartíamos las duchas comunitarias y los retretes del complejo— pero Aenea construyó una bonita tina de roca con baño junto a su cama (una plataforma de madera terciada con colchón y mantas), y varias veces por semana calentaba agua en la cocina principal y la llevaba al refugio, cubo por cubo, para darse un baño caliente.
La luz que atravesaba la lona era cálida al amanecer, brumosa al mediodía, anaranjada al atardecer. Además Aenea había puesto el refugio en cuidadosa relación con los saguaros, los perales silvestres y los cactos, de modo que diversas sombras caían en diversos planos de la lona a diversas horas del día.
Era un lugar grato y confortable. E indescriptiblemente vacío cuando mi joven amiga estaba ausente. He mencionado que los aprendices y el personal de soporte estaban angustiados después de la muerte del Viejo Arquitecto. «Desesperados» sería una descripción más precisa. Pasé la mayor parte de esos tres días de ausencia de Aenea escuchando la preocupada cháchara de unas noventa personas —nunca juntas, pues al señor Wright no le gustaban las multitudes y el comedor funcionaba por turnos— y el nivel de pánico parecía crecer al pasar los días y las tormentas de polvo. La ausencia de Aenea contribuía a la histeria: era la aprendiz más joven de Taliesin —la persona más joven, en realidad—, pero los otros se habían acostumbrado a pedirle consejo y a escucharla. En una semana habían perdido al maestro y a la consejera.
En la cuarta mañana, las tormentas de polvo cesaron y Aenea regresó. Yo estaba trotando después del amanecer y la vi llegar por el desierto desde la dirección de las montañas McDowell; al verla perfilada contra el resplandor, pensé en la primera vez que la había visto en el Valle de las Tumbas de Tiempo de Hyperion.
Aenea sonrió.
—Hola —saludó.
—Hola, pequeña —respondí. Nos detuvimos a cinco pasos de distancia. Sentí el impulso de abrazarla, estrecharla, rogarle que no desapareciera de nuevo. No hice eso. La luz de la mañana arrojaba largas sombras detrás de los cactos y arbustos, bañando nuestra tez bronceada en un fulgor anaranjado.
—¿Cómo anda la tropa? —preguntó Aenea. Noté que a pesar de sus promesas había ayunado en esos tres últimos días. Siempre había sido delgada, pero ahora se le notaban las costillas a través de la camisa de algodón, y tenía los labios secos y cuarteados—. ¿Están alarmados?
—Están cagando ladrillos —dije. Normalmente me abstenía de usar mi vocabulario de la Guardia Interna frente a la niña, pero ya tenía dieciséis años. Además, ella siempre había usado un vocabulario más atrevido que el mío.
Aenea sonrió. La brillante luz alumbró los mechones claros de su cabello corto.
—Eso sería magnífico para un grupo de arquitectos.
Me froté el mentón, palpando la barba crecida.
—De veras, pequeña. Están bastante alborotados.
—No saben qué hacer ni adónde ir ahora que se ha ido el señor Wright. —Aenea entornó los ojos. El complejo parecía un amontonamiento de piedra y lona más allá de los cactos y chaparrales. La luz del sol rebotaba en las invisibles ventanas y en una de las fuentes—. Reunamos a todo el mundo en el pabellón de música —dijo Aenea, y echó a andar hacia Taliesin.
Y así empezó el último día que compartimos en la Tierra.
Interrumpiré aquí. Oigo mi propia voz en la pizarra y recuerdo la pausa que hice en la narración. Aquí quería hablar de los cuatro años de exilio en la Vieja Tierra, de los aprendices y otras personas de la Hermandad Taliesin, del Viejo Arquitecto y sus caprichos y mezquinas crueldades, así como de su brillantez y sus entusiasmos pueriles. Quería describir las muchas conversaciones con Aenea en esos cuarenta y ocho meses locales (los cuales, algo que nunca dejaba de asombrarme, se correspondían perfectamente con los meses estándar de la Hegemonía y de Pax) y mi lenta comprensión de las increíbles aptitudes de Aenea. También quería hablar de mis excursiones de esa época: mi viaje alrededor de la Tierra en la nave de descenso, mis largas aventuras en América del Norte, mi fugaz contacto con otras comunidades humanas encabezadas por cíbridos inspirados en el pasado (como el memorable grupo dirigido por el cíbrido Jesús de Nazaret, en Israel y Nueva Palestina), pero al oír el breve silencio de la pizarra que reemplaza esas narraciones, recuerdo la causa de mi omisión.
Como dije antes, grabé estas palabras en una celda de Schrödinger en órbita de Armaghast, mientras esperaba la emisión simultánea de una partícula isotópica y la activación del detector de partículas. Cuando estos dos sucesos coincidieran, se liberaría el gas de cianuro incorporado al campo de energía estática que rodeaba el equipo de reciclaje. La muerte no sería instantánea, pero casi. Aunque he dicho que me llevaría tiempo narrar esta historia, ahora comprendo que hubo algunas modificaciones, un intento de llegar a los elementos importantes antes de que decayera la partícula y brotara el gas.
No cuestionaré esa decisión ahora, salvo para decir que los cuatro años en la Tierra merecerían contarse en otra oportunidad: las noventa personas de la Hermandad eran decentes, complejas, perversas e interesantes, como todos los seres humanos inteligentes, y sus historias valen la pena. Asimismo, mis exploraciones por la Tierra, tanto en la nave como en la ranchera Woody modelo 1948 que me prestó el Viejo Arquitecto, podrían prestarse a un poema épico aparte.
Pero no soy poeta. Fui rastreador en mis tiempos de guía de caza, y aquí mi trabajo consiste en rastrear el crecimiento de Aenea hasta llegar a su condición de mujer y de mesías sin desviarme por sendas laterales. Y eso haré.
El Viejo Arquitecto siempre se refirió al complejo como «campamento del desierto». La mayoría de los aprendices lo llamaban «Taliesin», que significa «Arco brillante» en galés. (El señor Wright era de origen galés. Pasé días tratando de recordar un mundo de Pax o del confín con nombre galés, hasta que me acordé de que el Viejo Arquitecto había vivido y muerto antes del vuelo espacial). Aenea llamaba al lugar Taliesin West, «Taliesin Oeste», y aun alguien tan obtuso como yo comprendía que en consecuencia tenía que haber un Taliesin Este.
Cuando se lo pregunté tres años antes, Aenea me había explicado que el señor Wright original había construido su primer complejo Taliesin a principios de la década de 1930 en Spring Green, Wisconsin. Wisconsin era una de las subunidades políticas y geográficas del antiguo estado-nación de América del Norte llamado Estados Unidos. Cuando le pregunté a Aenea si el primer Taliesin era como éste, me explicó:
—No, había varios Taliesin en Wisconsin, hogares y hermandades, y la mayoría fueron destruidos por el fuego. Es una de las razones por las cuales el señor Wright instaló tantos estanques y fuentes en este complejo, fuentes de agua para combatir los inevitables incendios.
—¿Y su primer Taliesin se construyó hacia 1930?
Aenea sacudió la cabeza.
—Él inauguró su primera hermandad Taliesin en 1932. Pero era ante todo una manera de obtener mano de obra esclava, sus aprendices, para construir su sueño y conseguir comida durante la Depresión.
—¿Qué fue la Depresión?
—Una mala época económica en su estado-nación puramente capitalista —dijo Aenea—. Recuerda que entonces la economía no era global y dependía de instituciones monetarias privadas llamadas bancos, de las reservas de oro y del valor del dinero físico, monedas y trozos de papel que presuntamente valían algo. Era una alucinación consensuada, desde luego, y en la década de 1930 la alucinación se convirtió en pesadilla.
—Cielos.
—Exacto. De todos modos, mucho antes, en 1909, el maduro señor Wright abandonó a su esposa y sus seis hijos y huyó a Europa con una mujer casada.
Esa noticia me desconcertó. Costaba acostumbrarse a la idea de que el Viejo Arquitecto —un octogenario cuando lo habíamos conocido— tuviera una vida sexual, y para colmo escandalosa. También me preguntaba qué tenía que ver todo esto con mi pregunta acerca de Taliesin Este.
Aenea llegó a eso.
—Cuando regresó con la otra mujer —dijo, sonriendo ante mi embelesada atención—, comenzó a construir el primer Taliesin, su hogar de Wisconsin, para Mamah…
—¿Su madre? —pregunté, totalmente confundido.
—Mamah Borthwick —dijo Aenea, deletreando el primer nombre—. La señora Cheney. La otra mujer.
—Ah.
Dejando de sonreír, Aenea continuó.
—El escándalo había destruido su estudio arquitectónico e hizo de él un hombre marcado en Estados Unidos. Pero construyó Taliesin y siguió adelante, tratando de encontrar nuevos clientes. Su primera esposa, Catherine, no quería concederle el divorcio. Los periódicos, bancos de datos que se imprimían en papel y se distribuían regularmente, prosperaban con esos chismes y abanicaban las llamas del escándalo, sin permitir que se apagara.
Estábamos caminando por el patio cuando le hice a Aenea la sencilla pregunta sobre Taliesin, y recuerdo que me detuve junto a la fuente durante esta parte de la respuesta. Siempre me asombraban los conocimientos de esa niña.
—Luego —dijo—, el 15 de agosto de 1914, un obrero de Taliesin enloqueció, mató a Mamah Borthwick, su hijo John y su hija Martha con un hacha, quemó los cadáveres, incendió el complejo y mató a cuatro amigos y aprendices del señor Wright antes de tragar ácido. Todo el lugar se incendió.
—Por Dios —susurré, mirando el comedor, donde el cíbrido Viejo Arquitecto almorzaba con algunos de sus viejos aprendices.
—Nunca desistió —continuó Aenea—. Pocos días después, el 18 de agosto, el señor Wright recorría un lago artificial de la propiedad de Taliesin cuando la represa donde estaba se derrumbó y cayó en un riacho hinchado por la lluvia. A despecho de las circunstancias, salió del torrente a nado. Pocas semanas después empezó a reconstruir.
Entonces creí entender lo que me decía acerca del Viejo Arquitecto.
—¿Por qué no estamos nosotros en esa Taliesin? —pregunté mientras nos alejábamos de la cantarina fuente.
Aenea sacudió la cabeza.
—Buena pregunta. Dudo que siquiera exista en esta versión reconstruida de la Tierra. Pero era importante para el señor Wright. Él murió aquí, cerca de Taliesin Oeste, el 9 de abril de 1959, pero fue sepultado cerca de la Taliesin de Wisconsin.
Me detuve. La idea de que el Viejo Arquitecto muriera era nueva y perturbadora. En nuestro exilio todo había sido constante, tranquilo y renovador, pero ahora Aenea me recordaba que cada cosa y cada persona tiene un final. O así era antes de que Pax introdujera el cruciforme y la resurrección física para la humanidad. Pero nadie en la Hermandad —quizá nadie en esa Tierra secuestrada— se había sometido a un cruciforme.
Habíamos tenido esa conversación tres años atrás. Esa mañana, la semana después de la muerte del cíbrido del Viejo Arquitecto y la incongruente sepultura en el pequeño mausoleo que él había construido en el desierto, estábamos preparados para afrontar las consecuencias de la muerte sin resurrección y el final de las cosas.
Mientras Aenea iba al pabellón de baño y lavandería para asearse, yo encontré a A. Bettik y los dos nos ocupamos de difundir la noticia de la reunión en el pabellón de música. El androide de tez azul no se sorprendía de que Aenea, la menor de nosotros, ordenara y presidiera la reunión. Tanto A. Bettik como yo habíamos observado en silencio cómo la niña se convertía en eje de la Hermandad en los últimos años.
Corrí de los campos a los dormitorios, de los dormitorios a la cocina, donde hice vibrar la gran campana del elegante campanario que estaba encima de la escalera que conducía al piso de huéspedes. Los aprendices o trabajadores con quienes no me había comunicado personalmente oirían la campana e irían a investigar.
Desde la cocina, donde dejé a los cocineros y a algunos aprendices quitándose los delantales y enjugándose las manos, anuncié la reunión a la gente que tomaba café en el amplio comedor de la Hermandad (esta bella sala tenía una vista de los picos McDowell, así que algunos habían visto que Aenea y yo regresábamos y sabían que planeábamos algo), asomé la cabeza en el vacío comedor privado del señor Wright y luego me dirigí a la sala de reclutamiento. Era quizá la sala más atractiva del complejo, con sus largas filas de mesas y archivadores bajo el techo de lona, con dos filas de ventanas por donde entraba la luz matinal. El alto sol caía sobre el techo y el olor de la lona caliente era tan agradable como la densa luz. Aenea me había dicho una vez que esta sensación —trabajar dentro de los límites de la luz, la lona y la piedra— había sido la principal razón para que el señor Wright fuera al oeste a fundar la segunda Taliesin.
Había una docena de aprendices remoloneando en la sala de reclutamiento —ninguno trabajaba ahora que el Viejo Arquitecto ya no estaba presente para sugerir proyectos— y les dije que Aenea quería reunirnos en el pabellón de música. Ninguno protestó. Nadie rezongó ni objetó que una joven de dieciséis años les dijera a noventa personas mayores que se reunieran en medio de un día de trabajo. En todo caso, los aprendices parecían aliviados de saber que ella estaba de vuelta y se hacía cargo.
Desde la sala de reclutamiento fui a la biblioteca, donde había pasado tantas horas felices, y registré la sala de conferencias, iluminada sólo por cuatro paneles relucientes en el piso, y anuncié la reunión a la gente que hallé en ambos lugares. Luego atravesé el pasaje cubierto y contemplé la sala donde el Viejo Arquitecto amaba proyectar películas los sábados por la noche. Este lugar siempre me había intrigado: sus gruesas paredes y techo de piedra, el largo espacio descendente con bancos de contrachapado cubiertos de almohadones rojos, la raída alfombra roja, los cientos de blancas luces navideñas en el techo. A nuestra llegada nos había asombrado que el Viejo Arquitecto exigiera que los aprendices y sus familias «se vistieran para la cena» los sábados, con antiguos esmoquins como los que vemos en viejos holos históricos. Las mujeres usaban extraños vestidos de la antigüedad. El señor Wright proveía de ropa formal a quienes no la traían en su viaje a la Tierra por las Tumbas de Tiempo o un teleyector.
Ese primer sábado Aenea usó esmoquin, camisa y corbata, en vez del vestido. Cuando vi la expresión alarmada del Viejo Arquitecto, pensé que nos expulsaría de la Hermandad y nos obligaría a sobrevivir en el desierto, pero luego arrugó el viejo rostro en una sonrisa y lanzó una carcajada. Nunca le pidió a Aenea que se pusiera otra cosa.
Después de las cenas de los sábados, asistíamos a un espectáculo musical o nos reuníamos en el teatro para ver una película, una de esas antiguas películas de celuloide que tenían que proyectarse con una máquina. Era como aprender a disfrutar del arte rupestre. Aenea y yo amábamos las cintas que elegía —antiguas películas bidimensionales del siglo veinte, muchas en blanco y negro—, y por alguna razón que nunca explicó el señor Wright prefería mirarlas con la «banda sonora», garabatos ópticos, visible en la pantalla. De hecho, habíamos visto películas durante un año cuando otro aprendiz nos contó que estaban hechas para ser vistas sin que la banda sonora fuera visible.
Hoy el teatro estaba vacío, las luces navideñas apagadas. Troté de habitación en habitación, de edificio en edificio, convocando a aprendices, obreros y familiares, hasta que me reuní con A. Bettik junto a la fuente y nos reunimos con los demás en el gran pabellón de música.
El pabellón era un espacio amplio con un ancho escenario y seis filas de dieciocho asientos tapizados. Las paredes eran de pino pintado de rojo cherokee (el color favorito del Viejo Arquitecto) y la habitual argamasa del desierto. En el escenario alfombrado de rojo sólo había un piano de cola y algunas macetas con plantas. Arriba, sobre un bastidor de madera y acero, estaba la habitual lona blanca. Aenea me había dicho que, después de la muerte del primer señor Wright, el plástico había reemplazado la lona para evitar la necesidad de reponer la lona cada par de años. Pero al regreso de este señor Wright, el plástico fue arrancado —al igual que el vidrio de la sala de reclutamiento— y la luz pura volvió a predominar a través de la lona blanca.
A. Bettik y yo nos sentamos en el fondo del pabellón de música mientras los murmurantes aprendices y otros trabajadores ocupaban sus asientos. Algunos obreros de construcción se quedaron en los escalones del pasillo o en el fondo, con el androide y yo, como temiendo manchar con lodo y polvo la moqueta y la tapicería. Cuando Aenea atravesó las cortinas laterales y saltó al escenario, cesó toda conversación.
El pabellón de música del señor Wright tenía buena acústica, pero Aenea siempre había podido proyectar la voz sin que aparentara elevarla. Habló suavemente.
—Gracias por venir. Creo que debemos hablar.
Jaev Peters, uno de los aprendices mayores, se levantó de inmediato en la quinta fila.
—Te fuiste Aenea. Nuevamente al desierto.
La niña asintió con la cabeza.
—¿Hablaste con los leones y tigres y osos?
Nadie sonrió ni se rió. La pregunta se hacía con toda seriedad y noventa personas aguardaban la respuesta con igual seriedad. Debería explicarme.
Todo comenzó en los Cantos que Martin Silenus escribió hace más de dos siglos. Esa historia de los peregrinos de Hyperion, el Alcaudón y la batalla entre la humanidad y el TecnoNúcleo explicaba cómo las primeras redes del ciberespacio habían evolucionado hasta ser esferas de datos planetarias. En tiempos de la Hegemonía, las IAs del TecnoNúcleo habían usado sus tecnologías secretas de teleyección y ultralínea para unir cientos de esferas de datos en un solo medio secreto de información llamado megaesfera. Pero, según los Cantos, el padre de Aenea —el cíbrido John Keats— había viajado como persona incorpórea al Núcleo de la megaesfera y había descubierto que existía un plano de datos más amplio, quizá mayor que nuestra galaxia, que aun las IAs del núcleo temían explorar porque estaba llena de «leones y tigres y osos», en palabras de la IA llamada Ummon. Éstos eran los seres —o inteligencias, o dioses— que un milenio atrás habían secuestrado la Tierra y la habían traído aquí antes que el Núcleo pudiera destruirla. Estos leones y tigres y osos eran los espantajos que custodiaban nuestro mundo. Ningún miembro de la Hermandad había visto estas entidades, ni hablado con ellas, ni tenía pruebas fehacientes de su existencia. Nadie excepto Aenea.
—No —dijo la niña—. No hablé con ellos. —Bajó la vista como si sintiera vergüenza. Siempre era reacia a hablar de esto—. Pero creo que los oí.
—¿Hablaron contigo? —preguntó Jaev Peters. Se hizo silencio en el pabellón.
—No —dijo Aenea—. No dije eso. Sólo… los oí. Como cuando oyes la conversación de otro por la pared del dormitorio.
Hubo cuchicheos y sonrisas. La finca de la Hermandad tenía gruesas paredes de piedra, pero los tabiques de los dormitorios eran notablemente delgados.
—De acuerdo —dijo Bets Kimbal desde la primera fila. Bets era la cocinera principal, una mujer corpulenta y sensata—. Cuéntanos que dijeron.
Aenea caminó hasta el borde del escenario y miró a sus colegas.
—Puedo decir esto —murmuró—. No habrá más alimentos ni provisiones en el mercado indio. Eso ha terminado.
Fue como si hubiera arrojado una granada. Cuando cesaron los murmullos, un corpulento obrero llamado Hussan gritó en medio de la algarabía.
—¿Cómo que ha terminado? ¿Dónde conseguiremos la comida?
Había buenos motivos para el pánico. En tiempos del señor Wright, en el siglo veinte, su campamento del desierto estaba a cincuenta kilómetros de una ciudad grande llamada Phoenix. A diferencia de la Taliesin de la Depresión, en Wisconsin, donde los aprendices cultivaban plantas en el fecundo suelo aunque trabajaran en los planes de construcción del señor Wright, este campamento nunca había podido cultivar sus propios alimentos. Viajaban a Phoenix para hacer trueque o pagaban sus provisiones con sus primitivas monedas y billetes de papel. El Viejo Arquitecto siempre había necesitado la generosidad de sus clientes —grandes préstamos que nunca devolvería— para sobrevivir mes a mes.
Pero aquí no había ciudades. La única carretera —dos surcos de gravilla— conducía al oeste, hacia cientos de kilómetros de desierto. Yo lo sabía porque había sobrevolado la zona en la nave y la había recorrido con el vehículo terrestre del Viejo Arquitecto. Pero a treinta kilómetros del complejo había un mercado indio semanal donde trocábamos artículos artesanales por alimentos y materia prima. Había existido durante años antes de nuestra llegada; todos esperaban que estuviera allí para siempre.
—¿Cómo que se ha ido? —repitió Hussan con un grito ronco—. ¿Adónde irían los indios? ¿Eran sólo ilusiones cíbridas, como el señor Wright?
Aenea movió las manos en un gesto al que yo me había acostumbrado con los años, un grácil ademán que yo había llegado a ver como un equivalente físico de la expresión zen mu, la cual, en el contexto adecuado, puede significar «desformular la pregunta».
—El mercado se ha ido porque ya no lo necesitaremos más —dijo Aenea—. Los indios son reales, navajos, apaches, hopis y zunis. Pero deben vivir su propia vida, realizar sus propios experimentos. Hacían trueques con nosotros como favor.
La multitud se enfureció, pero al fin recobró la calma. Bets Kindal se puso de pie.
—¿Qué haremos, niña?
Aenea se sentó en el borde del escenario como si tratara de fusionarse con su público expectante.
—La Hermandad ha terminado —dijo—. Esta etapa de nuestra vida debe concluir.
—¡Claro que no! —vociferó un aprendiz joven desde el fondo del pabellón—. ¡El señor Wright podría regresar! Recordemos que era un cibrido… una construcción. El Núcleo… o los leones y tigres y osos… quien lo haya construido puede enviarlo de vuelta…
—No —respondió Aenea, con pena pero con firmeza—, el señor Wright se ha ido. La Hermandad ha terminado. Sin los alimentos y los materiales que los indios nos traían desde tan lejos, este campamento no puede durar un mes. Tenemos que irnos.
Una joven aprendiz llamada Peret habló en voz baja.
—¿Adónde, Aenea?
En ese momento comprendí en qué medida este grupo se había entregado a la joven que yo había conocido cuando era pequeña. Cuando estaba el Viejo Arquitecto, dando conferencias, dictando seminarios y celebrando reuniones informales, conduciendo su rebaño en meriendas y excursiones por las montañas, exigiendo atenciones y la mejor comida, la realidad del liderazgo de Aenea había quedado disimulada, pero ahora era patente.
—Sí —preguntó alguien desde el centro de los asientos—, ¿adónde, Aenea?
Mi amiga abrió las manos en otro ademán que yo había aprendido. Éste no significaba «desformula la pregunta» sino «debes responder a tu propia pregunta».
—Hay dos opciones —dijo Aenea—. Todos vosotros viajasteis aquí por teleyector o a través de las Tumbas de Tiempo. Podéis regresar por teleyector…
—¡No!
—¿Cómo?
—Jamás… Antes moriría.
—¡No! ¡Pax nos encontrará y nos matará!
Los gritos eran espontáneos y sinceros. Era el sonido del terror verbalizado. Percibí miedo en la habitación, tal como lo percibía en los animales atrapados en los brezales de Hyperion.
Aenea alzó una mano y los gritos se calmaron.
—Podéis regresar al espacio de Pax en teleyector, o podéis permanecer en la Tierra y tratar de sobrevivir.
Hubo murmullos de alivio ante la opción de no regresar. Comprendí ese sentimiento. También para mí Pax se había transformado en un coco. La idea de regresar allá me quitaba el sueño al menos una vez por semana.
—Pero si os quedáis aquí —continuó la niña sentada en el borde del escenario—, seréis parias. Todos los grupos de seres humanos de aquí tienen sus propios proyectos, sus propios experimentos. No encajaréis en ellos.
La gente hizo preguntas, exigiendo respuestas a misterios que no había comprendido durante su larga estancia. Pero Aenea continuó.
—Si os quedáis aquí, desperdiciaréis lo que el señor Wright os enseñó y lo que vinisteis a aprender sobre vosotros mismos. La Tierra no necesita arquitectos ni constructores. No ahora. Tenemos que regresar.
Jaev Peters habló de nuevo, con voz quebradiza pero sin hostilidad.
—¿Y Pax necesita constructores y arquitectos? ¿Para construir sus malditas iglesias?
—Sí —dijo Aenea.
Jaev asestó un puñetazo a una butaca.
—Pero nos capturarán o nos matarán si averiguan quiénes somos, dónde hemos estado.
—Sí —dijo Aenea.
—¿Tú regresarás, niña? —preguntó Bets Kimbal.
—Sí —dijo Aenea, y bajó del escenario.
Ahora todos estaban de pie, gritando o hablando con las personas que tenían al lado. Fue Jaev Peters quien expresó el pensamiento de los noventa huérfanos de la Hermandad.
—¿Podemos ir contigo, Aenea?
La niña suspiró. Su rostro, bronceado y alerta, también parecía cansado.
—No —dijo—. Creo que irse de aquí será como morir o nacer. Cada cual tendrá que hacerlo por su cuenta. —Sonrió—. O en grupos muy pequeños.
Se hizo el silencio. Cuando Aenea habló, fue como si un solo instrumento continuara con la melodía que la orquesta había dejado de tocar.
—Raul se irá primero —dijo—. Esta noche. Uno por uno, todos encontraréis el portal teleyector adecuado. Yo os ayudaré. Seré la última en marcharme de la Tierra. Pero me marcharé, y dentro de unas semanas. Todos debemos irnos.
La gente se aproximó en silencio a la niña de pelo corto.
—Pero algunos nos volveremos a encontrar —dijo Aenea—. Estoy segura de que algunos nos volveremos a encontrar.
Vi el anverso de esa predicción tranquilizadora: algunos no sobreviviríamos para volvernos a encontrar.
—Bien —tronó Bets Kimbal, rodeando a Aenea con el brazo—, en la cocina hay suficiente comida para un último festín. ¡El almuerzo de hoy será una comida que recordaréis durante años! Como decía mi madre, si tienes que viajar, no lo hagas con el estómago vacío. ¿Quién me ayudará en la cocina, pues?
La reunión se disolvió. Las familias y amigos permanecían en grupos y los solitarios deambulaban como aturdidos, todos aproximándose a Aenea mientras salíamos del pabellón de música. En ese momento quise aferrarla, sacudirla hasta que se le cayeran las muelas del juicio. Qué demonios quieres decir con que Raul será el primero en irse, esta noche. ¿Quién demonios eres para decirme que te deje aquí? ¿Y cómo crees que me obligarás? Pero ella estaba demasiado lejos y la rodeaba demasiada gente. Sólo atiné a seguir a la muchedumbre a la cocina y el comedor, la furia escrita en la cara, los puños, los músculos y el andar.
Una vez vi que Aenea me miraba por encima de las cabezas. Déjame explicarte, imploraban sus ojos.
Le respondí con una mirada de piedra.
Anochecía cuando se reunió conmigo en el gran garaje que el señor Wright había hecho construir a medio kilómetro del complejo. Era una estructura de flancos abiertos, salvo por cortinas de lona, pero tenía gruesas columnas de piedra que sostenían un techo de pino; lo habían construido para albergar la nave de descenso donde habíamos llegado Aenea, A. Bettik y yo.
Yo había abierto la puerta de lona y estaba de pie en la escotilla abierta cuando vi que Aenea se aproximaba por el desierto. Yo tenía puesto el comlog de pulsera que no había usado en más de un año; ese objeto me traía demasiados recuerdos de nuestra nave espacial —la nave consular de siglos atrás— y había sido mi enlace e instructor cuando aprendí a pilotar la nave de descenso. Ahora tampoco lo necesitaba —había bajado la memoria del comlog a la nave y sabía pilotarla solo—, pero me hacía sentir más seguro. El comlog realizaba una verificación de sistemas, parloteando consigo mismo.
Aenea se detuvo en la entrada. El crepúsculo arrojaba largas sombras a sus espaldas y pintaba la lona de rojo.
—¿Cómo está la nave? —preguntó.
Eché un vistazo al comlog.
—Está bien —mascullé sin mirarla.
—¿Tiene combustible y carga para un vuelo más?
Aún sin mirarla, examiné las láminas de contacto del brazo del sillón del piloto.
—Depende de adónde vuele —respondí.
Aenea se aproximó a la escalerilla y me tocó la pierna. Esta vez tuve que mirarla.
—No te enfades —dijo—. Tenemos que hacer estas cosas.
Aparté la pierna.
—Maldición, no insistas en decirle a todo el mundo lo que tiene que hacer. Eres sólo una chiquilla. Tal vez haya cosas que algunos no tenemos que hacer. Tal vez largarme y dejarte sola sea una de esas cosas. —Me bajé de la escalerilla y tecleé el comlog. La escalerilla se disolvió en el casco de la nave. Dejé el garaje y eché a andar hacia mi tienda. En el horizonte, el Sol era una perfecta esfera roja. Bajo los últimos rayos de luz, las piedras y lonas del complejo principal parecían estar en llamas, el mayor temor del Viejo Arquitecto.
—¡Raul, aguarda!
Aenea apuró el paso para alcanzarme. Me bastó una ojeada para comprobar que estaba exhausta. Se había pasado la tarde reuniéndose con gente, hablando, dando explicaciones, tranquilizando, abrazando. De pronto la Hermandad me parecía un nido de vampiros emocionales cuya única fuente de energía era Aenea.
—Dijiste que tú…
—Sí, sí —interrumpí. Tuve la sensación de que ella era la adulta y yo el niño malhumorado. Para ocultar mi confusión, di la vuelta y miré el atardecer. Guardamos silencio unos instantes, mientras la luz se desvanecía y el cielo se oscurecía. Los atardeceres de la Tierra me parecían más lentos y encantadores que los que había conocido en mi infancia en Hyperion, y los atardeceres del desierto me resultaban particularmente hermosos. ¿Cuántos atardeceres habíamos compartido la niña y yo en los últimos cuatro años? ¿Cuántas ociosas veladas bajo las brillantes estrellas del desierto? ¿Sería éste el ultimo atardecer que contemplaríamos juntos? La idea me sacaba de quicio.
—Raul —insistió ella mientras las sombras se espesaban y el aire se enfriaba—, ¿me acompañas?
No dije que sí, pero la seguí por el campo pedregoso, evitando los pinchos filosos de las yucas y las espinas de los cactos en la sombra, hasta que llegamos a la zona iluminada del complejo. ¿Cuánto falta, pensé, para que se agote el combustible de los generadores? Tenía la respuesta, pues formaba parte de mi trabajo mantener y alimentar los generadores. Teníamos seis días de combustible en los tanques principales y otros diez en los tanques de reserva, que nunca debían tocarse salvo en emergencias. Casi tres semanas de luz eléctrica, refrigeración y equipos. ¿Y después? Oscuridad, deterioro y el final de la incesante construcción, desmantelamiento y reconstrucción que había sido el ruido de fondo de Taliesin en los últimos cuatro años.
Pensé que íbamos al comedor, pero dejamos atrás las ventanas iluminadas. Aún había gente sentada a las mesas, hablando con intensidad, y sólo tenía ojos para Aenea cuando pasamos, pues para ellos yo era invisible en su hora de pánico. Nos acercamos al estudio privado del señor Wright, pero no nos detuvimos allí. Tampoco nos detuvimos en la hermosa sala de conferencias donde un pequeño grupo veía una última película —faltaban tres semanas para que los proyectores dejaran de funcionar— ni entramos en la sala de diseño.
Nuestro destino era un taller de piedra y lona que estaba al sur, lejos de la calzada, un edificio útil para trabajar con sustancias tóxicas o equipo ruidoso. Yo había trabajado bastante allí en los dos primeros años, pero no en los meses recientes.
Bettik aguardaba en la puerta. El androide sonreía pícaramente, como cuando había llevado la torta de cumpleaños a la fiesta sorpresa de Aenea.
—¿Qué hay? —rezongué.
Aenea entró en el taller y encendió la luz.
En la mesa del centro de la habitación había un bote de dos metros de longitud. Tenía la forma de una semilla afilada en ambas puntas, cerrada salvo por una pequeña abertura redonda con una falda de nylon que obviamente se podía ceñir alrededor de la cintura del ocupante. Junto al bote había un remo de dos palas. Me acerqué y acaricié el casco: un compuesto de fibra de vidrio con agarraderas y soportes de aluminio. Sólo una persona de la Hermandad podía realizar un trabajo tan cuidadoso. Miré a A. Bettik casi acusatoriamente. Él asintió.
—Se llama kayak —dijo Aenea, acariciando el casco bruñido—. Es un viejo diseño terrícola.
—He visto variaciones sobre él —dije, negándome a dejarme impresionar—. Los rebeldes de la Garra de Hielo de Ursus usaban botes como éste.
Aenea aún acariciaba el casco como si yo no hubiera hablado.
—Le pedí a A. Bettik que lo hiciera para ti —dijo—. Él trabajó aquí durante semanas.
—Para mí —repetí obtusamente. Sentí un nudo en el estómago al comprender lo que vendría.
Aenea se acercó más. Estaba bajo la lámpara, y las sombras que tenía bajo los ojos y los pómulos le hacían aparentar mucho más de dieciséis años.
—Ya no tenemos la balsa, Raul.
Sabía a qué balsa se refería. La que nos había llevado por tantos mundos hasta que terminó despedazada en la emboscada que casi nos mata en Bosquecillo de Dios. La balsa que nos había llevado río abajo bajo el hielo de Sol Draconi Septem, por los desiertos de Hebrón y Qom-Riyad, por el mundo oceánico de Mare Infinitus. Sabía a qué balsa se refería. Y sabía qué significaba este bote.
—¿Así que debo llevar esto de vuelta por donde vinimos? —Alcé una mano como para tocarlo, pero no lo hice.
—No por donde vinimos —dijo Aenea—, sino por el río Tetis. A través de otros mundos. A través de tantos mundos como sea necesario para encontrar la nave.
—¿La nave? —pregunté. Habíamos dejado la nave del cónsul oculta bajo el río, reparándose de los daños que había sufrido en nuestro vuelo desde Pax, en un mundo cuyo nombre y posición desconocíamos.
Mi joven amiga asintió y las sombras aletearon alrededor de sus cansados ojos.
—Necesitaremos la nave, Raul. Si estás dispuesto, quisiera que lleves este kayak por el río Tetis hasta encontrar la nave, y que luego vueles con ella a un mundo donde A. Bettik y yo estaremos esperando.
—¿Un mundo del espacio de Pax? —dije, con otro nudo en el estómago ante el peligro que implicaba esa sencilla frase.
—Sí.
—¿Por qué yo? —pregunté, mirando significativamente a A. Bettik. Me avergoncé de mi pensamiento: ¿Por qué enviar a un ser humano, tu mejor amigo, cuando puede ir el androide? Bajé la mirada.
—Será un viaje peligroso —dijo Aenea—. Creo que tú puedes lograrlo, Raul. Confío en que encontrarás la nave y luego nos encontrarás a nosotros.
Se me aflojaron los hombros.
—De acuerdo —dije—. ¿Iremos al sitio donde entramos con el teleyector? —Al salir de Bosquecillo de Dios habíamos llegado a un pequeño arroyo cerca de la obra maestra del Viejo Arquitecto, el edificio de Fallingwater. Había que recorrer más de medio continente.
—No —dijo Aenea—. Más cerca. El río Mississippi.
—De acuerdo —repetí. Había sobrevolado el Mississippi. Estaba a dos mil kilómetros—. ¿Cuándo me voy? ¿Mañana?
Aenea me tocó la muñeca.
—No —dijo, con fatiga pero con firmeza—. Esta noche. Ya.
No protesté. No discutí. Sin una palabra, cogí la proa del kayak. A. Bettik cogió la popa, Aenea el centro, y llevamos el maldito bote hasta la nave en la profunda noche del desierto.